8

Habían transcurrido varias semanas desde el traslado de la corte del archiduque a Gante. La noche del 24 de febrero de 1500 se celebraba una fiesta en el Prinsenhof a la que Juana, dado su avanzadísimo estado de gestación, no podía asistir. Su esposo debía hacer acto de presencia en calidad de anfitrión.

—Cuando nazca nuestro hijo, habré de reprocharle que me haya obligado a guardar reposo —musitó Juana desde el lecho.

Felipe se acercó a su esposa y la abrazó.

—No tardaréis en disfrutar de nuevo de las fiestas de la corte. Ojalá esta no se alargue mucho y pueda regresar pronto junto a vos.

—Decepcionaréis a vuestros invitados —le avisó la infanta.

—Ya no soy el que era antes de conoceros y lo saben —adujo él—. Ahora me despido temprano y me muestro desdeñoso con las damas… excepto con vos.

El halago hizo sonreír a Juana.

—Descansad. —Felipe se despidió de su esposa con un beso en la frente.

Cuando el borgoñón dirigió sus pasos hacia el salón principal de palacio, este ya se encontraba repleto de cortesanos que departían animadamente. Su hermana Margarita, que había regresado a Flandes meses atrás, acaparaba las atenciones de lo más granado de la nobleza flamenca. La música anunció la aparición del archiduque y todos los presentes volvieron los ojos hacia él.

—Sed bienvenidos —saludó Felipe, con una amplia sonrisa—. Y sabed que nadie ha de abandonar la fiesta antes que yo. ¡Que el alba nos acoja!

El deseo expresado por el anfitrión fue recibido con aplausos y aclamaciones por los invitados, dispuestos a secundarlo con la entrega y el entusiasmo acostumbrados.

Entretanto, en la cámara de Juana, la archiduquesa trataba de conciliar el sueño. El eco de la música y las voces procedentes de la celebración llegaba a la alcoba, apenas amortiguado por los vistosos cortinajes y tapices de la residencia gantesa. La infanta sintió una punzada de tristeza al oírlo. Y de repente, experimentó un malestar físico que nada tenía que ver con la melancolía. Al principio le resultó soportable, hasta que un dolor agudo le provocó un espasmo desconocido. Juana, doblada sobre sí misma, pidió ayuda.

—¡A mí!

Ante la falta de respuesta, la archiduquesa abandonó el lecho como pudo. Derribó una silla en su trayectoria tambaleante pero consiguió llegar hasta la puerta de la cámara.

—¡Ayuda! —reclamó desde el umbral, con la voz ahogada por el sufrimiento.

Ninguna de las criadas al servicio de Juana acudió a la llamada de su señora. Se encontraban apiñadas en una de las entradas menos transitadas del salón, desde donde podían curiosear todo lo que allí acontecía y cuchichear entre ellas sin que nadie reparara en sus comentarios.

Juana rompió aguas mientras suplicaba la asistencia de aquellas damas. Ante la falta de respuesta a sus requerimientos, avanzó por el corredor en busca de auxilio.

Mientras, en el salón donde los cortesanos bailaban, bebían y reían, Felipe se acercó a una dama de origen francés a la que todavía no conocía.

—No se me debe mirar con tal descaro —la reprendió, con una sonrisa plena de intención—. ¿Desconocéis la etiqueta, mi señora?

La dama le mantuvo la mirada con mayor atrevimiento, si cabía. Ello complació al archiduque.

—Veo que ambos estamos dispuestos a romperla.

El coqueteo entre ambos no pasó desapercibido para la más joven de las criadas de Juana, que se agolpaba con sus iguales en la entrada. Menos habituada a la vida cortesana que las otras, la adolescente apartó la mirada, turbada y escandalizada, y regresó a sus quehaceres.

Junto a un retrete situado al final del corredor donde se encontraba su cámara, Juana volvió a pedir ayuda a gritos. Sin embargo, resultó inútil, pues en la planta inferior el jolgorio no había hecho sino aumentar. La infanta, muy dolorida, se apoyó en el muro y se deslizó hasta quedar sentada en el suelo.

La más joven de sus criadas se sorprendió al hallar abierta la puerta de la cámara de la archiduquesa. Se asomó al interior y se topó con la silla derribada. Como la infanta no se encontraba en el lecho deshecho, empezó a inquietarse.

—Mi señora… ¡Mi señora!

La adolescente dio con Juana al final del corredor. Rápidamente fue en busca de las otras criadas y estas avisaron a la matrona, pero el parto estaba tan adelantado que no hubo más remedio que atender a la infanta en el retrete.

Pocos minutos más tarde, la joven irrumpió en el salón, nerviosa y emocionada, para anunciar al archiduque que su señora había dado a luz a un varón.

Felipe y Margarita contemplaron al recién nacido, mientras Juana se recuperaba del alumbramiento en el lecho, con su hijo en brazos. Numerosos nobles se amontonaban a la puerta, asomados sin pudor alguno para atisbar los rasgos del heredero. El archiduque, emocionado, se adelantó hacia Juana y tomó al pequeño. Su esposa admiró embelesada a los dos hombres de su vida.

—Os dije que os daría un varón.

Felipe ignoró el comentario, pues volcaba toda la atención en el niño.

—¿Cómo lo llamaréis? —preguntó Margarita, conmovida.

—Juan —respondió la infanta—. En honor a su abuelo.

Felipe, exultante de alegría, se volvió con su hijo en brazos hacia los cortesanos.

—Os presento a mi heredero… ¡Carlos!

El desplante empañó la alegría de Juana. Margarita también acusó el mal gesto de su hermano y tomó la mano de su cuñada, en un intento por consolarla, pues el escaso tiempo que habían convivido juntos le había bastado para comprender el cariz de su relación.

La noticia del nacimiento de Carlos se dio a conocer en Castilla sin demora. Los reyes celebraron que el recién nacido fuera varón tanto como que el niño y su madre disfrutaran de buena salud.

Isabel no se había separado del pequeño Miguel de la Paz desde que se acordó que crecería junto a ellos, hasta el punto de que Fernando parecía inquieto por los cuidados obsesivos que su esposa dispensaba a su nieto.

—Sé cuánto os complace cuidarlo, pero ¿no pasáis excesivo tiempo con él?

—Es el heredero de tres reinos. Nada existe más valioso que Miguel —razonó la soberana—. Recordad cuán cruel ha sido la Providencia con nos. Quién sabe cuándo se dará por satisfecha…

En verdad los designios divinos eran inextricables, como bien apuntaba Isabel, pero tampoco resultaba fácil hacer frente a la voluntad de los humanos, en particular cuando estos se empecinaban en enredar y malmeter. De Portugal se recibieron noticias preocupantes. Gonzalo Chacón refirió a Fernando que los enemigos del rey luso no habían cesado de buscar nuevos apoyos, mientras la soledad de Manuel acentuaba la debilidad de su posición.

—Pronto desposará con nuestra hija María —arguyó Fernando, inalterable—. Sus algaradas cesarán en cuanto sepan que Castilla lo respalda.

Chacón acató la opinión del monarca, pero con escasa convicción. Pensó que el rey quitaba importancia a un riesgo cuya gravedad él había contribuido a acrecentar. Al mismo tiempo, Isabel se dedicaba a cuidar de su nieto con tanto celo que se mantenía ajena a cualquier otra circunstancia. En opinión del leal consejero, el gobierno de Castilla no atravesaba su mejor hora.

Mayor habría sido la inquietud de Chacón de haber conocido lo que sucedía en la corte portuguesa. Manuel, en un intento de mermar el poderío de sus rivales, había decretado una serie de medidas que permitieran la conciliación entre la Corona y el ducado de Braganza. Con tal fin, el soberano había convocado en audiencia a su rival, acompañado de su madre como testigo. Don Jaime, cuarto duque de Braganza, uno de los enemigos más destacados del monarca, aceptó el requerimiento. Cuando el rey lo recibió, el duque avanzó con paso firme hasta el trono y apenas esbozó una reverencia.

—No negaré que me ha sorprendido vuestra invitación —declaró, altanero.

—¿Por qué, mi querido duque? —inquirió Manuel, con sincera cordialidad—. ¿Acaso no es el momento de poner fin a las disputas? ¿De dar a Portugal la paz que necesita? —El soberano abandonó el trono y, de buen ánimo, se plantó frente al noble—. Por eso os tiendo la mano y doy por olvidada la deslealtad que me habéis mostrado hasta hoy.

—Alabo vuestra buena intención, aunque dudo que sea suficiente —manifestó el otro, sin modificar un ápice su actitud.

—Volveréis a la corte, por supuesto —subrayó Manuel—, y recuperaréis los bienes que mi antecesor arrebató al ducado de Braganza.

—Todo a cambio de jurar vuestra lealtad al rey —apostilló doña Beatriz.

En la mente del interpelado, la oferta de la Corona se mezcló con el torbellino de sus recuerdos. Su padre, tercer duque de Braganza, que tan lealmente había servido al rey Alfonso, fue expoliado por Juan, su hijo. Con tal fin amañó su proceso mediante una acusación infame y don Fernando terminó ejecutado en Évora. Apenas cuatro años de edad contaba Jaime cuando contempló la decapitación de su padre, un hecho que habría de marcar su existencia.

—No es parca vuestra generosidad —reconoció el duque, escéptico.

—El vicio del rencor corresponde a los débiles —alegó Manuel—. Y mi reinado es ahora más sólido y próspero que nunca.

—Estaréis al corriente de los descubrimientos de nuestros navegantes en las Indias —intervino su madre—. Todo un continente, inmenso y de gran riqueza.

—Así es —corroboró el soberano—. Os invito a compartir la gloria de la Corona de Portugal.

—En vez de unir vuestra voluntad a la de quienes intentan socavarla —completó Beatriz, en alusión a Jorge de Lencastre, bastardo legitimado del fallecido rey Juan y aspirante al trono.

Los logros de los conquistadores al servicio del rey no impresionaron al duque. Manuel, por tanto, decidió exponer su última gran baza.

—He de anunciaros, además, mi inminente matrimonio con la infanta María. Castilla y Aragón están de nuestro lado —recalcó—. Haced vos lo mismo. Regresad a la corte, junto a vuestro rey.

Pero la baza se volvió contra el monarca.

—Sabed que vuestro compromiso representa la influencia de Castilla contra la que muchos nos rebelamos —declaró el duque.

