Jarrón de Sèvres, siglo XVII
Abre tu lugar en el cielo, entre las estrellas celestes
porque tú eres la Estrella Solitaria…
Textos de las pirámides
—¡Papá, papá! Ven a ver esto.
Víctor soltó el ratón después de guardar el documento. La voz de Marc era apremiante e impulsaba a seguirla. El muchacho estaba sentado en el sofá frente al televisor, al verle entrar le señaló la pantalla haciéndole un gesto de mutismo con el dedo sobre los labios y le indicó que se sentara junto a él. Colocó esa misma mano sobre la pierna de su padre para asegurarse de que no salía corriendo cuando viese el programa que le señalaba. Era uno de esos que nadie ve y que tienen máxima audiencia con títulos como: El diario de Paquita o Cuéntanos tu historia. Víctor observó a su hijo asombrado por su interés en semejante evento televisivo, pero rápidamente la estridente voz de la presentadora quedó anulada por otra mucho más dulce. Observó detenidamente a aquella mujer que aparecía en la pantalla de su televisor.
—… entonces salí de la tienda de caramelos y regresé donde le había dejado, pero él ya no estaba.
—Veamos —la presentadora de voz estridente volvió a tomar las riendas de la explicación—, tu madre seguía dentro de la tienda de ultramarinos y tú regresabas de comprar las golosinas —la mujer asintió—, ¿qué pasó entonces?
—Volví a la puerta, donde había dejado el carrito de mi hermano con aquella señora y ya no estaban ninguno de los dos.
—¿Quieres decir que aquella señora tan amable que te dio la moneda para comprar caramelos, lo hizo para poder llevarse a tu hermano?
—Yo no lo sé, pero mi hermano ya no estaba.
—Vamos a ver, ¿cómo recuerdas tú a aquella mujer?
—No la recuerdo en absoluto, yo solo tenía cinco años.
—Pero sabes lo que ocurrió…
—Lo sé porque entonces lo expliqué a todo el mundo, a mi madre, a mi padre, a mis tíos, a todo el mundo, y durante años he escuchado aquella historia que expliqué y se ha repetido en mi cabeza muchas veces. Pero el rostro de la mujer no lo recuerdo. Solo recuerdo el color de su pelo y sus zapatos.
—¿Sus zapatos?
—Sí, eran unos zapatos azul y blanco, con un agujero en la punta; tenían un tacón alto y eran de plataforma.
—¿Y su pelo?
—Era rojo.
—Bien, ¿qué fue lo que explicaste a todos que ocurrió?
—Pues que una señora muy simpática se acercó a mí y estuvo un rato hablando conmigo. Me preguntó cómo me llamaba, cómo se llamaba mi hermano, cuántos años teníamos. Después me dijo que yo era una niña muy agradable y me contó que tenía un niño como mi hermano.
—¿Te dijo cómo se llamaba el niño? —inquirió la fiscal.
—No. Me dio una moneda y me dijo que fuese a comprarme caramelos a la tienda de al lado. Que no me preocupase por si salía mi madre, que ella le diría dónde estaba.
—¿Y tú la creíste?
—¿Por qué no iba a creerla?
—Bueno, la cuestión es que cuando regresaste no estaba ni la señora simpática, ni tu hermanito pequeño, y entonces, ¿qué hiciste?
—Me puse a llorar y entré a buscar a mi madre muy asustada, sabía que me regañaría —aclaró mirando a otras personas que se sentaban en butacas semejantes a la suya—. Mi madre lo único que hizo fue salir de la tienda y correr para todos lados. Yo la seguía llorando y ella no dejaba de correr…
—Pero no conseguisteis recuperar a tu hermano. ¿Y en todos estos años no habéis tenido noticias suyas?
—No.
—Marc, ¿a qué viene esto? ¿Para qué me has hecho venir? Este es uno de esos programas…
—Chissss, calla y escucha.
Víctor miró a su hijo sin comprender nada y después volvió a la pantalla. Aquella mujer no demostraba emoción alguna al explicar aquella historia, estaba convencido de que era una actriz, alguien contratado para relatar un cuento lo más rocambolesco posible que hiciese subir la audiencia. No obstante, había algo en su rostro que le perturbaba. Su mirada intensa parecía capaz de taladrar el vidrio de la pantalla.
—… mis padres lo buscaron durante años. Yo incluso fui a aquel programa de televisión, ¿Quién sabe dónde?, allí encontraban a mucha gente. Pero en nuestro caso era muy difícil. Mi hermano tenía seis meses cuando desapareció y de eso hace treinta y dos años.
