Capítulo XI

Junto al limonero

… te ha puesto en los corazones de los dioses,

ha hecho que tomes posesión de todo lo que es tuyo.

Textos de las pirámides

Sentado en el sillón observaba la sala con atención. Intentaba conseguir algún recuerdo oscuro, pero solo alcanzaba a verla allí delante, junto a la chimenea, leyendo un cuento en voz alta. Había estado parado frente al limonero mucho rato. Trataba de asimilar lo que ahora era ya una certeza. La base sobre la que todos maduramos, el apoyo mental a nuestros miedos, la seguridad del propio origen, se había convertido en una ciénaga bajo sus pies. Ahora, por primera vez desde que viese aquel programa de televisión, aceptaba la idea de que la mujer a la que creyó su madre era un monstruo. También le vino a la mente la figura del que creyó su padre. Su actitud hacia él, su falta de cariño, el aspecto atormentado. ¿Supo alguna vez la verdad? Curiosamente, no era rabia lo que sentía, sino una profunda tristeza, una sensación de abatimiento que no había experimentado antes. No sentía deseos de llorar, solo quería estar ahí, sentado en la soledad de aquella casa deshabitada, contemplando las paredes y escuchando únicamente el sonido que provenía de su interior.

—Le hemos hecho un lavado de estómago y le estamos reponiendo líquidos. Está muy débil. La sustancia que ha ingerido ha actuado como un deshidratador y ha atacado el hígado, pero se recuperará, no se preocupen.

Maite sintió deseos de besar a aquel médico y unas incontenibles ganas de llorar. Mauricio la abrazó mientras daba las gracias al especialista. Después se sentó sin dejar de abrazarla y Maite le apartó, molesta.

—¿Quién ha podido hacerlo? —‌La anticuaria se limpió los ojos y miró a Mauricio acusadora.

—¿Cómo quieres que lo sepa? No tengo ni idea. Antes de salir fui a su tienda para intentar encontrar el medio por el que habían actuado, pero no encontré nada.

Maite entrecerró los ojos. No se atrevía a verbalizar lo que pensaba. ¿Seguro que había ido a buscar? ¿No habría ido a «eliminar» las pruebas?

—No hay que ser muy listo para darse cuenta de lo que estás pensando y no tengo manera de demostrarte que no tengo nada que ver. —‌Movió la cabeza en un gesto de incredulidad—. No entiendo cómo has llegado a pensar que puedo ser un asesino. Igual que no entiendo qué motivos puede tener nadie para matar a Adrián.

—Tengo que avisar a Vincent. —‌Maite se levantó de pronto.

—¿Vincent?

—El padre de Adrián. Antes de venir a Egipto recibimos un mensaje suyo. Está aquí en El Cairo desde hace un par de días. Tengo que llamarle —‌se mordió una uña—, pero no sé el teléfono. Él nunca se aloja en hoteles, siempre alquila una casa y no sé la dirección.

—¿Cuál es su nombre?

—Vincent Leclerc, es francés.

—Voy a buscar un teléfono, espérame aquí. —‌Mauricio se alejó.

Maite sentía las piernas como si fuesen de mantequilla y el estómago se pegaba a su espalda. Mauricio regresó y su sonrisa transmitió buenos augurios.

—He hablado con él y viene para acá.

—¿Le has dicho lo que pasa?

—No, le he explicado que Adrián está enfermo, pero del veneno no he dicho nada. No creo que sea una noticia para dar por teléfono.

El arqueólogo se sentó junto a ella de nuevo y se mantuvo en silencio. Parecía estar dándole vueltas a algo y Maite le miraba reojo sin atreverse a preguntarle. Finalmente, la curiosidad pudo más que el temor a una respuesta desagradable.

—¿Qué piensas? Estás dándole vueltas a alguna idea, ¿verdad?

El hombre la miró, era evidente que dudaba.

—No sé…

—¿No confías en mí? —‌dijo ella.

—¿Cómo voy a decirte lo que pienso si no crees nada de lo que digo?

—Inténtalo.

—Eres una persona muy visceral, podrías hacerte una idea equivocada.

—Ahora ya no puedes dejarme así, tienes que decirme en qué estabas pensando. —‌Se giró hacia él, amenazadora.

—Cuando fui a la tienda para buscar el veneno, me encontré con Táreq.

—¿Y? Seguramente estaba allí para lo mismo que tú.

—Eso me dijo —‌contestó pensativo.