—¿Debo entender que os inclináis por rechazar mi oferta? —quiso confirmar el monarca—. ¿Vais a renunciar a recuperar vuestra posición y vuestros bienes?

—No he dicho tal cosa —repuso Jaime de Braganza—. Mas no esperéis que mis convicciones muden de un día para otro.

—Por ahora me conformo con que cambien vuestras intenciones —le espetó Manuel, con mayor firmeza.

El duque esbozó una sonrisa.

—Por leal que fuera hacia vos, mal consejero sería si no meditara mis decisiones como lo requieren —argumentó, antes de abandonar la audiencia.

Una vez a solas, Manuel se mostró optimista ante su madre.

—Ha visto que no le queda opción —afirmó, satisfecho y sonriente—. Si con el orgullo que gasta no me ha replicado, mi corona está a salvo.

Su madre le devolvió la sonrisa, pero en el gesto de Beatriz se perfiló un rastro de inquietud.

En Roma, Alejandro VI recibió la inesperada visita de Luis de La Trémoille. El Papa acogió al francés con tanta cautela como impaciencia.

—Decid, a qué debo vuestra visita.

—Solamente al agradecimiento —replicó el diplomático—. Vuestra neutralidad en Milán favoreció sin duda que el ducado cayera en nuestras manos.

—Bien podría haberlo impedido, como sabéis —convino el pontífice.

El intento de Su Santidad por ocultar su posición de debilidad ante Francia divirtió a La Trémoille.

—Vuestra inhibición nos obliga a recompensaros —aseguró, para sosiego del otro—. Sabemos que habéis encomendado a nuestro querido duque de Valentinois que amplíe los dominios de los Estados Pontificios.

—Al frente de su ejército se encuentra con ese propósito —admitió el Papa.

—Francia le proporcionará hombres y materiales para dicha campaña.

El anuncio del embajador satisfizo enormemente al Santo Padre.

—Nada podría complacerme más. César es ambicioso y buen estratega, pero su dotación resulta escasa.

—Tened por seguro que nuestras tropas lo conducirán a la victoria en la Romaña —corroboró La Trémoille.

—Vuestra generosidad parece no tener límite —murmuró Alejandro, suspicaz—. Entiendo que esperáis algo a cambio.

—A día de hoy, nada os pedimos —garantizó el enviado del rey Luis—. Pero el tiempo suele dar ocasión para que los favores sean devueltos.

Entretanto, en el Prinsenhof gantés, el archiduque Felipe se reunió en privado con el arzobispo Busleyden.

—Lo lamento, eminencia reverendísima, pero habréis de ausentaros de las celebraciones por el nacimiento de Carlos.

—¿Por qué motivo? —inquirió el eclesiástico.

—Viajaréis a Francia —respondió su señor—. Tendréis el honor de conseguir para mi hijo el mejor regalo que pudiera desear.

—¿De qué se trata? —quiso saber Busleyden, más por curiosidad que por prevención.

El archiduque sonrió, pagado de sí mismo.

—Antes de nada, he de advertiros que mi esposa no debe tener noticia alguna de esta cuestión… Por el momento.

Acto seguido, Felipe acudió a la cámara de Juana para contemplar una vez más el fruto de su unión, como si necesitara confirmar la existencia del pequeño Carlos tomándolo en sus brazos cada dos por tres.

—Miradlo —farfulló el orgulloso padre—. Nunca tanta grandeza se guardó en un cuerpo tan pequeño.

Por repetida que fuera, aquella escena de amor paternofilial agradaba sobremanera a Juana.

—Un futuro emperador —musitó su esposa.

—Y quién sabe si más.

—¿Más? —preguntó la infanta, entre divertida y extrañada—. ¿A qué más podría aspirar?

Felipe entregó al niño a su nodriza y esta se lo llevó a una estancia contigua.

—La política enfría el lecho —repuso, sin contestar—, olvidemos ese tema. O mejor, no hablemos.

El archiduque besó a su esposa, enardecido, manoseándola con evidentes propósitos amorosos. Juana, siempre receptiva a sus atenciones, hizo un enorme esfuerzo por frenar los avances de su cónyuge.

—Estoy en cuarentena, amor mío —le susurró.

—Decidme que no anheláis mis caricias y frenaré.

Apenas hubo pronunciado esas palabras, el archiduque mordisqueó el cuello de la infanta y esta cerró los ojos, entregada.

—Pero los físicos me prohíben…

—Echadme de vuestro lado —insistió él, excitado—, echadme…

Juana hizo ademán de apartarlo. Felipe se separó de ella, pero apenas se había alejado un paso de su esposa, ella lo tomó por el brazo y lo atrajo hacia sí.

—Venid —balbució—, mas sed dulce como nunca.

A pesar de las buenas palabras del marqués de Moya, los sucesos del Albaicín no quedaron sin castigo. Pronto pudieron comprobar sus moradores que Hernando de Talavera no había efectuado su dramática advertencia en vano. Muchos huyeron y se hicieron fuertes en las localidades que mejor podrían defender en caso de ataque.

Por este motivo, en la plaza principal de Güéjar, un numeroso grupo de varones mahometanos rodeaba a un orador que se dirigía a ellos desde lo alto de un carro. Se trataba de Ibrahim, quien debido a su rebeldía y su coraje se había erigido en uno de los principales caudillos de los alzados.

—¡Granada fue entregada a los cristianos a cambio de indulgencia! —rememoró el hijo de Asiya—. Mas ahora ya no se esconden: nuestra fe les repugna. Y harán lo posible para acabar con ella. ¡Ya veis cuán poco vale la palabra del infiel!

La proclama de Ibrahim alentó la indignación de los congregados.

—¡Nos quieren conversos, o nos quieren fuera de nuestras tierras! —prosiguió—. ¿Vamos a dejar que nos sometan? ¿Vamos a permitir que nos arrebaten nuestros hogares si no besamos su maldita cruz?

Los interpelados respondieron con un clamor unánime de rechazo.

—¡Hagamos de nuestros pueblos fortines! ¡Reductos de la fe de Alá! —instó Ibrahim a sus iguales, con verbo encendido—. Resistencia o muerte, hermanos. ¡Resistencia o muerte!

Entretanto, en la corte castellana, Fernando de Aragón palmeaba con franca camaradería el hombro de Gonzalo Fernández de Córdoba, mientras avanzaban por un corredor, camino del despacho real.

—Ha regresado la espada que mejor me defiende —celebró el rey, satisfecho—. Merecido tenéis descansar un tiempo en vuestra tierra.

—Gracias, mi señor.

—Mas reposaréis luego —le previno el soberano—. Ahora nos ocupa el deber.

—Para quien está acostumbrado a la batalla los despachos constituyen un lugar propicio para el descanso —aseguró el Gran Capitán.

—Mi sentir es justo el contrario —afirmó el aragonés, con una sonrisa nostálgica.

Allí los aguardaba Gutierre Gómez de Fuensalida. Una vez que hubieron intercambiado los saludos de rigor, Fernando expuso al militar el asunto para el cual había requerido su presencia.

—Confiamos en que no os hayáis hartado de Nápoles, pues la amenaza sobre el reino no cesa.

—La toma de Milán es un primer aviso de las intenciones de Francia, que sin duda apuntan al sur de Italia —aclaró Fuensalida.

—Por tanto, hemos de elaborar juntos una estrategia para responder a ese ataque cuando se produzca —remató el soberano.

—Creedme, majestad, la ambición de Francia bien puede acabar siendo su ruina —advirtió el recién llegado, para sorpresa de sus interlocutores—. El caos impera en las finanzas de Nápoles. Quien asuma el reino, también asumirá la carga.

—¿Acaso proponéis permitir que Francia se haga con ella? —aventuró Fuensalida.

—No ha lugar para cebos envenenados —denegó Fernando, antes de que el militar se pronunciara—. Tomo en consideración los problemas que mencionáis, pero no renunciaré a Nápoles en favor de Francia por ruinoso que sea su dominio.

—Así lo asumo —manifestó Gonzalo—. Comenzaré a elaborar la estrategia contra el avance francés hoy mismo. —Acto seguido, el general se dirigió al rey con el respeto acostumbrado, pero en un tono más personal—. Mi señor, si me disculpáis, antes quisiera rendir visita a su majestad la reina.

Isabel lo recibió en la misma cámara donde Miguel de la Paz descansaba plácidamente en su cuna.

—No quisiera importunaros, majestad —se excusó el militar, en referencia al pequeño.

—Descuidad, Gonzalo, duerme como un bendito…

No obstante, ambos se alejaron de él, hacia el otro extremo de la estancia, y conversaron en voz baja.

—Celebro que el rey os haya concedido el descanso que merecéis —afirmó la soberana, de corazón.

—Temo que no será largo.

—Culpad de ello a lo mucho que dependemos de vuestra maestría en la batalla —reconoció Isabel—. Os bendigo por ello.

Fernández de Córdoba, sonriente, inclinó el mentón en señal de agradecimiento. Isabel lo contempló unos instantes, evocadora.

—Veros siempre me devuelve a tiempos que quedaron atrás. ¡Quién pudiera revivirlos!

—Mi señora, nadie escapa a la nostalgia de la juventud —admitió él—. Aunque, ¿no es ahora mucho mayor vuestra gloria… y vuestra sabiduría?

—No lo niego. —La expresión de la reina se ensombreció al meditarlo—. Pero he pagado un alto precio por ellas.

—También yo acumulo cicatrices en cada contienda —convino el Gran Capitán—. Solo los que a nada aspiran salen ilesos del paso del tiempo.

—Ruego para que Dios no os reserve castigos como los que yo he sufrido —murmuró Isabel, sin poder contener la emoción—. Querido Gonzalo, a vos no puedo mentiros…

La soberana rompió a llorar, desconsolada.

—Majestad… Mi señora… Isabel. —El militar, impresionado, trató de reconfortarla sin éxito.

—Ya no soy esa reina fuerte a la que todos se refieren. Ya no —manifestó, entre sollozos—. Sobrevivo a las desgracias, mas no las resisto.

—¿Quién podría salir indemne de los golpes que vos habéis soportado? ¡Nadie! —se respondió Gonzalo—. Y vos aún estáis en pie.

—Cierto, pero ¿por cuánto tiempo? Mi alma es vulnerable ahora —objetó Isabel, con verdadera angustia—. Si acaeciera otra desdicha, moriría en vida.

