Capítulo II

Bargueño de mesa, siglo XVIII

El Rey es mi hijo mayor que nació de mis entrañas;

él es mi amado con quien estoy muy complacida

Oración de Nut, la gran benéfica

Muhsin observaba el objeto con atención, no es que fuese un experto, pero sabía lo suficiente como para darle un valor bastante aproximado.

—¿Estás seguro de que eso es lo que quieres que haga?

—Yo siempre estoy seguro, Muhsin.

Los labios del hombre sonreían aunque sus ojos se mantenían imperturbables.

El egipcio miró su libro y le mostró una entrada.

—Barcelona, casco antiguo —‌señaló.

Su interlocutor revisó el libro de clientes y marcó con el dedo.

—No. Quiero esta.

—¿La tienda de antigüedades?

—Exacto, allí tendré a mi contacto. Hazlo tal como lo hacemos siempre, pero esta vez debes camuflar bien el objeto.

—¿Para qué? Ella es restauradora.

—No importa. Resina, tierra, cualquier sustancia que no lo dañe.

—Está bien, tú mandas.

—Espero que no lo olvides nunca. Ambos nos jugamos mucho, Muhsin.

El hombre extendió la mano y dio varios golpecitos en el rostro del egipcio.

—Nunca has tenido queja de mí, ¿no es así? —‌Abrió una cajita y guardó el objeto en ella a la espera de poder cumplir la misión que le habían encomendado.

Alberto sacó el cartón de leche de la nevera y la vertió en el cazo para calentarla. El café salía humeante y ruidoso de la cafetera cuando la quitó del fogón y derramó el líquido negro dentro de la taza. Nunca esperaba a que terminara de salir, era una manía como otra cualquiera; tampoco removía dentro de la cafetera con una cucharilla, como hacía su hija. Cogió un paquete de magdalenas del armario y depositó ambas, la taza y las magdalenas, sobre la mesa. Después se sentó frente y junto a la nada, con el fregadero delante, intentando percibir a través de los visillos de la ventana si hoy haría buen o mal día, que tampoco es que le importase demasiado, para lo que tenía que hacer… El teléfono sonó y miró el reloj colocado sobre la estantería esquinera: las 9:05. Se levantó con dificultad, le dolían los huesos, si es que los huesos duelen, y descolgó el auricular con gesto de enfado.

—¿Diga?

—Papá, soy Maite.

—¿Qué pasa?

—Me ha llamado un hombre que vio el programa de televisión.

Alberto estiró el brazo para alcanzar la silla, las piernas le temblaban de un modo muy sospechoso y no quería caer al suelo como un fardo.

—¡Tu hermano!

—Él está seguro de que no es mi hermano, pero quiere verme, quiere que hablemos. Yo creo que no está tan seguro, si no para qué iba a querer hablar conmigo.

—¿Cuándo?

—Sobre las doce.

—Quiero verle.

—Papá, espera un poco, no sabemos si es él, ni siquiera sabemos si es de verdad o un gracioso que no tiene intención de presentarse.

—Llámame en cuanto hables con él. Y tráelo a casa. Y explícale todo bien, lo de las pruebas esas de…, bueno, como se llamen, dile que no duele.

—Tranquilízate, papá. Vas demasiado deprisa.

—¡Qué sabrás tú! —‌Lanzamiento de cuchillo.

—Perdona.

Maite se quedaba siempre bloqueada ante su padre, solo hacía falta un gesto o un simple comentario sin importancia para que una oleada de culpa la inundara por completo. El que siempre hablase de «tu hermano» ya la intimidaba, nunca decía «mi hijo», siempre «tu hermano». A Maite le parecía que pretendía constatar su responsabilidad, el hecho de ser «suyo» la dotaba de una deuda específica y sin saldar.

—Te llamaré en cuanto hayamos hablado.

Adrián la observaba desde el mostrador, con los ojos entrecerrados, escudriñando su rostro distraído. La conocía bien, al menos eso creía, y podía imaginar la intensidad de sus emociones, hubiera querido acercarse a ella y abrazarla. Volvió al papel que tenía delante y continuó con el registro.

