Capítulo XIII

La encontrada

¡Levántate, oh durmiente!

Las puertas del cielo están abiertas para ti…

Textos de las pirámides

—«Un pueblo que se mueve a pie» —‌leyó Mauricio en voz alta—. «Tú postrarás tu rodilla frente a Atón». «El río se tiñe con la sangre de los sacerdotes de los falsos dioses». «La oscuridad cubrirá las dos tierras». «El padre no protege a su hijo, el hijo no reconoce a su padre».

Maite escuchaba las palabras y asentía. Rebeca buscaba en los rincones de la sala algún objeto. Todo estaba sorprendentemente vacío, ni ajuar funerario, ni momia, nada, solo las paredes.

—No entiendo esta tumba —‌dijo.

—No es una tumba —‌dijo Mauricio—. Al menos no auténtica, jamás hubo un cuerpo en el sarcófago de ahí fuera.

—Quizá quisieron hacer creer a alguien que Nefertiti había muerto. —‌Maite siguió con una suposición.

—¡Qué extraño! —‌Rebeca no entendía nada.

Mauricio y Maite volvieron a mirarse y sin saber por qué ninguno dijo nada. Táreq observaba también atentamente las pinturas, fascinado por lo que también él creía haber reconocido.

—Bien, vamos a trabajar. Debemos mirar en cada rincón, incluso en las paredes. —‌Mauricio comenzó a moverse por la sala—. No debemos dejar nada por revisar.

Maite seguía prendida de la iconografía; Mauricio se acercó a ella y le susurró en el oído.

—Tú y yo tenemos una conversación pendiente. Me muero por escuchar el resto de tu teoría. Pero ahora ponte a trabajar.

La anticuaria sonrió y sintió que el calor recorría sus extremidades. Se dio media vuelta y caminó hacia la sala anterior. Ella buscaría en aquel lugar, las paredes no centrarían tanto su atención y le sería más fácil dedicarse a la aburrida tarea.

—Sofía —‌sollozó una voz masculina.

—¿Qué hace aquí? —‌Maite tuvo un sobresalto al encontrarse con la figura de Carlos Guzmán.

—He venido a echar una mano.

El camellero se incorporó. Maite no se recobraba de la sorpresa de encontrarlo allí, arrodillado junto al cadáver.

—¿No se iba hoy?

—¿Yo? ¿Quién te ha dicho eso? —‌Estaba pálido.

—Este lugar no tiene ningún interés para usted, no hay nada de valor.

Carlos Guzmán no dijo nada, en lugar de eso se volvió de espaldas a Maite, que un segundo antes creyó ver una chispa en sus ojos, una mirada extraña. La mujer procuró ignorarle y lo primero que revisó fue el cadáver que había tendido en el suelo.

—Supongo que en estos casos hay que dar parte a la policía —‌dijo.

—Supongo.

—Aunque no creo que nadie la buscase. Alguien la dejó aquí y sabía dónde encontrarla.

Maite se quedó de rodillas junto al cuerpo y durante unos segundos lo observó, ya sin temor. La única característica de su posible aspecto que aún podía reconocerse era el color rubio de su pelo. Intentó imaginar el motivo por el cual la habían dejado allí.

—Estaba herida —‌dijo en voz alta aunque hablaba más para sí misma que para nadie—. No debieron de saber qué hacer con ella.

Al observar sus manos descubrió una alianza.

—Estaba casada.

Se volvió hacia Carlos Guzmán y no supo entender aquellos ojos cargados de agua a punto de desbordarse. Su rostro estaba pálido y los puños apretados demostraban la fuerza con la que intentaban contener su debilidad.

—¿Qué ocurre?

—Tengo que salir de aquí —‌dijo, pero Maite le sujetó del brazo.

—¿Qué ocurre? —‌repitió con gran tensión.

El hombre no respondió, se zafó de la mano que le retenía y salió.

Maite volvió a mirar el cuerpo de la mujer y un temblor incontrolable se apoderó de ella. Cuando había entrado en la sala había escuchado a Carlos decir un nombre. Aquella mujer tenía un marido que debería haberse preocupado de su suerte, incluso podría ser que tuviese un hijo.

—¿Qué haces? —‌Mauricio apareció en el hueco de la puerta y Maite tuvo tal sobresalto que se quedó sin respiración.

El arqueólogo se acercó a ella y le pasó la mano por la espalda inclinándose para verle los ojos.

—Parece que hayas visto un fantasma.

—No… no me encuentro bien —‌susurró.

