¿Dónde está el arbusto?
Oh Rey, te he dado a tu hermana Isis para que
ella pueda cogerte y dotar de corazón tu cuerpo.
Texto de las pirámides
Marc volvió del instituto y se encontró a sus padres esperándole en el salón. Esa escena le producía escalofríos porque siempre que se producía había problemas. Dejó la cartera en el suelo y se sentó en el sillón frente a ellos.
—Hola —dijo.
—Hola, hijo —siempre la primera en hablar era su madre, por eso le sorprendió que fuese él quien empezase—, tenemos que hablar contigo.
—Ya veo.
—Ahora soy Víctor Reyes, ya lo sabes, y mi padre, el auténtico —se sentía raro al hablar de él—, aún vive. Es mayor y tiene problemas con el alcohol. Solo quiero que sepas que no te obligo a nada, es mi familia, tú no tienes por qué verte arrastrado a algo que no quieras. Tengo una hermana a la que viste en televisión y un padre al que aún no conoces. Voy a entrar en sus vidas y dejaré que ellos entren en la mía. Tú formas parte de ella y quiero que estés advertido, pero no por ello te obligo a nada, es importante para mí que eso te quede claro.
—Te entiendo, papá, y te lo agradezco, pero no te preocupes tanto, yo quiero conocerles.
Víctor sonrió, no esperaba menos de su hijo, pero ahora podía respirar tranquilo.
—¿Qué os parece si preparo una comida familiar para el domingo? —María intervino.
Víctor arrugó el ceño.
—Cariño, eso no va a ser tan fácil. No os lo he dicho todavía, pero entre Alberto y Maite no existe una buena relación.
—Quizás eso pueda cambiar —afirmó María.
—¿Invitareis a Helena? Ella sigue siendo nuestra familia, ¿no?
Víctor y María se miraron, ¿es que Marc no lo veía suficientemente complicado?
Faltaba aún una hora para abrir y Maite preparaba café en la trastienda. Mientras tanto, Adrián desembalaba las cosas que habían llegado la tarde anterior, de acuerdo a sus compras en Egipto una semana antes.
—¡Ya está el café! —La voz de Maite se oyó lejana.
Adrián se dirigió al patio donde desayunaban juntos cada día. Era extraño el tipo de relación que mantenían: habían sido amantes, pareja estable, socios y amigos, todo a la vez e intercalado en diferentes épocas a lo largo de los últimos diez años. Ahora mismo no tenía claro lo que eran y sabía que eso no era bueno para su salud afectiva y emocional. La contempló mientras colocaba el café, las tazas y una bolsa de magdalenas sobre la bandeja y la imaginó rodeada de niños en su casa, siendo su esposa. Sonrió, quizás en una vida paralela fuese así.
—Víctor irá hoy a casa de mi padre. Espero que pueda mantenerse alejado de la botella todo el día.
—No contaría con ello.
—Ni yo. A lo mejor me acerco antes de que llegue, por si acaso. —Se sentó frente a él.
—Es mejor que le conozca tal como es, cuanto antes.
—No estoy segura de eso. Por desgracia no todos tenemos padres presentables.
—No lo dirás por el mío.
—¿Qué tiene Vincent de malo?
—¿Que es francés?
—No seas bobo. Tu padre es un hombre interesante, divertido y muy, muy atractivo.
—Eso sobre todo.
—No, en serio, no entiendo por qué le criticas. Ojalá tuviera yo un padre así.
—Puede que tengas razón, pero qué quieres, yo le he visto en calzoncillos, despeinado y sin los zapatos relucientes.
—¿Cuánto hace que no os veis?
—No sé, un año quizá.
—¿No le viste cuando estuviste en París hace dos meses?
—Estaba en Berlín, había asistido a unas conferencias. Ya sabes, ¡es todo un catedrático!
—En el fondo creo que le tienes envidia. Seguramente eras de esos niños que rivalizaba con su padre por el amor de mamá.
—Es posible, pero yo ganaba por goleada.
