El faraón hereje
Yo he venido a ti para que me cruces en este barco
en el que transportas a los dioses
Citación al barquero celeste.
Textos de las pirámides
Mauricio fue el primero en llegar al aeropuerto. Esperaría a que llegaran los otros para facturar todas las maletas juntas, se sentó en uno de los asientos de la terminal y sacó la grabadora.
—Inicio el diario en el aeropuerto de El Prat de Barcelona. Salida de nuestro avión a las 12:00 horas, rumbo a El Cairo, Egipto. Se trata de una expedición que intentará descubrir dónde ha sido hallado un amuleto de corazón con forma de escarabajo, perteneciente a la XVIII dinastía, época Tell al-Amarna, de la reina Nefertiti. Nuestro primer destino es El Cairo, hotel Mheratón. Partimos tres personas desde Barcelona: Maite, Adrián y yo mismo. Nos encontraremos allí con Rebeca, Rafik, Hakim y Táreq, que se han encargado de preparar el viaje hasta Tall Bani ‘Umran.
—¿No te gusta escribir? —Maite colocó sus maletas junto a las de Mauricio.
—No. —Apagó la grabadora—. Tampoco me gusta que me escuchen.
—Pues aquí… —Señaló a la cantidad de gente que pasaba constantemente junto a él.
—Ellos no cuentan. Veo que sabes adónde vas. —Se fijó en su vestimenta.
—No es la primera vez que viajo a Egipto.
Pantalón largo, camisa de manga larga, ambos de algodón blanco y bastante holgados.
—He visto muchas insolaciones de gente experta —arguyó Mauricio.
—Pues ya ves.
—¿Estás ilusionada?
—¿Tú no?
Mauricio sonrió y guardó la grabadora en un bolsillo.
—¿Sabes cuántos años llevo dedicándome a esto?
Maite se sentó junto a él.
—No, pero eso no es un motivo para no ilusionarse.
—Quizás —Se encogió de hombros—. Intento siempre mantener la cabeza fría.
—¿No hay nada que altere esa pose indiferente que tienes siempre?
—¿Siempre? Recuerdo algunos momentos en los que no puedes acusarme de haberme mostrado indiferente.
Maite no sabía que aún podía ruborizarse.
—Hola.
Los dos se volvieron a la vez y se encontraron con el sonriente rostro de Marc.
—¿Qué haces tú aquí? —Maite se levantó y le besó—. ¿Has venido solo?
—No —Víctor se colocó junto a su hermana—, es que corre más que yo.
—He venido a despediros —el muchacho sacó algo de la mochila que llevaba colgada— y a traerte mi cámara. Quiero que hagas fotos para mí, ¿vale?
—Te traeremos un reportaje completo.
—Y la momia de Akhenatón, si es posible —añadió Mauricio.
—No la vais a encontrar.
Sonrió el muchacho, y también el arqueólogo. Maite les miró a ambos.
—¿Hay algo que yo no sepa?
—Marc está convencido que será él quien la encuentre.
—No te quepa la menor duda —dijo el muchacho.
—¿Has tenido una revelación? —preguntó Mauricio.
—Es posible.
Maite se volvió a su hermano.
—Gracias por venir, Víctor. Vosotros no os conocéis, ¿verdad?
Mauricio negó con la cabeza y se presentó.
—Soy Mauricio Varona.
—Víctor Ma… Reyes —estrechó la mano del arqueólogo—, encantado de conocerte.
—Lo mismo digo.
—Para ti esto debe de ser rutina, ¿no?
Víctor y Mauricio se sentaron en el banco junto a las maletas y mochilas.
—No te creas, siempre resulta emocionante. —Maite creyó que ese comentario era para ella—. Nunca sabes qué te espera y la búsqueda no deja de ser excitante, a pesar de la experiencia… y la edad.
—Supongo que tienes todo controlado.
—Todo lo que puede controlarse, sí.
—Bien. —Víctor asintió y los dos miraron a Maite, que les observaba boquiabierta.
—Adrián no se lo habrá repensado, ¿verdad? —Mauricio sonreía con malicia.
—De hecho, mírale, ahí viene. —Maite señaló a su amigo.
Llegaba tirando de su maleta de ruedas y con un maletín en la mano.
—¿Qué llevas ahí? ¿Dinero para sobornos? —se cachondeó Mauricio.
—Hola, ¿Marc, qué haces aquí? —Ignoró a Mauricio como si no le hubiese oído.
—He venido a ver cómo os vais y me dejáis aquí.
Adrián saludó a Víctor e intercambiaron unas palabras.
—¿Estáis listos? —preguntó Mauricio colgándose la mochila.
—Vamos a facturar. —Maite cogió su equipaje y agarró a Marc por los hombros.
Una vez sentados en el avión, Mauricio aprovechó para ponerlos sobre antecedentes.
—En El Cairo nos espera Rebeca, mi socia —miró a Maite—, ella es a quien regalé el bargueño.
—Pues no debes apreciarla mucho. —Adrián no pudo evitar el comentario.
—¿Por qué lo dices?
—Es horroroso.
—A mí me gustaba —le contestó el arqueólogo.
—No sabes cuánto me alegro. Tardamos mucho en quitárnoslo de encima, ¡y sin regatear!
—Bien, continúo. Rebeca se nos ha adelantado dos semanas para preparar todo lo necesario: conseguir el material, alquilar los vehículos y hacer los planos topográficos de la zona de excavación. Los fijos en el equipo son: Rafik, Hakim y Táreq. Rafik y Hakim no han salido nunca de Egipto, son bastante «especiales» —miró de nuevo a Maite—; es posible que los encuentres un poco misóginos. No son muy religiosos, solo lo justo. Conocen perfectamente nuestro idioma porque siempre han trabajado con españoles. Hablarlo lo hablan como los indios de las películas americanas. Les cuesta entender que el verbo es algo más que su infinitivo… —Se encogió de hombros—. Pero en el desierto son irremplazables. Hakim se orienta de un modo increíble, conoce cada palmo de aquella tierra, distingue olores y colores de un modo asombroso. Rafik es su sobrino y puede prevenirte de una tormenta de arena con el tiempo suficiente para poder resguardarte, percibe cualquier variación en el terreno, lo que resulta muy útil para saber si alguien más ha estado allí. Táreq es el más occidentalizado de los tres, es arqueólogo, estudió en París y después pasó unos años en Madrid porque se echó una novia —sonrió—, eso marca mucho.
