Shari al-Gumhuriya
… lloradle, lamentaos por él,
cantad vuestro lamento cuando ascienda…
Textos de las pirámides
La casa, pequeña y baja, no denotaba en su exterior ningún lujo, a pesar de que Muhsin estaba bien situado y tenía un buen trabajo. Primero unos toques suaves en la puerta, después los golpes fueron haciéndose más fuertes.
—No debemos llamar la atención. —Táreq apartó a su amigo ante la mirada curiosa de algún transeúnte.
—Tienes razón.
Mauricio rodeó la casa y revisando las ventanas comprobó que estaban todas abiertas. Hizo un gesto a los otros para que le siguieran y se introdujo de un salto en el interior, por la que estaba más alejada de la calle principal.
—¿Estás loco? —Maite le miró desde fuera con cara de sorpresa
—Chissss, habla más flojo, no podemos llamar la atención. —Mauricio le tendió la mano y la ayudó a entrar.
Táreq miró hacia todos lados comprobando que nadie les veía y les siguió.
—Perdonad las molestias, hacía mucho tiempo que no me colaba en una casa de esta forma. —Mauricio reía.
—Parece que esto te divierte mucho. —Maite estaba sorprendida de la actitud del arqueólogo. ¿Y si Muhsin aparecía de pronto? ¿Y si no había abierto porque estaba «ocupado» con alguna «visita»?—. ¿No os parece que huele raro?
Táreq y Mauricio se miraron y sus rostros borraron la sonrisa inicial cambiándola por un ceño fruncido. Maite se dirigió a lo que parecía el salón de la casa, una cortina separaba la estancia del pasillo de entrada. La apartó y se encontró en una habitación muy desordenada, el olor era allí más intenso, se llevó la mano a la boca en un gesto instintivo. Al ver el cuerpo tendido en el suelo el corazón le empezó a latir más y más deprisa.
—Mauricio —susurró.
El arqueólogo entraba tras ella y apenas le vio pasar y colocarse junto al hombre que estaba tendido.
—Está muerto.
—¿No me digas? —Maite estaba a punto de gritar—. ¿Cómo lo has sabido?
—Tranquilízate, Maite.
—¿Que me tranquilice? Dice que me tranquilice. —Se volvió para mirar a Táreq—. Este tío está como una cabra. Hemos entrado en una casa por la ventana y nos encontramos a su dueño muerto en el suelo… pudriéndose, y dice que me tranquilice.
—Bueno, pues ponte a gritar, a ver cuánta gente viene a la fiesta.
—¡Tú eres imbécil!
En dos zancadas se puso frente a ella.
—¿Seguro que el imbécil soy yo? ¿Qué pasa? Te gustaría estar en tu casita, ¿verdad? ¡Te dije que no vinieras!
—¡Y una mierda! —Entrecerró los ojos—. ¿O es que sabías lo que íbamos a encontrar?
—¿De qué estás hablando?
—Solo nosotros sabíamos que fue Muhsin quien robó el amuleto.
—¿Cómo puedes estar tan segura? Además, no tienen por qué haberle matado por esto.
—¡Qué casualidad! Tú dijiste que podía ser muy peligroso.
—No me refería a algo así.
—Ah, ¿no? ¿Y a qué te referías entonces?
—Lo sabes perfectamente.
—Dijiste que no conocías a Muhsin.
—Y no le conocía.
—¿Cómo sabías entonces que su casa estaba cerca de la de Táreq?
Mauricio frunció el ceño y movió la cabeza, visiblemente contrariado por la actitud de Maite.
—¿Vais a estar peleando mucho rato?
Táreq se había acercado al cadáver y les miraba sorprendido.
—Le han pegado un tiro en la cabeza, debió de ser por la espalda, por eso cayó de bruces.
—Debemos intentar averiguar algo. —Mauricio ignoró a Maite y se volvió a su amigo—. Tú mira en su dormitorio, yo buscaré por aquí.
—¿Quéee? —Maite comenzó a dar pasos adelante y atrás mientras los hombres se ponían a buscar—. No puedo creerlo, no puedo creerlo.
Mauricio volvió a ella y la hizo detenerse, su rostro estaba tan cerca que Maite solo podía ver sus ojos azules y fríos.
—Si no te callas voy a tener que ayudarte a cerrar esa boquita.
