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Ren Waya planeaba sobre la brisa mientras los latidos de la tierra resonaban en sus oídos. Parecían unos tambores tribales que convocaran a los antiguos espíritus, sacándolos de su sueño a fin de prepararlos para la guerra. Y mientras volaba, la hermana Viento le llevó un nuevo olor. Algo que no había olido antes, y, dada su longeva edad, era mucho decir.

Algo estaba fuera de lugar.

Incapaz de localizarlo, bajó en picado y reconoció a un motorista que viajaba por la carretera. La moto redujo la apabullante velocidad cuando se encontró con el tráfico de Las Vegas y con los semáforos. Ren graznó mientras seguía la moto negra por la ciudad.

Cubierto por una gabardina negra, el motorista no sabía que lo estaban observando. Por supuesto, la música a todo trapo que se oía dentro del casco podría ser la causante. «Renegade» de Stix. A Ren no se le escapó la ironía. Si pudiera sonreír en su forma animal, lo haría.

El motorista sorteó el tráfico y se dirigió al Casino Ishtar, que se asemejaba a un antiguo templo sumerio. Ren lo perdió de vista cuando entró en el aparcamiento subterráneo, de modo que giró hacia la derecha para evitar el muro y se dio la vuelta.

Jess se quitó el casco antes de decirle su nombre al recepcionista.

El hombre se puso firme.

—Señor Brady, nos han pedido que le dispensemos el mejor trato posible. Puede aparcar donde le apetezca y nos aseguraremos de que nadie toque su moto. Si tiene algún problema o necesita algo, el conserje se pondrá en contacto con Damien Gatopoulos Metaxas para que se encargue de todo.

Sería fácil acostumbrarse a tantas atenciones, era como estar en Disneylandia.

—Gracias —replicó antes de dar un billete de veinte dólares al recepcionista.

Jess se coló por un hueco hasta colocarse delante de los coches y las limusinas, donde la moto no estorbaría, y aparcó su MV Agusta F4CC de 2006 junto a la acera. Dado que costaba ciento veinte mil dólares, su moto era un tesoro para cualquier ladrón entendido en el tema. Claro que el dinero no era importante para él. Sin embargo, reemplazar la moto sería muy complicado, porque eran tan escasas como los amigos leales y, además, le había cogido cariño.

«Odiaría tener que destripar a un humano por avaricioso», pensó. Pero en sus tiempos había hecho cosas peores por mucho menos.

Le puso el seguro, guardó el casco en el interior del asiento y se metió las llaves en el bolsillo. Hacía demasiado calor para la gabardina, pero prefería llevarla porque así escondía las armas necesarias para su oficio. No quería asustar a los civiles más de lo necesario.

Lo peor de Las Vegas era que si se daba una patada en el suelo, los daimons salían hasta de debajo de las piedras. Ese lugar era prácticamente suyo. De hecho, tres de los aparcacoches eran apolitas, incluido el muchacho con el que había hablado. Y el gerente del casino, Damien Metaxas, era un daimon a quien los Cazadores Oscuros tenían prohibido matar. Decían que Metaxas solo se alimentaba de humanos que merecían morir: violadores, asesinos, pedófilos… Sin embargo, ¿tenía que aceptar su palabra? ¿Lo había comprobado alguien?

Aunque el dueño del casino, Sin, era un Cazador Oscuro, contrataba a apolitas como trabajadores.

—Eres un cabrón retorcido, Sin —masculló Jess al tiempo que se ponía las gafas de sol.

«Mantén a tus enemigos cerca, supongo», pensó. Aun así…

—Llegas tarde.

Jess sonrió, con cuidado para que no se le vieran los colmillos. Se volvió hacia la voz con fuerte acento que oyó a su espalda.

—No sabía que la abuela estaba ojo avizor para que se cumpla el toque de queda.

Ren, que era unos cinco centímetros más alto que él, tenía el cabello largo y negro, y lo llevaba trenzado a la espalda. Su imagen intimidaba a cualquiera, aunque no luciera su habitual expresión cabreada. Al menos a aquellos que se dejaban intimidar.

Definitivamente Jess no entraba en esa categoría.