—Tú no le creíste.

—Me pareció raro.

—¿Por qué?

—Hace mucho tiempo que conozco a Táreq, más de diez años. —‌Parecía sopesar la valía de su amistad con el egipcio.

—¿Qué pasa?

—Le pedí a Hakim que no contase nada del veneno.

—Y entonces, ¿cómo lo estaba buscando Táreq? —‌Apenas un susurro.

Mauricio no dijo nada más, siguió pensando en su amigo y en la posibilidad de que Hakim no le hubiese hecho caso. Vincent llegó una hora después de la llamada de Mauricio. No hubo nadie en todo el hospital que no se enterase de su llegada. Entró dando órdenes a todo el mundo y, curiosamente, todo aquel al que encontraba le obedecía. Era un hombre impresionante que irradiaba dominio y personalidad y no dejó ni un resquicio de su poder por utilizar. Ignoró tanto a Maite como a Mauricio, que se quedaron de pie en el pasillo sin articular palabra, mientras el francés llamaba a gritos y por su nombre al médico que había atendido a Adrián. Era evidente que le conocía y no tardó más de treinta segundos en aparecer visiblemente nervioso. Lo cogió por los hombros y desaparecieron tras la puerta batiente.

—¿Cómo nos hemos metido en esto? —‌Maite volvió a sentarse y apoyó la cabeza contra la pared.

Mauricio no contestó, su semblante, concentrado tras la aparición de Vincent, permitió a Maite observarle sin ser vista.

En aquel instante, se oían en la excavación los gritos de apremio de Hakim, a los que acudieron corriendo Rebeca y Táreq, que sabían que el egipcio no era dado a la histeria. El jefe de peones señalaba en el suelo un escalón que había desenterrado con sus propias manos. Rebeca sonrió, ¡por fin!, parecían exclamar sus ojos. Aquello era claramente el principio de una escalera. No le importó tener que ser ella la que dirigiese los trabajos, al contrario, estaba segura de que Mauricio no lo haría mejor.

—¿Por qué sientes tanta atracción por Akhenatón?

La pregunta de Mauricio la dejó descolocada. Era justamente en eso en lo que estaba pensando en ese mismo instante.

—No lo sé.

—Supongo que te parece romántico, un personaje misterioso…

—Siento una atracción muy fuerte por él. Quizá tengas razón y sea por lo que se hizo con su memoria.

—¿Qué esperas de esta expedición?

Maite se encogió de hombros.

—Encontrarle, supongo.

—¿No has pensado que quizá sufrirías una decepción? La realidad nunca está a la altura de los sueños…

—Posiblemente. —‌Le miró de un modo enigmático—. Mi madre era una mujer muy creyente. No se separaba de la Biblia jamás. Cuando yo era pequeña me leía los Salmos como si fuesen cuentos. Mi padre decía que fue el secuestro de mi hermano lo que la convirtió en una fanática. La verdad es que yo la recuerdo siempre con el Libro a su lado. Incluso cuando murió fue lo último que dejó caer de sus manos.

Mauricio no entendía la relación de lo que acababa de explicarle con el tema del que hablaban y frunció el ceño con la sensación de que se había perdido algo.

—En la universidad cayó en mis manos el Himno de Atón y en seguida me recordó a uno de esos Salmos que tan bien conocía, el 104.

—Ah, ¿sí? —‌preguntó sorprendido.

—Sentí algo especial al leer aquella oración. —‌Maite sonrió un poco avergonzada—. No sé por qué te explico esto.

Mauricio se recostó también en la pared.

—Desde aquel día leí todo lo que tenía relación con Tell al-Amarna y Akhenatón. Incluso hice un trabajo de investigación sobre él.

—¡El famoso documento! —‌Giró la cara para mirarla—. Tienes que dejarme verlo.

En ese momento Vincent volvió a aparecer seguido por el médico y se dirigió directamente a ellos dos.

—Vosotros vendréis conmigo a mi casa. Os quedareis allí hasta que Adrián esté fuera de peligro —‌cogió a cada uno de los hombros y los guio hacia la salida—, tenéis mucho que contarme.

