Capítulo XV

Un escarabajo y dos copas de mármol negro

… tu madre Nut se extiende sobre ti para ocultarte de todas las cosas dañinas,

porque ella te ha protegido de todo mal y tú eres el más grande de sus hijos.

Textos de las pirámides

Víctor esperaba en el aeropuerto, había pedido la mañana libre para poder ir a recogerla. Cuando la vio aparecer se sorprendió de su aspecto. Estaba muy morena, pero su rostro evidenciaba el cansancio y también cierto desánimo.

—Bienvenida —‌dijo y después la abrazó.

—Hola, Víctor.

Agradeció aquel abrazo y se dejó achuchar. El viaje en avión, sola, le permitió y casi la obligó a pensar más de la cuenta y llegaba de vuelta a casa con un batiburrillo de sentimientos y decepciones.

—Vamos a buscar las maletas —‌dijo.

—¿Cómo ha ido la aventura?

—No lo sé. Te lo explicaré cuando haya podido descansar. ¿Cómo están todos?

—Bien. Marc quería venir, pero le convencí para que te esperase en casa.

—¿En la mía?

—No, en la nuestra. Ahora te vienes conmigo, comerás con nosotros.

Maite no sabía cómo no resultar antipática y desagradecida.

—Víctor, no te enfades, pero ahora necesito ir a mi casa. Quiero darme un baño y dormir doce horas seguidas. Mañana será un día perfecto para las visitas y os contaré todo más tranquila.

El hombre sonrió y su hermana pensó que tenía la sonrisa más bonita que había visto. Se agarró de su brazo y ese simbólico gesto de apoyo la hizo estremecerse de gusto.

Lo primero que hizo al entrar, después de dejar el equipaje en el suelo, fue comprobar que el escarabajo seguía donde lo había escondido. No era una caja fuerte, pero estaba segura que a nadie le resultaría fácil encontrarlo allí. Lo sostuvo entra las manos y se dijo que quizás estaba sacando las cosas de quicio. Mauricio no iba a ir a su casa y se iba a arriesgar a perder el papiro por conseguir el escarabajo. Se dejó caer en el sofá, derrotada. Aún no había podido ordenar sus ideas, a pesar de no dejar de darles vuelta una y otra vez en su cabeza. Todo por no reconocer que la traición del arqueólogo la había tocado hondo, justo en el centro del corazón, en la línea que separa el aprecio de otra emoción mucho más fuerte. Adrián se había quedado para vigilar de cerca a Rebeca y ceder el descubrimiento de la falsa tumba a las autoridades egipcias. Maite había acompañado al forense y a un grupo de personas que habían llegado la misma mañana de la huida de Mauricio, para levantar acta del hallazgo del cadáver de Sofía. Sintió tristeza por ella en esos momentos, su hijo debería haber estado allí. Movió la cabeza como si las ideas y los pensamientos pudiesen caer con el movimiento del pelo. Era evidente que Lorena había ido todos los días a echar un vistazo porque el piso no tenía ese olor extraño y desagradable de los espacios cerrados. Había un ambiente fresco y agradable a pesar de los días que habían pasado desde que se marchó. Sin recoger aún el equipaje se dirigió al baño y abrió el grifo de la bañera. No era muy amiga de sales y productos de cosmética, pero el agua caliente y el familiar aroma de su gel de baño le devolverían la serenidad que da lo cotidiano. Recostó la cabeza en el borde cerámico y cerró los ojos. Durante todo el viaje de vuelta no había podido dejar de pensar en él. Era una mujer adulta y sabía perfectamente lo que le estaba pasando. Cuando le vio por primera vez en su tienda sintió algo que no había sentido antes, algo primitivo, casi salvaje, una atracción sexual que no necesitaba de ninguna palabra ni expresión para desarrollarse. En aquellos momentos sus problemas eran otros y las percepciones sensoriales se vieron reprimidas. Ahora conocía perfectamente lo que era estar entre sus brazos, el olor de su cuerpo en acción. Cómo acariciaban sus manos, como besaban sus labios y, sobre todo, qué ocurría en ella cuando todo eso se daba a la vez. A pesar de la rabia que le producía el sentirse engañada, a pesar de la humillación, sentía entre sus muslos una sensación mucho más desesperante. Abrió los ojos y observó su cuerpo bajo el agua. Nunca había tenido un cuerpo atlético como estaba de moda, tampoco lo había buscado. Le gustaba mucho nadar y ese deporte no proporciona el aspecto que ahora se exigía a una mujer. Sus formas eran redondeadas, sus pechos no parecían de silicona y eran lo suficientemente grandes como para tener que mantenerlos en forma. Se acarició con suavidad y dejó que sus manos recordasen lo que ella no quería olvidar.

