El escarabajo
Que los dioses conozcan a los que ocultan sus caras con sus manos…
Tutankamón
—Alberto —Víctor le cogió por los hombros y lo acercó a su madrastra—. Te presento a Helena, la segunda esposa de mi padre.
—¡Ah! No fue esta la que se te llevó. —Extendió la mano.
—No, yo no fui. —Helena sonrió y le estrechó la mano que le ofrecía.
—Hola, yo soy Marc.
El joven acababa de entrar y se acercó al que reconoció como su abuelo. El hombre le miró y movió la cabeza.
—Así que tu eres mi nieto. —Le abrazó y le besó repetidamente en la mejilla, sin soltarle. Después le alejó un poco para poder mirarle—. Ahora puedo imaginar cómo debía ser tu padre a tu edad.
Alberto dio una vuelta por el salón observándolo todo con curiosidad y cuando pareció haberlo analizado a fondo se volvió hacia Víctor.
—¿No hay ninguna foto de ella?
—¿Quieres verla?
—Me gustaría.
María entró en ese momento en el salón.
—Ya está la comida.
Helena reía a carcajadas ante una ocurrencia de Alberto. Víctor se sorprendía de lo rápido que habían congeniado a pesar de ser tan distintos. Marc en cambio no había abierto la boca durante todo el almuerzo. Los observaba a todos como si de un programa de televisión se tratase. Era demasiado surrealista lo que les estaba pasando. Estaba comprobando en carne propia lo complicada que puede ser la vida. No se trataba de una de sus novelas sobre el Egipto de los faraones, se trataba de la cotidianidad, de la vulgaridad de una vida «normal» que había pegado un salto en el espacio-tiempo y se había encontrado con un pasado desconcertante y aterrador. Intentaba imaginar la experiencia vivida por aquel hombre, ya anciano, «comprender», pero le resultaba imposible. Cuando terminaron, María y Víctor sirvieron el café en el salón. Alberto se sentó junto a su hijo después de que Víctor cogiese el álbum de fotos de una estantería repleta de libros. El anciano esperaba con ansia casi infantil ver el rostro de la mujer que le había robado algo tan valioso. La había imaginado muchas veces, debía ser horrible, alguien diabólico, con una mirada cruel. No sería justo que alguien que había hecho una fechoría tan perversa, fuese hermosa. Víctor pasó algunas páginas buscando la fotografía más favorecedora de Esther. Se sentía culpable, pero quería que la viese en todo su esplendor. Alberto observaba por encima del brazo de su hijo y lanzó una exclamación al tiempo que ponía la mano, tan bruscamente sobre la hoja del álbum, que este cayó al suelo provocando un sobresalto general. Rápidamente lo recogió él mismo y buscó aquella imagen que le había inquietado sobremanera. Era una fotografía de Eduardo, una imagen de hacía más de treinta años en blanco y negro, una fotografía en la que aparecía apoyado en la barandilla de un barco.
—Es Eduardo, mi padre… —Víctor se sintió incómodo.
—Maldito cabrón. —Miró a Víctor y cerró los ojos al tiempo que negaba con la cabeza.
—¿Le conocías? —Helena se extrañó de la reacción del anciano.
Alberto no podía hablar, no le salían las palabras. María se levantó y cogió la jarra de agua de la mesa del comedor y llenó el vaso en que había bebido su suegro recién encontrado. El hombre trataba de ordenar en su cabeza el revoltijo de imágenes que aquella foto había provocado.
—Me invitó a una cerveza y nos fumamos unos cigarrillos —comenzó a explicar después de un momento—. Me contó que era marino y me enseñó esta fotografía. —Volvió a mover la cabeza—. Nuestras mujeres habían parido el mismo día.
Víctor estaba pálido, blanco como el papel.
—Fue el 15 de octubre de 1971. Dos niños. ¡Maldito cabrón! —Alberto recordó aquellos momentos y se puso rojo de ira.