—No, señora, no. Vuestro dolor sería inmenso, pero aprenderíais a sobrellevarlo. Os levantaríais. Os he visto hacerlo tantas veces…

La reina trató de recomponerse como mejor pudo.

—Así deseo creerlo —replicó, con una sonrisa amarga—, aunque sea solo para estar a la altura del concepto que tenéis de mí.

—Mi señora, sois fuerte queráis o no —le aseguró Gonzalo—. Dios os hizo así, y eso nada puede cambiarlo.

La noche del 20 de julio de 1500, la reina se vio a sí misma en camisa de dormir, con el pequeño Miguel en sus brazos. El niño le devolvía la sonrisa, agitando las manos y los pies, sumamente feliz. Ella disfrutaba del momento y se entregaba a la contemplación del pequeño, rebosante de amor y ternura. Isabel le hizo una carantoña y se abrió la camisa, como hacen las madres para dar el pecho a sus hijos. En ese instante, la voz de Catalina, su dama, interrumpió su sueño.

—¡Señora! ¡Mi señora!

Al despertar, la reina entrevió sobresaltada el semblante afligido de Catalina.

Cuando Isabel salió al corredor divisó a Gonzalo Chacón en el otro extremo del pasillo, junto a la puerta de la cámara que ocupaba por la noche Miguel de la Paz. En torno al noble se congregaba ya un nutrido grupo de cortesanos, además de un fraile cabizbajo que bisbiseaba una oración. La mirada compungida de su consejero confirmó el temor que la conmocionada Catalina había provocado.

Isabel corrió hacia la puerta de la estancia. Dentro halló a Fernando, junto a un galeno que terminaba de cubrir el cuerpo de su nieto con una sábana. Al percatarse de su presencia, el rey acudió de inmediato a los brazos de su esposa.

—Ha padecido unas fiebres tan repentinas como mortíferas —declaró, desolado—. Nada se ha podido hacer.

Isabel no pudo soportar un solo instante más la visión de su nieto envuelto en aquel sudario improvisado. Abandonó despavorida la cámara, mientras el llanto pugnaba por abrirse paso en su garganta. El rey la siguió, presto a consolarla, pero al cruzarse con Chacón en el umbral se dirigió al noble en tono confidencial.

—Ordenad al físico que busque en el cuerpo del príncipe las causas de su muerte, más allá de las fiebres.

—¿Sospecháis que se esconde alguien tras esta desgracia? —inquirió el otro.

—Prefiero despejar mis recelos —murmuró el soberano—. La discreción ha de ser máxima. Y, por ahora, ninguna noticia ha de recibir la reina de estas averiguaciones.

Fernando halló a su esposa en su cámara, sola y nuevamente devastada.

—¿Por qué? ¡¿Por qué este castigo tras tantos otros?! —exclamó la reina, con la voz desgarrada.

—Dios nos pone a prueba sin clemencia —repuso el monarca, al tiempo que trataba de abrazarla. Pero la tristeza de Isabel se tornó furia y no se dejó consolar.

—¿Qué más pruebas necesita? ¿Qué quiere de nosotros? —aulló—. ¡Le rezo con fervor, nadie como yo ha extendido su palabra en la cristiandad! ¿Y así me recompensa?

Los intentos del rey por apaciguar la ira de la soberana de Castilla resultaron inútiles.

—¡Veo libres de castigo a infames y descreídos! —se revolvió Isabel—. ¿Qué sentido tiene entregar mi fe a un Dios injusto?

El aragonés logró, por fin, vencer la resistencia de su esposa y la abrazó. La reina rompió a llorar con rabia, hundiendo el rostro en el pecho de su esposo.

—Vuestro dolor es el mío —susurró Fernando—. Y ojalá pudiéramos dejarnos llevar por él, como el resto de los hombres, que curan de ese modo las heridas. —El rey besó con dulzura la cabeza de su señora—. Pero hemos de recluir el pesar en nuestros corazones, pues la muerte del príncipe nos deja sin heredero y nos aleja de Portugal.

—¡En nada me afectan ahora esos asuntos, por graves que sean! —protestó Isabel, a gritos.

—Mas han de hacerlo —insistió el monarca, mientras estrechaba su abrazo con ternura—. Lloremos, maldigamos. Pero cuando salgamos de esta alcoba, comportémonos como soberanos.

Isabel, todavía en lágrimas, acató las palabras de su marido, que sabía ciertas. Con un leve asentimiento, se comprometió a cumplir una vez más con su cometido. Un mandato que, según sus creencias, emanaba del mismo Dios que la obligaba a padecer semejantes tormentos.

El destino quiso que a momentos tan dolorosos se les sumara otra preocupación, tal y como lo refirió Cisneros a su majestad el rey.

—Se han producido nuevos levantamientos en Granada. La calma fue tan solo un espejismo.

Fernando, muy contrariado, suspiró profundamente. Apenas lo hubo hecho cuando el franciscano ya se había ofrecido para resolver la cuestión.

—Dadme licencia para ocuparme de este asunto —solicitó—. Vuestra carga ya resulta intolerable.

El monarca, tras un instante de reflexión, rechazó la propuesta.

—Reunid al Gran Capitán y al marqués de Moya en el despacho —ordenó.

En cuanto los nobles se encontraron con su señor, ambos le expresaron sus condolencias con gesto apesadumbrado. El aragonés agradeció sus palabras e hizo un esfuerzo por concentrarse en el problema.

—¿Dónde se han producido los levantamientos?

—Por ahora, tan solo en Güéjar —respondió Cabrera—. El pueblo se ha atrincherado y se niega a vivir bajo ordenamiento real.

—El tiempo de los sermones ha quedado atrás —sentenció Fernando—. Será el ejército quien resuelva la situación.

—De nada sirve la Palabra para quien no quiere oírla —apostilló raudo Cisneros, sin ocultar su complacencia—. Es evidente que nunca podré culminar mi labor sin la contundencia de las armas.

—Habría que actuar lo antes posible —instó Cabrera al monarca—, sin dar pie a que la rebelión se extienda a otros pueblos.

El rey confió la misión a Gonzalo Fernández de Córdoba. Fernando había decidido resolver el problema de raíz y conminó al militar a emplearse con toda la firmeza precisa.

—Que el castigo sea ejemplar, y esclavizad a los supervivientes.

Gonzalo acató la orden.

—De los aprietos en los que se ve la Corona, este es el único que puede zanjarse de un tajo —prosiguió el soberano, claramente preocupado—. De los demás, nos ocuparemos hoy mismo en consejo. Ahora el tiempo es un enemigo más.

Francisco de Busleyden fue recibido por el rey Luis en su castillo de Blois. A juzgar por cómo se deleitaba el arzobispo en la corte francesa, el entendimiento entre Francia y Felipe, su vasallo, no tenía parangón. El monarca galo ofreció al recién llegado un objeto envuelto en una tela de terciopelo.

—Para vuestro señor. O, mejor dicho, para su hijo, el pequeño Carlos —explicó Luis.

Cuando Busleyden desenvolvió el regalo, descubrió una hermosa espada de tamaño reducido.

—Armo sin temor al hijo del archiduque, pues estoy seguro de que nuestra alianza permanecerá imperturbable cuando pueda empuñarla —alegó el rey, con franca cordialidad.

—Hacéis bien —convino el eclesiástico, con media sonrisa—. Puede incluso que estéis armando a vuestro propio heredero. —Ante la expresión de sorpresa del soberano, Busleyden fue al grano—. Mi señor os propone un matrimonio entre vuestros respectivos hijos.

El consejero de Felipe de Habsburgo le tendió el documento que acreditaba la propuesta. Luis lo leyó, algo desconcertado.

Con vistas a cimentar por generaciones la relación entre Francia y el ducado de Borgoña, es nuestro deseo acordar el matrimonio entre mi hijo, Carlos de Luxemburgo, y vuestra primogénita, Claudia de Francia.
Proponemos igualmente que si su majestad el rey Luis falleciera sin descendencia masculina que lo suceda, Dios no lo quiera, la pareja recibirá como dote el ducado de Milán, de Génova y sus territorios, los condados de Asti y Blois, el ducado de Borgoña, los vizcondados de Auxonne, Auxerrois, Mâconnais y Bar-sur-Seine.
Grande será nuestro agradecimiento si, en virtud de esta alianza, el rey Luis de Francia se compromete a respaldar nuestras demandas sobre el trono de Castilla. Habéis de tener en cuenta que el enfrentamiento entre nos y el rey Fernando otorgará una posición ventajosa para Francia si se llega a romper la unión entre los reinos de Castilla y Aragón.

YO, EL ARCHIDUQUE DON FELIPE

La lectura del legajo dejó pensativo al francés.

—No olvidéis que Carlos heredará en su día el Imperio germánico —insistió Busleyden—. En una sola generación, la corona imperial y la de Francia podrían reposar en la misma cabeza.

—¿Y qué opina Castilla? —inquirió Luis, mientras cavilaba—. Dudo que Fernando dé el visto bueno a que su nieto case con mi primogénita.

—Carlos es hijo del archiduque antes que nieto de los Católicos —adujo el arzobispo—. Corresponde a su padre decidir su futuro.

—Aunque suya sea la potestad, dar semejante paso acarrearía consecuencias —alegó el francés, con cautela.

—Que no os intimide la sombra de los abuelos —lo tranquilizó el flamenco—. Como rivales vuestros, debería complaceros apoderaros de su línea de sucesión…

—Vuestra propuesta resulta tentadora pero lleva implícita una ofensa —señaló Luis, algo molesto—, pues parece que deis por hecho que no tendré hijo varón.

—Mas bien os ofrecemos la oportunidad de aseguraros uno —arguyó el religioso.

—¿Y dejar la corona de Francia en manos de un extranjero?

—De un aliado que lo sería en cuerpo y alma —se apresuró a subrayar Busleyden—, si me permitís la corrección.

—En principio no rechazo vuestra oferta —declaró, por fin, el rey de Francia, tras meditar unos segundos—. Pero os ruego me deis tiempo para valorarla. Regresad a Flandes y ponedlo en conocimiento del archiduque.

El arzobispo de Besançon acató la voluntad de su anfitrión, pero no ocultó su decepción mientras envolvía de nuevo en terciopelo la primera espada del pequeño Carlos.