—¿Y qué te ha hecho volver a emprender su búsqueda? ¿Por qué crees que ahora es más posible que entonces?
—Mi padre vio un programa en el que explicaban que a través de la fotografía de un bebé y las de sus familiares directos, podían crear por ordenador una imagen aproximada del niño cuando fuese adulto. No sé exactamente cómo funciona, solo sé que puede hacerse.
—Ese no es el único motivo, ¿verdad?, hay otro que tiene que ver con tu padre.
—¡Ya está! Ahora resulta que el padre se está muriendo.
—Mi padre está muy enfermo.
Víctor hizo un gesto a su hijo «ya te lo decía».
—Su único deseo es encontrarle y a mí me gustaría satisfacerle.
—Debe de haber sido muy duro para ti que ocurriera aquello cuando tú estabas a su cuidado.
—Solo era una niña.
—Por supuesto, tú no podías ser responsable de su desaparición. Sin embargo, eres la única persona que habló con su secuestradora. ¿Qué sientes cuando piensas en ella?
La mujer destilaba desprecio en su mirada y Víctor estaba seguro de que la presentadora podía ser más canalla, pero con mucho esfuerzo.
—No entiendo la pregunta. Ya te he dicho que no recuerdo a aquella mujer y tampoco puedo asegurar que secuestrara a mi hermano, pues no la vi hacerlo.
—Pero resulta bastante evidente que fue eso lo que ocurrió.
—Es la posibilidad más lógica, sí.
—Bien, veo que no quieres profundizar en tus sentimientos y aquí no estamos para obligar a nadie. Tú nos llamaste para pedirnos ayuda.
—Exactamente, llamé al programa y me comprometí a venir y explicar mi historia a cambio de que vosotros consiguieseis un retrato.
La presentadora del programa se volvió hacia su cámara.
—Y eso fue lo que hicimos, la dirección de este programa utilizó sus contactos y hemos conseguido un retrato robot de la persona que buscamos. Ese retrato es el que hemos puesto en pantalla al presentar a nuestra invitada y vamos a volver a ponerlo. Si eres un hombre de unos treinta y dos años y tienes dudas sobre tu ascendencia observa atentamente esta fotografía. Si reconoces a un vecino, conocido o amigo, también puedes llamarnos al teléfono que aparece sobre impresionado en la imagen.
Marc miraba a su padre, eran muchos los calificativos que podían ponerse a su gesto: sorpresa, perplejidad, asombro, desconcierto. E innumerables las preguntas que lanzaban sus ojos: ¿cómo es posible? ¿Qué significa esto?
—Soy yo —susurró con una voz apenas audible.
María cerró la puerta tras de sí con el codo intentando que el bolso que llevaba en bandolera entrase con ella. Siempre igual, solo iba a por huevos, pero después salía del supermercado cargada hasta las cejas.
—¡Hola, ya estoy en casa! ¿Nadie sale a recibirme?
Víctor apareció de entre las sombras del pasillo con un rostro inconfundible para María. «Problemas —se dijo—, algo no va bien».
—Hola, cariño. —La besó y descargó de las bolsas.
—Hola, ¿he tardado mucho?
—No, no te preocupes. —Se dirigió a la cocina.
—Hola, mamá —Marc la besó—, ¿has traído chocolate?
—Sí, pero ahora no son horas de comer chocolate, dentro de una hora estará la cena.
El muchacho no discutió, sabía que era inútil, se encogió de hombros y regresó a su habitación y a su lectura de Akhenatón, un libro de Naguib Mahfuz que tenía las horas contadas. María se acercó a Víctor y le abrazó por la espalda.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó con dulzura.
—Vamos a sentarnos al salón.
Cuando salió a la calle respiró hondo, ¡qué experiencia tan desagradable! No es que la hubiesen tratado mal, que no, es que ese mundo no iba con ella para nada. Esa era la última vez. Había hecho todo lo que estaba en su mano, ya era hora que descansase. Miró alrededor intentando localizar un taxi y alzó la mano para que el conductor la viese.
—¿Adónde la llevo?
—Al Aeropuerto.
—¿De viaje?
—Vuelvo a casa, a Barcelona.
—¡Ah!
