Abigail se había pasado la vida preparándose para cuando volviera a ver a Sundown Brady. Si no estaba entrenando para matarlo, se distraía imaginando todos los escenarios posibles: se encontraban por accidente; allanaba su casa durante el día para matarlo mientras dormía; topaba con él en un bar atestado de humo y de clientes, y le asestaba una puñalada en el corazón, tras lo cual Brady caía al suelo y moría dolorosamente a sus pies; lo encerraba en un cine abandonado y después prendía fuego al lugar para que ardieran hasta los cimientos… En todos los casos, él le suplicaba clemencia.
Sin embargo, nada de eso la había preparado para lo que tenía delante.
Entre otras cosas, porque era mucho más grande de lo que recordaba. No solo era alto, que lo era, también era ancho de hombros y muy musculoso. Pocos hombres tenían ese físico que dejaba claro que podía partirla en dos si se acercaba demasiado. Llevaba el cabello más largo de la cuenta y un poco descuidado, como si se le hubiera olvidado ir a la peluquería. Una barba de dos días le oscurecía el mentón y su rostro era tan perfecto que no parecía real. Tenía los ojos negros y su mirada dejaba bien claro que no se le escapaba nada de nada.
Abigail tragó saliva por la idea de enfrentarse a él aun con sus nuevos poderes. No sería fácil vencerlo.
Posiblemente se la llevaría por delante.
Sin embargo, solo tuvo que pensar en sus padres y en la cruenta muerte que habían sufrido en sus manos para que la rabia la embargara hasta un punto en el que nada la intimidaba y lo que ansiaba era su sangre.
Sundown Brady iba a morir esa noche y ella era el heraldo de la muerte.
Jess se quedó pasmado al ver de cerca a la mujer. Esta se había recogido el cabello oscuro con una coleta tirante, de modo que dejaba a la vista sus exóticos rasgos. Llevaba vaqueros, una camiseta morada e iba armada hasta los dientes. Sin embargo, no fue eso lo que lo detuvo.
De repente, habría jurado que tenía delante la cara de Bart.
El tiempo pareció detenerse mientras la examinaba al detalle. Tenía los ojos almendrados y de un color azul oscuro. Un hoyito en la barbilla. Y lo estaba mirando como si ansiara matarlo.
Tuvo la impresión de estar de nuevo en el suelo, agonizando, mirando a Bart justo antes de que este apretara el gatillo por última vez.
—¡Cabrón! —masculló la mujer con una voz que le resultó aterradoramente familiar.
Una voz que despertó terribles recuerdos.
Antes de que pudiera recobrarse, la mujer se abalanzó sobre él.
Jess se apartó y se volvió, lo que hizo que ella se estampara contra la pared. Por algún motivo los dos daimons se mantenían apartados de la pelea. Sin embargo, no tuvo tiempo para analizar ese dato porque ella volvió a la carga, amenazándolo con un cuchillo de combate.
Jess bloqueó el ataque con el antebrazo y le inmovilizó la mano. «¡Joder!», pensó. Ella era fuerte. Y su fuerza resultaba sobrenatural. Comenzó a darle patadas. La mujer luchaba como una fierecilla bien entrenada.
—¡Suéltame! —masculló al tiempo que lo golpeaba con la cabeza en la frente.
El golpe lo afectó, pero se negó a soltarla. Era demasiado rápida y estaban demasiado cerca. Si la liberaba, ella le asestaría una puñalada en algún lugar que le dolería horrores.
La mujer miró por encima de su hombro, hacia el lugar donde esperaban los dos daimons.
—¡Cogedlo!
Genial. Jess giró y la lanzó contra ellos. El choque no los detuvo.
En ese momento su teléfono volvió a vibrar, advirtiéndole de que se le acababa el tiempo.
«Acabaré churruscado como no se me ocurra algo pronto», se dijo.
Aunque podía refugiarse en ese sitio durante el día, no quería arriesgarse. Tanto la policía como los trabajadores de la empresa encargada del mantenimiento bajaban a las alcantarillas de vez en cuando. Solo le faltaba que alguien lo encontrara armado hasta los dientes.
O peor todavía, que lo arrastrara una riada repentina. Lionel le había advertido el primer día sobre los peligros de refugiarse en las alcantarillas. Todos los años morían varios indigentes por culpa de esas riadas. Y aunque él no podía morir ahogado, el agua sí que podía arrastrarlo al exterior, poniéndole las cosas muy negras.
