Capítulo VII

El papiro descifrado

… Las balsas de juncos del cielo están listas para mí,

para que pueda cruzar en ellas hacia el horizonte…

Teti, textos de las pirámides

Adrián cerró el libro que estaba leyendo y miró el reloj: la una y cuarto de la noche, una hora un poco intempestiva para llamar a la puerta de nadie. Se levantó y contempló la imagen que se veía en su interfono.

—¡Vaya horas! —‌dijo a modo de saludo, después apretó el botón que abría la puerta.

En unos segundos Maite entraba en su piso cerrando la puerta de un portazo.

—¿Quieres ponerme en contra a todos los vecinos?

—Lo siento, se me ha escapado.

—¿Te ocurre algo? Estás nerviosa.

—Mucho.

Maite fue directa al sofá y se sentó. Adrián, mucho más tranquilo, hizo lo mismo frente a ella.

—¿Todas las cosas que trajiste de Egipto son de Muhsin?

—Todas —‌frunció el ceño—, ¿qué pasa?

—Adrián, te conozco desde hace muchos años, nos unen lazos profundos…

—Maite, ¿quieres hablar claro de una puñetera vez?

—Tú no sabes nada del escarabajo, ¿verdad?

—¿A qué estamos jugando? Me he perdido.

—El escarabajo que, supuestamente, te regaló Muhsin, es auténtico.

—¿De qué estás hablando? —‌Se recostó en el sofá.

—Pues que no es una imitación, tiene más de tres mil años.

—¡Imposible!

—Pertenece a Nefertiti.

Adrián se puso pálido, una fugaz mirada de temor cruzó sus ojos y Maite se convenció de que le habían engañado como a ella.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Mauricio.

—¿Mauricio Varona?

—Sí. Ha venido a cenar a casa y se lo he enseñado.

—¿Habéis cenado juntos?

—Yo lo había limpiado bien, es de lapislázuli y según Mauricio se trata de un amuleto de corazón de la época amarna.

—¿Y él cómo lo sabe?

—¡Adrián! Estamos hablando de Mauricio Varona.

—¿Cómo sabes que no lo ha dicho para impresionarte? —‌Hizo una pequeña pausa—. ¿Lo ha conseguido?

—¿De qué estás hablando?

—Maite, no te hagas la ingenua, que no te va.

—Adrián, ¿has escuchado algo de lo que te he dicho?

Su socio se puso de pie nervioso, empezó a pasear por la sala y pasaba la mano por su pelo, gesto nervioso que Maite conocía bien.

—¿Lo has traído? —‌Se detuvo frente a ella.

—No. Lo tengo guardado en un cajón. Está seguro, no temas.

—Bien. Iremos a tu casa y me lo darás.

—¿Cómo? —‌Se levantó de un salto.

—Volveré a Egipto y tendré una charla muy entrañable con Muhsin.

—No puedes hacer eso, si te cogen nadie creerá nuestra historia.

—Tenemos que devolverlo.

—Pero no así, Adrián.

—Ah, ¿no? ¿Y cuál ha sido la magnífica idea que te ha dado Varona?

—Él no me ha dado ninguna idea. No sé qué te pasa.

—No me fío de él.

—Vaya, en eso coincidís: él no se fía de ti.

Adrián entrecerró los ojos, a Maite le estremecía esa mirada que conocía bien.

—He sido yo la que le ha propuesto una idea. —‌Le empujó para que volviera a sentarse—. Siéntate y escucha.

Durante unos minutos en los que la cara de Adrián fue pasando de la sorpresa al enfado, con algunos momentos de hilaridad, Maite fue explicándole su idea de convertirse en una buscadora de tumbas. Cómo intentarían encontrar el lugar de donde habían sacado aquel amuleto y, quizás así, consiguieran encontrar las tumbas de Nefertiti y Akhenatón. Si lo conseguían, la fama y las ganancias se repartirían a partes iguales.

—Y en caso de no encontrarle —‌apostilló Adrián—, los gastos correrían de tu cuenta, ¿a que sí?

—Es una idea mía.

—Tú eres tonta.

—Y tú imbécil.

—Si así te sientes mejor, puedes insultarme. ¿Y te ha dicho ya tu intrépido aventurero cuáles serán sus ganancias?

—Ya te lo he dicho, todo será al cincuenta por ciento.