Sacó el móvil del bolso para ver si tenía algún mensaje en el buzón de voz. Esperaba que nadie la hubiese visto. Nadie conocido, claro. Al volver a guardar el teléfono vio la fotografía, le habían dado una copia impresa y un cedé con la imagen. Así sería su hermano, tenía cierto parecido con ella, y con sus padres también. Movió la cabeza a uno y otro lado y se sintió realmente avergonzada. ¡Ella en televisión! ¡La presidenta de la liga contra la telebasura! ¡La defensora de los documentales de la 2 y el canal 33 autonómico! ¡En ese programa! Su padre le había pedido demasiado, demasiadas veces.
—¿Has llamado a ese teléfono?
Víctor negó con la cabeza.
—Es una estupidez.
—Si es una estupidez, ¿por qué estás así? ¡Olvidémoslo!
—No puedo quitarme su cara de la cabeza.
—¿La de la foto?
—No, la de la mujer.
—¿Por qué?
—¡Porque se parecía a mí! Yo creía que esa gente eran actores, que los contrataban para ese tipo de programas.
—Entonces, llama.
—María, si yo fuese un niño adoptado, o si tuviese recuerdos de otra familia, pero yo he tenido padres, ¡mis padres!
Se levantó del sofá nervioso, incómodo con esa situación tan rocambolesca.
—La mejor manera de quitártelo de la cabeza es que llamemos. Nos dirán que es una actriz, que la historia es falsa…
—Me da no sé qué. ¿Por qué no llamas tú?
—No seas niño. —Se movió pensativa por la habitación—. A tus padres no podemos preguntarles nada, ya no están.
—Mi madre sí.
—Ella no es tu verdadera madre.
—Aun así, sabría si hay algo extraño. Es la única madre que tengo.
Helena estaba sentada en el rincón junto a la ventana, por donde entraba un sol radiante. Un libro en las manos, un cigarrillo apagado entre los dedos y un vaso de té helado sobre la pequeña mesa. Hacía tres meses que había dejado de fumar, después de una visita a su médico en la que le había diagnosticado una salud de hierro y predicho una larga vida. Al salir de la consulta se había detenido ante el escaparate de una librería y se había contemplado en la contraportada de uno de los libros más vendidos del mes. Supo entonces que había llegado el momento de cuidarse. Eran demasiados años, sesenta y ocho, disfrutando de aquel cuerpo sano y fuerte que no le había pasado factura jamás y ahora era el momento de que se preocupara por él. Contrariamente a lo que le habían aconsejado unos y otros, no había comprado ningún tipo de sustitutivo para sus vicios, ni parches de nicotina, ni chicles, nada de nada. Cuando se sentaba a leer cogía su cigarrillo como siempre y lo sostenía entre los dedos, a veces se lo acercaba a la nariz y aspiraba el olor profundamente, con fruición, pero nada más. El whisky había sido transformado en té helado con limón y la enorme copa de nata que comía de postre en las cenas diarias quedó relegada a los sábados por la noche viendo la tele. A diferencia de la mayoría, ella había renunciado a todo eso por amor, por propia elección y sin exigencias de ninguna clase. Habían sido tres meses duros, pero empezaba a notar que iba de bajada. Por lo demás, seguía la misma rutina desde hacía casi treinta años cuando se instaló en esa casa. Aunque entonces la compartía con un hombre y su hijo. Se levantaba a las seis, cogía su albornoz, salía a la terraza y se zambullía en la piscina, tanto en invierno como en verano, con agua helada o más tibia. Nadaba durante quince minutos, después se preparaba su taza de café expresso y la disfrutaba mientras leía algunos capítulos del libro con el que en ese momento compartiese su vida. Y a las ocho, todos los días del año, sin distinguir laborables de fines de semana, en invierno y en verano, desde hacía cuarenta años, se sentaba a escribir. Era una mujer de rutinas, una hormiga de la literatura. Escribía con estilo personal, pero obligada por su constancia; se reconocía con vocación de zángana, pero estaba controlada por una pequeña minoría de neuronas, muy trabajadoras. Había conseguido publicar más de cuarenta libros, entre ensayo y novela. Pero eran muchos más los que se habían quedado por el camino. El único motivo por el que nunca había caído en la tendencia natural a permanecer tumbada mirando al techo era su absoluta certeza de tener mucho que decir y poco tiempo. Mucho que experimentar, que ver, que sentir. Y poco tiempo.