Víctor miró la fotografía un segundo más y volvió a meterla en el bolsillo de su americana. María le abrazó como hacía siempre y le besó con dulzura, la dulzura que se pega a la piel de una pareja que lleva junta media vida queriéndose.

—¿De verdad no me dejas ir? —‌preguntó otra vez.

—María…

—Vale, vale, no me pondré pesada.

—Imposible, demasiado tarde. —‌Sonrió y la atrajo hacia él—. No te preocupes, no soy un niño, afrontaré bien la situación, ya verás. Todo se aclarará.

Cogió una carpeta y las llaves del coche.

—No me moveré de aquí hasta que me llames.

Víctor pensó que hubiera sido mejor que fuese un día de trabajo y no sábado. De ese modo, María no habría tenido más remedio que ir a la biblioteca y Marc, que aparecía en ese momento en pijama y descalzo, estaría en el instituto.

—Buenos días. —‌Besó a sus padres con los ojos adormecidos—. Hoy es sábado, ¿no?

—Sí, hijo. —‌María le acarició cuando apoyó la cabeza en su hombro.

—¿Adónde vas? —‌preguntó mirando a su padre.

—Tengo que hacer un recado, tu madre te lo explicará. Me voy —‌fue hacia la puerta seguido por los otros dos—, o llegaré tarde a mi cita.

—No corras —‌dijo María apoyada en la puerta.

La tienda tenía un gran escaparate montado como un despacho. Había una librería con libros antiguos en una esquina, una mesa de madera oscura con una silla de patas torneadas. En otra esquina un enorme arcón que parecía de cuero y tenía un montón de algo parecido a chinchetas sin brillo. En la pared un tapiz muy grande con una escena en la que se veía a un hombre ligero de ropa recogiendo uvas de una parra. Se acercó más para observar el libro que estaba abierto sobre el escritorio y sonrió, era El Quijote en inglés. Junto a la librería, un sofá de aquellos que parecían tan incómodos por no tener respaldo. Miró dentro a través del cristal y se encontró con otros ojos que le observaban. Casi se ruborizó, lo notó por el calor que le subió al rostro y se sintió de lo más ridículo. Finalmente, se decidió a entrar. La mujer que estaba frente a él era la misma que había visto por la televisión.

—Hola, me llamo Maite. —‌Le tendió la mano, que él apretó con firmeza.

—Yo soy Víctor.

Al decir su nombre sintió un escalofrío, hubiese querido aclarar «pero no tu Víctor».

—Este es mi socio, Adrián Leclerc.

Ambos hombres se saludaron y Maite indicó a Víctor que la siguiese. Atravesaron la tienda y pasaron un pasillo hasta otra sala muy amplia y ocupada por numerosos muebles, cajas, herramientas y con un olor muy característico.

—Tranquilo, no nos quedaremos aquí, este olor es bastante fuerte. Lo producen los líquidos que usamos para reparar o simplemente limpiar los muebles, los tapices e incluso los libros, que son la especialidad de Adrián.

—Me imagino que usaréis mascarillas.

—Por supuesto, tenemos buenos pulmones y queremos seguir teniéndolos.

Continuaron hasta un patio trasero con el suelo de cemento y una mesa de jardín bajo un toldo.

—Aquí hacemos el aperitivo y a veces incluso comemos. Depende del trabajo. Siéntate.

Le indicó una silla y ella se sentó frente a él. Durante unos segundos le observó atentamente y no podía negar el nudo que se hizo en su estómago. Aquellos ojos se parecían a los que veía todos los días al mirarse al espejo.

—Esta situación es un poco surrealista, ¿no te parece? —‌Víctor se quitó la americana y la colgó de la silla vacía que había junto a él.

—Me imagino que para ti habrá sido…, bueno, no sé qué habrá sido. Yo llevo toda mi vida esperando este momento.

—Espera, espera. No quiero que te hagas falsas ilusiones. —‌Abrió la carpeta que había dejado sobre la mesa y sacó unos papeles—. Mira, traigo el libro de familia de mis padres, mi certificado de nacimiento, hasta he encontrado el librito que rellenaba mi pediatra.