—¿Cuál es el trabajo de cada uno? ¿Qué tienen que hacer? —Maite se alegró de que al menos hubiese otra mujer.
—Rebeca es mi socia, como te he dicho. Siempre trabajamos juntos, desde hace años. Ella y yo hacemos lo mismo: supervisar y organizar.
—Mandar, quieres decir —Adrián intervino.
—Eso —reconoció Mauricio—, y no creas que es fácil. Hakim es el jefe de peones, él transmite mis órdenes, reparte el trabajo y vigila el yacimiento. Rafik es su mano derecha. No tiene una labor concreta, hace lo que se le dice.
—¿Confías en ellos? —preguntó Maite.
—¿Qué quieres decir?
—Si son de fiar.
—¿Qué piensas, que porque son árabes nos van a robar mientras dormimos?
—No es eso. —Maite se sintió avergonzada.
—Siempre he trabajado con ellos, son buenos haciendo lo que hacen. —Mauricio fruncía el ceño algo molesto.
—¿Y Táreq? —Adrián interrumpió el debate.
Mauricio mantuvo la mirada sobre Maite durante unos segundos. Después buscó algo en su mochila.
—Táreq es topógrafo. Hace los mapas, toma medidas, hace los cálculos de profundidad y toma fotografías de todo el proceso.
—¿Sabes dónde tenemos que empezar a buscar? —Adrián observó el mapa que Mauricio extendía ante ellos.
—Conozco la zona de Tell al-Amarna, ya he trabajado allí antes. El plan es: reunir al equipo en casa de Táreq, visitar a Muhsin y conseguir que nos cuente de dónde ha salido el talismán.
—Durante el despegue preferiría que no hablaseis. —Maite notó la aceleración de la aeronave y el corazón se le aceleró también.
—¿Tienes miedo?
—Respeto.
—Si superamos el despegue, que es lo más peligroso…
Maite le lanzó una mirada asesina. Los motores sonaban muy fuerte y el avión tiraba con fuerza de todo el peso que llevaba. Una gota de sudor apareció en la sien de Maite, que miraba por la ventanilla, intentando ignorar a Mauricio, que se interponía en su campo de visión. Adrián la cogió de la mano y ese gesto no pasó desapercibido para el arqueólogo, que volvió la cabeza para mirar también a través de la triple ventana. Maite no entendía por qué le producía esa ansiedad el hecho de despegar. Solo ese momento, pero no podía controlarlo. Había viajado más que mucho y en numerosas ocasiones lo había hecho sola, pero siempre era igual. Cuando el avión se estabilizó, la luz de cinturón se apagó y ella volvió a respirar con normalidad. Mauricio le preguntó si podía seguir y continuó hablando:
—Del reinado de Akhenatón se han encontrado restos dispersos porque después de su muerte sus sucesores quisieron borrarle del mapa y destruyeron sus templos. En muchas culturas ha sido costumbre utilizar partes de templos o monumentos construidos por el enemigo, para edificar otros nuevos.
—En España somos más originales —incidió Maite—. Sin ir más lejos, durante la Guerra Civil era costumbre dinamitar iglesias para construir fortines y fortificaciones. No me mires así, el abuelo de una amiga mía estuvo entre aquellos hombres, un anarquista de la 14 división del General Mera. Su nieta está muy orgullosa.
—Parece que te hace gracia y todo.
—No te negaré que después de ver alguna catedral de dudoso valor artístico y visualmente incómoda, me he preguntado ¿por qué no llegarían hasta aquí?
Los «auxiliares de vuelo», como llamaban ahora a las azafatas y azafatos, aparecieron al fondo del pasillo con el carrito de «sustancias comestibles, pero no recomendables» que antes regalaban las compañías de vuelo. Ahora, siendo de la misma calidad que aquellas, además cobraban por la agresión gastronómica. Resultaba de lo más sorprendente, digno de un profundo estudio psicológico, la reacción general ante ese carrito. Todo el mundo parecía tener hambre en el momento que aparecía. A pesar de que funcionaba con horario internacional, o sea: cuando los españoles aún están digiriendo el desayuno les muestran la comida, un manjar por demás inapetecible, es raro el que lo rechaza. La mayoría lo coge, lo paga, lo observa, lo desenvasa y alguno ¡incluso se lo come! Inexplicable, digno de un Expediente X. Cuando el carrito llegó a la altura de los tres aventureros, ni se inmutaron, absortos como estaban en las explicaciones del arqueólogo.
—El material sacado de los templos y palacios de este faraón se utilizó como cimiento o para soporte en zonas no visibles, por eso no se molestaron en destruir las imágenes que nos muestran escenas de la vida cotidiana de él y su familia.
Mauricio sacó de una bolsa unas cuantas fotografías.
—Esto son Talatat, bloques labrados de piedra que miden unos tres palmos. Se han encontrado tanto en templos construidos por Horemheb, como por Ramsés II, por supuesto ninguno de estos faraones rendía homenaje a su antecesor, por eso utilizaban estos bloques en zonas no visibles. No se molestaban en destruir las imágenes de Akhenatón, pues nadie iba a verlas.
Maite observaba las fotografías. Se alegraba de que nadie hubiese encontrado aún al faraón atoniano, eso hacía posible su búsqueda.
—Toda la figura de este hombre está cubierta por un halo de misterio —Mauricio sonrió—, quizá por eso es tan atractivo. Ser monoteísta en el Egipto faraónico no debió ser cualquier cosa. En un mundo en el que tenían un dios para cada problema, era tarea difícil intentar que se apañasen con uno solo para todo. Como Dios poderoso tenían a Amón, que hacía grandes a sus sacerdotes.