Dejó la bolsa de viaje en el suelo y sacó las llaves. Eran las diez y media de la noche, no había querido quedarse a dormir en Madrid. No por la ciudad, al contrario, sino por la experiencia. Dejó todo en el suelo junto a la puerta de entrada, pulsó el interruptor de la luz, cerró con llave y echó el cerrojo. Vivía en ese apartamento desde hacía diez años y muchas veces le habían preguntado por qué no se cambiaba. Era un piso de setenta metros cuadrados, bien iluminado pero mal distribuido. Constaba de dos habitaciones, un salón comedor, baño y cocina. Una de las habitaciones tenía forma de triángulo chato y no había sido fácil de amueblar. Sus amigos siempre decían que podría vivir debajo de un puente sin enterarse, pero no era cierto. A pesar de lo desastre que era y de lo poco que le importaba la estética de cualquier clase, lo cierto era que se encontraba a gusto allí. La decoración era un tanto caótica, el hecho de ser anticuaria de vocación le hacía muy difícil seleccionar qué cosas quería para ella y a qué cosas estaba dispuesta a renunciar. Así que su piso a veces podía ser confundido con un rastro o un almacén. Su especialidad personal eran los muebles y los tapices, mientras que Adrián, su socio, dominaba más los libros y el hierro forjado. Lorena, la mujer que le hacía la limpieza cotidiana desde hacía diez años, no dejaba de renegar desde el momento que entraba hasta que se marchaba dos horas después, con algún golpe en el tobillo gracias al arcón de convento forrado de cuero y clavos (siglo XVII), o temblándole las manos después de haber golpeado la bandeja de cerámica de Talavera de la Reina, serie Chaparro, siglo XVIII. A Maite lo que le interesaba era la historia de sus objetos, su tienda de antigüedades en la Diagonal y viajar, sobre todo viajar. Lo demás lo consideraba una molestia necesaria.
Después de la ducha y con una taza de chocolate bien caliente en las manos, se encogió en el sofá y puso el contestador. La primera llamada era de Adrián, su socio, habían recibido el pedido de Londres y la esperaba a primera hora para revisarlo todo. La segunda llamada hizo que su espalda se enderezase, en un movimiento casi imperceptible. Era Alberto, su padre: «Te he visto en la tele, has estado antipática con la presentadora, no sé para qué has ido, hija», fin del mensaje. Maite dejó un momento la taza sobre la mesilla y se incorporó para poder conectar el aparato de música que permanecía oculto dentro de un armario de dos puertas, estilo veneciano, siglo XIX. La música de Boccherini inundó suavemente la estancia, muy bajo el volumen, no quería molestar a sus vecinos. Volvió a sentarse en el sofá acurrucada, como siempre, cogió la taza caliente entre las manos y sintió un escalofrío por el contraste entre el frío que sentía por dentro y el calor del dulce y espeso líquido. No le costó más de diez segundos borrar de su cabeza la llamada de su padre, tenía una capacidad poco usual para hacer desaparecer de su imaginación los aspectos que la desagradaban. Así que llevó sus pensamientos a la visita a Londres que había hecho hacía apenas dos semanas. Seguía sin saber por qué le desagradaba tanto esa ciudad a Adrián, a pesar de los años que hacía que se conocían. Ambos se complementaban a la perfección en el sentido profesional y bastante bien en el personal. Aunque diez años atrás habían compartido cama y mantel, eso se acabó a los tres años de relación y, aun así, habían sabido mantener una buena amistad. La relación se rompió exactamente el día en que Adrián le habló de casarse y tener hijos, no lo hizo como un simple comentario, se refería a ellos, a ellos en concreto. Maite apenas tardó cinco horas en darle una respuesta: «haz las maletas».
Llegó a la tienda a las siete de la mañana. No hacía frío a pesar de que estaban a 28 de abril, si el tiempo seguía así el verano iba a ser inaguantable. Entró por la puerta de la escalera de vecinos para no subir la persiana y arriesgarse a que algún despistado quisiera madrugar en sus compras. Se sorprendió al ver la luz encendida y sonrió al darse cuenta de que Adrián estaba más impaciente que ella por comprobar el pedido, claro que él no había visto el material más que en foto.
—Buenos días. —Lanzó el saludo hacia el pasillo mientras colgaba la chaqueta de lino y el bolso y daba dos vueltas a la llave de seguridad.
—Estoy aquí, ¡qué maravilla! —se oyó una voz masculina.
Maite sonrió al ver a Adrián con el libro en las manos.
—¡La edición inglesa, 1612, de El Quijote!
—Impresa por William Stansby —confirmó Maite.