En Castilla, los Reyes Católicos analizaban con sus principales consejeros las consecuencias políticas del fallecimiento de Miguel de la Paz. Isabel, de luto riguroso, presidía la reunión. La tristeza ensombrecía su expresión, pero se mantenía entera. A su lado, Fernando la contemplaba sin disimular el amor que profesaba hacia aquella mujer y lo orgulloso que se sentía de ella.

—La alianza con Portugal parece asegurada con el compromiso entre la infanta María y Manuel —manifestó Isabel—. Hemos de apremiar a Roma para que otorgue cuanto antes la dispensa matrimonial.

—Así se hará —acató Chacón.

—En la sucesión de nuestros reinos reside nuestro problema —apuntó el rey—. El título de princesa de Asturias corresponde ahora a Juana… Y con ella a ese borgoñón. —Resultaba evidente el disgusto que semejante perspectiva le producía al aragonés—. Lo que no haría por evitarlo… —murmuró, entre dientes.

—¿Acaso existe alguna manera? —quiso saber el marqués de Moya.

—Negar a Juana la sucesión a favor de María sería caprichoso y no merece tal desprecio —zanjó Isabel.

—En todo caso la legítima heredera de la Corona de Castilla es ella, y no Felipe —recalcó Chacón.

—Desengañaos —terció Fuensalida—. Felipe reinará y Juana ejercerá de consorte, aunque el derecho diga lo contrario.

—Lo que tanto nos ha costado construir ha quedado en manos de quien siendo familia nos trata como enemigos —masculló Fernando, cada vez más indignado ante el porvenir al que parecían condenados.

—Asumámoslo como inevitable —intervino la reina—, mas tratemos de suavizar los daños.

—¿De qué forma? —preguntó Chacón.

—Hagamos que juren las leyes de Castilla y Aragón cuanto antes —expuso Isabel—. Durante su estancia entre nosotros, no escatimaremos esfuerzos para librar a Juana de la influencia de su esposo.

Fernando suspiró, resignado. La propuesta de la reina parecía sensata y, por otra parte, poco más podían hacer.

—Enviad de inmediato una misiva para que emprendan el viaje sin tardanza —encomendó el rey a Gonzalo Chacón.

El noble aceptó el mandato pero Gómez de Fuensalida se anticipó a tomar la palabra.

—Os recomiendo que en la misma aprovechéis para recordar a Felipe que el legítimo heredero no es él —insistió, preocupado—, o por el camino sus ambiciones crecerán y será más difícil frenarlas.

La carta que comunicaba la desaparición del pequeño Miguel llegó a Flandes poco tiempo después del regreso del arzobispo Busleyden. Este y don Juan Manuel de Villena presenciaron la manifestación de júbilo que la triste noticia provocó en el archiduque.

—¡Estáis delante de los herederos de Aragón y Castilla! —declaró Felipe, exultante.

Sin embargo, Juana reaccionó con pesar.

—Pobre Miguel —musitó, al lado de su esposo.

La infanta se santiguó y tanto el señor de Belmonte como el arzobispo de Besançon la imitaron. Felipe no secundó el gesto.

—Dios lo tendrá en su gloria —adujo—. No renunciemos nosotros a disfrutar de la nuestra.

El archiduque tomó las manos de su esposa, deslumbrado por aquel destino que tanto había anhelado. Ningún duque de Borgoña había logrado ceñirse una corona real, él habría de ser el primero. La ilusión que animaba el rostro de su marido terminó por contagiar a Juana.

—Amor mío, vuestros reinos nunca han sido tan nuestros como ahora —proclamó el archiduque.

—Tan de vuestra esposa, para ser precisos, pues a ella pertenecen —puntualizó Busleyden, con la misiva ante sus ojos—. Isabel y Fernando insisten en que vos seréis consorte y no reinaréis. Que el brillo de las buenas noticias no os impida ver las malas.

Felipe le arrebató de mala gana la carta y la releyó.

—¿Consorte? ¡Es humillante! —se indignó.

—No os soliviantéis —trató de apaciguarlo Juana—. Son las leyes de Castilla, donde la mujer tiene tanto derecho a reinar como el varón.

El borgoñón se revolvió contra ella.

—Vos no permitiréis que se me ofenda de este modo, ¿no es cierto?

—¿Qué puede hacer vuestra esposa frente a la ley? —terció Villena, inquieto—. O, más bien, frente a la voluntad de los reyes.

—Puede negarse a aceptar la sucesión si no se modifica mi título —replicó Felipe—. Así cederán. —El archiduque trató de persuadir a Juana—. Sería un gesto de respeto y lealtad hacia vuestro esposo.

—Haré cuanto esté en mi mano —concedió la infanta, desconcertada—. ¿Cuándo partiremos?

—Deberíais hacerlo sin demora —los apremió don Juan Manuel—. Castilla y Aragón necesitan de vuestro juramento.

—No nos apresuremos —rehusó Felipe—. Antes han de resolverse otras cuestiones…

Ni Juana ni Villena se percataron de la breve mirada de complicidad que cruzaron el arzobispo y el archiduque, pendientes todavía de la decisión del rey de Francia sobre el futuro de Carlos.

Aunque sin tantas alharacas, en Blois también se acogió favorablemente la muerte de Miguel.

—¡Qué gran servicio nos ha hecho Dios! —exclamó el rey Luis—. ¡Llueven beneficios para Francia!

—Además, ya no existe la amenaza de que Castilla, Aragón y Portugal sean regidas por un solo soberano —señaló La Trémoille.

—No solo eso —apuntó el monarca, malicioso—. Ahora los herederos de Castilla serán Juana y Felipe. Y tras ellos… el pequeño Carlos.

—Heredero del imperio y un día también dueño y señor de Castilla y Aragón.

—Y no olvidéis los dominios de ultramar —añadió Luis, impelido por la codicia—. Sin duda, estaréis de acuerdo conmigo en que casar al hijo del archiduque con Claudia se presenta ahora como una oportunidad inmejorable.

La Trémoille prefirió no dejarse arrastrar por el entusiasmo de su señor.

—Que ventajas tan evidentes no os hagan olvidar el escollo que tan bien supisteis ver…

El soberano galo resopló y asintió, resignado.

—Francia será regida por un extranjero cuando Carlos llegue al trono —murmuró, meditabundo—. Pero mi esposa no me ha dado varón y quién sabe si lo hará. ¡Necesito un heredero!

El rey encaró a su consejero y expuso su plan.

—Pondré como condición que Carlos se eduque en esta corte desde la firma del pacto. Yo me encargaré de que acabe siendo tan francés como vos y yo.

—No desdeñéis la reacción de los Reyes Católicos ante el compromiso —subrayó La Trémoille—. Ahora más que antes.

—Ya encontraré el modo de apaciguarlos —masculló Luis de Francia.

El anuncio de una petición inesperada de audiencia terminó con el debate.

—¿De quién se trata? —inquirió el rey, molesto por la interrupción.

—Un noble portugués que insiste en veros —expuso un secretario real—, el duque de Braganza.

La extrañeza inicial con la que los franceses acogieron a don Jaime pronto mudaría en estupor.

—Disculpad, señores, que no haya anunciado mi llegada —rogó el portugués—. Lo que aquí me trae requiere discreción.

—Reveladlo —le instó el monarca, condescendiente—, la incertidumbre nunca fue de mi agrado.

—Voy a arrebatarle el trono a Manuel de Portugal —les espetó el duque de Braganza—, y desearía contar con el respaldo de Francia en mi cruzada.

Tan intrépida petición provocó que sus interlocutores reaccionaran con cautela.

—Habéis recorrido un largo trecho para venir a solicitarnos que intriguemos contra un rey legítimo —le manifestó La Trémoille—. En verdad, no sabría decir si os mueve la osadía o la confianza en vuestras capacidades.

—¿Acaso ambas cualidades no se alimentan entre sí? —repuso don Jaime.

—Dejémonos de chácharas —terció el rey—. Decid, ¿en qué beneficiaría a Francia vuestro triunfo?

—Cuando suba al trono, la alianza entre Castilla y Portugal habrá llegado a su fin —expuso el duque—. Cuanto más débil es el enemigo, mayor resulta la ventaja de sus rivales.

—Olvidáis que la nulidad de dicha unión ya es un hecho —apuntó La Trémoille—, tras la muerte del pequeño Miguel.

—Mas el rey Manuel se ha comprometido de nuevo con una infanta de los Católicos —replicó el noble luso—. ¿Y si tienen hijo varón? Todo podría quedar como estaba.

Aunque certero, el riesgo aducido por el duque se antojaba todavía muy lejano para los franceses.

—Por fortuna, aún deben recibir una bula papal para desposarse. Hasta entonces, el trono de Manuel será vulnerable —perseveró Braganza—, y la sucesión me corresponde por derecho.

—Se necesita algo más que derechos para derrocar a un rey —replicó el chambelán galo—. ¿Con qué apoyos contáis?

—He recuperado mis bienes y, con ellos, mi poder —arguyó don Jaime—. Y son muchos los que darían la vida por un Portugal soberano.

—¿Qué queréis de nosotros? —inquirió el soberano.

—Respaldo financiero, influencia en los despachos —enumeró el interpelado—; en suma, que hagáis cuanto esté en vuestra mano para que yo me convierta pronto en el rey de Portugal.

A pesar de que los alzados contra la Corona apenas sumaban dos mil trescientas almas, los Reyes Católicos enviaron a la Alpujarra un imponente ejército encabezado por Gonzalo Fernández de Córdoba y el marqués de Moya. Desde la lejanía, la villa de Güéjar se divisaba en calma.

—No parecen esperarnos —indicó Cabrera.

—La victoria se antoja sencilla, entonces —ironizó Gonzalo.

—No se rendirán, creedme —murmuró el otro.

Gonzalo asintió con amargura. A su pesar, opinaba igual que el marqués.

—¿Con qué fuerzas cuentan? —indagó el general—. ¿Artillería?

Andrés Cabrera hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No es su armamento lo que debe preocuparnos, sino su fe. Prefieren morir a claudicar.

—Habremos de ir casa por casa —masculló, contrariado, el Gran Capitán. Acto seguido, respiró hondo y alzó un brazo para que todos lo vieran—. ¡Avanzad! —ordenó, mientras espoleaba su montura.