Tenía que salir de allí. Cuanto antes.
Lo malo era que no podía matarla. Los Cazadores Oscuros tenían prohibido matar a humanos, aunque los atacaran. Una regla absurda, desde luego. Sin embargo, Aquerón los machacaría si la incumplían.
Además, estaban las sospechas sobre su identidad. No sabía si prefería estar en lo cierto o si era mejor equivocarse.
—¿Abigail?
La ira relampagueó en esos ojos azules.
—Me recuerdas.
¿Cómo iba a olvidarla?
—Creía que habías muerto.
Ella chilló, furiosa, antes de atacarlo con una ira que parecía surgir de lo más hondo de su alma. La misma ira que lo embargaba a él cuando había ido a por Bart.
Una vez confirmada su identidad, ya no podía hacerle daño. Se sentía dividido por un sinfín de emociones contradictorias. El alivio, la pena y la necesidad de ponerle fin a su vida entre otras.
—Supongo que has sido tú quien ha estado matando a Cazadores Oscuros, ¿verdad?
Ella levantó la barbilla con orgullo mientras lanzaba otro ataque.
—Ha sido un placer. Pero es a ti a quien quiero.
¿Por qué? Lo único que había hecho era protegerla a ella y a su familia.
La cogió de un brazo y tiró de ella para acercarla.
—Para eso solo tienes que desnudarte, preciosa.
Abigail puso cara de asco mientras lo atacaba con renovada furia.
Jess trastabilló tras sufrir un par de puñetazos muy certeros. Había estado entrenando, sí, señor.
Pero él también, claro.
Consiguió retorcerle la mano de forma que ella tuvo que soltar el cuchillo de combate y por fin la inmovilizó. Fue como tratar de inmovilizar a un cerdo salvaje cubierto de grasa. Menos mal que tenía práctica en ese tipo de cosas. De haber sido humano, ella se habría liberado y habría vuelto al ataque.
—Un paso más y le rompo el cuello —dijo Jess, dirigiéndose a los daimons.
La pareja intercambió una mirada recelosa.
—Lo digo en serio —insistió al ver que estaban listos para el ataque mientras aumentaba la presión sobre la carótida y la yugular. Al poco, Abigail perdió el conocimiento. Sin embargo, esperó unos segundos más por si estaba fingiendo. A esas alturas, no se fiaba ni un pelo de ella. En cuanto se aseguró de que era cierto, la dejó en el suelo, en una zona seca—. Muy bien, colegas. Vamos a ello.
En cuanto se acercó, los daimons huyeron, adentrándose en el túnel.
En fin, al menos no eran de los daimons infectados que podían convertirlo.
Estaba a punto de ir tras ellos, pero se lo pensó mejor. Faltaba muy poco para que amaneciera y había capturado el trofeo de su vida.
La mujer que les estaba dando caza.
Una mujer que había conocido en otra época…
—No puedo creer que sobrevivieras.
¿Cómo era posible? Tenía tantas preguntas que comenzaba a marearse. Lo mejor sería interrogarla, descubrir qué estaba pasando y averiguar qué tenía contra ellos. Esperando no arrepentirse de esa decisión, la levantó en brazos y la llevó de vuelta a la calle. En ese momento, en el que ella no podía intentar ponérselos de corbata con una patada, reparó en lo menuda que era. Bajita, pero con un físico atlético.
Como Matilda.
Desterró esa comparación al instante. No se parecía en absoluto a la mujer serena y cariñosa que había estado a punto de convertirse en su esposa. Nadie se parecía a Matilda. Por eso se había enamorado de ella y por eso seguía llorando la pérdida de su amistad pese a todos los años transcurridos.
La mujer que tenía en brazos era como todas las demás. Traicionera. Letal. Egoísta. Hiciera lo que hiciese, debía tenerlo muy presente. Abigail lo quería muerto y si no la detenía, lo mataría y seguiría asesinando al resto de sus compañeros.
«Todas las buenas obras reciben su castigo.»
Las había protegido a su madre y a ella, ¿y así era como se lo agradecía? ¿Intentando matarlo?
Muy típico…
Salió justo cuando el cielo empezaba a clarear.
«Será mejor que me dé prisa», se dijo. Apenas le quedaba tiempo.
No se había alejado mucho de la alcantarilla cuando vio un coche patrulla avanzando por la calle.
«¡Mierda!», pensó.
