7

Jess soltó la escopeta y se lanzó de cabeza hacia Abigail al verla desaparecer por el agujero del suelo. Al principio, creyó que había caído a un abismo y que moriría delante de sus narices. La idea le resultó más dolorosa de lo que esperaba. Tanto que fue indescriptible.

Sin embargo, en contra de todo pronóstico, sintió que su mano se cerraba en torno a algo cálido y que su brazo soportaba un peso que lo inundó de alivio.

La había atrapado…

Al mirar hacia el agujero, vio la expresión aterrada de Abigail, y fue lo más hermoso que había visto en un siglo.

Estaba viva.

Abigail tenía el corazón a punto de salírsele por la boca mientras se balanceaba sobre el abismo. Lo único que impedía que se estampara contra el suelo de mármol que había cinco metros más abajo era una mano.

Que pertenecía a su enemigo.

—Te tengo —dijo Sundown aferrándola con más fuerza y prometiéndole en silencio que no la soltaría.

Se agarró con ambas manos a Sundown y rezó por que no se la tuviera jurada.

—Por favor, no me sueltes.

—Ni en sueños —respondió él, que le guiñó un ojo, antes de tirar de ella despacio y con cuidado para que no se cortara con los afilados trozos de madera en los que podía acabar ensartada.

En ese momento Abigail lo habría besado por tener esos reflejos que le habían salvado la vida, y por el tiento con el que la subía para no hacerle daño.

Sin embargo, el alivio se esfumó enseguida. En cuanto sacó la cabeza del agujero, algo la cogió de la pierna y tiró de ella hacia abajo con tanta fuerza que volvió a caer.

Sundown abrió los ojos como platos.

«Voy a morir», pensó ella. Estaba segurísima. La presión que sentía en las piernas aumentaba de tal manera que indicaba que lo que la estuviera agarrando no cejaría en su empeño hasta verla convertida en un charco en el suelo.

No obstante, Sundown siguió sujetándola con fuerza. Y tiró de ella una vez más.

Y algo la devolvió de nuevo al agujero. Sacudió las piernas, pero solo encontró aire. Aunque era innegable que una fuerza invisible la sujetaba de los tobillos.

Ojalá pudiera ver qué era.

—¿Qué pasa?

—No lo sé. No veo nada. Ojalá me soltara, sea lo que sea.

Sundown se puso muy colorado mientras la sujetaba, una señal de lo mucho que le importaba si ella vivía o moría.

Abigail parpadeó para no llorar por el dolor que le provocaba ese tira y afloja, que significaría su muerte si Sundown perdía el juego.

Lo oyó gruñir al tiempo que los músculos de sus brazos se tensaban por el esfuerzo. Lo miró a los ojos, muy oscuros y de expresión decidida, y se aferró a esa mirada como si de un salvavidas se tratase.

—Gracias —le susurró.

Jess inclinó la cabeza y sintió que se le escurría de entre las manos. La fuerza que tiraba de ella estaba ejerciendo más presión, hasta tal punto que sabía que solo era cuestión de tiempo que cayera.

No había logrado cumplir la promesa que le hizo a Laura. Y lo último que quería era ver morir también a Abigail.

«No puedo soltarla…»

¿Qué alternativa le quedaba?

La respuesta le llegó de lo más recóndito de su ser. Una oración olvidada que su madre le repetía desde la cuna y que debía usar cuando las cosas se ponían demasiado duras y tenía ganas de tirar la toalla.

Aike aniya trumuli gerou sunari… Esas palabras aparecieron de repente en su cabeza. «Soy Búfalo Blanco y nada me detendrá», querían decir. En fin, la versión original sonaba mejor que la traducción. Aun así, resonaron en su interior y sintió cómo su fuerza aumentaba con cada sílaba mientras continuaba entonándolas.

«Nuestro pueblo jamás se ha enfrentado a nadie a quien no pudiera vencer. Su sangre corre dentro de ti, penyo. Eres mi mayor orgullo y mi tributo a los Ancestros que nos vigilan. Escúchalos cuando te sientas débil y te ayudarán. Siempre.» Oía la voz de su madre como si la tuviera junto a él. Vio el miedo en los ojos de Abigail cuando ella se percató de que se estaba escurriendo.

—¡Aike aniya trumuli gerou sunari!

Abigail jadeó al oír la furia de sus palabras y al ver el destello rojo que relampagueó en sus pupilas justo antes de que la sacara del agujero tan deprisa que apenas se dio cuenta de que se había movido. Sundown la abrazó con fuerza, como si estuviera tan agradecido como ella por que estuviera viva.

Aunque lo odiaba, la gratitud le impedía apartarlo de un empujón. De modo que disfrutó de la sensación que le provocaba ese cuerpo duro. Se aferró a él mientras temblaba de alivio y mientras intentaba mantener a raya el miedo de que esa fuerza invisible volviera a cogerla de los tobillos, arrastrándola de vuelta al agujero. La sangre le corría por las venas cuando enterró la cara en el cuello de él e inhaló su cálido aroma.

La había salvado. Estaba viva.

En ese momento, con el subidón de endorfinas, se creía capaz de volar.

Jess era incapaz de moverse mientras la acunaba contra él. La respiración jadeante de ella junto a su oreja le provocaba un escalofrío. La tenía pegada a su cuerpo por completo. Y sintió que algo renacía en su interior. Algo que no había sentido en mucho tiempo. Sin pensar en lo que hacía, le acarició el cuello con la nariz. Abigail soltó un gemido ronco. Jess hizo ademán de apartarse, pero ella le colocó una mano en la cabeza para impedírselo.

A continuación, hizo algo totalmente inesperado.

Lo besó.