Se dio la vuelta y salió de aquel lugar que ahora le resultaba claustrofóbico. Durante todo el día buscaron dentro de ambas salas algún indicio que les ayudase a seguir con la búsqueda, algo que les sirviese como excusa para trabajar. No encontraron nada. No es que el hallazgo no fuese lo suficientemente importante, pero Mauricio se sentía decepcionado. Había pensado encontrar otra cosa, algo más tangible que unas pinturas en la pared.

Maite intentó hablar con Carlos Guzmán, pero había abandonado el campamento. Cogió sus camellos y se fue. Eso la dejó más desazonada. No había nadie con quien pudiese hablar y se sentía como una rata por no ir y explicarle lo que temía, a la persona interesada. Durante varias veces en el día se acercó al arqueólogo para mantener una conversación, pero él estaba demasiado ocupado para charlas. Se la quitó de encima con suavidad, al menos las primeras dos veces. Eso hizo que Maite meditase más tiempo y acabase convenciéndose de que no tenía nada que explicarle. Ella no sabía más que el hecho sorprendente de que Carlos Guzmán era capaz de emocionarse y que, curiosamente, aquella mujer tenía un marido que no la echó de menos. ¿O sí? ¡Quién sabe! Ella estuvo buscando a su hermano durante treinta y dos años. No volvió a entrar en la tumba durante todo el día y por la noche no fue capaz de probar bocado. Se tomó un vaso de algo que llamaban leche, pero que a ella le parecía una bebida repugnante, por tener algo en el estómago. Después se plantó frente a la tienda de Mauricio, sacó dos sillas y las colocó en la entrada, dispuesta a esperarle. El arqueólogo no tardó en aparecer y, por suerte para Maite, solo. Ella temía que Rebeca quisiera acompañarle y verse entonces en una situación algo más que ridícula.

—¡Vaya! ¿Me esperabas? —‌Sonrió al acercarse.

—Sí. Tengo ganas de hablar.

—Me sorprendes.

No era la primera vez que le sorprendía. La miró de perfil, ahora que ella no le devolvía la mirada. Sabía que era peligrosa la relación que se estaba estableciendo entre ellos, lo percibió desde el momento en que empezó, la noche en El Cairo. Que aquella mujer le atraía no era ningún secreto para nadie, ni siquiera para él, pero la mera atracción no conllevaba ningún riesgo.

—¿Te importa si voy a por mi pipa?

—No, por supuesto. Te espero.

Maite tenía la cabeza dentro de un avispero y todos los insectos batían sus alas con desesperado frenesí. Se llevó una mano a la frente, intentaba poner orden, pero cada uno de sus pensamientos evolucionaba al tiempo que los demás, mezclándose de tal manera que parecían expresarse en un lenguaje ininteligible para ella. Sabía que cualquier movimiento en falso y recibiría la picadura envenenada de aquel hombre que le provocaba sentimientos contradictorios; el miedo era uno de ellos, la desconfianza también, y la ternura, el más demoledor.

—Bien —‌dijo Mauricio sentándose un poco alejado de ella—. ¿De qué quieres hablar?

—No lo sé.

—Bien, eso da pie a muchos temas.

—Me gustaría que Adrián estuviese aquí.

Mauricio entrecerró los ojos sin dejar de mirar el tabaco.

—No sé si preguntar.

—¿El qué?

—¿Qué relación tenéis?

—Somos amigos.

Mauricio volvió la cabeza sorprendido.

—¿Amistad?

—¿Qué ocurre? ¿No sabes lo que es?

El arqueólogo terminó de preparar su pipa antes de contestar y después de encenderla la colocó entre sus labios asintiendo con la cabeza, como si estuviese manteniendo un dialogo mental consigo mismo.

—Pues si he de serte sincero, no mucho.

—No me extraña —‌susurró ella.

—¡Eh! ¿Qué significa eso?

—Nada, perdona. —‌Le observó—. Algún amigo debes de tener. Táreq, por ejemplo.

—De ese tipo de amigos, tengo muchos. Pero yo no considero la amistad algo tan simple.

Ahora la sorprendida fue Maite.

—Yo creo que la amistad es un sentimiento demasiado fuerte para compararlo con cualquier otro. Es un compromiso.

—¿Un compromiso? ¿Como el matrimonio?

—Mucho mayor. El matrimonio se acaba cuando acaba el amor. La amistad no debería acabar jamás. —‌Miró a Maite—. ¿Es eso lo que tenéis tú y Adrián?

Maite lo pensó durante unos segundos.

—Creo que sí.

—Pero fuisteis pareja.