Vincent odiaba profundamente los hoteles, no le gustaba la sensación de no estar en casa. Sábanas usadas, gente desconocida a su alrededor… Además, era mucho más incómodo mantener una seguridad adecuada en un hotel. Cuatro hombres visibles le guardaban las espaldas. De los que no se veían nadie hablaba. Por eso siempre que viajaba se alojaba en casas alquiladas, si no poseía una en propiedad. Maite suspiró al bajar del coche. Las pirámides aparecían solemnes y majestuosas en el horizonte cercano, y la casa, rodeada de vegetación, parecía un paraíso en un vergel.

—¡Esto es precioso! —‌No pudo evitar la exclamación.

—Eso es por el lugar de donde vienes —‌Vincent se dirigió directamente a la entrada que aporreó con fuerza— ¡Alexander, abre de una vez!

Abrió la puerta un elegante mayordomo. Por su altiva actitud y su mirada ofendida no podría asegurarse cuál de los dos servía a quién. Llevaban juntos más de veinte años y ya cualquier cosa era posible.

—¿Crees que no te he visto espiando tras la ventana? ¡Holgazán, te estás haciendo viejo!

—El señor olvida que tengo seis años menos que el señor —‌dijo en español para que nadie se quedase sin entenderlo.

Vincent Leclerc era el heredero de la mayor industria de jabón de toda Francia. Su trabajo en la Sorbona era meramente un entretenimiento, una distracción que llenaba su tiempo. Se había casado a los veintisiete años con la hija y única heredera del magnate del jabón, Claude Priece, y tras la muerte de su mujer hacía dos años, había heredado la industria y todas las propiedades de la familia. Las habitaciones de aquella casa estaban decoradas de un modo funcional y práctico, para uso ocasional. A Maite le otorgaron una habitación en la primera planta junto a la que ofrecieron a Mauricio. Ambas eran tipo suite con cuarto de baño incluido, cosa que Maite agradeció sin palabras. Vincent les hizo entrar en el salón y pidió a Alexander que ordenase la comida en una hora.

—Según el médico, Adrián podría haber muerto. —‌Hizo que Maite se sentase frente a él—. Ahora explicadme con detalle qué fue lo que pasó.

—No lo sabemos —‌dijo el arqueólogo escuetamente.

—Alguien ha querido envenenar a MI HIJO —‌recalcó las palabras de un modo que hizo estremecer a Maite. Parecía hacer responsable directo a Mauricio.

—Tendremos que investigar, pero será difícil. Quienquiera que haya sido ya ha destruido el veneno. Yo entré en su tienda antes de venir y no encontré nada.

—¿Y ya está?

—¿Qué quiere que haga? —‌Mauricio empezaba a perder la paciencia.

Vincent entrecerró los ojos de un modo amenazador.

—Toda mi vida he sufrido el terror de que le secuestrasen, he intentado protegerle de cualquier amenaza. Solo ha utilizado mi apellido porque el de su madre era demasiado conocido. Jamás hemos permitido que se le fotografiase. ¡Ni siquiera vive en Francia desde que era un muchacho! Lo mandé a vivir con sus abuelos creyendo que así estaría más seguro… Y ahora resulta que le envenenan, ¿y no tenéis ni idea de por qué?

—No, Vincent —‌Maite salió en ayuda del arqueólogo—, no lo sabemos. No tiene ninguna lógica, si quieren el amuleto él no lo tiene.

—¿El amuleto?

Maite se dio cuenta de que no había empezado la madeja por el cabo. Saltándose algunos detalles, pasó a explicarle toda la cuestión. Vincent escuchó atentamente afirmando de vez en cuando con la cabeza. Conocía muy bien la historia amarniana, incluso habían hablado de ello antes.

—Akhenatón. —‌Vincent encendió un puro y se acercó a la ventana—. ¡Cómo no! Hablamos mucho tú y yo de él, ¿te acuerdas?

Maite asintió y se sentó en un lateral del sofá para poder verle.

—Hay mucha fantasía sobre ese pobre hombre, en parte humillado por Mika Waltari en su novela Sinuhé el egipcio, que no lo deja muy bien, según mi opinión. Yo no creo que fuese estrictamente monoteísta, seguramente el único dios que no podía aceptar era Amón, porque le quitaba poder, pero contra los demás no parece que tuviese ninguna animadversión. Prefería un dios hecho a su medida, uno que le permitiese ser el Sumo Sacerdote, su representante en la Tierra —‌se volvió a los que escuchaban—, ¿os suena de algo? Amón era demasiado poderoso y los sacerdotes se impregnaban de ese poder, el gobierno del faraón todopoderoso se debía ver dificultado por la intervención de estos hombres «santos». —‌Hizo un mohín—. Pero el culto a Atón no lo inventó él, su padre ya lo incluyó en algunos monumentos, por lo tanto, lo único que hizo Akhenatón fue cambiar a Amón, que no le permitía ser el número uno, por Atón, que era más fácil de dominar.