La caballería se aproximó a la población al paso, seguida por los soldados de a pie, hasta que algo inesperado frenó su progreso: a tan solo unas decenas de metros de la villa, las patas de los equinos empezaron a hundirse en el barro, como si la tierra quisiera tragárselos.

—¿Qué demonios es esto? —voceó el marqués.

Los hombres y las monturas de la vanguardia se vieron súbitamente retenidos en el lodo.

—Han arado el campo y lo han anegado —constató Gonzalo con estupor—. ¡Han embarrado el perímetro para atraparnos!

En ese instante, mientras los caballos se enfangaban hasta las cinchas, empezó a caer sobre las huestes reales una lluvia de proyectiles.

—¡Protegeos! —conminó Fernández de Córdoba a los suyos.

Desde la villa y los promontorios que rodeaban a los cristianos, los alzados lanzaban flechas, piedras… cualquier objeto que pudiera arrojarse. Clavadas en el barro, las huestes reales quedaron expuestas a aquel inesperado bombardeo.

—¡Pongámonos a cubierto! —vociferó Cabrera—. ¡Hay que encabritar a los caballos o no saldremos vivos de aquí!

Poco a poco, hombres y monturas lograron abandonar el fango, mientras esquivaban y repelían las oleadas de ataques que seguían cayendo sobre ellos.

—Estoy seguro de que no tienen otra forma de protegerse —subrayó el marqués de Moya, una vez a salvo.

—¿Por qué nos provocan así, teniendo las de perder? ¿Acaso están locos? —bramó Gonzalo.

—No hacen sino reclamar la batalla, señor mío, ¡buscan morir por su fe!

—Pues si es el martirio lo que ansían, lo conseguirán —vaticinó con amargura el Gran Capitán, dispuesto a cumplir la orden de reducir a los alzados con todos los medios a su alcance.

No fueron piedras y flechas lo que cayó sobre los que se habían acantonado en Güéjar, sino una lluvia de fuego y metralla. Tal y como Gonzalo había pronosticado, el asalto final hubo de efectuarse casa por casa y la batalla mudó en sangrienta refriega. Los cadáveres de los rebeldes alfombraron las calles de la villa y a los supervivientes los agruparon en la plaza principal. Entre ellos se encontraba Ibrahim, su caudillo.

—Cuando mi señor decida vuestro castigo, se os pondrá en conocimiento —proclamó el Gran Capitán de cara a los sometidos—. Hasta entonces, sois prisioneros cautivos.

Gonzalo contempló los rostros de aquellos a quienes sus hombres terminaban de maniatar. Habían sido derrotados, pero ninguno daba muestras de haber claudicado. El marqués de Moya se aproximó al general.

—Habrán de esperar el juicio. Me encargaré de organizar su traslado.

Gonzalo se percató del anhelo con el que muchos de los alzados contemplaban a uno de sus soldados mientras bebía apaciblemente de un cuenco.

—Dadles agua —le ordenó—. Demasiados han muerto ya.

Cuando le llegó el turno de beber a Ibrahim, este se dio cuenta de que el Gran Capitán lo observaba.

—¡Güéjar solo ha sido el primero de muchos! —le gritó el rebelde.

El soldado hizo amago de golpear al cautivo, pero Gonzalo detuvo el castigo con un gesto.

—No creo que en otros lugares envidien a los muertos —replicó el general—, tampoco a vos y vuestra libertad perdida.

—¿Tan mal conocéis a los míos? —replicó el otro, desdeñoso—. Sentirán vergüenza si no siguen nuestro ejemplo. ¿Quién no prefiere el martirio a la sumisión?

Gonzalo Fernández de Córdoba dio la espalda a Ibrahim, no por desprecio a sus palabras, sino para que el hijo de Asiya no pudiera percatarse de cuánto lo inquietaban sus augurios.

Tras largas deliberaciones, Luis de Francia decidió dar respuesta a la solicitud de Jaime de Braganza.

—No es de mi agrado el duque, y dudo que sea digno de portar una corona —se justificó ante La Trémoille—, pero si lo aupamos al trono de Portugal, Fernando perdería a un valioso aliado. Su apreciación parece justa.

—¿Consideráis que es razón suficiente? —insistió el chambelán.

—Tras Milán ha de venir el sur de Italia —anunció el monarca—. Y cuanto más debilitemos al aragonés, menos resistencia opondrá a nuestro avance sobre Nápoles.

—En efecto, es razón suficiente —ironizó La Trémoille, con una sonrisa de complicidad.

La reina Isabel, por desgracia, se había acostumbrado a vestir de luto. Sin embargo, no pudo reprimir un estremecimiento al ver a su hija María con la ropa oscura que habría de lucir en el solemne funeral por Miguel.

—El rey don Manuel ha anunciado su presencia.

—No podría ser de otra manera —repuso la infanta—. Se trata de su hijo.

Isabel percibió el disgusto de la joven en el laconismo de sus palabras.

—Es un hombre recto y amable —musitó, en un intento de apaciguarla—. Será un buen esposo para vos. Vuestra hermana Isabel fue dichosa con él.

—No ansío el amor, madre —replicó María, con la mirada fija en los ojos de la reina—, pues si lo hiciera no podría sobrellevar mis deberes.

La soberana apartó el rostro, dolida.

—Pronto os perderé. Me consolaría que vuestra unión os trajera la felicidad.

María tomó la mano de su madre, con idéntica determinación.

—Cumpliré mi cometido, con la ayuda de Dios. Nada espero, salvo ser una buena hija y una buena esposa. —Y concluyó, con la mirada teñida de melancolía—: La felicidad… Bien lo sabéis vos, madre: es demasiado pedir.

Mientras aguardaban la llegada de la delegación portuguesa, Gonzalo Chacón tuvo ocasión de poner a Fernando al corriente de las averiguaciones sobre el repentino deceso del heredero.

—El físico ya ha comunicado su dictamen —le informó—. Ningún signo extraño encontró en vuestro nieto. Su muerte fue natural.

El soberano se limitó a aceptar las conclusiones del galeno. El rey de Portugal y su madre encabezaban la representación lusa que asistiría al responso. Una vez superadas las formalidades protocolarias, Manuel se acercó a la infanta María, que había quedado apartada del resto de los presentes.

—Lamento que nuestro primer encuentro como prometidos resulte tan sombrío —declaró el monarca con exquisita cortesía.

—También lo es el motivo de nuestra unión —replicó ella—, pues sin la muerte de mi hermana nunca se habría planteado.

Apenas hubo pronunciado estas palabras, María percibió el pesar que aquellas causaban a quien en breve debería convertirse en su esposo. Quiso desdecirse, arrepentida, pero no dispuso de tiempo, pues Manuel buscó de inmediato la compañía de los reyes. Isabel pretendió animar a su yerno.

—Os ha de consolar pensar que con María recuperaréis la ilusión, y más hijos vendrán.

—Vuestro matrimonio refrendará la alianza entre nuestros reinos —recalcó Fernando.

—Me reconforta oíros —respondió Manuel al aragonés—, pues mis enemigos insisten en que mis días en el trono están contados.

—¿La noticia del compromiso no los ha desalentado?

—Más bien diría lo contrario. —Y añadió, al tiempo que señalaba hacia la entrada—: Ahí tenéis la muestra, ¿cómo osa…?

Sus interlocutores volvieron la mirada en dirección a la puerta del salón, donde el duque de Braganza acababa de irrumpir, con paso solemne y gesto severo. Don Jaime llegaba acompañado por un séquito propio de un monarca.

—Creedme si os digo que no ha sido invitado —murmuró Isabel, estupefacta ante semejante despliegue de grandeza.

—Tampoco se le ha invitado a sentarse en el trono y vive con ese anhelo —replicó Beatriz de Braganza.

El cortejo del duque se detuvo antes los Reyes Católicos. Don Jaime se adelantó e hizo una sentida reverencia.

—Majestades, lamento profundamente vuestra pérdida.

—Sabréis aliviar este golpe sirviendo a vuestro rey en horas tan lúgubres —contestó Fernando, con intención.

—Haré lo que mi deber con Portugal me exija —recalcó el duque.

Acto seguido, don Jaime encaminó sus pasos hacia la zona reservada para la familia real de Portugal y tomó asiento. Tanto Manuel como Beatriz se escandalizaron ante semejante descaro y no fue menor el estupor de los Católicos. De inmediato, Isabel hizo un gesto hacia Chacón y este se acercó al duque. Con exquisito tacto, don Gonzalo susurró algo al oído de don Jaime, mientras le indicaba discretamente la posición que debía ocupar durante la ceremonia. El duque obedeció y abandonó los asientos reservados a los regentes sin perder un ápice de su aplomo.

Después del funeral, el rey Manuel acudió a la cámara de la infanta María. Esta lo recibió con una actitud menos belicosa.

—Si venís a que os pida disculpas por mis palabras… Tenéis razón —admitió la joven, sin avergonzarse por ello—. Han sido crueles y me arrepiento de lo dicho.

—No es eso lo que me aflige, sino que no deseéis convertiros en mi esposa, aunque estéis dispuesta a aceptarme.

—¿Acaso lo deseáis vos? Me rechazasteis en su día —le recordó María—. ¿Por qué habría cambiado vuestra opinión sobre mí?

—Si casé con vuestra hermana y no con vos fue porque Isabel ya era princesa de Portugal —reconoció Manuel—. Las razones políticas eligieron por mí.

—Como lo hacen ahora —apostilló la infanta.

Manuel de Portugal suspiró. Luego, miró a los ojos de su prometida y se aproximó a ella.

—Sé que esta boda es precipitada y que la empaña el dolor por tantas muertes. Sin embargo, nada deseo más que desposaros. —El portugués tomó la mano de la joven y la besó—. Sois hermosa, dulce y despierta. En verdad nos ha unido el destino, pero me complace que conmigo haya sido tan generoso.

La sinceridad y el cariño con que Manuel envolvió sus palabras hicieron mella en María. ¿Se había resignado a un matrimonio sin felicidad demasiado pronto? Tal vez su madre estuviera en lo cierto. En todo caso, pronto habría de averiguarlo.

A muchas leguas de allí, la corte de Flandes se encontraba a la espera de una decisión sobre otro enlace conyugal. Las condiciones impuestas por Luis de Francia para el compromiso entre Carlos y su primogénita Claudia todavía constituían objeto de reflexión para el archiduque Felipe. El arzobispo Busleyden aguardaba una respuesta y había comenzado a impacientarse.

