Abigail se despertó sobresaltada. Lo último que recordaba era que su peor enemigo la estaba estrangulando. El dolor la abrumó al darse cuenta de lo que había sucedido.
«He fracasado…», pensó.
Después de todos esos años, por fin había encontrado al hombre que le había arruinado la vida y que había matado a sus padres. Y él la había desarmado con una facilidad que le revolvía el estómago. Lo había arriesgado todo e incluso había permitido que experimentaran con su cuerpo. Pero no había bastado.
«Te odio, Sundown Brady. ¡Eres un cabrón!»
Por un instante, temió haber muerto. Pero reparó en la lujosa habitación en la que se encontraba y se dio cuenta de que estaba viva.
Y vaya si era lujosa.
Yacía en una cama tallada extra grande, con un nórdico azul oscuro tan ligero que pesaba menos que una pluma. Los muebles tenían un acabado perfecto que les confería el aspecto de las antigüedades, aunque no lo eran. No se veían ventanas, pero el techo de tres metros parecía demasiado alto para tratarse de un sótano. Sobre su cabeza había una bandeja decorada con un frondoso bosque y un ciervo dorado.
«He muerto y he ido a parar a un palacio…», pensó.
O eso parecía. La habitación era más grande que toda su casa.
Se mordió el labio debido al nerviosismo y salió de la cama para echar un vistazo. La primera parada fue la puerta, que alguien había cerrado con llave. Menuda sorpresa se habría llevado de estar abierta…
Cerró los ojos e intentó usar sus flamantes poderes para percibir lo que la rodeaba.
No vio nada, absolutamente nada. Sus poderes eran demasiado recientes para dominarlos por completo.
—Tenías razón, Hannah —susurró—. Debería haber entrenado más antes de ir a por Brady.
Sin embargo, en cuanto Jonah le dijo que tenía en su poder información que indicaba que Sundown estaría patrullando, la impaciencia había podido con ella.
Y en ese momento estaba pagando por su estupidez.
«¿Dónde estoy?», se preguntó. No tenía la menor idea. Aunque la habitación era muy lujosa, solo contaba con la cama, una cómoda, un armario, dos sillones y una mesita auxiliar. No había teléfono, ni ordenador, ni reloj.
¿La había secuestrado Sundown? Era la posibilidad más factible, porque dudaba mucho que la hubiera secuestrado un príncipe, y la idea le aceleró el corazón. ¿Por qué secuestrarla y no matarla?
A menos que quisiera torturarla…
Sí, eso sería más de su gusto. Se decía que los Cazadores Oscuros eran asesinos despiadados que vivían para escuchar los gritos de sus víctimas mientras estas morían suplicando clemencia. Pero, a decir verdad, aquello no parecía una cámara de tortura. Parecía un palacio. Justo lo que le gustaría a Jonah…
Se le revolvió el estómago al pensar en Perry y en Jonah, que la acompañaban cuando atacó a Sundown. Sin duda los dos estaban muertos. Pensar en su pérdida le provocó un nudo en la garganta. Habían sido unos buenísimos amigos durante años. Mejores de lo que ella se merecía en ocasiones. Apenas recordaba una época en la que no formaran parte de su vida.
Y también habrían muerto por culpa de Sundown. ¡Joder!
Soltó un taco mientras repasaba los últimos minutos que habían pasado juntos. Había sido Jonah quien había identificado a Sundown al otro lado de la calle. Ella quiso abalanzarse sobre él al instante, pero a Perry se le había ocurrido la idea de hacer que los siguiera hasta el sistema de alcantarillado para que pudieran tenderle una trampa y evitar que los viera un transeúnte o la policía.
¿Por qué no había funcionado? Sus poderes deberían bastar para derrotarlo. Era como si algo lo hubiera protegido de sus ataques.
