Capítulo X

Secreto profesional

Tu vida es mía, me he impuesto sobre la humanidad

y ha habido deleite en mi corazón.

Hathor

Víctor le había dado muchas vueltas. Estaba sentado ante el ordenador y sostenía frente a él la nota donde había apuntado el número.

—¿Qué piensas? —‌le preguntó Blas.

—Tengo que hacer algo que no estoy seguro de querer hacer.

Estaban los dos solos. El innombrable llevaba dos días sin ir a trabajar porque desde Berlín le pillaba el despacho un poco lejos. Blas dejó el ordenador y se apoyó en la mesa dispuesto a escuchar.

—Si crees que me meto donde no debo, no tienes más que decírmelo.

—¿Te acuerdas que María y yo fuimos a la casa que tenemos en la costa?

—Sí.

—Entre las cosas que encontré de mi… de Esther, había unas facturas de un psiquiatra. Cogí la dirección y el teléfono por si algún día me decidía a llamarle…

—Y es ese papel que estás intentando hacer desaparecer a base de sobarlo…

Víctor sonrió y soltó el arrugado trozo de folio sobre la mesa.

—¿Tú qué harías? —‌preguntó.

—En primer lugar, no tengo ni idea de qué es estar en tu situación, aunque puedo imaginar que no es una fiesta. Pero mi manera de vivir se basa en algo muy sencillo y concreto, ya lo sabes: la tranquilidad. Yo creo que todo esto te está superando porque no actúas con naturalidad, sino que pretendes «manipular» los acontecimientos. No dejas que las cosas ocurran…

—¿Qué quieres decir?

—Las cosas que nos pasan nos van poniendo en el camino correcto, aunque a nosotros a veces no nos guste ese camino. Por ejemplo: fuiste a aquella casa y encontraste ese teléfono ¿Para qué lo cogiste? Para llamar, ¿no? ¿Cuál es la duda? ¡Llama! ¿Qué puede ocurrir? ¿Que descubras más cosas de tu madre? De eso se trata, ¿no?

—No es tan sencillo…

—Sí lo es. Tú te empeñas en hacerlo complicado. Si no quisieras llamar, no habrías cogido el teléfono, ni lo tendrías delante de las narices desde hace más de media hora. Te empeñas en no aceptar lo que tú mismo te impones. Es una lucha estúpida, ¿no te parece?

Víctor sonrió.

—Y otra cosa —‌añadió Blas—, cuando hables de Esther, puedes decir «mi madre», al menos conmigo. Ella fue tu madre durante el tiempo que estuvo contigo. Tú no tienes nada que ver con lo que hizo. Parece una contradicción, pero es la verdad. Así que deja de complicarte la vida de esa manera o acabarás en un manicomio.

Víctor descolgó el teléfono mientras su amigo seguía hablando a la pantalla del ordenador.

—Bueno, ahora ya no te encierran, te dejan en casita con la familia, al final acaban todos locos y no se nota.

El grueso del campamento ya estaba montado cuando llegaron. Se encontraban a un kilómetro, más o menos, de Darb el-Melek, donde habían hallado las tumbas reales de Tell al-Amarna. La cuadrilla que Rebeca había contratado se organizaba de modo natural, acostumbrados a trabajar juntos funcionaban como engranajes de una maquinaria. Maite se sentía peor, los últimos metros acabaron de debilitarla. Adrián la condujo a una tienda para que pudiese acostarse y su socia tuvo que insistirle e incluso suplicarle para que se fuese con los demás a terminar de preparar el campamento. La cabeza le daba vueltas y se sentía como si la hubiesen golpeado con un cazo de sopa. Intentaba dormir, pero con los gritos de Mauricio en un perfecto e ininteligible árabe, le resultaba imposible. Alguien entró en la tienda y Maite giró la cabeza lo suficiente para ver la roja y ondulante melena de Rebeca.

—Tómate esto —‌traía un vaso con un líquido de color marrón muy poco apetecible—, te sentará bien.

La ayudó a incorporarse y, a pesar de su mirada de asco, la hizo beber. Después salió de la tienda sin decir nada más. Maite recordó las palabras del camellero y pensó que era una forma muy estúpida de ser envenenada. Después se durmió.