—Eso habría que verlo. —Sonrió.
—¿Lo pones en duda? —Adrián utilizó su mirada más seductora y Maite estuvo segura de que su socio no tuvo rival—. Bueno. Tenemos que decidir qué hacemos con el arcón de Lérida. —Los cambios de tema eran su fuerte.
—Es muy caro, Adrián.
—Está en perfecto estado y sabes que es una joya.
—No tengo claro que por el precio que tendremos que venderlo nos salga rentable. La familia a la que pertenece es demasiado espabilada.
—Es que entienden, eso es todo.
—Ya, pero ese es precio de tienda.
—Lo han tenido con ellos durante tres siglos y lo han cuidado como un tesoro.
—Ya te han contado un cuento.
—No es un cuento, es una historia muy bonita. Fue un regalo de boda del Conde de Pallars a su sobrino cuando iba a contraer matrimonio de conveniencia con una noble de su época. Él estaba enamorado de una moza de su pueblo, pero debía acatar la decisión de su tío. Yo creo que regalarle el arcón a esa muchacha fue un desquite y su manera de demostrar sus sentimientos. La muchacha lo conservó de por vida y lo dejó en herencia a sus descendientes, que no está muy claro si pertenecían a la rama pobre o a la rama aristocrática de la familia. Ellos alimentan la idea de que su tátara tatarabuela debió tener hijos de aquella relación ilícita y, por tanto, que tienen sangre noble en las venas. Quizá por eso se las dan de no sé qué.
—Y quieren vendernos el arcón a precio de anticuario. Mira, lo dejo en tus manos. Somos socios ¿no?, pues toma tú la decisión.
—¡Qué morro!
—Adrián, que yo no tengo la cabeza para eso.
—¿Por qué no lo sacas?
—¿El qué?
—Lo que tienes dentro. ¿Por qué no te desahogas de una puñetera vez?
—Debería hacerlo, ¿verdad?
—¿Y quién mejor que yo para escucharte?
—¿Sabes lo que querría hacer ahora mismo?
Adrián sonrió.
—Coger una bolsa de viaje, llenarla con cuatro cosas y marcharte lejos.
Maite le miró a los ojos como solo ella podía mirarle y notó aquel brillo peligroso que tantas veces la había conmovido.
—¿Adonde irías? —preguntó en un tono quedo.
—No lo sé, supongo que a cualquier sitio, esa no es la cuestión.
—Hazlo.
Maite sonrió. Adrián era así, su lema en la vida era: si tienes un problema y no puedes solucionarlo, no te preocupes. Si puedes solucionarlo, tampoco.
—He intentado ponerme en su lugar —no era necesario explicarle a quién se refería—, he pensado cómo debe sentirse y reconozco que para él nosotros somos «nadie». A pesar de ello, no puedo dejar de sentir cierto resentimiento hacia él. Su felicidad, su indiferencia, la seguridad de que ha vivido sin sentimiento de pérdida, me ofenden y me indignan.
—La primera parte de lo que has dicho contradice la segunda. Eso demuestra que empatizar no es algo que se hace por decisión, sino por emersión. —Maite frunció el ceño sin comprender—. Tú no puedes «ponerte en el lugar del otro», en realidad es el otro el que te pone en su lugar. Si fuese cuestión de voluntad, la empatía se enseñaría en los colegios. Por desgracia, es un sentimiento aleatorio y caprichoso que aparece en algunas ocasiones, no siempre, y no en todo el mundo.
—Hay que ver lo que sabes —ironizó.
—Tú ríete, pero cuando me apartaste de tu vida, no sabes lo que hiciste.
—Yo no te he apartado de mi vida. —Sonrió mordiendo una magdalena.
—Hatshepsut reinó durante más de veinte años y eso no se puede considerar una situación provisional.
Marc se sentaba ya en primera fila y el resto de los asistentes ya se habían acostumbrado a la interacción de sus comentarios en las charlas. Era el tercer día y hoy Mauricio hablaba de su segunda «estatuilla».
