Antes de ponerse en camino, el archiduque Felipe envió una misiva a los Reyes Católicos. Dado que habían solicitado su presencia y la de la infanta Juana, el yerno consideraba que los monarcas debían sufragar los gastos del traslado hasta su corte.
—¡Maldito borgoñón y maldita la hora en que lo desposamos con Juana! —gruñó Fernando al oír la demanda de labios de Fuensalida—. ¿Hasta dónde alcanzará el descaro de nuestro yerno?
—No podemos negarnos —reconoció Isabel—, Juana debe comparecer ante las Cortes sin más demora.
El rey se dirigió al diplomático.
—¿Cuánto osa pedir?
—El archiduque solicita que se le envíen cien mil maravedíes.
El enojo de Fernando iba en aumento e Isabel intercedió.
—Quizá solo pretenda proporcionar los mejores cuidados a Juana —adujo, en un intento de contemporizar—. Un viaje tan largo puede ser temerario para una recién parida.
El soberano refutó el argumento.
—¡Poco le ha importado al archiduque obligarla a viajar a Bruselas, donde habrá de parir a cambio de una bolsa de dinero ofrecida por la villa!
La reina suspiró, consternada. La decisión estaba clara, pues no cabía otra.
—Enviad el dinero, Fuensalida, y ordenad que vengan a Castilla tan pronto como Juana alumbre. No aceptaremos más dilaciones.
Fuensalida no reprimió una fugaz mirada hacia Fernando, en busca de confirmación.
—De acuerdo —corroboró el rey, con frialdad—. Permitamos que Felipe se burle de nosotros, ¡pero juro que le cobraremos hasta el último maravedí!
El monarca francés convino que César Borja, duque de Valentinois, acudiera a Gante para justificar ante el archiduque la ruptura del compromiso entre Carlos y su hija Claudia. Así lo hizo y Felipe escuchó sus argumentos en compañía de Busleyden.
—No porfiéis —zanjó el archiduque, notablemente disgustado—, estamos al corriente: hubo que sacrificar el enlace a cambio de obtener para Francia una posición ventajosa en Nápoles.
—Pero todo puede enmendarse —apostilló César, sin inmutarse—. El propio rey Luis me envía con una propuesta que seguro os complacerá. Habéis de saber que su majestad tiene gran interés en conoceros en persona, a vos y a vuestra esposa.
Felipe no fue capaz de ocultar su sorpresa ante aquel halago, tampoco su satisfacción.
—Puesto que pronto viajaréis a Castilla, según ha llegado a nuestros oídos —prosiguió el duque, con media sonrisa—, el rey Luis os invita a hacerlo por Francia y, de este modo, realizar una visita a su corte.
Mientras el archiduque asimilaba aquel ofrecimiento tan agradable a sus oídos, el arzobispo de Besançon optó por mostrarse cauto.
—Señor, estáis hablando de los herederos al trono de Castilla y Aragón —le recordó a César Borja—. Teniendo en cuenta el cariz de las relaciones de ambos reinos con Francia…
—No receléis —atajó el enviado de Luis—: Su majestad proveerá para la seguridad de los archiduques durante el viaje.
Busleyden hizo amago de continuar con sus objeciones pero Felipe se lo impidió.
—Decid al rey Luis, en nombre de mi esposa y en el mío, que aceptamos la invitación: viajaremos por Francia y le presentaremos nuestros respetos.
César Borja acogió la decisión con una reverencia. Busleyden guardó silencio. A pesar de su notoria francofilia, el consejero mantuvo sus reservas. Por diferentes motivos, la estancia en el reino vecino podría trastornar el acceso al trono de su señor, un proceso que él mismo había inspirado. Demasiado había intervenido ya la Providencia a su favor, pensó el arzobispo, por tanto convenía no tentar a la Fortuna…
En cuanto Felipe y él estuvieron a solas, Busleyden expuso sus temores.
—Señor, bien sabéis de mis simpatías por Francia, ¡pero pensad el riesgo que corréis! ¡Podría tratarse de una celada!
—Sosegaos, eminencia.
—¿Y si el rey de Francia pretende tomar a vuestra esposa como rehén para negociar con los españoles? —perseveró el eclesiástico.
—¿Complacerá a mis suegros que su hija acuerde de buen grado viajar por territorio enemigo? —le preguntó Felipe a su vez, a bocajarro.
—Por supuesto que no.
—Por eso he aceptado —declaró El Hermoso, con una sonrisa maliciosa en su rostro, y se regocijó al comprobar que su consejero no lograba entrever sus intenciones—. Es mi deseo atirantar la relación entre ellos y mi esposa, con el fin de atraerla a mi causa.
—¿Pretendéis que Juana rompa con sus padres?
Felipe se puso serio y encaró a Busleyden.
—A menos que la aleje de su influencia, no seré sino el consorte de la reina de Castilla.
—Primero habréis de convencer a Juana para que acepte viajar por Francia —objetó el otro, con franco escepticismo—. ¡Ardua tarea os proponéis!
Sin embargo, la conversación quedó interrumpida por una noticia procedente de Bruselas. El 18 de julio de 1501, Juana había dado a luz. Felipe preguntó al emisario si el recién nacido era varón, pero el emisario se limitó a negar con la cabeza.
—Maldita perra —farfulló el borgoñón.
En aquellos días, Cristóbal Colón regresó por fin a Castilla. Había desembarcado en Cádiz, según informó Fonseca a sus majestades. Isabel se mostró impaciente por que se personara en la corte.
—No son pocas las explicaciones que nos debe.
—Comparecerá —aseguró el obispo—, mas temo que el almirante prepara otra de sus artimañas.
—¿A qué os referís?
—Son tan graves las acusaciones que pesan sobre él que el juez pesquisidor que enviasteis ordenó que viajara en la bodega, cargado de cadenas —refirió Fonseca. Por su expresión, el clérigo comprendió que Isabel no se lo esperaba—. Pues bien, ahora pretende presentarse en la corte en el mismo estado en que ha hecho la travesía.
—¿Encadenado? —inquirió la reina, atónita—. ¿Por qué?
—El almirante rehusó acatar las órdenes que portaba Bobadilla —expuso el obispo con gravedad—. Este hubo de recurrir a las armas para poner fin a los abusos de la familia Colón.
—¿Qué tipo de abusos? —indagó Isabel, cada vez más preocupada.
—La lista es larga —murmuró Fonseca—. Bobadilla asegura que hasta los propios hombres del almirante presentaron quejas sobre este y sus hermanos.
—Que se presente en la corte de inmediato, ¡y sin cadenas! —ordenó la reina con rotundidad—. Poned a su disposición los fondos necesarios para que acuda dignamente vestido.
Fernando recibió con gran ceremonia a don Luis de La Trémoille, vizconde de Thouars y chambelán del rey de Francia. Las relaciones entre ambos reinos no se regían en aquel momento por la belicosidad que las había dominado antaño hasta devenir casi en una tradición. No obstante, permanecía la desconfianza y la prevención, hecho natural entre rivales con un pasado común tan ardoroso.
—Os ruego excuséis la premura de mi visita —se disculpó La Trémoille, muy respetuoso.
—Estoy seguro de que el motivo lo merece —replicó el aragonés, a la expectativa.
—Así es —corroboró el otro—. El rey de Nápoles tiene conocimiento de lo acordado en Granada.
A Fernando, que solía mantenerse bien informado de lo que sucedía a su alrededor, no le sorprendió la noticia.
—Breve es la vida de los secretos en nuestras cortes…
—Os aseguro, alteza, que la reacción del napolitano ha de inquietarnos más —advirtió el francés—: Fadrique ha apelado al turco en busca de ayuda.
—¿Estáis seguro de lo que decís? —insistió Fernando.
—Por supuesto, majestad —ratificó La Trémoille—. Fadrique se dispone a abrir las puertas de su reino al infiel a cambio de protección.
El rey de Aragón sopesó la noticia con enorme preocupación. Intercambió una breve mirada con Gómez de Fuensalida, cuyo semblante acusaba pareja inquietud.
—Dominar Nápoles es ocupar la antesala de Roma —terció este último.
—Por ello urge intervenir antes de que los turcos tomen posiciones —reiteró el chambelán del rey Luis—. Hemos de ejecutar de inmediato lo firmado en Granada: iniciemos la invasión y arrebatémosle el trono a Fadrique.
—Los napolitanos defenderán su territorio hasta la muerte —murmuró Fernando, meditabundo—, tanto si el invasor es otomano como si somos nosotros.
—¿Acaso lo desconocíamos antes de repartirnos el reino? —repuso La Trémoille.
—No nos precipitemos —resolvió el aragonés—. Aún podemos evitar mancharnos las botas de barro y sangre en Nápoles… si Su Santidad nos ayuda.
Tanto Fuensalida como Luis de La Trémoille contemplaron al rey, intrigados.
—Disponed lo necesario: viajaréis juntos a Roma.
Cuando el diácono anunció al arzobispo de Toledo que Hernando de Talavera deseaba ser recibido en audiencia, Francisco Jiménez de Cisneros permaneció unos instantes en silencio, con aire circunspecto, mientras meditaba sobre la conveniencia de entrevistarse con el titular de la archidiócesis granadina. El franciscano tomó aliento, como quien se prepara para afrontar una tarea que sabe fatigosa en grado sumo.
—Está bien, hacedlo pasar —murmuró, por fin, y volvió a sus lecturas. En cuanto Talavera hubo aparecido, el arzobispo de Toledo se dirigió a él sin interrumpir la tarea—. Si os conozco lo suficiente, diría que esta no es una visita de cortesía, ¿me equivoco?
—Cierto, eminencia reverendísima —reconoció el recién llegado—, bien sabéis que no soy amigo de los usos mundanos.
Cisneros sonrió.
—En eso coincidimos. ¿Qué os trae a la corte?
—Las alcabalas, el impuesto que recauda fondos para la guerra contra el infiel desde tiempos del rey Alfonso XI.
El arzobispo de Toledo, sin vislumbrar el problema, aguardó una explicación pormenorizada, que el de Granada venía dispuesto a proporcionar.
—Eminencia, la guerra en Castilla acabó hace años. El infiel, más que doblegado, ha sido aplastado —subrayó Talavera—. Las alcabalas carecen ya de justificación.
—Y sin embargo no han cesado de cobrarse —se adelantó Cisneros.
—No solo en eso radica la injusticia —aclaró el jerónimo—. El monto del impuesto, un diezmo sobre cada venta, lo decide el recaudador según su albedrío; por ello, se ha convertido en un pozo de corrupción.
—¿Tan frecuente es el abuso? —indagó el otro, con interés.
—Diría que robo es palabra más justa —enfatizó Talavera—. Allá donde miréis menudean favores a amigos y perjuicios a enemigos.
—¿Qué queréis de mí, fray Hernando?
—Que intercedáis ante sus majestades para acabar con las alcabalas —declaró el interpelado.
—Hacedlo vos, tenéis mi bendición —le exhortó Cisneros, con toda naturalidad.
—Pero no vuestro poder —adujo Talavera—. Ni vuestra influencia.
Cisneros reflexionó en silencio. Su interlocutor hubo de contener su impaciencia.
—Grandes han sido nuestros desencuentros —evocó, finalmente, el arzobispo de Toledo.
—Tan presentes como vos los tengo, eminencia.
—Mas lo que pedís es de justicia —apostilló el franciscano, decidido—. Así lo haré saber.
Talavera inclinó el mentón, con sincera gratitud. No se había equivocado al intuir que aquel hombre tan cerril antepondría su riguroso sentido de la justicia a cualquier otra consideración.