¿Qué probabilidad había de que los polis no lo vieran y siguieran su camino? Seguramente las mismas de que creyeran que llevaba a su mujer de vuelta a su habitación de hotel después de haberse pasado con la bebida.
Sí.
Hacía mucho tiempo que no tenía tanta suerte…
—Espero que no haya ventana en los calabozos —murmuró entre dientes.
El coche patrulla se detuvo junto a la acera.
—¡Oye, tú! ¡Acércate! —le gritó un policía.
Sí, era genial saber que la mala suerte era la única constante en su vida.
Aferró a Abigail con más fuerza mientras sopesaba sus opciones. Ninguna de ellas era buena, sobre todo porque llevaba todo un arsenal debajo del abrigo… y cuando los polis lo descubrieran, seguro que les gustaría…
Se acercó al coche tras adoptar una actitud relajada.
—¿Sí, señor?
El agente miró a Abigail.
—¿Tenéis algún problema?
«Pues sí, me estáis retrasando cuando debería salir pitando de aquí.»
Pese a todo, intentó disimular la irritación.
—Ha bebido más de la cuenta. La llevo de vuelta al casino donde nos alojamos.
El agente lo miró con recelo, entrecerrando los ojos.
—¿Necesitas un médico?
No, lo que necesitaba era que lo dejaran tranquilo.
—Qué va. Pero se lo agradezco mucho, agente. Se pondrá bien. Bueno, seguro que tiene una resaca de espanto, pero se le pasará pronto.
—No sé yo, George —dijo el otro agente desde su asiento—. Creo que deberíamos llevarlos a comisaría, por si acaso. Solo nos faltaba que la haya secuestrado y dejemos que se marche. Imagina la que se puede liar si resulta que es un violador en serie o un asesino.
Jess tuvo que morderse la lengua para no insultar a ese capullo paranoico. Bueno, en realidad la estaba secuestrando, pero…
Era ella la asesina en serie, no él.
—¡Hola, Jess!
Quien lo saludaba era otro agente de policía que se acercaba por la acera. Menos mal que a ese lo conocía.
—Kevin, ¿qué tal?
El recién llegado se detuvo entre él y el coche patrulla.
—¿Tenéis algún problema? —les preguntó a sus compañeros.
¿Les enseñaban a hacer la preguntita de marras en la academia o qué?, pensó Jess.
—Ninguno —se apresuró a contestar el agente del coche patrulla—. Lo hemos visto con la mujer en brazos y queríamos asegurarnos de que no pasaba nada raro.
Menos mal que ni Abigail ni él habían acabado ensangrentados, amoratados o con la ropa desgarrada después de la pelea. Eso sí que habría sido difícil de explicar. Abigail solo tenía la ropa arrugada, como si hubiera perdido el conocimiento por culpa de la borrachera.
—Ajá —replicó Kevin mientras señalaba a Jess con un gesto de la barbilla—. No te preocupes. Jimmy y yo nos encargamos.
Jimmy, el compañero de Kevin, se acercó y saludó con la mano a los agentes del coche, que parecieron aliviados al ver que podían pasarles el marrón a otros.
—Vale. Gracias por ahorrarnos el papeleo. Hasta luego. —Y se alejaron.
Kevin se volvió para mirar con las cejas enarcadas a Jess y a la mujer que llevaba en brazos.
—¿Debería preguntar?
Jess colocó mejor a Abigail.
—No, si quieres seguir manteniendo tu trabajo, y no me refiero a ese que no te permite vivir en una casa de un millón de dólares.
Su teléfono vibró de nuevo, avisándolo sobre la llegada del amanecer. A esas alturas no necesitaba aviso alguno. El cielo comenzaba a iluminarse de forma aterradora.
Kevin alzó la vista como si le hubiera leído el pensamiento.
—Vas un pelín justo de tiempo, ¿no?
—Más de lo que me gustaría.
Jimmy señaló su coche patrulla, aparcado a pocos metros.
—Vamos, te dejaremos a tiempo en tu casa.
—Gracias —dijo Jess, aliviado por fin.
De esa manera no tendría que llevar a Abigail en la moto, sosteniéndola para que no se cayera. Además, estaba a punto de recobrar el conocimiento.
Contar con escuderos que también eran policías resultaba muy conveniente. Sin Nana lo había organizado de maravilla. En Reno disponían de una red de escuderos básica. En Las Vegas controlaban hasta el último detalle.