Cuando despertó debían de haber pasado unas cuantas horas, el campamento estaba tranquilo y hacía frío. Alguien la había tapado con una manta y el dolor de estómago había desaparecido. Se oían algunas voces y risas quedas. Maite se sentó y aunque notó la cabeza aún un poco inestable, pronto dejó de darle vueltas. Salió de la tienda y comprobó que era noche cerrada. Respiró hondo para recuperar el aliento, que parecía haber contenido desde que empezó a encontrarse mal. Habían encendido varias hogueras y distintos grupos de personas se sentaban alrededor de cada una de ellas. Volvió dentro a buscar una manta para reunirse con los demás, pero cuando iba a salir Mauricio le cortó el paso y la hizo entrar de nuevo.

—¿Te encuentras mejor? —‌preguntó

—Sí, gracias. —‌Su voz no salió muy segura.

—Adrián trajo tus cosas a esta tienda, ¿te parece bien?

Maite miró a su alrededor y comprobó que allí estaban sus bolsas. Se encogió de hombros.

—Una u otra, ¿qué más da?

—Te ha sentado bien lo que te preparé.

—¿Te refieres a lo que me obligó a beber Rebeca?

—Sé que no tiene muy buen aspecto, pero cura cualquier cosa que te ocurra en el estómago.

—Creí que venía a envenenarme.

Mauricio observó con atención.

—Supongo que estás bromeando…

—Estoy delirando. —‌Sonrió Maite incómoda.

—La comida fue muy fuerte, supongo.

—¿Salimos? —‌Maite se acercó de nuevo a la entrada, pero Mauricio le volvió a cortar el paso.

—No, no salimos. Tú y yo tenemos que aclarar algunas cosas.

—Adelante —‌dijo y dio unos pasos hasta el centro de la tienda.

—No sé qué está pasando contigo. Creía que nos llevábamos bien.

—No me gusta la forma en que haces las cosas.

Mauricio frunció el ceño y le hizo un gesto para que continuara.

—Eres prepotente y desagradable.

—Creo que confundes la prepotencia con las dotes de mando.

—Creo que tú confundes las dotes de mando con la arrogancia.

—Así no llegaremos a ninguna parte.

—Las cosas no están saliendo como esperaba. Te comportas de un modo… —‌No supo cómo acabar la frase.

—Te refieres a lo que ocurrió en la casa de Muhsin.

—Por ejemplo.

—Me pusiste nervioso.

—¡Ah, bueno! Si te puse nervioso, todo aclarado.

—Estabas histérica, tenía que hacerte callar.

—¿Para siempre? —‌ironizó.

—¿De qué estás hablando? —‌De pronto pareció comprender—. ¿Creíste que te amenazaba de muerte?

—¿Es que no lo hiciste?

Mauricio sonrió y se cruzó de brazos frente a ella.

—O sea, que piensas que podría matarte, ¿no es eso?

—Es posible.

—¿Y por qué iba a querer matarte?

Maite se arrebujó más en la manta, como si ese trozo de tela pudiese protegerla.

—¿Crees que soy un asesino? —‌Se acercó.

—Yo no creo nada.

—¿Por eso me mirabas de ese modo antes?

—¿Antes?, ¿cuándo?

—En Bani Hassan, cuando estudiábamos el plano. He de reconocer que tu mirada me intimidó.

—No se a qué te refieres.

—¿Crees que he matado a Muhsin? —‌Los músculos de la cara se contrajeron.

A Maite le pareció que su rostro se había endurecido aún más, la cicatriz que le atravesaba la mejilla parecía más profunda.

—¿Me tienes miedo? —‌Entrecerró los ojos y se llevó la mano a la cara instintivamente—. ¿Te asusta?

—Nnno.

—Sí, te asusta, incluso te da asco, ¿verdad?

—¡No! —‌Maite elevó sin querer el tono de voz—, no me da asco, ¡pero sí me das miedo!

—¿Por qué? ¿Qué he hecho para darte miedo?

—Te comportas de un modo… distinto. Y en casa de Muhsin, parecía que ya hubieses visto el cadáver, no te sorprendió.

—¿Y tú qué sabes?

—Sé lo que vi.

—¿Y qué viste? No viste nada. Yo no conocía a Muhsin, no tenía por qué echarme a llorar. Lo siento por él, pero en aquellos momentos me preocupaban otras cosas.

—¡Claro! ¿Qué cosas?

—Que no nos pillasen allí, por ejemplo, las cárceles de Egipto no son como La Modelo de Barcelona. Tenía que encontrar algo que nos permitiese continuar lo que habíamos venido a hacer.

—¡Aquel hombre estaba muerto!

—¿Y?

Maite volvió a apretar la manta a su alrededor.

—Deja de comportarte como si fuese a atacarte.

—No me digas cómo debo comportarme.

