Capítulo XII

La tumba compartida

… él abre para ti las puertas del cielo,

hace un camino para ti para que puedas ascender…

Textos de las pirámides

—¡Perdón por el retraso!

Maite se sentó rápidamente a la mesa. Vincent y Mauricio ya habían terminado su desayuno y charlaban tranquilamente mientras la esperaban.

—Parece que se te han pegado las sábanas. —‌Sonrió su anfitrión—. Ya me han dicho que trasnochasteis.

Maite miró a Mauricio que le sonrió con complicidad.

—No he oído ningún ruido, esta casa es muy silenciosa. —‌Maite se sirvió café con leche y cogió un bollo de mantequilla.

—He hablado con el hospital y me han dicho que Adrián está mucho mejor. A pesar de eso deberá pasar unos días ingresado. —‌Vincent se levantó—. Si queréis podéis venir conmigo a visitarle y después emprendéis el regreso a vuestro trabajo. No es necesario que os quedéis esperando su recuperación, que puede tardar bastantes días.

—Voy a prepararme y saldremos dentro de media hora.

Mauricio se levantó cuando el otro hombre hubo salido y se sentó junto a Maite.

—Así que se te han pegado las sábanas —‌susurró riendo.

—Me desperté al oír la puerta de mi cuarto.

—¿No estabas lo bastante relajada?

—Me despejé. —‌Maite mordió el panecillo y se colocó frente a frente con el arqueólogo, que trataba de intimidarla.

—Fue una noche muy agradable.

—No estuvo mal.

—Espero que podamos repetirla.

—¿A ti no te costó dormirte?

Mauricio se apoyó en el respaldo de la silla.

—Pues la verdad es que no, me dormí enseguida.

Maite sonrió, si el arqueólogo la conociese lo suficiente habría sabido leer en aquella sonrisa.

—Ya, pero ¿no tuviste que «entretenerte» un poco antes de dormir?

El arqueólogo hizo una mueca antes de contestar.

—No, ya me había «entretenido» bastante. En cuanto me tumbé caí rendido.

Maite se volvió hacia el plato para dejar el resto del panecillo y frunció el ceño sin que él la viese. Así que hacía algo inconfesable. ¿Qué buscaba en aquel despacho? No imaginaba a Mauricio Varona como un vulgar ladrón. ¿Alguna cosa de valor arqueológico, quizá? Se levantó de la silla lentamente y se dirigió a la ventana. Alexander estaba fuera hablando con el chófer, seguramente dándole las instrucciones para la visita al hospital. Pensó en Adrián, recordó por qué estaban allí: le habían envenenado. Se volvió a Mauricio, que la observaba desde la silla con una mirada intensa que demostraba una clara atracción hacia ella. Sin decir palabra abandonó la habitación y fue a preparar su mochila.

—¿De verdad no quieres que espere a que estés mejor?

Maite sujetaba la mano de su amigo, que la miraba sonriendo ante su preocupada expresión.

—Que no, aquí estoy bien. Mi padre ya se encarga de que me atiendan como me merezco —‌ironizó—. Debes volver, no podemos perdernos nada de lo que ocurra. Ya sabes que no me fío de Mauricio.

—¿Crees que puede tener algo que ver en el envenenamiento?

—No me sorprendería.

—Pero ¿para qué?

—Para quitarnos de en medio. Debes ir con cuidado. No confíes en nadie y sobre todo desconfía de él.

—Al menos estará Vincent para cuidarte.

—¡Menudo enfermero me has buscado! —‌Soltó una carcajada.

—Espero verte pronto por allí. Cuídate mucho, Adrián.

Le dio un largo beso en la mejilla, que él hubiese preferido menos casto, y salió. El viaje en jeep no prometía ser muy ameno. Mauricio hizo varios intentos de aproximación, pero se vio sorprendido por el radical cambio de actitud de Maite. La miraba desconcertado, sin comprender cómo podía cambiar tanto su estado de ánimo de la noche a la mañana. Su humor se fue agriando según avanzaban y las secas contestaciones de la anticuaria no ayudaban a suavizarlo. De modo que cuando el jeep pasó por Tall Bani ‘Umran, Mauricio Varona tenía ya soldadas ambas mandíbulas de tanto apretarlas.

—¿Piensas decirme qué narices te pasa? —‌Mauricio se enfrentó a ella.

—A mí no me pasa nada. —‌Maite miró por la ventanilla haciéndose la distraída.

—Anoche no te comportabas así conmigo.

—Anoche era anoche.

—Eres realmente una erizo orejuda del desierto.

—Y tú eres un mentiroso compulsivo.

Mauricio la miró sin comprender.