Jimmy les sostuvo la puerta para que entraran. Jess se sentó en el asiento trasero y dejó la carga a su lado, intentando no fijarse en lo guapa que era. Le resultaba desconcertante que sus rasgos le recordaran a la persona que más había querido en la vida y también a la que más había odiado.
«La vida es injusta.»
Y nunca era sencilla.
Kevin y Jimmy subieron al coche, tras lo cual activaron las sirenas. Después de llamar a comisaría para informar de que se tomaban un descanso, se pusieron en marcha en dirección a casa de Jess a la velocidad del rayo.
—Os agradezco que estéis haciendo esto.
—No hay de qué —replicó Kevin con una sonrisa—. Es agradable correr de esta forma por las calles sin que haya una emergencia. Hace que me sienta como un piloto de carreras. Ya sé, como Speed Racer.
Jess frunció el ceño al ver que pasaban por la rampa de la carretera interestatal.
—¿No iríamos más rápido por la autopista?
Jimmy se echó a reír.
—Para un civil, sí. Nosotros no tenemos que pararnos en los semáforos.
Pues sí, tenía razón. Normalmente Jess tardaba algo más de veinte minutos en llegar desde el centro de la ciudad a su propiedad, emplazada en Tomiyasu Lane, pero adelantaba bastante por la carretera interestatal. Si no se paraban en los semáforos, deberían tardar lo mismo, incluso algo menos.
Con un poco de suerte, tal vez no acabara estallando en llamas en el asiento trasero. Si eso sucedía, los escuderos iban a tenerlo difícil para explicárselo a su superior. De no ser él la mancha del asiento trasero producida por sus restos, tal vez fuera entretenido verlos mientras lo intentaban.
Kevin lo miró a través del retrovisor.
—¿Nos explicas ahora lo de la mujer?
—Pues no.
Jimmy se rascó la nuca.
—¿Se presentará alguien a denunciar su desaparición?
—Lo dudo. Se mueve con un grupo de daimons y esos no son de los que denuncian desapariciones.
Además, sabía que Abigail no tenía familia. A menos que estuviera casada.
Contuvo el aliento porque comprendió que lo desconocía todo de ella. Joder, incluso podía estar casada con un daimon o con un apolita. La idea lo asqueó. Sin embargo, de vez en cuando algún humano se enamoraba de un daimon o de un apolita por alguna extraña razón.
O podía ser madre…
No obstante, si tuviera a alguien a su cargo no se habría dedicado a peinar las calles rastreando Cazadores Oscuros.
O eso creía.
Jimmy se volvió para mirarlo desde el asiento delantero, con los ojos como platos.
—¿Es la mujer de la que tanto hablan los Oráculos? ¿La humana que os está dando caza?
«Debería haber cerrado el pico —pensó—. Ahora todas las redes sociales frecuentadas y administradas por los escuderos echarán humo.»
—Eso creo —contestó en voz alta—. Pero os agradecería mucho que mantuviéramos esto entre nosotros hasta que pueda interrogarla.
—Desde luego. —Jimmy le dio una palmada a Kevin en el brazo—. ¡Te dije que era real! ¡Ja, me debes veinte pavos!
—Ya, lo que tú digas —farfulló su compañero.
Se sumieron en el silencio mientras volaban por South Las Vegas Boulevard. Jess sintió el conocido hormigueo en la nuca. El sol estaba saliendo. El cielo se iluminaba poco a poco. Y todavía les faltaban varios kilómetros para llegar a su casa. ¿Lo peor? Que Abigail comenzaba a despertar y tendría que noquearla otra vez.
Se frotó el índice y el pulgar, un tic nervioso de sus tiempos de pistolero. En ese momento experimentaba la misma sensación: un error, un retraso, y estaría fuera de juego.
Aunque en esa ocasión no dependía de sus instintos ni de sus habilidades. Dependía de otros…
Los primeros rayos del sol iluminaban el horizonte cuando llegaron a la verja negra de hierro que protegía su propiedad. Jess se agazapó en el suelo del coche mientras usaba la aplicación del iPhone para abrirla. También abrió la puerta del garaje.
«Vamos, vamos», pensó.
Comenzaba a sentir una terrible quemazón en la piel. No tardaría mucho en morir.