—Se conocieron. —Víctor imaginó a las dos madres comparando sus bebes.
—A ella no. Solo a él. Nos encontramos frente al cristal del sitio donde guardan a los niños.
—La nursería —aclaró María.
—Como nacieron el mismo día estaban colocados uno junto al otro.
—Tuvieron un hijo. —Víctor seguía intentando asimilar la información.
—Sí y le llamaron Víctor, también.
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Hubo un hijo de Esther y Eduardo, eso explicaba la partida de nacimiento. Una sensación de pánico se estaba apoderando de él.
—¿Y dónde está? —preguntó pálido.
—¿Dónde está quién? —preguntó Alberto irritado.
—Víctor. El otro Víctor.
Se hizo un silencio sepulcral.
Mauricio llegó a las ocho y media. Maite había preparado una cena fría y lo tenía todo listo. Se había puesto un ligero vestido de lino de color beige y llevaba unas zapatillas verdes. Al mirarse al espejo comprendió que no iba precisamente muy conjuntada, pero ella era así y no pensaba cambiar para cenar con alguien. Mauricio, en cambio, poseía ese don natural que hace que no tenga importancia lo que uno lleva, sino cómo lo lleva. Una sencilla camisa blanca que se abotonaba con corchetes en lugar de botones, con un remate en los bolsillos que hacía juego con el pantalón tejano. En los pies zapatillas de deporte azul y blancas. Le ofreció un vaso de vino, pero él prefirió una Coca-Cola. Después se sentaron en el sofá para charlar un poco antes de la cena. Maite le preguntó si le gustaba la música clásica y puso un cd de Vivaldi: a todo el mundo le gusta Vivaldi.
—Tenías razón en lo de tu casa —comentó mirando alrededor.
—¿En lo de que parece un almacén? —Sonrió—. No puedo negarlo: soy un desastre para los detalles. El otro día estuve en la casa de mi recién encontrado hermano —Mauricio frunció el ceño—, es una historia un poco complicada, quizá te la cuente. Bueno, lo que te decía, fui a su casa por primera vez y me causó una impresión tremenda. Allí todo estaba en su sitio, era como un puzle, todo encajaba perfectamente: los colores, las formas, ¡incluso era cómoda!
—¡No me digas! —bromeó el hombre.
—Te parece una tontería, ¿verdad? Yo siempre he vivido en un caos.
—¿En casa de tus padres también era así?
—Bueno, diferente, pero te aseguro que no era una tienda de decoración. ¿Y tú?
—A mí me gusta mucho el orden. Soy bastante maniático.
—Entonces, lo de vivir juntos lo dejaremos —le devolvió la broma.
Mauricio se levantó y comenzó a mirar todos los objetos que se hallaban desperdigados por la habitación.
—¿Hay más? Quiero decir si existen otras habitaciones.
—Sí, hay más.
Le indicó que la siguiese y le enseñó el resto del piso. Él parecía mirarlo todo con interés y Maite se sintió halagada ante sus comentarios referidos a las antigüedades. Sobre la decoración obvió cualquier observación, lo cual hacía más evidente cuál era su opinión al respecto. Finalmente, volvieron al comedor y se sentaron de nuevo en el sofá.
—Tienes razón, vives en un caos.
—Me gusta.
—No es una crítica. Cada uno vive como quiere.
—Algunos no. —Maite bebió el último trago de vino y dejó la copa sobre la mesilla.
—En mi trabajo es imprescindible ser ordenado y meticuloso.
—¡Qué aburrido!
—Es necesario saber dónde pones cada cosa, para poder encontrarla después. —Se acercó un poco.
—¡Qué poco interesante!
—No puedes permitirte perder un solo pedazo de cerámica. —Siguió acercándose.
—¡Qué agobio!