—Hace años de eso.

—Ya.

—¿Qué significa «ya»?

—¿Estás segura que Adrián piensa lo mismo que tú?

Maite no contestó.

—La amistad es demasiado difícil de encontrar —‌siguió el arqueólogo—, se alimenta de un código demasiado severo.

—¿Qué quieres decir?

—No puede haber mentira, ni traición. La confianza ha de ser total. Tú y yo por ejemplo no podemos ser amigos.

Maite se sintió incómoda en la silla.

—Tú no confías en mí —‌dijo el arqueólogo.

—No. —‌Asintió.

—¿Sabes por qué te puse el mote de erizo orejudo del desierto? —‌Sonrió—. Es un pequeño mamífero que, para sobrevivir al calor, pasa el día en hoyos y por la noche caza lagartos y serpientes. Cuando se siente amenazado, se enrosca como una pelota de espinas que le protegen. Resiste a la mayoría de los venenos y, por lo tanto, puede comer cualquier cosa, incluso las glándulas del veneno de las víboras.

—¿Y crees que yo resistiría cualquier veneno?

—Tu casa es tu madriguera, la tienes llena de cosas para no sentir que está vacía. Te escondes allí y soportas tu soledad, casi la bendices porque ella te protege. Cuando alguien intenta tocarte, te enroscas como una pelota de espinas y quien se acerque acabará claveteado. Y creo que eres capaz de sobrevivir a cualquier veneno porque has sobrevivido desde niña al más potente: la culpa.

Maite se conmovió, quiso contestar, pero él había atravesado la coraza espinosa que la protegía y se vio a sí misma en el centro de la explanada, desnuda y sin cobijo. Volvió la cabeza hacia otro lado para que él no pudiese verle los ojos. Mauricio se mantuvo en silencio dejando que recobrara la compostura.

—¿Y tú? ¿Qué animal serías tú?

—Creo que ese honor debe ser tuyo, para ser justos.

—Necesitaría más información.

—Adelante, pregunta.

—¿Qué recuerdas de tu madre?

Mauricio frunció el ceño. No entendió muy bien a qué venía esa pregunta.

—¿Cómo era? ¿Tenía el cabello rubio, como tú? —‌Hizo un gesto señalando su pelo.

—Sí. —‌Hizo una pausa antes de seguir—. No suelo hablar mucho de ella.

—¿Por qué?

El hombre se encogió de hombros.

—Me explicaste que un día se fue —‌siguió intentándolo.

—Sí.

—¿No se despidió de ti?

—No.

—¿Os llevabais mal?

—No.

—¿Podrías ser un poco más comunicativo?

Mauricio apartó la pipa de su boca.

—Yo creo que nos llevábamos bien. No era una madre típica, como la que tenían mis amigos. ¿Qué quieres que te cuente?

—¿Qué cosas hacíais? ¿Cómo se comportaba contigo?

—Le gustaba jugar a luchar, y era fuerte, no creas. —‌Sonrió—. Hacía cosas. Celebraba el día del hijo, cada año un día distinto, y ese día me dejaba mandar en casa y comía lo que me daba la gana y jugaba en la calle hasta las doce de la noche.

—¿Cuando se fue te dijo algo especial?

—No. Aquellos días fueron muy extraños. Nunca había visto llorar a mi madre hasta entonces. Mi padre me dijo que habían discutido en la excavación y que ella se marchó.

Maite procuraba no mirarle a los ojos.

—¿Y nunca recibiste una llamada de teléfono? ¿Una carta? ¿Algo?

Él negó con la cabeza y volvió a colocar la pipa en su boca, como si creyese que ya había contado bastante.

—¿Y no te pareció raro?

—«Raro» no es la palabra que utilizaría. —‌La voz salió ronca y profunda.

—Mauricio… —‌Maite sentía de nuevo el temblor que le recorría el cuerpo.

—¿Tienes frío?

—¿Cómo se llamaba tu madre? —‌El corazón se aceleraba y aceleraba.

—Sofía.

La anticuaria se puso de pie y se apartó un poco como si temiera lo que pudiese ocurrir. Se frotaba las manos y no sabía cómo empezar a hablar, no sabía siquiera si quería empezar a hablar. Mauricio se puso de pie también y, contrariamente a lo que Maite buscaba, se acercó a ella. Se colocó a su espalda y la mujer pudo sentir el aroma que desprendía la pipa, extendió la mano para tocarla y lo hizo, a pesar de que sus dedos ni tan siquiera la rozaron.

—¿Qué pasa, Maite?