Maite cogió el certificado y leyó: «Víctor Madrigal Curiel, nacido el 15 de octubre de 1971, en el Hospital Clínico de Barcelona. Padres: Eduardo Madrigal Ejea y Esther Curiel Blázquez». Dejó sobre la mesa el papel y revisó el libro de familia, en el que pudo leer los mismos datos. Por último cogió la cartilla que la madre de Víctor había ido rellenando durante los primeros años del niño. Qué comía, qué pesaba, cuándo apareció el primer diente. Víctor la observaba en silencio: sus ojos, la nariz, la forma del rostro. Maite dejó todo sobre la mesa y se apoyó en el respaldo. Le observaba fijamente sin apartar la mirada de su cara, estuvo así durante un tiempo y consiguió que, antes de que las palabras saliesen de su boca, el hombre supiese lo que iba a decir.

—¿Te harías las pruebas de ADN? —‌preguntó.

Víctor metió una mano en el bolsillo de la americana que había dejado en la silla contigua a la suya y sacó una fotografía que colocó delante de Maite. Era una foto antigua, en blanco y negro y un poco arrugada. Se veía a una mujer, sentada en la terraza de un bar. El pelo, de un color indeterminado, caía en suaves ondulaciones sobre los hombros. Las piernas, cruzadas elegantemente, terminaban en unos zapatos en dos colores, uno de ellos blanco. Tacón alto, plataforma y un curioso agujero en la punta. Un escalofrío recorría la espalda de Maite cuando escuchó la respuesta de Víctor.

—De acuerdo, me haré esas pruebas, pero es imposible que yo sea tu hermano.

—El ADN es el constituyente básico de los cromosomas, en él tenemos toda la información relativa a nuestro funcionamiento. Todas las células del cuerpo de un ser humano tienen la misma información genética, pero se manifiesta de distinta manera dependiendo del órgano del que provengan. Las características de una célula de riñón no son las mismas que las de una de piel, pero todas guardan igual información. El código total de una persona es distinto del de otra, pero también es igual en muchos aspectos.

Víctor frunció el ceño y el médico sonrió.

—Precisamente son las diferencias las que permiten realizar el estudio —‌aclaró.

—¿Qué tipo de células tienen que extraernos? —‌No podía dejar de pensar en una larga aguja clavándose en el centro de su espalda.

—Sangre, mucosa bucal, pelo. —‌El suspiro de alivio arrancó una sonrisa al médico.

—¿El resultado será fiable? Quiero decir, que no habrá ninguna duda, tanto si es que sí como si es que no —‌Maite dejó el bolso sobre la mesa, ya más relajada.

—Nosotros estudiamos 13 marcadores genéticos. Con esos marcadores podemos identificar a una persona entre cientos de miles o incluso millones. En este caso utilizaremos los marcadores de su padre y los suyos. Imaginen que a través de un proceso de laboratorio podemos convertir su saliva en un código de barras. La metodología usada en el laboratorio permite aseverar el vínculo familiar con un nivel de certeza del 99,99%.

—¿Cuánto tiempo tardaremos en tener el resultado?

—Unos quince días, más o menos.

Víctor y Maite se miraron y asintieron.