Él se quedó sin respiración un minuto entero, mientras la saboreaba. Sus labios eran muy suaves y su lengua comenzó a acariciar la suya, tentándolo y excitándolo. No recordaba la última vez que una mujer lo había besado con tanta pasión.

Abigail sabía que no debía hacer eso. En el fondo de su mente la voz de su conciencia intentaba recordarle que lo odiaba. Sin embargo, le había salvado la vida. Más aún, besarlo era como estar en el paraíso. Jamás había experimentado nada semejante.

Era como si ese fuera su lugar.

Aquello no tenía sentido. Algo en su interior recibía a Sundown con los brazos abiertos al mismo tiempo que su mente despotricaba contra ella.

Sin embargo, antes de poder ahondar en ese pensamiento, el suelo comenzó a sacudirse una vez más.

Se pusieron en pie y se apartaron del agujero al oír el feroz alarido de un monstruo al que no podían ver. Parecía una manada de coyotes hambrientos…

Sundown los obligó a retroceder y se interpuso entre el agujero y ella. Cogió la escopeta del suelo.

Un segundo después, seis hombres y una mujer salieron del agujero. Todos eran morenos y de ojos negros, y los miraron enseñándoles los dientes, como haría cualquier cánido, mientras se acercaban a ellos.

Jess se preparó para el ataque que se avecinaba. Nunca le habían gustado los seres con alma animal, y esos tenían pinta de brutales.

—Vamos, capullos —los incitó—. ¿Queréis pelea o vais a olisquearos el culo los unos a los otros?

El líder se abalanzó sobre él y adoptó forma de coyote en medio de un destello amarillo. Jess cogió la escopeta por el cañón y, usándola a modo de bate, estampó al coyote contra la pared.

Los otros también cambiaron de forma y lo atacaron.

—¡Corre! —le gritó a Abigail por encima del hombro.

Ella no le hizo caso. En cambio, arrancó los cuernos horteras que Andy había colgado en la pared como una broma macabra (porque siempre había estado mal de la cabeza) y los sostuvo para defenderse de sus atacantes.

Una actitud atrevida. Jess deseaba fervientemente que los cuernos se rompieran durante la lucha para no tener que verlos más.

Aunque sabía que estaba perdiendo el tiempo, cargó la escopeta con los cartuchos que llevaba en el bolsillo y disparó a los coyotes. El primero al que acertó chilló, trastabilló y rebotó contra la pared, pero después siguió avanzando.

Sí, así solo conseguía cabrear al coyote ya que solo era un blanco con el que practicar. Pero ¿qué leches? Continuó disparando hasta que vació la recámara mientras Abigail y él seguían retrocediendo por el pasillo.

Hasta que ella se detuvo.

Y él estuvo a punto de tirarla al suelo al chocar con ella.

—Casi te da el sol —la oyó decir.

Miró por encima del hombro y comprobó que tenía razón. Si Abigail no se hubiera detenido, en ese momento estaría pasándolas canutas.

—Muchas gracias.

Sin más alternativa, ya que no podían seguir retrocediendo, dio un paso al frente para luchar.

Los coyotes se abalanzaron sobre ellos.

Jess hizo ademán de golpear a uno, pero no se produjo el contacto.

Los coyotes se toparon con una barrera invisible que había aparecido de la nada alrededor de los dos. Entre chillidos, los coyotes intentaron atacar una y otra vez… pero no podían.

¡Hurra! Ojalá que quien les estaba proporcionando el escudo fuera un amigo.

Abigail se colocó a su lado y extendió una mano para tocarlo, pero al parecer no había nada que tocar. Jess vio cómo ella agitaba la mano, pero solo encontró aire. Sin embargo, los coyotes no podían tocarlos.

Interesante…

Abigail frunció el ceño, confundida.

—¿Qué es?

—No lo sé. Pero con todo lo que ha pasado hasta el momento, no estoy seguro de que sea algo bueno.

Ese escudo mágico podría estar ideado para proteger a los coyotes de algo muy malo que estaba a punto de pasarles a ellos dos.

Como si quisiera confirmar sus sospechas, un gruñido ronco y amenazador resonó a su alrededor.

Los coyotes titubearon al oírlo.

Abigail tragó saliva, muerta de miedo. Si los seres más aterradores se asustaban, significaba que la cosa se había puesto seria. Aunque solo quedaba esperar para ver qué clase de monstruo estaba a punto de aparecer.

No tuvo que esperar demasiado. Un enorme lobo salió de una de las paredes para atacar a los coyotes.

Eso no se lo esperaba, por varias razones. Se volvió hacia Sundown.

—¿Está de nuestra parte? —le preguntó.

Él entrecerró los ojos como si quisiera llegar hasta el corazón del recién llegado.

—Eso parece… pero a estas alturas ¿quién sabe?

En cuestión de segundos, los coyotes desaparecieron. El lobo trazó un círculo como si estuviera pensando salir tras ellos. Pero después adoptó forma humana.

Alto, rubio y guapísimo, en su forma humana parecía tan feroz como en su forma animal. Y el brillo de sus ojos indicaba que se moría por beber sangre.

Ojalá que no quisiera la suya, pensó ella.

Abigail contuvo el aliento cuando el desconocido se acercó a ellos con una expresión feroz.

«Allá vamos…», pensó ella.

El lobo le quitó la escopeta a Sundown. Abrió el cerrojo para comprobar con qué la había cargado y meneó la cabeza.

—¿Cartuchos, vaquero? ¿En serio?

Sundown se encogió de hombros.

—A veces hay que intentarlo aunque sepas que es inútil.

El lobo se echó a reír antes de devolverle el arma.

—Admiro la tenacidad aunque sea una pérdida de tiempo.

Abigail se relajó al darse cuenta de que el lobo era, cuando menos, un enemigo amistoso.

Sundown apoyó la escopeta en la pared.