Demacrado, humillado, debilitado, así condujeron a Cristóbal Colón ante la reina, en compañía de su hermano Bartolomé. Desde el trono, Isabel se estremeció al ver de esta guisa a su almirante. Siempre había apreciado el talento y la capacidad de aquel hombre y, a pesar de sus desmanes, a la reina le dolió contemplarlo en semejante estado.
Bartolomé, sin embargo, parecía complacerse en hacer alarde de entereza, o así lo interpretó el obispo Fonseca, que ya especulaba con el castigo para semejante arrogancia. Cuando Cristóbal se hubo aproximado a la soberana, cayó súbitamente de rodillas ante ella.
—¡Majestad! ¡Soy víctima de una terrible injusticia! —declamó, entre sollozos—. ¡Juro que siempre fui leal a Castilla y a vos! ¡Os lo juro por mi honor!
Isabel observó impasible al otrora orgulloso virrey.
—Levantaos, os lo ruego. —Colón obedeció. Entonces, la reina se dirigió a su hermano Bartolomé, que había permanecido erguido todo el tiempo, y lo hizo con una mirada cargada de severidad—. ¿Vos no os postráis ante vuestra reina?
—Lo haré cuando cumpláis lo pactado conmigo y con mi hermano —replicó el otro, altanero.
El intento de Cristóbal para apaciguar a su vehemente hermano quedó en un gesto inútil.
—Os aconsejo que refrenéis vuestra lengua —le espetó Fonseca—. Se os ha traído ante la reina de Castilla para que respondáis por vuestro comportamiento.
—Si no os satisfacen mis servicios, pagadme los sueldos que me adeudáis y mi lengua callará para siempre —repuso Bartolomé, sin vacilación alguna.
—¡Basta! —intervino Isabel, indignada—. Almirante, estáis aquí por orden del juez pesquisidor enviado por la Corona. —Colón atendió a la reina con aparente docilidad—. En mi nombre, don Francisco de Bobadilla os ha despojado de los títulos de virrey y gobernador de los nuevos territorios. Yo refrendo su decisión ante vos.
La sentencia cayó como una losa sobre el navegante.
—Majestad, aún no habéis escuchado mis razones…
—Estoy segura de que están a la altura de las acusaciones que pesan sobre vos —interrumpió autoritaria la soberana.
Cristóbal Colón la contempló, abatido y pasmado por haber perdido el favor de Isabel hasta tal punto.
—No os llaméis a engaño, almirante —prosiguió ella—. Nada de lo que digáis os devolverá los títulos a los que tan escaso honor habéis rendido. Sois libres, vos y vuestro altivo hermano, esa es toda vuestra ganancia.
En Flandes, la archiduquesa mecía con suavidad la cuna en la que dormía Isabel, su hija recién nacida, mientras Felipe la ponía al corriente de sus planes para viajar hasta Castilla a través de Francia. Juana reaccionó con incredulidad al escuchar sus propósitos.
—¿Habéis perdido el juicio? —inquirió, sin alzar la voz, para no despertar a la pequeña.
Felipe cogió su mano con aparente ternura.
—Ya no debéis considerar a los franceses como adversarios —arguyó, conciliador—, vuestros padres han firmado la paz con el rey Luis.
—¡Pero si yo le rindiera homenaje constituiría una afrenta para ellos! —exclamó la infanta, horrorizada, alzando la voz.
—¿De qué afrenta habláis, mi señora? —porfió Felipe, con insólita paciencia—. Ellos mismos no han escatimado para agasajarlo en Granada.
—¡Estaríamos en sus manos! ¿No lo veis?
—No debéis preocuparos, su majestad garantiza personalmente nuestra seguridad.
—¡Miente! ¡Y vos solo pensáis en lo que os conviene! —le acusó Juana, cada vez más enojada, al tiempo que mecía la cuna con creciente energía.
—¡¿Acaso vuestro padre no lo hace?! —bramó Felipe, agotada su paciencia—. ¡Él vela por sus intereses, a costa de sacrificar el futuro de sus hijos y nietos!
Isabel rompió a llorar.
—¡Y aún os atrevéis a avergonzarme pidiendo dinero para el viaje! —replicó Juana, indignadísima—. ¡Sois un miserable!
La infanta se encontraba poseída por tal irritación que ni siquiera reparó en el llanto cada vez más angustiado de la pequeña.
—¡Os prevengo: el viaje a Castilla será por Francia, o no será! —la amenazó furioso su marido.
Acto seguido, Felipe abandonó la estancia. En el pasillo aguardaba don Juan Manuel de Villena, testigo de los gritos y los lloros que procedían de la cámara de la archiduquesa.
—Mi señor, si me lo permitís, yo hablaré con la infanta —sugirió—. Viajaréis por Francia, pero es mejor que doña Juana lo haga convencida de las ventajas de vuestra decisión.
—Como gustéis —murmuró Felipe, de mala gana—. ¡Hacedlo si sois capaz y sabré recompensaros!
Ante el pequeño altar situado en el interior de la cámara de Isabel, la reina y su hija Catalina se santiguaron una vez que hubieron concluido sus oraciones. La soberana se fijó en la ilusión que desprendía la sonrisa de la joven.
—Pocas veces os he visto tan jubilosa, Catalina —observó—. ¿Tanta dicha os procura la oración?
A Catalina se le escapó una risita, deseosa como estaba de compartir el motivo de su exaltación.
—No es la oración, madre —confesó—, sino que he recibido carta de Inglaterra. De Arturo, mi prometido.
—¿Y qué nuevas envía el príncipe de Gales, que os provocan tanta felicidad?
—Oh, son cartas personales. —Catalina no pudo evitar ruborizarse—. Arturo es muy vehemente… y apasionado.
—En ese caso, haréis bien en no compartirlas con nadie, ni siquiera con vuestra madre —repuso, comprensiva, la reina.
La joven aceptó la recomendación con una tímida sonrisa. No quería evidenciar su impaciencia y por ello titubeó unos instantes antes de formular una pregunta que ya no abandonaba su mente.
—¿Cuándo partiré a Inglaterra?
El rostro de Isabel reflejó una profunda tristeza al oír aquello. La reina temía tanto que llegara ese momento como su hija lo anhelaba.
—¿A qué tanta premura?
—Pronto cumpliré dieciséis años —adujo Catalina—, debo casarme.
—Sois la única hija que nos queda en Castilla —le recordó Isabel—; ¿no os apena separaros de vuestros padres?
La joven comprendió lo que representaba para su madre, tan devastada por los acontecimientos de los últimos años, y se sintió culpable.
—Excusadme, madre, no quería disgustaros.
La reina acarició su rostro.
—No os inquiete el pesar de una madre egoísta que ve partir a sus hijos —musitó—. Pronto llegará vuestro momento. Hasta entonces, os ruego que nos deleitéis con vuestra compañía.
Catalina aceptó su voluntad con un abrazo pleno de dulzura. Al estrecharla entre sus brazos, Isabel rogó en silencio al Señor que protegiera de todo mal a aquella hija suya, ya que le había arrebatado a tantos seres queridos.
Lo cierto es que la joven ignoraba cuán cerca se hallaba de ver cumplido su anhelo, pues sus nupcias fueron objeto de atención en la siguiente reunión del Consejo Real.
—El último de los asuntos pendientes es el que llega con mayor urgencia —refirió Gonzalo Chacón—. El rey de Inglaterra reclama a la infanta: desea casarla con el príncipe Arturo cuanto antes.
A Isabel le dio un vuelco el corazón y hubo de esforzarse por mostrarse impasible, hecho que no le pasó desapercibido al noble.
—¿A qué tan repentina prisa? —quiso averiguar Fernando.
—Majestad, merman las finanzas de la Corona inglesa —argumentó Andrés Cabrera—. Cuanto antes se celebre el matrimonio, antes dispondrán de la dote.
—Ahora entiendo las encendidas misivas de amor que recibe nuestra hija —murmuró amargada la reina—. ¡Bendita inocencia!
—También pesa la legitimidad —aclaró Chacón—: Catalina es una Lancaster, al rey Enrique le conviene el matrimonio para atajar las aspiraciones de los York. El propio archiduque Felipe ha ofrecido a su hermana Margarita como esposa, para subsanar la viudedad del rey Enrique.
—Al diablo Felipe y Margarita, ya nos ocuparemos de ellos —masculló Fernando—. Lo importante ahora es Catalina. —Isabel, afectada, reprimió el deseo de postergar la decisión que, por otra parte, compartía—. Los ingleses deben saber que nuestro compromiso con ellos sigue firme. Preparadlo todo, don Andrés, nuestra hija ha de partir hacia Inglaterra.
La reina apenas inclinó el mentón para corroborar el dictamen de su esposo. Nunca un gesto tan leve le resultó tan doloroso.
Tal y como se había comprometido con el archiduque, el señor de Belmonte empleó sus mejores artes para convencer a la futura princesa de Asturias.
—Señora, vuestra insistencia en viajar a Castilla por mar os honra —reconoció el noble—, pero mayor servicio prestaréis a las Españas si acompañáis a vuestro esposo por Francia.
—No os entiendo —discrepó Juana, desconcertada—. ¿Qué servicio habría de prestar ofendiendo a mis padres?
Don Juan Manuel se aproximó a ella.
—No debéis perder de vista al archiduque —afirmó en voz baja. La infanta escuchó asombrada tan arriesgada confidencia. Villena continuó su exposición, con gesto pesaroso—. No me malinterpretéis, señora, pues tengo en gran estima a don Felipe, al igual que vos. Mas temo la influencia que el rey Luis pueda ejercer sobre vuestro esposo. Y vos también deberíais recelar, pues así lo exige vuestra alcurnia.
—¿Pretendéis que espíe a mi propio marido? —inquirió la infanta, confusa.
—Solo que estéis atenta a los manejos del francés —replicó el otro—. Al enemigo es mejor vigilarlo de cerca. Observad, os lo ruego, e informad de todo a sus majestades cuando lleguemos a Castilla.
Juana reaccionó con súbita violencia y apartó a don Juan Manuel de su lado.
—¡Dejadme! ¡No quiero oír más! ¡Salid!
El señor de Belmonte se mostró compungido por el efecto que sus admoniciones habían causado.
—Alteza, solo la prudencia me ha movido a sugerir…
—¡Mi esposo no es ningún traidor! —vociferó Juana.
—Semejante dislate nunca ha cruzado mi mente, ¡os lo juro por lo más sagrado! —objetó Villena, con humildad, pero también con firmeza—. Si de mis palabras se desprende tal conclusión, os suplico que las olvidéis.
Desde tiempo atrás, la archiduquesa se negaba a aceptar la realidad a la que la abocaban demasiados indicios, como bien señaló Fuensalida en su día. El empeño de Felipe en atravesar los dominios de adversario tan prominente coronó unas sospechas que a la joven se le antojaron insoportables. Sin embargo, como sucedería en ocasiones cruciales a lo largo de su prolongada existencia, el sentido de la responsabilidad de Juana predominó sobre aquello que tanto la perturbaba.
—No he de deshonrar a mis padres en este trance —declaró por fin, rotunda, tras sosegar su enojo—. Si para ello he de seguir vuestro consejo, sea: acompañaré a mi esposo y estaré vigilante a cuanto acontezca en nuestro paso por Francia.
—Lo celebro —musitó Villena, aparentemente aliviado—. Es lo más prudente.