Marc se fue a su habitación con todo el material que Maite le entregó. Le ofreció la posibilidad de leer el documento sobre Akhenatón y Moisés, le entregó varios cedés con fotografías de los trabajos y de la falsa tumba, y le dejó también su libreta de notas. El muchacho se sintió como si hubiese caído en sus manos un preciado tesoro y rápidamente desapareció tras la puerta de su cuarto y no volvieron a verle hasta unas cuantas horas después. Eso permitió a Víctor y María disfrutar del relato de la expedición sin interferencias ni interrupciones.

—¿No podéis denunciarle? —‌Víctor estaba sorprendido.

—No se había catalogado oficialmente lo que encontramos, de modo que en realidad no hay pruebas de que exista ese papiro. Podríamos haberlo inventado. No hay fotografías, ni testigos «fiables».

—¿Vuestra palabra no vale nada?

—En este caso, no.

—¿Qué había en ese papiro? —‌María leía entre las líneas que se dibujaban en la frente de su cuñada que había algo más personal en todo aquello.

—Un texto, del que apenas recuerdo alguna frase, y un plano incompleto del Monte Sinaí.

—¿Y crees que lo que va a encontrar Mauricio Varona es la tumba de Moisés?

—No. —‌Maite sonrió—. Creo que eso es lo que él cree.

—¿Entonces?

—Aún no tengo ninguna respuesta.

—Bueno, a nosotros lo que nos interesa eres tú. Parece que el viaje no te ha sentado muy bien.

—Hemos trabajado mucho y al final no nos ha quedado nada claro.

—¿Qué piensas hacer?

Maite se encogió de hombros.

—Nada. No puedo hacer nada.

—¿No vas a intentar localizar a Varona?

Negó con la cabeza y Víctor comprendió que debía cambiar de tema.

—Tenemos cosas que explicarte —‌dijo—, sobre el otro Víctor.

Maite frunció el ceño, no había pensado en eso desde hacía muchos días. Su hermano se levantó y sacó de un cajón un pliego de papeles que habían encuadernado con un espiral.

—Helena ha escrito un relato sobre nosotros.

Maite le miró sin comprender.

—Estuve en la consulta del psiquiatra que trataba a mi… Me entregó las cintas de las sesiones, me explicó todo lo que recordaba.

Para Víctor era una explicación complicada. Maite asintió al comprender.

—Víctor habló mucho con Helena y le dejó escuchar esas cintas y ella hizo lo que mejor sabe hacer: escribirlo —‌María intervino—. Quiere que lo leas, piensa que será bueno para los tres, para tu padre también. Si queréis cerrar las heridas debéis conocer a todos los personajes que formaron parte de esta historia. El otro Víctor, por ejemplo.

—Curioso título: «El Encontrado».

—Descubrir que existió otro niño fue un choque para mí, un nuevo golpe que lo puso todo patas arriba. —‌Víctor se estremeció—. Él es El encontrado.

—No para mí. Para mí lo eres tú.

—Por favor, llévatelo, forma parte también de tu vida, aunque ocurría sin que tú lo supieses. A veces tener la información del conjunto nos da la auténtica visión del detalle. Con esto no quiero justificar a la que fue mi madre, no lo hago, pero después de leerlo comprendí cosas que al averiguar la verdad me pasaron desapercibidas. Quiero que tú también tengas esa oportunidad. Es su historia, pero también es la nuestra.

Maite negó con la cabeza y rechazó el documento. El silencio inundó toda la habitación. María se puso de pie.

—Mientras Víctor va a comprar esa botella de vino que nos ha prometido, tú y yo comenzaremos a preparar la ensalada, ¿te parece bien?

—Muy bien. —‌Maite sonrió.

