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—Alguien está matando a los Cazadores Oscuros.

Jess Brady frunció el ceño al oír que su escudero, Andy, entraba en tromba en la inmensa cocina, jadeando y resoplando. Llevaba el cabello oscuro de punta, como si se lo hubiera estado mesando… Algo que solía hacer cuando se encontraba muy estresado.

Bastante más relajado, sobre todo porque acababa de levantarse, Jess sopló sobre su humeante taza de café.

—Tranquilízate, chaval. Necesito mi dosis de cafeína.

Madrugar no era lo suyo, aunque, en su caso, «madrugar» equivalía a levantarse a primera hora de la tarde.

Andy estaba tan nervioso como un potrillo que acabara de ver una serpiente de cascabel. ¿Alguna vez había estado él tan nervioso por algo?, se preguntó Jess.

La respuesta fue como un mazazo en el pecho y no alivió en absoluto su mal humor.

Se apresuró a desterrar esos recuerdos y se concentró en el muchacho, al que conocía desde el día en que nació.

Aunque a esas alturas Andy se acercaba a los treinta años, seguía siendo tan nervioso como cuando era un niño. En ese tipo de circunstancias, Jess echaba mucho de menos la serenidad del padre de Andy, a quien nada alteraba.

Ni aunque aterrizara sobre un nido de escorpiones.

—Sundown… no lo entiendes. Es que…

Jess levantó la mano e interrumpió a Andy en mitad de la frase.

—Ya lo he pillado. Por si no lo has notado, los Cazadores Oscuros tenemos casi tantos depredadores como los humanos. Es normal que quieran matarnos. A ver, ¿por qué estás tan nervioso? Pareces un cura a punto de meterse en un puticlub.

—Estoy intentando explicártelo. —Andy señaló la puerta como si esperara que entrase el hombre del saco en cualquier momento—. Hay una humana matando a Cazadores Oscuros, y debemos detenerla.

Jess bebió un sorbo de café antes de hablar. Sí, señor, ya se sentía mucho mejor. Un poco más y volvería a ser tan humano como podía serlo un muerto…

—Qué maleducada, ¿no crees?

Su comentario irritó aún más a Andy.

—Me parece que no entiendes lo que trato de decirte.

Jess se rascó el mentón, áspero por la barba.

—Mi madre no crió hijos tontos. He escuchado lo que has dicho. Hay un grupo de Buffys que nos han tomado por los malos. No es la primera vez que me veo en una de estas, chaval. Antes de que tu abuelo naciera, los llamábamos Van Helsings. Debemos agradecérselo a Hollywood y a Bram Stoker. Aunque en aquellos días tampoco era agradable ser un inmortal; por su culpa las cosas empeoraron ya que la Humanidad empezó a sospechar de nuestra existencia. Y ahora nos persiguen los humanos con ansia de inmortalidad y nos suplican que les mordamos y los convirtamos. ¿Te he contado lo que nos pasó aquella vez que…?

—Sundown —lo interrumpió Andy de mala manera—, te…

—Cuidadito con el tono de voz, chaval. Recuerda que me ganaba la vida matando gente, y todavía no estoy lo bastante espabilado para practicar la tolerancia. Frénate un poco antes de que se me olvide que me caes bien.

Andy soltó un largo suspiro.

—Vale. Pero antes dime una cosa.

«¡Joder!», pensó Jess. ¿Cuándo se había convertido Andy en Enigma? Debería haberle prohibido ver las reposiciones de Batman cuando era pequeño.

—¿La gente que os perseguía en el pasado iba acompañada por un séquito de daimons?

Esa pregunta logró interesarlo. No resultaba extraño que de vez en cuando los daimons usaran a los humanos como sirvientes o instrumentos, pero no era normal que se dejaran liderar por uno.

Jess dejó la taza de café sobre la encimera de acero inoxidable.

—¿Cómo dices?

—Lo que oyes. La humana de la que te hablo viaja con un grupo de daimons y se dedican a matar a todo Cazador Oscuro que encuentran. Aquí ya se ha cargado a tres y en Oklahoma y Arizona, a cuatro.

Jess se tomó un minuto para asimilar toda la información.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Me lo dijo Tawny, que se enteró por su madre.

Para cualquier humano normal, eso sería muy raro; pero Tawny, al igual que Andy, procedía de una familia de escuderos. Varios miles de años antes se había organizado una red de escuderos con el fin de crear una fachada de normalidad durante el día para los Cazadores Oscuros, mientras estos dormían. Los escuderos los ayudaban a hacerse pasar por humanos y, lo más importante, ocultaban su existencia y se ocupaban de sus necesidades diarias para que ellos pudieran concentrarse en el trabajo: matar a daimons y liberar las almas humanas que estos habían robado antes de que dichas almas murieran y se perdieran para siempre.

