Capítulo V

Copas francesas, en mármol negro veteado, siglo XVIII

Hermano mío ¿me has escrito con la paz en la mente?

Tablilla de Suppiluliuma, rey de Hatti, a Akhenatón

Las nubes tenían una tonalidad liliácea y dibujaban figuras caprichosas sobre el cielo azul primaveral. Ya faltaba poco para San Juan y los días eran cada vez más calurosos y largos. Maite miraba a través de la ventana de su habitación, le gustaba hacerse la remolona, despertar temprano y quedarse tumbada pensando mientras contemplaba su pequeña porción de cielo.

Cuando viajaba, no le importaba que la habitación del hotel no fuese lujosa, había dormido en sitios bastante cutres, pero había dos cosas imprescindibles para ella: una era la limpieza, no podía haber ningún «ser», aparte de ella, en el cuarto, y la otra era la vista, de manera que cuando amaneciese pudiese ver un pedazo de cielo desde la cama. Así se sentía como en casa.

Se llevó la cafetera y las tostadas a la mesita del salón y puso la radio para escuchar las noticias. Como todos los sábados, aplastó el plátano canario que tenía en el plato y después lo untó en las tostadas. Bebió un sorbo de café y se fijó en la piedra con forma de escarabajo que había dejado la noche anterior sobre el escritorio de tambor siglo XVII, regalo de Adrián en su segundo aniversario juntos. Lo había dejado al lado de la pareja de copas francesas, en mármol negro veteado, siglo XVIII, que podrían considerarse los objetos más queridos que había en la casa. No tanto por el valor que en sí poseían, como por la historia que le había contado el hombre que se las había regalado. Ocho años atrás en uno de sus viajes a París, conoció a Vincent, el padre de Adrián. Curiosamente no fue con él, sino sola. Vincent quiso conocerla y a ella le pareció divertido. Se encontraron en un café, no lejos de la Torre Eiffel y Maite tuvo una grata sorpresa al encontrarse con un hombre que para nada aparentaba los sesenta años que tenía. Su rostro curtido por el sol y cubierto por una blanca barba, a juego con el pelo de su cabeza, más parecía el de un escritor bohemio que el de un catedrático de Historia de la Sorbona. Maite pasó un rato muy ameno y agradable junto a él y le pareció sorprendente poder estar hablando con aquel hombre, al que lo único que la unía era su relación con Adrián, al que, sin embargo, no mencionaron más que un par de veces. Afamado coleccionista de objetos «útiles», solo coleccionaba cosas que pudiesen usarse todavía. Maite había oído a Adrián, que había heredado el nombre de su abuelo, hablar de la casa de su padre en París, en la que cada objeto clásico cumplía la función para la que fue creado originariamente. Maite y Vincent hablaron sobre aquello que les era común: historia, especialmente historia egipcia y más concretamente sobre la época Tell al-Amarna, que era la debilidad de Maite. Vincent, que parecía ser experto en cualquier tema, pareció disfrutar de la charla. Le habló de las «vidas» de los objetos que coleccionaba, le enseñó que un buen anticuario no ha de fijarse tan solo en lo que pone en la ficha de un objeto, sino en las marcas que el objeto tiene grabadas. En el paso del tiempo por encima de los materiales: oro, madera, hierro, papel o telas, no importaba de qué estuviesen hechos, sino de qué estaban impregnados. Cuál era la historia de cada «reliquia», quiénes las habían poseído; le hizo sentir que los objetos perdían el alma al perderla sus dueños.