La frustración se apoderó de ella, pero en ese momento presintió que alguien se acercaba. Se colocó junto a la puerta a toda prisa mientras buscaba con la mirada algo que pudiera servirle de arma. No había mucho a menos que descolgara un cuadro, pero eran tan grandes y tan rígidos que no le servirían de nada; además, tratándose de pinturas, carecían de cristal que pudiera romper para usar un trozo a modo de cuchillo. Ni siquiera había una lámpara que estamparle en la cabeza. La fuente de luz eran unos focos en el techo, conectados a un mando regulador de la intensidad. Apagaría la luz, pero eso no serviría de nada. Sundown vería mucho mejor que ella en la oscuridad.
Daba igual. Usaría sus propias manos si tenía que hacerlo. En esa ocasión no la derrotaría.
Se pegó a la pared mientras la puerta se abría despacio.
Jess se detuvo al ver la cama vacía. Como había sobrevivido a numerosas emboscadas durante su vida mortal, sabía que ella se encontraba cerca, a la espera de abalanzarse sobre él.
Y no con las intenciones que todo hombre esperaba de una mujer atractiva.
Dado que no podía verla, debía de encontrarse al otro lado de la puerta. Apenas se había percatado de ese detalle cuando ella le dio una patada a la puerta para estamparla contra él con todas sus fuerzas, nada desdeñables, por cierto. La puerta lo golpeó en el brazo y en la cara. Sí, le dejaría alguna marca.
Sorprendido, retrocedió.
Fue un error. Abigail rodeó la puerta con un rugido y se abalanzó sobre él. Joder, era como luchar contra un puma. A decir verdad, preferiría luchar contra un puma.
Porque podría dispararle.
—¡Para ya! —gritó mientras intentaba quitársela de encima y ella lo golpeaba con los puños.
—¡No hasta que estés muerto!
Siseó cuando ella le mordió la mano.
—Créeme, no te conviene que yo muera.
En ese momento ella le asestó un codazo en el estómago.
—¿Por qué no?
Jess intentó cogerla, pero ella se zafó de sus manos y le dio una fuerte patada en la pierna. Consiguió poner cierta distancia entre ambos en el pasillo.
—Estás encerrada en mi sótano insonorizado, donde nadie podrá oír tus gritos… y donde nadie vendrá a ver qué pasa, porque lo tienen prohibido. —No era verdad, claro, porque le costaba la misma vida que Andy lo dejara tranquilo, pero ella no tenía por qué enterarse—. Creerán que entro y salgo solo. Y tienes comida para un día en la alacena que hay ahí al fondo. Después espero que no te importe comer carne podrida de Cazador Oscuro, porque eso es lo único que tendrás para comer, nena.
Abigail se quedó helada al escucharlo. Podría acusarlo de mentir, pero la expresión de sus ojos le indicó que decía la verdad. Además, a juzgar por lo que sabía de las costumbres de los Cazadores Oscuros, tenía sentido. Sus camaradas apolitas le habían dicho que los escuderos vivían aterrados y que solo interactuaban con los Cazadores Oscuros a los que servían únicamente cuando era indispensable. Algunos de ellos habrían recibido gustosos la muerte a manos de los apolitas para liberarse así de sus amos, los Cazadores Oscuros.
—Podría derribar la puerta.
Jess resopló por la bravuconada.
—Este sótano se diseñó como un refugio a prueba de bombas con paredes de acero de tres metros de grosor. A menos que lleves artillería pesada escondida en la ropa interior, guapa, no podrás hacerlo. Y tampoco funciona el móvil aquí abajo. Es como una tumba, algo en lo que se convertirá si me matas. Claro que la decisión está en tus manos.
Abigail ansiaba rebanarle el pescuezo. Por desgracia y pese a lo mucho que deseaba matarlo, el instinto de supervivencia tomó el control. Lo último que quería era morir… al menos hasta que él lo hiciera.
—¿Por qué me has traído aquí?
—¿Por qué matas a Cazadores Oscuros? —preguntó él a su vez.
Ella retrocedió y lo miró con desprecio. Al menos, con todo el desprecio del que fue capaz, dado su cambio de ropa. Con esos pantalones de pijama de franela de Psycho Bunny, su aura de tipo duro capaz de partirla en dos quedaba un poco desmejorada, y con la camiseta gris parecía…
Normal. Lo único letal de su persona era su tamaño y esos ojos oscuros que le auguraban la muerte.