—¿Qué haces aquí?

—Zarek me ha enviado por si las moscas.

Sundown se frotó el mentón.

—Porque la cosa va de mal en peor.

—Sí, y porque lo que preocupa a Z a mí me da por saco. ¿Te he dicho lo mucho que me cabrea que Astrid le otorgara poderes divinos a ese zumbado? Te juro que me acuesto todas las noches con ganas de rajarle el cuello y eso que ya no vivo con ellos. Es triste, ¿verdad?

Sundown se puso tenso como si el lobo le hubiera tocado una fibra sensible.

—Sasha, estamos hablando de mi colega, y no quiero tener que pelearme contigo. Pero si sigues insultándolo, la tendremos.

Sasha levantó las manos en señal de rendición.

—Lo siento. Siempre se me olvida que Ash y tú sois tan raritos que Z os cae bien de verdad. Para gustos los colores… —Clavó su penetrante mirada en ella—. Y tú debes de ser la causante de este desastre.

Abigail se ofendió. ¿Qué pasaba, habían repartido panfletos con su cara por todo el cosmos para anunciar que ella era la causante del Apocalipsis?

—Yo no he hecho nada.

Sundown sonrió.

—Sigue en la fase de negación.

—Genial. Podemos echársela a los coyotes y así yo podría volver al Santuario para seguir trabajándome a esa maravillosa morena que va con sus amigas.

A Abigail no le hizo gracia el comentario.

Ni pizca de gracia.

Sundown pasó por alto su furia.

—Hablando de amigos… ¿por qué han salido huyendo nuestros amiguitos los coyotes?

Sasha se pavoneó a sus anchas.

—Porque soy un tío duro.

Sundown resopló.

—Lo digo en serio.

—Hombre de poca fe… ¿Dudas de mi reputación? ¿De mis habilidades?

—Y también de tu cerebro.

Sasha chasqueó la lengua.

—Vale. A decir verdad… no tengo ni idea. Me superaban en número. Podrían haberme derrotado sin problemas. No quería convertirme en su aperitivo matutino, pero…

—El lobo siempre ha sido el enemigo natural del coyote. Los lobos son de los pocos depredadores que les dan caza cuando llega el momento adecuado. Y por este motivo, los coyotes desconfían instintivamente de los lobos. Sobre todo de un lobo de un panteón desconocido cuyos poderes no alcanzan a calibrar. Sin duda alguna, creyeron que una retirada era la mejor estrategia. Como diría Sun Tzu: «Si no conoces a los demás ni te conoces a ti mismo, correrás peligro en cada batalla».

Abigail se volvió hacia quien había hablado. El recién llegado era un anciano que, por el tono de su voz, debía de ser inglés.

Sin embargo, no lo era. Ni nada que se le hubiera ocurrido al escuchar sus palabras, muy comedidas y pronunciadas con un acento muy marcado.

El hombre era un poco más alto que ella y vestía una chaqueta de ante con flecos en las mangas, cuentas y huesos labrados. Llevaba el cabello plateado recogido en dos trenzas que enmarcaban su ajado rostro. Sin embargo, la edad no había mermado la aguda inteligencia de sus ojos verdosos, que la miraban con una expresión de reproche que le llegó al alma.

De repente, sintió ganas de retroceder un paso, pero se negaba a ser una cobarde. De modo que se quedó donde estaba y adoptó la expresión más valiente de la que fue capaz.

Sundown saludó al hombre con una respetuosa inclinación de cabeza.

—Choo Co La Tah, ¿qué haces aquí?

El aludido apartó su aterradora mirada de ella y la posó en Sundown.

—La Revelación ha comenzado, y supe que no podía esperar más, pese a las protestas de Ren. Como dirían los diné, el Coyote siempre está a la espera, y siempre está hambriento. Supe que vendrían a por la mujer en cuanto captaran su olor. Si la matan antes de que lleguemos al Valle de Fuego, no podremos detenerlos. De ahí que haya aparecido ahora. Tenemos que protegeros a los dos, cueste lo que cueste.

Se abrió la chaqueta y dejó a la vista un cuervo que había estado descansando bajo su brazo derecho. Lo sacó y, con una elegancia y una agilidad sorprendentes para su aparente edad, lo dejó en el suelo.

Tras soltar un graznido, el ave agitó las alas antes de adoptar forma humana. El hombre parecía tener unos veintitantos años y tanto su cabello como sus ojos eran negrísimos. Iba vestido de negro de la cabeza a los pies, era muy sexy y resultaba mucho más aterrador que los coyotes.

Además, tenía colmillos.

En ese momento los cuatro hombres la miraron, haciendo que se sintiera muy incómoda. Era como un ratón rodeado de gatos hambrientos que estaban sorteando quién sería el primero en atacar.

—¿Comprendes la gravedad de tu situación, querida? —le preguntó Choo Co La Tah.

La comprendía. Pero eso no eliminaba una simple verdad.

—No quiero morir.

No encontró compasión en los ojos del anciano.

—Como dirían los duwamish, la muerte no existe, solo hay un cambio de mundos.

—Me gusta este.

—Pues deberías haberlo pensado antes de arrebatarle la vida a Oso Viejo. Te aseguro que, incluso a su avanzada edad, él tampoco quería cambiar de reino. Y solo es uno más de los muchos que has matado y que nada te habían hecho.

La rabia se apoderó de ella al escucharlo. ¿Cómo se atrevía a hablarle así? Y sonaba aún peor debido a su acento y a sus exquisitos modales.

No había matado a personas inocentes como si fuera una asesina en serie desquiciada. Era una vengadora que estaba equilibrando un tanteo macabro empezado por los verdaderos villanos.

—Los Cazadores Oscuros llevan siglos matando a mi gente.