Lo dijo en un tono que no admitía discusión y Maite notó un escalofrío que recorría su espalda. Volvió a mirar el cadáver de Muhsin y luego a Mauricio. Táreq había desaparecido tras la puerta del dormitorio. De repente se sintió amenazada.
Mauricio se apartó de ella con brusquedad y comenzó a registrar los cajones del mueble que presidía la estancia. Maite le observaba y las ideas, las malas ideas, se le agolpaban en el cerebro. Un latido en la sien martilleaba su cabeza mientras contemplaba el cadáver de Muhsin. Le recordaba sonriente, hablando de Al-Minyá, su ciudad natal; de la casa de sus padres, donde años atrás habían pintado la fachada con dibujos de su peregrinación a La Meca. No se cansaba nunca de repetir que habían podido ir gracias a él, se sentía orgulloso de ello. «Pronto iré yo», le parecía estar oyéndole. Y ahora estaba allí tendido, sin sonreír y sin hablar, con el suelo como único paisaje y destino, mientras un arqueólogo insensible y frío revisaba sus cajones, abría sus armarios y buscaba algo que no era suyo. Maite sintió un nudo en la garganta, no podía estar más tiempo allí, se volvió y atravesó la cortina. Mauricio oyó abrirse la puerta de la calle y la llamó, pero lo único que consiguió fue que iniciase una carrera que aumentaba de velocidad al notar que la seguían. Maite no se volvió, oía los pasos tras ella y estaba realmente asustada, la angustia le oprimía el pecho cuando notó que una mano la sujetaba con fuerza.
—¿Qué te pasa, mujer?
Maite reconoció la voz de Táreq y se dejó coger, temblando como una hoja. No contestó hasta que pudo recuperar el aliento. Mauricio estaba junto al egipcio y la miraba enfurecido.
—¿Se puede saber qué haces? —preguntó.
—No podía estar allí. —Ya más recuperada se enfrentó al arqueólogo—. ¿Es qué no puedo ir donde me dé la gana?
—¿Y hace falta llamar la atención? ¿Es que no sabes dónde estás?
—Si no te hubieras comportado como un energúmeno…
—Si no fueras tan gilipollas…
—Bueno, bueno —terció Táreq—, al final vamos a tener que vender entradas.
Varias personas se habían fijado en ellos.
—¿Cómo puede ser tan insensible? —Maite lo dijo en un susurro perfectamente perceptible mientras regresaban a casa de Táreq.
—He encontrado un mapa de Tell al-Amarna —Mauricio ignoró a la anticuaria y se dirigió al egipcio—, también tenía un dibujo del amuleto. Parte del texto lo había copiado en un papel.
—¿Y crees que el mapa es del lugar donde lo encontró?
—No creo que lo encontrase él, precisamente. Seguramente llegó a sus manos a través de algún ladrón de tumbas, quizás el dueño lo mató cuando descubrió que nos lo había enviado.
—¿«Nos»? —Maite ya estaba más tranquila.
—A ti, por supuesto. ¿Qué te pasa en los ojos? —Sonrió con ironía.
—A mis ojos no les pasa nada.
Adrián se llevó las manos a la cabeza. Hacía muchos años que conocía a Muhsin, habían bebido té, habían fumado juntos, le había invitado a su casa, le consideraba un amigo. Llegó con la esperanza de demostrar que no había intentado aprovecharse de él, que no le había utilizado. Maite le abrazó y le susurró algo al oído. Mauricio no les quitaba ojo y percibió claramente que la mujer hablaba en voz queda para no ser oída. Táreq explicaba los detalles a los demás. Rebeca se mantenía en la misma postura que estaba cuando llegaron, con los pies sobre la mesa y fumando un cigarrillo, sin inmutarse ante la noticia. No es que no conociese a Muhsin, que le conocía bien, es que era una mujer que no se alteraba fácilmente.
—¿No tenía familia? ¿Mujer, hijos? —Maite se apartó de Adrián y lanzó la pregunta sin dejar de mirar a su socio.
—No. Vivía solo, yo estuve muchas veces en su casa. ¿Quién ha podido hacerlo?
—Cualquiera. No es nuestra misión descubrir al asesino de Muhsin, pero la verdad es que nos ha fastidiado. Podía tratarse de alguna deuda de dinero, por lo que me han dicho era bastante mal pagador. —Mauricio estaba de visible mal humor.