—Vos permaneceréis a nuestro lado —le exhortó Juana—. Levantaréis acta y testimonio de todo cuanto ocurra. Que llegado el momento pueda servir para justificar mi decisión ante mis padres.
Don Juan Manuel inclinó el mentón con enorme respeto, y satisfecho por partida doble, pues la confianza de la infanta en él se había robustecido, al tiempo que la traicionaba a favor de su esposo. Toda una hazaña de la que, cuando la ocasión fuese propicia, algún beneficio obtendría.
De acuerdo con el requerimiento de Fernando, Gutierre Gómez de Fuensalida y Luis de La Trémoille se presentaron en la Santa Sede. Los embajadores confirmaron al Papa las intenciones de sus soberanos sobre Nápoles. Alejandro VI, como era de suponer, no las escuchó con agrado.
—Os repartís el reino a mis espaldas y ahora venís a que os dé mi bendición —murmuró.
—Os conviene —razonó La Trémoille—, a riesgo de veros de rodillas ante el turco. —El pontífice encajó el golpe y ello provocó la sonrisa del francés—. No os inquietéis, jamás permitiremos que el rey de Nápoles ponga Roma al alcance de los otomanos.
—Ayudadnos a impedirlo de forma incruenta, es todo cuanto solicitamos de vos —terció Fuensalida—. Poseéis autoridad para deponer a Fadrique sin recurrir a las armas.
—Una autoridad que sus majestades ignoran cuando les conviene —apostilló, molesto, el papa Borja.
—Santidad, no quisiera recordaros que vuestra ayuda es conveniente pero no imprescindible —matizó el representante de Fernando—. Fadrique ha de ceder la corona. Si no le obligáis vos, lo haremos españoles y franceses.
—Y de peores modos —remató La Trémoille.
La advertencia de los embajadores no cayó en saco roto. A decir verdad, la alianza entre Luis y Fernando reducía el margen de maniobra de Roma, donde la sola mención del peligro turco levantaba una oleada de espanto.
Entretanto, Francisco Jiménez de Cisneros tuvo oportunidad de exponer ante los Reyes Católicos la petición de Hernando de Talavera para suprimir las alcabalas, con argumentos que el franciscano ya consideraba propios. El rey de Aragón, pendiente como estaba de la inminente ocupación de Nápoles, no aplaudió la iniciativa del eclesiástico.
—Os aseguro que no es tiempo para abolir impuestos, eminencia.
—¿Acaso existe el momento adecuado, majestad? —repuso el arzobispo de Toledo.
—Todos deben contribuir a la defensa del reino —declaró Fernando—. El infiel amenaza ahora a la cristiandad desde Nápoles.
—Majestades, permitid que insista: la recaudación de las alcabalas es fuente inagotable de corruptelas —alegó Cisneros.
—Basta —zanjó el rey—. No vamos a eliminarlas, lo pida quien lo pida. La paz y la justicia cuestan dinero, decídselo a quienes demandan semejante desatino. —Dicho lo cual, Fernando dio por terminada la audiencia y miró a su esposa—. ¿Me acompañáis?
—Enseguida —contestó ella—, necesito confesión.
Cuando quedaron a solas, Cisneros se preparó para escuchar los pecados de la reina, pero Isabel lo detuvo.
—Teneos —le dijo en voz baja—. Solo quiero que sepáis que comparto vuestra opinión.
—¿Y calláis ante vuestro esposo? ¿Por qué? —preguntó el arzobispo, extrañado.
—Porque también comparto sus razones —reconoció la soberana—. Eminencia, quiero que defendáis vuestra propuesta ante el Consejo de Castilla. No puedo apoyaros en vuestra petición pero tampoco me opondré a una resolución favorable.
El religioso comprendió la postura de su señora y asintió.
—Os lo agradezco, majestad.
En el acervo de Cristóbal Colón, el favor de Isabel no constituía la prenda de mayor valor, pero desde luego que había propiciado la consecución de sus éxitos. Por este motivo, el almirante se empecinó en hacer lo posible por restaurarlo, a pesar de reconocerse culpable de ciertos deslices. Todo ello pretendió argumentarlo en un escrito dirigido a la reina, que fue objeto de numerosos comentarios desdeñosos por parte de sus allegados.
—Perdéis el tiempo —le espetó Bartolomé—: La reina no atenderá vuestras súplicas, bien claro os lo dejó.
—No son súplicas, sino razones —arguyó Cristóbal—. Su majestad es libre de ignorarlas, pero yo moriré con la conciencia tranquila.
—¡Maldita sea! —exclamó su hermano, al tiempo que golpeaba la mesa con el puño—. ¡Conservad al menos la dignidad, pues poco más os queda!
—¡¿Acaso no lo hago defendiéndome?! —adujo el otro, enrabietado.
—¿Con una carta? ¡Valiente forma de protegeros ante tamaño atropello!
Fue entonces cuando Diego Colón solicitó a su tío que se calmara. Tanto la vehemencia de Bartolomé como la terquedad de su padre no harían sino agravar su penosa situación.
—Padre, no os pueden arrebatar por la fuerza derechos y títulos —razonó Diego—. Existen documentos firmados por los propios reyes que lo impiden.
—¿Queréis meteros en pleitos con la Corona? —repuso, atónito, el navegante—. ¡¿Habéis perdido el seso?!
—¡No solo os están avasallando a vos, también a vuestra familia! —alegó Diego—. ¡Hacedlo por nosotros!
Las palabras de su hijo conmovieron al marino. Tal vez la humildad ya hubiera quedado fuera de lugar y sus propias faltas resultaran de escasa enjundia comparadas con el atropello que sufría a manos de los reyes.
Como no podría ser de otro modo, causó consternación en Castilla la noticia de que los próximos príncipes de Asturias atravesarían Francia para personarse en el reino.
—¡Ese malnacido de Felipe nos toma por memos! —exclamó Fernando—. ¡Y nosotros le damos la razón financiando el viaje!
—Dios mío —murmuró Isabel, alarmada, al tiempo que se santiguaba—. Va a poner a la heredera al trono a merced del enemigo… ¿Qué podemos hacer?
—Poco, mi señora —admitió Fuensalida, cariacontecido—. Por muchas garantías que haya prometido el rey Luis, vuestra hija estará en sus manos.
—Lo malo es que ignoramos si el francés tiene intenciones ocultas —apostilló Chacón.
Fernando miró a su esposa y, acto seguido, se dirigió al noble con determinación.
—Ordenad que armen una carraca con los quinientos mejores soldados que podáis reunir. Que partan inmediatamente hacia Flandes. Y aprovisionadla bien, la espera puede ser larga.
—¿Con qué objetivo, majestad? —quiso saber Chacón.
—Proteger a nuestro nieto Carlos —respondió Isabel por su marido—. Si alguna desgracia ocurriera a sus padres, Dios no lo permita, él sería nuestro heredero.
—Al menor contratiempo, ordeno que arranquen al niño de manos de los borgoñones y lo traigan a Castilla —manifestó el monarca con severidad—. Y recemos para que el sentido común prevalezca en Francia.
Los reyes pusieron fin a la audiencia e Isabel abandonó el salón del trono. Gonzalo Chacón se rezagó a propósito para parlamentar en privado con Fernando.
—Señor, hay otro asunto —anunció en voz baja—: Se trata de Italia.
—¿Ofrecen resistencia los napolitanos?
—No, gracias a Dios. Cuando supieron que el Papa había depuesto a Fadrique arrojaron las armas. Sin embargo… —Chacón vaciló y bajó aún más el tono de su voz—. No he querido mencionarlo en presencia de la reina, pero en Nápoles menudean las escaramuzas entre nuestros hombres y los franceses.
—Decidme, ¿por qué motivo? —inquirió preocupado el soberano.
—Al parecer no hay acuerdo sobre las fronteras establecidas en Granada.
—Precisamente ahora —protestó Fernando, entre dientes.
—En verdad no podría suceder en peor momento.
—Nuestra obligación es evitar pleitos con Francia —sentenció Fernando—. No podemos permitir conflicto alguno con Juana en la corte del rey Luis. Que venga Fuensalida al despacho.
Chacón acató el mandato. El soberano aferró su brazo.
—Celebro vuestra sensatez. No digáis nada a la reina sobre este asunto, bastante preocupada está ya por nuestra hija.
A esas alturas, los archiduques ya habían dejado a sus hijos en Malinas al cuidado de Margarita, mientras completaban el periplo que los conduciría hasta la corte del rey Luis. Cada una de las villas que cruzaron en su recorrido se esmeró por agasajarlos: Mons, Valenciennes, Cambrai, San Quintín, París… El viaje, de por sí lento debido a las descomunales dimensiones de la comitiva, se demoró durante semanas hasta que Felipe y Juana fueron recibidos en el castillo de Blois con todos los honores.
—¡El duque de Borgoña, don Felipe de Habsburgo y su esposa, la infanta doña Juana de Castilla y Aragón! —anunció un lacayo ante la corte francesa.
Con no menor pompa y boato, los futuros príncipes de Asturias entraron en el salón del trono, seguidos por sus acompañantes, entre los que no faltaban Francisco de Busleyden y Juan Manuel de Villena. En cuanto llegaron frente a los reyes de Francia, el cortejo se detuvo. Todos hicieron una profunda reverencia, excepto Juana. La actitud de la infanta no pasó desapercibida para nadie. A pesar de los murmullos de los presentes, la castellana se mantuvo firme.
—Inclinaos ante el rey de Francia. ¡Os lo ordeno! —la conminó su esposo, irritado, pero obligado a hacerlo con voz queda y sin aspavientos.
—No rendiré pleitesía a los enemigos de Castilla y Aragón —reiteró Juana.
Felipe fulminó con la mirada a la recalcitrante archiduquesa. El rey Luis, perplejo, aguardó hasta que aquella situación extraordinariamente tensa se resolviera. Su esposa, Ana de Bretaña, se inclinó hacia él.
—Temo, señor, que la española no está dispuesta a rendirnos honores —le susurró.
Puesto que nadie reaccionaba, Luis decidió romper el protocolo. Abandonó el trono y, con la mejor de sus sonrisas, se aproximó a los recién llegados.
—¡Bienvenidos a Francia! —manifestó—. ¡Querido Felipe, por fin nos conocemos!
—Majestad, es un honor saludaros —afirmó el interpelado, al tiempo que repetía su reverencia.
—Y vos sois Juana —añadió el francés, sin perder la sonrisa, pero mirándola con dureza. La infanta asintió y, una vez más, rehusó inclinarse ante él. Luis acabó por admirar su tozudez—. Digna heredera de vuestros padres. Sed vos también bienvenida a Francia.
—Gracias, majestad —replicó, seca.
—Permitid que os presente a mi esposa. —El soberano tomó la mano de la archiduquesa y, mientras se dirigían hacia el trono donde aguardaba Ana de Bretaña, musitó—: No os preocupéis, os proporcionaré un galeno para aliviar vuestro mal.
—¿A qué mal os referís? —preguntó ella.
—Al que os impide inclinaros ante el rey de Francia.
Gómez de Fuensalida acudió al despacho, como se le había requerido. Fernando lo puso al tanto de la situación.
—Aunque las noticias que llegan de Italia me preocupan, lo cierto es que me han proporcionado una excelente excusa —le refirió el aragonés—. Partiréis de inmediato a Francia. Aclarad con los franceses el asunto de Nápoles: que las fronteras queden bien establecidas.
El embajador aceptó la encomienda, con la misma disposición de siempre.