La observó de cerca. No podía decirse que fuera una belleza y, sin embargo, sentía placer al mirarla. El pelo ondulado y suelto caía enmarcando su rostro. Los ojos negros y profundos, el izquierdo con un imperceptible estrabismo parecía estar sonriendo siempre. Los labios carnosos, húmedos y sin una mancha de carmín, eran una provocación para el arqueólogo, que no contuvo su curiosidad y se inclinó para besarla. Maite no se apartó, recibió el beso con generosidad y lo devolvió de igual forma. Después se retiró y se puso de pie recogiendo las copas de la mesilla.
—Voy a poner la mesa. Como en una mesa, ¿sabes?, y hasta pongo un mantel.
Mauricio se recostó en el respaldo del sofá y entrecerró los ojos observándola mientras desaparecía por la puerta de la cocina. La miraba como se mira una pieza antes de cazarla, intentando controlar cada movimiento.
—No sabía que Marc fuese tu sobrino.
Habían terminado con el cóctel de gambas y atacaban a un indefenso tronco de patata y verduras.
—Yo tampoco hasta hace unos días.
Mauricio puso cara de sorpresa y Maite sonrió. Lo más resumidamente que pudo, sin entrar en detalles personales, le explicó los acontecimientos que se habían producido en las últimas semanas y disfrutó viendo las caras de su interlocutor.
—Eso debe de haber sido un mazazo para él.
—¿Para Víctor? —El gesto de la anticuaria describía a la perfección su sorpresa.
—Evidentemente. Él tenía una vida tranquila, una familia, un pasado totalmente claro y diáfano. Y de repente se entera de que la que creía su madre es una secuestradora, que no muy lejos de su casa vive una persona desconocida que es su padre, y que tiene una hermana. No quisiera estar en su pellejo.
Maite soltó el tenedor bruscamente y se levantó de la mesa con una mirada asesina.
—Voy a por el postre.
Mauricio apartó el plato y dejó la servilleta sobre el mantel. Maite volvió con una fuente de fruta.
—¿Qué prefieres? —preguntó irritada.
—¿Qué me ofreces?
Cogió un plátano de la fuente.
—¿Te gustan los plátanos?
Mauricio sonrió.
—¿Estás enfadada?
—¿Yo? ¿Y porqué tengo que estar enfadada?
—No lo sé, pero seguro que me voy a enterar.
Maite se levantó y se acercó al mueble veneciano donde tenía el aparato de música. Tchaikovsky estaría bien. Mauricio también se levantó y miró por la ventana. Todavía se veía bastante gente por las calles, gentes que volvían a casa con ganas de descansar o que habían salido a cenar, ¿quién sabe?
—¿Por qué nadie se compadece de mí?
El hombre se volvió sorprendido.
—¿Te gustaría que te compadeciesen?
—No es eso. ¡Pero me resulta tan injusto!
—¿El qué?
—Que se compadezca a Víctor. Él no ha sufrido. Nunca supo que era hijo de otra persona, ni que tenía otra familia. Vivió feliz con aquella mujer, creyendo que era su madre, incluso tuvo otra aún mejor después.
—¿Quieres que te tenga lástima? —Se sentó junto a ella.
—Me irrita oír comentarios de compasión hacia mi hermano. Me ofende que se considere que él es la víctima. Nos convierte a nosotros en los verdugos cuando en realidad lo único que hemos hecho ha sido no olvidarle.
Se levantó y sus pies la llevaron hasta la pareja de copas de Valèrie y Claude. Mauricio las observaba con interés.
—Llevaba toda mi vida esperando encontrarle. A veces soñaba que era él quien me encontraba a mí y le imaginaba corriendo y gritando mi nombre. Otras eran auténticas pesadillas en las que le habían ocurrido todo tipo de desgracias. —Soltó la copa y se apoyó en la pared mirando a Mauricio—. No creo que sea él el que merezca compasión. Mi madre murió profundamente desgraciada y triste. Mi padre se convirtió en un alcohólico al que teníamos que soportar y yo…
—¿Tú qué?
—Nada, yo nada.
Volvió al sofá.