María había abierto una cerveza y la repartió en dos vasos que colocó sobre la mesa de la cocina, junto a un plato de aceitunas sevillanas. Mientras cortaban, una pepinos y la otra tomates, iban dando algún trago y vaciando el plato de olivas.

—Me gusta mucho la idea de tener una cuñada. Siempre pensé que esa era una carencia en nuestra relación. —‌Sonrió María.

—¿Cómo está Víctor de verdad? —‌preguntó Maite—. Quiero decir…

—Sé lo que quieres decir. Tiene sus momentos, para él no ha sido fácil, supongo que puedes comprenderlo.

—Para mí tampoco, María.

—No me malinterpretes. Es como si él tuviese que sufrir en días lo que vosotros padecisteis en años. No es fácil rescribir tu propia historia, sin poder recriminarle a nadie lo que ocurrió. Ya no está la persona que causó esta tragedia y no tiene a nadie a quien reprocharle lo que le han hecho.

—No tiene que hacerlo.

María terminó con el pepino y lo colocó en la ensaladera, sobre la lechuga. Después se lavó las manos y se sentó junto al vaso de cerveza, Maite no tardó en imitarla.

—¿Ha habido algo entre Mauricio Varona y tú? No tienes que contestarme si no quieres. —‌Se apresuró a añadir al ver la cara de la otra.

—No sé qué contestar.

—¿Te has enamorado de él?

—¿Enamorarme? —‌Maite se quedó unos segundos en silencio mirando al plato de aceitunas como si ellas pudieran contestarle—. ¿Cómo voy a estar enamorada de él?

María le cogió una mano.

—¿Y Adrián?

—¿Qué pasa con él?

—No sé, me da la impresión de que tampoco ha respondido como esperabas.

—Se ha comportado de un modo muy extraño. —‌Se quedó pensativa de nuevo—. No sé, era como si no le conociese.

—Dicen que los ambientes distintos hacen a las personas distintas.

Se oyó la puerta de la calle y en un momento tuvieron a Víctor con ellas.

Dos días después de regresar de Egipto abrió la tienda. Necesitaba volver al trabajo, tenía ganas de empezar con la rutina. Había mucho material para catalogar y decidió cambiar el escaparte, así que se mantuvo ocupada durante todo el día a pesar de que no entró ningún comprador. El segundo día, tuvo una inesperada visita. Fue hacia el mediodía, estaba a punto de cerrar cuando atravesó la puerta. Maite se quedó sorprendida, no tanto por su aspecto, que no era tan bueno como la última vez que le vio, sino por el hecho mismo de su presencia allí.

—Hola —‌dijo.

—¿Qué hace aquí?

—La misma erizo de siempre.

Carlos Guzmán colocó el letrero de cerrado y dio la vuelta a la cerradura.

—Vuelvo a preguntarle lo mismo, ¿qué hace aquí?

—He venido a hacerte una visita.

—No era necesario —‌ironizó.

—Quiero localizar a Mauricio.

—¡Vaya! ¿Usted también?

—¿No sabes nada de él?

—Nada.

—¿No tienes un sitio donde podamos hablar sin que nos vea todo el mundo que pasa por la calle?

—Aquí estamos muy bien. —‌Maite no se sentía cómoda.

—No voy a hacerte nada, mujer.

—Yo tampoco a usted, hombre.

—Vale, vale.

Miró a su alrededor buscando un lugar donde sentarse. Finalmente, escogió el banco en madera de nogal, siglo XVII.

—¿Qué ocurrió con Sofía? —‌preguntó y a Maite le pareció que un poco avergonzado.

—¿Se refiere a después de muerta?

—No hace falta que seas tan cínica.

—No sé, era una pregunta tan «general». Se la llevaron para hacerle unas pruebas, me dijeron que después se pondrían en contacto con sus familiares para entregarla y que pudiesen enterrarla en un lugar más adecuado.

Maite se fijó en su cara, que aún presentaba varios hematomas.

—¿No se han puesto en contacto con usted?

—No.

—Parece que la conversación con su hijo no resultó muy bien.

—Si lo dices por los golpes en la cara, no quieras saber cómo me dejó el cuerpo.

—No diré que no se lo mereciese. ¿Cómo fue capaz de dejarla allí?

—Es una historia muy complicada.

—Ya.

—En serio, Maite.