—Conservad las posiciones ganadas —le exhortó Fernando—. Pelead cada palmo de tierra napolitana como si fuera suelo aragonés. Bastante cedimos en Granada.
—Así lo haré, señor.
—Oficialmente, esa es vuestra misión —le confió el soberano—. Pero os encargaréis de algo más importante: informadme de cada paso que den mi hija y su esposo en Francia. Habréis de hacerlo con suma discreción. Todo resulta relevante, no ahorréis detalles en vuestras misivas, ¿entendido?
Fuensalida asintió. El gesto de Fernando se endureció.
—Y si las cosas se tuercen —prosiguió el rey—, dirigíos a Amberes y organizad el secuestro del hijo de Juana. —El diplomático acató la orden, consciente de la importancia de la encomienda. El aragonés remató con una severa advertencia—. No erréis en vuestro juicio, amigo mío, están en juego los tronos de Castilla y Aragón.
El interpelado respondió con una reverencia.
—Confiad en mí, majestad.
Antes de presentar su propuesta para suprimir las alcabalas ante el Consejo, como le había sugerido la reina, Francisco Jiménez de Cisneros se volcó en la argumentación de la misma. Con tal fin, requirió los servicios de un vizcaíno, Juan López, con quien departió en las dependencias del palacio arzobispal.
—Dicen que sois el hombre que más sabe de cuentas de toda Castilla. ¿Estudiasteis el documento sobre las alcabalas que os envié?
—Sí, eminencia —ratificó el aludido.
—¿Acaso tenéis ya una propuesta que podamos defender?
Juan López asintió.
—No obstante, antes debo advertiros: quienes os previnieron contra la eliminación del impuesto no erraban en su juicio.
Cisneros quedó contrariado por el aviso.
—No os he llamado para que apoyéis a quienes se oponen a mí, sino para que me ayudéis a combatirlos.
—Como gustéis —acató el vizcaíno—. Eminencia, los recaudadores son fáciles de sobornar. Como sabéis, en ese hecho reside el origen de las corruptelas, pero existe una manera de evitarlo.
—Decidme, ¿cuál es?
—Basta promulgar que el cálculo de la suma a pagar por las ventas efectuadas no dependa de los recaudadores —afirmó el experto.
—¿Y cómo haríais tal cosa?
—Sustituyendo las alcabalas por un impuesto fijo que ingrese la misma cantidad en las arcas —expuso López—. Terminaríais con un tributo injusto pero sin merma de riqueza.
—Me agrada vuestra propuesta, aunque no parece suficiente —refutó Cisneros, tras unos momentos de reflexión—. Han de pagar más quienes más tienen, y no al revés.
El vizcaíno titubeó antes de continuar.
—Existe el modo, eminencia… Pero temo que no os plazca.
Todos en el séquito de los archiduques supusieron que el desplante de Juana ante la corte francesa daría motivo para otra violenta disputa entre sus señores. En efecto, quienes así lo presagiaron acertaron de pleno.
—¡Vuestro comportamiento ha sido indigno y grosero! —la reprendió Felipe, a gritos—. ¡No solo habéis ofendido al rey de Francia, también a Flandes, a quien representáis!
—¡Os olvidáis de que también represento a Castilla y Aragón! —alegó Juana, vociferante.
El borgoñón, fuera de sí, cogió a su esposa por el brazo y se lo retorció sin piedad.
—¡Vais a tragaros vuestra soberbia!
La infanta no cedió, a pesar del dolor.
—¡Soy la heredera de Castilla y Aragón! —aulló—. ¡No me humillaréis ante los enemigos de mi reino!
Como Felipe hizo ademán de enroscar aún más el brazo de Juana, esta se las ingenió para morderle con fiereza. Al sentir los dientes de la castellana clavados en su carne, el archiduque la soltó y la arrojó al suelo. Desde allí, la infanta dirigió una mirada desquiciada a su marido, cargada de odio pero también de orgullo, pues no había logrado doblegarla.
En Castilla, mientras tanto, el enfrentamiento entre la Corona y los Colón estaba a punto de adquirir nuevos tintes, cada vez más preocupantes. El almirante había decidido demandar a sus señores por haber incumplido lo pactado en las capitulaciones de Santa Fe, tal y como el obispo Fonseca acababa de relatar a Isabel.
—Colón contra los soberanos de Castilla, ante un tribunal —resumió, pasmada—. El almirante ha enloquecido, sin duda alguna.
—No tanto, majestad —objetó sombrío el clérigo—. Sabe que puede causar gran quebranto a la Corona con sus acusaciones.
—¿Qué proponéis para atajar sus planes?
—Lo más prudente sería encerrar al almirante —sugirió Fonseca— y juzgarlo por los abusos y las infamias cometidos en vuestro nombre, lo que resulta todavía más oneroso.
La reina rehusó tomar tales medidas.
—Que se presente ante mí —declaró, decidida—. Si quiere pleitos, los tendrá.
El obispo cursó el requerimiento y el navegante no se demoró en acudir a la llamada de la soberana. Esta no se anduvo con paños calientes.
—Almirante, no saldréis airoso de una querella contra la Corona —le advirtió desde el trono—. Recoged vuestra ganancia, que no ha sido menuda, y vivid en paz.
—Poca paz he de hallar si no porfío hasta el último suspiro por lo que me corresponde según vuestra propia ley.
—Señor, los contratos tienen dos firmantes —le recordó Fonseca—. El incumplimiento de los compromisos adquiridos por una parte libera a la otra de los suyos.
—¿También sois experto en leyes, monseñor? —masculló Colón, despectivo.
—Solo en las de Dios —replicó el obispo—. Mas poca sabiduría se precisa para ver que vuestra codicia y vuestra virtud como gobernante no están a la par.
—¡Dad gracias a vuestro hábito —vociferó el marino—; si fuerais un hombre como los demás…!
Isabel se puso en pie, con ademán autoritario.
—¡Almirante, amenazando al obispo amenazáis a vuestra soberana!
La tensión entre los dos enemigos alcanzó su cota máxima. En su fuero interno, el clérigo disfrutó por haber logrado que cayera en su provocación. Colón hizo lo posible por contener su enojo e ignorar al rival.
—Majestad, no negaré que cometimos injusticias, incluso atrocidades…
—¡Reconocéis, por fin, las acusaciones de Bobadilla! —celebró Fonseca.
—¡La tarea era ardua, y mis hombres, convictos en su mayoría, difíciles de gobernar! —alegó el interpelado—. Pero juro que he defendido en todo momento los intereses de Castilla.
El almirante percibió una fría desconfianza en la mirada de la reina. En verdad se había quebrado el vínculo entre ellos.
—Y este es el pago que recibo: ¡verme deshonrado! —se lamentó, desfondado—. ¡Vilipendiado por un rufián como vos! —Colón se adelantó a la réplica de monseñor y habló en dirección a su señora, con rotundidad inapelable—. Habrá pleito, majestad, no lo dudéis. ¡Es de justicia!
Y abandonó el salón del trono, ante la mirada furiosa de quien fuera su protectora.
Mientras recorrían los alrededores del castillo de Blois, a las orillas del Loira, Juana compartió su desasosiego con el señor de Belmonte. La infanta se declaró triste y desorientada en grado sumo.
—No debí avenirme a este viaje, donde solo encuentro ofensas y humillaciones. ¿Estáis seguro de que mis padres lo entenderán?
La aparición de un jinete escoltado por un pequeño séquito de caballeros armados impidió la respuesta. Al descubrirse ante ella, la infanta identificó a Gómez de Fuensalida.
—Alteza, sus majestades los reyes os envían saludos —manifestó el embajador, con una respetuosa reverencia.
—¿Están enojados conmigo? Decidme —lo apremió Juana, con gran inquietud.
—Tranquilizaos, vuestros padres están al tanto de todo lo que ocurre, os lo aseguro.
—Mi esposo disfruta con las provocaciones que les inflige —se lamentó ella.
—Lo sé. —Fuensalida se dirigió a la joven con la acostumbrada deferencia, pero también con firmeza—. Mis consejos no siempre han sido de vuestro agrado, pero os ruego que me escuchéis: templad vuestro ánimo, en particular ante los franceses… No es momento para alimentar viejas enemistades, os lo aseguro.
—¿No debo plantar cara al enemigo de mis padres? —quiso confirmar Juana, desconcertada.
—Ahora no conviene —recalcó el diplomático—. Andad con tiento. Todos debemos hacerlo.
El señor de Belmonte se dio por aludido y se apresuró a corroborar el dictamen del enviado real.
—Así será —garantizó, con la mirada puesta en la archiduquesa—. Hemos de salir de este trance sin dañar los intereses de Castilla y Aragón, ni los vuestros propios.
Ante la unanimidad existente entre sus consejeros, Juana acató el mandato.
—La reina Ana ha requerido mi presencia en un oficio religioso —les comunicó—. Acudiré y les demostraré que una infanta castellana sabe comportarse incluso en compañía tan poco deseada.
Gómez de Fuensalida sonrió, complacido por la actitud de la joven. Mayor si cabía resultaba la satisfacción del señor de Belmonte pues, si Juana lograba apaciguar su animadversión hacia los franceses, Felipe lo atribuiría a sus buenos oficios.
No lejos de allí, a la vuelta de una prolongada jornada de caza en un coto cercano, el rey Luis y su chambelán aprovecharon el alborozo del archiduque para indagar acerca de sus planes.
—Al parecer, el matrimonio entre Catalina, la hija de vuestros suegros, y el príncipe de Gales es cosa hecha —refirió La Trémoille.
—Dios mediante —apuntó Felipe, insidioso—. Dicen que el príncipe Arturo es frágil como una florecilla.
El monarca francés sonrió y le dio la razón. El gesto animó la verborrea de su invitado.
—Si el rey Enrique acepta desposar a mi hermana, conseguiremos no solo un poderoso aliado, también menoscabar a Castilla y Aragón.
—Querido archiduque, sois astuto como un zorro —subrayó Luis.
El borgoñón agradeció el halago con una breve reverencia.
—Disculpadme, asuntos menores requieren mi mayor atención.
Felipe se hizo a un lado del camino para orinar contra un árbol. Los franceses murmuraron a sus espaldas.
—Un astuto y hermoso hijo de puta, sin duda —apostilló el soberano—. El archiduque nos cree pasmados.
—Temo que su ambición y galanura brillan más que su inteligencia, majestad —señaló La Trémoille.
—De momento, mejor tenerlo como aliado —razonó Luis—. Si estrecha sus lazos con Inglaterra, en el futuro dominará todos los reinos que rodean a Francia.
—Dudo que sus suegros lo permitan —recalcó irónico el chambelán—. Conozco a Fernando. Seguro que prepara al archiduque un recibimiento digno de su perfidia.
—Cuanto peor se lleven, mejor para nosotros, ¿no creéis? —sugirió el monarca.
—Sin duda, señor.
Terminados sus asuntos menores, Felipe se unió de nuevo a ellos y fue acogido por sus anfitriones con renovada —e hipócrita— cordialidad.
Luis de La Trémoille estaba bien informado, como venía siendo habitual. En Castilla, los Reyes Católicos despedían a su hija, la infanta Catalina, que se aprestaba a marchar hacia Inglaterra en un ambiente teñido de intensa emoción.
—Os dije que vuestros deseos no tardarían en cumplirse —le recordó Isabel, con ternura—, y así ha sido, incluso antes de lo que yo misma hubiera deseado.
—Que mi dicha cause vuestro pesar amarga mi partida —musitó la joven, culpable.