—Es imposible razonar contigo —‌le escupió las palabras y Maite percibió un brillo extraño en sus ojos.

—Tengo ojos en la cara, sé lo que veo y no eres como pensaba.

—Aún estás a tiempo de irte. —‌El hombre sonrió con ironía.

—Siempre estaré a tiempo de irme, ¿o no?

Mauricio se dirigió a la salida de la tienda.

—Te comportas de un modo ridículo. Mejor será que nos mantengamos alejados el uno del otro.

—¿Vuelves a amenazarme?

El arqueólogo se movió muy despacio, sin dejar de mirarla, y Maite no pudo evitar un respigo cuando la sujetó por los brazos.

—No es una amenaza, es una advertencia. —‌Su voz era suave y, sin embargo, estremecedora—. Te conozco, eres para mí como un libro abierto, yo no soy como ese Adrián amigo tuyo, sé perfectamente de qué pie calzas. Eres una virgen mental y una castradora natural. Eres de esa clase de mujeres cuyo único placer es despreciar a los hombres. Les dejas acercarse y después les das una patada. Te gusta tenerlos acurrucados a tus pies, les das unas migajas y los apartas de tu cama. Conmigo no te valdrá esa táctica, si lo que quieres es que me fije en ti, utiliza otro sistema.

—Creí que ya te habías fijado en mí. —‌Maite sonrió con desprecio.

—Aquello fue un polvo sin importancia, todos tenemos nuestras necesidades. —‌Puñetazo en los morros.

—Disimulabas muy bien —‌contraataque.

—No me has visto en mi mejor momento. No eres mi tipo.

—Tienes razón, a ti te pega más una mujer con más experiencia. ¿Rebeca, quizá?

—Rebeca tendría mucho que enseñarte.

—Supones que quiero aprender.

—¡Y tanto que quieres aprender! Y estoy seguro de que te gustaría que yo te enseñase. —‌Levantó la tela de la puerta.

—Llevas tanto tiempo acostándote con «mujeres expertas» que has aprendido a hacerlo como un profesional. Quizá deberías cobrar por ello.

Mauricio se detuvo y a pesar de no verle la cara Maite estaba segura de que le había dado de lleno. El arqueólogo se volvió a mirarla con una desconcertante sonrisa.

—Lo tendré en cuenta la próxima vez que te vea necesitada.

Maite vio caer la puerta de la tienda y apretó los dientes irritada. ¿Quién se creía que era ese energúmeno? ¡Castradora natural, la había llamado! ¿Con qué derecho se atrevía a juzgarla de ese modo? No la conocía de nada, no sabía nada de ella. Se sentó en el suelo, sin poder contener las lágrimas de rabia, deseando romperle los morros a ese engreído y patético imitador de Indiana Jones. Cuando se hubo desahogado de la tensión de las últimas horas se sintió mucho más relajada y pudo pensar con mayor claridad. Su relación con Muhsin era meramente comercial y, sin embargo, su muerte la había afectado más de lo normal. La muerte siempre la afectaba de un modo exagerado, fuese quien fuese la víctima. Podía llorar por un desconocido. Podía sentir una pena inmensa al ver la pérdida en otro, de un ser querido, alguien extraño para ella. Volvía a ser aquella niña, y sentía el brazo de su madre soltando su cuello para caer inerte sobre la cama. Todos tenemos nuestros traumas. Salió al exterior y contempló de nuevo el cielo, el mismo que viera Akhenatón asomado al balcón de su palacio, el mismo bajo el que Nefertiti susurraba palabras de amor al oído de su esposo. Aspiró hondo tratando de recibir más oxígeno, un gesto cotidiano que pasaba desapercibido, pero ¡qué sensación de plenitud! cuando inspirabas y seguías el viaje que emprendía el aire hasta tus pulmones. Cerró los ojos y soñó, casi podía escuchar los pies de la reina horadando la arena, suspirando por la vida que le había tocado vivir, por las dificultades a las que debía enfrentarse. Reina y condenada a la mayor de las crueldades: la de la historia. Recordó lo que había leído sobre la momia X de la tumba KV35: un corte de doce centímetros bajo el pecho izquierdo, ¿quizás una puñalada? Un tajo, hecho probablemente con un hacha, le abría un agujero en la cara del tamaño de un puño, un ataque cruel que privaría a la muerta del «aliento de la vida en el más allá», decía la doctora Fletcher, «lo más terrible que podía ocurrirle a un antiguo egipcio». Le arrancaron el amuleto de corazón del pecho y le dejaron un enorme agujero, con el golpe quedaron incrustadas en su esqueleto algunas cuentas de un posible pectoral. Después alguien tiró el cuerpo de la momia en el suelo de una tumba, la de Amenofis II, como si fuese basura, despojándola así de su propia identidad. Los ojos de Maite volvieron a mirar las estrellas, ahora borrosas por las lágrimas. ¿Sería aquella momia Nefertiti? O todavía esperaba en algún lugar a que alguien la encontrase. Quizás allí mismo.