Los ojos del hombre brillaron de un modo que a la anticuaria le resultó casi convincente.

—Mi mujer me engañaba con mi mejor amigo.

—¿Y ese fue el motivo por el que la abandonó en aquella tumba?

—Yo era un calzonazos. Un imbécil que estaba dispuesto a perdonarla a pesar de todo. —‌Maite se apoyó en el mostrador.

Carlos continuó.

—Era una mujer fabulosa, tenía una personalidad fascinadora. Cuando hablaba era capaz de convencerte de cualquier cosa, te levantaba el ánimo cuando estabas decaído, no permitía nunca que te sintieses solo. Me hizo sentir como un gran hombre, como si pudiese conseguir cualquier cosa que me propusiese. —‌Se apoyó sobre las rodillas—. Era tan imprescindible para mí que cuando descubrí que se acostaba con otro, me hice el tonto. Durante meses fingí no darme cuenta, pero un día antes de aquello, me lo confesó.

Maite no esperaba escuchar una historia así, de labios de un hombre tan arrogante.

—Discutimos como nunca, tuvimos que echar a Mauricio de casa para que no escuchase lo que nos decíamos. Yo me volví loco, ya no podía fingir, debía enfrentarme a ello si no quería que me despreciase aún más, así que la humillé y la hice rogarme que la perdonase. —‌Se volvió hacia Maite—. Porque ella me juró que me amaba a mí, que había comprendido que no podía abandonarme y por eso me lo confesaba todo.

—¿Le parece que soy yo la persona a quien ha de explicar todo esto?

—Mauricio no quiso escucharme.

—En aquellos momentos no, pero quizás ahora…

—No he conseguido encontrarle.

—Debería seguir intentándolo. Y de paso, si lo localiza dígale de mi parte que es un estafador y un embustero.

—Ya te dije que no te engancharas a él.

—Yo no me he enganchado a nadie.

—¿Me dejas que siga contándote lo que ocurrió? —‌La mirada suplicaba tanto como las palabras—. Por favor, Maite.

—¡Hombre! Si sabe mi nombre. No quiero saber nada, ni de usted, ni de su hijo. No es conmigo con quien debe confesarse.

Hacía varios meses que no pisaba aquella casa y al entrar aspiró el mismo olor, el mismo aire denso. Impregnaba los muebles y tapicerías el humo de aquel tabaco fuerte y característico que, si notaba en algún otro lugar, la transportaba inmediatamente hasta su infancia y adolescencia.

—Maite, hija, ¡qué sorpresa!

Alberto se alegraba realmente de verla, aunque sabía lo duro que era su aguijón y lo envenenado que podía estar.

—He estado de viaje.

—Ya lo sé, me lo dijo Víctor. —‌La siguió hasta el salón y se sentaron en sendos sillones—. Gran muchacho, Víctor.

—Sí.

—No le han educado mal, a pesar de todo.

—¿Cómo estás?

—Bien, hija, bien. Con los achaques de un viejo, pero bien. ¿Quieres que te traiga algo?

—¿De beber quieres decir?

—De lo que quieras —‌se resignó.

Maite negó con la cabeza y se quedó un rato callada observando la habitación. Habían cambiado algunas cosas desde que ella ya no vivía allí, tan pocas, que se sentía viajando en el túnel del tiempo.

—¿Qué has hecho en Egipto?

—He estado en una excavación arqueológica.

—¿Has visto alguna momia?

—No exactamente. Hemos encontrado una falsa tumba.

—¿Falsa? —Frunció el ceño sin comprender.

—Sí. No se enterró nunca a nadie allí.

—A lo mejor la persona para quien la hicieron no se murió cuando ellos esperaban.

—No lo sabemos.

—O a lo mejor cambió de opinión.

Maite se encogió de hombros.

—¿Lo has pasado bien? Te veo un poco mustia.

—Bueno, ha habido de todo. Por un lado fue emocionante porque no se encuentra todos los días una tumba del Antiguo Egipto, pero por otro lado nos dejó con más dudas de las que ya teníamos.

—¿Y eso?

—Se trata de un período histórico muy complejo, con muchas incógnitas.