—Me refería al pago en carne.

Maite se fue hacia él furiosa y le habría abofeteado si Adrián no la hubiese sujetado a tiempo.

—No puede ser que no te des cuenta de lo que busca.

—Lo que ocurre es que estás rabioso porque crees que podrá tenerme si quiere, no como tú.

—Olvidas un pequeñísimo detalle. —‌Adrián sonrió cínicamente—. Yo ya te he tenido.

La soltó.

—Y el escarabajo también es mío. —‌Se apartó de ella.

—Por supuesto, mi parte será para los dos. —‌Maite se sentía avergonzada.

—De eso nada. Yo también participaré.

—¡Adrián!

—Sin mí, no vais a ningún sitio.

—¿Y la tienda?

—La cerraremos.

—Pero…

—No hay más que hablar. Yo también quiero participar en esta fantástica «aventura». Si hay algo que ganar se dividirá a partes iguales: tres, partes iguales.

—En realidad, todo lo que encontremos tendremos que entregarlo a las autoridades.

—Eso no hace falta decirlo. —‌Sonrió.

—Supongo que tendremos algunos beneficios.

—Seguro —‌Maite sintió frío cuando Adrián pasó junto a ella y descolgó el teléfono—, dime su número de teléfono.

—¿El de Mauricio?

Su socio levantó una ceja ante la pregunta tan evidente y después marcó el número que le dictó.

—Soy Adrián Leclerc. Maite me ha explicado vuestros planes…

Maite observó la conversación, de la que solo percibía una parte.

—Mañana nos vemos para ultimar los detalles. Sí, yo también voy. ¡Ah! Se me olvidaba, si te interesa participar todo es a partes iguales: los gastos y los beneficios.

—Adrián… —‌Maite se topó con la palma de la mano de su socio, que parecía un guardia de tráfico.

—Tienes esta noche para pensártelo. Si no te interesa, ya encontraremos a alguien que nos haga de guía. —‌Y colgó.

Maite le lanzó una mirada asesina.

—Es una idea mía, no tenías por qué actuar de ese modo.

—Sí, sí que tenía. El escarabajo lo he traído yo. El que ha infringido las leyes soy yo y no me hagas creer que, en caso de problemas, ibais a cargar vosotros con las culpas.

—¿Crees que te denunciaría?

—Mauricio Varona sin duda.

Adrián se acercó a Maite y los ojos de su amigo brillaban con tanto frío que quemaban.

—No le conoces de nada, no sabes nada de él y has sido tan estúpida como para ponerme en sus manos. Si él quisiera podría denunciarme y me vería en serias dificultades. ¡Qué le vamos a hacer!, ¡te has encoñado!

—¡Adrián!

—Me di cuenta el día que vino a la tienda, te lo comías con los ojos. —‌Se apartó bruscamente—. Pero eso no es cosa mía. Puedes hacer lo que te dé la gana.

—No te reconozco. —‌Maite le dedicó una mirada de desprecio.

—A mí me pasa lo mismo contigo.

—Nunca te había visto así.

—Nunca antes me habías puesto en las manos de un desconocido para que me haga picadillo cuando quiera.

—¿Seguro que hablas del amuleto?

Adrián la miró dolido, sin poder disimular sus sentimientos.

—Mañana nos veremos y hablaremos de los detalles. Si es que viene.

Maite se dio la vuelta y salió de allí segura de que las cosas entre ellos habían empezado a cambiar.

Mauricio se tendió en la cama vestido, con las manos bajo la nuca, giró la cabeza un instante para comprobar qué hora era en el reloj que había en la mesilla: las dos de la madrugada. Había hablado con Hakim y también con Táreq, en El Cairo, y les había dado precisas instrucciones. Después una llamada a Rebeca para ponerla al corriente. Se quedó mirando fijamente una mancha de humedad en el techo. Sería imposible encontrar una mancha como aquella en El Cairo, pensó, allí la humedad la encontrabas tan solo en el Nilo, el legendario y sorprendente Nilo. Seguiría de nuevo las huellas de aquel al que tantos años y esfuerzos había dedicado, Akhenatón, el rey hereje.