—The History Of The Valorous And Wittie Knight-Errant, DON QUIXOTE OF THE MANCHA —leyó con dulzura.
—Adrián, deja el libro un momento, después ya tendrás tiempo de ojearlo con detenimiento.
—Tienes razón, perdona. —Dejó el libro con sumo cuidado sobre el escritorio y se volvió hacia ella—. ¿Qué tal el viaje?
—Horrible. En mi vida he hecho una cosa más desagradable.
—Es la primera vez que te veo en televisión.
—¿Lo viste? —Si las miradas electrizasen, ¡pobre Adrián!
—¡Cómo no iba a verlo, Maite! Esto me da munición para mucho tiempo.
—Si utilizas eso para…
—Nos estamos desviando del tema. —Se cruzó de brazos—. ¿Ha servido para algo?
—Sí, para que yo haga el ridículo más espantoso.
—No es la primera vez.
—Entonces yo tenía unos cuantos años menos y tú no me viste.
—No estés tan segura. Bueno, ¿es todo tan asqueroso como parece?
—No, la gente de la tele es agradable y hasta te hacen creer que les importas.
—Pero nada, ¿no?
—Me imagino que un hombre de treinta y dos años tendrá algo mejor que hacer que sentarse a ver la televisión a las siete de la tarde, ¿no te parece?
—Entre los cuatro y los noventa años, cualquier hombre y cualquier cosa.
—Tenía que hacerlo, pero se acabó.
—Me suena…
—Ya lo sé, pero esta vez es de verdad. Se acabó. Estoy cansada de este tema.
—¿Qué opina Alberto? —Adrián no sentía un gran afecto por el padre de Maite.
Quizá tuviese algo que ver el hecho de que él siempre decía lo que pensaba y no era algo a lo que el anciano estuviese demasiado acostumbrado.
—Aún no he hablado con él. —No mencionó el mensaje.
—Bueno. Ahora no queda más que esperar.
—Te equivocas, no pienso esperar nada —se giró un poco airada—, ¡si ni siquiera me importa!
Adrián murmuró algo inaudible.
—¿Qué has dicho? —Maite entrecerró los ojos taladrando a su socio con un potente par de focos marrones.
—Mentirosa, he dicho men-ti-ro-sa.
Acercó su cara a la de ella y Maite se apartó ante la sonrisa de triunfo de su compañero.
—Vamos a revisar el pedido o se nos hará tarde.
—Estoy de acuerdo.
Adrián cogió un libro de registro que estaba sobre una cómoda-escritorio de charol verde y motivos chinescos en dorado, procedente de Cataluña, siglo XVII.
—Vamos a ver —lo abrió por la última página escrita—, de Londres ha llegado un barco cargado de —sonrió—, ¿tú no jugabas de niña?
Maite movió la cabeza y suspiró a la espera de que su amigo recuperase la cordura.
—Vale, vale, vamos al inventario. «Arcón lacado de Inglaterra, época y estilo Queen Anne, siglo XVIII» —señaló un rincón—, está ahí. «Banco en madera de nogal, siglo XVII-XVIII» —le indicó el lugar donde lo habían colocado provisionalmente. «Edición inglesa de 1612 del Quijote, impresa por William Stansby para Ed. Blount y W. Barret». Y por último, «Tapiz de la factoría de William Morris, con un dibujo de Brune-Jones de plantas acuáticas, siglo XIX».
—Voy a revisar el tapiz con detenimiento.
—Yo me quedo con Don Quixote.
Maite extrajo el tapiz de su envoltorio con sumo cuidado y lo extendió sobre el papel que había colocado en el suelo para evitar que se ensuciara. Empezó a examinar el bordado y la técnica empleada y los minutos e incluso las horas pasaron sin apenas notarlo. Salió de su ensimismamiento al oír el ruido que hacía la persiana al subirla. Miró el reloj, las nueve. Se frotó los ojos cansados de tanta atención y se levantó del suelo. Las piernas estaban un poco entumecidas y los pantalones se habían arrugado, pero era su costumbre no cuidarse de esas «pequeñeces», así que sin prestar demasiada atención a su aspecto, se dispuso a empezar un nuevo día de trabajo. Dejó el tapiz allí mismo y salió a la parte «visitable» de la tienda. Adrián estaba abriendo las fichas de las nuevas adquisiciones para colocarlas en cada objeto; algo así como el carnet de identidad de la pieza. Maite cogió un jarrón de porcelana de Sèvres del siglo XVII, pintado en las dos caras con escenas cortesanas y paisaje. Ese jarrón le había gustado desde el instante en que lo vio y tuvo muchas dudas de si quedárselo para ella misma. Sin embargo, la escena que se veía en una de las caras le producía una extraña y familiar sensación, como un dejà-vu. Le parecía reconocer aquel lugar, incluso haber estado allí en el preciso instante que describía la imagen. Le causaba un cierto escalofrío. Había una niña y una dama sentadas bajo un árbol. La dama miraba a la niña, que se reclinaba ligeramente sobre su falda y la acariciaba con dulzura, ambas contemplaban a un pequeño querubín que jugaba frente a ellas. En la escena de la cara contraria, solo aparecían la dama y el querubín.