—No hay pena en mi corazón, tan solo melancolía. Permitidme una debilidad, hija mía —solicitó la soberana, al tiempo que tomaba su rostro entre las manos—. Recordad siempre quién sois y de dónde venís. Y rezad a Dios cada noche para que os ilumine.
Catalina asintió, conmovida.
—Seréis una gran reina, estoy seguro —afirmó Fernando—. Los ingleses desconocen aún lo afortunados que son: ¡deslumbradlos!
La aludida aceptó el halago con una sonrisa. Su madre la abrazó y, sin poder contenerse más, rompió a llorar.
—No ha lugar para el llanto, madre, pues os escribiré a menudo —la consoló su hija—. Lo juro por mi honor y el amor que os profeso.
Poco después, Catalina emprendió la primera etapa de su largo viaje. Los reyes la vieron partir con el corazón en un puño.
—Ahí va la última infanta de Castilla —musitó Fernando, al tiempo que abrazaba a su esposa, todavía anegada en lágrimas—. Que Dios la proteja.
Tal y como había anunciado, Juana asistió al oficio religioso en compañía de la reina de Francia. Durante la liturgia, un monaguillo alcanzó la posición que ocupaban junto a sus respectivas damas. El niño portaba una bandeja de plata con el fin de recoger el óbolo de las fieles. Según su costumbre, Ana de Bretaña repartió unas monedas entre sus damas para que ellas mismas las colocaran en la bandeja. Acto seguido, hizo lo propio con Juana, a la que pretendió entregar unas piezas con el mismo fin.
—¿Qué es esto, señora? —inquirió la archiduquesa, sorprendida y molesta.
—Una limosna para que la donéis por el alma de mi difunto hijo, el delfín.
—Soy la heredera de Castilla, no una de vuestras damas —le espetó la joven.
Aún no había terminado de pronunciar su frase cuando Juana ya se había despojado de unos pendientes adornados con brillantes para depositarlos en la bandeja. La arrogancia de la castellana escandalizó a las damas de Ana de Bretaña. La reina, sin embargo, la contempló con una tenue sonrisa en sus labios.
Por su parte, Gutierre Gómez de Fuensalida trataba de cumplir la doble misión que Fernando le había encomendado. El embajador se reunió con Luis de La Trémoille ante un mapa del reino de Nápoles. Aunque la discusión sobre la disputa fronteriza discurría en un contenido tono diplomático, la tensión entre ambos era palpable.
—En Granada firmamos un tratado para garantizar la paz —invocó Fuensalida.
—En eso estamos de acuerdo —repuso, severo, La Trémoille.
—Entonces ¿por qué vuestras tropas se empecinan en invadir nuestros dominios en Basilicata?
El español giró la carta hacia el francés y plantó un dedo sobre la mencionada región.
—Temo que os equivocáis —replicó impasible el chambelán de Luis—. Los límites que establecéis no son los acordados. Vuestro rey no debería reclamar ahora lo que cedió y, por tanto, no es suyo.
—¿Acaso estáis insinuando que mi señor actúa de mala fe? —inquirió Fuensalida, de mal talante—. ¿Que no respeta los términos del tratado?
—Lamentablemente, no puedo leer los pensamientos de vuestro señor, solo constato los hechos —le espetó el otro—: Que soldados españoles acampan en nuestros territorios.
—Y yo observo que no habéis acudido a este encuentro con el ánimo de resolver nuestras diferencias —manifestó el enviado del rey de Aragón.
—Si pensáis que la solución consiste en que Francia ceda ante vuestras pretensiones, ¡perdéis el tiempo! —le previno La Trémoille.
—¡Solo pretendo que os ajustéis a la palabra dada! —exclamó Fuensalida.
El gesto del francés se tornó amenazador.
—Bien sabéis, señor, que cuando ya no sirven las palabras, surgen hechos que lamentar.
El español se mordió la lengua para no pronunciar un exabrupto irreparable. Su interlocutor se creció al percatarse de ello.
—Mucho ha sufrido vuestra soberana con la pérdida de sus hijos —remató el chambelán de Luis—. No quisiéramos causarle más dolor.
Fuensalida quedó atónito ante la advertencia del francés, por inmutable que intentara mostrarse. Para satisfacción de su anfitrión, optó por guardar silencio. Comprendió que los herederos de Castilla y Aragón se hallaban en verdad en la guarida del lobo, mientras el archiduque seguía empecinado en actuar como un manso cordero.
Ajena al riesgo cada vez mayor que corría la futura princesa de Asturias, la reina Isabel escuchaba en compañía de Fonseca los argumentos del arzobispo de Toledo a favor de la supresión de las alcabalas.
—Con la reforma de las alcabalas que os acabo de exponer —concluyó Cisneros—, la recaudación de la Corona se mantendrá pero vuestros vasallos verán aliviada su carga.
—El pueblo siempre recibe con gusto cualquier medida que mitigue sus obligaciones —apuntó el obispo de Badajoz, condescendiente.
—Pero las afronta, incluso con padecimiento —repuso el franciscano—. No así otros.
—¿A qué os referís? —quiso saber la soberana.
—Creo llegada la hora de que la Iglesia contribuya para mantener las arcas de la Corona —declaró Cisneros.
—¿Pretendéis que la Iglesia pague las alcabalas? —inquirió Fonseca, asombrado—. ¡Es una locura!
—Vos lo llamáis locura, yo lo llamo justicia.
—¡Por primado de España que seáis, si os obstináis en seguir adelante, será el mismo Papa quien os pare los pies! —le previno el obispo, muy alterado.
—¡Calmaos! —exigió Isabel, con firmeza—. Este es asunto para tratar con ánimo templado. —Fonseca obedeció y se limitó a lanzar miradas furiosas a su oponente—. Pediremos opinión a la Iglesia de Castilla. Y escucharemos lo que tenga que decirnos.
La reina se dirigió al arzobispo de Toledo.
—Comunicadlo a todas las diócesis y disponed los preparativos para esa reunión. Entretanto, que cese la disputa. Es más oportuno meditar y pedir a Dios que nos ilumine, pues Él nos mostrará qué es lo más justo.
Ambos clérigos acataron la decisión de la Corona. Fonseca, en particular, intuía que la mayoría de los asistentes al cónclave estarían de acuerdo con su parecer, y no le faltaban motivos. Cisneros habría de emplear sus mejores dotes para convencer con sus argumentos a la cúpula eclesiástica para que renunciara a parte de su considerable riqueza.
En Blois, a pesar de las tensiones entre Fuensalida y La Trémoille, la Corona de Francia había previsto una cena para agasajar a sus invitados. Juana escogía el vestuario más apropiado en su cámara cuando la reina Ana hizo su aparición.
—Espero no interrumpir vuestro descanso, madame —se disculpó, con una amable sonrisa.
—Perded cuidado, solo me preparaba para la cena.
La duquesa de Bretaña admiró una de las prendas extendidas.
—Hermoso vestido —afirmó, al tiempo que tendía a su invitada los pendientes de brillantes donados como limosna—; solo os falta esto para deslumbrar en la recepción.
Juana observó los adornos, desconcertada, pues no esperaba semejante gesto por parte de la soberana. Por fin, los aceptó y los depositó sobre una cómoda.
—Sois orgullosa, y eso me complace —aseguró Ana, mientras la observaba con curiosidad—. Creo que sin honor somos menos que las bestias. ¿Sabéis de dónde viene el mote de mi escudo de armas?
La joven negó con la cabeza.
—Veréis —relató la bretona—, durante una partida de caza un armiño se cruzó en mi camino. El animal huyó y yo lo perseguí hasta llegar a un lodazal. Allí se detuvo en seco. La presa rehusó meterse en el barro y manchar su blanco pelaje, así que plantó cara a la cazadora que se le venía encima. «Antes muerta que mancillada» se convirtió en mi lema. Por supuesto, le perdoné la vida y el armiño puebla el escudo de mi añorado ducado.
—Vuestra historia confirma que algunas bestias ostentan más dignidad que muchos humanos —opinó Juana, lacónica.
—No obstante, si me lo permitís, debéis mostraros más prudente.
—Os agradezco el consejo —replicó la castellana—, mas no veo el motivo.
—Vos y yo, madame, vivimos en un mundo donde el orgullo no vale lo que la ambición —la aleccionó su anfitriona—. En ocasiones, yo misma he tenido que renunciar a lo uno, para no ser vencida por lo otro.
—Vos y yo no somos la misma persona, señora —objetó Juana.
—Cierto —reconoció la bretona—, pero permitid que os señale un detalle que nos asemeja: reinamos, pero no gobernamos.
—Os equivocáis —discrepó la española, altiva—: Yo reinaré un día en Castilla. Y gobernaré, como mi madre.
Ana de Bretaña contempló a Juana un instante, antes de proseguir.
—Quizá sea como decís —admitió—. Entretanto, os recuerdo que cuando el viento arrecia, vale más doblegarse que acabar tronchado en dos.
La reina de Francia quedó complacida al comprobar que su admonición había hecho mella en la joven. Bien conocía la duquesa de Bretaña los beneficios de poseer un espíritu flexible.
—Pero no sigamos con estos pensamientos —propuso en un tono más mundano—. Dejo que os preparéis para brillar esta noche, como cuentan que brilla el sol en vuestro reino, ¿no es cierto?
Juana asintió por pura cortesía. La soberana contempló de nuevo los pendientes que le había devuelto.
—Qué joyas tan hermosas.
—Son un regalo de mi marido.
—El archiduque sabe cómo conquistar a una mujer —remató Ana, sin perder la sonrisa.
Acto seguido, la reina de Francia abandonó la cámara. Juana dirigió la vista hacia sus vestidos… Y escogió el que Ana de Bretaña había alabado.
En otra estancia del castillo de Blois, Luis de La Trémoille refería a su majestad el tenso tira y afloja compartido con Fuensalida.
—Por lo que contáis —murmuró en tono grave el rey Luis—, bien parece que de nuevo habremos de medir nuestras fuerzas con el aragonés.
—Así es —confirmó el chambelán—. Pero existe un camino para someterlo, menos costoso que la guerra: su hija y heredera está en vuestra corte. ¿Qué no cedería Fernando por ella?
El monarca francés valoró en silencio la insinuación de su consejero.
—En verdad podríamos obtener grandes ventajas —concedió el soberano.
—Nuevas condiciones, ampliar los territorios, recuperar los condados perdidos… —enumeró La Trémoille.
Luis suspiró, meditabundo, con una mueca de desagrado.
—He garantizado la seguridad de nuestros invitados —recalcó—. Sería una maniobra traicionera.
—No más que fijar fronteras sabiendo de antemano que no van a respetarse, como hizo Fernando en Granada —alegó el otro.
—Reconozco los beneficios de vuestra propuesta y, si la recompensa es suculenta, mi conciencia tolera lo que a otros avergonzaría —manifestó el rey, con notable cinismo. La Trémoille amagó una sonrisa al recordar la sórdida anulación de su matrimonio con Juana de Valois—. Mas no es decisión que deba tomarse a la ligera. Veamos antes cuál es el curso de los acontecimientos.
El chambelán, aunque contrariado, acató el dictamen del soberano.
—Quién sabe —musitó Luis de Francia—, quizá Fernando, con los años, piensa más como padre que como rey… Y termina por ceder.
Gómez de Fuensalida envió con urgencia a la corte castellana una misiva en la que detallaba el empeoramiento de las relaciones con Francia a causa de la polémica sobre las respectivas demarcaciones en Nápoles. Los Reyes Católicos reaccionaron con la debida preocupación.