—No he dicho que fuese provisional, lo que digo es que, probablemente, se autocoronó rey de Egipto con esa excusa. Tutmosis III era solo un niño y con esa motivación debieron aceptar que ella fuese una sustituta provisional. Evidentemente, sus intenciones eran otras, o quizá lo decidió sobre la marcha. Es posible que le gustase el poder, cosa bastante probable.
Mauricio sacó de su maleta una ushebti procedente de la tumba de Hatshepsut y Marc se preguntó cómo era posible que tuviese ese objeto en su poder.
—Hatshepsut no se dedicó «a sus labores», precisamente, era jefe de un Egipto rico y poderoso, una mujer inteligente, hábil y dotada de una gran capacidad para administrar. Hija de Tutmosis I, al que amaba profundamente y que la preparó para ejercer el poder, a pesar de ser mujer. Fue la única hija del faraón y la esposa real y, por lo tanto, la única posible heredera del trono. ¿Quería su padre que reinase aun siendo mujer? Probablemente, pero cuando él murió eso no fue posible y, como su hermanastro no era hijo de la primera esposa, la solución fue casarlos a ambos. Tutmosis II murió prematuramente y Egipto quedó así en una difícil situación. Había dejado un hijo, Tutmosis III, nacido de una concubina, pero era apenas un niño. Y ese fue el momento clave, Hatshepsut tenía por fin la excusa para tomar las riendas, aunque oficialmente fuese como regente.
Mauricio comenzó a preparar el aparato de diapositivas.
—Esta opción tenía un problema, la mentalidad egipcia no se corresponde con la idea de un país gobernado por una regente a la espera de que el faraón crezca. Aquella mujer había sido preparada para gobernar con pleno derecho y eso fue lo que hizo, tomó las características masculinas y se convirtió en el faraón.
En la pantalla apareció la imagen de la momia de Hatshepsut.
—Los rasgos de su momia son finos y tenaces, debió ser una mujer muy bella, se adivina en ellos una personalidad enérgica y a la vez femenina. Verla fue para mí uno de los momentos más emocionantes.
Se detuvo al recordar aquel instante, mientras contemplaba la imagen.
—Vivió un período de paz —retomó su charla— y pudo aprovecharlo para gestionar la economía del país y realizar las obras arquitectónicas que la historia le debe. Su obra maestra es, sin duda, Deir al-Bahari, construido en la región tebana en un lugar consagrado a la diosa Hator.
Empezó a pasar las diapositivas en las que se veían las imágenes del hallazgo arqueológico.
—El área del descubrimiento se caracteriza por una explanada desértica que, en el límite del terreno cultivable, se introduce profundamente en una ensenada de la montaña formando un majestuoso anfiteatro natural. Los lados septentrional, meridional y occidental están formados por abruptas paredes rocosas, mientras que en el este se abre una amplia panorámica en dirección a los campos y al Nilo.
Marc observó la imagen peñascosa bajo la que se esparcía la magnífica construcción faraónica y sintió una punzada en el estómago. Se vio a sí mismo caminando por aquel lugar, subiendo aquella rampa camino de encontrarse con el pasado.
—La obra presenta una particularidad no «costumbrista», como veis posee una calzada que sube en suave pendiente hacia el templo y está compuesta de terrazas superpuestas, algo más usual en Mesopotamia, pero del todo desconocido en Egipto. Imaginad a Jean-François Champollion, descifrando unos jeroglíficos cuando es sorprendido por la aparición en el texto de un «rey-reina» que no se encuentra en las listas reales egipcias que él conoce y ha traducido. Este «personaje» desconocido para él se presenta con las típicas vestiduras del faraón, pero utiliza nombres y verbos femeninos. Se califica a sí mismo con el título real, pero sustituye por señora el «Señor de las dos tierras» y por hija el «Hijo del dios sol Ra». Otra cosa que sorprende a Champollion es el hecho de que en muchos lugares el nombre y partes de la figura del «rey-reina» han sido borrados a golpes de martillo y sustituidos por los de Tutmosis III. Esto junto con otras investigaciones hace resucitar la memoria de Hatshepsut, que su sucesor, como ocurrió en otras ocasiones, intentó borrar de la historia.