Víctor abrió la puerta de la casa con su llave y los suaves acordes de la música llegaron familiares a sus oídos. Aquella canción traía agradables recuerdos: Come Fly With Me en la voz de Frank Sinatra. No podía decir que fuese la preferida de su madre, ¡tenía tantas escogidas!, pero sí que formaba parte de la banda sonora de su vida. Había intentado varias veces devolver su llave y, ante la negativa a aceptarla, prometió no usarla si no era absolutamente necesario, a lo que Helena le había respondido rotunda y sincera: «nunca entrarías en casa, no pienso abrir la puerta a nadie». Caminó hasta las escaleras que ocupaban por completo el vestíbulo. Acarició la barandilla de madera brillante y pulida por la que tantas veces se deslizara de niño. Apenas tenía recuerdos de antes de vivir allí. Solo cuando visitaba la casa que había sido de sus padres, donde vivió de niño antes de trasladarse a la casa de la escritora, algunas imágenes eran de nuevo como fotografías antiguas, que no sabes si conoces de tanto verlas o realmente se alojan en tu cabeza. Subió hasta el despacho, el único lugar privado de esa casa, y tocó con los nudillos en la puerta.
—Pasa —se oyó al otro lado.
Se vio a sí mismo de niño cruzando aquella misma puerta que abría paso a un lugar donde tenía la impresión que ocurrían cosas maravillosas. Era un terreno mágico para él, no podía hablar, ni hacer ruido, pero no le importaba. Pasaba horas sentado con las piernas colgando del brazo del sillón, viendo crepitar las llamas en la chimenea, mientras mamá Helena, que era el nombre que le había dado a la nueva esposa de su padre, le leía algunos capítulos de su última novela: David en Mesopotamia, Las cuentas del brazalete, Desierto en la retina, o su favorita: La memoria de los elefantes. Novelas que muchas veces no comprendía, pero que escuchaba con admiración. Con ella había buscado en los mapas los lugares que aparecían en aquellas historias, paisajes que aquella mujer enérgica y cautivadora le había enseñado a conocer y que años después, cuando los había visto realmente, le habían parecido extrañamente familiares. Personajes, valerosos en lo grande y cobardes en la cotidianidad, que le enseñaron que a veces es más fácil lograr grandes hazañas que poner una lavadora. Toda la obra de Helena se hallaba enlazada por la presencia de un personaje: Zenón, un anciano de noventa años que bien aparecía o era mencionado en todas las historias que contaba y Víctor siempre tuvo la impresión de que era alguien real, alguien que ella conocía y al que rendía homenaje de ese modo, pero del que jamás tuvo confirmación.
Entró en la sala y se acercó a su madre, sentada a la mesa frente al ordenador.
—Siento interrumpirte, Helena. —La besó en la mejilla con cariño.
—Siéntate un momento, que termino de revisar este punto.
Víctor se colocó en el mismo sillón de siempre y contempló los troncos amontonados en la chimenea apagada y no pudo evitar imaginarla en un plano dibujado.
—¡Ya está! —Soltó el ratón, bajó la tapa del portátil y se recostó en el respaldo de la butaca.
Víctor apartó la mirada del dibujo mental y se volvió hacia Helena. En pocas palabras y sin adornos le explicó lo que le había ocurrido hacía una semana, el programa de televisión, la fotografía…
—… ya sé que es una absoluta estupidez que me preocupe. O al menos eso creía antes de llamar a la televisión. Pero no era una actriz, no estaba preparado y la fotografía la habían hecho realmente unos especialistas. Me dieron su teléfono y me instaron a que la llamara.
—Y supongo que te invitarían al programa para que cuentes la aventura del encuentro, pase lo que pase.