—¿Habéis meditado ya sobre el destino de vuestro hijo?

—Poderosas manos han forjado este acero en Francia —musitó el borgoñón, complacido, al tiempo que sopesaba la espada de Carlos. A continuación se dirigió al eclesiástico—: Allí habrá de forjarse también el destino del futuro emperador.

Felipe apartó la vista. En su mirada se mezcló el orgullo paterno por el prometedor futuro de su heredero con la melancolía derivada de la renuncia que semejante expectativa exigía.

—Entiendo que no debe de resultar fácil para vos —afirmó, comprensivo, el arzobispo—, pero era de esperar que el rey Luis pusiera alguna condición.

—Cómo negarme —corroboró el archiduque—. Mi hijo Carlos será el hombre más poderoso de la cristiandad.

—Solo hay que sortear un último obstáculo: el consentimiento de vuestra esposa —subrayó Busleyden.

Felipe no pudo reprimir un mohín de desagrado.

—Así lo exige Luis de Francia —le recordó el consejero—. Sin duda desea evitar el más que previsible conflicto con vuestros suegros. De nada podrán acusaros si la propia madre de Carlos ha accedido.

—La voluntad de Juana me pertenece —garantizó Felipe con arrogancia, confiado como estaba en su poder sobre la infanta—. ¡Bendito amor el que por mí siente!

El borgoñón colocó el documento que había de ratificar ante los ojos de su esposa, sobre un recado de escribir, y le tendió el cálamo para que firmara. De un violento manotazo, Juana lo arrojó todo a un extremo de la cámara.

—¡¿Cómo habéis osado a decidir el futuro de nuestro hijo sin consultarme?! —clamó, indignada.

—¡No he hecho sino conseguir para él la mayor grandeza a la que hombre alguno pudiera aspirar!

—¡No crecerá en una corte extraña! —vociferó Juana, rotunda—. ¡Jamás me separaréis de él!

—Vuestra rebeldía es en vano —aseguró el archiduque—. No saldréis de esta alcoba sin firmar ese acuerdo. Y ningún escrúpulo tendré para convenceros.

—¡Atreveos! —lo desafió la infanta.

Felipe alzó la mano contra Juana. Ella ni se inmutó.

—¡Antes de desgraciarme, sabed que llevo otro hijo vuestro en el vientre! —le espetó.

La novedad frenó la cólera de su esposo.

—Será el bálsamo que os alivie cuando Carlos parta —masculló, airado, mientras contenía su irritación.

—¡No es mi amor de madre lo único que está en juego! —replicó Juana, con rabia renovada—. ¡Ese acuerdo es una traición a mis padres!

—¿Acaso sois más leal a ellos que a mí? —inquirió, cínico, el archiduque.

—Su dignidad gana en mucho a la vuestra.

—¡Dejad de pensar como madre y como hija, y pensad como una reina! —Felipe, fuera de sí, la agarró con violencia por el cuello—. ¡El viaje a Castilla se pospondrá hasta que hayáis cambiado de opinión! ¡Y mandaré a Busleyden para que dé cuenta a vuestros padres del futuro de Carlos!

—Sin mi firma, sus palabras se las llevará el viento —le advirtió ella, mientras trataba de librarse sin éxito de la mano que la estrangulaba.

—Hecho el anuncio, vuestra negativa carecerá de sentido.

A pesar de la presión de la mano que atenazaba su garganta, Juana sonrió, desquiciada.

—¡Nunca firmaré! —reiteró, con voz ahogada.

Felipe aproximó el rostro al de su esposa. Juana, a pesar de sentir que le faltaba el aire, no cedió ante la mirada amenazadora del borgoñón.

—Maldigo el día en que os elegí como madre de mis hijos —farfulló el archiduque, y acto seguido la soltó.

Juana recuperó poco a poco el aliento, desmadejada, mientras Felipe abandonaba la estancia llevándose consigo el documento sin su firma.

Poco antes de regresar a Portugal, el rey Manuel mantuvo una tensa conversación con Isabel y Fernando, inquieto como se hallaba por los avances de sus enemigos.

—¿Tanto teméis al duque de Braganza? —le preguntó la soberana de Castilla, con un matiz de reprimenda en el tono—. No os deberían imponer sus bravatas. El rey sois vos.

—La osadía de don Jaime puede pareceros ridícula, pero evidencia su falta de escrúpulos —adujo Manuel—. Si mi enlace con María fuese inmediato, sus manejos perderían importancia.

Fernando miró a su yerno y bajó la voz.

—Siendo Braganza el problema, ¿no habéis pensado en tomar medidas drásticas?

—El derecho ampara al rey —se apresuró a señalar Isabel—. ¿Por qué un monarca habría de manchar sus manos de sangre para retener lo que ya le pertenece?

—En todo caso, me temo que acabar con él alimentaría a los que lo respaldan y daría alas a su rebelión —concluyó el portugués.

—No lo discuto —reconoció Fernando—. Pero no tardaríais en aplastar un alzamiento descabezado y sin los recursos económicos del duque.

Manuel rehusó de nuevo imponerse por la fuerza.

—La mejor solución a la amenaza que pende sobre mi trono, la única posible, por otro lado, es que la boda con vuestra hija se celebre de inmediato —manifestó, con gesto serio.

—Sabéis que es necesaria la dispensa papal; María es la hermana de vuestra anterior esposa.

—Decid, ¿Roma se ha pronunciado? —quiso saber el joven.

—No hay respuesta alguna, por el momento —confirmó Fernando, disgustado, y suspiró—. Bien es cierto que nuestras relaciones con el Santo Padre no pasan por su mejor momento.

—Ofrecedle compensaciones a la altura de vuestros desencuentros y pronto se resolverá el escollo —sugirió Manuel.

—No pienso comprar el favor de quien tuvo la osadía de llamarme «usurpadora» —recalcó Isabel, tajante.

—Concederá la dispensa antes o después —terció Fernando, con ánimo conciliador—. Ahora no podemos humillarnos ante Roma.

—O a sus ojos perderemos autoridad para siempre —advirtió la reina.

—Ya veo —murmuró Manuel—. Me dejáis solo y vulnerable por tiempo indefinido, sin otra opción que encomendarme a Dios y resignarme.

La dispensa que tanto anhelaba el soberano portugués constituía el motivo de la presencia de Luis de La Trémoille en la Santa Sede. Con una carta del norte de la península Itálica desplegada sobre la mesa, Alejandro VI no dudó en reconocer la eficacia del respaldo de Francia para hacer realidad sus planes.

—Los avances de César resultan lentos pero exitosos —declaró el Papa—, sin duda gracias a vuestras tropas.

—Me alegro de que os sean útiles, pues os animará a compensarme por ello —replicó La Trémoille, sin preámbulo alguno.

El papa Alejandro suspiró.

—Poco ha tardado en llegar la factura por vuestra generosidad —murmuró—. Decid qué deseáis.

—¿Habéis concedido la dispensa para la boda del rey portugués con la infanta castellana?

—Aún no —respondió el pontífice, desconcertado.

—Absteneos —lo conminó el francés.

A Su Santidad no le agradó el mandato.

—Dar órdenes al Santo Padre roza la blasfemia —le avisó, molesto.

Quid pro quo, Santidad —propuso La Trémoille—. Negaos a firmar esa dispensa y recibiréis a cambio tropas y pertrechos para haceros con la Romaña.

Por enojoso que le resultara el cariz de la negociación, Alejandro VI intuyó que podría serle favorable.

—¿Y a qué se debe el súbito interés de Francia por esas nupcias?

—La desunión entre Castilla y Portugal nos conviene a todos, en tanto que debilita a los Católicos, ¿acaso no es cierto? —alegó el diplomático con media sonrisa.

—Sois poco claro con vuestros objetivos —replicó el Papa—. Si he de complaceros, dadme todos los detalles.

—Os comunico cuanto necesitáis saber —quiso rematar La Trémoille—: Lo que el rey Luis desea y lo que vos obtendríais complaciéndolo.

—Lo cierto es que la bula que concedí a vuestro soberano para desposar con Ana de Bretaña agotó mis escrúpulos en materia de enlaces —evocó Su Santidad, con intención de incordiar—. Tras semejante dislate, ¿qué podría objetar para impedir la boda entre el portugués y su cuñada?

La Trémoille hizo caso omiso a la pulla del papa Borja.

—Sois el Santo Padre. No necesitáis respaldaros en razones, los argumentos emanan de vos.

—Sin embargo, mis decisiones han de someterse a voluntades ajenas —apostilló el interpelado, zaherido.

—Descuidad, es posible que los días del rey Manuel en el trono estén contados —le informó el francés—. No tendréis que justificar vuestra negativa a largo plazo.

Alejandro VI posó la mirada sobre el mapa. Pensó que la oferta del rey Luis le ponía los territorios de la Romaña al alcance de la mano.

—Sea —afirmó entre dientes.

Desconocedores del pacto entre Francia y la Santa Sede, la espera de la bula se hizo interminable para los Reyes Católicos.

—El silencio de Roma constituye en sí una respuesta —masculló Fernando, disgustado—. Es insufrible que nuestros intereses dependan de ese papa. ¿Quizá ha llegado el momento de presionar para que la cabeza de la Iglesia sea otra?

—No siento estima alguna por él, pero nuestra fe nos obliga a respetar su reinado —alegó Isabel.

—¿Son acaso sus decisiones fruto de esa fe? ¿O del sentido cristiano de la justicia? —repuso el aragonés—. No, tras ellas solo se esconde rencor, cuando no ambición.

—¿Qué haremos si no la otorga?

—Puede que nos veamos obligados a aceptar a Braganza como rey —murmuró Fernando.

—Me niego a reconocer a ese arribista —rehusó la soberana—. No desposeímos a los nobles castellanos de sus privilegios para obrar de modo diferente en Portugal.

—Entonces quizá Manuel tenga razón —afirmó el rey con amargura—. Habremos de humillarnos una vez más ante Roma para conseguir su favor.

—Aún confío en no tener que hacerlo —musitó Isabel, tan preocupada como su esposo.

A la ausencia de noticias de la sede pontificia, pronto se sumó otra decepción, pues la delegación de Flandes se presentó en la corte de Castilla sin la infanta y el archiduque.

—¿Qué agravio es este? —inquirió Fernando, enojado, al arzobispo de Besançon—. ¡Fuimos claros al ordenar la presencia de Juana y Felipe!