—Tu gente, niña, son los humanos… al menos, la mayoría merece ese término. Y los Cazadores Oscuros se esfuerzan por proteger a los humanos.

—Claro, seguro. Ellos han…

De repente, se interrumpió cuando una miríada de imágenes le inundó la cabeza. Oyó a innumerables humanos pedir clemencia mientras los atacaban.

Pero los atacantes no eran Cazadores Oscuros.

Eran apolitas, que los habían matado para apoderarse de sus almas a fin de alimentarse de ellas y así sobrevivir a su vigésimo séptimo cumpleaños… Tal como Sundown le había dicho. El espanto la golpeó con fuerza mientras los gritos resonaban en su mente.

Era imposible.

Meneó la cabeza, sin querer aceptarlo.

—Me has metido esas imágenes en la cabeza. No son verdad.

Choo Co La Tah suspiró.

—Mi gente tiene un dicho: Kirha tahanahna ditari sukenah. Negar la presencia del sol no evita que nos queme. Admiro tu lealtad. Pero a veces hay que enfrentarse a la verdad, aunque duela.

No, no podía. Porque si ese hombre tenía razón, si esas imágenes eran ciertas, ella se había equivocado tanto que se le revolvía el estómago. Si tenía razón, le había hecho cosas espantosas a gente que no se las merecía.

Gente que había estado protegiendo a los inocentes de los depredadores.

Y de ser cierto, no sabía si podría vivir con su conciencia.

«No soy un depredador. Yo protejo a los demás», se dijo.

Choo Co La Tah la miró con expresión compasiva.

—Siento tu dolor, niña —dijo el anciano—. Pero deberías haber estudiado a Confucio.

Abigail frunció el ceño al escucharlo.

—¿Por qué?

—Si te hubieras tomado la molestia de aprender sus enseñanzas en vez de dedicarte a la guerra, antes de emprender tu camino hacia la venganza sabrías que debías cavar dos tumbas.

Abigail se enfureció al escucharlo.

—No entiendes nada —repuso ella.

—En eso te equivocas. Para nuestra mayor vergüenza, todos hemos querido vengarnos de alguien en algún momento. Llevo viviendo desde mucho antes de que el hombre y el búfalo caminaran por este planeta. He sobrevivido al comienzo, al esplendor y a la muerte de incontables enemigos, civilizaciones y personas. Y lo que se me ha quedado grabado a lo largo de todos estos siglos es un antiguo proverbio japonés: Si te sientas junto al río el tiempo suficiente, verás flotar el cuerpo de tu enemigo corriente abajo.

Escucharlo hizo que a Abigail le hirviera la sangre. El anciano hablaba como si fuera fácil. Pero se equivocaba, lo sabía muy bien.

—¿Aunque el enemigo sea inmortal?

—Sobre todo si lo es. Parafraseando a los tsalagi, no permitas nunca que el ayer consuma demasiado del presente. El pasado, pasado está, y el mañana es en el mejor de los casos una probabilidad. Vive el momento porque tal vez sea lo único que tengas.

Abigail puso cara de asco. Era muy fácil soltar esas frasecitas hechas, pero vivir con el dolor que ella sentía era harina de otro costal. No era fácil olvidar el asesinato de sus padres.

—¿A qué te dedicas? ¿A escribir los mensajes de las galletas de la suerte?

El Cazador Oscuro indio dio un paso al frente, pero Choo Co La Tah lo detuvo antes de que pudiera llegar hasta ella. Y cuando habló, su voz tenía un deje risueño.

—El respeto hay que ganárselo, Ren. No exigirlo. Una mente inquisitiva es el recurso más valioso que tiene el hombre, y también el más escaso. Admiro la tenacidad y la lealtad de esta mujer, aunque la haya depositado en quienes no se la merecen.

Esas palabras la avergonzaron y, por raro que pareciera, consiguieron que se sintiera muy infantil.

—Pues yo no. —La voz de Ren, grave y fuerte, restalló como un trueno.

Choo Co La Tah colocó una mano en el hombro de Abigail.

—Todos los sentimientos son válidos, y yo no desprecio los tuyos, Abigail. Nuestro verdadero viaje comenzará unas horas después de que se ponga el sol. Mientras tanto, todos necesitáis descansar y conservar las fuerzas. Sasha y yo os protegeremos mientras dormís. —Miró a Sundown—. Se lo haré saber a Andy y me aseguraré de que él también está a salvo.

Sasha enarcó una ceja.

—¿Por qué el lobo siempre acaba pringando?

Choo Co La Tah sonrió.

—El lobo es quien está más descansado.

Sasha resopló.

—Venga ya… ¿Usas la lógica para rebatir mi exabrupto emocional? Eso no es justo.

De no estar tan alterada, a Abigail le habría hecho gracia Sasha, pero en ese momento nada podría hacerle gracia. No cuando la agonía de su pasado pesaba como una losa sobre ella y su conciencia la castigaba como un millar de espinas. «No soy lo que dicen que soy», pensó.

No lo era. Al menos, eso esperaba.

Pero ¿y si lo era?

Sundown carraspeó para llamar la atención de Choo Co La Tah.

—Estoy de acuerdo en que tenemos que descansar. Pero resulta que tenemos el sótano lleno de escorpiones, y ese es el único lugar seguro para que Ren y yo pasemos el día. Sin ánimo de ofender, no quiero dormir con esos bichos correteándome por encima.

Choo Co La Tah se apartó de ella.

—Ah, sí, la plaga de escorpiones. No desesperes. Ya me he encargado de ese problema. Han desaparecido todos.

—¿Tú enviaste la nieve? —preguntó Abigail.

El anciano asintió con la cabeza.