Kevin traspasó la verja antes de que se abriera del todo y enfiló la avenida a toda pastilla. Era demasiado larga, pensó Jess mientras el coche patrulla volaba por el camino. ¿Por qué narices había comprado una casa con una avenida de entrada de tres kilómetros? Bueno, había exagerado un poco… Le pareció que pasaba una eternidad antes de llegar al garaje.
Suspiró aliviado mientras se sentaba de nuevo en el asiento.
—He estado a punto de acabar churruscado y, la verdad, no me apetece repetir la experiencia.
Jimmy no dijo nada mientras salía del coche y lo rodeaba para abrirle la puerta.
—¿Necesitas ayuda con ella?
Jess negó con la cabeza.
—No, tranquilo. Pero gracias de todas formas.
Acababa de sacar a Abigail del coche cuando Kevin se interpuso entre él y la puerta trasera. Lo vio sacar unas esposas.
—¿Las necesitas?
El gesto arrancó a Jess una carcajada.
—Creo que soy capaz de lidiar con una potrilla sin recurrir a ese extremo.
Aunque claro, teniendo en cuenta la paliza que ella le había dado poco antes, tal vez debería reconsiderar sus palabras.
«Si no se modera tu orgullo, él será tu mayor castigo.»
Kevin devolvió las esposas a su sitio.
—Vale, pues hasta luego.
Jess se despidió con un gesto de la cabeza antes de meter a Abigail en su casa.
Una vez dentro, titubeó. ¿Qué iba a hacer con ella? No había planeado nada. Debería haber pensado en algo durante el trayecto en el coche, aunque la idea de estallar en llamas lo había distraído.
Lo mejor sería llevársela con él al sótano. Allí abajo había sitio de sobra para mantenerla encerrada y estaría bien lejos de cualquiera que intentase liberarla antes de que él quisiera hacerlo.
Y así ella no le haría daño a Andy si intentaba escapar.
Eso sí que no se lo iba a permitir.
De acuerdo, ese sería el plan. La encerraría en sus dominios del sótano.
La llevó hasta el ascensor oculto, que los trasladó a lo que Andy llamaba su mazmorra de seiscientos metros cuadrados. No había sido nada fácil encontrar una vivienda con sótano en Las Vegas, sobre todo de ese tamaño y con un establo para sus caballos. Cuando Andy le habló de esa propiedad, creyó que se trataba de una broma.
Pero no lo era. La propiedad tenía más de seis mil metros cuadrados construidos. Siete mil si se contaban los establos.
Lo que un hombre era capaz de hacer por sus caballos…
¡Joder, si hasta había vivido en pueblos más pequeños! Sin embargo, la casa era perfecta para él porque le permitía descansar bajo tierra sin que lo molestaran. Allí abajo no se sentía enclaustrado durante el día. Podía llevar una vida casi normal.
La casa contaba con dieciocho suites completas. Tres de ellas emplazadas en el sótano. Llevó a Abigail a la más cercana a su dormitorio y la dejó en la cama. Estaba a punto de marcharse, pero se detuvo para mirarla. Así, inconsciente, parecía muy frágil. Sin embargo, el dolor palpitante que Jess tenía en el mentón allí donde ella lo había golpeado le recordó que de frágil tenía muy poco.
¿Qué había llevado a una persona de apariencia tan delicada a perseguirlos con tanta saña?
Los daimons debían de haberle mentido. Era lo que solían hacer. A lo largo de los siglos habían utilizado a los humanos a su antojo. Les prometían la vida eterna y, al final, los mataban cuando dejaban de serles útiles.
No obstante, la rabia que alentaba a Abigail era mucho más profunda. Había luchado contra él como si fuera algo personal.
Jess suspiró mientras recordaba la última vez que había visto a sus padres. Una noche trágica. Aún veía la sangre cubriendo el dormitorio. Cubriéndolo a él…
No había ni rastro de Abigail en la casa, y la había buscado a conciencia. Siempre había esperado que estuviera durmiendo en casa de alguna amiga.
La idea más inquietante era que hubiera estado en la casa. Que los hubiera visto morir. Esa posibilidad le revolvía el estómago. Ningún niño debería haber presenciado los horrores de aquella noche. Él tampoco debería haber presenciado lo que Artemisa le había mostrado después de que lo mataran.
Era mejor no conservar ciertos recuerdos.
En el caso de Abigail, al ver que la policía no la localizaba, la dieron por muerta.
Sin embargo, allí estaba.
Crecidita y presentando batalla.