—Hay quien piensa que la organizadora de todo fue Tiy, su madre. —‌Maite dobló las piernas en un gesto instintivo, pero la mirada de desaprobación de Vincent la hizo volver a colocar los pies en el suelo.

—Siempre se echa la culpa a los padres de lo que hacen los hijos. Amenhotep IV, Akhenatón para los amigos, fue un lunático, un ser que seguramente tenía algunos defectos físicos importantes, no podemos saber si también mentales, y que convirtió a Egipto en víctima de su «revolución». El resultado de toda aquella historia fue una enorme crisis política que dejó al país a expensas de posibles invasiones y, al no tener descendencia masculina, acabó con su propia dinastía y generó un odio que duraría siglos.

—¿Y de Nefertiti qué piensas? —‌Maite aprovechó la locuacidad de su anfitrión.

—Eso es distinto. —‌Se paseó por la sala como si estuviese en una de sus clases—. Nefertiti fue una mujer inteligente, supo entender la personalidad de su marido, ¿o debería decir la debilidad?, y llevarlo por un camino en el que ella, poco a poco, iría tomando las riendas. Posiblemente, su fin era convertirse en el faraón de Egipto, como ya lo había hecho Hatshepsut un siglo y medio antes.

—¿Qué crees que pasó con ella?

—No pasó nada. Creo que Nefertiti tomó el nombre de Smenkhare y se convirtió oficialmente en corregente, que no reina. —‌Apagó el puro y fue a sentarse junto a Maite—. Lo que ocurrió al final forma parte de las creencias de cada uno. Yo opino que una vez desaparecido Akhenatón, los numerosos halcones que estaban al acecho hicieron desaparecer a la «faraona» y colocaron a Tut Ank Amón en el trono. Un niño siempre es más fácil de manejar, al menos hasta que se hace mayor.

—Y después acabaron con él.

—No te quepa la menor duda y con él acabó la dinastía. Ay duró apenas tres años y, finalmente, Horemheb, que solo era un soldado, se convirtió en faraón de Egipto y reinó durante muchos años. Horemheb siempre estuvo allí, al acecho, atento a cualquier falso movimiento.

—Supo esperar. —‌Mauricio intervino sorprendiendo a los dos que se habían olvidado de él.

—Era muy astuto y este mundo no está hecho ni para los tontos, ni para los sabios, este mundo sirve para que los listos se hagan astutos, y los astutos, diablos. ¿En toda esta historia quién salió ganando?: Horemheb. Un soldado sin estirpe que llegó a ser faraón de Egipto. ¿Qué posibilidades de conseguirlo hubiese tenido si Amenhotep IV hubiese sido un faraón como lo fue su padre y hubiese tenido descendientes varones? Ninguna. No me extrañaría que el soldado fuese el mayor apoyo a la causa de Atón: tantos escalones bajaba Akhenatón, tantos subía él.

Se levantó del sofá y fue hasta la bola del mundo convertida en mueble bar, de donde sacó una botella de licor. El mueble hacía sonar una campanilla al ser abierto y el sonido llamó la atención del arqueólogo, que se acercó para hacerla sonar un par de veces.

—¿Os apetece un brandy?

—No, gracias. —‌Mauricio negó después de mirar a Maite—. ¿No resulta molesto oír esa musiquita cada vez que quieres echar un trago?

—Es una buena manera de avisarte si te estas pasando. —‌Sonrió el francés.

—Hay algo más que debemos contarte, Vincent —‌Maite se mordió el labio—. Ha habido otro hecho violento.

Y pasó a relatarle el encuentro del cadáver de Muhsin.

Vincent invitó a Maite a dar un paseo a la luz de la luna por la Explanada de las Pirámides. Mauricio se quedó en el porche, ya que no fue invitado, al calor de su pipa, que Maite le vio encender por primera vez.

—Mi hijo siente un interés especial por ti —‌hizo un gesto con la mano para interrumpir el intento de Maite de puntualizar—, ya, ya sé que rompisteis hace tiempo.

—Años —‌dijo ella.

—Lo sé. Pero también sé que él sigue sintiendo algo por ti.