—Las plagas que vendrán están destinadas a debilitarme. El Coyote me está obligando a gastar energía para proteger a la Humanidad de sus herramientas. De momento, mi fuerza resiste. Pero soy viejo y debo recargar mis poderes con mucha más frecuencia que cuando era joven. Si no llegamos al Valle de Fuego antes de que flaqueen mis fuerzas…

Todos lo llevarían muy crudo.

«Y será culpa mía», pensó Abigail.

Jess se percató de la expresión aterrada de Abigail antes de que consiguiera ocultarla. Esa fragilidad, tan atípica en ella, hizo que le diera un vuelco el corazón. No era la clase de mujer que mostraba vulnerabilidad. El hecho de que lo hiciera…

Debía de estar sufriendo una agonía, y él siempre se ablandaba cuando una mujer lo pasaba mal.

—Vamos —le dijo con suavidad—, te acompaño abajo.

Por una vez, Abigail no discutió, una señal que demostraba lo alterada que estaba. Ren los siguió mientras que Choo Co La Tah y Sasha se quedaban en la planta alta, vigilando por si hacían acto de presencia más enemigos.

Nadie habló hasta que estuvieron en el ascensor. Ren cruzó los brazos por delante del pecho, de espaldas a la puerta y de cara a ellos. Miró a Abigail y después a Jess.

—No sabes cuánto me molesta que quisiera matarme esta noche y ahora me vea obligado a protegerla.

Jess resopló.

—A mí también ha intentado matarme, pero ya lo he superado.

—No soy tan bueno como tú, Sundown. Me cuesta darle la espalda a un enemigo en cualquier circunstancia.

—Yo no he dicho que le haya dado la espalda. Todavía no he perdido el seso. Pero tampoco se lo voy a echar en cara. A veces tienes que dejar que la serpiente de cascabel tome el sol.

Ren masculló unas cuantas palabrotas al respecto.

Abigail carraspeó.

—¿Chicos? Sabéis que estoy atrapada aquí en medio y que me estoy enterando de todo, ¿verdad?

Los aludidos se miraron con sorna.

—Lo sabemos —admitió Ren—. Pero a mí me importa un pimiento.

Abigail puso los ojos en blanco justo cuando el ascensor se detenía y Jess apartaba a Ren para poder abrir la puerta.

Abigail titubeó antes de salir.

—¿Pasa algo? —Jess le sujetó la puerta con un brazo para que pasara.

Ella se asomó y escudriñó el suelo.

—Quiero asegurarme de que no quedan escorpiones.

Jess se echó a reír por su remilgo, nada característico en ella.

—Aunque parezca un milagro, han desaparecido. —La única señal del desastre era el agujero del techo que los coyotes habían usado para entrar—. Parece seguro.

Ren resopló de forma hostil, tras lo cual salió antes que ellos y se apropió del dormitorio situado al fondo.

Jess chasqueó la lengua.

—Tío, menudos modales.

Ren le hizo un gesto soez por encima del hombro y siguió camino sin replicar ni detenerse.

Abigail tragó saliva al enfrentarse a su evidente hostilidad. No podía culparlo, dado que poco antes él había sido su objetivo, pero de todas formas…

—No te lo tomes muy a pecho —le dijo Sundown en voz baja—. Ren es… en fin, es Ren. No lo dice en serio.

Ojalá fuera tan sencillo, pero agradecía que él quisiera tranquilizarla.

—Me odia.

—Desconfía de ti, que es muy distinto. Como ha dicho, querías matarlo. No es algo que un hombre vaya a olvidar de la noche a la mañana.

—Pues tú pareces haberlo asumido bastante bien.

Sundown le regaló la sonrisa más traviesa y encantadora que había visto en la vida, una sonrisa que le provocó una extraña sensación en el estómago.

—Yo no soy tan listo como él.

Desde luego que podía ser demoledor cuando se lo proponía.

—No sé por qué, pero lo dudo mucho.

—¿Me estás halagando?

—Bueno, resulta que el infierno se ha congelado, por si no te has dado cuenta de la nieve que hay en tu jardín delantero.

Sundown se echó a reír mientras la conducía hasta la misma habitación de antes. Como ya no estaban en peligro de muerte, Abigail podía apreciar la belleza de aquel hogar. El pasillo estaba pintado de un sereno tono ocre con paneles de madera blancos. Los apliques de la pared eran de estilo barroco y no parecían acordes con la sencillez de Sundown Brady.

—¿Decoraste tú la casa?

Él la miró con el ceño fruncido por encima del hombro, diciéndole sin palabras que creía que había perdido un tornillo.

—Pues… no. La verdad, no me dedico a la decoración en mis ratos libres. Todo esto venía con la casa.

—¿Por qué querías vivir aquí? Sin ánimo de ofender, no te pega en absoluto.

Sundown se detuvo al llegar a su dormitorio.

—Creo que sí debería ofenderme. Según tú, ¿qué me pega?

Ella también se detuvo y se encogió de hombros.

—No sé. Me pareces un tío que estaría más a gusto en la casa típica de un soltero, no algo tan…

—¿Refinado?

Ella asintió con la cabeza.

—Y eso demuestra lo poco que me conoces. Para tu información, me gustan las cosas elegantes.

—¿Como qué? ¿Ropa interior de encaje?

—En mis mujeres, claro.

Volvió a regalarle esa sonrisa que ella comenzaba a detestar, por la única razón de que suavizaba sus facciones y lo hacía casi irresistible.

—¿Y…? —preguntó al ver que él guardaba silencio.

Lo vio frotarse la nuca.

—En fin, también me gusta la ópera y las películas extranjeras, sobre todo las francesas.

Resopló al escucharlo.

—¡No me lo trago!

—Puedo enseñarte mi carnet de socio del club de ópera si quieres. Llevo décadas con un abono.