El único toque de color que adornaba el cuerpo de Ren era el que proporcionaba el collar de hueso y turquesa que lucía en honor a su herencia amerindia. El resto de su persona estaba cubierto de negro. En una ocasión, Jess le había preguntado a qué tribu pertenecía, pero Ren se había negado a contestar. Como a él le daba igual, no lo había vuelto a hacer, aunque eran amigos desde hacía más de cien años.

Jess se frotó la mejilla, oscurecida por la barba, y deseó haber apurado más el afeitado.

—Creía que esta noche íbamos a charlar con Chocolate.

Ren meneó la cabeza.

—Choo Co La Tah.

—Pues lo que he dicho.

Ren puso cara de sufrimiento. Muy convincente.

—Para haber aprendido el cherokee de pequeño, no entiendo por qué no pronuncias bien las palabras.

—Que sí, que sí, lo que tú digas. Pero ¿es realmente importante en el universo?

—Lo es si alguna vez hablas con él. Créeme, a él le importará muy poco que tengas sangre cherokee.

Sí, ese era el problema de los inmortales. Muchos de ellos no eran muy agradables, por así decirlo. Y casi todos eran unos intolerantes. Y en cuanto a Choo Co La Tah, Jess lo conocía más que de sobra, aunque se trataba de uno de esos temas de los que jamás hablaba.

—Pues me limitaré a llamarlo Ser Supremo.

Ren soltó una carcajada.

—Buena elección.

Jess decidió cambiar de tema y hablar de algo que lo había preocupado hacía unos minutos.

—Bueno, ¿me has sobrevolado mientras entraba en la ciudad?

—¿Me has visto?

Jess se encogió de hombros con gesto indiferente.

—Por si no lo sabes, percibo todo lo que me rodea.

Era una capacidad que tenía desde el día en que había nacido, y que no formaba parte de los poderes psíquicos que le había concedido Artemisa. Nadie había podido acercarse a él sin ser detectado.

Apuntarlo por la espalda y dispararle era otro asunto. Solo alguien con quien mantenía una relación tan estrecha como con Bart podría haberlo matado de esa manera. Si Bart hubiera sido un desconocido, no lo habría logrado.

—Y yo que creía que era invisible…

Jess resopló.

—¿Con el chillido de nenaza que has soltado? ¿Se te ha metido un bicho en la boca o qué?

Ren resopló.

—Menos mal que me caes bien.

—Menos mal, sí, porque te he visto lanzar cuchillos y es para quedarse con la boca abierta. Ahora, si no te importa…

Jess se apartó de él. Si permanecían mucho tiempo juntos, se debilitarían. Era el recurso que tenían los dioses para evitar que los Cazadores Oscuros se unieran y dominaran a los humanos.

—Espera.

Jess se detuvo.

—Choo Co La Tah quería advertirme de que algo antinatural viene desde el oeste.

El punto cardinal de donde procedía la muerte para los cherokee. Claro que Jess no sabía si la tribu de Ren compartía las mismas creencias que la de su madre.

—Sí, vale. Estaré atento por si viene algún daimon calle arriba.

—Va en serio, Jess. Nos estamos acercando al Tiempo del Destiempo, cuando todo empieza de cero. Tú mejor que nadie deberías saber lo que sucede cuando las cosas pierden el orden.

Sí, lo sabía. Los mayas no eran la única civilización precolombina con calendarios. Muchas tribus indias tenían ciclos similares, incluidos los cherokee.

—El año 2012 todavía no ha llegado.

—No, pero el regreso del Señor del Bien se ha acelerado por lo que sea que se acerca. Ten cuidado esta noche.

Jess empezaba a impacientarse con tanta advertencia.

—Andy me ha dicho lo mismo hace un rato.

—Dos advertencias. En una noche.

Había llegado el momento de prestar atención. Lo entendía. Lástima que no hubiera recibido esas mismas advertencias antes de que lo cosieran a balazos cuando era humano. Entonces sí le habrían resultado útiles, y no en ese momento cuando era inmortal y casi invulnerable. Claro que la vida era un máster en cosas que llegaban demasiado tarde.

—Muy bien. Estaré atento.

Ren inclinó la cabeza.

—Bien, porque eres el único motivo de que haya venido y detestaría pensar que hice la mudanza en balde. —Fue Ren quien pidió que lo trasladaran a Las Vegas, cosa que había hecho unas semanas antes—. No me hagas viajar al plano astral para rebanarte el pescuezo.