—Somos buenos amigos. —‌Maite se sentía incómoda.

—No me mires como a su padre, jamás se me ocurriría interceder por otro hombre frente a una mujer. No estoy tan viejo. —‌Sonrió.

—No me parece una conversación interesante.

—Las relaciones humanas son algo complicado —‌reflexionó Vincent—. Creemos que olvidamos, pero no es cierto.

—Enviudaste hace poco.

—Sí. —‌Sacudió la cabeza recordando—. ¿Sabes cuántos años tenía cuando conocí a mi esposa? Veinticuatro. ¿Y ella? Treinta. No era lo que se dice una mujer bella, pero tenía una personalidad impactante.

—Adrián habla poco de ella.

—No se entendieron nunca. Es curioso, pero en nuestra familia ella parecía el padre y yo la madre. Nunca tenía tiempo para dedicárselo a su hijo. Pero conmigo era distinta. El nuestro fue un amor auténtico, aunque no diré que apasionado.

—No obstante, permanecisteis juntos hasta su muerte.

—Nos unían lazos irrompibles. —‌Vincent la miró de un modo que Maite pensó que quería explicarle algo más.

—Adrián piensa que eres un conquistador.

—He tenido muchas amantes, si eso es ser conquistador…

—¿Nunca hubo ninguna especial?

La miró entrecerrando los ojos, una mirada larga e íntima que acabó por ruborizar a Maite. Parecía estar mirando muy adentro, sopesando a quién tenía en frente.

—Quizás algún día te cuente esa historia, ahora bajemos del coche, las Pirámides nos esperan.

Cuando regresaron del paseo, Vincent se retiró a descansar mientras sus invitados permanecían en el porche a la luz de los farolillos, recostados en sendas mecedoras. Mauricio vació la pipa y volvió a llenarla de tabaco nuevo, después la encendió y se meció en silencio disfrutando de la cálida noche. Maite le observó curiosa, era un hombre joven, aunque no sabía exactamente qué edad tenía, sin embargo, parecía marcado por la experiencia. Tenía el porte de una persona con una larga vida a sus espaldas.

—¿Cuántos años tienes, Mauricio?

Él la miró sorprendido ante una pregunta tan inesperada.

—Cuarenta, ¿y eso?

—Tienes una imagen curiosa ahí sentado en esa mecedora a la luz de tu pipa.

Era cierto, los ojos azules refulgían sobre las brasas del tabaco, la barba rubia en la oscuridad semejaba blanca y todo el conjunto la hacía imaginarse a un anciano pensativo y misterioso. El arqueólogo sonrió y su cara cambió por completo, era un efecto curioso el que se producía en su rostro cuando sonreía, parecían sonreírle hasta las pestañas.

—Me relaja —‌dijo refiriéndose a su vicio.

—Lo imagino, tiene un efecto sedante incluso en quien te mira.

—¿Tú fumas?

Maite negó con la cabeza.

—Haces bien. ¿Qué tal tu paseo con Vincent?

—Muy agradable. Es un hombre intrigante, pero desde luego nada aburrido.

—¿Cuánto hace que le conoces?

—Años.

—¿Y a qué se dedica?

—Es catedrático en la Sorbona. Tiene el premio Linguet de Historia Antigua.

—No parece que su tren de vida sea el de un profesor.

—Su esposa poseía la mayor industria de jabón de toda Francia —‌bajó la voz—, ahora es suya.

—¡Qué suerte!

—Según como se mire, ahora está muy solo.

—Pues no parece sentarle muy mal la soledad.

—No seas mala persona.

—Parece alguien que ha vivido mucho y de todo.

—Sí, eso es lo que parece.

—Adrián no se parece a él.

—¿Has pensado en lo que ha ocurrido? —‌Maite se meció mirando hacia los árboles cuyas hojas susurraban sus roces.

—Sí.

—¿Y?

—No se me ocurre nada, todo es tan extraño —‌acabó en un susurro profundo.

—¿Crees que puede tener que ver con lo que le pasó a Muhsin?

—No lo sé.

—¿Te habían pasado antes cosas así?

Mauricio chupó la pipa y la boca ancha se convirtió en un ascua roja.

—Diferentes.

—Empiezo a tener miedo. —‌Maite respiró hondo intentando relajar la tensión que la atenazaba.

—Si quieres puedes dejarlo.

Ella le miró como si le hubiese dado una bofetada.