—Nos enfrentamos a un dilema muy claro —razonó Fernando—: O cedemos a las pretensiones de los franceses, o nos arriesgamos a una nueva guerra.
—Temo que esa sea la única conclusión —corroboró Chacón, con la carta de Fuensalida en sus manos.
—Si cedemos, Francia nos habrá derrotado en una contienda incruenta —advirtió sombrío el aragonés.
—Nuestra hija está en sus manos —subrayó presta Isabel—, es lo único que importa.
—No lo olvido, mi señora, os lo aseguro —replicó su esposo con amargura—, pero no queda otro camino que la guerra.
La alarma sacudió el ánimo de la reina.
—¿Aunque eso signifique poner en peligro a vuestra propia hija?
—El enfrentamiento resulta inevitable —sentenció Fernando—. De hecho las hostilidades ya han comenzado. —La soberana no daba crédito a lo que oía. El rey hizo lo posible por tranquilizarla—. Trataremos de garantizar la seguridad de Juana, pero nuestros afectos no pueden estar por encima de nuestros deberes.
—¿Afecto? ¡No lo veo en vuestras palabras! —exclamó Isabel, muy alterada—. ¡Pensad con el corazón, por una vez en vuestra vida!
La soberana de Castilla abandonó la estancia antes de que su marido pudiera replicar. Gonzalo Chacón y él intercambiaron una mirada de inquietud. Ambos coincidían en el criterio a seguir, pues antes de firmar en Granada ya sabían que el conflicto acabaría por estallar. Pero en ningún caso habrían podido prever que la heredera se hallaría en suelo enemigo cuando tal cosa sucediera. Por otra parte, en modo alguno actuarían de espaldas a la reina: Fernando, por tanto, debía convencer a su esposa.
La encontró en su cámara, arrodillada ante su altar privado. La reina rezaba con denodado fervor.
—Entregaré Nápoles al francés, si así me lo ordenáis —musitó Fernando a su espalda. Al oírlo, Isabel se volvió hacia él, extrañada—. La propia Segovia entregaría con tal de no causaros más dolor. Sin embargo, vos sabéis…
—No cuenta lo que sé, ¡sino lo que siento! —interrumpió ella—. Confío en vuestro buen juicio como tantas veces he hecho, pero me veo incapaz de seguiros.
El rey se acercó hasta la soberana y tomó sus manos entre las suyas.
—Entonces no lo hagáis… Aunque tampoco perdáis la confianza —solicitó, apesadumbrado—. Luis no se atreverá a hacer nada contra Juana. Habría de enfrentarse con nosotros, con el emperador Maximiliano… Quién sabe, ¡quizá con el propio Felipe! Demasiados frentes abiertos. No caerá en la tentación, por poderosa que sea.
Isabel bajó la mirada. Rehusaba verse forzada a admitir que la partida exigía una jugada tan arriesgada, más aún cuando se debía a circunstancias que escapaban a su control. Por fin, agotada, aceptó el argumento de su esposo. Este la abrazó en silencio. En su ánimo hubo de reconocer que no estaba tan convencido de su propio discurso como había hecho creer a su señora.
Cuando el archiduque supo de los combates en tierras napolitanas, le faltó tiempo para refregárselo a la infanta.
—¡Ved cuánto importáis a vuestros padres! ¡No han dudado en ponernos en peligro entrando en guerra contra nuestro anfitrión!
—Señor, no han hecho sino responder a una agresión alevosa —terció Fuensalida, con firmeza.
—Pero si estamos en guerra, ¿qué será de nosotros ahora, excelencia? —preguntó Juana al embajador.
Felipe disimuló su regocijo al comprobar que su discurso había calado en la archiduquesa.
—Tramar algo contra vos no sería una decisión sensata —adujo el diplomático.
—¿Y desde cuándo la sensatez ha dictado la política de un rey francés? —replicó Juana, con creciente inquietud.
—Temo por nuestra suerte, cierto —intervino don Juan Manuel—, mas quizá la amistad que une al archiduque con su majestad pueda librarnos de males mayores…
Felipe sonrió con evidente orgullo y aceptó la ocasión servida por el traidor.
—Os aseguro, señora, que no permitiré que nada os suceda —corroboró—. Sabré contener al rey Luis, a pesar de las provocaciones de vuestros padres.
—Obrad con mesura, os lo ruego —sugirió la infanta—. Cuando el viento arrecia, vale más doblegarse que acabar tronchado en dos.
—Descuidad —repuso su marido, ufano—. Amada esposa, es vuestro deber presentaros en Castilla para asumir vuestras obligaciones como princesa de Asturias. Por mi vida que os llevaré sana y salva hasta allí.
Gómez de Fuensalida hubo de morderse la lengua para no manifestar la incredulidad que le provocaban las palabras del archiduque. El señor de Belmonte, sin embargo, observó complacido el acercamiento entre Juana y Felipe, que correspondía en igual medida al distanciamiento entre la infanta y sus padres.
Al arzobispo de Toledo le llegó la hora de defender ante sus pares el final de la exención tributaria de la que disfrutaba la Iglesia de Castilla.
—¿Por qué la Iglesia habría de estar exenta de las obligaciones que sus fieles deben cumplir? —declamó ante el Consejo—. ¿Acaso no ha de contribuir al bienestar del reino?
Su intervención provocó murmullos de inquietud y de rechazo. Cuando finalizó su turno de palabra, el obispo Fonseca inició la réplica.
—La Iglesia ya contribuye lo suficiente, cuida de las almas de los castellanos, ¡envía a sus hijos a cruzar la mar Océana para difundir la fe en nombre de la Corona! —alegó—. ¿Qué mayores sacrificios nos exigís?
El revuelo entre los eclesiásticos se recrudeció. El franciscano se disponía a contestar cuando Hernando de Talavera se puso en pie. Lanzó una severa mirada a los presentes y todos guardaron silencio para escuchar su intervención.
—Sacrificios, decís. Y yo me pregunto: ¿qué es la Iglesia sino abnegación? ¿Acaso no se sacrificó Jesucristo por todos nosotros? Pero en los días que corren esa palabra os indigna… Preferís quedaros en vuestros palacios, ante mesas rebosantes, en lechos bien caldeados, mientras son otros los que sufren privación.
Los miembros del Consejo se removieron en sus asientos, incomodados por la diatriba del prestigioso jerónimo. Cisneros, sin embargo, la escuchó con enorme atención.
—Vergüenza —prosiguió Talavera—. Eso siento al escuchar tales propósitos. ¡Vergüenza! Rechazáis que nuestros dineros engrosen las cuentas de la Corona, mas todos habremos de rendirlas ante el Altísimo. ¡Que Él nos juzgue!
El jerónimo tomó asiento de nuevo. El verbo encendido del arzobispo de Granada había impresionado a Cisneros. Este miró a la concurrencia y comprobó que no había sido el único.
—¿Y bien? —les preguntó—, ¿cuál es pues vuestra decisión?
El Consejo aceptó la postura del arzobispo de Toledo y este quiso reconocer en privado la intervención decisiva de Talavera.
—Sabias palabras las que nos habéis dedicado. Debo agradeceros que hayáis inclinado al Consejo a favor de mi propuesta. Lo tendré en cuenta —subrayó Cisneros.
—No me debéis nada —murmuró el aludido, para disgusto del franciscano—. Si he hablado ha sido por defender lo más justo, no por ayudaros a vos y vuestro singular sentido de la justicia.
—Por agradecido que esté, os recomiendo prudencia, fray Hernando —le recomendó el otro, molesto.
Talavera no se arredró y encaró al primado.
—¿Sabéis cuánto sufrimiento habéis causado en Granada? ¿Cómo puedo mostrarme «prudente» después de lo que os he visto hacer?
—Diríase que no os cansáis nunca de discutir sobre los mismos asuntos —señaló con frialdad el interpelado.
—De mi terquedad también habré de rendir cuentas, pero no a vos —recalcó el jerónimo.
Acto seguido, Hernando de Talavera le dio la espalda y se alejó.
—Id con Dios —murmuró Cisneros, entre dientes.
Tampoco esta vez había errado Fernando en su pronóstico. El rey de Francia convocó ante sí a su chambelán para comunicarle su decisión sobre los archiduques.
—Temo que no va a complaceros —le advirtió—, pues no tomaré como rehenes a los herederos de las Españas. —La Trémoille guardó silencio, a la espera del razonamiento de su soberano—. Los Católicos caerían con toda su furia sobre nosotros si se toca un solo pelo de la cabeza de su heredera.
—Nuestros ejércitos les presentarían batalla —objetó el noble.
—Guerrear en Nápoles no es como guerrear dentro de nuestras fronteras —discrepó Luis—. Y no olvidéis a Maximiliano… De ninguna manera, los archiduques han de partir a la mayor brevedad. No tentemos a la suerte.
En ese momento, Felipe irrumpió en la sala e hizo una enérgica inclinación de cabeza ante el soberano.
—Grata ha sido nuestra estancia en vuestra corte —declaró—, mas temo llegada la hora de abandonaros.
—De eso discutíamos, precisamente —replicó el monarca, sin inmutarse—. Dado el envilecimiento de nuestra relación con vuestro suegro, es sensato que volváis a Flandes.
—No, majestad —repuso con firmeza el borgoñón—, continuaremos viaje hacia Castilla sin más demora.
A los franceses les contrarió la propuesta de su vasallo.
—Os aconsejo que desistáis de vuestro propósito —perseveró el rey—. Nos encontramos en los albores de una guerra y debo velar ante todo por vuestra seguridad.
—Insisto. He de jurar cuanto antes como príncipe de Asturias —alegó Felipe—. Considerad la gravedad de impedírmelo.
—No estáis en disposición de imponer vuestro criterio, señor duque —le previno Luis, enojado.
—No es el duque de Borgoña, vuestro vasallo, quien os lo pide —recalcó El Hermoso—, sino el futuro rey de Castilla y Aragón. Y lo hace con firmeza, pero con respeto.
Luis de La Trémoille terció, consciente de que la paciencia del rey alcanzaba su límite.
—Sosegaos —rogó al heredero—, a su majestad solo le preocupa vuestro bienestar. Sería responsable si algo os ocurriera en territorio francés y dadas las circunstancias…
Felipe interrumpió la argumentación y se dirigió al monarca.
—Majestad, si es como afirma vuestro chambelán, me atrevo a sugerir que vuestra guardia nos acompañe hasta la frontera.
Luis de Francia cruzó una breve mirada con La Trémoille. Este asintió con discreción.
—Y yo acepto vuestra solicitud —zanjó el rey, harto de discutir con aquel joven engreído.
—Os proporcionaremos salvoconductos para asegurar el viaje —añadió el chambelán—. Espero que todo esto no os incomode.
—Lo que vos dispongáis con tal de partir sin demora —acató Felipe, con una reverencia.
Catalina envió una misiva a su madre momentos antes de zarpar de La Coruña. Cuando la recibió, la soberana de Castilla la interpretó como la primera de muchas, pues a ello se había comprometido la infanta al abandonar la corte.
Cuando leáis esta carta, mis naves ya navegarán hacia Inglaterra. Pero una parte de mi corazón permanece aquí, junto a mis padres. Vuestro ejemplo y vuestra memoria me ayudarán a cumplir con mi deber de reina. Espero hacerlo con la misma dignidad y sensatez que vos, madre.
A falta de otras noticias, Isabel se complacía en leer y releer aquel escrito, aunque en ocasiones las lágrimas dificultaban la tarea. Entonces se arrodillaba ante el altar de su cámara para suplicar a Dios por su añorada hija.