Jess resopló al escuchar la amenaza y replicó:

—Qué quieres que te diga, morir me fastidiaría el día. Ya he pasado por eso y, ahora que lo pienso, a Artemisa se le olvidó darme una camiseta de recuerdo.

Ren puso los ojos en blanco.

—Lo tuyo es muy grave.

—Y nos falta un Cazador Oscuro, así que mejor nos ponemos a patrullar antes de que los daimons empiecen a alimentarse.

Ren agitó la mano delante de él y lo bendijo en su lengua materna.

Jess no lo entendió, pero agradeció el gesto.

—Lo mismo te digo, di-na-da-nv-tli.

Tras decir eso, echó a andar por el infame strip, la avenida principal de los casinos, abarrotado de turistas inocentes a la espera de convertirse en un Happy Meal para un daimon.

Jess caminó despacio mientras utilizaba todos sus sentidos, a la caza y captura de cualquier depredador sobrenatural que anduviera cerca. Se percibía una sensación extraña en la ciudad que lo llevó a preguntarse por las bajas de Cazadores Oscuros en la zona.

El propietario del Casino Ishtar, Sin, no contaba. Sin se había enamorado de una de las doncellas de Artemisa y lo habían liberado del servicio. De modo que era una baja que lo alegraba.

Lionel, Renée y Pavel habían muerto en los últimos meses. Supuestamente por una racha de mala suerte. Lionel y Renée murieron al no llegar a casa antes del amanecer. Pavel había muerto decapitado en un desgraciado accidente automovilístico. Al menos, esa era la versión oficial.

Tras las advertencias de Andy y de Ren, se preguntaba hasta qué punto era cierta.

Habían trasladado a dos Cazadores Oscuros a Las Vegas para reemplazar a los muertos en acción. Sira, conocida como Yukon Jane, y Rogue, un inglés de comportamiento desquiciado que no encajaba en absoluto con su impecable acento. A ese chico le falta un tornillo.

Se preguntó a quién habrían trasladado para reemplazar a Lionel.

«Supongo que ya lo averiguaré», pensó.

Una rubia muy guapa pasó junto a él y le echó una mirada que le llamó la atención y desvió sus pensamientos. Silbó al ver el contoneo de sus caderas. Siempre le habían gustado las mujeres que sabían lo que hacían y, en concreto, las que sabían lo que hacer con un hombre coladito por ellas.

La rubia le sonrió por encima del hombro.

«Tienes trabajo, muchacho.»

Sí, pero ella estaba para comérsela.

«Trabajo, Jess. Si Andy tiene razón, hay una asesina suelta y tú tienes que encontrarla y pararle los pies.»

Gruñó, frustrado por no poder seguir a la rubia. En Reno, sería factible. Allí…

Demasiados daimons.

Otro motivo más para matarlos.

Con un suspiro, cruzó Spring Mountain Road y se dirigió rumbo al norte por Vegas Boulevard. Acababa de pasar por la puerta de Neiman Marcus en el centro comercial Fashion Show Mall y se acercaba a The Cloud cuando sintió el ya conocido escalofrío en la columna. Una sensación inconfundible.

Había daimons cerca.

Pero ¿dónde? Se veía a gente por todas partes. Costaba localizar a un daimon entre semejante multitud. Por no mencionar que, pese a las gafas de sol, las brillantes luces le molestaban muchísimo en los ojos, más sensibles por ser un Cazador Oscuro. Dado que Artemisa los había creado muchísimo antes de que se inventaran las bombillas, les había proporcionado una visión nocturna increíble que detestaba cualquier cosa brillante. Y dolía mucho.

Cerró los ojos y usó sus otros sentidos. Al principio, se sintió abrumado por todo cuanto oía. Pero al cabo de unos segundos se adaptó hasta localizar lo que estaba buscando.

Los daimons se encontraban en el aparcamiento subterráneo que tenía a la izquierda.

Se encaminó hacia allí, con mucho cuidado de mantenerse fuera del alcance de las cámaras de seguridad utilizadas por la policía. Esa era la especialidad de Rogue, ya que había llegado directo desde Inglaterra, donde había más cámaras que en el almacén de una enorme tienda de electrodomésticos.