—Es que… no sé. —‌La voz le salió casi en un gemido.

Mauricio malinterpretó la situación y vació la pipa en el suelo. Después cogió a Maite por los hombros y la obligó a girarse y mirarle. Los ojos del arqueólogo lanzaban flechas y Maite comprendió que iba a besarla. Aquel era el peor momento para eso, estaba a punto de desvelarle algo que podría cambiar su vida, al menos rescribiría su pasado.

—Mauricio —‌susurró—, tengo que contarte algo.

Suave, pero decidida, le apartó.

—Hoy ha pasado algo.

Mauricio frunció el ceño y se agachó para recoger la pipa del suelo.

—Cuando he vuelto a la sala donde estaba el sarcófago vacío, me he encontrado con… tu padre.

Mauricio siguió sin decir nada, pero su mirada se convirtió en dura piedra. Maite se mordía el labio nerviosa, sin saber si iba a cometer un error.

—Me ha sorprendido verle allí, arrodillado junto al cadáver.

—¿Te ha hecho algo? —‌La frialdad de su voz la hizo recordar al Mauricio que conoció en la casa de Muhsin.

—¡No! —‌No quería que se confundiese—. No se trata de eso. Siéntate.

Acercó su silla a la del hombre y se colocó frente a él.

—Yo me he puesto a examinar más detalladamente a la mujer.

—¿Y?

—He descubierto que tenía un anillo de casada. —‌No quitaba los ojos de los suyos, como si quisiera controlar sus emociones—. Me ha sorprendido que tuviese un marido que pudiera estar buscándola.

—¿Qué tiene eso que ver con mi padre? —‌Mauricio no comprendía nada de nada.

—Cuando le he visto allí, junto a ella estaba emocionado, al borde de las lágrimas.

El arqueólogo frunció el ceño sorprendido de que su padre fuese capaz de llorar, pero sin comprender cuál era el misterio.

—Le he oído decir un nombre.

Los ojos de Maite hablaban, no dejaban de hablar, pero el mensaje que emitían era indescifrable para él.

—Ha dicho «Sofía», Mauricio.

El color fue desapareciendo del rostro del arqueólogo.

—Quizás esa mujer, rubia —‌hizo hincapié en el color de su pelo—, era una arqueóloga y quedó atrapada en esa tumba, mientras en algún lugar, alguien la esperaba, un hijo tal vez.

Mauricio la observó atentamente, le pareció que tenía los ojos más negros que jamás había visto. Y sus pestañas eran largas y rizadas. Tenía profundas ojeras, debía de estar cansada de todo el día. Había querido besarla, pero no le había dejado. Quería contarle todas esas incongruencias. Maite extendió su mano y ese contacto atravesó sus recuerdos, que se hicieron visibles, mostrándose como un cuadro mediocre en una exposición abarrotada de público. Se vio expuesto a los posibles y dolorosos comentarios de quien, frente a él, le observaba con una mirada que amenazaba con hacerle pedazos. Se levantó y entró en la tienda, ante el gesto nervioso de quien había abierto el cofre de todos los males. Un minuto y salió con dos linternas.

—Toma. —‌Le dio una a ella y se alejó.

Maite quedó petrificada. Esperaba otra reacción, más visceral, más evidente. Echó a andar tras él. Mauricio sentía el cuerpo en llamas, el sudor había empezado a brotar en pequeñas gotas que la camisa iba absorbiendo. Mantener el exterior impertérrito requería un esfuerzo interno extraordinario. Caminaba a buen paso, aunque sus neuronas corrían a gran velocidad. Bajó los escalones de la cripta sin comprobar si Maite le seguía. Atravesó la puerta de entrada y continuó caminando por el pasadizo hasta llegar a la sala del sarcófago. Allí se detuvo en seco ante el cadáver desconocido. Maite le vio arrodillarse junto al cuerpo, por el lado donde la mancha se había extendido. Mauricio observaba cada detalle, como un profesional, buscando rastros, detalles del ser que ocupó aquel cuerpo. Como lo había hecho antes otras veces, con personas que requerían un esfuerzo histórico de memoria. Aquel era otro tipo de esfuerzo. Más íntimo. Allí no había carne que resucitar, no había ninguna mirada que reconocer. Era un simple esqueleto recubierto de piel seca, con ropa que podría recordar sin saber si el recuerdo era auténtico. Mauricio miró la mano y vio el anillo. Maite se había acercado y se colocó en la misma posición que él estaba, pero al otro lado.

—Quizá tenga una inscripción —‌dijo.