—El doctor Mora le atenderá enseguida, tome asiento, por favor.

Víctor echó un vistazo a la salita de espera y escogió una butaca donde sentarse. Observó a las dos personas que esperaban con él. Una era una muchachita con su madre, era evidente que la paciente era la joven, si fuese la madre no iría acompañada por ella, aquella era la consulta de un psiquiatra, no la de un médico de cabecera. Además, era bastante palpable que aquella criatura tenía algún problema a juzgar por la extrema delgadez que mostraba. El otro paciente era un hombre de mediana edad. Vestía de un modo elegante y leía un libro con atención, ajeno a lo que ocurría a su alrededor. Miró también a las dos chicas atrincheradas detrás del mostrador de entrada. Charlaban en voz baja, conscientes de lo atractiva que resulta una conversación ajena para alguien que espera en una consulta. Tenía la mala costumbre de llegar demasiado pronto a todos los sitios a los que iba. Eso es algo que está considerado como una norma de buena educación, pero, como ocurre muchas veces con ese tipo de normas, el que las respeta suele ser siempre el que las padece. Salió la paciente que estaba en ese momento en la consulta y Víctor pudo averiguar dos cosas, una que el doctor era un hombre grueso, con barba bastante frondosa y de aspecto afable, y que el señor elegante iba de acompañante. Cuando se quedó solo en la sala, cogió una de las revistas que había sobre una mesilla y la hojeó sin interés.

—Sabía que tarde o temprano esto ocurriría.

—¿A qué se refiere exactamente?

Víctor volvió a guardar la fotografía de Esther en el bolsillo de su camisa y se recostó cómodamente en la butaca.

—A esta historia. Vamos a ver —‌se levantó y fue hasta un armario que abrió con una llave que llevaba en el bolsillo del pantalón—, buscaremos su historial.

Víctor estaba boquiabierto ante la franca intención de colaborar del médico, le sorprendía no haberle oído aún hablar del secreto profesional.

—Bien, aquí lo tenemos. —‌Volvió a sentarse—. Esther Curiel Blázquez. ¿Me ha dicho que usted es…?

—Alberto Reyes —‌fue el primer nombre que se le ocurrió.

—Me ha dicho que era usted pariente de la señora Curiel.

—Sí, era mi tía.

Víctor sonrió de un modo encantador, sin que ni un parpadeo delatase su mentira.

—Esther fue la primera esposa de mi tío.

—Adelante, continúe.

—Es una historia un tanto extraña. Verá, mi tío y Esther tuvieron un hijo, que hoy día ya es un hombre.

—Por supuesto.

—Bien, pues hemos descubierto que Víctor no es el auténtico hijo de Esther y Eduardo, sino que pertenece a otra familia.

El psiquiatra asintió con la cabeza y comenzó a leer el informe médico de Esther.

—Siga, siga hablando —‌dijo.

—Mi primo Víctor se ha hecho las pruebas de ADN y no hay ninguna duda de su ascendencia. Lo que nos lleva a preguntarnos qué pasó con el auténtico hijo de Esther. Porque ella tuvo un hijo.

—Recuerdo aquella historia muy bien. Durante muchos años tuve dudas sobre qué debía hacer, los psiquiatras nos vemos a veces en estos dilemas difíciles de resolver. Médicamente es todo muy sencillo: el secreto profesional solo puede romperse en caso de peligro de muerte, cuando podemos salvar una vida, ya me entiende.

—¿Ella le habló de esto?

—Por supuesto, venía a mi consulta por este problema precisamente. Supongo que con los años que han pasado, ningún daño podemos hacerle a ella y en cambio podríamos ayudar a su primo. Por cierto, ¿por qué no ha venido él personalmente.

—Está intentando asimilar su nueva situación familiar. Me pidió que este trámite lo hiciese yo.

—Comprendo.

El psiquiatra sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno.

—No, gracias, no fumo.

—¿Le importa que yo fume?

—Adelante, mientras no me eche el humo a la cara, podré soportarlo.