De todas las cosas que la habían sorprendido de él, eso se llevó la palma. No se imaginaba a un hombre tan alto y tan agresivo sentado en un palco para ver una ópera.

—Joder, incluso toco el violín.

—Te refieres a música popular.

—Eso también, pero las obras de Mozart y de Grieg son mis preferidas cuando quiero liberar tensión tras una dura noche de trabajo.

De repente, Abigail recordó vagamente haberlo visto tocar algo de Wagner en su teclado de juguete antes de enseñarle a distinguir las teclas.

—Tú me enseñaste a tocar Chopsticks.

—Cierto.

La idea de que un hombre tan grande y musculoso tocara un instrumento tan delicado era totalmente incongruente, y aun así…

«¿Por qué no puedo recordar más cosas?», pensó ella.

Sundown le abrió la puerta.

Abigail se acercó a la cama, pero al llegar a ella se detuvo. En vez de marcharse, él acababa de sacar una manta y una almohada del armario para dormir en el suelo.

—¿Qué haces? —le preguntó, temiéndose la respuesta.

—Hemos destrozado mi habitación, ¿recuerdas? No quiero dormir con un enorme agujero sobre la cabeza. Si se me cae un trozo de escayola o algo encima, podría asustarme y gritar como una nenaza. Y eso sería muy humillante. Además, no me apetece que eso pase con Sasha aquí. Se reiría de mí para los restos y tendría que desollarlo.

Abigail hizo ademán de protestar, pero en realidad se alegraba de su presencia. Por si las moscas. Después de todo lo sucedido, tenía los nervios destrozados.

«Deberías estar huyendo de él o, cuando menos, intentar matarlo», le dijo una voz.

Tal vez. Pero si los coyotes iban tras ella de verdad, lo último que quería era conducirlos hasta su casa, donde también podrían matar a su familia adoptiva. Hannah y Kurt eran lo único que tenía. Y aunque los apolitas eran buenos luchadores, no estaba segura de que lo fueran lo suficiente para vencer a los coyotes. Por no mencionar que Choo Co La Tah tenía razón: estaba exhausta, como nunca lo había estado. Necesitaba descansar. Al menos un par de horas.

Después, a lo mejor tendría fuerzas para intentar escapar.

Se quitó los zapatos y la gomilla que le sujetaba el pelo, y luego se metió en la cama. Antes de pensárselo bien, miró a Sundown, que estaba tumbado en el suelo. Se percató de que tenía un pie apoyado en la puerta, de modo que si alguien la abría, él se despertaría al punto. Y el arma estaba en el suelo, a escasos milímetros de sus dedos.

Qué raro… no recordaba haber visto que la recogiera. ¿De dónde había salido?

Sí que tenía que estar cansada para no haberse dado cuenta.

Se desentendió del asunto y se concentró en otro tema.

—¿Quieres otra almohada?

Sundown se tapó los ojos con un brazo, un gesto que hizo que se le subiera la camisa y ella se deleitó con sus musculosos abdominales. Ah, sí, ¡menuda tableta de chocolate!

—No, gracias, estoy bien.

En más de un sentido, pensó. Porque estaba para comérselo allí tendido en el suelo.

«He perdido el juicio. Del todo. Es imposible que te resulte atractivo. Mató a tu familia», se recordó.

¿O no? ¿Le habría dicho la verdad antes? Si era un asesino despiadado, ¿por qué no matarla en vez de llevarla a ese lugar? Podría haberla dejado a su suerte con los escorpiones y los coyotes.

En cambio, la había protegido.

«Es un asesino. Viste su cara. Conoces su historia.»

Cierto. Había investigado su pasado humano, y había descubierto que era un desecho de la humanidad; un monstruo tan espantoso que incluso los cazarrecompensas y los agentes de la ley le tenían miedo.

Sin embargo, su experiencia negaba ese hecho.

¿Y si se equivocaba? Era muy pequeña cuando sus padres murieron. ¿Recordaba bien los sucesos de aquella noche? Aún podía ver su rostro con absoluta claridad en el espejo. Sin embargo, había diferencias sutiles entre el hombre que estaba en el suelo y el que rondaba sus recuerdos.

¿Por qué le parecía más alto en ese momento que cuando era pequeña?

Aunque necesitaba dormir, quería respuestas.

Antes de poder morderse la lengua, le preguntó lo que más la inquietaba.

—¿Sobre qué discutisteis mi padre y tú la noche que murió?

Jess guardó silencio un rato, asaltado por los dolorosos recuerdos que la pregunta le había provocado. Recuerdos en los que intentaba no pensar. Recuerdos que llevaban años atormentándolo. Y si para él eran terribles, no quería ni imaginar cómo debían de ser para ella. Era una lástima que una criatura inocente hubiera presenciado el asesinato de sus padres.

Una parte de él quería mentir, pero al final le contó la verdad.

—Sobre tu madre.

Ella se sentó en la cama y lo miró fijamente.

—¿Qué?

Jess apartó el brazo con el que se cubría los ojos y suspiró antes de hacerle la confesión que ella se merecía.

—Tu padre creía que quería quitársela.

—¿Y era verdad?

—Nada más lejos de la realidad. Éramos amigos, nada más.

—Mientes —lo acusó ella.

Ojalá fuera tan sencillo.

—No, preciosa. Te digo la verdad. No gano nada con mentirte.

—¿Por qué iba a pensarlo mi padre a menos que le dieras motivos?

Porque estaba como un cencerro, pero jamás le diría eso. Ese hombre era su padre y lo último que quería era mancillar su recuerdo. Aunque lo cierto era que su padre estaba celoso de cualquiera que se acercara a Laura y que tuviera más de cinco años. Suponía que todos los hombres ardían de deseo por ella, y no le entraba en la cabeza que Jess quisiera hablar con Laura porque esta le recordaba a otra persona. No, y lo peor era que la había acusado de engañarlo. Algo que Laura jamás habría hecho, antes habría preferido la muerte.