El arqueólogo cogió aquella mano olvidada, con mucho cuidado. A Maite se le iba acelerando el corazón y dirigió la luz de su linterna al gesto del hombre. Él cogió el anillo y lo sostuvo en la palma abierta, ya sabía la respuesta, la intuía, pero retenía ese momento tratando de que su corazón bombease la sangre adecuada y no provocase una huida masiva de glóbulos rojos. Cerró los ojos y respiró hondo antes de mirar en el interior de la joya.

—«Treinta del cinco de 1962 —‌leyó—, Carlos».

La mano se cerró alrededor de la alianza, parecía querer fundirla con su calor. Maite contuvo sus propias lágrimas viendo los ojos anegados de Mauricio. El arqueólogo la miró sin verla, era como si de pronto se hubiese hecho transparente. Miró el cadáver en el suelo, extendió la mano como si quisiera acariciar algo, pero sin hallar ningún lugar para hacerlo. La anticuaria no se atrevía ni a mover un músculo. Mauricio se puso de pie, el anillo seguía apretado en su mano, se fue hacia el pasadizo y Maite corrió para impedirle el paso.

—Habla conmigo, Mauricio.

—No quiero hablar. —‌La voz le salía ronca de tanto aguantarse las ganas de llorar.

—Por favor, inténtalo. —‌Maite limpió sus lágrimas y le cogió de la mano—. Ven, vamos a sentarnos.

Mauricio se soltó con violencia e intentó de nuevo salir, pero Maite volvió a colocarse en la entrada cortándole el paso.

—Escucha, tienes que sacarlo, te hará mucho daño…

—Si no te apartas, a ti sí va a hacerte daño.

Maite se sentía responsable por habérselo dicho. Imaginaba lo que corría por sus venas y trataba de impedirlo.

—¿Qué quieres hacer? —‌preguntó.

—Voy a ir a buscarle. —‌Las palabras salieron a mordiscos.

—Se ha marchado del campamento. Es de noche, no puedes ir a ningún lado.

—Puedo ir donde me dé la gana.

—No, no puedes. Escúchame. Necesitas pensar en todo esto antes de hacer nada.

—Apártate.

La mirada era tan terrorífica que a Maite le temblaron las piernas, pero en lugar de amilanarse, se enroscó dispuesta a sacar todas sus púas.

—¿Qué vas a hacer? ¿Vas a hacerme daño? Porque no voy a moverme de aquí.

—Apártate.

—¿No crees que tu madre se merece al menos que la acompañes una noche?

La mandíbula del arqueólogo era tremendamente resistente a juzgar por la presión que aguantaba.

—Ha pasado aquí muchos años abandonada y olvidada. Podrías al menos acompañarla una noche. —‌Le cogió la cara y le obligó a volverse—. Ya tendrás tiempo de pedirle cuentas a él, ahora es a ella a quien necesitas.

Mauricio miró a su madre y consiguió verla como la tenía en su recuerdo. Se acercó despacio como si le pesaran las piernas. Se arrodilló junto a ella, ahora derrotado. Los sollozos apenas audibles del arqueólogo soltaban la rabia de un niño que había cargado con el peso del rencor hacia la persona que más había querido. Lo dejaba caer con sus lágrimas y a cambio recibía una carga mucho más pesada: la conciencia de la propia injusticia, el saber que había fomentado el desamor hacia quien no tenía culpa.

Cerró la Biblia, los ojos se le cansaban con facilidad. Quizá, ya la habían descubierto y, posiblemente, no habrían encontrado nada de lo que buscaban. Necesitarían ayuda, él lo había encontrado por casualidad, pero fue tan estúpido como para perderlo. ¡Estaba tan furioso con ella! Aún era capaz de revivir aquel momento, incluso el sonido de ella rompiéndose. ¡Qué caro había pagado aquel descuido! ¡Qué distinta habría podido ser su vida! Pero para él ya no había tiempo. ¿Debería haber vuelto? ¡No! Eso le habría puesto en la picota —‌sonrió—. Después de todo, su vida no había sido tan mala, hubiera sido mucho peor en una cárcel de Egipto.

—¿Qué piensas que pudo ocurrir?

Maite, sentada en el suelo, recostada en la pared, sostenía la cabeza de Mauricio en su regazo y acariciaba su melena rubia con dulzura.

—No lo sé. No puedo imaginar un motivo para que la abandonase aquí dentro. —‌No pudo contener un gemido.

—Quizá ya estaba muerta y no pudo hacer nada. Si no la hubiese abandonado él también habría muerto.