Entró en el aparcamiento, lleno de coches pero sin un alma a la vista. Al principio, no oyó nada, pero después…

A su derecha.

Sacó los cuchillos, pero los escondió bajo las mangas de la gabardina por si se tropezaba con alguien que no comprendería qué hacía un hombre alto y de cabello oscuro, con gafas de sol y demasiada ropa, armado hasta los dientes… o más bien hasta los colmillos.

«Es cierto, agente, intentaba proteger a la Humanidad al matar a unos seres que se alimentan de almas humanas para vivir más allá de los veintisiete años a los que están condenados.»

La verdad, no entendía por qué nadie se lo tragaba. Menudos eran los jueces de los tribunales modernos…

Se detuvo de golpe cuando se topó con algo más espeluznante de lo que había esperado.

Había cuatro daimons en el suelo, dándose un festín con algún tipo de demonio. A primera vista, este parecía humano. Pero era imposible pasar por alto el extraño color de piel, diferente al normal, y el olor que desprendía.

Ese cuerpo no era humano.

Uno de los daimons lo miró como si hubiera presentido que estaba allí.

—Cazador Oscuro —gruñó.

En ese momento y en circunstancias normales, los daimons salían corriendo tras pronunciar esas palabras. Ese había sido el procedimiento habitual durante los últimos ciento treinta y nueve años.

Sin embargo, esos no salieron corriendo.

Bueno, aquello no era del todo cierto. Porque sí corrieron, pero hacia él. La última vez que eso sucedió, estaba en Fairbanks, Alaska, con Sira y otros dos Cazadores Oscuros. No le había ido demasiado bien. Y a los Cazadores Oscuros que murieron les había ido peor.

Jess interceptó al primero. Lo apartó de una patada y le clavó el puñal en el corazón.

El daimon no explotó.

De hecho, solo consiguió cabrearlo.

«Joder, un momento…»

—¿Qué co…?

Se interrumpió porque el daimon lo cogió y lo estampó contra la pared de hormigón más alejada. El dolor lo invadió por completo. Hacía ya bastante tiempo que no experimentaba un dolor semejante. Le recordó momentos muy tristes.

Aun así, no era de los que ponían la otra mejilla para que se la partieran. De eso nada. Tras ponerse en pie, se quitó la gabardina con agilidad y echó a correr hacia su enemigo.

—¡No dejes que te muerdan!

Jess desvió la vista hacia Sin, que se había unido a la lucha. El sumerio le sacaba casi una cabeza y tenía el cabello muy corto. Iba vestido de negro como Ren, aunque todos acostumbraban a hacerlo porque ayudaba a ocultar las manchas de sangre que acumulaban durante las peleas y, la verdad, era más fácil parecer un tío duro vestido de negro que de rosa fucsia… Sin le lanzó un arma nueva que se parecía a una cimitarra pequeña.

Jess la cogió justo cuando el daimon se percataba de lo que estaba pasando. Al ver el arma, el daimon puso los ojos como platos. Eso sí que le gustaba.

Que le mostraran respeto.

Bueno, más bien era miedo, pero también le servía.

Sin tiró de espaldas al suelo al daimon que tenía más cerca y con un solo movimiento lo decapitó. Miró a Jess a los ojos.

—Ya sabes cómo matarlos.

Y tanto que lo sabía.

—Pero no dejes que se escape ni uno solo, Jess.

Se dispuso a obedecerlo al instante. Por supuesto, tuvo que correr un poco, escapar de una inminente decapitación por culpa de una lámpara del aparcamiento que estaba demasiado baja, aguantar un par de costillas fracturadas porque los daimons sabían dónde asestar las patadas y realizar más malabarismos de los que un hombre de su edad debería poder hacer, pero al fin atrapó al último y se aseguró de que el daimon no eliminaba más vidas humanas.

Sudoroso y jadeante, se quedó de pie al lado del esperpéntico cadáver y lo miró con el ceño fruncido.

Sin sonrió al acercarse.

—Reconozco que ha sido impresionante. Corres como una liebre. Qué pena que nacieras antes de que se inventara el fútbol americano. Amigo mío, tú habrías llegado a profesional. —Lo miró de arriba abajo—. No te han mordido, ¿verdad?