Mayo estaba despidiéndose, el calor era ya una absoluta realidad. Llegó al despacho a las nueve menos cuarto y saludó con un gesto y una sonrisa a Mónica, que, como siempre, estaba hablando por teléfono. Víctor no podía comprender cómo la empresa salía adelante con una secretaria permanentemente enganchada al aparato. No es que no trabajase, que sí lo hacía, era lo bastante eficiente como para poder ocuparse de varias cosas a la vez, pero una siempre era el teléfono y no precisamente para hablar de trabajo. Entró en la sala central, donde estaban los ordenadores, y se dirigió al suyo. Sus compañeros no habían llegado aún. Hacía diez años que trabajaba en el mismo despacho de arquitectura y urbanismo, se sentía allí como en su casa. Era el trabajador más antiguo. Cuando él llegó al despacho era una sociedad formada por un arquitecto y un ingeniero con muchas ambiciones. El ingeniero estaba metido en política y no tardó más que dos años en dejar oficialmente la empresa para entrar en el Gobierno Autónomo. Eso favoreció la marcha del despacho, que desde ese momento se encargó de la construcción y ampliación de prisiones y demás edificios judiciales. No les faltaba el trabajo y Víctor estaba muy bien considerado por Luis, el único jefe visible. Tenía gran experiencia y sabía sacarle de apuros, que, al final, es lo que valora un jefe. Después de Víctor estaba Blas, que llevaba ocho años y con el que había congeniado desde el primer momento. Era un hombre entrañable, paciente y conciliador, mediando siempre en todos los altercados, que no eran pocos y siempre por causa de Miguel. El jaleante había empezado a trabajar hacía solo tres años, pero parecía que no se iba a calmar nunca. Con él todo eran problemas, guardaba sus cosas bajo llave, no soportaba la radio mientras trabajaba, siempre se metía en los temas personales de los demás, pero no consentía a nadie opinar sobre su vida, era chismoso y traidor y, para rematarlo, un redomado pelota. El ser cuñado del jefe en la sombra ayudaba a que los demás lo evitaran y procurasen no enfrentarse demasiado, pero para Víctor era difícil, pues su carácter irónico y su lengua afilada eran el perfecto frontón para que chocase un pelota. La nueva: Andrea, era una criatura de veintitrés años y tan solo llevaba dos meses trabajando en el despacho sito en la Rambla Nova. Quizá por eso, Víctor aún no había tenido tiempo de asentar en su cabeza una verdadera opinión sobre ella, parecía tímida aunque a veces la timidez puede confundirse con la arrogancia. Parecía sincera, aunque los mayores hipócritas son muchas veces confundidos con auténticos virtuosos. Así que, de momento, la mantenía en cuarentena. Abrió las ventanas, subió las persianas y la luz de un día radiante entró inundándolo todo. Inició el Autocad, abrió el plano en el que había estado trabajando el día anterior y comenzó a trabajar en las modificaciones que había hecho Luis a última hora. Cuando llegó Blas ya estaba completamente enfrascado en el trabajo.

—Buenos días, señor. —‌Hizo un saludo a modo de quitarse el sombrero.

—Buenos días, madrugador. —‌Víctor le devolvió el gesto.

—Pues, por lo que veo, solo soy el segundo, podría ser peor.

—Aprovecha que estamos solos y pon la radio, anda.

—No creo que venga Miguel, es viernes y seguro que se ha largado con la novia a Cancún.

—¿No necesitan diseñadores gráficos en Cancún?

Blas preparó su mesa y encendió la radio.

—Hoy es el gran día, ¿no?

—Eso nos dijeron. Aunque preferiría no estar toda la mañana esperando que suene el teléfono.

—¿Y eso cómo lo vas a conseguir?

—¿No hablando de ello? —‌Hizo un gesto con la cara de «evidente».

—Vale. Hablemos de las vacaciones. ¿Adónde piensas llevar a María este año?

—Pues no lo hemos decidido aún. Ella tiene ganas de playa, pero a mí me gustaría mucho más hacer un poco de turismo. Praga no estaría mal.

—¡Hummm, Praga! —‌Blas se vio a sí mismo el año anterior.

—Me has hablado tanto de esa ciudad que me muero por conocerla.

—Podríais hacer un combi, una semana de playa y otra de turismo.

—Es que ella quiere ir a la Rivera Maya, que no está aquí al lado, precisamente.

—¡Méjico! Un poco lejos, sí.

—No sé, mira, ya lo decidiremos.

—Pues eso.

—¿Y vosotros adónde pensáis ir?

—A Israel.

—¡Ostras! Hay que tener valor…

—No exageres.

—Bueno, tú sabrás lo que haces.

—¿No te han contado lo que pasa en Méjico? ¿Sabes la cantidad de niñas que desaparecen cada día?

