Capítulo III

El escondite de Deir al-Bahari

Tú eres un tonto que ignora quién es su padre

y que no conoce a su madre…

Textos de las pirámides

—Durante la XX dinastía, que fue la de Sethakht y los Ramsés del III al XI, hubo unas cuantas «expropiaciones» ilegales en las necrópolis.

—Si la religión estaba extendida por igual entre la clase alta y la baja, ¿por qué entonces se saqueaban las tumbas? ¿No creían que los faraones eran dioses y que podrían vengarse de ellos desde el más allá? —‌Marc preguntó entrecerrando los ojos.

—La religión nunca ha sido entendida por igual entre las diferentes clases sociales, ni en Egipto, ni en Salamanca. Algunos habitantes de la orilla occidental del Nilo, cerca de lo que era la necrópolis tebana, vivían en situaciones precarias en las que carecían de lo más básico, mientras sus «mandatarios» eran enterrados en tumbas secretas repletas de tesoros. Coincidirás conmigo en que era una provocación demasiado insolente.

—Entonces, ¿ellos creían que el faraón era un dios o no?

—Sí, igual que todos creemos que Torquemada era cristiano. Mira, ¿Marc? —‌le había preguntado su nombre después de la segunda interrupción—, ya sé que es bastante corriente creer que en el pasado la gente era más íntegra, más valiente, más decidida, e incluso más solidaria, pero yo te aconsejo que, si quieres entender el pasado, mires a tu alrededor. Las cosas no han cambiado demasiado. Cuando la gente tiene hambre, no hay Dios que pueda sustituir el alimento. Y ahora, si me lo permites, os contaré el descubrimiento del escondite de Deir al-Bahari.

Marc sonrió, no había dejado de interrumpirle desde el mismo instante en que había comenzado a hablar. Tuvo que reconocer que paciencia no le faltaba. Mauricio se sentó en la esquina de la mesa y mantuvo unos segundos de silencio para dar mayor importancia a su historia.

—Los pobres se revelaban contra la provocación de aquellos «aristócratas», saqueando las tumbas y vendiendo después lo que encontraban en ellas. La «policía» de la época hacía su trabajo y detenía a los delincuentes, para que fuesen procesados, pero ya sabéis cómo funciona esto: después de un tiempo de interrupción de los saqueos, volvían a las andadas. Hacia el final de la XX Dinastía, el poder del faraón se debilitó y una serie de reyes llamados Ramsés perdieron su dominio sobre el trono. Fue entonces cuando el gran sacerdote de Amón, Herihor, escribió su nombre en un cartucho y se declaró a sí mismo rey. Los descendientes de Herihor, también sacerdotes, continuaron siendo los gobernadores de Tebas y conformaron la XXI Dinastía. Había otra XXI Dinastía que gobernaba desde Tanis en el Delta, y controlaba el norte, pero por el momento estos faraones no nos interesan. Con la pérdida de poder, se hizo cada vez más difícil la vigilancia del Valle de los Reyes y de sus «habitantes». Los sacerdotes descubrieron que casi todas las tumbas habían sido violadas y se vieron obligados a tomar una decisión drástica: aquellas momias no podían seguir allí. Volvieron a vendarlas, etiquetaron a cada uno de sus antepasados, colocaron nuevos sarcófagos sustituyendo a los que habían sido destruidos y los trasladaron a otras tumbas del Valle, más seguras. Los graffiti escritos en negro —‌se levantó y escribió dos nombres en hierático en la pizarra— sobre las paredes de las tumbas originales y el hallazgo de vendajes y del sarcófago de los faraones documentan en detalle las fechas y los lugares del tránsito. La combinación de estos datos hizo posible la reconstrucción de todas las medidas que tomaron estos piadosos sacerdotes de la XXI Dinastía para preservar a sus predecesores. Sabían mejor que nadie de la importancia de mantener la tradición: formaban parte de ella.

—De algún modo ellos también saquearon las tumbas —‌volvió a intervenir Marc.

—Por supuesto, pero su finalidad no era sacar partido económico.