—¿Y cómo murió? ¿En su última discusión llegó a las manos? —‌Mauricio se sentó bruscamente.

—No piensas que… —‌Maite no se atrevió a terminar la frase.

—No sé lo que pienso.

Hacía dos horas que estaban allí metidos. Seguramente, todos dormían ya. Maite había conseguido que Mauricio se quedase y sacase la mayor cantidad de rabia posible, antes del encuentro que seguro se produciría al día siguiente con su padre. Carlos se había marchado, pero estuviese donde estuviese no había duda de que Mauricio le encontraría.

—Aunque la trampa de descarga se activase y no pudiese llevársela no puedo entender que no volviese a buscarla.

Maite no tenía respuesta para eso. La actuación de Carlos le parecía tan cruel que no encontraba justificación en ninguna de las ideas que se le venían a la mente. No solo había abandonado a su esposa, viva o muerta, dentro de una tumba en medio del desierto. Además había hecho creer a su hijo que su madre le había abandonado. Y le había desfigurado la cara. Y lo había metido en un internado sin volver jamás a por él. No, definitivamente, Carlos Guzmán era el mayor cabrón que había conocido jamás.

Mauricio apareció temprano, como siempre, sin demostrar que apenas había dormido cuatro horas. Maite, en cambio, tenía unas ojeras nada disimuladas, una señal en su rostro indicadora de la mala noche que había pasado. El arqueólogo anunció que debía ir a El Cairo para hablar con las autoridades sobre el cuerpo que habían encontrado en la tumba y estaría todo el día fuera de la excavación. Dio órdenes a todo el mundo de cómo se tenía que hacer el trabajo y avisó a uno de los soldados de que pensaba marcharse. Maite esperaba que hablase con ella de forma más privada, pero ni siquiera se le acercó. Cuando le vio caminar hacia el jeep no pudo contenerse y le alcanzó a la carrera.

—¿No vas a decirme nada? —Se puso frente a él.

—¿Hasta luego?

Los ojos de la anticuaria demostraban su preocupación.

—¿Vas a ir a buscarle?

—No creo que mis problemas familiares sean cosa tuya, Maite.

—Piensa bien lo que haces, Mauricio.

—¿Algún consejo más?

Maite cerró los ojos y respiró hondo. Era evidente que el acercamiento de la noche anterior se había convertido con la mañana en una sima profunda.

—No me has dado órdenes respecto a mi trabajo.

—Puedes trabajar por libre. —‌Hizo un gesto de impaciencia—. ¿No es lo que haces siempre?

—Creí que podíamos ser amigos, después de lo de ayer.

—Ya te expliqué lo que significa para mí esa palabra. No creo que tú y yo entremos en mi definición de amigos.

Maite asintió con la cabeza y se dispuso a volver al campamento.

—No pienses que no te agradezco lo que hiciste por mí. —‌Las palabras de Mauricio la detuvieron, pero no se volvió a mirarle—. Estoy encima de un volcán a punto de estallar, no quiero a nadie a mi lado.

La anticuaria esperó unos segundos y continuó su camino. Por orden de Mauricio no se dejó entrar a nadie en la tumba más que a Táreq, Rebeca y Maite; dos soldados custodiaban la entrada. Los demás siguieron buscando restos en las parcelas, mientras los tres autorizados revisaban palmo a palmo la cripta. Maite estuvo toda la mañana centrada en anotar los detalles de las pinturas. Eran anotaciones personales y por ello contenían una serie de simbolismos referentes a sus propias teorías. Con el trabajo pudo olvidarse, prácticamente todo el tiempo, de lo que podía estar ocurriendo en esos momentos entre Mauricio y su padre. Rebeca había intentado sonsacarle, era demasiado evidente que sabía algo que los demás desconocían.

—¿Hace mucho que conoces a Mauricio? —‌preguntó Maite.

—Bastante.

—Es un hombre de carácter muy variable. —‌Maite dejó las anotaciones.

—No me lo parece, siempre es igual de capullo.

Maite la observó trabajar, no perdía la concentración a pesar de sus interrupciones.

—¿Por qué elegiste la arqueología?

—¿Y por qué no? Es una profesión como otra cualquiera.

Dejó las herramientas en el suelo y agachó la cabeza para sujetarse el pelo en una coleta alta. Después se puso a horcajadas frente a Maite.

—Mira, a mí el rollo amiguitas que se confiesan secretos no me va, no me ha ido nunca. Mi madre decía de mí que era un machopingo porque prefería la compañía masculina. Me entiendo bien con ellos, ¿sabes por qué? No les interesan las chorradas del tipo «no sé lo que siento». Cuando quieren algo, lo piden directamente. Las tías son diferentes, siempre dando la vuelta a la tortilla, siempre sacando conclusiones equivocadas…

—¿Te acuestas con él? —‌Quería preguntas directas, ¿no?