Alberto asintió con la cabeza. Hacía mucho tiempo que no mantenía una conversación tan larga con su hija. En realidad no recordaba ninguna conversación con ella, ni larga ni corta. Se sentía emocionado y nervioso. Temía decir algo que la molestase y que acabase marchándose enfadada. Maite estaba haciendo un esfuerzo, le costaba mucho, pero quería intentarlo. Alberto era su padre, el único que había tenido. Sin duda, no era el mejor, pero tampoco estaba segura de haber puesto todo de su parte para ayudarle a serlo. Quizá si empezaban por cosas sencillas como mantener una conversación sin recriminaciones y sin dobles sentidos.

—¿Por qué no haces un café, papá? —‌Era la primera vez en muchos años que Maite pronunciaba aquella palabra—. ¿Tú tomas café, no?

Desde que lo había descubierto iba todas las semanas. Sacaba una silla del interior de aquella desocupada casa y se sentaba junto al limonero. Al principio solo pensaba, se dedicaba a preguntarse qué debía hacer. Después empezó a repasar su vida, todos los hechos que recordaba de su infancia, cada detalle grabado en su memoria. Lo hacía pensando que quizás era el único tributo que podía dedicarle a El Encontrado. Sabía que no había sido fruto del azar que Esther le escogiese a él, suponía que el hecho de relacionarle con su hijo, el haber nacido el mismo día, en el mismo lugar y que ambas madres escogiesen el mismo nombre, tuvo mucho que ver en su elección. Pero también intentaba entender si sería posible una intervención trascendental en todo aquello. No era un hombre religioso, en su vida nunca había necesitado ponerse de uno de los dos lados: los que creen y los que no. Pero debía reconocerse a sí mismo como alguien que cree en algo más que lo que conoce. Eso no le ayudaba, no le hacía las cosas más fáciles, pero sí le llevaba a preguntarse si aquel que debió ser podría entender lo que le estaba pasando. Así inició lo que cualquier espectador externo calificaría como «charlas con uno mismo», en las que Víctor describió su vida en voz alta, frente a sus ojos y oídos, sin saber muy bien adónde le llevaba aquello, pero seguro de que necesitaba hacerlo.

—El primer recuerdo que tengo es de un gato recién nacido con una patita rota. Mamá lo cogió del camino y me soltó de la mano para hacerlo. Nunca me soltaba y me asusté.

Estaba dispuesta a prepararse un sándwich de pollo para cenar, ya se imaginaba sentada delante de la televisión viendo lo que hiciesen, incluso si era telebasura. Estaba cansada del esfuerzo que había hecho para pasar una tarde agradable con su padre. La tensión contenida puede romperte el diafragma y ella lo tenía hecho trizas, en el sentido simbólico de la palabra. Metió la llave en la cerradura y dio dos vueltas, extendió la mano para encender la luz y se volvió desde dentro para cerrar, pero un pie en el último momento le impidió llegar al resbalón. Su cara no pudo ocultar el momento de terror que se produjo, el bolso cayó al suelo y ella salió despedida para atrás cuando él empujó la puerta. No llegó a caer porque pudo controlar la sacudida, pero no pudo evitar que él entrase y cerrase la puerta con llave para después guardarla en el bolsillo del pantalón. Maite corrió hacia el teléfono en cuanto se recuperó, pero él fue más rápido, la empujó contra el sofá y la inmovilizó sentándose sobre ella y sujetándole los brazos.

—Si me obligas estoy dispuesto incluso a amordazarte.

—No me hagas daño, por favor.

—Prométeme que vas a escucharme y que hablarás conmigo.

Maite dijo que sí, aunque sus planes eran menos complacientes. Tenía que conseguir el teléfono que llevaba en el bolso.

—No te muevas.

Mauricio desconectó el teléfono y como si hubiese leído el pensamiento de la mujer sacó el móvil de su bolso. Maite se levantó de un salto y corrió hacia la ventana, pero el arqueólogo fue de nuevo más rápido y la cogió por detrás tapándole la boca.

—Lo de amordazarte lo he dicho en serio, Maite, no me obligues a hacerlo, por favor.

La sostuvo así durante unos segundos.

—¿Estás dispuesta a comportarte?

Ella asintió con la cabeza, no tenía demasiadas opciones. Mauricio la llevó de nuevo al sofá y después se encargó de cerrar las ventanas y bajar las persianas.