Volvió a fijar la vista en aquellas dos copas y recordó la historia de Valèrie y Claude. Eran amigos, pero amigos de los que duran toda la vida, que superan la infancia y la terrible adolescencia, amistades femeninas y masculinas, madres celosas y padres severos. Sus vidas siguieron, desde el principio, caminos que les llevaban a mundos distintos. Valèrie amaba la música, compositor y pianista, pronto se vio encumbrado al éxito y la fama, mientras que Claude, pintor fracasado, no conseguía que ninguno de sus cuadros fuese tomado en cuenta por algún galerista. Los constantes conciertos del uno lo separaban del otro, que pintaba sin descanso, de un modo casi enfermizo, en busca de aquel cuadro que le pondría, finalmente, en el lugar que él creía merecer. Mientras tanto Valèrie encontró a una mujer, dulce y maravillosa, que tenía todo lo que él pudiese desear: buena familia, clase, y la convirtió en su esposa. De ese modo consiguió formar parte de la sociedad a la que siempre deseó pertenecer. Claude también encontró una mujer, esta era sencilla, pero de una belleza sin igual, se llamaba Sophie. Y se casó. El día del compromiso, Claude recibió un regalo de su amigo desde la distancia: un par de copas de mármol veteado en las que le instaba a brindar con su futura esposa por la felicidad de ambos, deseándole que esa felicidad fuese, al menos, como la que él mismo sentía en esos momentos. Pero la vida suele ser trágica muchas veces y en uno de los poquísimos encuentros que tuvieron ambos amigos, Valèrie y Sophie se conocieron y se enamoraron. Era una situación dramática, pues ninguno deseaba dañar a Claude, pero el amor era demasiado fuerte y no pudieron resistirse a él. Claude descubrió el engaño y acabó con la vida de su esposa ante los ojos de su amigo, que nada pudo hacer para evitarlo. Después de aquello se separaron y no volvieron a verse jamás.

Aquellas copas eran las que Maite contemplaba sobre el escritorio y no podía dejar de reconocer que tenían más valor por la historia que compartían que por el año en que habían nacido. Vincent se las había regalado, «un obsequio para compartir», había dicho con su dulce acento francés.

Se levantó y cogió el escarabajo. La capa que lo cubría era resina mezclada con arena y cola, la noche anterior lo había estado limpiando hasta dejarlo reluciente. Ahora podía verse su auténtico color. Era de lapislázuli, su aspecto no le parecía hermoso, pero había sido trabajado con interés. Su base estaba completamente grabada con símbolos jeroglíficos. No pudo descifrar aquellos caracteres en su totalidad, conocía algunos nombres de faraones que había aprendido al estudiar sus cartuchos. Y también conocía aquel: Nefertiti. Lo sostuvo durante unos segundos en sus manos y, finalmente, lo guardó en uno de los cajones del escritorio, a la espera de darle alguna utilidad.

Víctor no había dormido en toda la noche y las ojeras lo constataban, violáceas y profundas. Siempre había creído que aquella era una herencia materna, ahora podría averiguarlo aunque se refiriese a una maternidad distinta. En los últimos días había pensado mucho, recordado mucho y estaba preparado. Se afeitó cuidadosamente, se vistió y se sentó a trabajar frente al ordenador. Marc estaba en su habitación como si aquello no fuese con él y María ponía el café. En apenas diez minutos se oyó el timbre de la puerta. Maite subió por la escalera, nunca subía en ascensor, era una manera de hacer ejercicio sin pagar. Víctor vivía en el sexto piso, con lo que el ejercicio fue auténtico. Él la esperaba con la puerta entreabierta, María detrás con un trapo de cocina en las manos. No sabía si tenía que besarle o entrar directamente, pero Víctor le cortó el paso y le plantó dos besos sonoros en ambas mejillas. María hizo lo propio y después le indicaron el salón para que entrase. Le pareció una casa bonita, un poco extraña, el mobiliario era muy moderno y todo estaba perfectamente colocado y conjuntado. Nada se salía del cuadro y para Maite eso era muy exótico. Al principio el ambiente era tenso, la conversación del tipo: «¿Cómo va la tienda?», «Hace bastante calor para esta época», «¿Qué estudias, Marc?». Curiosamente, fue Marc el que inició por fin una conversación con ella y poco a poco la frialdad dio paso a un acercamiento.

—¿Qué tipo de antigüedades? No será una de esas tiendas donde se vende lo peor de cada casa.

—Hombre, creo que no. —‌Sonrió Maite—. Algunas de las piezas que tenemos nos ha costado mucho trabajo conseguirlas. La mayoría, muchos kilómetros.