—Por supuesto.
—Me imagino por qué quieres hablar conmigo.
Helena se quitó las gafas y le ofreció un vaso del zumo de limón que había en un termo sobre la mesa. Le dio el vaso de cristal que había colocado en la bandeja y sacó otro igual para ella del enorme globo terráqueo que servía como botellero. Fue a sentarse frente a él en una butaca gemela.
—Cuando yo conocí a tu padre no me dijo ni que tenía un hijo, pero sí me contó que su mujer había muerto dos años antes en un accidente de coche. Pasamos una noche entera, sentados a la orilla del mar, en la que no dejó de hablar de tu madre. La relación que compartieron no sería capaz de describirla en uno de mis libros y te aseguro que lo he intentado en varias ocasiones. —Bebió un sorbo de limonada mirando a Víctor fijamente—. Es curioso que nunca hayamos hablado de esto tú y yo.
—Es todo tan lejano —musitó él.
—Supongo que es normal, cuando murió tu madre solo tenías cinco años, demasiado pequeño para guardar recuerdos.
Hizo una larga pausa. Intentaba colocar las piezas de modo que al contar no traicionase la memoria de nadie y pudiese servir de algo. Sabía que no se trataba de una charla familiar, Víctor buscaba respuestas que ella no podía darle.
—Se habían separado en incontables ocasiones. Tu padre había jurado tantas veces no volver con ella que llegó a perder la confianza en sí mismo. Creía estar poseído. La había amado y odiado, ambas emociones en el mismo instante. Su relación tuvo momentos de auténtico delirio —hizo una pausa sopesando lo que debía o no contar—, incluso se golpeaban salvajemente el uno al otro cuando discutían, para después abrazarse y permanecer acurrucados, en cualquier rincón de la casa, durante horas. No sé si debo explicarte estas cosas.
—Me parece que tengo derecho. Mi padre jamás me contó nada y quizá por eso nunca estuvimos realmente unidos.
—Entiendo que Eduardo no quisiera hablarte de ello. Pero ya eres un hombre y, sí, creo que tienes derecho. —Dio un pequeño golpe en el brazo del sillón y siguió explicándole—. La personalidad de tu madre fue derivando cada vez más al paroxismo, llegando a sufrir auténticos ataques de enajenación mental.
—Apenas la recuerdo. —Víctor visualizaba en aquellos momentos a la mujer que guardaba en su mente—. Es más un sentimiento, aunque también tengo imágenes de algún momento concreto. En mi cabeza ella era dulce y cariñosa.
—Según tu padre, al poco tiempo de nacer tú, cambió. Se volvió tranquila, aunque a él esa tranquilidad había momentos en que le desquiciaba. Tenía lapsos temporales. Te explicaré un ejemplo: tu padre había estado un mes fuera, en alta mar, y cuando regresó era ya de madrugada. Bien, pues se encontró con su mujer tumbada en el jardín, dormida sobre el césped húmedo, cubierta con la colcha de su cama. Cuando él la despertó no se acordaba de cómo había llegado allí, ni siquiera recordaba que él no estuviese en casa. Aquella fue la primera vez de otras muchas. Otra cosa que me contó tu padre es que sentía un visceral rechazo a estar sola en la cocina, hasta el punto de que cuando Eduardo estaba de viaje, no cocinaba jamás. Después de tiempo y muchos problemas, la pusieron en tratamiento y, como es lógico, le prohibieron conducir.
—Por eso tuvo el accidente.
—Supongo. —Bebió otro trago de limonada y Víctor creyó ver el reflejo de la duda cruzar, apenas perceptible, por su mirada—. Nunca le dije esto a Eduardo, pero la muerte de tu madre evitó la suya propia, estoy segura. Era un hombre lleno de dudas, con un sentimiento de culpa autodestructivo. Sin deseos de vivir y con una desesperada necesidad de calma.
—A pesar de que solo tenía cinco años, recuerdo la muerte de mi madre como un cataclismo. Nunca conocí bien a mi padre, pero las imágenes que tengo de él de aquella época no son las mejores.
Helena asintió y su mirada se tornó de nuevo dulce y cariñosa.
—Cuando te conocí fue un choque para mí, no sabía que existías —dijo—, apareciste en el umbral de aquella casa junto a Carlota, tu canguro, que te traía del colegio. Yo solo llevaba puesta una camiseta de tu padre y una taza de café en la mano.
—Lo recuerdo.