—¿Y tú?

—Alguna vez.

—Lo mismo.

—Así ya sabemos dónde estamos. —‌Maite volvió a su libreta.

—Yo siempre he sabido dónde estoy. Creo que la única que se pierde eres tú. Mauricio es un egoísta independiente, no está por la labor de comprarse una casita y tener la parejita…

—Pero ¿tú de qué vas? Yo no quiero nada de Mauricio —‌Maite perdió los nervios—, me gusta, es un hombre atractivo, pero de ahí a…

—Me alegra que lo veas así. —‌Rebeca sonrió con cinismo, era evidente que no se creía una palabra.

Maite comprendió que no podría ganarse al enemigo.

A la hora de la comida Táreq se sentó a la mesa con la anticuaria, a pesar de que había vuelto a su sistema de aislamiento particular, sentándose en el lado opuesto al resto de los comensales.

—He visto que tomas notas.

—Sí, me parece que las pinturas son muy interesantes. —‌Maite intentó ser amable.

—Es difícil encontrar algo cuando no sabes lo que estás buscando.

—Supongo que cualquier cosa serviría. Algo que nos explique con qué idea se construyó esa tumba.

—¿Y no crees que se construyó para lo evidente?

—No. Yo tengo mi propia teoría.

—¿Y es?

—Es mía, nada más. —‌Maite sonrió—. ¿Hace mucho que trabajas con Mauricio?

—Tres años, pero hace más de diez que nos conocemos.

—Mauricio me explicó que estudiaste en París.

—Sí, viví allí muchos años con mi madre.

—¿Tu madre era francesa? —‌Maite dio un mordisco a un trozo de pan, sin demasiado apetito.

—No. Mi madre era egipcia. —‌Sonrió—. También estuve unos años en Madrid, conocí a una turista española y me enamoré. Hice las maletas y me presenté en su casa en España.

—¿Y no se alegró de verte?

—¡Sí! Fue una bonita historia —‌hizo un gesto con el tenedor—, hasta que se terminó. Entonces volví a París. Hace tres años murió mi madre y decidí volver a Egipto.

—Y empezaste a trabajar con Mauricio.

—¡Exacto!

—¿Qué opinas de él?

Táreq frunció el ceño, pareció no gustarle mucho esa pregunta.

—No me malinterpretes. Tú le conoces de un modo diferente a como le he conocido yo. Me gustaría tener una opinión objetiva.

El egipcio se encogió de hombros.

—No sé si puedo darte una opinión objetiva, trabajo para él.

—¿Le consideras un amigo?

—Si te contestase que sí, sería un jactancioso, y se te dijese que no, sería un necio. Así que mejor no contestar a eso.

Maite se sorprendió enormemente de su respuesta, que no era la que hubiese esperado de él. Quizá lo que la hizo más sorprendente fue la mirada con la que acompañó aquella afirmación, una mirada que distaba mucho de ser amigable. Durante la tarde no pudo evitar pensar en ello muchas veces y siempre intentaba convencerse de que era Mauricio quien no era digno de confianza y que, simplemente, los demás también eran conscientes de ello. No obstante, y a pesar del esfuerzo, siempre acababa sintiendo un rechazo visceral hacia la actitud de Táreq que a partir de ese momento empezó a ser diana de su desconfianza.