Maite se desperezó, el sol apenas dejaba ver su reflejo y el pedacito de cielo que veía a diario desde su ventana le devolvía un día despejado y claro. Se quedó allí tumbada pensando en lo que había pensado durante la noche, incluso dentro de sus sueños. Adrián y Mauricio cambiaban sus papeles en su mente, una y otra vez eran uno y contrarios. Tenía la cabeza aturullada, se había disgustado mucho con la actitud de Adrián, pero también podía llegar a comprenderle. La noche anterior había sido larga, meditó y meditó intentando sacar en claro en quién debía y en quién podía confiar. Era una decisión difícil antes de emprender una iniciativa como la que iba a acometer. Se sentía caminando sobre arenas movedizas y no tenía mucho donde agarrarse. Por un lado Adrián era «su Adrián», pero ¿hasta qué punto conocemos a las personas que nos rodean? Él había traído el escarabajo, asegurando, por supuesto, que no sabía de su valor. En cuanto a Mauricio, era un hombre extraño, un desconocido, pero ¿qué interés podía tener en sacarle a ella dinero para una excavación? Seguro que habría muchas personas encantadas de subvencionarle y, además, tenía sus propios medios. Por otro lado, para él sería un enorme respaldo encontrar una tumba que no hubiese sido violada. Un espaldarazo que, por cierto, no necesitaba en absoluto. Era sobradamente conocido en su ambiente, incluso fuera de su ambiente. No había sido capaz de llegar a ninguna conclusión definitiva, si exceptuamos el hecho de que a ella tanto una versión como otra no tenía por qué afectarle. Estaba ante la posibilidad de vivir una experiencia nueva y única. Tenía ante sí la oportunidad de trabajar con un especializado arqueólogo en su ambiente; compartir la experiencia de buscar el mayor tesoro, como en los cuentos que leía de niña o en las películas de las que había disfrutado sentada en el suelo del cine cuando existían los programas dobles y entraba más gente que asientos libres había. No desperdiciaría esa oportunidad.

Víctor abrió la puerta lentamente. Hacía años que no visitaba ese lugar. El olor a polvo y a cerrado le golpeó la nariz como un puñetazo y tuvo que volver a salir dejando la puerta abierta. Se acercó hasta el camino desde donde se podía contemplar el mar, que no la playa. A lo lejos el faro le recordó a Eduardo. Su padre. Cuando murió, esa casa fue su herencia. Allí vivió de niño y allí Esther le hizo de madre, un poco atípica, pero madre al fin. María y él habían pasado algunos veranos en aquella casa, cuando Marc era pequeño. La playa estaba a un kilómetro y los primeros tiempos fueron, económicamente, demasiado precarios para poder ir de vacaciones. Pero hacía ya bastantes años que no la visitaban. Víctor ni siquiera se acordaba de ella. Estaba situada frente al mar, no había playa a la vista, solo el horizonte marino y a un lado el faro. Durante todos aquellos años fue una casa vieja, abandonada en un pueblo sin apenas más habitantes que algunos nostálgicos veraneantes que añoraban su infancia. No ocupaba en su memoria más que un pequeñísimo recoveco en un lugar casi olvidado. Sin embargo, al llegar hoy, el corazón había tenido un sobresalto. Incluso tenía la sensación de recordar cosas que era imposible que recordase porque, según le decía su cabeza, le ocurrieron a un niño demasiado pequeño.

—¿Entramos? —‌María le hizo un gesto desde la puerta.

Víctor se volvió a mirarla y la observó desaparecer en la oscuridad. Subieron persianas, abrieron ventanas y contraventanas. La luz inundó en pocos minutos cada uno de los espacios que el polvo y el abandono habían ocupado por completo. Ninguno de los dos hablaba, solo observaban el lugar contagiados de una estremecedora sensación. La última vez que estuvieron allí se trataba tan solo de una casa vieja y destartalada en la que Víctor había pasado los primeros años de su niñez. Y es cierto que, dependiendo de dónde viene nuestra mirada, lo que veremos será totalmente distinto. Porque Víctor ahora estaba viendo la casa de la mujer que le secuestró. De aquella que arrebató un hijo a su madre y se lo llevó tranquilamente adoptándolo a voluntad propia como suyo. La imaginaba llegando el primer día con su nuevo juguete. ¿Tendría miedo? ¿Sería consciente de lo que estaba haciendo? Eran tantas las preguntas que se hacía, como respuestas necesitaba encontrar. A eso habían ido allí, a buscar algo que les sirviese para entender. María le miró y pareció comprender por dónde iban sus pensamientos, porque rápidamente se sacudió la aprensión y dijo:

—¿Qué te parece si empezamos por el sótano? ¡A saber lo que habrá allí abajo! —‌Sonrió.