—¿Viajas mucho?

—Bastante, nos turnamos entre Adrián y yo. El último de mi socio ha sido a Egipto.

Los ojos de Marc se abrieron como platos.

—Es un forofo de la cultura faraónica. —‌Víctor intervino en la conversación.

—Pues pásate por la tienda y te enseñaré unas cuantas cosas.

—¿Conoces mucho el tema?

—Entiendo mucho más de tapices o de muebles. Es difícil ser un experto en egiptología, es demasiado extensa su historia, pero hay períodos que domino bastante bien.

—Esta semana he conocido a alguien que sabe un huevo.

—¡Marc! —‌María le recriminó su vocabulario.

—Mamá, no seas carca, huevo no es nada pecaminoso.

Maite rio ante el comentario.

—¿A quién te refieres? —‌Víctor no había seguido mucho los pasos de su hijo en los últimos días.

—A Mauricio Varona.

—¿Le conoces? —‌se sorprendió Maite.

—Y tanto. He estado en sus charlas.

—¿Las que ha dado en el Palau Robert?

—Esas. Ha sido increíble. No solo sabe mucho, es que además es divertido y cuenta las cosas con una pasión que te hace sentir que tú también lo has visto.

—Tiene mucha fama.

—Pues yo no sé quien es.

—Esta noche le hacen una entrevista en el 33[2] —‌comentó Maite.

—Quedábamos siempre después de las charlas —‌siguió Marc— y nos tomábamos un Cacaolat en una granja de la Diagonal.

—¡Qué éxito, muchacho! —‌Maite podía entender cómo ese chaval había conquistado al arqueólogo, se expresaba con tanta emoción que conmovía.

—Me contó cómo es de verdad su trabajo. También algunas aventuras que notienen nada que ver con las de Indiana Jones. Pero, sobre todo, me habló de Egipto, de Hatshepsut, de Nefertiti, de Akhenatón.

—Parece que hables de actores de cine, no de reyes de hace miles de años.

—Para él es lo mismo. Siente una admiración tal que a veces parece que hable de su propio pasado. —‌Víctor miró a su hijo con intensidad.

—Quién sabe… —‌Marc le devolvió la mirada como si quisiese decir: «Cosas más raras se han visto».

Después del café y de un largo rato de charla, Marc se marchó a casa de un compañero de clase con el que tenía que hacer un trabajo de inglés, y los tres adultos, ya más tranquilos, pudieron iniciar una conversación largamente pospuesta.

—¿Queréis quedaros solos? —‌María entendía que era posible que estuviese de más.

—Por mí, no. —‌Maite negó con la cabeza, a la muda pregunta de Víctor.

—¿Quién empieza? —‌preguntó él.

—Tú.

—Bueno.

Víctor se levantó y cogió un álbum de fotos de una estantería. Lo puso frente a Maite y se sentó junto a ella.

—Todos mis recuerdos son normales, dentro de lo que puede entenderse por normal. Mi madre —‌una fotografía—, mi padre —‌otra fotografía—. Después, cuando tengo cinco años mi madre muere y a los ocho mi padre vuelve a casarse con Helena. Tengo que presentarte a Helena.

Maite intenta filtrar lo que ve. Intenta no dejar salir sentimientos injustos que luchan por aflorar. Recuerda aquella cara, aquella melena pelirroja. Después se fija en el otro rostro, el del hombre, ¿supo aquel hombre alguna vez…? ¿Cómo nunca se dieron cuenta? ¿Cómo Víctor no vio el inexistente parecido que había entre aquellos rostros y el suyo?

—He traído una fotografía de mamá. —‌Sacó un sobre de la mochila que llevaba y le mostró a su hermano el rostro de su auténtica madre.

Durante algunos minutos, el hombre observó con mucho detenimiento aquella fotografía, a aquella mujer delicada. Aquella nariz fina y pequeña, los ojos tristes. Tantas veces los había visto en el espejo, tantas, creyéndolos suyos y venía ahora a descubrir que a quien pertenecían era a ella. Miró a Maite y también pudo reconocerse en su hermana.