Dado que no podía explicárselo, le contó otra verdad muy sencilla:

—Porque yo quería a tu madre y habría hecho cualquier cosa por ti o por ella.

Abigail sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas al recordar el precioso rostro de su madre. La veía como un maravilloso ángel que sonreía con más calidez que el sol. Lo que mejor recordaba era lo segura y querida que se sentía cada vez que su madre la abrazaba. Por Dios, daría cualquier cosa por disfrutar de un segundo más con ella…

—Si estabas enamorado de…

—No estaba enamorado, Abby. Eso era lo que el cabezota de tu padre no entendía. No sentía eso por tu madre. Solo quería hacerla feliz y mantenerla a salvo.

—¿Por qué?

Jess notó que el tic nervioso aparecía en su mentón en cuanto lo abrumó el dolor. Laura había sido la viva imagen de Matilda. Incluso tenía algunas de sus manías. Sin embargo, no era Tilly, porque él lo habría sabido.

—Me recordaba a alguien a quien conocí —respondió.

«A alguien a quien quise más que a nada en este mundo.»

—No lo entiendo —replicó ella.

Y costaba explicarlo.

—Conocí a tu madre poco después de que se mudara a Reno. Trabajaba de camarera en un restaurante al que yo solía ir.

Aquel día se sentó a su mesa de costumbre, sin prestarle atención al resto de la clientela. Tenía la vista clavada al otro lado del cristal, observando a los transeúntes que paseaban por la calle, cuando apareció una taza de café en su mesa.

—Muchas gracias —masculló, pensando que se trataba de la camarera de siempre, Carla, que le llevaba café nada más sentarse.

—De nada.

El suave acento de aquella voz desconocida hizo que la mirase a la cara.

Todavía recordaba el asombro que había sentido al mirarla y le había hecho regresar al pasado de golpe.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó ella.

En aquel momento estuvo a punto de atragantarse y consiguió responderle algo que seguramente fue tan tonto como él se sintió al decirlo. A lo largo de la siguiente hora, le sonsacó la información suficiente para que Ed pudiera investigarla y averiguar sus antecedentes.

El informe lo sorprendió tanto como verla en el restaurante. Laura era descendiente del hijo que había engendrado Bart cuando violó a Matilda.

Un hijo que Matilda había dado en adopción.

En aquel entonces, cuando los escuderos le hablaron del bebé unos años después de su nacimiento, no pudo localizarlo. Los registros no eran tan accesibles como en los tiempos actuales. Hasta el día en que se topó con Laura y que Ed hizo su investigación, ni siquiera supo que había sido un niño.

Al principio, se enfureció al descubrirlo, enfadado porque el destino le diera semejante bofetada y pusiera al crío en su camino. Dado que él no había deshonrado a Matilda antes de la boda, no quedaba duda alguna de quién era el donante de esperma.

Pero, a la noche siguiente, decidió centrarse en dos aspectos. El primero, que el niño no tenía la culpa de haber sido concebido de forma violenta y, por tanto, él no tenía motivos para odiar a sus descendientes. Y el segundo, que aquel niño era tan hijo de la mujer que había amado como los otros a los que él había ayudado a mantener y a educar, cuyos descendientes todavía protegían los escuderos por orden suya. De modo que era justo que también se ocupara de Laura.

En Laura solo veía el rostro afable de Matilda.

En Abigail a sus dos antepasados: la mujer que había amado más que a su vida y el hombre al que había odiado con todo su ser.

Una combinación explosiva.

—¿Y? —insistió Abigail—. Era camarera…

—Nos hicimos amigos —contestó. Y era la verdad—. Solía ir al restaurante varias veces por semana y hablábamos. —Los agridulces recuerdos le arrancaron una sonrisa. Al igual que Matilda, Laura era muy dulce y tímida—. Era muy inteligente e ingeniosa. Graciosísima. Me encantaba escucharla bromear con sus amistades y con otros clientes.

—¿Alguna vez saliste con ella?

—Jamás. Los Cazadores Oscuros tienen prohibido entablar relaciones sentimentales y yo sabía que no podía ofrecerle nada. Me gustaba estar con ella. Era muy buena persona, y de esas hay pocas. Le dejaba buenas propinas y ella amenazaba con matar a cualquiera que se atreviera a servirme cuando ella estaba trabajando.

—¿Y por qué se enfadó mi padre contigo?

Porque era un imbécil que estaba mal de la cabeza.

Pero no se lo dijo.

—Cometí el error de regalarle a tu madre por su cumpleaños un colgante con una mariposa que había visto en una tienda local. Me pareció bonito y los diamantes azules me recordaron sus ojos. No era una declaración de intenciones, pero tu padre lo interpretó de esa manera. Aunque la conocía desde mucho antes de que se casaran, la acusó de ponerle los cuernos conmigo. Así que me fui antes de hacerle daño.

Abigail se devanó los sesos en busca de algún recuerdo que apoyara o refutara sus palabras. Solo recordaba los gritos en mitad de la discusión. Sus padres no discutían mucho, pero cuando lo hacían a voces, ella sabía que debía esconderse.

Aquella noche se salvó precisamente porque estaba escondida.

Sundown suspiró.

—Salí a patrullar, pero no podía librarme del mal presentimiento que tenía. No quería dejarla sola cuando tu padre estaba tan enfadado. Pero sabía que si me quedaba, le habría cambiado unos cuantos órganos vitales de sitio, y eso la habría alterado todavía más. Supuse que si me iba, él se calmaría y todo volvería a la normalidad… A las diez llamé, pero nadie contestó. Eso me preocupó todavía más. De modo que volví y… —Titubeó antes de seguir—: La policía ya estaba allí y se negaron a dejarme entrar. Te busqué y pregunté por ti, pero nadie sabía nada. Supusieron que quien había matado a tus padres te había secuestrado. Te buscamos durante mucho tiempo, pero nadie volvió a verte. —La miró con el ceño fruncido—. ¿Y qué te pasó? ¿Dónde te metiste?