—Grandes y peligrosos —intervino Maite—, tenían casi tanto poder como el propio Faraón. No es de extrañar que cuando aquel joven, que subió al trono acompañando a su padre, les arrebató ese poder poniéndolo en manos de su dios único, pusiesen el grito en el cielo —sonrió—, nunca mejor dicho. Un dios de amor, que no quería la violencia, que amaba por igual a todas las criaturas sin importar su procedencia ni su posición. Akhenatón y su esposa Nefertiti, «la bella ha llegado», quisieron crear un nuevo Egipto, donde la guerra y las luchas dieran paso a un mundo «luminoso y brillante» como su dios.
Hizo un gesto con las manos cruzadas en el pecho, como si saludase a un invisible auditorio.
—Eso era crónica de un desastre anunciado. —Adrián evidenció el hecho inevitable.
—Por supuesto —continuó Mauricio—, no puedes colocarte frente al mundo y salir ileso.
—¿Por qué no? —preguntó Maite.
—Es evidente. Los sacerdotes tenían demasiado poder. Si hubiera sido inteligente les habría ido quitando ese poder poco a poco. No se habría acercado de frente.
—¿Quieres decir que debería haber sido ladino y manipulador? —Adrián tendía sus redes.
—Sí. Si lo que quería era instaurar a su dios y conseguir el Egipto con el que había soñado, debería haber sido más astuto.
—Crees que el fin justifica los medios.
—Algunas veces.
—¿Cómo sabes cuándo?
—¿Intuición?
—Debes tener alguna técnica, supongo.
—No, solo instinto. Si se me retuercen las tripas, es que he ido demasiado lejos.
—Interesante.
—¿Podemos continuar con el tema? —terció Maite.
—Akhenatón —Mauricio continuó— eligió un lugar en el Medio Egipto para crear su nueva ciudad. Se trasladó allí con su familia y promovió un ataque frontal y estúpido, a mi modo de ver, contra Amón. Los templos fueron cerrados, su nombre martilleado de las inscripciones, en fin, un desastre.
—No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti.
Adrián observó de nuevo la imagen del faraón. Su cabeza tenía una forma extraña, abultada hacia atrás de un modo grotesco, grandes labios, cara enjuta y alargada, y una prominente barriga en un cuerpo delgado.
—No entiendo cómo permitió que se hicieran estatuas tan horribles —sentenció Adrián.
—¿Te parecen horribles? —Maite también las observaba—. Hay una gran discusión sobre el arte amarniano. El arte en Egipto era simple, sin vida, pero Akhenatón, o más bien los artistas de esa época tuvieron libertad para cambiarlo.
—Pues no sé si ganaron con el cambio —insistió el anticuario.
—Yo creo que sí. Tanto si Akhenatón era así, como si se trata de una caricatura de su imagen, ambas opciones denotan gran libertad de acción. ¿Y qué es el arte, sino la «libre expresión del pensamiento»?
—En esto estamos de acuerdo. —Adrián se fijó de nuevo en el coloso.
—Con Akhenatón los artistas, entre los que destacaba Tutmosis, el del busto de Nefertiti, ¿lo recuerdas?, está en el Museo Egipcio de Berlín…
—El Ägyptisches Museum en Charlottenburg —puntualizó Adrián—. Fue el primer viaje que hicimos juntos.
Mauricio levantó las cejas y abrió los ojos divertido. No podía creer que ahora empezasen a recordar viejos tiempos. ¿Se habían olvidado de él?
—Bien —Maite no parecía tener ganas de avivar la nostalgia—, pues gracias a él pudieron expresar a través del arte la nueva vida de Egipto. Ya no se limitarían a mostrarnos a un faraón guerreando y venciendo a sus enemigos, o al faraón convertido en Osiris y celebrando su fiesta. Ahora el faraón tenía una vida, familia, «se relacionaba» de manera natural. Los artistas nos muestran la cariñosa relación con sus hijas, el profundo amor a su esposa y momentos de su vida que hasta entonces no parecían interesar a nadie.
—Vamos, que se murió sin ganas —ironizó Adrián.
—No sabemos si le mataron —intervino Mauricio, que pensó en un «estoy aquí, ¿os acordáis?», pero acabó optando por seguir el hilo de la conversación—. Sabemos tan poca cosa de él que se ha especulado mucho y se ha inventado más aún.
—El amuleto es de Nefertiti —dijo Adrián—, deberíamos centrarnos en ella.
—Nefertiti fue la sacerdotisa del templo de Atón, la más ferviente seguidora del dios único, su maestra de ceremonias. Según las escenas, Akhenatón y ella se amaban, aunque he visto fotos de tortolitos acaramelados que se cortarían la yugular sin remordimiento alguno. —Mauricio les mostró una escena en la que se veía al faraón, su esposa y dos de sus hijas—. En alguna de esas imágenes aparece representada como si fuese el propio Akhenatón, es lo que se dice «una unión completa». Sin embargo, en el año 12 de su reinado, Nefertiti desaparece de la escena política y Akhenatón asocia al trono a Smenkhare[1], del que no se sabe casi nada. Este joven o esta joven, no está claro su sexo, se encargó de restablecer los lazos con los tebanos, en particular con el clero de Amón.
—O sea, traicionó a Akhenatón. —Adrián cerró el aire, que iba a dar directo a su cabeza.
—Es posible, aunque es más probable que el mismo faraón se lo pidiese. Su revolución no caló en el pueblo, que seguía adorando a sus dioses como siempre había hecho.
—Esperaba demasiado de ellos —dijo Maite—, durante siglos se habían transmitido, de padres a hijos, una forma de vida, una manera de enfrentarse a los problemas cotidianos a través de la intervención de los dioses. Amenhotep IV les pedía que creyesen en un solo dios, capaz de quererles, de darles la felicidad, creador del Universo, pero que no les solucionaba el problema de la sequía, no curaba sus enfermedades, ni les libraba de los ataques del enemigo. Un dios que no les decía cómo enfrentarse a la muerte.