—¿Vas a matarme? —‌La arqueóloga intentaba disimular el temblor de sus labios.

Mauricio se sentó en la mesilla que había frente al sofá. Maite recordó el día que le invitó a cenar, aquella fue la primera vez que la besó. El arqueólogo la miraba y sus ojos parecían los de un hombre furioso. Ella no podía dejar de temblar cada vez más y se sentía al borde de las lágrimas.

—¿Cómo es posible? —‌masculló Mauricio.

Se levantó como si no pudiese controlar su enfado y se paseó por la habitación.

—Realmente me crees capaz de hacerte daño. ¡Es increíble!

Maite no se atrevió a decir nada que pudiese hacerle enfadar aún más.

—No hay forma de que me creas, ¿verdad?

Acercó tanto la cara a la secuestrada que para mirar su nariz debía ponerse bizca.

—¿A qué has venido?

—Necesito el escarabajo.

Maite abrió la boca para mandarle a la mierda, pero se contuvo a tiempo.

—Pero antes de dármelo quiero que hablemos, que aclaremos todo este galimatías.

—Es un detalle por tu parte —‌dijo ella con ironía.

—Hay muchas cosas que explicar y algunas no te van a gustar nada. Creo que es hora de poner las cartas sobre la mesa. Lo único que te pido es que no te comportes como si creyeras que voy a descuartizarte. No tengo la más mínima intención de hacerte daño y te prometo, te doy mi palabra de que si cuando acabe nuestra conversación y te pida el escarabajo, no quieres dármelo, me iré y no volveré a molestarte.

Maite sonrió, no pensaba creerle en absoluto.

—¿No me crees? Es igual, ya lo descubrirás por ti misma.

—Adelante, habla, di lo que tengas que decir.

—Está bien.

Mauricio se sentó en el sofá junto a ella, que se apartó hasta chocar con el brazo opuesto del sillón, a lo que él respondió apartándose a su vez para que se sintiese cómoda.

—Todo empezó hace seis meses. Recibí un mail en el que se me proponía un negocio. El mensaje era de alguien que aseguraba conocer a mi madre, motivo por el cual había pensado en mí. Se trataba de localizar un yacimiento amarniano. La persona que me contrataba conocía su ubicación, pero no podía involucrarse en esa búsqueda personalmente. Se trataba de alguien importante e influyente cuya intervención no pasaría desapercibida. Necesitaba a alguien dispuesto a seguir sus indicaciones al pie de la letra y me quería a mí. Yo, a cambio, recibiría una gran suma de dinero, el prestigio del descubrimiento y conocería el paradero de mi madre. Era un bombón demasiado dulce para rechazarlo.

El arqueólogo se levantó y con una mano en el bolsillo y otra pasando por encima de su melena en un gesto nervioso, pareció olvidarse del auditorio. Maite, por su parte, no dejaba de mirar hacia la puerta de su habitación. En su casa no había cerradura ni siquiera en el baño, si intentaba correr al teléfono él la alcanzaría, seguro.

—Desde el primer momento creí que se trataba de Sofía. Me gustaba pensar que mi madre quería reencontrarse conmigo y la excavación era una excusa para lograrlo. No tardé en aceptar y entonces recibí otro mail con una serie de órdenes: debía venir a Barcelona, concretamente a tu tienda de antigüedades, compraría un escarabajo, que me sería vendido como falso pero que en realidad era un amuleto corazón de la época amarniana.

—¡Tú! —‌Maite empezó a prestar atención.

—Se me ocurrió acercarme a tu tienda para resultar familiar y no levantar ninguna sospecha —‌hizo un gesto de disculpa—, me inventé lo del regalo…

—Lo sabía, sabía que tenías que ser tú.

—No he acabado. —‌Hizo un gesto para que le dejase continuar y volvió a su paseo—. Una noche recibí una llamada en la que una voz metálica me indicaba que debía conseguir el escarabajo ya. Me pidieron un número de cuenta donde se me iría ingresando todo el dinero que iba a necesitar. Intenté averiguar quién hizo los ingresos, pero fue imposible. Lo hicieron de forma anónima, utilizando identidades falsas, desde distintas ciudades de distintos países. Al día siguiente de recibir la llamada, me presenté en la tienda con Marc. —‌Hizo una pausa y se sentó de nuevo en el sofá—. Mi relación con Marc no tiene nada que ver en todo esto, no sabía que era tu sobrino y fui sincero con él. La verdad es que después me sirvió para acercarme a ti con más tranquilidad y también fue gracias a él que pude comprobar que el escarabajo no estaba allí.