—Eso haría más creíble la idea de que fuese un hermano, no un hijo —afirmó Alejandra, una profesora de mediana edad que también solía intervenir.
—¿Por qué? —preguntó Mauricio.
—Porque un hijo habría esperado el orden de sucesión y probablemente habría honrado la memoria de su madre.
—No debemos olvidar que las madres no «reinaban» en Egipto. Si Tutmosis III se hubiese sentido desplazado del trono que le pertenecía, por la voluntad de su madrastra, no olvidemos que no era hijo, sino hijastro, es posible que la hubiese odiado. Además, tenga en cuenta que, si Hatshepsut era la rey de Egipto, no tendría demasiado tiempo para dedicar a ese hijo impuesto, por lo que, quizá, no estuviesen muy unidos.
Mauricio sonrió por la perversidad de su argumento y la continuación del mismo.
—Tutmosis III fue un inseguro —murmuró Marc.
—Tutmosis III creyó que para legitimar su propio poder debía anular el de Hatshepsut. —Sonrió—. La tumba de la reina faraón es la primera que se excavó en el Valle de las Reinas. Llega hasta más de cien metros bajo tierra y no tiene ni textos ni representaciones. Contenía los sarcófagos de Hatshepsut y de su padre Tutmosis I, pero no fue esta la tumba que ella se había hecho erigir. Hatshepsut mandó a Hapuseneb, sumo sacerdote de Amón, la construcción del lugar donde moraría eternamente y cuyo eje principal se situaba en dirección al templo de Deir al-Bahari, uniendo así de forma abstracta ambos monumentos. Ninguno de nosotros puede estar seguro de que se cumplirá su deseo, cuando ya no podamos pedir cuentas. Por eso yo siempre digo que hagan conmigo lo que quieran, es el único modo de estar seguro de que se me obedecerá cuando muera.
El piso era pequeño y Víctor tuvo que parpadear varias veces para recuperar la visión por el contraste de luz con el exterior, donde el sol caía sin piedad. No se resistió al abrazo, a pesar de no sentirlo, pero intentó controlar las emociones que le impulsaban a salir rápidamente de aquella casa y no volver más. Alberto le indicó el salón para que entrase y le ofreció vino de una botella que ya tenía preparada, junto a unas pastas típicas llamadas «carquinyolis». Una vez que se hubieron sentado y en vista de que la luz que había en la habitación no daba para alcanzar el vaso sin tirar la botella, Alberto descorrió las cortinas y el sol pudo abrirse paso entre los cristales empañados yendo a caer directamente sobre los ojos del invitado. Víctor, que se había sentado en una espartana silla de enea, cuyas patas se movían de forma amenazadora, intentaba disimular su incómoda situación y se devanaba los sesos intentando encontrar las palabras para iniciar una conversación.
—Bueno, ¿y usted cómo se encuentra de salud? —dijo.
—Hijo, no me llames de usted. —Vertió el líquido afrutado en los vasos y, sin más demora, escanció una proporción considerable de su vaso al gaznate.
—Perdona. —Víctor le observó y la avidez y el placer que la bebida producía a sus facciones no pudo pasarle desapercibida.
«Este buen hombre le pega al vino», se dijo.
—Bueno, muchacho, y tú, ¿a qué te dedicas?
—Soy aparejador.
—¡Ah! —El hombre no quiso preguntar qué era eso por no aparecer como un inculto ante su hijo—. Tienes un hijo, ¿verdad?
—Sí. —Víctor sacó la cartera y le enseñó una foto de Marc y otra de María.
—Es guapa tu mujer y el muchacho está hecho un hombre.
—Aún no me has dicho cómo estás de salud.