—A menos que sea una mujer con ganas de montárselo conmigo, no me muerde nadie, y mucho menos sin invitación previa. —Señaló el cadáver con un gesto de la cabeza—. ¿Te importaría decirme por qué sigue aquí?

Si había algo seguro acerca de los daimons era que se limpiaban ellos solitos. Si se mataba a uno, explotaba y se convertía en una nube de polvo. No yacían en el suelo en medio de un charco de sangre, con un aspecto tan asqueroso.

Sin dio una patada al cadáver.

—Supongo que todavía no han llegado a Reno.

—¿Quiénes?

—Los daimons que pueden moverse de día.

Joder, eso no…

No, eso no era nada bueno.

—¿Podrías repetírmelo?

—Tuvimos un problemilla hace un par de años. Hubo una plaga de demonios gallu que se alimentaban de los turistas. Supongo que no sabrás qué es un gallu, ¿verdad?

—Soy un pistolero, tío, no un especialista en demonios.

Sin se alejó de él para poder quemar el cadáver.

—Bonita estructura ósea. No habría desentonado nada en Star Trek. —Señaló el cadáver en llamas con la barbilla—. Los gallu son la aportación de mi panteón a la pesadilla. Son crueles y amorales, les da igual a quién matan y son prácticamente indestructibles.

—Qué bien.

—No tienes ni idea. Logré contenerlos aquí durante un tiempo. Por desgracia, escaparon.

Cómo no, era justo lo que Jess se temía. Lo suyo era ir de mal en peor. A esas alturas debería saber que la normalidad no existía.

—¿Y cuántos andan sueltos por aquí?

—No lo has entendido, Cazador. Ya no están aquí y se están extendiendo muy deprisa. A diferencia de los daimons, basta con un mordisco para que te conviertas en su esclavo. Pueden reproducirse. Pero por si eso no bastara, los daimons se dieron cuenta de que pueden alimentarse de los gallu.

Jess meneó la cabeza.

—¿Por qué me da en la nariz que el asunto me va a cabrear?

—Porque lo hará. Cuando un daimon se alimenta de un gallu, se vuelve inmortal y absorbe la esencia y los poderes del demonio. Como ya te he dicho, puede salir de día y la única manera de matarlo es decapitarlo y quemar su cuerpo.

—Y si esos daimons me muerden aunque sea una sola vez, me convierto en su esclavo, ¿no?

—Exactamente.

Jess soltó un taco.

—¿Y a quién se le ocurrió la grandiosa idea?

Sin levantó una mano.

—No me tires de la lengua. Hay imbéciles en todos los panteones. A veces creo que los sumerios tenían unos cuantos, pero ojalá la estupidez sea congénita y no se desarrolle con la edad. De lo contrario, lo llevo crudo. —Aceleró la incineración del cadáver—. Pero volvamos al tema que nos ocupa. De momento hemos podido contener la epidemia.

Era una forma de verlo, supuso él.

Aun así…

—Sabes que habría sido de gran ayuda que nos lo hubieses contado antes de que nos cruzáramos con ellos, ¿verdad? Si no hubieras aparecido, me habría liado a apuñalarlos en el corazón una y otra vez sin que sirviera de nada. Podría haberme convertido en aperitivo de un daimon gallu. No mola nada, Sin.

—Tío, que yo me he enterado hace un rato e iba a contártelo.

—¿Cuándo? ¿Después de que me hubiera mordido para convertirme en un Cazador Oscuro zombie al servicio de los gallu?

Menudo argumento para una película de terror… El problema era que no quería ser el protagonista.

Sin lo miró, furioso.

—Saliste del casino antes de que pudiera bajar para contártelo.

—Mis poderes psíquicos no llegan a tanto, amigo mío. ¿Cómo iba a saber que querías hablar conmigo?

Sin frunció el ceño.

—¿No te dijo el aparcacoches que esperases?

—No.

En esa ocasión fue Sin quien soltó un taco.

Saltaba a la vista que el apolita no era tan fiable como pretendía ser.

Jess chasqueó la lengua.

—Eso es lo que te pasa por vivir con tus enemigos, colega. Acuérdate de que no les tiembla el pulso a la hora de apuñalarte por la espalda.

—A los amigos tampoco.

Jess hizo una mueca por el comentario.