Abigail tragó saliva antes de contestar:
—¿Tú qué crees?
—Lo único que sé es que estás más loca que una cabra; por lo demás, estoy más perdido que esa cabra en un garaje.
A Abigail se le formó un nudo en el estómago al escucharlo.
—Se me olvidaba que te parece bien matar a inocentes apolitas y alimentarte de ellos. Pues deja que te diga, colega, que eso se acabó. Tus días como asesino se han acabado, ahora eres tú la presa.
—Repíteme eso —dijo él, que la miró con el ceño fruncido y cara de no entender nada.
—¿Estás sordo?
—Pues no. Pero es imposible que me hayas acusado de matar precisamente a quienes defiendo.
El hecho de que lo negara hizo que a Abigail le hirviera la sangre. Apretó los dientes y se abalanzó sobre él otra vez.
Jess la atrapó contra su pecho, pero ella le golpeó las espinillas. Con un taco, Jess se inclinó y retrocedió tambaleándose. Craso error, porque ella le golpeó las orejas con las manos abiertas. El dolor le atravesó la cabeza. Abigail le habría dado un rodillazo en la cara de no haberse apartado a tiempo.
Harto de que le estuviera dando una paliza, se recriminó por no haberla esposado.
La única alternativa viable fue pegarla contra la pared e inmovilizarla para que no pudiera hacerle más daño.
—¡Deja de pelear! —le rugió al oído.
—¡No! Me lo arrebataste todo. Voy a matarte por eso.
Eso solo consiguió confundirlo todavía más.
—¿De qué hablas?
—Mataste a mis padres, ¡cabrón!
Durante un segundo, él se quedó sin respiración al recordar su vida humana. Si se hubiera referido a un solo progenitor y si ella fuera un hombre… Recordó el día en que otra persona lo acusó de lo mismo. Y después de decirlo, el hombre sacó su arma y le disparó.
La bala se le alojó en el hombro. Llevado por el instinto desarrollado en incontables tiroteos, Jess sacó su Colt y le devolvió el favor. Salvo que su bala se alojó en la cabeza de su oponente. Cuando se acercó al muerto, se dio cuenta de que se trataba tan solo de un muchacho de dieciséis años que lo miraba presa de la agonía mientras la luz de su mirada se apagaba. El padre al que hizo referencia era un jugador que había intentado matarlo en un salón unas cuantas semanas antes. El imbécil había sacado un derringer. Jess lo desarmó, pero cuando el jugador intentó apuñalarlo, le disparó a bocajarro.
Fue justificado.
Pero la muerte de ese muchacho…
Era uno de los cientos de recuerdos que deseaba poder eliminar de su cabeza.
—Llevo ciento cuarenta años sin matar a un humano, y estoy segurísimo de que no he matado a tus padres.
Ella le gritó y empezó a forcejear con tanta fuerza que consiguió librarse de sus manos.
—¿Ni siquiera te acuerdas? Asqueroso hijo de…
Jess atrapó la mano de ella antes de que lo abofeteara.
—Preciosa, llevo sin disparar a un humano desde que dejé de serlo. Así que me parece que se te ha ido la pinza.
Ella lo empujó e intentó asestarle una patada.
—Te vi con mis propios ojos. Les disparaste a sangre fría.
Esas palabras consiguieron que perdiera la paciencia. Había hecho muchas cosas, pero eso… eso…
—Y una mierda. En la vida he matado a sangre fría.
Ella lo miró con el gesto torcido.
—Claro… Eres un asesino a sueldo. Es lo único que sabes hacer. Nunca te ha importado a quién tenías que matar y cómo hacerlo mientras te pagaran.
—Era un asesino a sueldo —la corrigió, enfatizando el verbo en pasado—. Y si mataba alguien, lo hacía en un duelo justo. Tenían tantas oportunidades de vivir como yo. —Aunque admitía abiertamente que era un criminal despiadado, a diferencia de Bart él se negaba a traspasar ciertos límites. Había cosas que no haría ni por todo el oro del mundo—. Te juro por lo más sagrado que no maté a tus padres.