—¡Qué oportuno! —Maite le miró con tristeza.
—Es una posibilidad, Maite. —Táreq intentó suavizar el malestar entre los dos compañeros.
—Habrá que llamar a la policía —dijo ella sentándose junto a Adrián.
—Nosotros no —dijo Hakim negando con el dedo.
—Ah, ¿no? Entonces, ¿quién va a hacerlo? —Maite le miró con enojo—. Lleva varios días muerto y parece que nadie va a echarle de menos. ¿Vamos a dejarle allí?
Mauricio cogió su móvil e hizo una llamada. Habló en árabe y tanto Maite como Adrián no entendieron ni una palabra. Rebeca se acercó a ella y le susurró.
—Está pidiéndole a un amigo que haga la llamada desde una cabina.
—Tiene muchos amigos, ¿no? —ironizó Maite.
—Y algunos enemigos. —Sonrió Rebeca.
Cuando hubo acabado de hablar, Táreq comentó que Mauricio había encontrado un mapa y un dibujo y el arqueólogo sacó ambas cosas, que colocó sobre la mesa.
—Es un mapa de Tell al-Amarna, si os fijáis este parece el templo de Nefertiti y esto el taller de Tutmosis.
—Sí, estoy de acuerdo, pero según el mapa han excavado muy lejos del resto y no tiene nada que ver con el lugar donde estaba la Necrópolis amarniana.
—Eso explicaría por qué no lo hemos encontrado nunca.
—No tiene lógica, Mauricio —Rebeca se recostó sobre la mesa para colocarse sobre el plano—, y si algo tenían los egipcios, era lógica.
—¿Crees que es falso?
—Es posible, ¿no te parece? Lo has encontrado con mucha facilidad. Esto puede significar dos cosas: o el que le ha matado no tiene nada que ver con el descubrimiento, o te han dejado un señuelo.
Mauricio observó a su amiga entrecerrando los ojos y sopesando lo que decía.
—Eso significaría que no tenemos nada.
—Nada no. —Maite se levantó—. Tenemos el amuleto.
Maite se tiró en la cama y se quedó mirando al techo durante mucho rato, tanto que se hizo de noche sin que lo percibiese. No estaba preparada para todo aquello. Pensó que sería una aventura divertida, no que se iba a encontrar con un muerto en plena fase de descomposición. Ni tampoco que iba a descubrir que el encantador arqueólogo Mauricio Varona era un hijo de la gran… Se levantó y se quitó la ropa, que solo había ensuciado de sudor, la dejó tirada sobre una silla y se fue a la ducha. Unos nudillos tocaron en la puerta. Se había puesto el pijama y pensó no contestar para que creyeran que dormía. Cuando abrió, su socio se apoyaba en la pared frente a su puerta, con los brazos cruzados delante del pecho.
—Hola —dijo.
—Hola, ¿quieres pasar?
Adrián entró y Maite cerró la puerta.
—Deduzco por tu atuendo que no piensas bajar a cenar. ¿Te importa si me quedo un rato?
—¿Cómo has podido quitarte de encima a esa devora-hombres?
—Supongo que te refieres a Rebeca y a cómo ha caído ante mis irresistibles encantos, ¿no?
—Ten cuidado, es una mujer muy experta.
Adrián sonrió con ternura.
—¿Todavía te preocupas por mí?
—Siempre me preocuparé por ti. Eres mi amigo.
—¿Qué ha ocurrido en aquella casa para que de pronto desconfíes de Mauricio? No quiero utilizar la frase «ya te lo dije», aunque es de lo más tentador.
—Me amenazó.
—¿Te amenazó? —se sorprendió.
—No sé, quizá no… Yo estaba muy nerviosa y supongo que tuvo miedo de que corriese a avisar a la policía.
—¿Qué te dijo?
—Me dijo que, si no me callaba, él me haría callar y yo no podía quitar los ojos de Muhsin allí muerto en el suelo…
—Bastante explícito, sí señor…
—Yo pensaba que esto iba a ser una aventura divertida. —Maite se dejó caer en la cama.
—¿Qué estás pensando?
—Quizá podríamos hablar con la policía.
—No me parece una buena idea, nos podemos ver en serios problemas. No tenemos a nadie que testifique que Muhsin nos engañó, que no sabíamos nada. Te recuerdo que el único que podría explicar todo este embrollo está muerto.