—Sin, eso ha sido un golpe bajo, tío. Aunque es cierto —admitió—, pero sigue siendo un golpe bajo.

—En fin, intenté llamar tu atención en la calle. Por eso te seguí hasta aquí. Quería hablarte de ellos antes de que lucharas con uno.

Sus palabras lo sorprendieron.

—¿Me estabas siguiendo?

¿Y no se había dado cuenta?

Imposible.

—Sí.

Jess frunció el ceño.

—¿Y por qué no he presentido tu presencia?

—A lo mejor te distrajo la rubia.

Las cosas no funcionaban así. Ni una sola vez le había pasado inadvertido que alguien lo siguiera. A menos que…

—¿Qué eres?

—¿Cómo dices?

Jess lo miró de arriba abajo en un intento por encontrar algo que confirmara sus sospechas.

—No puedes ser humano y sé que no eres un daimon ni un apolita. —Los daimons, a menos que se pasaran al tinte, eran rubios y de tez mucho más clara que la de Sin—. Ya no eres un Cazador Oscuro, así que…

Sin lo miró con una media sonrisa.

—Tienes razón, no lo soy.

—¿Y qué eres? ¿Un dios?

La sonrisa de Sin se ensanchó.

—Recuerda, Ray, cuando alguien te pregunte si eres un dios, la respuesta correcta es sí.

Jess resopló.

—Vi Los cazafantasmas y creo que el diálogo no era así.

—Pero viene a decir lo mismo.

Lo que significaba que Sin no iba a contestar la pregunta. Muy bien. No insistiría. Él también prefería mantener ciertas cosas en la intimidad.

—¿Se lo has contado a Ren? —le preguntó.

—Sí, me he cruzado con él cuando bajaba al aparcamiento, antes de seguirte a ti.

Menos mal. Jess observó la mancha calcinada del suelo; lo único que quedaba de los daimons. A continuación, miró a Sin a los ojos.

—Agradezco la ayuda. Pero tengo otra pregunta. Dado que yo no puedo lanzar fuego con las manos como tú acabas de hacer, ¿cómo me libro de estos daimons una vez que los haya matado?

—Todavía no hemos encontrado una solución. Pero si te cargas a uno, llámame para que mande un equipo de limpieza.

Jess meneó la cabeza.

—Joder, en Las Vegas hay de todo, sí, señor.

Sin se echó a reír.

—No lo sabes tú bien.

Cierto, pero Jess comenzaba a hacerse una idea aproximada.

—Dado que tienes a tantos enemigos trabajando en tu casino… ¿te han llegado rumores de una humana que trabaja con los daimons para matar a Cazadores Oscuros?

El sumerio abrió los ojos de par en par.

—¿Cómo dices?

Eso contestaba la pregunta.

—Mi escudero se enteró por los Oráculos. Me estaba preguntado si han malinterpretado la información que recibieron de los Poderes Fácticos. Pero no dejo de pensar que si existiera semejante monstruo, Aquerón ya nos habría llamado para alertarnos.

Aquerón era su líder oficioso, los protegía y, además, poseía unos poderes que desafiaban la razón y el intelecto.

—Los poderes de Ash no funcionan exactamente así.

—¿Qué quieres decir?

—Imagínatelos como una manguera abierta a tope —contestó Sin—. El agua sale con tanta presión que cuesta controlarla. Ash bloquea sus poderes a menos que necesite algo, de lo contrario se vería abrumado.

Jess no sabía si creer al sumerio. Aquerón era una contradicción andante que nunca hablaba de sí mismo con nadie. No se lo imaginaba manteniendo una conversación íntima con Sin, mucho menos explicándole cómo funcionaban sus poderes.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Me he casado con una doncella de Artemisa, ¿recuerdas? Ella sabe mucho sobre Ash.

Eso sí lo creía. Tenía que ser difícil para Aquerón ocultarle secretos a la diosa a la que todos servían. Sin tenía razón. Si alguien conocía algunos de esos secretos, seguramente era su mujer.

—Así que a menos que Ash esté concentrado en esta zona —continuó Sin con la explicación—, no puede saber lo que pasa. ¿Quieres que lo llame para contárselo?

—No, ya lo llamo yo después.