Frunció el ceño mientras le acariciaba una mejilla. Tenía la piel más suave que había acariciado nunca. Sedosa. Excitante. Cálida. Siempre le había encantado sentir la piel femenina bajo los dedos. No había nada más delicioso.
Sus rasgos eran exóticos e intrigantes. Muy distintos de los de Laura, y al mismo tiempo tan parecidos que mirarla le partía el corazón. Laura había sido el cielo y el infierno para él. Porque con ella se sentía vinculado al pasado y ese vínculo era a la vez un tormento y un consuelo. Había intentado dejarla marchar, pero no había sido capaz de cortar los lazos que los unían.
En ese momento deseaba haberlo hecho.
Quizá así Abigail habría llevado una vida normal. Una mujer de su edad debería estar divirtiéndose con amigos, disfrutando de la vida y de su juventud, no persiguiendo a Cazadores Oscuros. Ni mucho menos matándolos.
De repente, se fijó en su coleta y sonrió. Por algún motivo que se le escapaba, la recordó de niña. En aquel entonces Abigail ya tenía carácter. Le resultaba extraño sentirse atraído por ella cuando la había visto nacer. Siempre que estaba con una mujer intentaba no pensar en eso. Porque en el fondo le molestaba. Era lo bastante viejo para ser el abuelo de su bisabuelo, como poco.
Sin embargo, no era tan altruista para mantenerse célibe. Había ciertas cosas que un hombre no podía evitar. Sobre todo porque las mujeres desconocían su edad. Para ellas solo era otro tipo de veintitantos años que habían conocido en un bar y que habían invitado a sus casas.
Abigail, sin embargo, lo sabía.
Y lo odiaba por ello.
Le volvió la cara para observarla. Tenía los ojos entreabiertos y cuando los miró…
Retiró la mano al instante.
¿Qué narices era eso? El corazón se le puso a doscientos mientras le levantaba un párpado. ¡Tenía los ojos rojos, veteados de amarillo!
¡No era humana!
O, al menos, no lo era del todo.
La cosa pintaba mal. Más bien fatal. ¿Sería el enemigo procedente del oeste del que hablaba Ren? Las profecías y las advertencias de los Oráculos nunca tenían mucho sentido para él. Intentar desentrañarlas bastaba para provocar una migraña de nueve días a la mente más avispada.
Y él estaba demasiado cansado para resolver misterios a esas horas. Necesitaba dormir un poco antes de enfrentarse a ese giro de los acontecimientos. O, al menos, necesitaba un respiro.
La arropó con una manta y después se aseguró de que no pudiera abandonar la habitación cuando despertara hasta que él se lo permitiera.
Una vez en la puerta, bajó la intensidad de la luz para que no la molestara al despertarse. No quiso apagarla a fin de que pudiera ver el sitio donde se encontraba.
Volvió a mirarla y se quedó sin aliento. Con esa luz tan suave y la cabeza ladeada de esa forma se parecía tanto a su madre que lo dejó pasmado y, de repente, regresó al pasado.
Vio a Matilda tumbada en la orilla del río donde lo había llevado para merendar, poco después de anunciar su compromiso. Hacía tanto calor que se había quedado dormida mientras él le leía una de sus novelas favoritas. Su serena belleza lo fascinaba tanto que se pasó horas contemplándola y rezando para que la tarde no acabara.
«Te quiero, William.»
Todavía recordaba su voz. Todavía veía su preciosa sonrisa. Carraspeó para librarse del nudo que de repente sentía en la garganta y sacudió la cabeza para despejarse las ideas.
Abigail no era Matilda.
No obstante, allí acostada y sin mirarlo con ese odio visceral, era tan preciosa como ella, y despertó en su interior emociones que juraría haber enterrado hacía mucho.
Renuente a pensar en eso, se marchó a su dormitorio, donde se quitó la gabardina y las botas. Mientras se desnudaba para acostarse, sus pensamientos iban de un lado para otro, intentando encontrar una explicación para lo que le había sucedido a Abigail.
¿Dónde había estado durante todo ese tiempo?
Debería haberla registrado en busca de alguna identificación… A buenas horas se le ocurría. De esa forma podría haber averiguado su dirección y saber si se seguía apellidando Yager o si se había casado.
Sintiéndose como un imbécil, volvió al dormitorio donde la había dejado.
Cuando abrió la puerta, se quedó paralizado.
La cama estaba vacía y no había ni rastro de ella.