—No hace falta que me lo recuerdes, no dejo de verle allí tirado.
—¿Entonces? —Adrián se apoyó en el escritorio.
—No sé qué hacer, empiezo a tener miedo.
—No es para menos. Pero de verdad que yo no creo que la muerte de Muhsin tenga nada que ver con esto.
Maite se levantó y se abrazó a él.
—No lo digo para tranquilizarte. —La meció como a una niña—. Nunca has sido una mujer cobarde, siempre has salido adelante y estoy convencido que ahora mismo eso es lo que quieres. No puedes irte de aquí sin descubrir si podemos llegar hasta esa tumba. Yo no voy a irme —la apartó un poco para verle la cara—, respetaré lo que tú decidas, pero me gustaría que te quedases.
Ella le observó, estaban tan cerca el uno del otro que podía sentir su aliento en la punta de la nariz haciéndole cosquillas.
—Aún no te he pedido perdón por lo de la otra noche en mi casa.
—No hace falta —dijo ella.
—Sí, por supuesto que hace falta. He de reconocer que no soporto a ese presuntuoso arqueólogo.
—Adrián, Mauricio y yo…
—No —puso un dedo sobre sus labios—, no tengo ningún derecho sobre ti y no debes darme explicaciones.
—Adrián…
—No digas nada, Maite.
Se sentía sola, asustada y él era la única persona en la que podía confiar, la única con quien se sabía segura. Es posible que ese fuese el motivo de que le dejase acercarse aún más y que permitiese que sus labios tocasen los suyos. Adrián la besó y fue quizás el beso más dulce que diese nunca, un beso que no esperaba nada, que se daba sin más. Después se separó de ella y se fue. Maite tuvo tiempo de pensar mientras el sueño iba apoderándose de ella. Adrián la conocía muy bien, ella no era de las que se rendían, aquella era su empresa, había sido idea suya y nadie iba a sacarla de allí. El amuleto era suyo, al menos ahora. Muhsin se lo había regalado, no había más dueño que ella. No iban a echarla de allí, ni mucho menos.
A la mañana siguiente saldaron las cuentas con el hotel. Maite se sorprendió al ver a un grupo de hombres armados en el hall.
—¿Qué pasa? —Se acercó a Mauricio señalando disimuladamente al grupo de soldados.
—Son nuestra escolta.
—¿Nuestra escolta? ¿Esos?
—Es la ley. No podemos ir por ahí sin ellos. —Sonrió—. Solo quieren protegerte.
Maite detectó cierta ironía y se apartó del arqueólogo. Pronto descubrió que era cierto, a la salida del hotel les esperaban sus dos todoterrenos y tres jeeps del ejército egipcio que pensaban escoltarles. Aquellos hombres iban con metralletas colgadas y parecían estar dispuestos a usarlas. Uno de los coches de escolta se puso delante, le seguían Táreq, Rafik y Hakim, que era el que conducía. Después iba el todoterreno con Mauricio al volante, Rebeca de copiloto, y Maite y Adrián, detrás. Por último iban los otros dos jeeps del ejército.
—¿Es tan peligroso? —Adrián también estaba sorprendido.
—Depende de cómo se mire. —Rebeca fue la que contestó—. Para ellos, mucho. La mayor parte de los ingresos del país proviene del turismo. En nuestro caso, además, somos arqueólogos, tenemos un permiso de excavación y deben protegernos. Forma parte del trato.