Abigail titubeó. Hablaba en serio. Veía la sinceridad en sus ojos y también la captaba en el deje indignado de su voz.
—¿Cómo has podido olvidar aquella noche? Te escuché discutir con mi padre. Te marchaste y luego volviste para entrar en casa a la fuerza.
—Jamás he entrado en una casa a la fuerza —le aseguró, y levantó las manos para enfatizar sus palabras—. He asaltado bancos, sí. Incluso algún que otro tren con el dinero de las nóminas, pero nunca he entrado en casa de otra persona.
—Mientes.
Jess meneó la cabeza.
—No miento. No tengo por qué.
—Y una mierda. Yo estaba allí. Te vi.
—Y yo te estoy diciendo que no se trataba de mí. Te juro por el alma de mi madre que no los maté. Y aunque discutí con tu padre, ni una sola vez lo golpeé o lo insulté.
A continuación y para asombro de Abigail, Sundown se alejó por el pasillo hacia una cajonera. Abrió un cajón, en cuyo interior había una caja fuerte que se abría con la huella de la palma de la mano. Procedió a abrir la caja, que contenía una pistola y un cuchillo de combate. Sacó el cuchillo.
A Abigail se le desbocó el corazón al darse cuenta de que iba a apuñalarla. Se preparó para la lucha.
No pasó nada.
En vez de atacarla, Sundown le dio la vuelta al cuchillo de combate y le ofreció la empuñadura.
—Si crees sin asomo de dudas que maté a tus padres, véngate —dijo colocándole el cuchillo en la mano.
Totalmente aturdida, Abigail lo miró mientras sentía el peso del cuchillo entre los dedos.
«Llevas toda la vida esperando que llegara este momento. Rebánale el pescuezo», le dijo una voz.
¿Qué más daba si moría después? Al menos se habría vengado.
Quería quitarle la vida con un ansia arrolladora. La necesidad de derramar su sangre era vital. Pero su instinto le aconsejó que esperara.
Y en ese momento recordó algo más: Sundown sentado a la mesa de la cocina, coloreando junto a ella.
—Madre mía, Laura, tienes a toda una artista. Nunca he visto un dibujo tan bien hecho de Scooby Doo.
Abigail sonrió, muy contenta, al tiempo que su madre les llevaba sendas tazas de chocolate caliente. Mientras esta se hallaba de espaldas, Jess añadió sus esponjitas de azúcar a la taza de Abigail porque sabía que le encantaban. Después, le guiñó un ojo y se llevó un dedo a los labios antes de mirar a su madre, indicándole que debían guardar silencio para no meterse en líos. No recordaba la cantidad de veces que había tenido un gesto tan tierno con ella.
Sundown había sido amigo suyo.
«No», se dijo. Él los había matado. Había visto su cara en el espejo de su dormitorio. Ese hombre no sabía cómo ser amigo de nadie. Era traicionero, y si le estaba ofreciendo un cuchillo…
—¿Dónde está el truco?
Él ni se inmutó. Se quedó plantado delante de ella, mirándola con los párpados entornados. La presencia de él era aterradora y abrumadora. Abigail se percató de que había aparecido un tic nervioso en su mandíbula.
—No hay truco que valga. En serio, entiendo el ansia de matar a la persona que te arrebató lo que más querías. Sé que soy inocente, pero no te culparé porque tú no lo creas, aunque te equivoques. —Bajó los brazos—. Si quieres matarme, adelante. Pero que sepas que si lo haces, estarás derramando sangre inocente. Que Dios se apiade de tu alma.
Con un rugido furioso, Abigail hizo ademán de cortarle la yugular, segura de que le quitaría el cuchillo y la atacaría.
Pero él no lo hizo.
—Voy a matarte —masculló.
Podía decapitarlo. No le cabía la menor duda.
Sundown siguió mirándola fijamente.
—Hazlo.