—Hombre, algo caería, ¿no? —‌Toda el aula rio ante la ocurrencia.

—Es posible, pero en las inscripciones de las paredes no hay confesiones de ese tipo.

Mauricio Varona volvió a su lugar frente al auditorio.

—Así, los cuerpos y ajuares de aquellos que habían sido dueños de su mundo fueron movidos y transportados a lugares anónimos al cuidado de los sacerdotes de Amón. Y lo que suele pasar con aquellas cosas que escondes demasiado: al cabo de un tiempo se te olvida dónde las has puesto. Así llegamos un poco más cerca de nuestros días. Entre 1874 y 1878 aparecieron en el mercado anticuario algunos papiros y ushebti, que son aquellas pequeñas estatuillas funerarias, seguro que las habéis visto en alguna ocasión. Las que encontraron eran de la Dinastía XXI. Muchas veces los anticuarios o vendedores no tienen ni idea de lo que tienen entre manos y tampoco les interesa de dónde proviene.

Hubo un murmullo entre los asistentes y Mauricio Varona sonrió, siempre había alguno entre sus oyentes.

—He dicho «muchas veces», no siempre —‌aclaró.

—¿Podría determinar el concepto «muchas veces»?

—En realidad no sé si son muchas, algunas, varias o pocas, pero le aseguro que eso pasa. Me disculpo si he ofendido a la profesión.

—Acepto sus disculpas. —‌El hombre sonrió y se dispuso a no molestar más.

—Quizá debería haber empezado mi charla con la explicación previa de mi sentido del humor, un tanto corrosivo y cargado de ironía. Aunque, me temo que sería lo mismo. —‌El hombre aludido asintió con la cabeza—. Bien, pues continúo y no duden en interrumpirme para ponerme en mi sitio cada vez que lo crean conveniente. —‌Carcajada general—. Sigo: Gastón Maspèro, que era director del Servicio de Antigüedades, empezó a sospechar de la existencia de una tumba muy rica y probablemente intacta que algún «saqueador» habría descubierto. Era un lince, el tío. Maspèro había llevado consigo, como ayudante, a un antiguo alumno suyo, Charles Edwin Wilbour. Ya se sabe, la familia y los amigos: mano de obra barata; los alumnos agradecidos: gratuita. La pasión de Wilbour era recuperar antigüedades y sabía cómo indagar entre la gente, tener los ojos y los oídos bien atentos. Pronto escuchó rumores de que la familia Abd el Rassul había encontrado una tumba. Esta familia vivía en Qurnet Murai, un pueblo que se encuentra junto al Valle de los Reyes. Durante generaciones sus habitantes se habían dedicado profesionalmente a saquear las tumbas.

Volvió a sentarse en la mesa.

—Vamos a ver: ahora nos parece una maravilla que haya personas que viviesen junto al Valle de los Reyes, pero no olvidemos que aquella zona era un cementerio, ni más ni menos. ¿Cuántos de vosotros os compraríais un chalet adosado a una tumba? Sigo diciendo que era una provocación demasiado irresistible para aquella pobre gente. Sigamos con Wilbour, el hábil americano que se hizo pasar por un aficionado a las antigüedades, dispuesto a pagar mucho dinero por ellas. El pobre e inocente Ahmed Abd el Rassul cayó como un pardillo. En pocos días el alumno aventajado de Maspèro tuvo entre sus manos vendas de momia con el nombre de Pinedjem I. Evidentemente creyó que habían encontrado la tumba de este faraón. Estaba un poquitín equivocado. A partir de aquí Maspèro cedió la «persuasión» a Daud Pacha, gobernador de la provincia, un interrogador minucioso que dejó cojo a uno de los hermanos Rassul para el resto de su vida. Mohamed, el hermano mayor, prefirió colaborar y cantó por bulerías. Cobró quinientas libras egipcias y le nombraron reís de las excavaciones en Tebas Daud. La tumba que encontraron contenía cuarenta momias.

—¿Cuarenta momias? —‌Marc no daba crédito.