—¿Cómo era ella?

—Era… triste.

—¿Y antes de lo que pasó?

—No tengo ningún recuerdo anterior a ese día. No puedo decirte si mamá era una mujer feliz y alegre antes de eso.

—¿Se querían?

—¿Nuestros padres? —‌Víctor asintió—. Supongo que sí.

—¿Y tú?

—Yo, ¿qué?

—¿Cómo era tu vida? ¿Cómo habría sido mi vida?

—Eso me temo que nunca lo sabremos. Todo en mi vida giraba alrededor de la ausencia de mi hermano. No podía ir sola a ninguna parte. Con quince años, no me dejaban salir con mis amigas. La primera vez que fui al cine tenía diecisiete años y fue porque desobedecí, directamente.

—¿Alguna vez te culparon?

—No. Nunca lo dijeron, si es lo que preguntas. Es posible que hubiese sido mejor si lo hubiesen hecho. Quizás así hubiese podido enfadarme con ellos, reprocharles su injusticia —‌Maite encogió los hombros—, pero nunca lo hicieron. Mi… mamá se fue consumiendo y papá se cobijó en la botella.

Víctor quería abandonar ese camino, lo que buscaba era otro tipo de confidencias.

—¿Eras buena estudiante?

—Regular —‌sonrió—, las matemáticas no se me daban mal, pero la lengua…

—Entonces ¿cómo se te ocurrió estudiar Historia?

—Porque me gustaba. Nunca he hecho las cosas porque fuesen fáciles. A mí me gustaba Historia y no pensé si tendría salida laboral como hacían algunos de mis compañeros, o si sería una carrera fácil. Mi padre quería que fuese médico y si mi madre hubiese vivido le habría encantado que fuese enfermera, me casase con un médico y me quedase en casa cuidando a los niños.

—A mí también se me daban bien las matemáticas.

Maite se colocó para quedar frente a su hermano.

—Cuando era pequeña me comía los bocadillos mordiendo primero los laterales. Jugaba incluso con eso, lo mordía hasta dejar solo la parte central.

—A mí me gustaba desmontarlos, sacaba lo de dentro y me lo comía primero. Siempre me regañaban porque después me cansaba del pan.

—Tenía la costumbre de morder los lápices y todos podían reconocer cuál era el mío por lo pelado que lo dejaba.

—Yo hacía lo mismo con el plástico de los bolígrafos. Y me gustaba chupar la mina para hacer subir la tinta.

—Y algunas veces te manchabas la lengua. —‌Maite terminó la frase buscando en sus propios recuerdos.

—Cuando hice la primera comunión me pusieron un horroroso traje de fraile y antes de entrar a la Iglesia me caí en un charco, por lo que entré en el templo con un horrible traje manchado de barro.

—A mí me vistieron de novia, con un horroroso casquete que se me caía todo el tiempo y no me dejaba ver. Cuando el cura fue a darme la comunión me dijo que me lo quitara y todavía me muero de vergüenza al recordarlo.

—Siempre quise tener hermanos. —‌Víctor bajó la mirada algo cortado—. Me habría encantado poder compartir todos aquellos momentos contigo.

—Aún tenemos muchas cosas para compartir.

Los dos se volvieron hacia María al oír sus sollozos y después se miraron sin poder contener una sonora carcajada, no recordaban que tenían público.

Adrián terminaba de embalar el almirez de hierro fundido y los dos muebles florentinos que había adquirido un cliente y que pasaría a recoger ese lunes. Siempre son malos los lunes, deberían cambiarle el nombre cada cinco años, de ese modo tardaríamos un tiempo en asociar el nombre a un estado de ánimo. Aunque últimamente su humor estaba un tanto alterado cualquier día de la semana. Maite trabajaba en un tapiz de los Reales Talleres de Felipe V, así que le tocaba a él encargarse de los clientes. Eran las once y ya había tenido tres visitas, cuatro, con los dos que entraban en ese momento.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarles? —‌Se dirigió al mayor de los dos, al que reconoció al instante, el otro era un muchacho.