—Señor, protege a Catalina. Tú, que has llamado a tu lado a Juan y a Isabel, permite que conozca la paz y la ventura que otros no podrán disfrutar.
Pero aquel día, cuando Isabel se disponía a despachar los asuntos de gobierno, se sorprendió al percatarse de que su esposo Fernando y Andrés Cabrera guardaron silencio en cuanto ella hizo acto de presencia.
—¿Qué sucede, señores, que no puede conocer la reina? —indagó, suspicaz.
El marqués de Moya requirió el permiso del soberano con una fugaz mirada. Fernando asintió. Cabrera tomó aliento.
—Las naves de la infanta Catalina han tenido que refugiarse en Laredo, majestad —le comunicó, cariacontecido.
—¿Se encuentra bien mi hija? —quiso averiguar ella, muy alarmada.
—Sí, la princesa está a salvo —confirmó don Andrés—, pero la tempestad que amenazó sus naves fue tan violenta que hubieron de regresar a puerto.
El espanto paralizó a la reina de Castilla.
—Pronto podrán volver a zarpar, perded cuidado —terció Fernando.
—¡No! —exclamó Isabel, muy alterada—. ¡Ordenad que regrese aquí de inmediato!
—Eso es imposible, bien lo sabéis —discrepó el rey, extrañado.
—¡Juana en territorio enemigo y Catalina a punto de ser tragada por las aguas! ¿No os parece que ya es suficiente? —El monarca y Cabrera contemplaron perplejos la expresión desencajada de la reina, que había perdido completamente los nervios—. ¡No voy a poner en riesgo a nuestra hija! ¡Si vos no dais la orden, la daré yo!
—Retiraos —exigió Fernando al marqués.
Una vez a solas, Isabel no cejó en su propósito, cada vez más exasperada.
—¡Mi hija volverá aquí conmigo! ¡No discutiré ese punto con vos!
—Vuestra hija, como vos y como yo, ha de cumplir con su cometido —trató de razonar Fernando.
—¿Qué madre tiene la obligación de soportar impasible la desgracia de sus hijos? —La reina se revolvió contra él, violenta, fuera de sí—. ¡Ninguna en este mundo! ¡Ni en los palacios, ni en la más humilde de las moradas! ¡No entregaré a Castilla ni un hijo más! ¡¡Ni uno más!!
La reacción de Isabel preocupó profundamente a su esposo, aunque hizo lo posible por ocultarlo y apaciguar el ánimo de su amada.
—Sosegaos, señora —solicitó, mientras hacía ademán de abrazarla.
Pero Isabel lo apartó de su lado.
—¡Ni vos, ni nadie podrá obligarme a ello! ¿Acaso no he sufrido bastante? —reiteró la reina, con los ojos rebosantes de lágrimas—. ¡No es posible soportar tanto dolor! ¡No me obliguéis! ¡Os lo suplico!
Isabel rompió a llorar en un tremendo arrebato. En su mirada anegada por el llanto, Fernando percibió una expresión de verdadero terror. El aragonés, muy conmovido, la estrechó de inmediato entre sus brazos.
—Sabéis que comparto ese dolor con vos —le susurró, emocionado—, como toda mi vida, mi reina… Mi amada.
Pero la angustia de Isabel parecía irrefrenable.
—No podría soportar que la desgracia se cebara de nuevo en mis hijas —reconoció, atemorizada, entre sollozos—. Son todo lo que me queda. Si las pierdo… Con ellas perderé la razón. ¡Temo acabar como mi pobre madre!
Esa noche, cubierto por una pelliza, Fernando veló desde un sillón el sueño de la reina de Castilla, todavía impactado por la desesperación de su esposa, a la que ni los abrazos ni las palabras ni las caricias lograron apartar de tan acerados miedos.
Por fortuna, en los días que siguieron cambiaron las tornas, bien por haber sido escuchadas las reiteradas plegarias de Isabel o como consecuencia de la decisiva intervención de algunos hombres.
—Por fin puedo traeros buenas noticias, majestad —anunció Gonzalo Chacón.
—¿Son mis hijas? —inquirió Isabel, ansiosa—. Decid, ¡no me hagáis esperar!
—El rey Enrique ha enviado a un piloto experto que conducirá sin peligro las naves de Catalina hasta Inglaterra.
—¿Y nuestra Juana?
—Los archiduques han partido de la corte francesa escoltados por la guardia del rey Luis —refirió Fernando. Isabel cerró los ojos, aliviada, y se santiguó—. Ya van camino de la frontera.
—Partamos hacia Fuenterrabía cuanto antes —les conminó la soberana.
—Aguardad, señora —objetó el rey—. No iremos a recibirlos. Felipe anhela ser jurado como príncipe. Dejemos que conozca en su propia carne lo que es la zozobra de la espera.
A pesar de sentirse contrariada, Isabel reprimió sus ansias. Tras meditarlo unos instantes, acató la postura de su esposo.
—Habláis con buen juicio, mi señor. Ha sido mucha la amargura que hemos pasado por su causa. Enviaremos a Gutierre de Cárdenas con una comitiva para recibir a mi hija y a su marido.
La reina expresó su deseo de retirarse para dar gracias a Dios por mitigar sus temores. Fernando y Chacón continuaron despachando en privado.
—Confío en que la reina pueda olvidar la angustia de estos días —murmuró el aragonés.
—Yo también lo deseo, majestad.
—Sin embargo, no debemos bajar la guardia —matizó el rey—. Mantengamos a flote a Catalina, pero hagamos naufragar los planes de Felipe: el rey Enrique de Inglaterra no ha de aceptar la oferta de matrimonio con Margarita.
—¿Y cómo pensáis lograrlo, mi señor?
—Con la ayuda de Maximiliano. Él, mejor que nadie, sabrá cómo sofocar la excesiva ambición de su hijo. —La expresión de Fernando se endureció—. No permitiré que Felipe tuerza nuestro destino. Eso os lo aseguro, Chacón.
Tal y como habían dispuesto los Reyes Católicos, Gutierre de Cárdenas encabezó la comitiva que acogería a los futuros príncipes de Asturias a su llegada a Castilla. Estaba previsto que el encuentro se produjera en Fuenterrabía. La etapa desde San Juan de Luz complicó el periplo de los archiduques, pues el nutrido cortejo de carros y carretas que portaban sus enseres hubo de ser sustituido por mulos de carga traídos desde Vizcaya.
—¿Os sentís bien, mi señora? —preguntó Fuensalida a la infanta—. Estaréis fatigada, el paso de los Pirineos siempre resulta ardua empresa.
Juana volvió la mirada hacia su séquito.
—Intuyo que otros han sufrido bastante más que yo por tan larga travesía.
El diplomático observó a quienes los seguían y comprobó que muchos parecían exhaustos y doloridos.
—¿Es eso lo que os preocupa? —insistió—. Desde hace rato os veo ensimismada.
—El encuentro con mis padres me inquieta —reconoció ella.
—¿Por qué? Vuestra madre apenas puede contener el ansia por veros de nuevo.
—Los he agraviado y temo que me lo han hecho pagar —afirmó Juana—. Felipe lleva razón, parece como si ya no les importara.
—Alteza, los reyes os aman sobre todas las cosas —manifestó Fuensalida, rotundo—. Hablad con ellos. Cualquier malentendido se resolverá, estoy seguro.
—Así lo quiera Dios, excelencia —musitó la archiduquesa—. Bastantes pesares hemos padecido ya…
La comitiva alcanzó las proximidades de Fuenterrabía. Desde allí distinguieron el ondear de los estandartes de los Reyes Católicos. Una reducida representación aguardaba a las puertas de la villa. Juana escudriñó al grupo a medida que se acercaban a su posición.
—Pocos jinetes veo —murmuró, contrariada.
Fuensalida guardó silencio, pero compartía la misma sensación. Un caballero partió al galope hacia ellos. Cuando llegó hasta donde se encontraban los archiduques y sus consejeros, Juana reconoció a Gutierre de Cárdenas.
—Sed bienvenidos a Castilla —proclamó este, ceremonioso.
—¿Y sus majestades, mis padres? —inquirió la infanta.
—Por desgracia les ha sido imposible cabalgar hasta aquí para recibiros, mi señora —mintió Cárdenas—. Vuestra madre sufre unas fiebres pertinaces que no le dan tregua.
—Mi madre ha cabalgado encinta, ha atravesado campos de batalla… ¿Y no ha podido venir a recibir a su hija? —le espetó Juana, con notorio disgusto.
Cárdenas prefirió hacer oídos sordos a las quejas de la futura princesa de Asturias.
—Seguidnos, os esperan vuestros alojamientos, donde podréis reponeros de tan larga travesía.
Entretanto, Cristóbal Colón había tenido ocasión de meditar largo y tendido sobre su desencuentro con la Corona de Castilla. A pesar del pleito anunciado, y en contra de la opinión de sus familiares, el almirante resolvió hacer lo posible por congraciarse de nuevo con su benefactora y, de este modo, tratar de recuperar por las buenas lo que por las malas ya daba por perdido. Así pretendió comunicarlo en una misiva que hizo llegar a manos de su soberana.
Dios nuestro señor da victoria a algunos de cosas que parecieran imposibles. Pero sin vos, mi señora, las Indias nunca habrían sido alcanzadas. Por ello, si os he ofendido al reclamar lo que considero mis derechos, os pido humildemente perdón…
Isabel leyó la carta y una sonrisa maliciosa se abrió paso en su rostro.
—¿Qué razones expone el almirante? —indagó Fernando con mayor severidad.
—Se arrepiente de sus palabras y ruega nuestro perdón —resumió la reina.
—¿Insiste en su querella contra nos?
—No la menciona en su carta —musitó Isabel.
—No se desdice, por tanto —infirió el rey—. ¿Hasta cuándo vais a consentir que continúe en su empeño?
—Dejad el asunto de mi cuenta —le rogó su esposa—. Conozco bien al genovés.
—¿Puedo saber qué pensáis hacer? —la interrogó Fernando, impaciente.
—Convocarlo ante mí —expuso ella—. Y una vez que estemos frente a frente… Tocar a las puertas de su corazón.
—En Colón nunca han mandado los sentimientos sino la ambición de oro y de títulos —objetó el aragonés, con desdén.
—Y la devoción por su reina, mi señor —apostilló Isabel—. ¿O pensáis que no me he preocupado por mantenerla todos estos años?
No tardó el almirante en hallarse arrodillado ante la reina, con el mentón hundido e intimidado por su mirada severa.
—Debo agradeceros humildemente que me recibáis, majestad.
—Levantaos, no es necesario que os postréis ante mí —resolvió Isabel—. Ya hemos pasado por esto.
Colón pudo incorporarse, pero la severidad del semblante de la soberana no varió un ápice.
—Han sido vuestras palabras de franco arrepentimiento las que me han animado a citaros —expuso ella—, a pesar del gran disgusto que me proporcionó nuestra última entrevista.
—Nunca me perdonaré haberos ofendido. Majestad, mi señora, desde nuestro primer encuentro habéis sido mi luz y mi guía —declaró Colón, con su habitual vehemencia. Isabel encajó impasible el arranque del marino—. En los momentos oscuros, en tierra extraña, vuestra imagen ha inspirado todos mis actos. Vuestra imagen y la voz de Dios que me iluminaba.
—Si en tanta estima me tenéis, ¿por qué os obstináis en vuestra querella contra la Corona? —La reina se manifestó más dolida que ofendida—. ¿Acaso no os he amparado? ¿No os he dado títulos y prebendas? ¿No he mirado por vos?