—Bien. Esther Curiel vino a mi consulta porque sufría de personalidad maníaco depresiva con ataques de ansiedad. ¿Qué significa esto? Pues verá, tan pronto estaba eufórica y creía que el mundo era maravilloso, como de repente pensaba en la muerte cómo única salida a sus problemas. Estos episodios se complicaron mucho cuando empezó a sufrir ataques de ansiedad —‌miró en el informe—, se quedaba sin respiración, le dolía el pecho como si estuviese sufriendo un infarto. A esto se añadieron las manías: se duchaba hasta seis veces diarias y desarrolló una profunda fobia a la cocina. No fue fácil abrir las parcelas de memoria que ella misma había cauterizado. Intentaba olvidar algunos episodios de su vida, pero el subconsciente es muy independiente, no funciona bajo presión. Ahí estaba toda la información intentando salir, y como ella no quería que saliese, se mutilaba mentalmente. Su mente se fue desequilibrando poco a poco.

—¿Ella le habló entonces de su verdadero hijo?

—Cuando murió valoré la posibilidad de hablar con su tío, de explicarle lo que sabía, pero finalmente, opté por callar.

—¿Usted sabía que Víctor no era hijo suyo?

—Lo sospechaba.

—¡Pero había una familia detrás de aquel niño!

—No negaré que leía los periódicos con el temor de encontrarme algún día un anuncio de esos que ponen cuando buscan a alguien. No sé qué hubiera hecho en ese caso, pero nunca ocurrió. Al principio se trataba de una sospecha, sin entrar en detalles le diré que algunos días hablaba de su hijo muerto, mientras que otras veces lo hacía de un bebé, sano y feliz, con el que compartía sus largas temporadas de soledad por la ausencia del marido. Al principio creí que había sufrido esa pérdida en el pasado y aún no la había superado. Poco a poco, empecé a sospechar que ambos niños eran la misma persona.

—¿Llegó entonces a alguna conclusión?

—Había sido una muerte no aceptada y su subconsciente intentaba mantenerla oculta.

—¿Qué hizo con aquel niño?

—Hablaba mucho de un lugar situado en su jardín, junto a un limonero. Es posible que esa criatura esté enterrada allí.

Víctor se llevó las manos a la cara. Eso explicaría por qué Eduardo había encontrado tantas veces a su madre tumbada sobre la hierba, en ese lugar.

—¿Le contó que había secuestrado a otro niño?

—No directamente. Estábamos cerca de ese tema cuando murió.

—Aquello no fue un accidente…

—Es posible. Su mente se estaba abriendo, pudo ocurrir que en aquellos momentos fuese consciente de todo y no tuviese nada a lo que agarrarse.

—¿Estaba loca?

—Esa es una palabra que odio profundamente, jamás la utilizaría para definir la enfermedad. Diría que Esther era una mujer inestable, con graves carencias afectivas en su niñez. Una mujer inteligente, pero con una percepción emocional superior a lo normal. El sufrimiento puede ser un martillo para nuestras neuronas.

—¿Quiere decir que tuvo una infancia desgraciada? ¿La maltrataron?

—De muchas formas. Pero eso sí pertenece únicamente a su memoria y no veo necesario hablarle de ello.

—Bien, pues creo que ya me ha dicho más de lo que esperaba.

Se levantó y tendió la mano al especialista.

—Siento mucho que se haya enterado de este modo, pero para mí ha sido una liberación y se lo agradezco.

—Yo le diré lo que le falta, para tener la historia completa. Esther robó un niño que estaba al cuidado de su hermana de cinco años. Esa niña ha vivido durante toda su vida con la idea de que lo entregó a cambio de una bolsa de caramelos. Ha tenido que ver morir a su madre en la más absoluta tristeza y a su padre caer derrotado por el alcohol. No dejó nunca de buscarme hasta que por fin me encontró. Sí, doctor Mora, yo soy Víctor, el niño que Esther robó. —‌Del rostro del médico huyó hasta la última gota de sangre—. ¿Cree que hubiera sido muy terrible violar el secreto de una muerta? Muchas gracias por atenderme, doctor.

Víctor salió del despacho, nunca sabría si sus palabras habían hecho mella en la férrea disciplina del psiquiatra. No había sido del todo justo al hablarle así, él no poseía toda la información, pero creía que debería haberse implicado más, en lugar de mantenerse al margen y con la permanente duda de si hacía lo correcto. Para algunos la vida hubiera sido muy distinta. Ahora tenía que volver a casa sin saber cómo afrontar el macabro descubrimiento que acababa de hacer, valorando las pocas posibilidades entre las que debería decidir.