—Yo vengo acompañándole a él. —‌Señaló al joven.

—Vengo a ver a Maite.

Adrián frunció el ceño sorprendido.

—Si esperas un momento, voy a avisarla, ¿cuál es tu nombre?

—Soy Marc.

—¿Marc? ¿Su sobrino?

El chaval asintió y sonrió al comprender que aquel hombre estaba al tanto de todo.

—Hola, Marc, soy Adrián Leclerc —‌le tendió la mano—, encantado de conocerte.

Marc le estrechó la mano e hizo un gesto a su acompañante.

—Este es Mauricio Varona, un amigo.

—Encantado —‌saludó Adrián.

—Igualmente. Había visitado la tienda anteriormente.

—Lo sé, yo estaba de viaje, compraste un bargueño, ¿no? —‌El otro asintió—. Si esperáis un momento, avisaré a Maite.

—Todavía no lo tengo todo catalogado, pero puedes verlo y si te gusta algo…

—¿Puedo tocar? —‌preguntó Marc, que sentía que le temblaban los dedos.

—Por supuesto, pero ten cuidado, hay cosas delicadas. Es el último pedido que hemos traído de Egipto, Adrián ha sido el embajador esta vez, aún está calentito.

Mauricio examinaba, sin demasiado interés, la mesa que sostenía todos los objetos egipcios a la espera de ser «fichados».

—Supongo que para usted esto deben de ser baratijas.

Maite le invitó a sentarse en una de las butacas que había esparcidas por la sala, pero el arqueólogo se acercó al tapiz en el que Maite estaba trabajando.

—¿También es restauradora?

—En realidad es lo que soy —‌ella le siguió—, las antigüedades son mi hobby.

—Tienes suerte de poder trabajar en tu «hobby» —comenzó a tutearla.

—¿No es eso lo que haces tú? Por lo que sé, la arqueología es para ti un auténtico placer.

—No utilizaría yo esa palabra. —‌Sonrió con los labios, pero sus ojos estaban en otra cosa.

—¿Quieres un café?

—Mejor algo fresco, si tienes.

—¿Cerveza? —‌Mauricio asintió.

—Para mí también. —‌Adrián entró en ese momento.

Maite sonrió y fue a buscarlas. A Marc le brindó una limonada y depositó las botellas sobre la mesa.

—No he pensado en preguntarte si quieres vaso.

—No hace falta. —‌Mauricio tomó la botella y dio un largo, larguísimo trago.

—¿Estás de vacaciones? —‌Adrián se quedó apoyado en el arco de entrada con la botella en una mano y la otra en un bolsillo del tejano.

—Algo así —‌contestó el arqueólogo—. Acabamos de terminar una excavación que empezó hace tres años. Hemos de preparar la próxima.

—¿En Egipto?

—Probablemente. Ahora tengo unos meses libres. Durante el verano me encargo de una escuela para estudiantes en Grecia. Allí paro un mes, más o menos.

—Las charlas que diste parecen haber tenido un gran éxito. Te vi en la tele el sábado.

—No me gusta la televisión, pero ese programa suele ser bastante interesante y no estuvo mal.

—Quizás estuviste un poco «desencantador» —‌Maite frunció el ceño sin comprender a Adrián—, me refiero a que desilusionaste a la gente que tiene la visión de un arqueólogo aventurero, intrépido, romántico.

—Todo eso está muy bien en el cine, pero la realidad es muy distinta. —‌Dejó la botella sobre la mesa—. Antes de emprender el viaje al lugar de trabajo, doy una charla a los chavales. Les explico que primero tendrán que realizar el trabajo de documentación, deberán consultar en las bibliotecas las fuentes históricas, viejos documentos, inscripciones y mapas. Después, una vez en la zona de excavación, tendrán que utilizar otros métodos, como la prospección del terreno, que consiste en la simple observación. Tendrán que caminar por el lugar buscando como sabuesos. Y por último deberán desenterrar con sus propias manos pequeños objetos, pedazos de cerámica que limpiarán y catalogarán, por pequeños que sean. ¿Te parece que tiene algo de romántico y aventurero? Así pasa, que algunos que llegan a la charla pensando que van a vivir una aventura de cine se bajan del caballo y vuelven a casa a pie.