Suspiró y asintió con la cabeza como si se respondiese a sí mismo.

—Que me invitases a tu casa fue una suerte.

—Yo no creo en la suerte. Es evidente que resulté un blanco muy fácil.

—Me di cuenta de que no te era indiferente y que si me esforzaba un poco quizá… Bueno, la cuestión es que conseguí tener el escarabajo entre mis manos y tu proposición de ir a buscar la tumba me dejó fuera de juego.

—¿No lo tenías previsto?

—¡No! Y la persona que me había contratado, tampoco. Parece ser que tuvo que modificar alguno de sus planes. Pero aceptó que fueses parte del equipo. Quedamos en que recibiría más información al llegar a El Cairo, a través de Muhsin.

—¿Tú… le mataste?

—No, Maite. —‌Mauricio la miró fijamente a los ojos y Maite sintió que el corazón se le aceleraba—. Te lo juro. Yo debía hablar con él para que me entregase la copia de un mapa en el que estaría el lugar exacto donde debíamos excavar.

—¿Qué pasó?

—No lo sé. A partir del momento en que encontramos a Muhsin muerto, todo empezó a resultarme muy desagradable.

Volvió a levantarse.

—No volví a recibir ningún mensaje, tampoco había forma estando en medio del desierto, pero empecé a preguntarme quién era la persona que me había contratado. Debía ser alguien que no tenía ningún problema económico, pues atendió a todas las peticiones que hice sin discutir. Me proporcionó dinero más que suficiente para la expedición y no dejó de hacerlo hasta que escapé.

—¿Cómo sabía que habías escapado?

—Bueno, los periódicos egipcios anunciaron el descubrimiento y hablaban de mí y de mi salida del proyecto.

Maite encogió las piernas y se tapó los ojos intentando clasificar toda la información que Mauricio le había dado.

—Yo no tuve nada que ver en el envenenamiento de tu amigo, ni en lo tuyo. Cogí el papiro de la mochila de Adrián porque creo que tengo derecho a tenerlo yo. Alguien me ha utilizado, me han engañado, y ahora ese alguien quería hacerme cargar con todas esas fechorías. No pienso consentirlo. Voy a desenmascarar al culpable y me voy a quedar con este descubrimiento.

—A ver, a ver —‌extendió la mano para que se calmase—, ¿por qué tengo que creerte?

—Porque es la verdad. —‌Se sentó en la mesilla, frente a ella, y la señaló con el dedo—. Al principio llegué a dudar incluso de ti.

—¿Quéee? —‌No daba crédito.

—¿Por qué no? La tienda era tuya, tú tenías el escarabajo, además te empeñaste mucho en participar en la expedición, ¡estabas dispuesta a pagarla!

—¡Porque era una aventura increíble!

—¿Por qué tengo que creerte?

Maite se sintió tocada, entendía la postura del arqueólogo. Ella no creía en él, la simple afirmación de un hecho no lo convierte en cierto.

—¿Sigues dudando de mí?

—No.

—¿Por qué?

—Porque tengo otra sospecha y, aunque no puedo decirla en voz alta sin estar seguro, creo que corres peligro, más que yo, incluso.

—Y para demostrármelo, me secuestras.

—No seas tonta, esto no es ningún secuestro. Lo que ocurre es que a veces te pones muy borde.

—¡Vaya, gracias!

—Era imposible conseguir que me hicieses caso.

—¿De quién sospechas?

—Ya te he dicho que aún no puedo decírtelo.

—¿Y qué piensas hacer? ¿Qué quieres de mí?

—¿Dónde tienes el escarabajo?

Maite levantó las manos como si clamase al cielo.

—¡Otra vez con eso!

—No voy a quitártelo, aunque creo que mientras esté en tu poder estás en peligro.

—¿Por qué?

—El papiro que encontraste contiene la mitad de un texto y un mapa inacabado. Tiene que haber otro que lo complete.

—¿Y qué tiene eso que ver con el escarabajo?