—Iré al coche a por una linterna, no creo que podamos ver mucho con la luz natural.

Salió al jardín, que era el lugar más abandonado de la casa. Un pequeño limonero, solo y rodeado de hierbajos por todas partes, parecía reclamarle su poco cuidado. Víctor pasó junto a él sin apenas mirarlo y se dirigió a su coche, aparcado frente a la puerta. Tuvo una agradable sensación al tocarlo, era como si volviese a ser él, como si al tener ese contacto con su presente dejase atrás el pasado. El sol entraba tímidamente por un pequeño ventanuco. Víctor dio un repaso con la linterna al embotado espacio en el que se amontonaban todo tipo de objetos: sillas plegables, un vieja e incompleta vajilla de porcelana, el chasis de hierro de una cama antigua, una pala y utensilios de jardinero, una cunita de bebé, un armario con ropa vieja y así hasta llenar los treinta metros cuadrados que tenía el sótano. Víctor y María pusieron manos a la obra revisando cada objeto en busca de no sabían qué. Amontonaron sobre una pequeña mesa todo cuanto encontraban en papel, cartón o plástico que fuese susceptible de contener alguna información. Entre los dos subieron la mesa por las empinadas escaleras que regresaban a la parte más iluminada de la casa. Revisaron cajones y armarios buscando trapos o algo que pudiera servirles para limpiar el muchísimo polvo que había en aquellas cajas. Víctor se encargó de quitar el que cubría todo el material que habían subido del sótano, mientras María sacudía el sofá después de haber quitado la sábana que lo tapaba. Durante horas revisaron minuciosamente cada papel o documento que encontraron. Víctor descubrió algunos detalles sobre la personalidad de Esther que no conocía. Era una especialista en botánica, había numerosos libros sobre jardinería y apuntes, con dibujos incluidos, de plantas totalmente desconocidas para ellos.

—No sabía que tu madre fuese aficionada a la botánica. —‌María ojeaba los dibujos distraída.

—Yo tampoco —‌susurró Víctor.

Descubrió que el jardín era su lugar predilecto de la casa y su reducto personal. Si pudiese ver cómo estaba ahora… También encontró dos libros llenos de anotaciones y comentarios al margen. Uno era Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, en el que encontró comentarios muy curiosos como: «pobre Emily, ¡cuánto debió amarle!», o: «cree que la odia porque la lleva en la sangre». El otro libro aún le sorprendió más, se trataba de Niebla, de Unamuno, y había comentarios del tipo: «¿a qué esperas?». O: «no es la muerte lo más difícil, ni morir la última esperanza». María revisaba unas facturas cuando, entre ellas, encontró las de un psiquiatra que la trató durante los dos años anteriores a su muerte.

—¿Sabías que Esther visitaba a un psiquiatra? —‌Le tendió las facturas.

—En realidad me estoy dando cuenta de que no sabía nada de ella.

Se guardó una de aquellas facturas en el bolsillo de la camisa, tenía un membrete con la dirección y un número de teléfono.

Le tocaba el turno a un álbum de fotos. Era más pequeño que los otros y estaba forrado en piel negra. Lo abrió por la primera página y apareció ante sus ojos la fotografía de dos niños en sendas cunitas. La imagen había sido captada tras los cristales de una nursería y Víctor no tuvo ni la más mínima duda de quiénes eran aquellos pequeños. Bajo la fotografía un título: «tu primer amiguito». Pasó las páginas y pronto notó las diferencias con otras fotografías suyas que había visto antes, aquellas debían ser del otro Víctor, el auténtico. Las que había en su casa no mostraban la misma criatura. Por primera vez se sintió mal. Observó a aquel niño y le costó tragar su propia saliva. ¿Dónde estaba? ¿Qué pasó con él? Levantó la vista del álbum y miró a su alrededor, aquella habitación de la que apenas guardaba algún vago recuerdo de infancia le producía ahora una sensación claustrofóbica. Sentía un nudo cada vez más apretado en la garganta. Cerró el álbum de un golpe y salió de la casa, necesitaba dar un paseo. Solo. María cogió el cuaderno con las fotos y se fijó en el niño que el texto consideraba el primer amiguito de Víctor. Para ella fue fácil reconocerle, Marc era igual que su padre. Se preguntó cómo había hecho Esther para justificar la diferencia. ¿Cómo Eduardo no había notado que aquel bebé no era su hijo? Quizás estaba de viaje, es posible que cuando volviese el niño estuviese lo suficientemente grande para no notarlo. Los niños cambian mucho. Aunque no para una madre.