—Todo depende del cristal con que se mire —‌intervino Maite—. A mí sí que me parece muy romántico.

Se levantó y fue a reunirse con su recién hallado sobrino. Adrián la miró y las llamaradas que salieron de sus ojos habrían podido descongelar los polos. Conocía muy bien a su socia y había visto aquella mirada que chispeaba en todas direcciones, una mirada que le era muy familiar. Dejó la botella sobre la mesa y volvió al trabajo. Mauricio percibía las mareas que se removían a su alrededor y sonrió con pícara malicia.

—¿Te gusta algo? —‌Maite se situó al lado de Marc.

—Esto. —‌Cogió un pequeño objeto con forma de ojo.

—El Wedjat. —‌Mauricio se unió a ellos mientras Adrián regresaba a la tienda para atender a un nuevo cliente.

—El ojo de Horus. —‌Marc sostenía en su mano un pequeño objeto con forma de ojo.

—Representa al Sol porque está mirando a la izquierda. —‌Mauricio lo cogió de las manos del muchacho revisándolo con atención—. Es de lapislázuli y está en muy buen estado. Los egipcios lo llevaban para atraer la fuerza, la protección o la salud.

—Te lo regalo. —‌Maite sonrió mirando a su sobrino.

—No hace falta que me regales nada.

—Cualquier amuleto tiene más valor si es regalado, todo el mundo lo sabe, ¿verdad, Mauricio?

—Por supuesto. —‌El hombre se lo entregó al muchacho.

—En la tienda tengo más cosas de Egipto y esas ya están relucientes y en perfecto estado.

Maite volvió a la mesa para recoger las bebidas y desapareció tras las cortinas que daban al patio. Al regresar encontró a Mauricio revisando de nuevo el material que seguía sobre la mesa de trabajo.

—¿Hay algo interesante? —‌preguntó.

—Bueno… —‌contestó el hombre.

—Lo tomaré como un no.

—No, no está mal. No es la colección de un museo, pero tampoco sería posible, ¿no te parece?

—Exacto. Hay que combinar el deseo de posesión con la legalidad. —‌Maite se acercó.

—Siempre encuentras lugares en los que la legalidad es una vara muy flexible.

—No sabes la cantidad de papeles que tengo que rellenar con cada pedido.

—A veces es triste tener que entregar un hallazgo. —‌La mirada de Mauricio pareció congelarse—. Trabajas durante un tiempo, normalmente largo y por fin encuentras algo que te hace sentir que tu trabajo merece la pena, lo limpias, lo catalogas y viene el encargado oficial y se lo lleva.

—A mí me ocurre algo parecido cuando vendo un objeto que hubiera deseado que fuese mío.

—Pero tú tienes la opción de quedártelo.

—No puedo quedarme todo lo que me gusta. Mi casa ya parece un mercadillo.

Mauricio rio al imaginarlo.

—No te rías, no es una exageración. Lorena, la mujer que viene a hacerme la limpieza, amenaza con dejarme si no pongo freno a mi afán por almacenar objetos. Realmente, tengo un problema.

—Creo que deberías mostrarme ese museo privado.

Hubo un instante de mutismo por parte de ambos, Maite creía entrever algo más que interés por su hogar, pero no quería pecar de estúpida vanidosa.

—¿Te apetece cenar conmigo? —‌preguntó al fin.

—¿En tu casa?

—Quiero enseñarte algo.

—¡Hummm! —‌El gesto de Mauricio fue de lo más explícito.

Las piernas de Maite temblaron un poco ante la mirada cristalina del arqueólogo, que parecía a punto de hacer un hallazgo.

—Me apetece mucho —‌dijo.

—¿A las nueve?

—Yo suelo cenar antes, pero me parece bien. A las nueve.

Adrián entró en ese momento y Maite no pudo evitar cierta incomodidad.

—Hay un cliente que busca un tapiz, será mejor que le atiendas tú.