—Te vi —‌dijo Maite esperando que reaccionara.

—¿Y?

—Después. Fuiste al despacho de Vincent.

—Creí que dormías. ¿Me estabas espiando? —‌Mauricio detuvo el coche ante la sorpresa de los soldados que les seguían.

—No se trata de eso.

—Ah, ¿no? ¿Y de qué se trata? —‌Se giró hacia ella.

—¿Por qué me mientes? ¿No puedes decir lo que hacías allí? ¿Qué buscabas?

—Un libro.

—No seas estúpido.

—Fui a buscar algo para leer.

—¿Y por qué tengo la sensación de que vuelves a hacerlo?

—¿El qué?

—Mentir.

—Estás obsesionada.

Maite se volvió dejándole por imposible, pero Mauricio siguió.

—Buscaba algo para leer. No podía dormir, eso es todo.

—¿Y por qué no me lo dijiste esta mañana?

—No creí que tuviese que rendirte cuentas.

—Ya, hay quien se fuma un cigarrillo y otros buscan libros en despachos a altas horas de la madrugada, abriendo cajones y puertas en lugar de mirar en el sitio más lógico: las estanterías.

—Está bien, piensa lo que quieras.

Mauricio puso el todoterreno en marcha e hizo un gesto por la ventanilla a los que les seguían. Maite no tenía ya ninguna duda de que mentía. Se juró a sí misma no olvidarlo en adelante y tomar en consideración la posibilidad de que Mauricio Varona fuese un delincuente, incluso un asesino.

Cuando llegaron al campamento todo había cambiado. El trabajo era frenético, el ambiente estaba encendido y tanto Maite como Mauricio sintieron que se habían perdido algo importante.

—¡Hombre! Los desertores. —‌Carlos Guzmán, el único que andaba ocioso, se acercó a ellos.

—¿Qué ha pasado aquí? —‌preguntó Mauricio.

—Pues que han encontrado algo.

El arqueólogo no esperó a que continuara y salió corriendo hacia el lugar de la excavación. Rebeca daba órdenes a diestro y siniestro y no se dio cuenta de la llegada de su socio. Maite ahogó una exclamación al ver los peldaños de una escalera que bajaba hacia algún lugar, para meterse en la roca de la montaña. Se volvió hacia Mauricio.

—¿Qué es esto?

—Una escalera.

—Eso ya lo veo.

—Es todo lo que sé, de momento.

—Estamos fortaleciendo los laterales para que no se nos vengan encima cuando bajemos. —‌Rebeca ni se volvió al contestar.

—¿No deberían darme algo de información? —‌Maite increpó a Mauricio.

—No sabrías qué hacer con ella. —‌La arqueóloga la miró con una irónica sonrisa y acercó sus labios a los de Mauricio.

Rebeca le explicó cómo habían sucedido las cosas, respondiendo a las preguntas del hombre.

Las labores en una excavación son rutinarias, necesitan constancia y paciencia y ambos requisitos se llevan mal con el excesivo entusiasmo que produce un hallazgo importante como aquel. Rebeca había tenido que pedir calma para que hiciesen el trabajo como hasta ese momento. Por la prisa al desenterrar lo que desde un principio supieron que podía ser una escalera de entrada a una tumba, podía perderse material de importancia. La arqueóloga explicó rápidamente a su colega todos los pasos que habían seguido.

—No hemos tocado la entrada —‌terminó—, prefería esperar a que tú estuvieses aquí.

—Ya, supongo que quieres que yo vaya delante, ¿no? —‌sonrió—. Por si se cae el techo…

Maite volvió a coger su cámara e intentó disimular la tensión que la fantasía estaba provocando en su cabeza. Ya había conseguido integrarse más o menos en aquel grupo gracias al trabajo. Reconocía lo eficaz que podía llegar a ser Rebeca, delicada y a la vez enérgica y fuerte. Ella le enseñó cómo se coge una simple paleta, herramienta del arqueólogo por excelencia, para rascar una fina capa de suelo con el filo y romper partes endurecidas con el ángulo. Aprendió que con la mitad de una lata de tomate y un mango que Rafik clavó en medio, se puede vaciar tierra de un hoyo profundo. Y muchas más cosas que hicieron que el grupo la fuese aceptando como uno más. Hacía mucho calor, como siempre, pero desde el momento en que comprendieron que habían encontrado lo que estaban buscando, las quejas disminuyeron hasta desaparecer.

—Creemos que se trata de un sepulcro —‌Rebeca informó a Maite—. Hemos abierto un cuadrado junto a la puerta y hemos introducido una luz para poder echar un primer vistazo.