—Preferiría no hablar más de este tema. Es tema resuelto, no tiene caso removerlo.
—¿Y de qué quieres que hablemos?
—No sé, háblame de tu trabajo.
—¡Qué aburrido!
—No lo creo, estoy segura de que esa actitud es una pose. En realidad debe ser muy excitante.
Mauricio apoyó un codo en el respaldo del sofá y sostuvo su cabeza con la mano, mientras observaba sonriendo a Maite.
—Eres muy inteligente y muy intuitiva. Para mí el trabajo es mi vida: me apasiona.
—Lo sabía.
—Todos tenemos un sueño y yo voy tras el mío, desde niño.
—¿Y cuál es ese sueño?
—Ah, no, no pienso contártelo así, en nuestra primera cita.
—¿Primera cita?
—¿Habíamos quedado antes?
—No sabía que esto era una cita.
—Pues ya ves.
—Estoy segura que pretendes hacerte el interesante para que quiera verte más veces.
—Es posible.
—¿Cómo te hiciste esa cicatriz? —Maite estiró la mano para tocarle, pero él se apartó instintivamente.
—Cosas que pasan.
—Perdona, no quería molestarte.
—No me molesta. Me golpearon con una pala a los doce años.
—¿Quién pudo hacer una cosa así? —Maite se estremeció.
—Mi padre.
Las notas de Tchaikovsky parecieron subir de tono ante el silencio que lo invadió todo. Maite se tapó la boca en un gesto instintivo de ahogar una exclamación o un exabrupto. Mauricio sonrió.
—No te preocupes, la herida ya está curada.
—¿Estás seguro?
—Cada uno tiene sus verdades ocultas. También a mí me gustaría dejar este tema.
Maite sonrió.
—Si seguimos así no tendremos de qué hablar.
—¿De dónde has sacado esas copas tan horrorosas? —Mauricio se levantó para observarlas de cerca.
—Me las regaló el padre de Adrián. ¿No te gustan?
—Nada en absoluto. —Sostuvo una entre las manos y la giró a uno y otro lado.
—De todos modos, no me parece un buen tema de conversación.
—Háblame de tus viajes. —El arqueólogo volvió al sofá—. ¿Conoces bien Egipto?
—Bueno, seguro que no como tú. He ido bastantes veces, pero siempre con una misión: comprar.
—He conocido a una persona a quien le apasiona casi tanto como a mí. Es un muchacho estupendo.
Hizo una pausa esperando que ella supiese de quién hablaba, pero Maite frunció el ceño sin comprender.
—Me refiero a Marc. —La mujer sonrió asintiendo con la cabeza—. Es un fanático, me gustaría llevarlo conmigo alguna vez, pero es demasiado joven.
—¿Por qué?
—Una excavación no es lugar para un niño. Es un lugar inseguro, no solo por los peligros de un derrumbe o una caída. Hay otro tipo de peligros más «humanos».
—¿A qué te refieres?
—A los ladrones. Siempre están al acecho por si encuentras un auténtico tesoro.
—¿Quieres decir que corres peligro?
—Depende de lo que descubras, sí.
—Pero vuestros hallazgos deben ser secretos.
—Siempre hay espías, gente que se relaciona contigo, pero que también tiene contactos con otros. Hay auténticas redes de contrabando y falsificación de objetos arqueológicos. Existen, incluso, museos clandestinos, colecciones privadas de un valor incalculable.
—Lo había oído, pero siempre crees que son historias que se cuentan para darle más atractivo.
—Pues son ciertas. Siempre digo en mis charlas que los anticuarios, algunas veces, estáis en la inopia y os pueden meter un gol con relativa facilidad.
—¿A qué te refieres?
—A que os pueden dar gato por liebre, o liebre por gato.
—¿Quieres decir que nos podrían vender algo «auténtico» sin que lo supiésemos?
—Evidentemente. Alguien podría haceros creer que compráis una baratija, cuando en realidad estáis comprando un tesoro.