—Voy.

Mauricio entrecerró los ojos, enfocando entre las pestañas la imagen que se alejaba. Era vulnerable, lo había percibido desde el primer momento. Volvió a mirar hacia la mesa donde se hallaban desparramados los objetos y después salió.

—Mira, Adela, aquí te lo traigo, este es tu hijo, le hemos encontrado.

Víctor se estremeció ante las palabras de Alberto, pronunciadas mirando hacia una lápida en la que había inscrito el nombre de la que fue su verdadera madre.

—Está bien. Todas aquellas cosas tan malas que habíamos pensado no ocurrieron. Es un hombre hecho y derecho. Tiene un hijo que se llama Marc. —‌Se volvió hacia Víctor—. Anda, dile algo a tu madre, hombre.

—Ho… hola, mamá, estoy aquí. —‌Sintió una terrible vergüenza, no podía creer lo que estaba haciendo.

—La mujer que se lo llevó lo trató bien, ¿verdad, Víctor?

—Muy bien —‌corroboró mirando hacia los lados para asegurarse de nuevo de que estaban solos.

—Y no le ha faltado de nada, esa familia tenía dinero. Por lo visto lo que no tenían era hijos y por eso cogieron el nuestro.

A Víctor no le gustó que dijera eso.

—Hoy voy a su casa y conoceré a su mujer y a su hijo. Maite fue el otro día, ella sola, ya sabes que no le gusta mucho verme.

—No digas eso.

—Pero si es la verdad. Ella no me quiere, no te preocupes, Adela ya lo sabe. Y yo no digo que no tenga motivos.

—Tenemos que irnos —‌dijo Víctor, que no veía el momento de salir de allí.

—Sí, que no podemos llegar tarde. —‌El anciano, sonrió—. Ahora que ya sabe dónde es, vendrá a verte más veces, ¿verdad, hijo?

—Sssí… claro. —‌Víctor no había mentido tan descaradamente en su vida.

—Bueno, pues nos vamos. Hasta el viernes, Adela.

Caminaron juntos hacia la salida del cementerio y Víctor no pudo menos que pensar que era algo muy tierno lo que aquel hombre hacía, yendo a visitar a su mujer al cementerio dos veces por semana, para charlar con ella. Contrariamente a lo que podría parecer, seguro que eso le había ahorrado muchas visitas al psicólogo. Montaron en el coche y Víctor puso la radio como hacía siempre. Quizá por eso Alberto no dijo ni una palabra en todo el viaje. Víctor no sabía cómo comunicarse con aquel hombre. Era completamente diferente a él, venía de un mundo distinto, de una historia vital distinta. Su cultura, sus maneras, todo le hacía extraño a sus ojos. Sin embargo, no dejaba de repetirse que sus genes le pertenecían, que lo que él era venía de aquel extraño. No es que Víctor fuese un esnob, podía relacionarse con cualquier persona sin tener ningún problema. En realidad la dificultad estaba en que no era cualquier persona, era su padre, y para eso no estaba preparado. Él ya tuvo un padre y sus relaciones no fueron nunca fáciles. La verdad es que apenas la hubo. Helena fue su tabla de salvación y el puente por el que atravesaban los sentimientos de ambos, que llegaban al otro diluidos y débiles. Al estar en el cementerio se dio cuenta de que nunca había visitado la tumba de sus padres. No estaban enterrados en un nicho, tenían una lápida con sus nombres, clavada en el suelo, rodeada de césped y con una enorme cruz de piedra dando sombra a sus cabezas. Uno junto al otro. Recordó una vez que le preguntó a Helena si querría ser enterrada junto a su padre y ella había contestado rotundamente que no, que ni se le ocurriese meter su cuerpo en un agujero, daba igual si estaba en una pared o en el suelo. Quería que la incinerasen y después esparciesen sus cenizas. «¿Dónde?», ‌le había preguntado él. «No lo sé», ‌le contestó ella. «En un lugar donde nadie pueda molestarme. Todo hubiera sido mucho más sencillo si ella hubiese sido verdaderamente su madre.