Rebeca se había puesto la misma ropa que el día anterior y tenía el aspecto de una modelo de revista, a pesar de las arrugas sin planchar y del pelo alborotado, o quizá, precisamente por eso. Maite observó a los dos que iban sentados en la parte delantera preguntándose si habrían pasado la noche juntos, no es que fuera de su incumbencia, pero después de ver a un muerto con tan poca salud… Rebeca volvió la cabeza y sonrió haciendo enrojecer a Maite, que se convenció de que aquella mujer podía leerle el pensamiento. Volvió la cabeza a la ventanilla y se prometió no volver a pensar en ninguno de ellos en todo el camino. Al poco rato estaba embelesada contemplando el paisaje que, una vez abandonaron El Cairo, empezó a dibujarse a su alrededor. Había visto el desierto desde el aire, cuando volaba de un sitio a otro, que es la manera en que se trasladan normalmente los turistas en Egipto. Ahora abandonaban la ciudad y se sentía emocionada. Poco había cambiado aquella tierra en los miles de años que la separaban de quien iban a buscar. Arena y más arena, rocas dispersas y niños descalzos que caminaban observando a aquellos extraños que pasaban junto a ellos, como tantos, a toda velocidad por aquella tierra tranquila que ellos pisaban. Maite no escuchaba la conversación que mantenían Mauricio y Rebeca en tono bajo, al menos no conscientemente, no tenía oídos más que para los sonidos que producía su imaginación. Adrián también miraba por la ventanilla, aunque sin dejar de prestar atención a la charla que mantenían los dos que viajaban en la parte delantera del vehículo. Parecían discutir, aunque por el tono no podría asegurarlo. Rebeca insistía en que debían dejarlos en Beni Hasán, que no era seguro llevarlos hasta el campamento, pero Mauricio no estaba de acuerdo. Adrián no captaba toda la conversación, sobre todo lo que decía el arqueólogo, que iba en el otro lado del coche, pero creyó entender que prefería tenerlos cerca. Rebeca continuó diciendo que tendrían problemas y dijo algo como «la Erizo orejuda del desierto», que no le gustó mucho. Observó a Maite, que continuaba embelesada mirando tras la sucia ventanilla, como si hubiera descubierto por fin que el mundo existe. Cuando llegaron a Beni Hasán, bajaron del coche y Mauricio se escabulló con Rebeca ante la atenta mirada de Maite, que volvía a pisar terreno firme y estiraba las piernas entumidas. Táreq les indicó lo que parecía una casa particular, donde les ofrecieron agua y comida. Se sentaron todos alrededor de una mesa donde les sirvieron unas bolas que Hakim llamó ta’miyya y explicó que estaban hechas con garbanzos fritos y especias, un plato con habas que dijeron se llamaba foul, y lo que Maite pudo reconocer como pepino y yogurt. También había pan plano egipcio, que Táreq aseguró se ponía en todas las comidas y tanto Adrián como Maite ya conocían.
—¿Habéis probado alguna vez el kofta? —Ambos encogieron los hombros sin saber siquiera lo que era—. Es carne picada con especias, asada al fuego.
—¿Eso no es kebab? —Adrián tomó una ta’miyya.
—No. En el kebab la carne no está picada —siguió explicando Táreq.
—Yo he comido pitas muchas veces —comentó Maite.
—Pitas con…
—… ¡tahina!
—¡Ah!, sésamo, aceite, ajo y limón —enumeró los ingredientes—. La tahina con berenjenas es la baba ghanoug.
—¿Dónde ha ido vuestra educación? ¡No esperáis a nadie! —Mauricio y Rebeca entraron en ese momento y saludaron a su manera.
—No habéis dicho que esperásemos. —Maite habló sin mirarle a la cara.
Mauricio no le contestó. Desde el día anterior habían evitado en lo posible dirigirse la palabra y se notaba cierta tensión entre ellos que hacía que los demás intentasen evitar el roce.
—Nos quedan unos cuarenta kilómetros hasta Tall bani ‘Umran.
—Los muchachos ya deben de estar por allí. —Rebeca cogió una bola de garbanzos.
—Lo más importante cuando lleguemos es montar nuestras tiendas. Después nos acercaremos a la zona de prospección y comenzaremos los trabajos de excavación.
—¿Cómo sabes cuál es la zona adecuada? No hemos podido averiguar nada tal como pensábamos hacerlo. —Maite había terminado de comer y bebió un largo trago de agua, mientras esperaba una respuesta.
—¿Cómo sabes que no hemos averiguado nada? —Mauricio siguió comiendo y parecía que no pensaba dar más explicaciones.
—Ayer, después de llegar al hotel, estuvimos haciendo algunas indagaciones. —Táreq continuó con los detalles—. Parece ser que Muhsin debía dinero a algunas personas y tenía intención de irse de viaje. Eso es lo que contó a algunos amigos del museo, por eso no me dieron ninguna información cuando fui a preguntarles. Creían que yo era uno de los creditores.
—Posiblemente por eso se metió en el tráfico de objetos de arte —introdujo Mauricio.
—Eso no nos dice dónde excavar, ¿verdad? —Maite volvió al ataque.
—No, pero esto sí.