—Los demás tampoco hacían nada de eso —dijo Mauricio.
—Pero los mantenía engañados la convicción de siglos de tradición. Porque sus padres así lo habían creído. Porque es más fácil creer en la magia que luchar contra los elementos.
—Fijo que se lo cargaron. —Adrián rompió el dueto.
—Akhenatón murió a los diecisiete años de reinado, pero su cuerpo jamás fue encontrado. Siempre se ha creído que fue enterrado en la tumba que él mismo se hizo construir en la necrópolis de Al-Amarna.
Maite sonrió de un modo enigmático, sonrisa que no pasó desapercibida para Mauricio.
—¿De qué te ríes? —preguntó.
—Cosas mías.
El arqueólogo se encogió de hombros y continuó:
—Hasta el siglo XIX Amenhotep IV no existía para nadie. Sus sucesores se esmeraron tanto en borrar su nombre y destruir su legado que al cabo de unos siglos nadie conocía de la existencia de este hijo de Amenhotep III.
—En realidad se le vinculaba con otros, que casi es peor —comentó Maite.
—Akhenatón creía en un dios revelado —siguió Mauricio—. Se le apareció y le sacó de dudas diciéndole quién era él. Fue una pena que no le advirtiese también de cuál debía ser su comportamiento para tener éxito. Me hace gracia que estos dioses que se aparecen a sus «hijos» para pedirles que realicen alguna misión sean tan poco cuidadosos con los detalles importantes. Debe de ser difícil ganar guerras con amor.
—No debería haber guerras —intervino Maite—, esa sería la solución.
—Esa y la vida eterna, ¡no te jode! —respondió Mauricio—. Si vienen a quitarte lo que es tuyo, ¡verás si lo defiendes!
—Las guerras son caras e innecesarias. Las actuales se hacen para beneficiar a unos pocos, interesados en utilizar armamento que de otro modo se queda obsoleto. O para conseguir dinero de cualquier otra forma. En aquella época las guerras se hacían por lo mismo, riqueza y poder, pero es y siempre fue un error. Partimos de premisas equivocadas, la sociedad de consumo…
—Si lo que pretendes decirme —Mauricio la interrumpió— es que el mundo está mal hecho, estamos de acuerdo. Pero, para hacer una tortilla, hay que romper unos cuantos huevos y una vez en la sartén no puedes volverlos a meter al cascarón. Si estoy helado de frío, a punto de morir congelado, y descubro que el único jersey que tengo está lleno de agujeros no puedo ponerme a deshacerlo para arreglarlo, moriré antes de acabar la primera vuelta.
—Quizá la solución esté en hacerte uno nuevo, sin quitarte el defectuoso.
—No tengo lana.
—Puedes sacar un cabo y empezar a realizar la labor deshaciendo poco a poco.
—Moriré de todos modos. —Mauricio sonrió creyéndose vencedor.
Maite se encogió de hombros.
—Es una posibilidad, no una certeza.
La anticuaria estaba cansada de tanta conversación. Se recostó en su asiento y cerró los ojos.
—¿Sabes hacer jerséis? —preguntó dejándose caer en brazos de Morfeo.
—¿Te sorprendería?
Maite sonrió, había muchas cosas que la sorprendían de aquel hombre y no pensaba enumerarlas.
El hotel Mheratón era uno de esos hoteles que te encuentras en ciudades que aún no han dado el salto a la modernidad y se han visto arrolladas por ella: mucha apariencia externa con una clara desatención a los detalles. Maite ya lo conocía, se había alojado alguna vez en él y no le gustaba nada. Las habitaciones eran cutres, muebles que parecían de pórex pintado imitando madera, perfectos para una obra de teatro, pero del todo inadecuados para un hotel de primera categoría. ¿Y el balcón? Era enorme y lleno de arena, con una triste vista que mostraba edificios sin acabar, llenos de runa en sus tejados a la espera de que alguien se decidiese a completar los tres pisos que faltaban. Y en una esquina, un pedazo del Nilo que parecía prometer alejarnos de allí si lo deseábamos, a lo que Maite hubiera respondido que sí de inmediato.
Cenaron en una pizzería del hotel. No era muy cosmopolita, pero su comida resultaba deliciosa.
—… francés, aunque hace quince años que vivo en Barcelona.
Mauricio le había preguntado a Adrián por su acento.
—Es curioso. ¿Cómo te decidiste por las antigüedades? No sé, es un oficio que no te pega mucho.
—Ah, ¿no? ¿Por qué?
—No te enfades, pero todos los anticuarios que conozco son viejos o mujeres.
—¡Oh, sí, claro! No podemos compararlo con la arqueología, ¡tan varonil!
—No quería ofenderte.
—No ofende quien quiere, sino quien puede.
—Conoces bien nuestro idioma.
—Mejor que muchos españoles.
—Lástima el acento gabacho.
—¿Cuando dices «gabacho» quieres decir «parisino»?
—Sí, claro.
—¿Y tú por qué te decidiste por la arqueología?
—Es una historia muy larga.
—Tenemos tiempo, ¿verdad, Maite?