Abigail intentó recordar cuándo apareció su padre adoptivo. Pero solo veía a Sundown saliendo de su habitación. Y después recordaba que había pasado una eternidad hasta que una voz conocida la llamó por su nombre.

—Mi padre adoptivo me llevó a casa con él. No recuerdo haber visto a la policía ni tampoco recuerdo mucho de aquella noche salvo a ti.

—¿Qué te hizo pensar que yo los había matado?

—Te vi en mi dormitorio.

—No estuve allí, Abigail. Te lo juro.

Lo dijo con tanta convicción que o era el mejor mentiroso del mundo…

O decía la verdad.

—Tenía tu cara. Incluso llevaba botas de vaquero.

—Las botas de vaquero son el calzado habitual en Reno. Eso no quiere decir nada.

Cierto. Pero…

—Mi padre adoptivo me lo confirmó. Dijo que mataste a mis padres porque eran aliados de los apolitas.

—Ni siquiera sabía que conocían el término. No es algo de lo que se suela hablar fuera de la red de los Cazadores Oscuros.

Parecía muy lógico. Abigail se frotó la frente mientras intentaba averiguar qué era verdad. Tenía sentimientos encontrados.

—¿Y qué crees ahora? —le preguntó él.

Abrumada por todo, se recostó contra el cabecero.

—No lo sé, Sundown. De verdad que no lo sé.

Detestaba estar tan cansada. Eso la convertía en una inútil emocional y lo empeoraba todo muchísimo. Las lágrimas comenzaron a resbalar lentamente por sus mejillas cuando ya no pudo soportarlo más. Su vida nunca había sido sencilla ni fácil.

Sin embargo, el pasado parecía un paseo agradable comparado con lo que estaba sucediendo en ese momento. Todo era confuso y aterrador.

Y si Choo Co La Tah tenía razón, le quedaba poquísimo tiempo de vida.

De lo contrario, el mundo se acabaría.

«¿Qué he hecho?», se preguntó.

¿Qué iba a hacer?

De repente, vio a Sundown a su lado, sentado en la cama.

—No llores, Abby. Todo se arreglará.

Era mentira y ambos lo sabían.

Sundown la abrazó con fuerza. Algo que nadie había hecho en muchísimo tiempo. ¡Por Dios, era maravilloso…!

Abigail le enterró la cara en el pecho. Su corazón latía con fuerza y en ese instante necesitaba el consuelo de saber que no estaba sola… aunque significara acurrucarse en el enemigo.

—Lo siento mucho. No suelo ponerme así.

—No te disculpes. Mi madre solía decir que el llanto sienta bien. Las lágrimas son el camino para liberar tu mente de los pensamientos tristes.

—Hablas como Choo Co La Tah.

Sundown le acarició el cabello con la mejilla y rió, haciendo que su pecho retumbase.

—Es como Yoda… «Hazlo o no lo hagas, pero no lo intentes.»

Aquello consiguió arrancarle a Abigail una carcajada pese a las lágrimas.

—¿Eres un fan de La guerra de las galaxias?

—Por supuesto. ¡Que la Fuerza te acompañe!

Abigail se puso seria.

—Si lo que ha dicho Choo Co La Tah es cierto, vamos a necesitar algo mucho más poderoso que la Fuerza para ganar.

—No te preocupes, ya se nos ocurrirá algo. Siempre hay una alternativa.

Su optimismo la asombró.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

Sundown se encogió de hombros.

—Hablas con un hombre que regresó de la muerte para saldar una deuda. ¿Crees que voy a dejar que algo como Coyote gane la partida? Ni en sueños. Voy a decirte una cosa sobre los Brady: ni huimos ni perdemos. Llueva o truene, nadie me gana. Y que me cuelguen si dejo que te atrapen. Encontraremos la manera de salvar al mundo y de mantenerte a salvo a ti. Te lo garantizo personalmente, y nunca doy mi palabra a la ligera.

Su convicción la sorprendió.

—¿Por qué te importa tanto? Hace unas horas intenté matarte.

—Y hace mucho menos has evitado que me diera el sol. No se me ha olvidado ni una cosa ni la otra. Además, entiendo la necesidad de venganza. Pasé toda mi vida como humano sufriéndola. No voy a echártelo en cara, como tampoco se lo echaré en cara a cualquier otra persona.

Eso no encajaba con lo que Abigail había leído sobre él. ¿No era tan desalmado como todos decían?

—Pero —continuó él— si conseguimos salvarte el pellejo y salvar el mundo, te pido que busques otra afición que no sea la de matarnos.

Dicho así, parecía muy sencillo.

—¿De verdad crees que me dejarán vivir después de lo que he hecho?

Jess meditó la pregunta. Tenía razón. Esa decisión no estaba en sus manos. Los Poderes Fácticos eran mucho más vengativos que los Cazadores Oscuros. Ojo por ojo. Diente por diente.

Aun así, pasaban cosas inexplicables a todas horas. Y los Poderes Fácticos…

Eran absolutamente impredecibles.

—Ten fe, Abigail. A veces el mundo nos sorprende.

Ella tragó saliva al escucharlo, deseando poder creerlo.

—Sí, pero nunca da sorpresas agradables. Al menos, no a mí.

Y en el fondo de su alma sabía la verdad: esa aventura no terminaría hasta que ella pagase por sus actos.

Iba a morir, y ni siquiera el infame Jess Brady podría evitarlo.