—Me has convencido, iremos a Praga. —‌Víctor no apartaba la vista de la pantalla mientras hablaba y no pudo ver la sonrisa de Blas.

—¡Qué capullo eres!

Se oyó la puerta de la calle al cerrarse y apareció Andrea sonriendo.

—Buenos días —‌dijo.

—Buenos días —‌contestaron los dos hombres.

—¡Víctor, tienes una llamada! —‌La voz de Mónica llegó desde el despacho.

Maite volvió a mirar la esfera del reloj de pie siglo XVIII «Long Case» lacado y con decoración de pinturas con escenas costumbristas. Era un hermoso reloj que podría contarle muchas cosas. Ella también podría contarle algunas a él. Hacía tan solo media hora que había dado las nueve con un suave y dulce sonido, y desde entonces lo había mirado más de cuatro veces. La mañana iba a ser larga. La campanilla de la puerta le hizo retirar la mirada del péndulo, que parecía a punto de hipnotizarla. Un hombre entró en la tienda y comenzó a mirar a su alrededor como si buscase algo en concreto. Maite se colocó los pantalones que llevaba algo caídos y salió de detrás del mostrador.

—Buenos días, ¿puedo ayudarle?

—Buenos días. ¿Le importa que mire? No tengo claro lo que busco.

—No, por supuesto, adelante. —‌Hizo un ademán y volvió a su tarea tras el mostrador.

El hombre revisó uno por uno todos los objetos que tenían en exposición, ante la disimulada mirada de Maite. Iba vestido de un modo informal y llevaba un maletín de piel negra. El pelo rubio y ondulado caía con despreocupación sobre sus hombros. Se detuvo frente a un bargueño y reclamó su atención con un suave gesto, evidenciando que se había dado cuenta de su escrutinio. Al acercarse, Maite observó sus manos. Eran manos fuertes, pero se movían sobre la madera con tanta delicadeza que parecían acariciarla. Tenía los ojos azules, tan claros que impactaban a quien cruzase su mirada y que la contemplaban en ese momento con una mueca casi divertida. Y es que Maite no había podido disimular la impresión de ver de cerca aquella horrible cicatriz que desfiguraba su rostro y que intentaba ocultar sin éxito, tras una barba bien cuidada. Sintió que el calor subía hasta sus mejillas, avergonzada por aquella mirada insolente sobre la herida, aparentemente, cerrada ya.

—Es un bargueño de mesa del siglo XVIII en madera ebonizada.

—Madera de palosanto —‌apostilló el comprador con una voz profunda y un ligero acento del sur.

—Tiene incrustaciones en marfil y carey. Las asas son de bronce dorado y oculta cajones secretos.

—Me gustaría mucho saber qué se ha guardado en esos cajones.

—¿Y a quién no? —‌Maite sonrió.

Era evidente que sabía del tema, cosa que gusta a cualquier anticuario que se precie porque de ese modo, si el objeto es de calidad, sabe que va a ser valorado en su justa medida.

—Parece que entiende de antigüedades —‌comentó intentando salir de la incomodidad.

—Algo. —‌Siguió revisando el bargueño y abrió la portezuela que escondía la mesa.

—¿Quiere que le enseñe los cajones secretos?

—Solo si esconden algo.

—Ahora no, pero seguro que lo escondieron.

—¿Cuánto cuesta? —‌preguntó.

El teléfono empezó a sonar, Maite miró hacia el mostrador y después al comprador, ante el que se disculpó.

—Perdone un segundo, estoy esperando una llamada —‌siguió hablando mientras caminaba, por lo que tuvo que alzar ligeramente la voz—, mi compañero está de viaje en Egipto, será solo un momento.

El hombre no contestó y siguió observando detenidamente el mueble del renacimiento español, mientras, seguramente, escuchaba los retazos de la conversación telefónica.

—¿Diga? Sí, soy yo. ¿Ya? ¿No puede decirme el resultado por teléfono? Me lo imagino, pero ¿no podría hacer una excepción? Sí, espero.