—Los arquitectos utilizaron el sistema de descarga de arena para proteger la tumba. —‌Mauricio asintió ante las explicaciones de Táreq—. Si la puerta se abría, en unos minutos quedaba enterrada. Por eso muchos ladrones de tumbas hacían un orificio en la pared sin tocar la puerta y se colaban por él. En este caso forzaron directamente la puerta y no utilizaron ningún tipo de contención. Debían de tener mucha prisa.

—Y poca experiencia —‌puntualizó Rebeca.

—¿Quieres decir que esa tumba se convirtió en una trampa para alguien? —‌Maite se estremeció.

—No, si fueron lo suficientemente inteligentes para volver sobre sus pasos. Lo que es bastante seguro es que no se llevarían nada, no tendrían tiempo.

—Lo que me extraña es que no volviesen después, mejor preparados, a no ser que no haya nada por lo que volver. —‌Mauricio se frotó la barba.

—Yo he pensado lo mismo —‌afirmó Rebeca.

—¿Cuándo vais a entrar? —‌Todos se volvieron hacia Maite.

—Estábamos esperando a Mauricio —‌aclaró Táreq.

—Antes quiero un café. —‌Mauricio se giró.

—Tienes que ver una cosa. —‌Rebeca agarró a su amigo del brazo y lo llevó hacia su tienda.

Maite les siguió a pesar de no haber sido invitada.

—¡Ah! Por cierto —‌dijo—, Adrián está mejor, gracias por preguntar.

La pelirroja le lanzó una mirada divertida y soltó una carcajada. En la puerta de la tienda esperaba Carlos Guzmán.

—¿Todavía por aquí? —‌Mauricio se detuvo junto a él—. ¿Qué narices haces que aún no te has ido?

—¿Te molesto?

—¡Qué pregunta! ¡Claro que me molestas!

—¡Hombre, gracias! —‌Siguió sin inmutarse, fumando tranquilamente y sin apartar los ojos de aquellos otros tan iguales.

—Estoy trabajando y no necesito distracciones, así que haces el favor y te vas.

—Hace mucho tiempo que no estoy en una excavación, Mauricio. ¿Vas a echar a tu pobre y viejo padre, que lo único que quiere es verte trabajar?

La mirada del arqueólogo podría haber incendiado el desierto Arábigo por completo, si se hubiese encontrado en su camino con algo que prender.

—¿Qué crees que buscamos? —‌La sonrisa estaba cargada de ironía.

—No tengo ni la menor idea.

Mauricio pareció sopesar la situación y, finalmente, accedió.

—Está bien, puedes quedarte hoy.

—¿Hoy? ¿Por qué solo hoy?

—Porque lo digo yo. —‌Se dio la vuelta para irse.

—Tengo entendido que esta excavación no es solo tuya.

Mauricio detuvo sus pasos y se volvió lentamente.

—Me parece que también es de la erizo.

—No la llames así.

—¿Tienes algún interés especial en esa mujer? —‌Ahora el que sonreía con ironía era el padre.

Maite se miró para comprobar que no se había vuelto transparente.

—Ninguno. Pero no te acerques a ella —‌le señaló con el dedo—, te lo advierto.

—¡Huy, huy, huy! ¡Qué agresivo!

Mauricio le hizo un gesto y después entró en su tienda. Carlos siguió a su hijo con la mirada y tiró el cigarrillo.

—¡Pobre estúpido! El día que tú puedas decirme lo que tengo que hacer, estaré cagándome en los pantalones.

Maite se detuvo junto a él antes de entrar en la tienda.

—Creo que mañana será un buen día para marcharse, señor Guzmán.

El arqueólogo estaba junto a la cafetera sirviéndose una taza de café y apenas si giró la cabeza al oírles entrar.

—Aceptaré una taza, hijo.

—No te conviene, podría hacerte daño.

La mirada que le lanzó Mauricio hubiera debido fundirle, pero parecía ser inmune a la presión de su hijo. Táreq ignoró a ambos hombres y pasó a enseñarles algunos objetos que habían encontrado al excavar en las parcelas E y D 12. Estaban todos dispuestos sobre una mesa: un reloj de pulsera, que a simple vista parecía de oro; una cuerda, un pico y una pala. Maite cogió el reloj de pulsera y lo observó con detenimiento.

—Habéis hecho todo un descubrimiento. ¡Lo que cualquier arqueólogo ansía!

Carlos se sirvió él mismo una taza de café y se sentó en una silla colocando los pies sobre la mesa que contenía los hallazgos, según era su costumbre y su mala educación.

—¿Aún recuerdas lo que ansía un arqueólogo? —‌Mauricio se apoyó en la mesa del café.

—Eso nunca se olvida, hijo. Se lleva en la sangre.