Mauricio sacó varios papeles y los puso sobre la mesa.
—¿De dónde ha salido eso? —Adrián se inclinó sobre el papel.
—Lo encontré en casa de Muhsin.
Apartaron la comida y despejaron la mesa para colocar un grupo de hojas sueltas de forma que recompusiesen lo que parecía un rompecabezas. Las hojas estaban manchadas de una sustancia amarronada, pero podían verse perfectamente las líneas de un mapa.
—Ayer no lo tenías cuando saliste de aquel lugar. —Maite le miró sorprendida.
—La primera vez, no. —Mauricio la miró directamente a los ojos.
—¿Volviste allí? —Ella sostuvo la mirada, él asintió—. Entonces no llamaste a nadie.
—Sí llamé, pero dije que avisaran esa noche. Tuvimos tiempo de volver.
—Fue muy arriesgado, la policía podría habernos cogido —Táreq intervino visiblemente molesto por el riesgo que habían corrido.
—Era necesario. Muhsin era nuestro único eslabón con el amuleto. Era evidente que debía tener algo más. No tuve tiempo de buscar bien… —Maite palideció al comprender de qué eran las manchas—. Encontré la trascripción de lo que, casi seguro, debe ser un papiro de la época amarniana. Esto es una parte.
Volvieron a las hojas que estaban sobre la mesa. Se trataba claramente de un plano. Mauricio comenzó a explicar a todos dónde señalaba. Aisló el lugar conocido como Akhetatón, en un lado del dibujo, y explicó los diferentes edificios que mostraba: el Palacio Real, la casa de algunos ricos amigos de Akhenatón, el palacio de Nefertiti, el taller de Tutmosis. Después indicó el lugar que aquel mapa anunciaba como la Necrópolis. Ese era el centro del plano y tenía bien dispuestas varias tumbas, entre ellas las que conocían como tumbas reales. Junto a ellas, unos cuantos grados a la izquierda, una enorme cruz marcaba el lugar donde se halló el escarabajo.
—El dibujo que encontré parece un intento de reflejar lo que hay en este, aunque difiere en datos muy importantes. Este es muy detallado, alguien se dedicó a transcribirlo, seguramente del original, y le envió esta copia a nuestro hombre.
Maite observó al grupo con interés. Estaban todos tan atentos a aquel mapa que pudo analizar sus rostros sin que percibiesen su escrutinio. Había algo que le resultaba molesto, algo que no encajaba en todo aquello, y por más que pensaba no lograba precisarlo. Sentía un rumor en su cabeza, como el ruido que hace el agua del río cuando pasa suave sobre las piedras, salvando obstáculos. Era algo indefinido que la estaba molestando desde que encontraron el cuerpo de Muhsin. Miró a Mauricio, que explicaba a los demás cada uno de los puntos del mapa manchado de sangre y entrecerró los ojos. Sabía que él era el centro de sus dudas, cuando le miraba el ruido del agua se hacía más intenso. ¿Por qué un bargueño? ¿Por qué no una butaca? ¿O un banco? ¿Por qué precisamente ese mueble que, casualmente, era el que daba nombre a la tienda? Alguien podría pensar que lo escogió como podría haber escogido unas tijeras de hierro forjado si hubiesen estado incluidas en el rótulo de entrada. El sonido del agua se hizo más intenso, se precipitaba más y más deprisa en su cabeza. Maite se irguió, ya solo observaba a Mauricio y de un modo completamente abierto. Primero el escarabajo aparece en la tienda de forma tan extraña. Muhsin se lo entrega a Adrián como un regalo, cosa que en tantos años trabajando juntos jamás había hecho antes. Adrián acepta el regalo con naturalidad. Mauricio Varona entra, casualmente, en su tienda. Por una rocambolesca trama en la que está incluido su recién hallado sobrino, acaba cenando en su casa, que sí, fue ella quien le invitó, pero ¿podría asegurar que fue una decisión propia? Así, Mauricio tiene la oportunidad de explicarle la trama sobre antigüedades y ella se siente inclinada a enseñarle el inútil objeto condenado a convertirse en pisapapeles. Finalmente, ella se ofrece a pagar todos los gastos de una empresa en la que deberán encontrar la tumba a la que pertenece ese amuleto. Maite se apartó el pelo de la cara, le impedía ver lo que tenía delante de las narices. ¿Sería posible que Mauricio la hubiese engañado? ¿Sería él quien habría encontrado ese amuleto y quien lo habría hecho salir del país a través de Muhsin? El arqueólogo levantó la vista un momento y sus ojos se encontraron con la intensa duda en los de Maite. ¿Qué clase de persona era Mauricio Varona? No le conocía de nada ¿Sería capaz? No, no podía ser. Táreq dijo que Muhsin llevaba dos o tres días muerto. Mauricio Varona estaba en Barcelona. Se sintió mal, la comida le rebotaba en el estómago y sabía que de un momento a otro… Salió corriendo de la casa y tuvo el tiempo justo para no vomitar en la entrada, lo que hubiera podido no gustar al dueño. Después de eso, se apartó del grupo, que seguía con los planes, e intentó caminar hacia el río. Uno de los hombres que los vigilaban se puso a gritarle de un modo que consiguió asustarla.