—Creo que la oración que grabaron en su base forma parte del mensaje que quisieron transmitir.

Maite frunció el ceño.

—No recuerdo bien esa oración, quiero estudiarla.

—Ya, y de paso llevártela para protegerme.

—También.

La anticuaria soltó una carcajada.

—Si quisiera quitártelo, ya lo habría hecho. —‌Mauricio estaba muy serio.

—No veo cómo.

El arqueólogo saltó sobre ella y la inmovilizó en el sofá.

—¿Un cuchillo? ¿Una cuerda alrededor de tu cuello? ¿Crees que si hubiese matado antes tendría algún reparo en volver a hacerlo? —‌Se levantó y Maite lanzó un gemido.

—¡Eres un cabrón! —‌Le propinó un empujón que le hizo golpearse contra el mueble veneciano y a punto estuvo de hacerlo caer—. ¡Maldito energúmeno!

—¡No quiero asustarte! —La sujetó para evitar que volviese a golpearle—. ¡Quiero que me creas de una puta vez!

—Devuélveme las llaves —‌masculló Maite.

—No.

—Entonces no hay escarabajo.

—Lo buscaré yo mismo.

Mauricio empezó a abrir cajones y puertas revisándolo todo. Era una ardua tarea a sabiendas de la multitud de muebles y cajoneras que llenaban la casa de la anticuaria, pero no estaba dispuesto a detenerse hasta encontrarlo. Se detuvo un momento frente a las copas de mármol negro y cogió una para sostenerla en su mano.

—¡Vigila con eso! Les tengo un gran cariño.

Mauricio la miró entrecerrando los ojos.

—El día que estuve cenando aquí me dijiste que te las había regalado Vincent.

—Sí.

—Son horrorosas.

—¿Y?

—Cuando yo era niño, había unas igualitas en casa.

—¿En serio? —‌Se sorprendió.

Mauricio asintió con la cabeza y volvió a mirarlas detenidamente.

—Se las regaló un amigo a mi padre. Su mejor amigo.

Maite sintió un escalofrío, notó la entrada de aire frío como cuando abres la puerta del baño después de darte uno con agua caliente. De repente recordó la breve conversación que había tenido con Carlos en la tienda: «Mi mujer me engañaba con mi mejor amigo». Le pareció que escuchaba su voz y la de la propia Maite no se decidía a salir de su garganta.

—¿Cómo se llamaba ese amigo?

Mauricio sonrió de un modo que su rostro se hizo siniestro para Maite.

—Vincent, se llamaba Vincent, como el padre de Adrián. Es más, estas copas no son como las que había en mi casa, estas copas son las que había en mi casa —‌remarcó sus últimas palabras con mayor intensidad.

—No entiendo nada.

—No hay nada que entender. La vida es muy curiosa y al igual que el mundo gira y gira alrededor de su eje, la vida a veces también lo hace, volviendo al mismo lugar.

—El otro día hablé con Carlos.

—¿Carlos Guzmán? —‌Su rostro se endureció.

—Quería localizarte y me explicó una historia, bueno, una parte, porque yo no le dejé continuar.

Brevemente, Maite le narró los hechos que Carlos le había contado a ella. Así los dos descubrieron que el mejor amigo de su padre, que le había regalado las dos copas de mármol negro por su matrimonio con Sofía, había sido el mismo que después había intentado robarle a su mujer. Maite añadió después la historia de Valèrie y Claude, que encajaba en lo básico con la historia real.

—¿Y por eso la abandonó? ¿Estaba tan resentido como para dejarla morir allí sola?

—Deberías escuchar toda la historia. Creo que lo necesitas.

—Solo de pensar en tenerlo delante me hierve la sangre.

—Pues deberás controlar esos sentimientos y escucharle. Si no lo haces tú, lo haré yo. Esto es una maraña que hay que desenredar y pienso llegar a la punta de hilo.

Maite se dirigió al teléfono y conectó la clavija. Después buscó en su bolso y sacó una tarjeta.

—¿A quién piensas llamar? —‌Mauricio se acercó por detrás.

—A Carlos. Me dejó una tarjeta del hostal donde se hospeda. Le diré que venga aquí.

Mauricio no dijo nada más, se dejó caer en el sofá, toda esa conversación le había dejado agotado.