Mauricio debía ausentarse durante el verano. Su escuela en Grecia era un compromiso previo por el que los jóvenes alumnos pagaban un alto precio. Y él estaba incluido en el presupuesto. Los tres socios se reunieron en casa de Adrián antes de que se marchase y establecieron el papel de cada uno en aquella empresa. Conseguir los documentos necesarios y permisos de excavación iría a cargo de Adrián; la burocracia era su fuerte. Maite recopilaría información de la época amarniana buscando documentación sobre hallazgos de cualquier tipo referidos a ese período de tiempo, incluyendo colecciones privadas. Mauricio se encargaba de todo lo referente a la excavación en sí: equipo, utensilios, logística en general, y asumiría los primeros gastos. La cuestión monetaria sorprendió enormemente a Adrián, aunque pronto se convenció de que era una táctica del arqueólogo para no generar más suspicacias. Había mucha tensión entre ellos. Por diferentes motivos, parecían mirarse con reserva. Uno, por desconfianza clara, el otro por temor a perder el proyecto, y la tercera sin saber muy bien sobre qué estaba sentada. Solo quedaba prepararse y esperar.

—Un mes es mucho, ¿no?

Víctor se sentó frente a su hermana en el sofá.

—Egipto lo merece, ¿no crees?

—¿Y cómo es que vais los tres? No sabía que Mauricio Varona y tú fueseis tan amigos.

—No lo éramos. Se ofreció a hacernos de guía.

—Adrián y tú…

—No somos pareja, lo fuimos, pero de eso hace muchos años.

—¿Por qué lo dejasteis? —‌Cogió la botella y sirvió un poco de vino en cada copa.

—Él iba demasiado en serio, quería formar una familia.

—¿Y tú no? —‌Se extrañó.

—No, yo no. No me veo casada y con niños.

Víctor la miró sin decir nada. Maite se sintió rara hablando de eso con aquel hombre al que apenas hacía unos meses que conocía.

—¿Puedo tener yo algo que ver en eso?

—No. Es posible que lo que ocurrió haya afectado a mi «instinto maternal», pero no solo el secuestro, todo lo que ocurrió.

—¿Por qué no os lleváis bien papá y tú?

Miró hacia otro lado sopesando la conveniencia de explicarle a Víctor la relación tormentosa que le unía con su progenitor.

—Puedes contármelo, sabré filtrar la información, no temas.

—Son muchas cosas. Momentos, situaciones. No es agradable tener un padre que aparece el día de tu cumpleaños como una cuba, tambaleándose y golpeando las paredes sin poder mantener el equilibrio. Que asusta a tus amigos, que no quieren subir a tu casa por si le encuentran. Que vomita sobre el vestido de tu primera comunión porque ha estado celebrando desde que se levantó por la mañana. Y no digamos cuando entras en la adolescencia y se dedica a hacerte bromas obscenas cuando estás con el chico que te gusta, hablando de tus «pechitos» o tu «culito». Le desprecio profundamente, no hay nada que hacer.

—Mamá debió de pasarlo mal.

—No fue siempre así, al principio era un padre como todos. Pero mamá… Se volvió una persona tan triste que cuando estabas con ella parecía que un manto negro lo cubriera todo. Su tristeza se hacía contagiosa y en casa parecíamos estar en un velatorio constante. Le hablabas de cualquier tema: de la escuela, de los amigos, cualquier cosa, y te contestaba ¿cuántos días hace? ¿cuántos meses? ¿cuántos años?

—Por eso él empezó a beber.

—Siempre le había gustado el vino, pero no se emborrachaba. Supongo que no podía con tanta tristeza.

—¿Y cuando ella murió?

—Entonces fue mucho peor. Volvía del instituto y me lo encontraba en un charco, unas veces era de orín, otras de vómito y algunas de sangre.