—Majestad, su ausencia no es fruto de desdén alguno, sino de la buena fortuna: vuestra hija está de nuevo embarazada. —Tal y como el eclesiástico había previsto, la noticia apaciguó a sus anfitriones—. Como comprenderéis, una travesía tan larga representaría una amenaza para su salud y la de su próximo hijo.

—Os agradecemos que hayáis emprendido tan largo viaje para informarnos —concedió Isabel.

—No es la única nueva feliz que os traigo —anunció Busleyden, melifluo—. Mi señor ha conseguido para vuestro nieto Carlos un destino inmejorable…

No comulgaron los reyes con la opinión del arzobispo al conocer el acuerdo matrimonial entre Flandes y Francia. Menos todavía cuando el eclesiástico les comunicó que el hijo varón de Juana habría de educarse en la corte de su enemigo, el rey Luis.

—¡¿Por quién se tiene ese malnacido de Felipe para decidir el futuro de nuestro nieto?! —bramó Fernando, a solas con su esposa.

—Si tan solo fuese nuestro nieto y no quien podría heredar nuestros reinos algún día —lamentó Isabel.

—¡Y será francés! —recalcó, furioso, el monarca de Aragón.

—No hablemos como si fuésemos a permitirlo —requirió la reina.

Fernando asintió, decidido, y contuvo su enfado.

—Dejad que la rabia me abandone y encontraré la forma de deshacer ese acuerdo.

Por si los asuntos de Flandes, Roma, Francia y Portugal no bastaran, la campaña de Granada contra los mahometanos alzados aportó nuevos sinsabores.

—Majestad, más villas se han atrincherado en la Alpujarra —comunicó Chacón, sombrío.

—¡Maldita sea! ¡Si demandé brío a Gonzalo fue para evitarlo! —gruñó Fernando.

—Que se hayan rebelado esas poblaciones no es lo que más ha de preocuparnos —señaló el noble—, pues se sospecha que los alzados están intentando crear un puente con África para recibir refuerzos.

—Quién sabe qué consecuencias podría acarrear su llegada —apuntó Cisneros—. Ya no solo para Granada, sino para el reino entero. ¡Para la cristiandad en su conjunto!

Tras meditarlo, Fernando resolvió asumir en persona la dirección de las operaciones para atajar la insurrección.

—¡Ha de zanjarse de cuajo! —exclamó, y se dirigió al arzobispo de Toledo—. O conversos o muertos, ¿no era eso lo que queríais?

Cisneros se limitó a inclinar levemente el mentón. A Chacón, sin embargo, la decisión del rey no lo tranquilizó.

—Alteza, permitidme un inciso: ¿no es mal momento para abandonar la corte? —indagó—. El problema sucesorio…

—También lo resolveré en Granada —remató el soberano—. Encargaos de que un emisario parta hacia Francia de inmediato.

—¿Con qué mensaje? —preguntó Chacón, sorprendido.

Tiempo atrás, el rey de Francia y Fernando de Aragón habían convenido que cesara el enfrentamiento en el campo de batalla napolitano pues resultaba mucho menos costoso repartirse el reino. La propuesta, sin embargo, no había fructificado. Fernando creyó que había llegado la hora de hacerla realidad, y con ventajas añadidas.

Mi bien amado rey don Luis:
Demasiado larga ha sido la contienda que devasta a los nuestros y nos mantiene alejados de los asuntos propios de nuestros reinos. Es mi deseo que se haga la paz entre ambos, más si cabe cuando hemos de defender Italia de la verdadera amenaza que pesa sobre el Mediterráneo, aquella procedente del este.
Estas son las condiciones que, con sumo respeto, os propongo para que callen por fin las armas en Nápoles.
Nuestros ejércitos participarán simultánea, aunque no conjuntamente, en la conquista militar del reino de Nápoles. Vuestras tropas llegarán desde el norte y las aragonesas por el sur.
Una vez conquistado, el reino será dividido en dos partes iguales: Aragón se quedará con las provincias del sur (Apulia y Calabria) con el título de ducados, mientras Francia mantendrá la posesión del centro de la península Itálica (las provincias de Abruzzo y Tierra de Labor), incluyendo las ciudades de Nápoles y Gaeta.
Los derechos sobre la aduana de Apulia, esto es, los impuestos recaudados por pastos, serían divididos a partes iguales.
Por su parte, Francia cesará en sus reclamaciones sobre los condados de Cerdaña y el Rosellón. A cambio, Aragón renunciará al condado de Montpellier.
Vos, majestad, obtendréis los títulos de rey de Nápoles y de Jerusalén.
El pacto habrá de mantenerse en secreto hasta que el ejército francés llegue a Roma. No obstante, la firma del mismo está sujeta a la renuncia de acordar el matrimonio entre Claudia, vuestra primogénita, y Carlos, el hijo varón del archiduque Felipe.
Si tales condiciones son de vuestro agrado, sugiero que firmemos nuestro acuerdo en Granada, donde me hallaré en breve.

YO, EL REY

Luis de la Trémoille se mostró menos entusiasta que su señor cuando supo de la propuesta de Fernando.

—Roma se opondrá a ese pacto —advirtió.

—El aragonés ha pensado en ello —alegó el monarca—. Excusaremos el reparto por la necesidad de defender la región frente al avance del turco. Pero para firmarlo, pone como condición la ruptura del acuerdo matrimonial entre mi hija y el vástago de Felipe.

—Aceptad —aconsejó La Trémoille.

—Ese compromiso me garantiza un heredero del que, hoy por hoy, no dispongo —objetó el rey—, y un futuro imperial para Francia.

—¿Haceros con la mitad de Nápoles sin gasto militar ni derramamiento de sangre no os compensa? —arguyó el chambelán, persuasivo—. Y no solo eso: una vez asentada Francia en Nápoles, la invasión de la zona aragonesa será cuestión de tiempo…

—Por supuesto —corroboró Luis—. Lástima, el pacto matrimonial resultaba prometedor…

—Vuestros hijos son apenas dos criaturas —insistió La Trémoille—. No faltará ocasión para acordar su enlace de nuevo. Disgustaréis al archiduque, eso sí.

—Flandes es vasallo de Francia —afirmó el soberano, sin dar importancia al previsible enojo de Felipe—. Siempre se plegará a vuestra voluntad. ¡Haced los preparativos, embarcaré hacia Granada en cuanto sea posible!

Sin haber sido previamente convocado, el duque de Braganza se presentó en la corte portuguesa y exigió ser recibido en audiencia por el rey Manuel. Este accedió, en compañía de doña Beatriz, pero no abandonó el trono ni mostró a don Jaime la cordialidad de anteriores ocasiones.

—No me habéis jurado obediencia y rechazasteis mi invitación a formar parte de la corte —le recordó—. Vuestra presencia aquí está de más.

—Considerad un gesto de lealtad que venga a informaros de mi reciente matrimonio —replicó el duque—. He desposado a la hija del duque de Medina Sidonia, doña Leonor de Guzmán.

Manuel y Beatriz de Braganza ocultaron la inquietud que les produjo el enlace entre su rival y la hija de uno de los nobles más poderosos de Castilla. Soltero, don Jaime constituía un peligro en sí mismo. Pero el respaldo de su suegro magnificaba la amenaza.

—Os felicito —declaró con tono grave el rey.

—No lo creo —refutó el duque—, pues bien sabéis lo que mi unión con tan poderosa familia castellana significa para vos.

—Casad con la dama que gustéis —terció doña Beatriz, desdeñosa—. No proyecta sombra alguna sobre las nupcias de vuestro señor con la infanta María.

—Temo que ese matrimonio nunca tendrá lugar —ironizó el noble—. La dispensa papal no os será otorgada.

—Carecéis de influencia suficiente en Roma para impedirlo —replicó Manuel.

—¿Acaso pensáis que estoy solo en este empeño? ¡Sois vos quien lo está! —le espetó don Jaime, con sorna—. De modo que sed sensato y levantaos de ese trono. Os prometo un buen trato si lo hacéis sin demora ni resistencia.

—¡No os atreváis a dar órdenes a vuestro rey! —exclamó la regente.

—Aprovechad mi ofrecimiento —insistió el duque, fijando la mirada en Manuel—. O dejaréis el trono igualmente, pero de forma mucho menos agradable para vos.

—¿Osáis amenazarme? —bramó el interpelado—. ¡Podría ordenar que acabaran con vos ahora mismo!

—Pero no lo haréis —repuso, flemático, Jaime de Braganza—, pues también vos os condenaríais.

—¡Fuera de mi presencia! ¡Marchaos! —le ordenó, furioso, el soberano.

Sin que la cólera regia lo intimidara, el duque abandonó el palacio. Una vez en privado, junto a su madre, la angustia pudo con Manuel.

—Ordenaré que cien soldados guarden mis estancias, cancelaré mis salidas… ¡Soy el rey y habré de vivir como un recluso, temiendo la muerte a manos de ese traidor! —Manuel alzó el puño, iracundo—. ¡Y todo porque el maldito orgullo de los Católicos bloquea mi casamiento!

—Vuestra boda dará al traste con las ambiciones del duque —le recordó Beatriz—, y aunque trate de impedir que se conceda la dispensa, está en manos de Castilla resolverlo.

—En sus manos, mas no en su ánimo —discrepó el rey—. ¡Poco les importa que mi vida esté en juego! ¡Han de presionar a Roma con urgencia! ¡Se lo rogué y me ignoraron!

—Quizá rogar no sea lo adecuado —sugirió Beatriz, tras una breve reflexión—. Dadles a entender que necesitan ese enlace tanto como vos.

—¿De qué forma? —quiso averiguar Manuel—. ¿Qué podría causarles una inquietud igual a la que siento yo?

—Mentad un nombre ante el que la reina tiembla —evocó su madre—. Un nombre que revive sus peores fantasmas: Juana la Beltraneja.

El estupor de Manuel al oír la estratagema urdida por Beatriz de Braganza se asemejó al de Isabel cuando supo de los planes de boda entre el rey de Portugal y la excelente señora.

—Ha de ser una chanza —receló la soberana, atónita. Al tiempo que digería la veracidad de la información su enojo iba en aumento—. ¡¿Cómo osa amenazarme con desposar a La Beltraneja?!

Gonzalo Chacón suspiró, consternado.