—¿Y cuál sería el beneficio de estupidez semejante?
—Muy sencillo. El vendedor quiere sacar una pieza del país, ¿vale?, pero es una pieza auténtica, de un valor elevado, imposible de justificar. Así que decide vendérsela a un anticuario, alguien que tiene «permiso» para adquirir objetos de relativo valor. Se la vende como una «baratija», el anticuario la saca del país y después el avispado vendedor la recupera en la tienda del anticuario a través de un mediador. ¿Me he explicado con claridad? Como el anticuario no sabe su auténtico precio, la venderá por una cantidad razonable en nada comparable a la que sacará nuestro facineroso amigo cuando la coloque en el mercado.
Maite abrió la boca y la volvió a cerrar. Sonrió de un modo enigmático y Mauricio frunció el ceño, no entendía qué le hacía tanta gracia.
—Te he dicho que quería enseñarte algo.
Mauricio se levantó tras ella, que abrió uno de los cajoncitos del escritorio de tambor del siglo XVII y sacó el escarabajo de lapislázuli. Lo depositó en las manos del hombre, con una sonrisa un poco avergonzada. La concienzuda atención con que Mauricio lo observó, la suavidad con que acariciaba el material del que estaba hecho siguiendo con los dedos los grabados, confirmaron sus sospechas. El arqueólogo dio la vuelta al escarabajo y miró con atención las inscripciones jeroglíficas grabadas en su base. Después se sentó en el sofá, aunque más pareció que se dejaba caer abrumado.
—¿De dónde has sacado esto? —preguntó.
—Se lo regalaron a Adrián en el viaje que hizo hace una semana. Él pensaba usarlo como pisapapeles.
—¿Qué? —La perplejidad en el rostro del arqueólogo era indescriptible—. No se puede ser tan…, perdona.
—¿Quieres decir que tiene algún valor? —Sonrió—. No irás a meterme en un lío.
—Este amuleto es auténtico. —Incluso su voz había cambiado, haciéndose más profunda—. Por las inscripciones pertenece a la época Tell al-Amarna.
Maite asintió.
—Nefertiti. Pertenece a Nefertiti.
—¿Lo sabías?
—Es lo único que conseguí descifrar.
—Me parece que sabes bastante más de lo que cuentas.
Maite se acercó y le arrebató el objeto de las manos.
—Esto es un talismán, se colocaba en el lugar del corazón, ya sabes que en el proceso de momificación se extraían todos los órganos y se colocaban en vasos canopes.
—Algo sé —ironizó Mauricio.
—Bien. En el lugar del corazón del faraón colocaban un amuleto como este que, además de poseer la energía de la vida, era origen de los pensamientos buenos y malos. Algo así como la conciencia del muerto. En la base escribían una especie de oración, unas palabras que ellos consideraban mágicas y que el difunto debería repetir en el más allá.
El arqueólogo volvió a coger el talismán y dándole la vuelta leyó:
Mi corazón, mi amado, mi hermano,
El corazón por medio del cual yo he vivido,
Donde el pájaro pliega sus alas,
Ninguna oposición a la presencia del príncipe soberano,
No te alejes de mí en presencia del que guarda la balanza.
Y el vientre de mujer guarde el secreto.
Que vayas en paz con tu pueblo amado al lugar que se te ha prometido.
No permitas que se digan falsedades en presencia de Atón, en contra mía.
Que el corazón se nos alegre donde se pesan las palabras
Verdaderamente, qué grande serás cuando te alces triunfante,
Allí cercana estará su casa.
—¡Qué hermosa oración! —Maite se estremeció.
—Es extraña.
—Entonces, ¿crees que es auténtico?
—Lo parece.
—Estaba sucio, recubierto de diversas sustancias.
—Posiblemente, lo ensuciasen adrede para ocultarlo.
—¿Ocultarlo de qué? —Sonrió.
—¿Qué sabes de Tell al-Amarna?