Decidida, pegó tanto la hoja a su piel que de la herida brotó una gota de sangre que se deslizó por la hoja de carbono. Él se quedó quieto, esperando con paciencia a que acabara con su vida.
—¿A qué esperas? —preguntó él en un tono que sonaba a desafío.
Ella apretó los dientes, furiosa consigo misma.
—No soy como tú. No puedo matar a alguien indefenso.
—Me alegra saber que los Cazadores Oscuros a los que has matado tuvieron una oportunidad.
—No me vengas con chorradas, cabrón chupasangre —dijo ella al tiempo que apartaba el cuchillo—. Sé perfectamente que te alimentas de gente y luego les echas la culpa a los apolitas.
Él la miró con el ceño fruncido.
—Para el carro, que estoy un pelín confundido. Primero soy un asesino y ahora resulta que doy caza a toda la Humanidad. ¿Con quién has estado hablando, guapa? Porque menudo lavado de cerebro te han hecho… Nosotros no somos lo malos. Los daimons son quienes matan a humanos, no los Cazadores Oscuros.
¿De qué narices estaba hablando?
—¿Daimons? ¿Qué son los daimons?
—¿Trabajas con apolitas y nunca has oído esa palabra? —preguntó él, sin dar crédito.
—No. ¿Son un tipo de demonio?
Sundown cruzó los brazos por delante del pecho y la miró, alucinado.
—Los daimons son los apolitas que sobreviven a su vigésimo séptimo cumpleaños —contestó.
¿Estaba fumado?, se preguntó Abigail. Desde luego que sabía más de la historia de su pueblo adoptivo que ella, pero…
—Los apolitas no pueden hacer eso. Es imposible.
—Pues sí que pueden. Lo sé porque los cazamos. Todas las noches. Llueva o truene.
Abigail puso los ojos en blanco al escuchar semejante estupidez.
—Menudo mentiroso estás hecho.
—¿Por qué iba a mentir?
—Porque tú eres uno de los que matan a los humanos y luego les echan la culpa a los apolitas —repitió, enfatizando las palabras para ver si así las entendía—. Los usáis como chivos expiatorios. Pero seguro que esta es la mentira que te repites para justificar tus actos.
—¿Y eso quién se lo cree, el que vive en una realidad alternativa? ¡Por favor! ¿Por qué íbamos a culpar a algo que ni los humanos ni los apolitas saben que existe para ocultar los supuestos crímenes que cometemos? Joder, tendría más sentido echarles la culpa a unos hombrecillos verdes. ¿Quién te ha contado esa chorrada?
Antes de que ella pudiera contestar, se produjo un destello a su izquierda.
Abigail se llevó una mano a los ojos y gritó de dolor. La luz era cegadora.
Cuando el destello desapareció, vio que había otro hombre en el pasillo; uno con una mueca cruel que parecía haber nacido sin más propósito que el de matar. Sin embargo, era guapísimo, de cabello negro y gélidos ojos azules. Llevaba una camiseta azul y unos vaqueros, y tenía perilla. La miró antes de desviar la vista a Sundown, que parecía conocerlo.
—¿Tengo que matarla por haberme visto aparecer? —preguntó el recién llegado.
Sundown negó con la cabeza.
—Está al tanto de nuestra existencia.
El desconocido chasqueó la lengua.
—Eso es peligroso, chaval. Si Aquerón se entera de que te has ido de la lengua con una civil, te dará para el pelo.
Sundown se recorrió el mentón con el pulgar mientras lo miraba con una expresión un tanto burlona.
—No es lo que crees, Z. Activa tus poderes divinos y úsalos. Yo no le he contado nada de nada sobre nada de lo que sabe.
El tal Z resopló.
—Menuda frasecita, vaquero. Menos mal que te entiendo… Más o menos. En cuanto a los poderes, no tengo tiempo para escanearla y me importa una mierda lo que sepa. Prefiero matarla y usar mis fuerzas para algo que me guste de verdad… como hurgarme la nariz.