—Bien, bien. Con achaques de viejo, pero eso no tiene solución. —Dio otro largo trago de vino y el vaso dejó ver su fondo cristalino.
—¿Vives solo?
—¿Y con quién voy a vivir? Tu madre se murió hace veinte años y tu hermana vive en un piso sola. Vaya, yo creo que vive sola porque no me explica mucho sobre su vida. Tu hermana y yo no nos llevamos muy bien y cuanto antes lo sepas, pues mejor para todos. Yo soy del parecer que la sinceridad ante todo.
—¿De qué murió?
—¿Tu madre? —Víctor asintió—. De pena.
Rotundo. Cogió la botella y volvió a derramarla sobre su vaso, el de Víctor estaba intacto.
—Durante diez años estuvo segura de que te encontraría. Se fue consumiendo, de verdad, se encogía poco a poco. Tenía la cara chupá, chupá.
—Lo siento.
—¿Por qué? No fue culpa tuya. Tú eras una criatura, aquella mujer se te llevó y ya está. ¿Te trató bien? —Otro trago de vino.
Víctor asintió. Tenía la impresión de estar ante una pantalla de cine y empezaba a sentir que en cualquier momento aparecería Woody Allen por el arco de la puerta y se encontraría con un bote de palomitas en la mano.
—Menos mal. Yo siempre tuve miedo de que te usaran para trabajar o algo así. No podía decirlo delante de tu madre, ella era muy sensible, ¿sabes? —Se recostó en el respaldo y le miró fijamente—. Te pareces a tu hermana, condenao, te pareces mucho a Maite.
—¿Sí?
—Muchísimo. Espero que no tengas su mal carácter. ¿Y cuándo voy a conocer a mi nieto? ¿Cómo has dicho que se llama?
—Marc.
—Marc. ¿Y ese qué nombre es? ¿Marcos? Bueno, es igual, me gusta.
Lo dijo de un modo que parecía tener la potestad de cambiárselo.
—Y a tu mujer, igual tienes que traerla, ella también es de la familia.
—¿A qué se… te dedicabas?
—Trabajaba en una fábrica de material eléctrico.
—¿Hace mucho que estás jubilado?
—Quince años. —Se notaba que llevaba bien la cuenta—. Tengo setenta y cinco años y me jubilé con sesenta, ya sabes: las anticipadas. Me dieron unos millones que metí en el banco y luego me dan una paguilla, que para mí solo ya está bien.
—¿Tienes a alguien que te ayude?
—Viene Juana todos los días y me recoge un poco. La comida me la hago yo. Soy muy buen cocinero.
—Te voy a dar una tarjeta con mis números de teléfono —la sacó de la cartera y se la enseñó—, el de casa, el del trabajo y el del móvil.
Alberto lo miró extrañado.
—¿Y para qué la quiero?
—Para llamarme si pasa algo.
—¿Y eso?
—Bueno, siempre puede hacer falta.
—Mira, hijo. Si pasa algo no te preocupes que ya te buscarán para decírtelo. Tú cuando quieras venir a verme, vienes. Y si algún día te apetece enseñarme tu casa, pues me la enseñas. El teléfono es un trasto insoportable. Yo lo tengo por Juana y solo lo cojo cuando llama ella o Maite.
»Si no son ellas, no contesto —se encogió de hombros—, ¡que suene!
Víctor se acercó al aparato y memorizó su número para que su identidad apareciese en la pantallita del teléfono y sus llamadas no fuesen ignoradas.
—Igualmente te dejo mi tarjeta.
—Parece que quieras venderme algo.
Víctor sonrió.
—Tengo que marcharme.
—¿Tan pronto?
—Sí, tengo cosas que hacer. Otro día vendré con mi hijo.
—Si casi no hemos hablado, no me has contado nada de tu vida.
—Ya tendremos tiempo.