—Quieres decir que «podemos dejarlo».

—Yo no pienso hacerlo.

—Te recuerdo que el talismán…

—Puedes quedártelo. Esta excavación es mucho más que tu talismán. —‌Ahora él se volvió hacia ella y la observó—. No voy a abandonar algo que puede ser el hallazgo del siglo.

—Yo tampoco.

—Estupendo.

Otra pausa larga y silenciosa. Desde una de las ventanas Alexander les anunció que se retiraba a descansar y les conminaba a hacer lo propio. Ambos le desearon buenas noches y se comprometieron a cerrar bien la puerta. Maite se puso de pie y caminó hasta la arcada para mirar hacia fuera. Apenas nadie paseaba, algunos turistas atrevidos que caminaban atraídos por la Esfinge y eran perseguidos por la luna llena. Pasaron así diez minutos, sin hablar, cada uno con sus pensamientos.

—¿Por qué no me presentaste a Carlos Guzmán como era debido? —‌Maite se acercó y permaneció apoyada en la viga que sostenía el porche frente a Mauricio.

—Creo que lo hice de un modo muy correcto. —‌Mauricio entrecerró los ojos por el humo y sonrió.

—Olvidaste decirme que es tu padre.

—Chica lista.

—No creas, me costó darme cuenta. Cuando le vi me pareció que le conocía, sus ojos me resultaban familiares. —‌Metió las manos en los bolsillos del pantalón—. Tardé un poco en darme cuenta de que no eran los suyos, sino los tuyos.

—No te perdías nada no sabiéndolo.

—No os une una relación muy «amorosa» —‌comentó.

—¿En qué lo has notado? —‌ironizó.

—¿Dónde está tu madre?

Mauricio se encogió de hombros.

—Nos abandonó cuando yo tenía doce años.

—¿Doce? Fue una edad difícil para ti, por lo que veo.

—¿Te refieres a la cicatriz de mi cara? —Volvió a sonreír—. También tienes buena memoria.

—Dijiste que te la hizo tu padre cuando tenías doce años.

—¡Exacto!

—¿Y por eso le abandonó tu madre? ¿Por qué no te llevó con ella?

—Yo no he dicho que mi madre le abandonase a él. Nos abandonó a los dos.

Maite esperó que terminara de contarle la historia, pero el arqueólogo permaneció callado.

—¿No quieres hablar de ello?

—¿Eres un poco cotilla o me lo parece a mí?

—Perdona.

—Perdonada.

Maite volvió a sentarse. Estaba nerviosa, no quería irse a dormir y comenzar a dar vueltas en la cama sin encontrar el sueño.

—¿De qué podríamos hablar que fuese interesante, impersonal y ameno?

Mauricio apagó la pipa y la golpeó contra el suelo para limpiarla.

—Siempre estaban discutiendo —‌empezó a hablar—, a todas horas. Mi madre también era arqueóloga. Era una mujer valiente y muy decidida, no podía estar mucho tiempo sin trabajar, le agobiaba la vida rutinaria, por eso siempre estábamos viajando. A veces me dejaban en internados para que no perdiese los estudios. Aquel año no, recibieron una propuesta que les costó la discusión más grave que yo presenciase nunca. Nunca he sabido de qué se trataba, pero discutieron durante horas. Me echaron de casa y me prohibieron que volviese antes de dos horas, cuando volví todavía se oían los gritos desde la calle. Vinimos a Egipto, me trajeron con ellos. Discutían a diario, todo el tiempo. Nunca había visto llorar a mi madre. Sabía que esa vez era distinto —‌la voz se volvió ronca—, pero nunca imaginé que se iría.

Maite no supo qué decir, en aquellos momentos Mauricio era un niño de doce años y ella se sentía una intrusa.

—Discutí con Carlos, le insulté, le dije que había sido por su culpa, que nos había abandonado por su culpa…

Se imaginó el resto de la historia, imaginó a Carlos Guzmán con la pala en la mano y fuera de sí.

—¿Te había maltratado antes?

Negó con la cabeza.

—¿Y qué hizo cuando se dio cuenta de lo que te había hecho?

—No lo sé, perdí el conocimiento y me desperté en el hospital.

—¿No se puso en contacto con tu madre para avisarla de lo que te había ocurrido?

—No. Nunca volvimos a hablar de ella. En realidad, prácticamente no hablamos. Me metió en un colegio y no volví a verle hasta los veintidós años.