—¿Adónde va? —le preguntó en inglés.
—A dar un paseo, si no le importa —respondió también en el mismo idioma.
—Eso no es posible, señorita.
—¿Por qué?
—Es peligroso. Debemos protegerla.
—¿Protegerme de qué? —Maite hubiera querido explicarle a aquel soldado que el peligro no estaba donde ellos creían—. Entonces, ¿no puedo ni pasear?
El hombre, que parecía ser el que estaba al mando, llamó a varios soldados y les dijo algo en árabe que Maite no entendió.
—Ellos la acompañarán.
Después de decir eso, se alejó de ellos y Maite tuvo que dar su paseo seguida por tres hombres cargados con metralletas. Mientras caminaba descubrió unos puntitos negros en las montañas. Había bastantes. Sacó los prismáticos y miró a través de ellos. Sorprendida, descubrió que se trataba de más hombres armados, soldados que vigilaban y protegían, ¿qué? ¿La arena?, no podía ser que todos aquellos hombres estuviesen allí solo por ellos. A pesar de todo, al cabo de un rato pudo relajarse, olvidarse de su malestar físico y disfrutar del paisaje. Las montañas, palmeras de dátiles rodeando el valle y el suave fluir del río con su música cantarina, la estremecieron. Al otro lado, el verde de las plantaciones lo inundaba todo. Se sentó en la arena y cogió un puñado pasándolo de una mano a otra, pensando. Llevaba un sombrero de ala ancha para protegerse del sol; a pesar de ello, el dios Atón calentaba con fuerza y traspasaba el lino de sus pantalones. Cerró los ojos y recordó la oración, el himno que conocía bien: «Por lejos que te encuentres, tus rayos siempre están sobre la tierra. Aunque se te vea, tus pasos se desconocen. Cuando te ocultas, la Tierra se oscurece como si llegara la muerte». Maite abrió los ojos y pudo ver la barca real deslizándose sobre las tranquilas aguas del Nilo.
Llegaron a Tall Bani ‘Umran, donde se detuvieron para reunirse con otro grupo de seis personas. Maite no se encontraba bien, el estómago seguía sin estar en su sitio y se dio cuenta de que no había preguntado si había algún médico con ellos. Buscó a Mauricio con la mirada y le vio hablando con un hombre que sostenía a Rebeca por la cintura y reía a carcajadas frente a la pose indiferente de Mauricio. Rodeada de actividad y parada en medio de ningún sitio, era como un punto rojo sobre el mapa. El desconocido la señaló, Mauricio se volvió a mirarla y sin hacer ningún gesto, volvió de nuevo su atención a las dos personas con las que hablaba. Su descortesía facilitó el acercamiento por parte de Maite, que ya no se sentía tímida, sino más bien enfadada.
—… rizo orejuda del desierto.
Lo que Rebeca explicaba debía ser muy divertido a juzgar por las carcajadas del hombre, que ahora la abrazaba sin disimulo.
—Mauricio, ¿podría hablar contigo un momento? Por favor.
El arqueólogo se volvió hacia ella, había disgusto en su semblante y no se esforzó en disimular, parecía molestarle mucho que se hubiese acercado a ellos.
—¿Qué quieres?
—Verás, creo que en mi estado quizás acabe necesitando un médico. —Habló bajito intentado que solo el arqueólogo la escuchase.
—¿Su estado? ¿No me digas que llevas una preñada?