—Después os daré la lista completa de los tesoros de esa tumba. Maspèro se encontraba en Europa y mandó en su lugar a Brugsch, que era su asistente. El camino adonde le llevaron quedaba delimitado por una serie de afloramientos de roca en forma de chimenea. Había allí un pozo de dos y medio por diez metros que descendía trece metros más.

Mauricio encendió el proyector de diapositivas y colocó el cartucho que tenía preparado. Empezó a pasarlas según describía el hallazgo.

—Brugsch tuvo que avanzar de rodillas por el pasadizo de bajo techo y se metió unos setenta metros en la roca. Imaginad la impresión de este hombre, el escenario que se encontró a la luz de las antorchas lo debió dejar anonadado. Ante él se abría un corredor estrecho y atestado, tuvo que saltar por encima de momias y cestas llenas de objetos funerarios. Tras haber girado a la derecha, descubrió un nuevo corredor. Era largo y estrecho, pero más alto y lleno también de antigüedades. Al final del recorrido se encontró con una habitación de setenta pies cuadrados llena de sarcófagos colosales. Analizó las inscripciones de algunos de aquellos enormes sepulcros y se dio cuenta de que contenían los cuerpos de algunos de los soberanos más famosos de la historia de Egipto. A la derecha, iniciaba otro corredor de más de veinte metros de largo. En el suelo se hallaban esparcidos pequeños ushabit, tazas, vasos, cofres canopes, cestos de frutas, carne de bueyes y hasta de una gacela embalsamados y todas aquellas cosas que los egipcios creían que necesitarían en el más allá. Al final de aquel corredor se encontró con una estancia cuadrada de cinco metros de lado y tuvo que pellizcarse para comprobar que no estaba soñando. Allí encontró las momias de Ahmose y de su venerada reina Nefertari, cuyo sarcófago estaba metido en otro de cuatro metros de altura. Amenhotep I, creador del Valle de los Reyes, Tutmosis I, padre de Hatshepsut, Tutmosis II, hermano de la misma, y su sobrino-hijastro: Tutmosis III. También localizaron a Ramsés I, cuya momia estaba inidentificable, a su hijo Seti I, Ramsés II, Ramsés III. Era mucho más de lo que Brugsch hubiese esperado encontrar, la época más gloriosa de la historia egipcia resucitaba, las momias de aquellos reyes salían de la nada. Brugsch escribió profundamente conmovido: «Me hallaba ante mis propios antepasados».

La gente hacía cola para salir del aula y Mauricio Varona recogía sus papeles, diapositivas y toda la documentación que había esparcido sobre la mesa. Marc le observaba desde su butaca, aún no se había levantado. Se sentía profundamente emocionado, Mauricio Varona era su ídolo y no podía negar que había sentido temor de ir a verle. No quería que conocerle rompiese la idea que se había hecho de él, temía que fuese un pedante, un estúpido o un superficial, que todos los artículos y libros suyos que había leído se viesen desvirtuados ante la realidad. No se atrevía a bajar las escaleras y saludarle, se moría de ganas de hacerlo, pero parecía estar clavado al asiento. Mauricio levantó la vista en varias ocasiones y le miró con curiosidad, sin decir nada. Terminó de recoger y se sentó de nuevo en la mesa.

—¿Quieres decirme algo?

Marc no pudo evitar sonrojarse, sentía vergüenza de su vergüenza.

—Sí.

—¿Y?

—He leído todo lo que ha escrito.

Mauricio estuvo un tiempo en silencio observando a aquel chaval que tenía edad de estar persiguiendo chicas, escuchando algún grupo de moda o jugando a la Playstation y que, no obstante, estaba en una sala del Palau Robert donde había escuchado una charla sobre egiptología.

—¿Por qué no te acercas un poco? —‌Señaló la primera fila—. Aquí hay un sitio.

Marc sonrió, cogió el bloc y el lápiz y bajó.

—¿Cuántos años tienes, Marc?

—Catorce dentro de un mes.

—Dentro de unos años ese mes te parecerá un tesoro. ¿Por qué has venido a escucharme?

—Quiero ser egiptólogo.

—Yo no soy egiptólogo, soy arqueólogo.