—Tenía cuarenta años y ya había decidido que no tendría ningún hijo, y menos un niño de siete años que me vería como «la madrastra». No estaba dispuesta a sacrificarme y sabía que tener hijos requería de mucho sacrificio. Mi carrera como escritora iba viento en popa y encontrarme contigo fue una sacudida. Tu padre me había calado muy hondo. Para serte sincera: hasta el fondo, y conocerte fue aceptar que acababa de perderle. Cogí mis cosas y salí pitando de allí. No te contaré los detalles de mi relación con Eduardo, aunque estoy segura de que aprenderías muchas cosas. —Sonrió—. Tu padre era un hombre tremendamente apasionado y llevaba prisionero de una nefasta relación demasiado tiempo, así que cuando se liberó fue como una explosión nuclear. Bueno, tú ibas incluido en el paquete, así que tuve que aceptarte. Al menos al principio, porque creo que tardaste exactamente tres meses en meterte aquí dentro. —Señaló el lugar del corazón.
—Mi padre no me hacía demasiado caso entonces, siempre estaba de viaje y yo conocía a más canguros que familiares. Cuando llegué aquel día del colegio me pareciste una mujer rarísima. Pero lo que más me sorprendió fue ver a mi padre. Enseguida me di cuenta de que era distinto cuando estaba contigo y me gustaba estar aquí, me parecía que tenía una familia, por fin. Y cuando empezaste a compartir conmigo tus historias, que me dejabas escuchar cuando leías en voz alta.
—Una costumbre que aún practico con Marc.
—Me dejabas estar contigo, aunque al principio no comprendía nada, pero no me echabas. El recuerdo más claro que tengo de mi niñez es que siempre me echaban de todos lados.
Helena sonrió ante ese comentario tan infantil.
—Al poco tiempo de veniros a vivir aquí me di cuenta de que había tenido un hijo, sin quererlo y entonces me interesé por todo lo que te concernía: visité a tu pediatra para conocer tu historial médico, revisé tus fotografías, las cosas que Esther guardaba de tu primera infancia. He de reconocer que como madre fui un desastre, pero me esforcé muchísimo y no saliste del todo mal.
—¿Y no hubo ningún dato que te hiciese creer que era adoptado?
—No eres adoptado, eso te lo aseguro. Naciste en el Hospital Clínico, tu madre fue Esther y tu padre estuvo presente durante el parto. Tu partida de nacimiento lo certifica.
—¿Entonces?
—Lo único que se me ocurre es que hay por ahí un hombre que tiene un rostro parecido al tuyo y que esas personas no te buscan a ti, pero —hizo un gesto con la mano como si pretendiese detenerle en su huída— creo que deberías ir a ver a esa mujer, la de la televisión. Me gustaría conocerla; como escritora es una historia, no puedo negártelo.
Hizo una pausa en la que ambos quedaron absortos.
—Zenón te diría que la vida da muchas vueltas porque no sabe cuál es el camino y que, si te buscan, es mejor dejar que te encuentren cuanto antes.
Helena se levantó y se acercó a Víctor, que intentaba comprender qué quería decir.
—La vida puede ser algo muy curioso, a veces inexplicable. Aquel niño que se llevaron no eres tú, pero quizás esto que te ha ocurrido te llevará a algún lugar al cual no podrías llegar por otro camino. No sé si me entiendes.
—El destino.
—Algo así.
El teléfono empezó a sonar y Adrián extendió el brazo para descolgar.
—Antigüedades El Bargueño, dígame. ¿De parte? Un momento, por favor. Maite, te llama un tal Víctor Madrigal. —Maite frunció el ceño, no le sonaba nada ese nombre—. Dice que es por lo del programa de televisión.
La palidez y el temblor en las piernas coincidieron en el tiempo y en la persona. Caminó con paso seguro hacia el auricular que le tendía Adrián y cogió el aparato con naturalidad, pero en su mente se estaba desatando un auténtico revoltijo de imágenes y sensaciones.
—Dígame —escueta.
—Hola, me llamo Víctor Madrigal y te vi en televisión. La fotografía que sacasteis es…, bueno, soy… Mira, creo que los que han hecho el retrato se han equivocado, pero podríamos hablar personalmente, si quieres.
—Víctor —el susurro fue apenas perceptible—, no pudo ser tan cínica.
Hubo un largo silencio a ambos lados de la línea telefónica.
—¿Cómo dices?
—Mi hermano se llamaba Víctor.