—¿Por qué lo dejó? —‌Maite fue la que preguntó y desde su posición no pudo ver la mirada de desaprobación de Mauricio.

—Ya no me interesaba.

—Seguro. —‌Rio el hijo.

—Mi hijo no me cree. —‌Sacó una petaca del bolsillo y aliñó el café—. La arqueología es una pasión, eri… ¿Maite? —‌ella asintió—, además de una profesión. Si no se te remueve algo en el estómago, entonces no vale la pena embarcarte en búsquedas que muchas veces solo servirán para llevarte al agotamiento.

—¿Cuántos años hace de eso?

—Pues… —‌Pareció contar los años que habían pasado.

—Veintiocho. —‌Mauricio contestó y se tocó la cicatriz del rostro.

Carlos bajó la cabeza y pareció que el recuerdo de aquel momento también estaba grabado en su mente aunque no hubiera un signo externo como pasaba con su hijo. Se levantó y salió de la tienda.

Mauricio guio los trabajos de apertura de la puerta; dando órdenes no había quien le aventajase. Hacía trabajar a todo el mundo a un ritmo constante y no dejaba al azar ninguna maniobra. Apuntalaron la entrada prevenidos como estaban del mecanismo de descarga que habían sufrido los anteriores «investigadores». En principio era improbable que pudiese haber más trampas de ese tipo, pero conocía casos curiosos en pirámides que aparentemente no ocultaban nada. Era el caso de la Pirámide Roja que Mauricio puso de ejemplo, aunque él opinaba que no había sido bien «registrada». Maite le observaba trabajar y llegó a la conclusión de que su autoridad era respetada por el esfuerzo personal que realizaba junto a los demás trabajadores. Participaba del trabajo como uno más, a pesar de ser quien llevaba la voz cantante. Pasaron el resto de la jornada habilitando la entrada, protegiéndola de posibles «sorpresas» preparadas para dar la malvenida a los incautos que entrasen sin ser invitados. Formaron una cadena en la que iban pasándose los cestos llenos de arena, que volcaban en un lugar alejado de las parcelas. Maite trabajó como una más y por primera vez se sintió miembro de aquel equipo que la había mantenido a una cordial distancia. En el interior de la sala trabajaban Mauricio, Hakim y Táreq y ellos fueron los que determinaron el final de la labor que habían empezado por la mañana temprano, cuando la misma estuvo lo suficientemente limpia como para comenzar a estudiarla. Maite preguntó cuál era el criterio de trabajo que seguía un arqueólogo y Rebeca fue quien le contestó.

—Primero debes limpiar la zona que quieres conocer. Cada parte ha de verse como un todo, hasta que no tienes bien claro dónde estás y si debes proteger ese lugar de algún modo, no has de avanzar. Se han perdido grandes tesoros por «manazas» estúpidos cargados de prisa.

La anticuaria ayudó a sacar algunos objetos que deberían ser catalogados. Limpió y colocó las piezas que revisarían otros que entendían más que ella y, finalmente, se rindió. Le dolían las piernas, las manos, los brazos e incluso la cabeza. Estaba mortalmente cansada, pensó en la noche anterior y lo poco que había dormido le dio la pista de su agotamiento. Se fijó en Mauricio, también parecía cansado, pero estaba enfrascado en su trabajo y parecía no notarlo. Cuando empezó a oscurecer se llamó para la cena. Cenaban todos juntos en una misma tienda en la que Jamal, el cocinero, era el único señor. Maite se sentó en el lado más solitario de la mesa, no tenía ganas de conversación, pero sobre todo no tenía ganas de batallas verbales, lo que era una costumbre que mantenían constante desde que iniciaron la expedición. Los más beligerantes: Táreq y Adrián, aunque Mauricio y Rebeca no se quedaban atrás. El más «tocanarices», Carlos Guzmán, sin duda. Comió un primer plato de algo que identificó como berenjena con «algo más» y se levantó sigilosamente esperando pasar desapercibida. Se dirigió a su tienda, sacó una silla y una manta. Quería sentarse un rato al fresco de la noche para meditar. Sentía un cosquilleo en el estómago al preguntarse para quién había sido construida aquella tumba. ¿Quién descansaría en ella? El dulce sentimiento de la espera, saber que pronto lo averiguaría. Quizá descubriría que allí había sido enterrado Amenhotep IV, Akhenatón, el faraón hereje. ¿Sería Nefertiti la que había permanecido en aquel lugar triste y solitario durante siglos? ¿Sola? ¿Abandonada y olvidada por su amado?

—¿Te apetece compañía?

Maite volvió de sus pensamientos sorprendida por la interrupción. A la pregunta no supo contestar a tiempo y Carlos Guzmán ya sacaba otra silla para sentarse junto a ella.