Maite se sentía muy extraña allí, con aquellos dos hombres que se miraban con ojeriza, discutían todo por demostrar el error del otro y se movían insolentes, mientras ella intentaba sonreír y aparentar sentirse segura. Nadie había ido a recibirles y dada la hora que era dudaba mucho de que esa noche conociese a alguien del equipo de Mauricio. Habían llenado el silencio hablando de necedades y estaba ya un poco saturada de tanta tontería. Hacía unas frases que su mente se había volatilizado, mientras observaba a los camareros en su trajín y a los turistas en grupo que cenaban ruidosos y alegres. Mauricio utilizaba su conocimiento sobre el tema que les había llevado allí para rivalizar con Adrián y este ponía constantemente en duda su profesionalidad. Ambos parecían estar en un torneo de los que se realizaban en la Edad Media discutiendo sobre quién era más diestro en el caballo o quién poseía la mejor lanza. Retándose con los ojos y los ademanes, mientras Maite, poco a poco, iba perdiendo el interés por su compañía. Estaba acostumbrada a viajar sola, a no tener que sonreír por cortesía, a comer como y cuanto le apetecía, a irse a dormir temprano y levantarse con el amanecer. Y, por todo ello, estaba segura de que ese viaje iba a ser complicado. Miró de nuevo a los dos hombres y asintió con la cabeza a algo que decía Adrián aunque no había escuchado una palabra. Los miró y se preguntó qué hacía allí con ellos. Ambos tremendamente dominantes, seguros de sí mismos, dispuestos a ilustrarla acerca de cómo y qué debía pensar. Preparados para «enseñarle» todo lo que ella no sabía. ¿Seguros de sí mismos? ¡No! Arrogantes, impertinentes, hinchados de vanidad y soberbios, como dos palomos a la conquista inflaban el pecho y soltaban sus gorgojeos, seguros de que caería rendida ante ellos. Apartó la silla bruscamente y se puso de pie. La intensa mirada que les dedicó a uno y otro los dejó mudos.
—Escuchadme bien, así aprovecharemos mejor el tiempo. Hemos venido a hacer algo que, al menos a mí, me parece emocionante y que quizá nos traiga algún beneficio. Si queréis seguir peleando para ver cuál de los dos es más valioso, ¡allá vosotros!, pero creo que deberíais guardar las energías para algo más productivo. —Colocó la silla—. Me voy a la cama, suelo acostarme temprano. Buenas noches.
Y sin esperar respuesta se dio media vuelta y salió del comedor.
Terminó de lavarse los dientes y salió del baño. Cogió el grueso dossier que Mauricio les había entregado al llegar al hotel. No creía que le aportase nada nuevo, pero las emociones del día no la iban a dejar dormir tan pronto, así que encendió la luz de la mesilla y cogió el primer escrito:
Akhenatón, el rey hereje.
Amenhotep IV no aparece representado en los monumentos paternos, al contrario que sus hermanos y hermanas. ¿Por qué? No se sabe; como tampoco se sabe quién le educó o dónde vivió antes de subir al trono. ¿Fue el auténtico hijo de Amenhotep III? La única prueba de que disponemos es que accedió al trono y solo los hijos del faraón podían ser faraón. Si hablamos de posibilidades, es posible que viviese en Menfis con la corte paterna y allí tuviese sus primeros contactos con Atón, su dios único. Su relación con el dios era más fácil allí de lo que hubiese sido en Tebas desde un principio. Tebas era el dominio de Amón y los sacerdotes de este dios, tremendamente poderoso, serían siempre sus más fervientes enemigos. A los tres años de su reinado celebró su jubileo, cosa de lo más extraña, ya que era una costumbre que se realizaba a los treinta años. Allí empezó a verse el cambio que llegaba con él en aquello que era más evidente: la iconografía cultural, con expresiones figurativas totalmente nuevas. El quinto año de su reinado estalló la crisis entre el faraón y los sacerdotes de Amón, el soberano cambió su nombre y dejó de llamarse Amenhotep, «Amón está satisfecho», para llamarse Akhenatón, «El que es útil a Atón». Tuvo una revelación de su dios en la que le instaba a construir una ciudad en su nombre. Debía elegir un lugar «puro» que no fuese de nadie y lo hizo a 450 kilómetros al norte de Tebas, en el Medio Egipto. La ciudad debía mantenerse dentro de unos estrictos límites y debía seguir una evolución paralela al Nilo. Erigió una nueva capital a la que llamó Akhetatón, «Horizonte de Atón», a la que se trasladó con Nefertiti, sus hijas y toda la corte. Promovió un ataque contra Amón: cerró los templos e hizo martillear el nombre del falso dios de las inscripciones, lo que debió de disgustar bastante a mucha gente. Durante nueve años, Akhenatón tuvo una enfebrecida actividad constructora. El culto a Atón era su principal actividad y lo convirtió en el único dios. El faraón y su familia adoraban a Atón, y Akhenatón era su único profeta. De pronto, en el año 12 de su reinado, Nefertiti desaparece del mapa. No sabemos nada de qué pudo ocurrir con la reina, si murió, si fue repudiada o si, como creen algunos, adoptó una nueva personalidad. Nada. Akhenatón asocia entonces al trono a Smenkhare, ligado a él por vínculos de familia no muy claros. ¿Hermano de Tut Ank Amón? ¿Hermano pequeño del propio Akhenatón? ¿Sería la propia Nefertiti en su nueva identidad? ¿O quizás era un hijo de ambos? No lo sabemos, ya que su sexo se muestra de forma ambigua, posee iconografía femenina y masculina. La misión de este corregente fue la de restablecer las relaciones con el mundo tebano y el clero de Amón. ¿Se trataba de una traición? ¿Podría Akhenatón haber perdido interés por la política y su país? ¿Quizá se estaba desligando de la corona? El pueblo en masa no se había involucrado en la «revolución atoniana» de Akhenatón y era preciso aceptarlo.
Se supone que Akhenatón murió en el año 17-18 de su reinado, aunque no hay ninguna evidencia de ello. Su cuerpo jamás ha sido encontrado. La tumba real y otras pequeñas sepulturas privadas, excavadas en la montaña, se encuentran en el tortuoso valle de Darb el-Melek (Pista del Rey), que se abre en el centro de la llanura, frente a Hagg Qandil, pero del faraón y su familia no se encontró ningún rastro, posiblemente, porque ya habían sido profanadas. ¿Fueron realmente enterrados allí? Sus sucesores, en especial Horemheb y Ramsés II, se dedicaron a borrarle del mapa egipcio, destruyeron con pasión sus monumentos y construcciones, martillearon su nombre de todas las inscripciones. Utilizaron las talatat para sus nuevas edificaciones poniéndolas de relleno en lugares no visibles.