Se puso de pie y dejó que Alberto le guiara hasta la puerta de la calle. Una vez allí el anciano volvió a abrazarle y esta vez Víctor pudo relajarse durante unos segundos. Alberto cerró la puerta y sacudió la cabeza a uno y otro lado, mientras se dirigía de nuevo hacia la mesa y la botella murmurando: «Estos jóvenes…»
—Para mí sigue siendo tan emocionante como entonces. Champollion, Carter, Maspèro —Mauricio removía su helado esperando que se derritiese, mientras Marc acababa ya con el suyo—, todos los arqueólogos somos un poco buscadores de tesoros.
—¿Sueles ir mucho a Egipto?
—Bastante, pero también tengo una escuela de verano en Grecia.
—¿Una escuela?
—Sí, vienen chavales que están estudiando Historia y quieren ser arqueólogos. Es una manera de ver realmente si eso es lo que quieren. Les hacemos trabajar de lo lindo.
—¿A qué edad puedo inscribirme?
—Por ser tú, te invito cuando quieras.
Marc sonrió y los ojos le hicieron chiribitas.
—¿Qué les enseñas?
—No estoy solo, tengo a Rebeca, una colega. Intentamos que tomen contacto con la auténtica esencia de nuestra profesión. Ya sé que suena un poco pedante, pero creo que es importante que sepan lo que se traen entre manos. Algunas formas de excavar, en nuestro país y fuera de él, son horrorosas. No estaría mal una veda arqueológica de unos cuantos siglos. Es terrible ver los destrozos que provocan algunos licenciados en Historia que sin tener la formación adecuada en geología, sedimentología, topografía o cartografía, no han tenido dificultad en conseguir los permisos para excavar.
—¿Por eso tienes la escuela?
—Bueno, por eso y por el beneficio económico. Eso me permite tranquilidad, poder dedicarme el resto del año a los proyectos que más me interesan. No creas que siempre estoy en excavaciones «ricas». He estado en campamentos donde no teníamos ni cocinero y teníamos que turnarnos en la cocina.
Marc no pudo evitar la risa al imaginar a Mauricio Varona en uno de los documentales que había rodado, saliendo con un mandil y una cacerola.
—Ríete, ríete, pero es la pura verdad.
Marc se esforzaría en borrar de su cabeza la imagen del arqueólogo cocinero.
—¿Es cierto que usáis cepillos de dientes? —Volvió al interrogatorio.
—Por supuesto, como todo el mundo, e incluso pasta, ¿qué te has creído? —Mauricio sabía perfectamente a qué se refería—. No es lo más normal. Preferimos los pinceles o brochas. Sobre nuestro trabajo hay mucha literatura y el cine americano se ha encargado de dibujarnos a todos con un látigo en la mano. Por cierto, no veo qué utilidad puede tener un látigo para un arqueólogo, pero ese es otro tema. —Siguió jugando con el helado mientras hablaba—. La arqueología es una ciencia, Marc, se basa en estudios científicos y en trabajo, mucho trabajo.
—¿Hay algún sueño…? Quiero decir si tú tienes algún sueño, algo que desees encontrar…
—Supongo.
—No entiendo que haya personas a las que no les interese saber por qué y cómo ocurrieron las cosas.
Mauricio frunció el ceño pensativo.
—La Historia es como un puzle, las piezas a veces son tan parecidas que puedes equivocarte al montarlo y contar las cosas como jamás ocurrieron. ¿Conoces al señor K? —Mauricio miró al muchacho, que negó con la cabeza—. El señor K es un personaje de Bertolt Brecht. Una de sus historias se titula «Forma y Sustancia». Explica que un día el señor K contemplaba una pintura que representaba los objetos de un modo un tanto abstracto. Y entonces comentó que algunos pintores eran como filósofos al contemplar el mundo, que se preocupan tanto de la forma que se olvidan de la sustancia. Y entonces el señor K contaba una historia en la que un jardinero le encargaba que podase un arbusto de laurel, diciéndole que le diese forma esférica. El pobre hombre que no tenía experiencia, podaba y podaba el laurel intentando conseguir la figura que él buscaba. Lo podó tanto que el jardinero cuando lo vio le dijo: «Muy bien, la esfera ya la veo, pero ¿dónde está el arbusto?» En la Historia pasa algo parecido. Los arqueólogos encontramos una inscripción en una tumba y tiramos del hilo intentando descubrir lo que pensaba aquel desconocido que la escribió. Muchas veces cortamos tanto el laurel que al final no queda nada de la materia original.