—¿Cansada?

—Sí —‌contestó escueta, quizá si no le daba conversación…

—¿Conocías Egipto?

—Como una turista que ha venido unas cuantas veces.

—Yo llevo aquí veintiocho años.

—Ya.

—Supongo que Mauricio te habrá hablado de mí.

—Algo.

—Y seguro que no ha dicho nada bueno.

Maite no contestó.

—Encima, tiene razón. —‌Carlos sonrió y encendió un cigarrillo—. ¿Fumas?

—No.

—Mejor. ¿Cómo te has metido en esto? Dijiste que eras anticuaria.

—Así es. Una experiencia nueva. —‌Se encogió de hombros.

—¡Ah! —‌Levantó las cejas y asintió como si entendiese de lo que le estaba hablando.

—Mauricio Varona es un arqueólogo muy famoso, no pude desaprovechar la oportunidad.

—Lo que me extraña es una cosa. ¿Cómo es que te invitó a esta excavación si, por lo que se ve, no os lleváis demasiado bien?

Maite se sintió cogida en falso.

—Bueno, cuando me lo propuso nos llevábamos bien.

—¿Y qué ha pasado?

—No creo que sea cosa suya.

—A veces va bien hablar con alguien. Y tú no es que tengas demasiada compañía.

—En realidad tampoco la quería. —‌Maite dejó ya el disimulo, que no la llevaba a ninguna parte.

—Chica directa. —‌Sonrió—. Mira, Maite, no sé por qué no te caí bien desde el primer momento, pero te aseguro que no soy un mal tipo.

—Yo no me fiaría. —‌Mauricio apareció de pronto y Maite dio un respingo en la silla.

—¡Hombre, hijo! Coge una silla y siéntate con nosotros.

—No, mejor tú te vas y me dejas la tuya.

Mauricio le sujetó del brazo y le obligó a levantarse.

—Vale, vale, ya os dejo solos, parejita. —‌Soltó una carcajada y se fue.

—Y yo que quería soledad —‌musitó Maite.

—¿Qué dices?

—Nada, nada. —‌Sonrió forzada.

—Parece que mi padre tiene fijación por ti. Me gustaría saber qué es lo que busca.

—Básicamente, fastidiarte, creo. Aunque no entiendo por qué me utiliza a mí para eso.

—¿Estás emocionada?

Maite frunció el ceño.

—Por el hallazgo. Pensé que para ti sería especial.

—¡Ah! Sí, por supuesto.

—Supongo que estarás cansada —‌estiró las piernas y los brazos— después del trabajo que hemos tenido.

—¿Tú no?

Mauricio la miró y el azul de sus ojos se había vuelto oscuridad en medio de la noche, apenas iluminada.

—¿Le ves a menudo? —‌Maite fue la que preguntó.

—¿A quién? ¿A Carlos?

—Es curioso, yo también llamo a mi padre por el nombre.

—Supongo que es un signo de distanciamiento. En cuanto a tu pregunta, la única respuesta que se me ocurre es que le veo más de lo que me gustaría.

—¿Por qué tiene él ese interés en estar aquí?

—No lo sé. Y prefiero no pensar en él.

—¿Te pidió perdón alguna vez?

—¿Por qué? ¿Por desfigurarme la cara? ¿Por privarme de mi madre? ¿O te refieres al hecho de que me abandonase?

—No te lo pidió nunca, ya veo.

—¿Y el tuyo? —‌Maite se puso rígida—. ¿Te pidió tu padre perdón?

—¿Por qué habría de pedirme perdón? Él nunca me hizo nada.

—Al menos nada visible —‌insistió Mauricio.

—Lo nuestro es otra cosa. —‌Maite se sentía incómoda hablando de eso.

—¿Te culparon alguna vez de lo de tu hermano?

—Nunca.

—¿Nunca? ¿Ningún comentario?

—Ya te he dicho que nunca.

—Perdona, no quería molestarte.

Maite le miró y sonrió con sarcasmo.

—Era exactamente lo que querías.

—Bueno, no lo negaré.

—¿Qué crees que encontraremos allí dentro? —‌Señaló hacia el lugar de las excavaciones.

—No lo sé, dímelo tú. Tú eres la experta. Por cierto aún no he visto ese trabajo tan famoso. —Sonrió.

—¿Te ríes?

—No seas tan susceptible. Es que me hizo gracia que lo conociese hasta Vincent. ¿De qué hablabas? ¿De la esencia femenina de Akhenatón?

—¿Por qué dices eso?

—No sé, hay gente que cree que era homosexual.

—Hoy todo el mundo se cree homosexual.