Y lo mejor de todo: algunos escuderos eran Oráculos capaces de comunicarse directamente con los dioses y conseguir información que los Cazadores Oscuros utilizaban para perseguir y matar a los daimons.

La madre de Tawny era un Oráculo.

La parte difícil consistía en descifrar lo que los dioses decían.

Jess se apoyó sobre la encimera y se cruzó de brazos.

—Repíteme exactamente lo que ha dicho su madre.

—Dice que hay un viento maligno que se dirige hacia aquí y que debes cuidarte las espaldas. Lionel no llegó a casa antes del amanecer; lo asesinaron, y su asesina, una humana que lidera un grupo de daimons, va a por más.

Lionel era otro Cazador Oscuro destinado en Las Vegas. Había muerto tres noches antes, porque no logró ponerse a cubierto antes de que saliera el sol. Al menos eso les habían dicho. La inmortalidad tenía un precio, y aunque había pocas cosas que pudieran provocarles la muerte, aquellas que lo conseguían eran crueles y dolorosas.

Jess se frotó la frente con el pulgar.

—¿Y así de claro lo han dicho los dioses?

—Bueno… —Andy titubeó antes de continuar—. No exactamente. Ya sabes cómo son.

Sí, siempre hablaban con acertijos muy enrevesados.

—Entonces ¿qué es lo que han dicho?

—Han tardado días en descifrarlo, pero Tawny me ha jurado que eso es lo que querían decir y que tienes que guardarte las espaldas.

Eso llevaba haciendo desde el día que Artemisa lo había resucitado. Bart le había enseñado que debía mantenerse alerta para protegerse de todo y de todos. Y no pensaba interpretar otra vez el papel de víctima.

—Andy…

—¡No empieces! Yo la creo. Es de los mejores Oráculos que tenemos.

En eso tenía razón. Pero…

—Todos cometemos errores —replicó Jess, consciente de que él había cometido muchísimos.

Vio el tic nervioso que había aparecido en el mentón de su escudero. Era obvio que Andy tenía ganas de estrangularlo, pero este sabía que ni siquiera debía intentarlo.

—Vale —claudicó Andy al final—. Como quieras. Van detrás de ti, así que a mí me da igual. Hay muchos otros Cazadores Oscuros para los que trabajar. Seguro que son mucho menos insoportables que tú. —Con eso zanjó el tema y pasó a otro totalmente distinto—: He reparado tu rastreador y tu teléfono —dijo, devolviéndole el iPhone—. Intenta no mojarlos esta noche.

—Yo no tengo la culpa de que el daimon al que perseguía decidiera atravesar una fuente.

Lo más irritante de vivir en Las Vegas eran las monstruosas fuentes que había por todas partes. Por algún extraño motivo, los daimons parecían creer que los Cazadores Oscuros eran alérgicos al agua. O tal vez era su forma de cabrearlos antes de que los mataran.

Andy pasó de su comentario.

—Mi madre te ha enviado galletas de avena. Están en ese tarro, al lado del fregadero —dijo señalando el tarro con forma de carreta que tan fuera de lugar parecía en una cocina industrial, donde se podría cocinar para un ejército.

La idea de comerse unas galletas lo animó muchísimo. Las de Cecilia eran las mejores del mundo. Ese era uno de los motivos por los que echaba tanto de menos al padre de Andy: Cecilia siempre tenía una bandeja de galletas en el horno cuando este subía en busca de su café.

Andy siguió con su informe:

—He recogido la colada. Está todo colocado en el armario del pasillo. He llamado a la empresa y me han asegurado que la semana que viene enviarán los caballos desde tu rancho, así que ya puedes dejar de hacer pucheros cada vez que pasas junto a las sillas de montar.

«¡Vaya!», pensó Jess. No se había dado cuenta de eso. Tendría que ser cuidadoso con sus expresiones faciales. Le repateaba ser tan obvio.

Su escudero señaló hacia la puerta.