—¿Quieres decir que hay tantas historias como personas la explican? Esa idea es muy vieja.
—¿Y? ¿No es cierta? Pídele a un republicano que te explique qué fue lo que provocó la Guerra Civil, después haz lo mismo con uno del bando nacional y verás que cosa más curiosa. Hablamos de historia reciente que, más o menos, podemos alcanzar a discernir. Imagina nuestra cultura destruida y con más de cuatro mil años a la espalda.
—Ya sé qué quieres decir, pero alguien tiene que buscar y explicar.
—Por supuesto, como arqueólogo que soy, si no creyera eso estaría apañado. Lo que quiero decir es que las cosas no son blancas o negras, que la Historia depende mucho de quien la explica. Que lo que es bueno para ti en este momento podría ser malo mañana, dentro de otro contexto. A los chavales de la escuela de verano siempre les explico un cuento: Hace veinte mil años iba por la pradera, paseando tranquilamente, un homo sápiens y se acercó a un precipicio al que solía ir a jugar con unos amigos. El juego consistía en coger objetos de todo tipo: piedras, huesos, ramas, cualquier cosa que hubiese a mano y lanzarla al precipicio intentando que todos cayesen en el mismo sitio. Nuestro amigo sápiens pensó, «anda, me voy a entrenar ahora que estoy solo y verás cómo ya no se ríen más de mí», y se puso a tirar cosas al fondo, pero aquel sápiens era muy torpe, por eso los demás se reían, y tuvo tan mala pata que resbaló y se cayó.
Cogió la copa de helado, que se había ya derretido, y se la bebió en dos tragos.
—Y ocurrió que veinte mil años después Indiana Jones y unos amigos encontraron una sepultura en un lugar deshabitado e hicieron un gran descubrimiento: los hombres prehistóricos tenían ritos funerarios, enterraban a sus muertos con diversos objetos de gran valor religioso.
—Te burlas.
—No me burlo. El hecho de que se hayan encontrado fosas funerarias donde se habían depositado objetos funerarios prehistóricos no significa que en algún caso ocurriese lo que acabo de relatarte. Lo único de lo que podemos estar seguros, más o menos, es de la procedencia de los objetos, su antigüedad y su valor específico.
—¿Cuál es el valor específico de la ushabit?
Mauricio frunció el ceño sin entender.
—¿A qué te refieres?
—A la estatuilla funeraria de Tutmosis que has sacado en clase.
—¿Qué pasa con eso?
—¿No debería estar en un museo?
Mauricio soltó una carcajada.
—¿Crees que la he robado?
—Ese tipo de objetos no pueden estar en manos particulares, ¿no?
—Es un préstamo. Cuando regrese la devolveré.
—El hecho es que no deberías tenerla, ¿no?
—Técnicamente, no, pero soy un prestigioso arqueólogo, no pensarás que voy por ahí robando objetos de arte. Saben que pueden dejarme como custodio.
—Si tú lo dices.
Mauricio volvió a reír.
Adrián colocaba dos vasos canopes bastante deteriorados y una bandejita que debía servir para colocar utensilios, mientras Maite atendía a unos jóvenes que buscaban un mueble antiguo para su nueva casa. Consiguió venderles, sin mucho esfuerzo, una cómoda francesa de dos cajones en madera de amaranto y bois de rose, con aplicaciones de bronce y mármol, época Luis XVI, que tenía el valor añadido de que Adrián la odiaba profundamente. Ambos tenían el compromiso mutuo, no escrito, de intentar vender los objetos que al otro causaban algún tipo de disgusto. Así Maite vendió el bargueño andaluz que resultaba molesto para la vista de Adrián y él le devolvió el favor deshaciéndose de aquel azucarero de porcelana de Heissen, Alemania, siglo XVIII, que le resultaba a Maite tan incómodo de mirar.