A mediados del siglo XIX turistas y comerciantes se pasearon libremente por encima de la que fue la ciudad de Atón, Akhetatón, y fueron protagonistas del mayor saqueo que sufriese jamás un yacimiento egipcio. Todo cuanto afloraba a la superficie y era fácilmente transportable fue sustraído.
Maite se recostó en la cama contemplando las fotografías que Mauricio había incluido en la carpeta. Intentó leer en aquellos ojos profundos, en aquellos labios gruesos que parecían sonreírle con dulzura, en el rostro de aquel hombre que luchó contra todo lo que le era propio, contra su historia y contra su cultura. ¿Realmente tuvo una revelación? No importaba si era auténtica o no, solo importaba si él había creído tenerla. ¿Y cuál era la verdad? ¿Cómo podemos afirmar o negar hechos que han acontecido fuera de nuestros ojos? Volvió a observar el coloso de Akhenatón y sintió un desesperado anhelo por encontrarle, por descubrir dónde fue ocultado, por sacarle a la luz y que pudiese volver a sentir los rayos de su dios. Leyó un fragmento del Himno a Atón y no pudo evitar cierta ternura hacia aquella oración que había leído muchas veces.
¡Apareces resplandeciente en el horizonte del cielo,
Oh Atón vivo, creador de la vida!
Cuando amaneces en el horizonte oriental,
llenas todas las regiones con tu perfección.
Eres hermoso, grande y brillante.
Te elevas por encima de todas las tierras.
Tus rayos abarcan las regiones
hasta el límite de cuanto has creado.
Siendo Ra alcanzas sus límites,
Y los dominas para este hijo bienamado por ti (Akhenatón).
Salieron del hotel ante la atenta mirada del director, que descolgó el teléfono una vez traspasaron la puerta.
—Acaban de salir. No, solo los tres españoles, llevaban mochilas. De acuerdo, le avisaré. —Hizo un gesto al jefe de maleteros para que se acercase y le susurró algo al oído.
Subieron al taxi y Maite se quedó embelesada escuchando a Mauricio mantener con el conductor una amena conversación en árabe. Adrián se había sentado junto a ella en la parte trasera y Mauricio ocupaba el asiento junto al taxista, que reía ante los comentarios del arqueólogo.
—Es mejor tenerle distraído, así no piensa en darnos un paseo turístico por El Cairo. —Hizo un inciso y continuó con su conversación.
Maite observaba por la ventana e intentaba no perderse detalle. Las niñas con sus trajes de colegio de faldas plisadas y chaquetas azules, en contraste con los pañuelos blancos que cubrían sus cabellos, caminaban por el borde de la carretera. Por todas partes podía verse la arena del desierto, la arena que se mete por las rendijas y se cuela por todos los rincones. En algunas calles las carnicerías mostraban desvergonzadas el género: corderos y terneras descuartizados, colgando de enormes ganchos a la intemperie, expuestos al polvo y a las moscas. Mientras, el vendedor, sentado en una silla con los pies en alto, descansaba de su arduo trabajo. Las mujeres caminaban algunos pasos detrás de sus maridos y estos parecían estar siempre enfadados. Maite intentó imaginar cómo sería aquello hace tres mil años. Enfocó sus ojos para que pudiesen ver hacia dentro y la calle se cubrió de belleza. Edificios impresionantes, gentes vestidas de lino, que no tenían temor a mostrar sus cuerpos. Quizá sea cierto y revestimos el pasado de una pátina dorada que lo hace más hermoso de lo que fue, pero es difícil no hacerlo en Egipto. No hay mucha gente inmune a su historia y a la idea de un pueblo tan avanzado que vivía en una sociedad muy estructurada cuando en la Península Ibérica sus pobladores aún vivían en cuevas. Maite no podía dejar de dar vueltas a un terrible y desesperanzador pensamiento: el ser humano cae indefectiblemente en el absurdo cuando empieza a ver la luz. Siempre las guerras y las conquistas, la ambición desmesurada y el ansia por quitarle al otro lo que es suyo, quizá porque antes fue él quien lo robó.
—¿Qué piensas? —Adrián tocó su brazo, lo que provocó un respingo de la mujer—. Perdona.
—Estaba tan ensimismada. —Sonrió—. Pensaba en cómo debía de ser antes todo esto, en la época de Akhenatón.
—¿Has dormido bien esta noche?
Maite sonrió, no había dormido mucho, entre lectura y lectura había dado algunas cabezadas, pero en cuanto abría los ojos le acosaba la desesperante sensación de que tenía mucho que aprender y poco tiempo.
—Bueno, no muy bien. —Sonrió.
Adrián asintió, no le habían pasado desapercibidas las ojeras de su amiga, que volvía de nuevo la cabeza a la ventanilla. La dejó con sus pensamientos y siguió con los propios, que eran más personales y menos explicables. Después de unos instantes volvió a mirarla, distraída, con la cabeza apoyada en el cristal. La conocía bien, o eso creía, y compartía con ella muchas de las cosas que le importaban. Para él hubiese sido sencillo compartir su vida. Pero ella le había rechazado. Adrián sabía por qué; sabía lo cerca que estuvo de poseer su corazón por completo. Sabía lo vulnerable que había sido ante eso. Y, sobre todo, sabía que se hizo frágil y delicada en sus manos. Ese fue el motivo. Por eso la perdió. Y saber todo eso hacía que la sangre se le calentase, las manos le temblaran y el corazón le latiese acelerado, porque no se puede tener tan cerca el destino que uno busca y renunciar a conquistarlo.
—Ya hemos llegado —dijo Mauricio señalando un portal.