Puaj. Ese tío no tenía modales, pensó Abigail. Llegados a ese punto, no sabía si le caía bien el tal Z o no. La verdad era que resultaba un poco repugnante.
—Bueno, ¿para qué has venido? —preguntó Sundown.
—Tenemos un problemón.
A Jess no le gustó escuchar aquello. Miró a Abigail.
—Ya tengo uno entre manos. No me hace falta otro, piltrafilla.
Zarek soltó una carcajada siniestra al escuchar el insulto. Solo Jess podía decirle algo así a un antiguo esclavo y seguir vivo. Zarek no necesitaba mucho para asestar un golpe mortal. Odiaba a todas las personas y no quería relacionarse con el mundo en general. Sin embargo, su amistad venía de lejos y, de no ser por Jess, Zarek estaría muerto y no se habría casado con su diosa griega.
Era una deuda de la que ninguno hablaba. Jamás. Pero Zarek no era la clase de hombre que olvidaba esas cosas. Mantenían una amistad que era tan fuerte como cualquier lazo de sangre.
Zarek se puso serio.
—Pues lo siento mucho, Hoss. Porque he venido para dejar el marrón en tus manos. Alguien ha matado a tu colega esta noche.
A Jess le dio un vuelco el corazón.
—¿A Ren?
—A tu otro amigo.
Jess frunció el ceño. Al igual que Z, solía mantener las distancias con la mayoría. Su pasado no lo animaba a ser un hombre confiado.
—Solo os tengo a los dos. Así que no se me ocurre a quién te estás refiriendo, la verdad.
Zarek le dio una palmada en la espalda.
—Piensa, colega. Un inmortal feroz al que le gustaba apostar en el casino de Sin, se ponía camisas horteras y le gustaba ver anime.
Jess se quedó sin aliento al comprender a quién se refería.
—¿Oso Viejo?
—Premio para el caballero —contestó Zarek con sarcasmo—. Por fin lo ha conseguido.
Lo que Z acababa de decir era increíble. Imposible. Oso Viejo era uno de los cuatro Guardianes, un ser poderosísimo.
—¿Cómo?
—Un imbécil lo decapitó a eso de la una de la madrugada.
Abigail los miró con el ceño fruncido y preguntó:
—¿Os referís al indio destinado aquí, al Cazador Oscuro?
Jess tuvo un mal presentimiento al mirar a Abigail a los ojos. Seguro que ella no había sido tan imbécil de…
—Dime que no lo has hecho.
—¿Matarlo? —preguntó ella—. Vale, no lo he hecho… pero la verdad es que sí.
Sí, era una catástrofe. De aquellas en las que se inspiraban las pelis de terror. De hecho, preferiría estar desnudo en una peli de zombis sin munición y sin lugar en el que refugiarse, embadurnado de masa cerebral y con un letrero que pusiera VENID A BUSCARME antes que enfrentarse a lo que les esperaba en ese momento.
—Guapa, voy a darte una clase rapidita: que alguien tenga colmillos y sea centenario no lo convierte en un Cazador Oscuro.
Zarek le dio la razón.
—Y algunos de esos inmortales con colmillos son necesarios. Y da la casualidad de que Oso Viejo lo era.
Ella puso los ojos en blanco.
—Por favor…
Jess pasó de ella. No había tiempo de discutir en ese momento; se enfrentaban a problemas mucho más importantes que su terquedad.
—¿Las cosas están muy mal? —le preguntó a Zarek.
—En fin, era el Guardián del Oeste, y guardaba la llave de la Puerta del Oeste, tras la cual su gente desterró a algunos de los depredadores sobrenaturales más feroces. Su muerte ha puesto fin al equilibrio y los depredadores pueden liberarse.
Jess detestaba tener que preguntar siquiera… pero por desgracia no le quedaba más remedio.
—¿Y qué son?
Z respondió con gran sarcasmo:
—Nada muy gordo. Un par de plagas. Algunas anomalías meteorológicas acojonantes… Y mi preferido… —Hizo una pausa para añadirle dramatismo al asunto, indicando así que era muy malo—: El Espíritu del Oso.