—No, perdona, yo no.

Maite hizo una mueca burlona. Después se puso de pie de espaldas a Mauricio, que pudo observarla con atención y sin disimulo.

—¿Te has parado a pensar en las enormes semejanzas entre el culto a Atón y el monoteísmo judío?

Mauricio abrió los ojos como platos.

—¿Qué?

—Moisés fue el intermediario entre Yahvé y su pueblo. —‌Pareció que no iba a decir nada más, pero se apartó un poco y continuó hablando—. La Biblia nos dice que una princesa egipcia salvó a Moisés de las aguas del Nilo y que le puso el nombre de Moisés, porque significaba «salvado de las aguas».

Maite se volvió a Mauricio, que la seguía sin entender adónde quería llegar.

—La forma hebrea de la que provendría Moisés es Mosche que significa «el que extrae» no «salvado de las aguas». Permíteme que te diga, desde la lógica de una persona común que piensa, que es bastante estúpido creer que una princesa egipcia recogiese a un niño «judío» del Nilo, cuando el faraón, o sea, su padre, había mandado matar a todos los niños judíos. Y no solo lo recoge, sino que lo «acoge» y le da, para más inri, un nombre hebreo. Repito, a pesar de la orden de su padre, lo acoge y lo hace vivir en el palacio real. Freud, que también pensaba en otras cosas a parte de su psicoanálisis, afirmaba que la palabra mose significa «niño» en egipcio y es una abreviatura de nombres más complejos como Amen-mose, «niño de Amón», Ptha-mose, «niño de Ptah», Ra-mose (Ramsés), Thut-mose

—Tutmosis, lo he entendido.

Maite sonrió.

—Perdona si soy un poco reiterativa, pero quiero que lo que digo se vea justificado con hechos. También el hecho en sí de ser encontrado en las aguas, dentro de una cesta, tiene un simbolismo especial. Diferentes «héroes» de diferentes culturas han tenido el mismo inicio: Jonás, Sargón, Gilgamesh y otros.

—Eso también lo sabía.

—¿Qué similitudes podemos encontrar entre la religión judía y la creencia de Atón? No hay que estudiar Teología para darse cuenta del primer nexo: el claro y serio monoteísmo. Además, ninguno contempla la posibilidad de adorar a ídolos, su transmisión es profética, en relación directa entre Dios y su profeta. El Dios de ambos está en todos nosotros, ama a todas las criaturas sin importarle su procedencia, color, riqueza, nada. Moisés era el profeta de su pueblo, el guía, el que debía llevarlos a la tierra prometida. ¿Igual que Akhenatón?

Maite, ya excitada, comenzó a caminar por delante de Mauricio, que intentaba no marearse.

—Freud publicó un artículo llamado «Si Moisés fuera egipcio»; en él nos muestra que el credo judío dice: «Escucha, oh Israel, el Señor tu Dios (Adonai) en un solo Dios». Freud sostiene que se puede quitar la terminación «ai» de la palabra Adonai puesto que es un pronombre posesivo que en hebreo significa «mí» o «mío». Así tenemos Adón («Señor»), la «t» egipcia equivale a la «d» hebrea (al igual que la vocal «e» pasa a «o»), con lo cual ya tenemos la palabra egipcia Atón. En este caso el Dios de Moisés sería el mismo que el de Akhenatón.

—Muy interesante, pero no se adónde quieres llevarme.

—¿Te aburres?

—No, no me malinterpretes, sigue, sigue.

—Luego están los diez mandamientos.

—¿Qué pasa con eso?

—Tú deberías saberlo. Eres egiptólogo.

—Arqueólogo, no egiptólogo, ¡qué manía!

—Bueno. Hay un texto en el Libro de los Muertos… Espera un momento. —‌Maite entró en su tienda y salió al momento con un bloc en la mano—. Escucha:

¡Oh Regidor de los hombres, que sales de tu Residencia!

No blasfemé contra dios

¡Oh Incandescente, que sales de Khetkhet!

No robé los bienes de ningún dios

¡Oh In-dief, que sales de la Necrópolis!

No calumnié a dios en mi ciudad

¡Oh El de rostro terrible que sales de Re-stau!

No maté a ninguna persona

¡Oh Uarnernty, que sales de la sala del juicio!

No tuve comercio (carnal) con una mujer casada

¡Oh devorador de sombras que sales de la caverna!

No robé

¡Oh El de pierna ígnea, que sales de las regiones crepusculares!

No fui falso

¡Oh Triturador de huesos, que sales de Heracleópolis!

No dije mentiras

¡Oh Nariz divina, que sales de Hermópolis!