Se detuvieron cerca de los Jardines Ezbekiya, frente a un edificio poco atractivo. La entrada estaba abierta y subieron por las escaleras hasta el primer piso. Mauricio tocó la puerta con los nudillos y enseguida oyeron pasos que se acercaban. La puerta se abrió y apareció ante ellos un hombre joven, de pelo negro, rizado, muy corto y ojos también negros, que miraban con simpatía. A Maite le cayó bien en cuanto le vio, y después al escucharle hablar se ratificó en su primera impresión. Tenía una profunda voz, musical en su tono, y reía con una risa contagiosa. Mauricio hizo las presentaciones y se sentaron alrededor de una mesa donde su anfitrión les sirvió una taza de té. Apenas pudieron probarlo porque volvieron a oírse unos toques en la puerta. Mientras Táreq abría a los demás, Maite y Adrián aprovecharon para analizar la decoración y el mobiliario de aquella estancia. Eran muebles funcionales, de no muy buena calidad, pero estaban colocados de una manera muy ordenada y estética. Adrián se había fijado también en que Táreq cuidaba mucho su aspecto y que su ropa era cara. Al contrario de lo que le ocurrió a Maite, su impresión no había sido muy buena, le recordaba a esos vendedores que vienen a contarte las maravillas de su producto e intentan hacerte creer que tus intereses son los suyos. Un espécimen que le resultaba de lo más detestable, porque fundamentaba su profesión en la mentira. Entraron entonces tres personas que fueron presentadas como Rebeca, Hakim y Rafik. Rebeca dio besos a todo el mundo y después se sentó junto a Mauricio. Maite quedó completamente anonadada ante su belleza, era una de las mujeres más bellas que había visto nunca. No podría asegurar su edad, aunque ya le habían aparecido algunas líneas bajo sus verdes ojos. El pelo rojizo hacía la función de la guinda en el pastel. Tenía una boca sonriente que mostraba una dentadura magnífica y la soltura con la que se comportaba demostraba la enorme seguridad en sí misma que tenía. Los otros dos recién llegados fueron Hakim y Rafik. Hakim era el mayor de los dos, su piel estaba muy curtida, se notaba que había pasado muchas horas bajo el sol. Tenía una mirada fría y su voz parecía salir de una caverna, pero sus ademanes eran suaves, como los de Mauricio, por lo que dedujo que estaba acostumbrado a tratar con objetos delicados. Rafik era un jovencito de mirada alegre y risa fácil al que Maite no supo cómo catalogar.
—Todos estamos al corriente de la situación, ¿verdad? Sabemos lo que tenemos entre manos, no debe salir nada de esta habitación sin conocimiento de los demás. —Mauricio tomó las riendas, ¿cómo no?—. Lo primero es saber qué nos ha dicho Muhsin. ¿Táreq?
—He ido a buscarle en tres ocasiones en los dos últimos días y no he conseguido localizarle.
—¿Has estado en el museo? —Mauricio frunció el ceño.
—Por supuesto —hizo un gesto de «¿me tomas el pelo?»—, allí me han dicho que llamó por teléfono para avisar de que debía ausentarse unos días.
—¿Y en su casa?
—Tampoco está.
—¡Qué extraño!
—Es posible que tenga problemas y quiera resolverlos antes de que le cojan.
—¿Te refieres al museo?
Táreq asintió y los demás observaban la conversación de los dos hombres sin entender muy bien qué estaba pasando.
—Yo tengo el número de su móvil. —Adrián sacó el inalámbrico y se lo ofreció a Mauricio.
—No creo que conteste.
Marcó el número y esperó, pero nadie contestó.
—¿Crees que le ha entrado miedo? —Maite habló por fin.
—¿Ha ido alguien estos días a vuestra tienda que os haya resultado extraño? Quizás el contacto ha estado allí y ha descubierto que no habéis puesto el objeto a la venta. —Rebeca se dirigió a Adrián ignorando a Maite, que se irguió desafiante en su silla.
—No hemos notado nada raro. La única visita sorprendente que hemos tenido fue la de Mauricio —Adrián hizo un gesto burlón—, no todos los días entra en nuestra tienda alguien famoso. En principio Muhsin no tendría de qué preocuparse, a no ser que tuviese remordimientos. No puede tener noticia de que le hemos descubierto.
—Bueno, después solucionaremos esto, ahora planifiquemos los detalles.
Mauricio se puso de pie, sacó unos papeles de su cartera y los extendió sobre la mesa.
—En principio hemos venido a buscar la tumba de Nefertiti. Lo que tenemos es un amuleto de corazón, un objeto funerario, y eso solo podía estar en una tumba. —Mostró una fotografía del escarabajo, que fueron pasándose unos a otros—. Es evidente que si somos capaces de descubrir de dónde han sacado este talismán podríamos estar cerca de Akhenatón.
—Eso no es claro —Hakim intervino—, todos saben Nefertiti cayó desgracia.
—Aunque así fuese, cosa que no está clara para nada —precisó Mauricio—, lo normal es que la hubiesen enterrado en la misma tumba de su esposo, como esposa real que fue.
—Yo no creo que cayese en desgracia —Maite intervino.
—Explícanos tu teoría. —Mauricio se sentó y le hizo un gesto para que continuase.
—No es una teoría, tan solo es una opinión —contestó sin moverse.
—A veces la intuición enseña más que el conocimiento.
El comentario de Rebeca hizo sonreír a Mauricio y molestó a Maite, que percibió en el tono de la arqueóloga cierta mofa.
—No se trata de intuición. Conozco muy bien el mundo amarniano y a sus protagonistas. Ayer revisé lo que me diste y…
—¿Has leído todo lo que te di? —Mauricio puso los ojos en blanco—. No has pegado ojo, vaya.
—No, no he dormido mucho —afirmó—, y después de leer toda esa información, reconozco que no estoy del todo de acuerdo con ella. Es, básicamente, lo que siempre se ha dicho.
—Pero tú has llegado a una conclusión —volvió a comentar Rebeca.