—Ya. Ya le he dicho que he leído todo lo que ha escrito.

—Espero que no. Y puedes tutearme.

Marc le veía como se ve a los ídolos. Como cualquier muchacho frente a su actor, cantante o deportista preferido, observaba sus facciones y le parecían las de un ser excepcional, alguien a quien admirar. Incluso la profunda cicatriz que asomaba por encima de la barba representaba para el niño un trofeo de batalla.

—Entonces, ¿es Egipto tu fantasía?

Marc se encogió de hombros y apretó contra el pecho su bloc de dibujo. Mauricio vio el gesto y sonrió.

—¿Conoces mis trabajos en la tierra de los faraones?

—Sí, de verdad que he leído todo lo que has escrito. Algún día seré arqueólogo como tú, pero yo solo trabajaré allí y haré el mayor descubrimiento de la historia.

—¿Y cuál será ese descubrimiento tan importante?

—Yo encontraré la tumba de Akhenatón.

Mauricio Varona entrecerró los ojos sin poder disimular un gesto de sorpresa.

—Muchos la han buscado. La siguen buscando.

—Yo la encontraré. Devolveré al hijo de Amenhotep III el sitio que merece.

—¿Y cuál es ese sitio, según tú?

—El de un gran hombre, alguien que fue capaz de romper con las tradiciones, con lo que le habían inculcado. Alguien que no se conformó con que le dijesen que las cosas eran de una manera y quiso pensar por sí mismo. Todos deberíamos tener un sueño.

—Es una buena filosofía, aunque un poco rara para un muchacho de tu edad.

—Los demás piensan lo mismo.

—Cuando dices los demás, ¿te refieres a tus amigos?

—No tengo muchos amigos.

—La amistad es un bien muy escaso.

—En mi caso es un bien ausente.

Mauricio le miró detenidamente.

—Tendrás que estudiar mucho y trabajar también mucho. No te creas que este trabajo es divertido.

—Lo sé. Tengo mucha paciencia y soy concienzudo.

—Virtudes, ambas, muy necesarias. ¿Te apetece un Cacaolat?

Marc sonrió, no podía creerse que Mauricio Varona le estuviese invitando a tomar algo.

—¿Desde cuándo ese fervor arqueológico?

Mauricio y Marc llevaban una hora hablando en la cafetería de la Diagonal a la que el arqueólogo había llevado al muchacho.

—Creo que desde los ocho años.

—¿Crees?

—Cuando cumplí los ocho años mi abuelastra me regaló una cajita de madera de abedul que contenía tres imágenes también de madera. Akhenatón, su esposa Nefertiti y Tutankamón. Yo no sabía quiénes eran aquellas personas, así que no me hicieron una gran ilusión. Hasta que Helena me explicó la historia de cada una de ellas.

—Un regalo singular.

—A partir de ese momento empecé a leer libros que hablaban de la cultura egipcia: La civilización del Egipto Faraónico de François Daumas, El Antiguo Egipto de Arne Eggerbrecht, Arqueología en acción de Mauricio Varona…

—Me estás dejando anonadado. —‌El arqueólogo reía con ganas—. Eres un bicho raro, ¿lo sabes?

—Estoy acostumbrado a que piensen eso de mí. Los chicos de mi instituto me evitan como a la grasa. No entienden que me preocupen unos vejestorios huesudos envueltos en vendas. Ni comprenden mi devoción por los libros. Cuando me ven contento porque toca clase de Historia sacuden la cabeza como si estuviese enfermo de algo incurable.

—Lo que piensan los demás de uno mismo no nos convierte en lo que ellos quieren. Muchas veces damos una imagen distorsionada de nosotros mismos.

Siguieron tomando sus bebidas en silencio durante unos minutos.

—No hablas mucho de tu trabajo. —‌Marc fue quien volvió a la carga.

—¿Qué quieres que te cuente?

—No sé. Hay gente que piensa que los arqueólogos vais por ahí destruyendo yacimientos porque os preocupáis más del éxito personal que de la Historia. ¿Tú crees que el arqueólogo destruye las páginas del libro que lee? —‌Sonrió—. Lo leí en un artículo la semana pasada.