Maite fotografiaba una de las parcelas, exactamente la D 4. Llevaban una semana de trabajo y ya funcionaban como un auténtico equipo. El primer día fue necesaria la observación del terreno. Según Mauricio, todo era importante: ligeras ondulaciones, variaciones en el color del suelo. Cuando terminaron la inspección superficial fue el momento de decidir la zona concreta del yacimiento. Tenían el mapa encontrado bajo el cadáver de Muhsin que marcaba la ubicación general, pero no el sitio exacto dónde excavar. Para ayudarse utilizaron dos métodos de localización: radiestesia y resistitividad eléctrica.

—La radiestesia es un método poco serio —‌le explicó Rebeca mientras observaban a Rafik, que sostenía un péndulo en la mano—. Mauricio es de los poquísimos que cree en él. Consiste en utilizar un péndulo y observar sus movimientos. Rafik tiene un don especial para eso, lo hacía de niño en excavaciones abiertas al público y era como una atracción de feria, el pobre. Aunque no creo en absoluto en esas mariconadas he de reconocer que acierta mucho más que se equivoca.

—Creía que ese era un método para buscar agua.

—También. —‌Rebeca se sentó en el suelo con las piernas dobladas—. Ven, siéntate, tenemos para rato.

Maite la imitó sin dejar de mirar al joven egipcio, que caminaba muy lentamente por la zona delimitada por cuerdas.

—La resistitividad eléctrica, en cambio —‌continuó la arqueóloga—, es un método científico. Se trata de introducir en el suelo una hilera de cuatro electrodos para cada lectura. La corriente pasa por el par exterior atravesando el suelo y la resistitividad se calcula midiendo la resistencia de los dos electrodos interiores en relación a la distancia que los separa.

La anticuaria evitó hacer ningún comentario que hiciese evidente que no había entendido mucho de lo que la pelirroja decía.

—Los hoyos y zanjas —‌continuó la maestra— dan lecturas bajas, mientras que las construcciones de piedra, tienen una resistitividad elevada.

—Ah.

Esa fue la conversación de las dos mujeres. Maite habría preferido algo del tipo «¿Qué tal estás por aquí? ¿Te vas habituando al desierto?» Pero pensó que debía aceptarlo como un acercamiento. Una vez decidida la zona a excavar, lugar que escogió Mauricio sin opción a dar opiniones, tocaba limpiarla y hacer un raspado superficial para establecer el cuadriculado del yacimiento. Las cuadrículas eran de 2 × 2 metros y había un grupo trabajando en cada una de ellas que era responsable de lo que apareciese en su parcela y debía catalogar lo que encontrase, si es que encontraban algo. Ese era el espacio que Maite debía fotografiar a diario y que después Mauricio estudiaba junto a los informes y los dibujos de Táreq y los suyos propios. Eso le daba al arqueólogo una visión más global y lo llevaba a su segunda zona de trabajo: frente al ordenador. Se levantaban cuando aún no había salido el sol. Desayunaban y empezaban la faena con los primerísimos rayos despuntando por el horizonte. La llamada para la comida ponía fin a los trabajos de excavación y por la tarde realizaban las labores de campamento como lavar e inventariar materiales; tareas informáticas que iban desde informes y diarios de excavación a cálculos matemáticos, pasando por el tratamiento de las imágenes. Todo esto bajo la atenta mirada de los ocho soldados que permanecían con ellos desde que llegaron, sin contar los que se veían en las montañas. Maite procuraba mantenerse alejada de Mauricio y su relación con Rebeca no había cuajado. Adrián hacía de intermediario cuando era necesario y se mantenía en una constante de trabajo y estudio. Llevaban diez días en el campamento y Carlos Guzmán apareció con nuevas provisiones. Maite le observaba desde la puerta de la tienda de Mauricio, mientras terminaba de volcar las fotografías a su ordenador y se preguntó quién era ese hombre y por qué le resultaba tan familiar. Carlos la vio y se tomó su mirada como una invitación.

—¡Hombre! ¿A quién tenemos aquí? —‌Esta vez le plantó un beso en la boca que la dejó sin habla—. ¿Cómo está tu estómago?

—Bbbien —‌balbuceó.

—Estupendo, así nos podemos tomar una copita. —‌Hizo un gesto a su acompañante, un beduino que hacía mucho tiempo que había dejado de ser nómada.

El hombre se acercó sacando una botella de la alforja que llevaba colgada.

—¿No vas a ofrecerme una silla?