—¿Hasta cuándo estuviste con él?

—Hasta que acabé la carrera.

—¿Por qué? —‌Se sorprendió—. ¿Por qué no te fuiste?

Se encogió de hombros.

—No había nadie más. Intenté que comprendiese que yo necesitaba irme de allí, que mi vida se iría por la cloaca si no me alejaba de él. Me juró que no bebería, que se portaría bien. —‌Se recostó en el sofá—. Por supuesto, no lo cumplió. Me busqué un piso y un trabajo. Fue entonces cuando me ofrecieron un puesto de becaria en el Louvre. Como comprenderás era una oportunidad que no iba a repetirse y que de ningún modo estaba dispuesta a perder. Empecé a mover los papeles para inhabilitarlo y meterlo en una residencia.

—Y eso le asustó.

—Cuando le enseñé los papeles le dije que era mi última advertencia. Contraté a Juana para que fuese a su casa cada día, por supuesto le paga él, yo no he cogido ningún dinero de mi madre. Prefiero que lo tenga él para cualquier cosa que necesite —‌pareció darse cuenta de algo—, siempre que a ti te parezca bien.

—Yo no necesito dinero.

—Mejor así. De este modo Alberto está bien cubierto.

—No ha dejado de beber.

—No, ya lo sé. Él necesita su dosis diaria y no hay ningún problema, al menos por mi parte, en que la tome siempre y cuando no se emborrache y pueda valerse por sí mismo.

—Has tenido una vida muy dura, por culpa de mí…

Maite no le dejó acabar la frase.

—El pasado no existe. De vez en cuando viene a visitarnos y es como una visita molesta que hay que echar pronto si no quieres que se quede a dormir.

—Lo siento.

—No tienes por qué. Además, ahora estás tú, ya no estoy sola. —‌Sonrió.

Cerró la maleta y la dejó junto a la puerta, después volvió al saloncito y se sentó en el sofá, cansada. Eran las once y media de la noche y al día siguiente, a las doce de la mañana, salía el avión que les llevaría a El Cairo. Su estómago tenía más actividad de la normal, los nervios empezaban a hacer estragos. Intentaba entenderse a sí misma, aunque sabía que no era tarea fácil, averiguar los motivos por los que había propiciado aquel viaje. Por un lado, es cierto que su interés por el tema era real, pero tenía la sensación de que había otro motivo oculto que la empujaba con más fuerza aún que el meramente profesional. Ya había sentido esa sensación otras veces y siempre la llevaba a hacer la maleta y salir corriendo. No podía catalogarlo como «miedo», era algo más inespecífico. Se sentía vulnerable, frágil y no le gustaba. Ella era fuerte, siempre había sido fuerte. Lo necesitaba. Había una vocecilla que la avisaba cuando había peligro y la había avisado. Víctor era un peligro para ella. Demasiados sentimientos. Después de buscarlo, de esperar tanto tiempo, ahora estaba allí, al alcance de su mano y, sobre todo, al alcance de su corazón. Y nadie entraba allí, al menos no muy adentro, si ella podía evitarlo. Y, hasta ese momento, siempre había podido.

Volvió a colocar el papiro en su sitio, dentro de la vitrina. Había hecho construir un receptáculo para él. Era una maqueta a tamaño reducido del Arca, tal y como la describía la Biblia: de madera de acacia, revestida de oro por dentro y por fuera. Con moldura también de oro y cuatro anillas, dos a un lado y dos al otro. Dos varales de madera de acacia pasaban por dentro de las anillas. Una cubierta también de oro y dos querubines en los extremos con las alas extendidas. La contempló durante un buen rato y sonrió, habían hecho un buen trabajo de reconstrucción. Cerró la vitrina y volvió al escritorio donde había dejado el sobre. Debía hacer que llegase a las manos adecuadas, lo que no era muy fácil dadas las circunstancias. Después de lo ocurrido con el escarabajo, no debía dejar nada a la fortuna. Había hecho un plano bastante exacto, según lo recordaba y como primer paso era más que suficiente. Lo más difícil lo tendría allí y lo sabía. Antes de ponerlo en tránsito debería limpiar el terreno, quitar todo lo que sobraba de modo que el trabajo no se viese afectado por ningún hecho externo. Cogió el teléfono y marcó un número, era una pena, pero la historia bien merecía algún que otro sacrificio.