Eran las seis de la mañana, apenas había dormido y le dolía la cabeza. Miró hacia la esquina de la habitación, la maleta ya no estaba, finalmente, se había ido. Esta vez la discusión fue de gran calado, tanto, que tenía claro que si hubiese ocurrido unos meses atrás, no volvería. Ahora todo era diferente. Miró al lado de su cama, la cunita blanca en la que se apreciaba el pequeño cuerpo de Víctor. Sacó la mano de entre las cobijas y extendió el brazo para poder tocarle. Su piel era suave y desprendía un aroma inconfundible para ella. Se sentó y estiró los brazos para desperezarse intentando no hacer ningún ruido que despertara al pequeño. Sobre la mesita, una fotografía de ella y Eduardo. Se la habían hecho hacía un año y medio, poco antes de su última ruptura. En los diez años que habían compartido, las interrupciones habían formado parte de su cotidianidad. Los celos, la incomprensión mutua, el pensamiento, tan distinto, que apenas alguna vez podían compartir, eran las bases de su desencuentro. Las de la unión eran vagas y extrañas, una dependencia sexual casi enfermiza y un sentimiento de absoluto hundimiento cuando estaban separados. Estaban de psiquiatra, lo sabían, eran mutuamente destructivos, también lo sabían, pero por más que se esforzasen siempre volvían a lo mismo.
El barco de Eduardo zarpaba hoy hacia Brasil, no se verían en los próximos tres meses y no habían podido despedirse sin reproches, desconfianza y rabia. Todavía retumbaban los gritos en su cabeza. Esther entró en el baño, se quitó el camisón y abrió el grifo de agua caliente de la ducha. Antes de meterse bajo el agua se observó en el espejo. Se acarició el vientre, que después de medio año volvía a verse plano. Víctor había sido un bebé bastante grande que apenas cabía en el receptáculo materno y al nacer le había roto una costilla. Sin embargo, lo que la sorprendía más aún era ¡cuánto lo amaba! Aquel pequeño había hecho algo por ella, la había hecho invencible. Era su madre: la única, la insustituible.
Poco antes de quedar embarazada había empezado a perder el sentido de su propia existencia, nada para ella tenía valor. Eduardo era su Dios y su Demonio, le enseñaba la felicidad más intensa y después la arrastraba por el barro. Cuando supo que estaba preñada preparó su golpe maestro con sumo cuidado y placer, esperó a decírselo hasta aquella noche, justo cuando él cerraba la maleta jurando que jamás volvería: «entonces nunca conocerás a tu hijo». Sonrió en el espejo y volvió a contemplarse. Treinta años son bastantes, sin embargo, no tenía de qué quejarse, la naturaleza había sido bondadosa con ella, era hermosa, bien proporcionada y mantenía aún la frescura de la juventud en su carne. Soltó una carcajada al recordar a Eduardo diciéndole que un día encontraría alguien mejor que ella. ¿Mejor? Es posible, pero ninguna tendría a Víctor, esa era su mejor baza.
Terminó su café y cerró el periódico. Recogió las tazas del fregadero. Era una pila de un solo seno, grande, antigua, de piedra. Toda su cocina tenía un aspecto rústico, incluso los electrodomésticos. La fregó bien y la aclaró, después volvió a poner agua hasta la mitad y comprobó la temperatura con el codo. Estaba perfecta. Sacó el jabón para bebés y la esponja natural del armarito que había junto a la alacena. Ya solo faltaba Víctor, el protagonista de aquella escena diaria que era el baño matinal. El pequeño ronroneaba en su cunita como si adivinase que llegaba ese momento que tan poco le gustaba. A su madre le resultaba chocante que el niño rechazase el baño, «a todos los niños les gusta», le habían dicho siempre. A Víctor, no. No se estaba quieto ni un momento, ni canciones, ni dulces palabras, surtían ningún efecto. Lo colocó sobre la toalla que había puesto encima de la mesa situada en el centro de la cocina, bajo una lámpara de techo. Le quitó la ropita entre carantoñas y dulzuras, y lo cogió en brazos. Lo introdujo con suavidad en el agua templada y comenzó a cantarle, como todos los días.
—Agua para sus manitas, para sus ojos mis ojos, y su corazón, que late con el mío, en uno solo…
Lo sujetaba con el brazo izquierdo mientras con el derecho vertía el jabón en el agua. El bote se le escapó de las manos y cayó dentro de la pica. Todo ocurrió en un segundo, el segundo más largo de su vida. Noto cómo resbalaba, casi pudo ver su cabecita golpeándose contra el borde de piedra. El sonido seco le retumbó en los oídos como si de una serie de golpes se tratase.
Fue uno solo.
Uno.
Pero su sonido rebotó en la cabeza de la madre una y otra vez hasta reventarle el cerebro…