—Esta es la tienda de Mauricio.

—Huy, huy, huy, cualquiera diría que le tienes miedo. No es tan fiero el león como lo pintan.

Entró, seguido de Maite, y se sentó junto a una pequeña mesita de madera. No tenían lujos en el campamento, pero no les faltaba nada necesario, Carlos Guzmán hacía bien su trabajo.

—Bueno, ¿cómo va el trabajo? ¿Ya lo habéis encontrado?

Maite no supo qué cara poner. ¿Si habían encontrado qué, exactamente? ¿Hasta qué punto aquel hombre sabía lo que habían venido a hacer allí?

—Supongo que requiere tiempo.

—¿Es tu primera excavación? —‌Maite asintió—. Se te nota.

Carlos le ofreció la botella.

—Bebe a morro, no hace falta andarse con pijotadas.

—No, gracias, no me apetece.

—¿Te da asco? ¡Pues coge un vaso, mujer!

—No es eso, es que no me apetece.

—Como quieras. —‌Bebió un largo trago—. Yo hace mucho tiempo que no participo en una excavación. Y no creas, algunas veces lo echo de menos.

—¿Usted también se dedicaba a esto?

Se inclinó hacia ella.

—Si vuelves a llamarme de usted tendré que hacer algo para que me trates de un modo más familiar.

Maite sonrió. Era evidente que aquel hombre del terciario quería intimidarla.

—En cuanto a tu pregunta, sí. Yo también soy arqueólogo, pero ya no me interesa buscar tesoros. Me cansé. —‌Apoyó los pies sobre la mesilla que se tambaleó bajo sus botas—. Todo cansa en esta vida. ¿Tú a qué te dedicas?

—Soy anticuaria.

—¿Anticuaria? Ahora sí que no lo entiendo; ¿qué hace una anticuaria en una excavación de Mauricio?

—Me lo propuso y acepté. —‌Maite se acercó a un baúl que había colocado en una de las esquinas—. ¿Este baúl lo trajo usted?

—No, es de Mauri, siempre lo lleva con él. Perteneció a su madre.

Maite se quedó unos segundos pensativa mirando la reliquia. Era de piel, cuero, a juzgar por el olor y el tacto, tenía una aldaba de hierro forjado y por el estilo estaba segura de que era inglés, del siglo XVII o XVIII. La anticuaria sintió unas terribles ganas de abrirlo y ver qué guardaba allí el arqueólogo.

—¿Te acuestas con él?

La pregunta la devolvió a la realidad. Se giró entrecerrando los ojos, pero no contestó.

—Ten cuidado con ese muchacho, es demasiado ambicioso.

—No tengo ninguna relación personal con Mauricio Varona.

—¡Huy! Qué seria te pones, mujer.

—¿Por qué aquí a las mujeres las llaman «mujer»?

—¡Anda, tú! ¿Y cómo quieres que las llamen? ¿Camellas?

—No, por supuesto ¿Qué tal por su nombre? El mío es Maite.

—Un erizo orejudo auténtico. —‌Soltó una carcajada.

—¿Cómo dice? —‌Maite se puso de pie de un salto.

—Ya me habían dicho que eras picajosa.

—¿Quién?

—Rebeca y Mauri. Y veo que tenían razón.

—¡Qué divertido! Así que hablamos de dos adultos que se dedican a poner motes a la gente.

—Eso creo yo, pero me parece que a ti no te gusta mucho. ¡Mujer!, eso son tonterías. Anda siéntate. —‌La cogió del brazo y la atrajo hacia él.

—¿Se puede saber qué narices hacéis en mi tienda? —‌Mauricio estaba en la entrada con cara de pocos amigos.

—Pues beber, ¿no lo ves? —‌Carlos ni se inmutó y echó otro trago mientras Maite se apartaba de su lado.

—¿Maite?

—Pregúntale a él, yo estoy trabajando.

—Ya veo.

—Ahora, haz tú de anfitrión. —‌Se dirigió a la salida, pero el arqueólogo la detuvo.

—¿No te llevas la cámara?

Maite volvió a la mesa para cogerla.

—Me parece que tu amiguita se ha enfadado conmigo. —‌Carlos bajó los pies de la mesa.

—¡Qué raro! —‌Mauricio observó a Maite, que sonrió sin ganas.

—No le gusta el apodo que le habéis dado. —‌Carlos se estaba divirtiendo.

El arqueólogo frunció el ceño.

—Se ve que no conoce al erizo orejudo del desierto. Quizá deberías explicarle quién es.