—¡Por fin! —Aquella exclamación le salió del alma a Adrián cuando la pareja salió de la tienda con la cómoda.
—A ellos les ha gustado mucho. —Sonrió Maite.
—Así, todos contentos. Mañana voy a ir a Lérida, ¿vale?
—Ya te has decidido.
—Lo dejaste en mis manos.
—Sí, sí, no digo nada.
Maite se fijó en un objeto grisáceo que descansaba sobre la mesa. Su forma recordaba a un escarabajo, lo cogió, era algo pesado y tenía el tamaño de su mano.
—¿Qué es esto? —preguntó
—Ah, no tiene ningún valor —Adrián lo observó—, es una imitación. Me la regaló Muhsin. Es un talismán.
—Ya me he dado cuenta.
Maite sintió un escalofrío que le recorría toda la espalda. Sentía un profundo terror hacia las cucarachas, escarabajos y cualquier tipo de bicho semejante. No era simplemente asco, era un sentimiento que podía llevarla al colapso nervioso.
—Tiene unos cuarenta años, según me dijo Muhsin, no se sabe con qué finalidad se fabricó; él cree que fue por deseo de algún extranjero que debió de ver uno parecido en algún museo. Dice que copiamos todo lo que nos gusta.
—Es extraño. —Maite lo revisaba con atención.
—¿A qué te refieres?
—La forma y el tamaño parecen los de un amuleto de corazón, pero, si es tan reciente, ¿por qué alguien se ha molestado en ensuciarlo de este modo?
—Es cierto que el potingue que lo cubre no parece haber llegado ahí de forma casual.
—Evidentemente alguien lo ha querido ocultar bajo una capa de resina, polvo y otras sustancias. ¿Por qué lo cogiste?
—Me lo regaló. —Se encogió de hombros.
—Me lo llevaré a casa y lo dejaré como nuevo.
—Ya lo haré yo cuando vuelva.
—No, prefiero hacerlo yo. —Sonrió—. Piensa que es el único escarabajo que puedo sostener en mis manos sin desmayarme.
Buscó sobre el mostrador el periódico de Adrián para arrebatarle una hoja en la que envolver el objeto.
—Supongo que ya has leído el periódico de esta mañana, ¿no?
—Sí, está ahí encima —señaló.
Maite lo cogió y lo abrió buscando la página central para cogerla, pero se detuvo ante una fotografía.
—Vaya, vaya, ya decía yo que me sonaba su cara.
Adrián se acercó a mirar y asintió.
—Es Mauricio Varona, un arqueólogo que está dando unas clases, conferencias o como se llame, en el Palau Robert.
—Pues estuvo aquí, fue el que se llevó el bargueño de palosanto.
—Para que veas, con la cantidad de tesoros que habrá tenido este hombre en sus manos y es capaz de comprar algo tan poco atractivo.
—A mí me gustaba.
—¿El mueble?
Maite le hizo una mueca burlona y volvió a mirar la fotografía, el arqueólogo tampoco estaba mal. El teléfono sonó y estiró el brazo para alcanzarlo.
—Antigüedades El Bargueño, ¿dígame?
—Maite, hola, ¿qué tal?
Al principio no ubicó bien la voz, pero fue apenas durante unos segundos.
—Víctor, qué sorpresa —ironizó.
—María y yo habíamos pensado que vinieras a casa el sábado. Si te va bien.
Maite no supo qué contestar. Por una parte no le apetecía nada, pero por otra ella era la que había provocado esa situación, no tenía sentido evitarle.
—De acuerdo.
—¿Te parece bien a comer?
—No, prefiero ir después, a tomar café.
—Como quieras. Apunta mi dirección.