—¿Te refieres a Akhenatón y Nefertiti? —Se sentó en el sofá y dobló las piernas—. Bastante.
—¿Qué es bastante?
—Bueno, aproximadamente, todo lo que se sabe y un poco más. Veamos: Amenhotep IV, «Amón está contento», hijo de Amenhotep III, se casó con Nefertiti, que algunos creen hija de Ay. Tuvo una revelación divina y se cambió el nombre por el de Akhenatón, «Servidor de Atón». Seguramente fue un niño espiritual y solitario que entendía que las cosas no eran como se las habían contado. Posiblemente, tuvo alguna influencia desconocida que le acercó al culto solar de Atón. La cuestión es que tuvo conciencia de la existencia de una deidad única y fue tal su convencimiento que hizo girar su vida y su reinado alrededor de esa fe. Alrededor del Sol. Su dios se le manifestó y le ordenó construir una ciudad en su nombre a la que llamaría Akhetatón, «Horizonte de Atón». Debía buscar un lugar «virgen» que no estuviese contaminado por otros dioses y ese lugar fue lo que hoy conocemos como Tell al-Amarna.
—Reconozco que me has sorprendido.
—Hice un trabajo de fin de carrera sobre este tema. Además trabajé ocho meses en el Museo Egipcio de El Cairo.
—¡Eres una caja de sorpresas!
—La verdad es que el trabajo que hice no me dio muy buena nota.
Mauricio frunció el ceño.
—Quizás algún día te lo deje leer. —Sonrió.
—De todos modos este amuleto pertenecería a Nefertiti.
—La hermosa mujer del busto que hallaron en el taller de Tutmosis.
—¿Lo has visto?
—¿Tú no?
—Cuando tenía veintitrés años. —Sus ojos brillaron—. Subyuga.
—Parece que tú también has sido seducido por ella.
Mauricio la miró un instante y después fijó de nuevo la vista en el escarabajo.
—Si esto es auténtico solo puede haber salido de su tumba y el que lo encontró sabe dónde está. Sería una gran noticia, tamaño descubrimiento.
—Eso no es posible. Tendría muchos problemas para justificar el estar en posesión de un objeto robado. Debemos averiguar por qué nos lo han «metido».
—¿Sabes quién lo ha hecho?
—Muhsin Rashid, trabaja para el museo de ¡El Cairo!
Maite pareció comprender al revelar en voz alta la doble ocupación de Muhsin. Le conocía desde hacía bastantes años y jamás había tenido ningún problema con él.
—¿Estás segura de que ha sido él?
—Por supuesto, me lo explicó Adrián.
—Y estás segura de que Adrián no sabe nada de esto.
—¡Pues claro que no sabe nada! ¿Qué estás insinuando?
—No insinúo nada, solo pregunto.
—Pues no vuelvas a preguntar nada parecido, ¿vale?
—Vale, vale, tranquila, me queda claro que Adrián es intocable.
—¿Qué quiere decir eso?
—¿Has oído alguna vez la frase: no confiar en nadie?
—En Adrián se puede confiar.
—¿Seguro?
—Seguro. —La mirada furiosa de Maite arrancó una carcajada de Mauricio.
—Pareces una leona defendiendo a sus crías.
—¿Qué tal si volvemos al delicado tema de qué hacer con esta cucaracha?
—No es una cucaracha, es un escarabajo pelotero.
—¡Qué asco! —Maite rio.
—Fíjate que los egipcios no sentían lo mismo que tú al respecto. Para ellos era un ser sagrado.
Lo dejó sobre la mesa de cristal y se sentó en el sofá frotándose la cara. Era una situación complicada, él lo sabía mejor que nadie.
—Primero, debemos asegurarnos de que es auténtico como creemos y después tendríamos que encontrar la manera de devolverlo. Pero ¿a quién? Es evidente que su dueño no es Muhsin, es un objeto robado de una tumba que no ha sido descubierta.