Sí, era un reparto salido del infierno. Literalmente.
—Estás de coña, ¿verdad?
Zarek negó con la cabeza.
—Ya sabes que no tengo sentido del humor. Los Guardianes del Mal irán a por Choo Co La Tah, dado que es el Guardián del Norte. Si pueden vencerlo, también podrán liberar a quienes mantiene encerrados.
Y provocar una guerra apocalíptica que haría que el líder de los daimons, Stryker, pareciera una nenaza. Sí, justo lo que necesitaban.
Abigail puso los brazos en jarras, molesta.
—¿De qué estáis hablando?
—De nada importante. —Zarek le lanzó una mirada torva—. Solo del fin del mundo tal como lo conocemos y, para que conste, no me siento bien. Y tú tampoco te sentirás bien cuando todo te caiga encima.
Jess hizo que Zarek se concentrara en lo más importante: salvar el mundo de aquellos que lo destrozarían.
—¿Dónde está Choo Co La Tah ahora?
—Ren se encontraba con él cuando Oso Viejo murió. Lo está protegiendo. Cuando el sol se ponga, Ren tendrá que llevar a Choo Co La Tah al Valle de Fuego.
Eso no tenía sentido.
—¿Por qué?
Zarek se encogió de hombros.
—Eso pregúntaselo a Ren. Yo no lo he preguntado y nadie se ha dignado a explicármelo. Solo sé que tiene que ver con una profecía de su panteón y que, por eso, no puedo acompañarte. Al parecer, la zona a la que tienes que ir está protegida contra la invasión de cualquier dios o semidiós que no pertenezca a su panteón. Yo solo soy el mensajero. Ash habría venido, pero su mujer está de parto.
—¿Por qué te ha llamado a ti?
Zarek lo miró con sorna.
—Por mi chispeante personalidad —respondió.
Jess resopló.
—Vale, gilipollas. Lo habrá hecho porque sabe que no me dispararías —admitió Zarek.
Eso era más factible. Además, seguro que Ash no había llamado a Andy porque el muchacho era demasiado nervioso para tratar con semejante información. Andy se quedaría en su habitación, acojonado por la llegada del fin del mundo e ideando la forma de echar un polvo antes de que eso sucediera.
—¿Por qué no me ha llamado en persona?
Por algún motivo que se le escapaba, las llamadas de Ash le llegaban incluso allí abajo. Ese tío tenía una compañía telefónica inmejorable.
—Lo ha intentado, pero no contestabas. Y como está un pelín ocupado ahora mismo con su mujer, que amenaza con castrarlo debido a los dolores, me ha enviado a mí.
Jess pagaría por ver eso. No se imaginaba a nadie capaz de amenazar a Ash.
Miró de reojo a Abigail, que no le había dado más que quebraderos de cabeza desde que la había seguido a esa alcantarilla. Seguro que la llamada le había llegado cuando estaban luchando.
Zarek se acercó a ella.
—Y muchas gracias, doña Sabelotodo, por facilitarnos el trabajo.
A continuación, chasqueó los dedos y apareció una cuerda, con la que la maniató.
Ella gritó, indignada, hasta que Zarek hizo aparecer una mordaza para impedir que los insultara.
—¿Qué haces? —preguntó Jess.
—Te lo estoy poniendo fácil.
Pasmado, frunció el ceño, sin comprender a qué jugaba Zarek.
—¿A qué te refieres?
—A transportarla.
A esas alturas Z lo estaba poniendo de los nervios.
—¿Te importa dejar de hablar como un Oráculo de pacotilla y desembuchar de una vez lo que sea? —preguntó porque no sabía por qué había atado a Abigail como un pavo, y estaba demasiado cansado para buscar las respuestas.
—Encantado. Para que todo vuelva a la normalidad e impedir que se desate el infierno que se avecina, Choo Co La Tah tiene que ir al Valle de Fuego y ofrecer en sacrificio a quien mató a Oso Viejo. —Hizo una pausa para mirar a la mujer con una sonrisa socarrona—. Y esa eres tú, preciosa.