—Sé a que artículo te refieres. —‌Asintió con la cabeza—. Mira, eso depende del arqueólogo. No voy a decir que todos nos preocupamos del trabajo que hacemos. Hay algunos imbéciles que no saben ni atarse los cordones de los zapatos, pero eso no significa que la arqueología sea una ciencia destructiva. Debería considerarse como una ingeniería inversa de cualquier disciplina social: dados los resultados materiales de la acción social, debemos averiguar qué acción (o acciones) los han generado. No tratamos con cacharros o ruinas, sino con las acciones de las personas que los generaron.

—Supongo que cuando se contrata a alguien ya saben qué tipo de arqueología hace, ¿no?

Mauricio hizo un gesto de desprecio.

—El precio también cuenta. Mira, lo ideal es que un área de excavación de unos veinticinco metros cuadrados la lleven cuatro o cinco personas, una de ellas el responsable, al que llamamos jefe de corte. Multiplica ese equipo base por la extensión del sitio. Si tienes poco dinero, el jefe de corte es un licenciado joven con algo de experiencia, no mucha, y con un equipo de cuatro o cinco peones locales. Hay que añadir además el equipo de topografía, que suele estar formado por dos o tres personas; el jefe de laboratorio, que en el trabajo de campo se limitará a llevar actualizados los inventarios. Cuando el equipo es grande también se necesita un encargado de logística, él se encarga de comprar todo cuanto necesitas.

—¿Tú trabajas así?

—Mis equipos suelen ser grandes. En el proyecto que acabo de terminar, éramos nueve arqueólogos, dos cocineros y unos setenta obreros de la región.

—¿En Egipto?

—¿No dices que lees todo lo que escribo? La semana pasada salió un artículo en La vanguardia sobre nuestros trabajos.

—Bueno, me refería a todo lo que está publicado… libros, básicamente.

Mauricio sonrió con malicia.

—Eres capaz de haberlo hecho de verdad. ¿De dónde sacas los libros?

—Los de arqueología, de la biblioteca. Si son muy interesantes, entonces los compro, pero las novelas las cojo de la librería de Helena.

El arqueólogo asintió al recordar a la mujer que ya había mencionado antes.

—Tu abuela, ¿no?

—Bueno, Helena no es mi verdadera abuela. Quiero decir que no es la madre de mi padre. Bueno, la otra tampoco lo era. Mira, es una historia muy larga para contarla ahora, además seguro que no te interesa lo más mínimo. Sí, Helena, a efectos prácticos, es mi abuela.

Mauricio soltó una carcajada ante el lío que Marc se había hecho deshaciendo la madeja familiar.

—Tiene muchísimos libros. Entre los que ella escribe y los que compra se podría decir que es mi «encargada de logística». —‌Sonrió—. Me ahorro una pasta gracias a eso. Es escritora, su última novela se titula Buscando hormigas en la Patagonia.

—¿Helena Olalla?

—¿La conoces?

—Sí, he leído algunas de sus novelas. Yo también leo bastante, sobre todo durante las excavaciones, tenemos algunas horas libres y poco que hacer para divertirnos, así que leo o escribo.

—Ya te la presentaré. Si quieres.

—Por supuesto.

—¿Piensas venir a todas mis charlas?

Marc asintió.

—Bien, entonces nos veremos y, si te apetece, puedes esperarme cada día después de la conferencia y nos tomamos un batido.

—¿De verdad? —‌Marc no podía disimular su entusiasmo.

—Ahora tengo que marcharme. He quedado para comer con una amiga —‌le guiñó un ojo—, voy a darle un regalo y no estaría bien que llegase tarde a la cita, ¿no te parece?

Marc se levantó de un bote y recogió sus cosas mientras Mauricio pagaba la cuenta al camarero. Se estrecharon la mano en la puerta de la cafetería y se despidieron como dos amigos. Marc tenía la sensación de que algo maravilloso acababa de ocurrir en su vida. Curiosamente, Mauricio también.