—Ya he terminado. —‌Al pasar junto a Mauricio este la volvió a coger del brazo, pero esta vez ella se soltó con brusquedad y salió.

Fuera de la tienda se encontró con un Adrián tambaleante y a punto de perder pie.

—¿Qué ocurre, Adrián? Tienes muy mala cara. —‌Maite le sujetó en el momento en que las rodillas se doblaban.

—Me siento mal. —‌Tres palabras y se desmayó.

—¡Mauricio! ¡Mauricio, ayúdame!

El arqueólogo salió de la tienda y la liberó del peso de su amigo, entró en la tienda y lo acostó en su cama.

—¿Qué le ha pasado?

—No lo sé —‌Maite estaba angustiada—, se ha caído delante de mí.

Mauricio salió de tienda y llamó a Hakim. El egipcio se acercó a Adrián y le observó. No era médico, pero sabía de enfermedades del desierto más que ninguno de los que pasaban por la universidad. Dijo algo en el oído de su jefe y después salió de la tienda.

—¿Qué te ha dicho? ¿Qué le pasa a Adrián? —‌Maite se estaba poniendo muy nerviosa.

—Tranquilízate.

—Si vuelves a decirme que me tranquilice vas a recibir una patada en los…

—Vale, vale. —‌Mauricio extendió las manos en actitud de defensa—. Hakim le va a preparar algo para que se recupere, pero después deberemos llevarle a El Cairo.

—Te he preguntado qué le pasa.

—Se ha intoxicado.

Maite abrió los ojos como platos.

—¡Le han envenenado! —‌Se tapó la boca horrorizada.

—No he dicho eso. He dicho que se ha intoxicado, podría ser la comida.

—¿Solo él?

—Quizá su organismo estaba débil. Mira, no sé, la cuestión es que tengo que llevarle a El Cairo.

Mauricio se volvió a Carlos Guzmán.

—¿Podrías encargarte de preparar los vehículos?

El hombre salió de la tienda y Mauricio empezó preparar una mochila.

—Coge unas cuantas cosas suyas y tráemelas.

Maite salió de la tienda y volvió a los cinco minutos.

—¿Adónde vas con dos mochilas?

—Yo también voy.

—De eso nada, bastante descalabro es esto.

Maite sonrió y levantó una ceja como si mirase a un niño.

—No va a haber forma de convencerte, ¿no? —‌dijo el hombre.

—¿Cómo lo sabes?

Cuando Adrián recuperó el conocimiento miró a ambos con cara de sufrir algún dolor y se agarró el estómago. Después de tomar el potingue que le preparó Hakim, pareció encontrarse mejor.

—No es necesario que vayamos a ninguna parte, me estoy recuperando —‌dijo.

—Solo mejoría pasajera —‌contradijo Hakim—, te alivia un tiempo. Luego mal otra vez. Tienes que ir hospital.

—Hay que hacer lo que dice Hakim —‌insistió Mauricio.

—No hay nada más que discutir —‌acotó Maite—, irás al hospital.

Antes de emprender el camino hacia Tall Bani ‘Umran, Maite observó a Mauricio salir de la tienda de Adrián y pensó que tenía que preguntarle qué buscaba allí. Llevaban una hora de viaje en el jeep y Mauricio conducía en silencio pisando el acelerador más de lo que a Maite le hubiese gustado. Ella iba sentada atrás sosteniendo la cabeza de Adrián, al que habían acomodado como habían podido. El color amarillento de su cara y las ojeras se habían pronunciado aún más en la última media hora. Esta vez no se detuvieron en Bani Hassan y continuaron camino sin aminorar la marcha, seguidos por el jeep del ejército. Maite no se atrevió a preguntar hasta estar segura de que Adrián dormía, su respiración era dificultosa y la cabeza pesaba en la falda de su amiga.

—¿Qué es lo que te ha dicho Hakim, Mauricio?

—¿Duerme? —‌preguntó el arqueólogo.

—Sí. Respira con mucha dificultad y está muy amarillo.

—Le han envenenado.

Maite sintió una punzada en el estómago. No podía ser que eso le estuviese pasando.

—Hakim ha dicho que le atacaría al hígado, por eso está amarillo y también ha dicho que debíamos darnos prisa.

—¿Quieres decir que puede morir?

Mauricio miró a través del espejo retrovisor y sus ojos eran respuesta suficiente. Maite acarició el cabello empapado de su compañero, todo él estaba en un charco de sudor. Ya no le parecía que el arqueólogo corriese demasiado.