El comprador la miró, era perceptible tanto en la voz como en los gestos de la mujer lo nerviosa que esa llamada la ponía. La observó interesado sin que ella pareciera recordar que él aún estaba allí. Esperaba, se mordía las uñas y seguía esperando.

—¿Sí? —‌Al otro lado de la línea, alguien volvía a responder.

Un largo silencio y después la voz suave y calmada.

—Gracias. —‌Apenas un susurro.

Maite colgó el teléfono y se volvió hacia el cliente. Parecía que todos los nervios se habían relajado de pronto.

—Bueno, me había preguntado el precio. Lo pone en la etiqueta que tiene en esa esquina. Siendo un entendido, verá que es un precio muy razonable, nuestra tienda no se caracteriza por abusar de los clientes.

—Está usted pálida, muy pálida. —‌Alargó la mano y la sujetó del brazo.

Maite miró alrededor buscando un lugar donde sentarse y, finalmente, lo hizo sobre un banco del siglo XVII.

—¿Se encuentra mal?

—No —‌la voz le salió en un hilo—, lo siento, pero creo que voy a desmayarme.

Víctor caminaba con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Los pies se movían de forma mecánica, su mente no quería guiarlos, estaba demasiado ocupada. La gente poblaba la Rambla a aquellas horas, mujeres con el carrito de la compra, niños que salían de la escuela. Niños. Por todas partes niños. Pequeños de la mano de su madre, bebés en carritos, empujados por mujeres que sonreían con dulzura a esas caritas que las contemplaban con devoción. Se sentían seguros. Protegidos. Buscó un banco donde sentarse. Había salido del despacho después de colgar el teléfono, sin decir nada a los demás, aturdido. No podía pensar con lógica, sentía tantas emociones, todas a la vez, que apenas podía absorberlas. Esther, Esther, Esther, nombre de madre que se repetía en su cabeza una y otra vez. Hacía daño. Otra madre y otro bebé en carrito. Se miró las manos y tuvo la sensación de que no eran las suyas, se restregó con ellas el rostro como si fuesen sus ojos los que nublaban la visión. ¿Por qué había comprado aquellos zapatos?, ‌se preguntaba de forma incongruente, siempre había odiado el granate.

—… tengo permiso para darle el resultado por teléfono, aunque el doctor Rivas preferiría hacerlo personalmente.

—No quiero esperar —‌había dicho rotundo.

—El resultado ha sido positivo, fiable en un 99,99 %. Los tres marcadores coinciden. El señor Alberto Reyes es su padre.

«Mi padre —‌pensó—, qué palabra tan grande y tan traidora». Y, entonces, ¿quién era Eduardo? ¿Y Esther? Aparte de ser la mujer que le secuestró y que hizo creer a todos que había tenido un hijo, pero ¿cómo? De repente un gran vacío se había abierto ante él. Los pies le colgaban en aquel precipicio del que no se veía el final. Esther, muerta. Eduardo, muerto. ¿A quién iba a pedir explicaciones? ¿A Dios? No creía que estuviese escuchando. Helena era evidente que no sabía nada o se lo habría dicho cuando fue a verla. Se dio cuenta de que Helena era la única verdad que había en su vida. O al menos quería creer que lo era. Necesitaba algo a lo que agarrarse, algo que impidiese que cayese a aquel precipicio. Estaba María. Y Marc. Ellos eran auténticos, eran «su familia». Y estaba la otra, esa que acababa de descubrir. Su hermana, Maite, y su padre, el otro, Alberto. Se encontraron en la clínica para la extracción de los marcadores de ADN. ¡Qué viejo le había parecido cuando le vio! Estaba marchito y descuidado, era evidente que hacía mucho tiempo que no se preocupaba de su aspecto, que no le importaba cómo le viesen. Le había mirado con una intensidad casi desconsiderada, que le había producido un efecto contrario al que él pretendía. Sentía un profundo rechazo por aquel hombre que olía a alcohol y que ahora sabía que era su padre. Las células que formaban su cuerpo se las había dado él. Sin embargo, no producía a su sensibilidad ninguna emoción de las que se espera recibir de un padre. Desde el momento en que supo que se sometería a esas pruebas, intentó prepararse para todo, pero siempre bajo la absoluta certeza de conocer la verdad. Se había armado como lo hace un soldado, seguro de no tener que entrar en contienda alguna. Llevaba el uniforme flamante, los botones brillaban y los zapatos estaban lustrosos, pero el arma era de juguete y, frente a él, el enemigo blandía el sable desnudo y la verdad por escudo. Tenía otro padre, aunque no era justo llamarle «otro» cuando era «el auténtico», y le debía respeto e incluso amor.