Maite recibió una llamada del programa de televisión, querían saber si había alguna novedad. Les mintió. Descaradamente y sin ninguna vergüenza les dijo que no había tenido contacto con nadie. Sacó el cartón de leche de la nevera y bebió como si de una bota de vino se tratase, tenía poca costumbre de usar vaso y mucha práctica de hacerlo a chorro. Cogió el correo de la bandeja de cerámica de Talavera de la Reina, siglo XVIII, serie Chaparro, que había en la entrada y fue al sofá para abrirlo. En el aparato de música Gloria Estefan cantaba a su tierra. Era costumbre de Maite no comprar jamás discos frescos, como ella los llamaba, prefería los que tenían poso de unos cuantos años.

El timbre sonó. Maite dejó las facturas sobre la mesita y fue a mirar por la mirilla. Abrió la puerta con enorme sorpresa.

—Hola, Maite.

—Víctor.

—¿Puedo pasar?

Maite se apartó todavía un poco sorprendida y le indicó que entrase. Después le siguió hasta el interior. Él lo observaba todo con curiosidad, parecía querer descubrir quién era ella contemplando sus cosas.

—¿Quieres tomar algo?

—¿Tienes cerveza sin alcohol?

Ella negó.

—Si quieres, tengo mosto.

—De acuerdo.

Fue a la cocina a buscar la bebida y los vasos y cuando regresó le encontró revisando sus cedés.

—¿Te interesa alguno?

—Perdona. —‌Dejó el que tenía en las manos y se sentó.

—¿Cómo estás? —‌Le dio un vaso y se sentó frente a él.

—Mal.

—Lo imagino.

—No creo.

Durante un rato los dos mantuvieron el silencio. No estaba claro si no sabían qué decir o no estaban preparados aún para decirlo.

—Esto para mí ha sido muy duro, Maite. Ojalá no hubieses ido a ese programa. Ojalá yo no lo hubiese visto.

—No es justo eso que dices.

—Lo sé. Aunque eso no cambia nada. Habéis destruido la imagen de mi madre. Habéis destruido mi propia imagen.

—Era una imagen falsa.

—Para ti, es posible, pero no para mí. Yo era feliz.

—Me alegro por ti. —‌Maite dejó el vaso sobre la mesa, irritada.

—Quiero que me comprendas.

—Ah, ¿sí? ¿Y por qué?

—Porque lo necesito. Yo no tengo nada que ver con lo que hizo. Ya soy un hombre, tengo treinta y tres años, es demasiado tarde para volver atrás, para rescribir mi historia.

—¿Sabes lo que eres? —‌Maite se levantó furiosa—. ¡Un egoísta! ¡Un maldito egoísta! ¡Vete de mi casa! ¡Estúpido imbécil!

—Cálmate —‌Víctor no se movió— y siéntate. No me has dejado acabar.

—No tengo nada más que escuchar. Eres un egoísta que en lo único que piensa es en su estabilidad. ¡Y una mierda! Llevo treinta y dos años buscándote. Has estado aquí metido —‌se señaló la frente— permanentemente, como una marca ardiente que aún me quema. ¡Yo estaba a tu cuidado! ¡Y esa alimaña a la que tú llamas madre me engañó! No tuvo compasión de una niña de cinco años, no tuvo compasión de la madre a la que iba a arrebatar un hijo.

—Cálmate, por favor.

—¿Que me calme?, ¿que me calme? ¿Crees que si hubiese sabido que te importaría una mierda te habría estado buscando todos estos años?

—Probablemente no, pero yo no he dicho que me importe una mierda, no me has dejado acabar.

Maite se sentó exhausta. Había descargado su angustia sobre él, la rabia y la furia la habían dejado sin fuerzas.

—Lo que quiero decir es que no podrás evitar que yo quiera a aquella mujer como a mi madre, ni que recuerde mi infancia sin dolor y sin pena. Mi historia pasada ya está escrita y no se puede borrar, pero quiero saber quién soy, o quién debería haber sido. Quiero conocer a ese otro Víctor y solo puedo hacerlo a través de ti. Y de mi padre.

Maite escondió la cara entre las manos y lloró.