—¡Qué cabrón! —‌Maite sintió un profundo desprecio por aquel hombre.

—En el fondo creo que me hizo un favor —‌la miró a los ojos—, jamás habría sido arqueólogo si no me hubiera alejado de él.

—¿No has tenido noticias de tu madre? ¿No ha intentado ponerse en contacto contigo?

—No.

Con esa rotunda respuesta pareció zanjar el tema.

—¿Quieres que demos un paseo? No iremos hasta las pirámides pero podemos caminar bajo la luna llena, así comprobarás que no me convierto en hombre lobo.

Maite se levantó también y le acompañó.

Hablaron mucho y de muchas cosas, Maite le explicó cómo había empezado a trabajar en el Louvre y cuánto aprendió en el Museo Egipcio de El Cairo. Le contó cómo había conocido a Adrián y el tiempo que habían compartido como pareja. Tampoco dejó al margen los intentos de encontrar a su hermano durante años y el distanciamiento que se había ido produciendo hacia su padre. Mauricio le contó sus primeras excavaciones, le habló de la escuela de verano en Grecia y sin darse cuenta les dieron las cuatro de la madrugada. Entraron en la casa sigilosamente, lo último que deseaban era que apareciese Alexander en batín y zapatillas y romper así la imagen de mayordomo elegante y perfecto que tenían de él. Mauricio la detuvo y sin mediar palabra, la besó. Fue un beso largo, de esos que se dan al pie de una escalera. La subieron despacio y ahogando la risa que les producía la sensación de tener quince años. Él la acompañó hasta la puerta de su habitación e hizo el intento de volver a besarla, pero Maite le apartó y guiñándole un ojo le indicó que la siguiera dentro del cuarto.

Miró el reloj, las cinco y media de la madrugada. La había despertado la puerta al cerrarse sigilosamente; tenía un sueño muy ligero. Mauricio volvía a su habitación, pensó sonriendo, pero el crujido de la madera le avisó de que el arqueólogo no pensaba dormir aún. Se incorporó y escuchó atentamente. Otra vez, no había duda. Se levantó y buscó el camisón, que encontró tirado a los pies de la cama. Salió con sigilo y se dirigió a las escaleras, Mauricio iba directo al despacho de Vincent. Maite comenzó a bajar las escaleras de puntillas, intentando no hacer ningún ruido, no podría contestar a cuál de los dos hombres pretendía no alertar. Llegó frente a la puerta cerrada y pegó la oreja. Dentro había movimiento de cajones y puertas que se abrían y cerraban con cuidado. Se dio cuenta de que estaba en una situación muy comprometida si era descubierta por cualquiera. Decidió volver a su habitación y meterse de nuevo en la cama. Mientras subía los peldaños no pudo dejar de preguntarse por qué Mauricio Varona se empeñaba en hacer cosas que la hiciesen desconfiar de él.

Víctor descansaba la mano sobre el brazo del sofá mientras Alberto servía el café en unas tazas con dibujos de señoras con sombrilla y borde dorado.

—Me alegro de que hayas venido a verme, así, sin avisar ni nada.

—Trabajo cerca de aquí, es curioso. —Se quedó pensativo imaginando las veces que se habrían cruzado por la calle sin conocerse.

—¿Sabes algo de tu hermana?

—Solo que está bien. Habló con Marc el otro día. Parece que su amigo ha tenido un pequeño accidente, pero se recupera sin problemas.

—¿Adrián? —‌Negó con la cabeza—. No me gusta ese muchacho.

Víctor frunció el ceño.

—No, no me gusta.

—¿Por qué?

—Te observa cuando cree que no le ves.

Víctor sonrió ante un motivo tan absurdo.

—No es de fiar.

—¡Vaya! Procuraré mirarte siempre directamente.

—No es de fiar, te lo digo yo. Además, yo no le gusto a él tampoco, así que estamos en paz.

—Helena nos ha invitado mañana a comer.

—¡Qué mujer más maja! Tienes mucha suerte, hijo.

—Cuando digo que nos ha invitado te incluyo a ti también.

—¿A mí? —‌La emocionada sorpresa del hombre conmovió a Víctor.

—Eres mi padre, formas parte de la familia.

Todas las miradas tienen un destino, un lugar al que van dirigidas, para descubrir algo, para encontrar algo. La de Alberto, que iba destinada a su corazón, directa y certera como una flecha, dio en el blanco.