A Jess no le gustaba conseguir información por otras fuentes. Cabía la posibilidad de que el informante se olvidara de algo o lo malinterpretara. Prefería recibir la información de primera mano.

Sin asintió con la cabeza.

—En fin, no te entretengo más. Sé que tienes mucho trabajo y yo tengo que dirigir un casino y ocuparme de una mujer y de un bebé.

Jess le envidiaba esa última parte. Mucho. Sin embargo, no le deseaba mal alguno a Sin por tener buena suerte. Le gustaba saber que la vida era justa con algunas personas, y como Sin había sido Cazador Oscuro, sabía que había tenido que sufrir mucho en su vida anterior. Le gustaba ver a alguien feliz, aunque no fuera él.

—Saluda a tu señora de mi parte.

—Lo haré.

Jess recogió la gabardina del suelo mientras Sin se marchaba. Miró las marcas que quedaban allí donde el sumerio había calcinado los cadáveres y soltó un suspiro cansado.

Nuevas reglas. Nuevo escenario. Los dioses debían de haberse aburrido de ellos. Se imaginó que esos nuevos daimons se extendían por el mundo como en una mala película de ciencia ficción. Joder, incluso se imaginaba el mapa con la imagen superpuesta de una horda roja que avanzaba como una pandemia.

Y en algún lugar una humana hacía las veces de vigilante.

Sí, era el mejor momento para estar en Las Vegas. Se alegraba muchísimo de que Aquerón lo hubiera trasladado a él… dicho con todo el sarcasmo del mundo.

Se puso la gabardina y salió a la calle para continuar la patrulla en solitario. Mientras caminaba entre los turistas, intentó imaginarse qué se sentiría siendo uno de ellos, una persona inocente que vivía ajena a todo lo sobrenatural que la rodeaba. Una parte de él había olvidado lo que era ser humano.

Otra parte se preguntaba si alguna vez había sido humano de verdad. Sus enemigos y sus víctimas desde luego lo negarían, pues Jess había actuado de forma brutal y despiadada.

Hasta que apareció Matilda.

—Joder, otra vez me he puesto sentimental.

Seguro que era por la falta de caballos. Montar siempre hacía que se sintiese mejor, y llevaba mucho tiempo alejado de sus animales.

Muy pronto llegarían a la ciudad y él volvería a la normalidad. Al menos, volvería a ser todo lo normal que cabía esperar en un ser inmortal.

Pasaron las horas mientras él seguía buscando sin encontrar objetivos. El hecho de que la vida nocturna de Las Vegas no decayera lo dejó boquiabierto. Cierto que había menos gente, pero…

Seguía siendo un mundo distinto de lo que conocía en Reno.

El móvil que llevaba en el bolsillo vibró, haciéndole saber que era hora de regresar a casa para llegar antes del amanecer. En ese aspecto, no le gustaba tentar a la suerte. Nadie quería estallar en llamas por combustión espontánea, mucho menos rodeado de gente. Y la idea de convertirse en antorcha humana no le gustaba ni un pelo.

Se dirigió al casino de Sin para recoger su moto.

No había andado mucho cuando se produjo un destello al otro lado de la calle que le llamó la atención.

Dos daimons arrastraban a una mujer hacia una alcantarilla. Se quedó sin aliento. Bajo la ciudad había un sistema de alcantarillado de más de setecientos kilómetros de extensión, un auténtico laberinto. A los daimons no les costaría despistarlo allí abajo.

Cruzó la calle a la carrera con la esperanza de alcanzarlos antes de que mataran a su víctima o de que desaparecieran.

En cuanto bajó por la alcantarilla, suspiró aliviado por la maravillosa oscuridad.

Se quitó las gafas de sol y se las guardó en un bolsillo antes de echar a andar por el apestoso túnel, en el que habría un par de centímetros de agua. Hizo una mueca al ver la basura en descomposición y otras cosas en las que no quería pensar. Muchos vagabundos consideraban las alcantarillas su hogar. Algunos de ellos eran tan peligrosos para los humanos como los daimons a los que perseguía.

—¡Por favor, soltadme! ¡Por favor! ¡Por favor, no me hagáis daño!

Siguió los gritos aterrados de la mujer y no tardó mucho en encontrarlos.

Pero no se topó con lo que esperaba.

Se topó con una trampa, y había caído en ella como un pardillo.