No fui codicioso

Maite esperó a ver alguna reacción en Mauricio, pero él se mantuvo impasible.

—¿No te suena?

—Me parece que quieres que te diga que me recuerda a los diez mandamientos: no robarás, no matarás. Entiendo que tu teoría se basa en que la religión que hoy conocemos como Judaísmo y que evolucionó al Cristianismo tiene su origen en el Atonismo, ¿es eso?

—Algo así.

—¿Algo así? —‌Mauricio estaba realmente muy cansado, demasiado para jugar a las adivinanzas.

—Esto es solo el principio.

—Pues creo que tendremos que esperar a otro momento para continuar. No quiero ser grosero y quedarme dormido.

Maite sonrió, se había olvidado de su propio cansancio y ahora las piernas le flaquearon.

—Perdona, he sido una pesada.

—No. Es muy interesante lo que dices y me gustará escuchar el resto… mañana. —‌Sonrió—. Ahora creo que los dos deberíamos ir a la cama. No me mires con esa cara, no quería decir juntos.

—Ni se me había pasado por la cabeza.

Se levantaron y recogieron las sillas. Al salir Maite vio a Rebeca entrar en la tienda de Mauricio.

—Mira, alguien ha pensado hacerte compañía.

Mauricio vio la silueta de su amiga. Se volvió a Maite y la miró fijamente a los ojos, una mirada que hablaba sin decir una palabra.

—Buenas noches, Mauricio —‌dijo ella.

Él le hizo un gesto con la mano y se alejó.

—Espero que no hayas olvidado nuestros planes. —‌Rebeca hablaba reclinada en la cama.

—Por supuesto que no.

—Te veo muy interesado en esa anticuaria.

El arqueólogo la miró levantando una ceja.

—¿Te importa?

—¿A mí? —‌Se incorporó— ¡Pues claro que me importa!

—No debería.

—Cada uno tiene su opinión.

—En este caso, ambas deberían coincidir. Y ahora, ¿por qué no me dejas que me acueste?

—¿Estás muy cansado? ¿Qué hacíais?

—Hablar.

—Ya.

Mauricio pareció perder la paciencia, se acercó a Rebeca y la levantó de la cama. Ella se apoyó en él para no perder el equilibrio.

—Rebeca, tú y yo no tenemos nada.

—Te equivocas, tenemos un negocio.

—Eso no ha cambiado, pero si no me dejas descansar no podré trabajar y si no trabajo no hay ganancias.

—¿Qué ha dicho?

—¿Quién?

—Nuestro hombre.

—De momento nada. No he tenido más contacto con él.

Desde fuera, Maite observaba la escena, que parecía muy íntima. Tenía muy claro que la relación entre los dos arqueólogos era muy estrecha y eso a ella no le importaba. ¿Por qué habría de importarle? El hecho de haberse ido a la cama alguna vez no implicaba un compromiso por parte de ninguno. Eran dos adultos libres y sin ataduras. En el fondo se alegraba porque eso la ayudaba a poner a cada uno en su sitio y a no hacerse ideas extrañas que en nada iban a beneficiarla. Se metió en su tienda a descansar, al día siguiente necesitaría de todas sus energías.

—Entonces seguimos con el plan. —‌Rebeca le acarició el rostro.

—Todo sigue como estaba previsto. —‌La apartó.

La mujer se dispuso a salir de la tienda, pero se detuvo en el último momento.

—¿Lo de Adrián?

Mauricio se encogió de hombros y Rebeca asintió, parecía comprender lo que el arqueólogo quería decir. Cuando se quedó solo, se dejó caer en la cama preocupado. Las cosas se estaban complicando, había varios cabos sueltos que no lograba atar. Era consciente de que no poseía toda la información y sin ella se sentía nadando entre caimanes. Un paso en falso y le comerían vivo. Tumbado en la cama con las manos cruzadas bajo la cabeza, dejó que su imaginación volase en la dirección que quisiera. Y le pareció curioso el lugar al que se dirigieron sus pensamientos, un faraón de Egipto y un profeta de Israel que intercambiaban informaciones secretas, mientras Freud escuchaba y tomaba notas.

Bajaron los siete peldaños excavados en la roca. En su extremo inferior, la apertura rectangular que habían despejado de peñascos sobre los que había huellas de sellos reales. Tras la puerta, un corredor completamente excavado en la roca en abrupta pendiente y algo de arena en su interior. Al final de este, una segunda puerta que, como la anterior, tenía signos claros del paso de visitantes clandestinos. En el pasadizo no hallaron ningún objeto, solo las paredes decoradas con imágenes faraónicas amarnianas les recordaba dónde estaban. Mauricio, Rebeca, Maite y Táreq, en ese orden, con sendas linternas, iluminaban el oscuro orificio de la segunda entrada conteniendo sus emociones. Entraron en una sala cuyas paredes eran exposición de murales en muy buen estado. Imágenes domésticas de Akhenatón y su familia, de la vida cotidiana del Antiguo Egipto.