Maite miró a aquel hombre como si hubiese dicho que a las doce se acababa el mundo.
—No está embarazada, Charli, solo está malita, ¿verdad, Maite? —Rebeca sonreía inocentemente.
—¿Maite? —El hombre soltó a la pelirroja explosiva y plantó dos besos en la cara de la morena perpleja—. Yo soy Carlos Guzmán, encantado de conocerte.
—Igualmente —respondió ella.
Maite se fijó en aquel rostro que le resultaba familiar, tenía la sensación de haberlo visto antes, pero no podía recordar dónde. Era un hombre que irradiaba personalidad con cierto derroche, aparentaba tener unos cincuenta años; su cabello, que un día fue rubio, se veía ahora invadido por las canas, y la espesa barba gris daba el último retoque a su atractiva imagen. Los ojos eran astutos, de un color azul claro, y taladraba con la mirada.
—¿Perteneces a la cuadrilla de Mauri?
—¿Mauri? —Maite miró al prestigioso arqueólogo y tuvo que contener la risa ante su cara de disgusto—. ¡Oh, sí! Soy…
—… la fotógrafa, es la fotógrafa del equipo —intervino «Mauri».
—Vaya, vaya, así que la fotógrafa. Estupendo, ¿y qué dices que te pasa?
—Algo me ha sentado mal.
—Debes tener cuidado. —Se acercó tanto que Maite tuvo que echar la cabeza atrás para poder mirarle, era alto, metro noventa por lo menos—. Aquí podrían envenenarte y nadie sospecharía. —Soltó una carcajada.
—Es un simple dolor de estómago, ha comido demasiado, demasiado deprisa. —Mauricio la cogió de los hombros, ante lo que Maite no pudo evitar dar un respingo.
»Yo soy lo más parecido a un médico que vas a tener aquí. —Maite puso cara de susto—. Me encargo de los suministros. Todo lo que necesitáis lo he conseguido yo: generadores, víveres, tiendas, herramientas, cualquier cosa. Soy como un supermercado especializado en excavaciones. ¿Qué te parece?
Maite no supo qué decir y Mauricio intervino de nuevo.
—No te preocupes, si es necesario conseguiré un médico.
—¿Y cómo lo conseguirás? ¿Llamando por teléfono? —Se soltó, molesta.
Se sentía incómoda entre ellos, le resultaban irritantes y desagradables. Era evidente que Mauricio no pretendía hacerle el menor caso, así que tendió la mano al señor Guzmán y se despidió de él.
—Deberíamos ponernos en marcha —dijo Rebeca.
—¿Estás seguro de que no necesitas nada más? Aún estás a tiempo. —Carlos Guzmán sostenía la mano de Maite.
—Si has cumplido con todo lo que pedí, no. Cuando lleguemos al campamento y vea cuántas cosas me has estafado, hablaremos.
—Todo lo que me pediste con ligeras variaciones, como siempre. —Sonrió.
—Ya.
—No soy el genio de la lámpara, hombre. —Maite se soltó bruscamente, harta ya del contacto. Carlos la miró divertido—. ¿Te vienes conmigo, Rebeca? Parece que a Maite no le gusta mi compañía.
La mujer se agarró de su cintura.
—¡Cuidado con los erizos! —Rebeca rio a coro con Carlos y se alejaron juntos.
Maite tuvo la sensación de que se perdía algo. Se encogió de hombros y dio media vuelta.
—Espera —Mauricio la detuvo—, ¿cómo te encuentras?
—Estupendamente —ironizó.
—Tienes mala cara.
—¡Qué sorpresa!
El arqueólogo le tocó la frente.
—No tienes fiebre.
—Solo necesito descansar un poco.
—De acuerdo, lo tendré en cuenta.
—Gracias.
Maite se marchó notando su mirada clavada en la nuca.
El grupo se introdujo por fin en el desierto arábigo y recorrieron los últimos kilómetros que les llevaban hacia la enorme cruz que alguien había marcado en el mapa. El horizonte rebotaba en los ojos de Maite, que sentía una profunda sensación de soledad. La arena se movía, el silencio solo alterado por los propios sonidos que producía el grupo y un suave viento que se introducía entre los granos de arena que conformaban el paisaje. A pesar del malestar que la acompañaba, se sintió tocada por aquel lugar y supo que nunca olvidaría ese viaje.