—Pero esos títulos me han sido arrebatados —adujo Colón, apabullado.
—No me es preciso insistir en el asunto de las perlas —recalcó la soberana—, pues decenas de cartas e informes contra vos han llegado a nuestras manos. Aunque me pese, no puedo cerrar los ojos.
—¡Falsedades! ¡Calumnias! —alegó Colón, llevado por los nervios.
Isabel lo hizo callar con un gesto seco.
—Siempre os he defendido ante todos y no me arrepiento pues, desde el primer día, nos une un vínculo especial —evocó, en apariencia conmovida—. Poco importa lo que decida la justicia, pues en vuestro corazón soy la culpable de vuestra desdicha. Y para mí no existe peor condena.
La decepción parecía haberse apoderado de la reina de Castilla. Isabel dio por terminada la audiencia y se dispuso a abandonar la estancia. Colón se interpuso, suplicante, para detener su partida.
—Os lo ruego, no me dejéis. —El almirante volvió a arrodillarse—. Solo os pido justicia… Estoy en vuestras manos, señora.
La interpelada contempló al navegante durante un momento, como si valorara la situación. En realidad, había tomado la decisión mucho antes de aquel encuentro.
—Escuchadme bien. Vuestras rentas y bienes os serán restituidos —sentenció, por fin.
—Gracias, majestad —se apresuró a musitar el otro.
—A cambio, vos renunciaréis a reclamar a la Corona los títulos perdidos —remató la reina—. ¿Qué contestáis?
Cristóbal Colón miró a su señora desde su posición inferior. Titubeó, pues su vanidad acusaba más la merma en la nobleza que la recuperación de las ganancias. Pero había escrito a la reina para salvar los muebles y el trato le convenía, de modo que inclinó la testuz e Isabel pudo suspirar con alivio.
En Fuenterrabía, Cárdenas comunicó a la infanta Juana que el reencuentro con sus padres tendría lugar en Toledo. Largo trecho les quedaba todavía por recorrer. Pero el viaje aún se demoraría más pues la comitiva hubo de detenerse en una humilde aldea al caer enfermo el archiduque Felipe.
Para que su cirujano pudiera dispensarle los cuidados que precisaba, el borgoñón hubo de ser instalado de urgencia en la mejor alcoba del vecino más próspero de la localidad, aunque al paciente y a quienes lo acompañaban se les antojó un antro indigno de su rango. No obstante, el mal que aquejaba a don Felipe no le permitía continuar el trayecto, pues con hemorroides de tamaña envergadura cualquier medio de transporte le resultaba impracticable.
—¿Es este el recibimiento que ofrecen los reyes a sus herederos? —protestó Juana—. ¡Ved a mi marido postrado y doliente en este lugar perdido!
—Mi señora, calmaos —intervino Cárdenas—, si lo creéis necesario mandaré llamar al galeno de la corte. Pero la dolencia de su alteza no reviste tanta gravedad. En cuanto se recupere podréis ir al encuentro de sus majestades.
—¡Mis padres deberían estar aquí! —reiteró la infanta, cada vez más enojada—. He escuchado vuestras razones y no me convencen. Si hemos llegado sanos y salvos, ¡ha sido gracias a la intercesión del archiduque! ¿Así es como la Corona agradece sus desvelos?
Ni Fuensalida ni Cárdenas mostraron intención alguna de polemizar con la archiduquesa.
—Mi señora, hay un hombre en esta aldea del que aseguran que cura cualquier dolencia —informó el enviado de los reyes.
—Pues ¿a qué esperáis para ir en su busca? —le espetó Juana, con inusitada brusquedad—. Tentada estoy de dar media vuelta para regresar a Flandes y dejar atrás tanta ingratitud.
La infanta marchó junto a su esposo. Fue entonces cuando los hombres de confianza de los Reyes Católicos pudieron conversar en privado.
—Entre nosotros —requirió Fuensalida—, ¿es cierto que la salud de la reina ha motivado su ausencia?
—Sus majestades quieren frenar la petulancia del archiduque tanto como sus pretensiones —le aclaró Cárdenas con voz queda.
—Pero como bien habréis comprobado doña Juana siente una devoción sin límites por su marido.
—Algo sabía, aunque no imaginaba hasta qué punto —reconoció el otro—. Temo por tanto que la decisión de sus majestades derive en un enfrentamiento con su hija —declaró, sombrío, el embajador—. Justo lo que desea el borgoñón.
—Todavía estamos a tiempo de enderezar las cosas —dijo Cárdenas, pensativo—. Partiréis esta misma tarde hacia la corte…
Mientras tanto, Juana trató de convencer al archiduque para que recibiera también las atenciones del mencionado sanador local, dado que las curas del cirujano se revelaron infructuosas. Felipe, sin embargo, montó en cólera al oír la propuesta.
—¿Estáis loca? —bramó furioso desde el camastro—. ¡No dejaré que un bellaco me ponga las manos encima!
—Todos aquí aseguran que hace milagros con sus hierbas —respondió su esposa.
—¡No seáis necia! ¡Qué podrá lograr que no haya conseguido mi cirujano!
—Y si él no encuentra el remedio, ¿qué haremos, mi señor?
Felipe reprimió su rabia, pues carecía de respuesta. Permaneció en silencio y de mal talante un buen rato, hasta que por fin volvió a dirigirse a la infanta.
—Hacedlo venir —farfulló—. Os aseguro que si no alivia mis males, ordenaré que le corten las manos.
—Ya lo he mandado llamar, esposo mío, y espera fuera —le aclaró Juana.
El archiduque, impotente ante la resolución de la española, se enroscó en su malhumor.
—No perdamos tiempo, pues…
Juana abrió la puerta de la modestísima cámara y se asomó al exterior. Hizo un gesto hacia alguien que el enfermo no alcanzó a distinguir. Acto seguido, un mozo recio, de cabellos desaliñados y ataviado con el atuendo propio de un cabrero, entró en la alcoba. Felipe se estremeció al verlo. El curandero susurró algo al oído de la archiduquesa.
—Dice que os tumbéis boca abajo y os dejéis hacer —comunicó Juana al paciente.
De un saquito de arpillera, el mozo extrajo un tosco frasco de cristal cerrado con un trapo. Dentro se vislumbraba un ungüento amarillento. Felipe miró con aprensión cómo el sanador embadurnaba con aquella pomada dos de sus gruesos dedos.
No había transcurrido una semana cuando el ánimo del archiduque había mejorado ostensiblemente y ya era capaz de reposar sentado en el lecho.
—Doy gracias a Dios por vuestra mejoría, mi señor —musitó Juana, aliviada.
—Es de tal relieve que pareciera obra del diablo —apostilló el arzobispo de Besançon.
—No mentéis al diablo, eminencia —le reconvino la infanta—. Pensad que pronto reemprenderemos el viaje.
—Celebraré salir de este lugar perdido de la mano de Dios —admitió Busleyden, con un suspiro.
—No partiremos antes de que vea a ese hombre de nuevo —declaró Felipe—. Hacedlo venir.
Fueron en busca del mozo y entonces el curandero acudió, tal y como se le había requerido. El paciente lo recibió de buen talante.
—Acercaos —le ordenó, sin dejar de observarlo con curiosidad—. ¿Quién os instruyó en estas artes?
El cabrero, desconfiado, se encogió de hombros.
—Las conozco desde niño.
En un aparte, Busleyden se santiguó con discreción.
—Como veis, vuestros remedios han hecho su efecto y eso me complace —manifestó, jovial, el borgoñón—. En recompensa, estoy dispuesto a daros lo que queráis.
—Prudencia, mi señor, prudencia… —reclamó el arzobispo desde su rincón.
—Podríais incluso acceder a un puesto en mi séquito como médico personal —insistió el archiduque—. Decid, ¿qué es lo que deseáis?
—Que os marchéis de aquí —contestó el interpelado.
A Felipe se le congeló la sonrisa. Contuvo su enojo y lo enmascaró con una mueca de desagrado.
—Quitad a este villano de mi vista.
No hizo falta que nadie le indicara el camino, pues el mozo miró a todos con frialdad y salió sin despedirse. Juana suspiró con amargura, muy disgustada.
—Triste recibimiento nos está dispensando Castilla.
La prolongada convalecencia de don Felipe permitió que Fuensalida llegara a la corte con tiempo de sobra para poner a los reyes al corriente de los acontecimientos.
—De modo que nuestra hija nos cree culpables de todos los males de su marido —masculló Fernando.
—Temo, majestad, que Felipe haya deformado los hechos para otorgarles otro sentido —reconoció el embajador—. Doy fe de que es maestro en ese arte.
—Y mi hija lo ama ciegamente —murmuró el soberano—. Algo que también nos perjudica.
—¿Qué ordenáis entonces, majestad?
Fernando reflexionó un momento. Acto seguido, miró sonriente a su embajador.
—Demos al borgoñón el recibimiento que merece.
La acogida que Fernando e Isabel acordaron para los archiduques empezó por someterlos a una prolongada espera. Sin embargo, cuando los reyes les abrieron las puertas de Toledo, lo hicieron con tal boato y profusión de honores que el propio don Felipe quedó desconcertado. Además, los Católicos añadieron a la pompa cortesana una afabilidad que ninguno de los recién llegados esperaba, como si los incidentes previos entre unos y otros jamás hubieran tenido lugar.
—Hija mía, cuánto ansiábamos teneros aquí de nuevo —declaró el rey, exultante, nada más ver a la infanta.
El recibimiento de su padre desarmó a la joven. Acto seguido, Fernando se dirigió a Felipe. Este se inclinó para besarle el anillo pero el rey se lo impidió y le dio un abrazo tan cordial que sumió en el estupor a El Hermoso.
Por su parte, Isabel recibió a Juana con los ojos brillantes. Se cogieron de las manos, mientras la reina admiraba el rostro de su hija.
—En Laredo despedí a una niña y en Toledo recibo a una mujer —musitó, conmovida.
Juana no pudo contener la emoción. La reina y la heredera se fundieron en un abrazo, ante la mirada maravillada de los presentes.
—Parece que hemos evitado comenzar con mal pie —susurró Fuensalida a Chacón, en un aparte.
—El tiempo dirá qué nos aguarda —replicó escéptico el otro, sin dejar de observar con desconfianza a los acompañantes del archiduque.
Sin embargo, apenas se hubieron instalado en Toledo, el señor de Belmonte informó a don Felipe de que la anhelada alianza entre los Países Bajos e Inglaterra había quedado desbaratada antes de convertirse en una realidad.
—Hemos sabido que vuestro padre ha casado a vuestra hermana Margarita con el duque de Saboya.
La noticia cayó como un jarro de agua fría sobre El Hermoso.
—Maldición —juró entre dientes—. ¿Por qué siempre ha de contrariarme?
—Señor, habéis de saber que, en este caso, no ha sido idea de vuestro padre —le aclaró Villena—. Una carta de Fernando al emperador llegó en el momento oportuno e inspiró su elección.
La rabia y la impotencia se apoderaron de Felipe. Desde el ventanal de su cámara, el Habsburgo observó al rey de Aragón departiendo con Juana, entre gestos de cariño.
—Así que mi suegro muestra una de sus caras, mientras oculta la otra —masculló.
Desde el exterior, Fernando se percató de la presencia de su yerno en la ventana y ambos intercambiaron una educada —y falsísima— sonrisa.
—Bien, si ese es el juego, ha encontrado adversarios a su medida —remató el borgoñón.