—Las botas que pediste están sobre la mesa del recibidor, guardadas en su caja. Kell te ha mandado los cuchillos para que repongas los que rompiste la otra noche. No he sido capaz de enderezar el sombrero negro, así que he encargado uno nuevo. El depósito de tu moto está a tope y tienes permiso para aparcar en el casino de Sin mientras patrullas. Ha ordenado a su personal que aparque la moto en la zona principal, para que puedas cogerla cuando quieras volver a casa. En caso de que te quedes atrapado en la ciudad y no puedas regresar a casa antes de que amanezca, podrás refugiarte en una de sus habitaciones. El conserje tiene una llave con tu nombre. ¿Necesitas algo más?

Eso era lo mejor de Andy. Al igual que su padre, era tan eficiente como el secretario del diablo.

—Pues no. No se me ocurre nada.

—Vale. Llámame al móvil si necesitas algo. —Siempre decía lo mismo.

Jess fue en busca de las galletas.

—Buenas noches —le dijo a su escudero.

Andy asintió con la cabeza y se dirigió hacia la puerta. Antes de llegar se detuvo, como si quisiera añadir algo más. Sin embargo, cambió de opinión y salió en dirección a su apartamento, situado sobre el garaje. Sin venir a cuento, Jess rememoró una imagen de Andy cuando era pequeño, persiguiendo a su padre. Recordaba perfectamente sus mofletes regordetes, sus enormes ojos y su carita pecosa. Recordaba su voz cuando le preguntaba si iba a enseñarle a montar a caballo y también el día que tuvo que levantarlo del suelo después de que el poni que le había regalado lo tirase de la silla. El muy granuja se enderezó, se sacudió el polvo y volvió a subirse a la silla sin protestar.

Ese granuja se había convertido en un hombre a quien la gente le echaba más edad que a él.

Eso era lo peor de ser inmortal: ver a los seres queridos crecer, envejecer y morir mientras que él no cambiaba. Al igual que sucedía con Andy, también había visto nacer a su padre, a Ed. Los Taylor eran sus escuderos desde el comienzo de su vida como Cazador Oscuro.

De todas formas, había levantado un muro entre ellos. Jamás les había permitido acercarse demasiado a él. Al menos, no hasta que llegó Andy. No sabía por qué, pero ese sinvergüenza había derribado todas sus defensas. En muchos sentidos, el muchacho era como un hijo para él.

Y en toda su larga vida solo había existido una persona por la que había sentido lo mismo.

Dio un respingo al pensar en otro recuerdo que le habría encantado poder arrancar de su memoria.

Asaltado por los remordimientos y la pena, Jess se sacó el reloj del bolsillo para mirar la hora. Nada más abrirlo, se detuvo a contemplar la cara de Matilda en la antigua foto de color sepia que llevaba en el reloj desde el día en que renació. Pese a los años transcurridos, su pérdida todavía le resultaba dolorosa.

Eso era lo único que había aborrecido tras su renacimiento como Cazador Oscuro: saber que estaba viva y no poder verla. Los Cazadores Oscuros no podían crear una familia y les estaba prohibido mantener el contacto con cualquier persona vinculada a su pasado. Ambas cosas formaban parte del juramento que hacían a Artemisa cuando esta los creaba.

Sin embargo, había velado por Matilda mientras esta vivió y se había asegurado de que jamás le faltara de nada. Al final se había casado y había tenido seis hijos.

Había seguido su vida sin él.

Matilda nunca supo quién había sido el benefactor que la había ayudado durante toda su vida. Los escuderos le dijeron que el dinero procedía de un fideicomiso establecido por un tío lejano que había fallecido y se lo había dejado en herencia. Matilda jamás supo que ese dinero procedía del pacto que él había hecho con una diosa para cobrarse una deuda que ni con toda la violencia del mundo podría saldarse.

A veces la muerte no bastaba.

Jess cerró el reloj con un nudo en la garganta. Era inútil pensar en lo que podría haber sido. Había hecho lo que tenía que hacer. De todas formas, seguro que Matilda había estado mejor sin él. Su pasado los habría afectado tarde o temprano y el resultado habría sido el mismo.

Al menos esa era la mentira que se repetía para hacerlo más soportable. Pero en el fondo sabía la verdad: nadie la habría querido tanto como él.

Porque aún la quería.

—Te echo de menos, Tilly.

Siempre lo haría. Nadie lograría que él se sintiera como se había sentido a su lado.

Digno.

Soltó un taco y torció el gesto por el rumbo melancólico que habían tomado sus pensamientos.

—Parezco una vieja. Ya puestos, podría hacer punto y protestar por las series de la tele, por el precio del combustible y por los conductores desconsiderados.

Sundown Brady no se dedicaba a eso.

Ni hablar. Había llegado la hora de matar y esa noche le apetecía darse un baño de sangre.