—Sigo diciendo que es solo una opinión; creo que Akhenatón era quien era gracias a su esposa. Entroncaron su vida alrededor de su fe y en ese aspecto ella era un eslabón imprescindible. Ambos creían en ello por encima de todo, tanto como para arriesgar su forma de vida, tanto como para enfrentarse a una sociedad que tenía miles de años, a su tradición, cultura y enseñanzas. Nefertiti le apoyó más que nadie, estoy segura de que él se hubiera sentido como huérfano sin ella.
—Entonces ¿según tú qué pasó con la reina? —preguntó Mauricio.
—No sé lo que pasó, lo que estoy diciendo es lo que creo que no pasó. No creo que Akhenatón la repudiase para casarse con una de sus hijas. Nefertiti desaparece y entonces Akhenatón coloca a Smenkhare en el trono como corregente, pero nadie sabe quién era Smenkhare. Además si Nefertiti hubiese desaparecido de escena por ser relegada a un segundo plano aparecería de algún modo, como ocurre con otras esposas de faraones que no fueron ni remotamente tan importantes como ella.
—¿Crees que murió? —Adrián fue quien preguntó.
—Tampoco —dijo.
—Si hubiera muerto habríamos encontrado alguna imagen de Akhenatón desolado, ¿es eso? —Mauricio fue quien habló y Maite asintió.
—No podía ser tanta indiferencia ante un hecho que debería haberle dejado destrozado.
—Entonces solo nos queda una opción —siguió Rebeca—. Tú crees que Smenkhare y Nefertiti eran la misma persona.
Maite negó con la cabeza.
—Aún no tengo la tercera opción.
Mauricio la observaba con atención y Adrián no perdía detalle.
—Necesito más información.
—¿Más aún? —Mauricio sonrió.
—Sí. Además en el dossier que me entregaste obviaste un hecho.
Mauricio no pudo negar que le había sorprendido tanta vehemencia.
—Joann Fletcher, ¿te dice algo ese nombre?
—¿La egiptóloga? —Mauricio sonrió, ya sabía por dónde iba.
—¿La momia X en la tumba KV35? —Táreq también sonrió.
—Parece que no os merece la más mínima credibilidad.
—No es eso —intervino Mauricio—, es que se apoya sobre unas pruebas…
—Una peluca de la época amarniana —enumeró Táreq—, dos perforaciones en la oreja…
—No es solo eso —insistió Maite—. Vale que la peluca pudo ser de otra mujer, e incluso lo de los dos agujeros de pendientes pudo estar de moda en la época, pero tiene en la frente la marca de haber llevado a menudo una corona y la enterraron con los brazos colocados en la postura del faraón. Además tiene un enorme agujero en el pecho y le falta el amuleto de corazón.
—Eso es lo primero que cogen lo ladrones de tumbas —aclaró Táreq.
—Pero deberíamos tenerlo en cuenta.
—El doctor Zahi Hawass, secretario general del Consejo Supremo de Antigüedades Egipcias, refuta todas y cada una de las teorías de la egiptóloga. —Mauricio hizo un gesto de «lo siento», y Maite se encogió de hombros.
»Bien, la cuestión es que esta no será… —Mauricio tomó de nuevo la iniciativa.
—Hay otra cosa. —Maite le interrumpió.
Mauricio se detuvo y la observó como el profesor que era.
—¿Y bien? —dijo.
—Podría ser que el escarabajo no saliese de ninguna tumba, podría haber sido hallado en el taller de un escultor.
—El taller de Tutmosis ya fue encontrado y cuidadosamente estudiado hace muchos años —dijo Rebeca—, tenemos la lista exacta de todas las cosas que se han encontrado en Tell al-Amarna.
—Podría ser que «alguien» sustrajese algún objeto, ¿no? De hecho, está clarísimo que eso ocurrió en múltiples ocasiones.
—¿Quieres decir que hemos venido hasta aquí y hemos preparado una expedición por un objeto que alguien tenía guardado en un cajón? —Mauricio sonrió—. Es la primera posibilidad en la que pensamos Rebeca y yo. La descartamos enseguida. Si ese escarabajo hubiese pertenecido a una colección privada de ningún modo os habrían utilizado a vosotros para «blanquearla». No tendría ningún sentido, habiendo estado a buen recaudo durante años, sacarla a la luz y arriesgarse a perderla por nada.
—¿Por nada? —preguntó Maite.
—Por nada —corroboró Rebeca—. Si esa pieza se encontró hace años en una tumba amarniana querría decir que esa tumba ya fue estudiada. Si salió del taller de Tutmosis, cosa que no creo porque no es su estilo, también fue examinada. ¿Qué sentido tendría para el poseedor de ese amuleto hacerlo llegar a vuestra tienda para ponerlo en circulación? Ninguno.
Maite se apoyó en el respaldo de la silla. Era evidente que tenían razón, no podía encontrar ningún motivo por el que alguien actuase de un modo tan arriesgado.
—De todos modos Muhsin es el único que puede sacarnos de tantas dudas. Él nos dará la pauta para esta investigación. Sin un lugar donde empezar a trabajar daríamos palos de ciego. Si ese escarabajo ha sido encontrado por ladrones de tumbas debemos localizarlos y «convencerlos» de que compartan su secreto con nosotros.
—No sé cómo conseguirás esa cosa —Hakim volvió a intervenir.
—Yo tampoco. Os diré lo que vamos a hacer. —Mauricio se puso de pie—. Muhsin no vive lejos de aquí, ¿verdad, Táreq?
—A doscientos metros, en una pequeña casa en Shari al-Gumhuriya.
—Bien, tú y yo le haremos una visita y los demás esperaréis aquí hasta que volvamos. Es imprescindible hablar con él para saber de dónde sacó el amuleto, si no todo se nos va a complicar mucho.
Maite se puso de pie de un salto y, antes de darse cuenta, ya se había apuntado.
—Es mejor que esperes aquí —insistió Mauricio.
—Te recuerdo que el amuleto es mío y yo voy a todas partes. —Para testaruda, ella.
—Como quieras.