Era ya de noche y Maite seguía dentro de la cripta, revisando con su linterna las paredes de la sala del sarcófago. Se acercó a la enorme caja de piedra en la que estaba grabado el cartucho de Nefertiti que tan bien conocía y descubrió en una de las esquinas una mancha de color similar a la que había en el suelo junto al cadáver de la que ahora sabía era Sofía. Algunas gotas habían caído desde la esquina, bajando por el ángulo exterior del sarcófago y se habían secado en el recorrido. Maite miró un momento a la mujer y después la piedra y pensó que debió golpearse contra el pico y eso provocó la hemorragia. Sin embargo, al revisar el resto del sarcófago descubrió algo en uno de los laterales, sobre el símbolo que caracterizaba a Atón: un círculo con volumen y largos brazos acabados en manos protectoras. Sobre ese sol también había manchas de sangre. ¿Cómo era posible que se golpeara dos veces al caer? ¿Cómo en dos lugares distantes el uno del otro? Intentó reproducir la escena, hizo como si resbalara y se golpeara con la esquina del sarcófago, luego caminó hacia el lugar donde estaba la otra mancha y volvió a hacer la representación. Con la sangre del primer golpe, mancharía el astro solar. ¿Para qué iba a caminar después de golpearse la cabeza? ¿Qué sentido tenía? Lo normal es que cayera al suelo. Tocó la figura abombada del sol en el sarcófago y le pareció que se movía. Acercó más la linterna y resiguió con el dedo el contorno del disco. Notó que estaba suelto e intentó tirar de él, pero se le resbalaban los dedos y no podía ejercer suficiente presión. Debía buscar un objeto, algo punzante que cupiese por las rendijas y le permitiese tirar hacia fuera. Había visto algo que podía servirle en la tienda de Mauricio, era algo parecido al bisturí de un cirujano. Tardó apenas diez minutos en estar de vuelta frente al sarcófago. Introdujo con mucho cuidado aquella herramienta por uno de los laterales del jeroglífico y con suavidad empezó a tirar ayudándose con los dedos desde el otro lado. Poco a poco la piedra empezó a moverse. Se detuvo al oír un ruido. Venía de la sala de entrada, esperó para ver quién llegaba.

—¿Quién es? —‌preguntó y esperó respuesta—. Estoy en la sala del sarcófago.

Nadie contestó. Tras unos segundos afinando el oído continuó con la tarea de sacar la piedra hasta que, finalmente, pudo sostenerla en las manos. Tenía la forma de un cilindro y al darle la vuelta comprobó que estaba hueca. En su interior se hallaba un papiro enrollado que extrajo con sumo cuidado y tremenda emoción. Dejó la piedra en el suelo muy despacio y se arrodilló con el papiro en las manos. Muy lentamente lo fue desenrollando, temía que se rompiese por completo entre sus manos. Deseó que Adrián estuviese allí para compartir con él ese momento. Lo primero que comprendió era que no podía leerlo, pero la fascinación que aquellos símbolos ejerció en ella se vio aumentada por el plano que habían dibujado en el centro. Pudo reconocer fácilmente los flecos del Nilo, que recordaban la flor del papiro, y algunos símbolos como la cruz de vida situada en el lugar donde se hallaba la ciudad de Akhetatón. Localizó Tebas y otras ciudades que conocía bien, pero le sorprendió la cruz marcada sobre la península del Sinaí. Estaba muy concentrada en aquel mapa, demasiado, para darse cuenta de que alguien había entrado en la sala de un modo sospechosamente silencioso y se acercaba con muy malas intenciones. El intruso la agarró desde atrás y colocó un trapo sobre su cara, tapándole la nariz y la boca. Intentó zafarse, pero su atacante era mucho más fuerte que ella. Percibió un extraño olor y adivinó que aquello iba a dejarla inconsciente justo un segundo antes de que sus piernas se doblasen y cayese como un fardo contra el suelo. El agresor recogió el papiro y salió tan sigilosamente como había entrado. Tenía poco tiempo para ocultarlo y, aunque el lugar ya estaba elegido, no podía correr riesgos.

Cuando Mauricio regresó al campamento, se preparaban para cenar. Nadie se percató de su llegada y tuvo que ser él quien fuese en busca de su equipo. No se atrevían a preguntarle de dónde venía, su rostro no era el de alguien dispuesto a tener una amigable charla. Él fue quien hizo las preguntas respecto al trabajo, qué había conseguido cada uno y a qué habían dedicado sus esfuerzos. Dio unos cuantos gritos, algún sermón y después se quedó solo con Rebeca, dentro de la tienda.

—¿Dónde está Maite?

—Abajo. Lleva allí toda la tarde. Nosotros lo dejamos a las seis, pero ella quiso seguir.

—¿Qué hace?

—No tengo ni idea, no para de tomar notas. Se sienta en el suelo y repasa con la linterna cada una de las imágenes, después escribe y escribe. —‌La pelirroja se encogió de hombros.

—¿Ha pasado algo que deba saber?

—Que yo sepa, no. —‌Dudó un momento, pero acabó por decidirse—. ¿Dónde has estado, Mauricio?

—No quiero hablar de eso.

—Ya veo. —‌Se mordió el labio—. Antes me tenías confianza.

El arqueólogo la miró un instante, pero fue suficiente para ella.

—Ahora, no confío en nadie —‌concluyó, y salió de la tienda hacia la tumba.

La encontró en el suelo, con las piernas dobladas y la cara sobre la arena que se colaba por todos los resquicios.

—¡Maite!