—¡Mauricio!

Maite fue quien lanzó la exclamación al toparse el haz de su linterna con un bulto en el suelo.

—¿Es una momia? —‌preguntó acercándose junto a los demás.

Rebeca se agachó sin tocar nada, observando de cerca aquel cuerpo desecado.

—Debió de quedar encerrado cuando se activó la trampa de descarga. —‌Mauricio recorrió con la linterna el cuerpo cubierto aún con las ropas de un posible saqueador de tumbas.

—Es una mujer. —‌Rebeca señaló el ribete de sujetador que aparecía bordeando el escote de la camisa desabotonada.

—¡Qué horrible! —‌Maite se sintió conmovida.

—Supongo que te parecería igual de horrible si fuese un hombre, ¿no? —‌Mauricio sonrió ante el comentario de Maite.

—¡Por supuesto! —‌aclaró ella.

—Estaba herida —‌siguió Rebeca—. Esa enorme mancha que la rodea debió de hacerla su propia sangre.

—Por eso la dejaron atrás. —‌Maurcio se agachó e intentó revisar más a fondo sin tocarla demasiado.

—Quizá la mataron —‌susurró la arqueóloga.

—No tiene mucho sentido. —‌Táreq no había abierto la boca hasta ese momento—. ¿Para qué la iban a traer hasta aquí si querían matarla?

—Tienes razón. La primera hipótesis es la más lógica.

—Pero ¿cómo se hirió? —‌preguntó Maite.

—¡Buena pregunta! —‌contestó Mauricio.

El arqueólogo se levantó y continuó el recorrido de la sala a la luz de la linterna. Maite no pudo evitar la exclamación que brotó de su garganta cuando la luz dio de lleno sobre el enorme sarcófago cuya tapa descansaba rota en el suelo. Los cuatro se olvidaron del cadáver de la mujer y se acercaron a la enorme caja de piedra que contenía otra más pequeña de madera. La tapa había sido también levantada y Mauricio no pudo contener el gemido que salió de sus labios. Un gemido de impotencia y rabia que le llevó a dar un manotazo sobre la piedra. Maite acarició la caja segura de los miles de años que llevaba allí esperando. Porque, por lo que se veía, nadie había ocupado aquel ataúd preparado para alguien muy importante que no se dignó aparecer.

—Es una tumba vacía. —‌Mauricio buscó en la piedra las inscripciones del cartucho intentando averiguar para quién había sido preparada.

Maite lo vio antes que él, quizá por que era una de las únicas cosas que sabía leer en escritura jeroglífica.

—Nefer-Neferu-Atón —‌dijo con solemnidad.

Mauricio siguió su mirada hasta encontrarse con el nombre de la reina.

—Nefertiti.

Maite levantó la vista y miró las paredes recubiertas con bellas imágenes del faraón y su esposa, de las hijas jugando junto a lo que parecía un lago. El haz de luz de la linterna rastreaba las paredes mostrando momentos y hechos que habían formado parte de la historia de aquellos para los que fue construida esa cripta. A la derecha de donde se hallaba el Sarcófago Real, una nueva apertura en la piedra daba paso a otro corredor; la anticuaria se introdujo en él sin esperar al resto del grupo, una irresistible atracción guiaba sus pasos. Era un pasillo más corto que el anterior y desembocaba en otra sala más pequeña. Maite revisó las paredes y el corazón se le encogió en el pecho. La respiración se hizo más agitada. Siguió una tras otra las imágenes que alguien había dibujado miles de años atrás. Mauricio se colocó junto a ella, y tras él, los demás.

—¡Maite! —‌susurró el arqueólogo.

En una de aquellas pinturas, la más grande, se veía a Akhenatón con el bastón de mando de faraón en la mano, seguido de una multitud de hombres y mujeres. Delante de él una columna blanca parecía indicarle el camino. En otra, el grupo caminaba sobre un filón de tierra rodeado de agua por todas partes. Una imagen siniestra modificaba el conjunto siempre presidido por Atón con sus largos brazos, que protegía a toda criatura. Era una escena en la que el disco solar aparecía cubierto por pintura negra y todos carecían de ojos, incluso el faraón. Maite veía en aquellas pinturas algo que había llevado en su corazón durante años, una idea que había resultado cómica para algunos y blasfema para otros. Mauricio leía las inscripciones jeroglíficas y en escritura hierática que se veían por todas partes.