Alberto también recibió la llamada. Se quedó sentado en la silla de la cocina, sin hacer nada, apenas sin pestañear. Su vida desde aquel inefable día pasó ante sus ojos como una carga de diapositivas, podía incluso escuchar el clic-clac de la máquina pasando una tras otra las imágenes de su desgracia. La desaparición de su hijo, la angustia de la búsqueda infructuosa, los días y días de desesperación. La espera. La muerte de ella. Los años. La amargura y la vejez. Se levantó y abrió el armario donde guardaba los detergentes y la lejía, y también el único consuelo que había tenido todos aquellos años. No bebía jamás de la botella, le parecía sucio, cogía siempre una copa de las de brandy. Tampoco la llenaba, no importaba las veces que tuviese que escanciar el licor en ella. A partir de la cuarta copa empezaba a recuperar el calor y el alcohol iba desdibujando las líneas profundas que la vida había ido grabando en su cerebro.

Maite abrió los ojos y se encontró tumbada en el suelo, con las piernas levantadas y aquel extraño sujetándoselas. Hizo el gesto de incorporarse, pero él no la soltó.

—Tranquila, se ha desmayado y no creo que deba levantarse de golpe. —‌La ayudó a sentarse en el banco y después la imitó.

—Perdone. —‌Maite no sabía qué decir sin resultar ridícula.

El desconocido la observaba en silencio.

—Siento haberle atendido tan mal. No suelo tratar así a mis clientes.

—Lo imagino.

—¿Le sigue interesando el bargueño?

—Por supuesto, es un regalo.

—Pues es un regalo espléndido, siempre que a la persona a quien va destinado le gusten las antigüedades.

—Le gustan.

Ambos se levantaron y volvieron al lugar donde estaba el mueble. Maite aún pálida y el hombre observándola por el rabillo del ojo, por si acaso.

Durante toda la jornada de trabajo las imágenes de aquel día, de aquel instante concreto hacía ya treinta y dos años, se repitieron una y otra vez en su cabeza. Las preguntas una y mil veces hechas, las dudas, la angustia. No pudo quitarse a su madre de la cabeza, el sufrimiento, las lágrimas derramadas a escondidas. Siempre se ocultaba de ella. Maite sabía que no quería hacerla culpable de lo sucedido y por eso mostraba aquella falsa y triste sonrisa cuando llegaba del colegio y la encontraba recogiendo el vómito de su padre borracho. Nunca llevaba amigos a casa. No se hubiera atrevido. Vendió un libro de medicina, siglo XIX, unas tijeras de acero andaluzas, siglo XVII, y el bargueño de palosanto, siglo XVIII.