Maite se sentó en un sillón noble español, siglo XVII, situado frente al sofá en el que Mauricio se devanaba los sesos pensando.
—Descubrir la tumba de la esposa de Akhenatón podría aclararnos muchas cosas. —Maite parecía meditar en voz alta—. Es otro de esos pedazos de historia que durante siglos se han escapado al entendimiento. Encontrar su momia podría dar luz sobre lo que yo… Este amuleto demuestra que alguien la ha encontrado.
Mauricio giró la cabeza y fijó su mirada en Maite, que sostenía el escarabajo entre sus manos.
—Si pudiésemos averiguar quién lo encontró antes de devolverlo —siguió.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el arqueólogo.
—Bueno, en mis manos está seguro, no pienso quedármelo, pero antes de avisar a las autoridades, podríamos hacer algunas averiguaciones.
—Me estás proponiendo algo, ¿verdad?
Maite se recostó colocando las piernas sobre el brazo del sillón, mientras observaba los ininteligibles signos bajo el talismán.
—Sería estupendo hacer un viaje a Egipto en esta época del año. Y no me imagino un guía mejor que un arqueólogo, loco por su trabajo, loco por encontrar el hallazgo del siglo.
—Y loco si dijese que sí.
Maite se levantó y volvió a guardar el amuleto en el cajón del escritorio. Después se acercó a Mauricio lentamente.
—¿Estarías dispuesto a tener una socia?
—¿A qué te refieres?
—A ir allí y encontrarla.
—¿Encontrarla?
—A Nefertiti. Se me da bien eso de encontrar a quien se ha perdido.
Levantó los brazos, los colocó alrededor del cuello del arqueólogo y selló con sus labios una posible respuesta.
El papiro estaba escrito en color marrón, aunque cambiaba de tonalidad. Su longitud total no era segura por las numerosas roturas, pero calculaba que entre 2 y 2,30 metros. El texto estaba escrito en 30 columnas de 27 líneas. La parte central era la que se encontraba en peores condiciones. Había podido descifrar las primeras columnas, de la 1 a la 7, y las dos últimas casi en su totalidad. El final lo conocía de memoria:
Soy yo, tu hijo, quien te sirve y quien exalta tu nombre.
Tu poder, tu fuerza están firmes en mi corazón,
Eres el Atón viviente cuya imagen perdura,
Has creado el cielo lejano para brillar en él,
Para observar todas tus creaciones.
Eres El Único y en ti hay un millón de vidas.
Das el aliento de vida en sus narices para hacerlas vivir.
Gracias a la vista de tus rayos existen todas las flores,
Todo lo que vive y brota del suelo crece cuando tú brillas.
Los rebaños pacen abrevando de tu vista,
Los pájaros en el nido vuelan con alegría,
Y despliegan sus alas plegadas en señal de adoración.
¡Oh Atón viviente, su creador!
No contenía fecha alguna, aun así, el tipo de escritura, el texto y los datos que ofrecía eran suficientemente detallados para ubicarlo en su momento histórico. Sin duda era la obra de un único escriba, aunque en las líneas finales la escritura estaba más deteriorada, lo que podría denotar cierto cansancio, enfermedad o apresuramiento. El único dios mencionado, Atón, demostraba su procedencia con bastante exactitud. Lo dejó sobre la mesa de trabajo, en un lugar donde pudiese verlo. Cogió el lápiz, acercó la luz y empezó a trazar líneas sobre un papel. No podía errar en sus apreciaciones, el recuerdo se mantenía inamovible en su cabeza a pesar del tiempo transcurrido y de las circunstancias. Había llegado el momento y no le temblaba el pulso, consciente de lo que había iniciado y sin plantearse siquiera la posibilidad de echarse atrás. Podía oír los latidos de su corazón casi con tanta claridad como el deslizar del lápiz sobre el papel. De vez en cuando levantaba la vista para contemplar la superficie rugosa y áspera del papiro de Tel al-Amarna.