Marc tenía ante sí la figura de Hatshepsut, la Reina Faraón. Era una de las figuritas de madera de su colección, uno de sus personajes favoritos. Sacó el bloc de dibujo y empezó a hacer un esbozo. Esa era su otra afición y la verdad es que tenía traza. Las paredes de su habitación estaban repletas de dibujos a lápiz. Cualquier cosa era susceptible de ser dibujada, en cualquier momento sacaba el bloc y comenzaba a dibujar trazos que acababan convirtiéndose en imagen de lo que veían sus ojos. Mientras daba forma a una Hatshepsut de rasgos profundamente familiares y muchas veces plasmada en el papel, no podía evitar pensar en lo que le estaba ocurriendo a su familia. Su madre le había explicado detenidamente el berenjenal en el que se habían encontrado de pronto. Marc no tuvo dudas, al ver el programa de televisión, de que la foto que enseñaban era de su padre. Incluso notó el parecido físico entre la mujer que estaba en el plató y Víctor. En aquellos momentos supo que su vida iba a cambiar. Eso se nota. No conoció a su abuela Esther, no podía juzgar si era capaz de hacer algo así, pero si lo pensaba detenidamente, ¿por qué no? La gente «capaz» de hacer según qué cosas no lleva un cartel en el pecho anunciándolo. Su padre era un hombre pacífico y tranquilo, su vida estaba bien montada. Era una persona de costumbres, de rituales diarios, diría él. Los nuevos hechos daban un manotazo a las piezas del tablero y había que volver a colocarlas todas cambiándolas de sitio. Se habían sentado a hablar y a Marc le pareció que su padre no quería descolocar a Esther, no quería que la derribasen y la lanzasen al fuego. Él intentó ponerse en su lugar y no le fue difícil, tenía imaginación suficiente y no le faltaba interés. Para él ya no tenía sentido preocuparse por aquello, su verdadera abuela estaba muerta. La otra también. Lo único importante de todo aquello eran los que aún quedaban. Terminó el bosquejo de Hatshepsut y cogió el folleto que había dejado sobre la mesa: «Egiptología: una historia que no acaba nunca de contarse. Conferencias del prestigioso arqueólogo Mauricio Varona Guzmán. Palau Robert». Abrió el primer cajón del escritorio y buscó la ficha de inscripción entre los papeles que se mezclaban desordenados. Se levantó, cogió la chaqueta y salió.

María volvió la cabeza al escuchar la puerta cerrarse, después fue a sentarse en el sofá junto a su marido. Tenía los ojos irritados por las lágrimas. Le había oído llorar encerrado en el lavabo. «Qué infantiles pueden llegar a ser los hombres —‌pensó—‌, que creen que deben esconder sus sentimientos en lugares asépticos donde no dejen rastro». No quiso dejarla entrar, como si pudiese dejarla al margen. ¿Cuánto hacía que se conocían? ¿Quince años? Ella tenía dieciséis y él diecisiete y, al contrario de lo que sería habitual en una pareja que empieza tan joven, su relación había mejorado con el tiempo. Mientras le acariciaba el pelo en silencio, María recordó el piso de dos habitaciones que habían alquilado, pequeño e interior, y cómo se habían casado sin grandes festejos. Estaba embarazada de Marc, tenía dieciocho años. Para ellos no fue ningún trauma, aunque tenía que reconocer que la decisión de no aceptar ayuda de las familias hizo más difícil su vida. Observó a Víctor ajeno a sus pensamientos y le recordó subido en aquella horrible moto de mensajero. Para continuar sus estudios de aparejador tuvo que ir a la universidad por las noches, mientras María se quedaba en casa a la espera de la criatura. A los seis meses de nacer Marc, empezó a trabajar en una librería como dependienta y los años fueron pasando. Antes de acabar los estudios, Víctor encontró trabajo en el despacho de urbanismo, primero como chico para todo y después como aparejador titulado. El sueldo mayor y la estabilidad laboral les permitieron hipotecarse y comprar un piso más grande. Entonces fue cuando ella se decidió y con veinticuatro años empezó a ir a la universidad hasta conseguir el título de bibliotecaria. Tenía treinta cuando obtuvo un puesto en la nueva biblioteca municipal, donde trabajaba desde entonces. Si había algo que habían conseguido en todos aquellos años era estabilidad. Le observó, tenía la mirada fija en el televisor apagado. ¿Cómo puede alguien prepararse para recibir una noticia como aquella? Reconocía que era difícil decirle algo que pudiese aliviar la tremenda angustia que sentía. Solo estar ahí, junto a él, intentando que supiese que para ella seguía siendo el mismo, no importaba dónde hubiese nacido, no importaban sus apellidos.

—¿Por qué tuvo que ir a ese programa? —‌La pregunta de Víctor la sorprendió—. ¿Por qué no me dejó en paz?