—Respaldamos a Manuel como rey, le entregamos a nuestra hija, ¡y responde con esta bajeza! —vociferó Isabel, más que furiosa.

—Lo hace con el fin de que cedamos y nos postremos ante Roma, estoy seguro —aventuró Chacón—. Dudo que pretenda que entre Portugal y Castilla renazcan conflictos resueltos hace tantos años.

—Poco me importa lo que pretenda, ¡el agravio es intolerable!

—Calmaos, os lo ruego. —El consejero nunca había sido partidario de que Isabel tomara decisiones con el ánimo soliviantado—. Con vuestro permiso, yo mismo me presentaré en la corte portuguesa para resolver este absurdo.

Con la Alpujarra en rebeldía, la toma del castillo de Lanjarón resultaba esencial para el sometimiento de los alzados. El ejército que Fernando desplazó a la región llegó a sumar ochenta mil hombres. A pesar de la resistencia desesperada de los defensores, la desproporción entre las fuerzas de ambos bandos decidió el atroz desenlace.

—Proclamad la victoria, mi señor —sugirió Gonzalo Fernández de Córdoba a Fernando, ante una multitud de cadáveres ensangrentados—. Aunque ningún enemigo pueda oíros ya.

—¿Estáis seguros de lo que afirmáis? —quiso confirmar el soberano—. ¿Habéis buscado en cada rincón y aseguráis que no resta alma viva?

—Ningún combatiente queda. Solo mujeres y niños.

—Pueden dar gracias a Dios por no hallarse aquí el conde de Lerín —masculló Cabrera.

—¿Qué queréis decir? —le preguntó el Gran Capitán.

Fernando respondió por el marqués de Moya.

—El navarro hizo estallar en Lauxar una mezquita…

—Servía de refugio a las mujeres y a los niños de la villa —completó Andrés Cabrera.

—¿Qué justifica tal barbarie? —interpeló Gonzalo a su señor.

—Nada quizá —murmuró el rey—. Mas habrá quienes, conociendo la matanza, no querrán para sí un final tan cruel. Correrán a bautizarse.

—¡Erráis, mi señor! —objetó el militar, sin poder contenerse—. ¡Mirad a vuestro alrededor! ¡Ved a lo que conduce la rabia!

—Erráis vos —replicó el aragonés, con firmeza—. Donde el catecismo fracasa, el terror hace brotar la fe. Incluso en las almas más impías.

Fernández de Córdoba se disponía a replicar cuando el monarca se anticipó, con intención de acabar con la polémica.

—Mas no os culpéis por ignorar tales cosas —le recomendó, displicente—. Vos sois un soldado. Yo, un rey que ha de gobernar y, en ocasiones, hacer pasar por justo aquello que no lo es.

El soberano espoleó su montura y dejó a Gonzalo con la palabra en la boca, ante la mirada de un taciturno Andrés Cabrera.

Felipe había castigado a Juana por anteponer los intereses de los Reyes Católicos a los suyos. Había empleado un método simple, pero de enorme eficacia contra un temperamento como el de la infanta: el archiduque se había ausentado de la corte en compañía de sus hijos. De este modo, durante varias semanas, Juana vivió privada de aquellos a quienes amaba hasta el delirio. Por fin, desesperada por la soledad y el abandono, claudicó.

Su esposo regresó, pues quiso estar presente cuando Juana refrendara con su firma la voluntad de que su hijo Carlos se educara en Francia, cuyo trono habría de heredar algún día.

—De nuevo somos una familia —manifestó Felipe, con el documento recién rubricado en sus manos.

—Dad por hecho que soy y seré la única heredera legítima de Castilla —le exhortó Juana, mirándolo con rencor—. Nunca intercederé por vos en esa cuestión.

—Sé lo que valen vuestras bravatas —repuso impasible el archiduque—. Lo justo para que mi ausencia se encargue de sofocarlas.

La infanta cedió a la provocación. Tomó el cálamo con el había firmado y, con un gesto rápido, intentó clavarlo en el rostro de su marido. Felipe detuvo su brazo y lo mantuvo agarrado sin miramientos. Tampoco los tuvo Juana para escupirle a la cara, aunque el salivazo no logró borrar la sonrisa de su marido.

Tras la batalla de Lanjarón, Fernando pudo regresar a la Alhambra, donde habría de reunirse con Luis de Francia.

—Que venga hasta Granada para discutir el reparto de Nápoles revela que la propuesta le complace, ¿no creéis? —preguntó, satisfecho, a Fuensalida.

—No lo niego —corroboró el diplomático—, pero ¿no sospecháis que su intención, una vez coronado, sea la de hacerse con vuestra parte?

—Querido amigo, ¡como si mi plan fuese diferente! —replicó el aragonés con una risa maliciosa—. Nápoles será el campo de batalla donde nos mediremos con los franceses. De momento, el acuerdo nos proporciona prestigio a ambos… Y bien que lo necesito.

—Causaréis sorpresa en Flandes —advirtió el otro.

—Que aprenda el archiduque dónde están los límites de su poder —masculló el rey.

Cuando la delegación francesa se instaló en Granada, Fernando quiso disculparse por haber elegido un emplazamiento tan lejano a la frontera común.

—Siento haberos obligado a desplazaros hasta aquí —expuso el aragonés con exquisitas maneras—, mas he estado inmerso en una campaña que, por fortuna, ya es victoriosa.

—No veo perjuicio en conocer tan bello lugar —contestó Luis, admirando la arquitectura de la Alhambra—, y más si he de partir de aquí convertido en rey de Nápoles.

—Entonces, no esperemos más. Reunidas ambas delegaciones en torno a una mesa, Fuensalida resumió las condiciones del pacto.

—Por el presente acuerdo, el reino de Nápoles queda bajo el dominio de Aragón y de Francia, en los siguientes términos: Aragón gobernará los ducados de Apulia y Calabria. Francia, las provincias enteras de Abruzzo y Tierra de Labor, y con ello la ciudad de Nápoles.

Luis de Francia asintió, complacido, y Fernando le devolvió el gesto. El diplomático prosiguió con su exposición.

—Los impuestos serán repartidos equitativamente. El título de rey de Nápoles será propiedad de su majestad el rey Luis, aquí presente. Por otra parte, Francia renunciará a reclamar el Rosellón y la Cerdaña y Aragón cederá el condado de Montpellier.

—Las condiciones son de mi agrado —declaró el monarca francés.

—Tanto como para renunciar al enlace de vuestra hija con mi nieto Carlos, ¿no es cierto? —le interrogó Fernando.

Luis de Francia sonrió. A un gesto suyo, La Trémoille extrajo un escrito de un cartapacio.

—Tenéis aquí el documento que atestigua que las nupcias proyectadas han quedado en nada —explicó el rey—. Otra copia se enviará a Flandes para comunicárselo al archiduque.

Satisfechas ambas partes, los soberanos firmaron el acuerdo en Granada, el 11 de noviembre de 1500.

—Al fin, paz —celebró Luis de Francia, con una amplia sonrisa.

—Al fin —confirmó Fernando. Pero mientras los soberanos intercambiaban sonrisas y apretones de manos, Gómez de Fuensalida y Luis de La Trémoille intercambiaron una mirada. Ambos conocían las intenciones de sus señores y estaban convencidos de que el bando contrario no ignoraba que la ensalzada paz en Italia sería tan breve como intensa en preparativos bélicos.

Manuel de Portugal interpretó la premura de Gonzalo Chacón por ser recibido en su corte como un signo de que su plan había funcionado. Tal y como había pronosticado su madre, el órdago del compromiso con La Beltraneja había sembrado la alarma entre los castellanos. Así lo suponía Manuel, pero se equivocaba.

—No elevaré el tono, acatando de ese modo la voluntad de mi señora, doña Isabel —le previno Chacón, con gesto adusto—. Intuyo que vuestra intención no es amenazar a Castilla, sino forzarla a obtener la bula papal por cualquier medio a su alcance.

—Cierto es que prefiero desposar a María que a Juana —convino el rey—, mas la espera se torna insoportable y Portugal necesita un heredero.

—No amedrentaréis a mi señora, tenedlo por seguro, pues es tarea imposible —advirtió el castellano—. Con esos modos, nada obtendréis de ella. No obstante, y visto que vuestra ocurrencia ha sido tan ofensiva como inconsciente, os referiré las consecuencias de vuestro matrimonio con doña Juana.

Manuel se esforzó por permanecer impasible, a pesar del revés que ya presagiaba.

—El primer conflicto lo tendríais con Roma —expuso Chacón—, que decidió la reclusión de aquella a la que pretendéis desposar.

Manuel intercambió una mirada con su madre. Aunque ella ni confirmó ni negó el argumento, el rey entendió que el enviado de Isabel no iba descaminado.

—Pero el enojo que causaríais en la Santa Sede sería mínimo frente a la ira de Castilla —continuó el embajador—. Ese matrimonio sería respondido con algo más que palabras.

—¿Amenazáis a Portugal con una guerra? —preguntó, incrédulo, el soberano—. Doña Juana no ha de concebir hijo alguno que pueda reclamar el trono en el futuro —declaró don Gonzalo, pues este y no otro constituía el motivo de la prolongada reclusión de la excelente señora—. Jamás permitiremos que pueda traer al mundo a un vástago con sangre real.

—¿Hasta dónde estáis dispuestos a llegar para impedirlo? —replicó, desafiante, el portugués.

—Esa mujer erró hace veinticinco años y provocó una guerra —le recordó—. Hoy, mi señora no dudaría en responder del mismo modo. Los reinos de Aragón y Castilla, que hasta la fecha han sido aliados vuestros, se tornarían enemigos. Y como tales, apoyarían a don Jaime, vuestro rival.

Beatriz de Braganza refutó el argumento.

—Vuestros señores en nada comulgan con el duque de Braganza.

—En tales circunstancias, el mentado sería a sus ojos mejor opción que un aliado que devino en traidor. —Antes de que Manuel pudiera responder a la invectiva, Chacón lo emplazó con severidad—. Retractaos en este preciso instante o asumid las consecuencias.

—¿Y qué ocurrirá si nos sometemos a vuestro dictado? —quiso saber doña Beatriz.

—Desdecíos y vuestro compromiso con la infanta seguirá vigente y, con él, el respaldo de Castilla. Olvidaremos esta ofensa tan pronto como deis un paso atrás.

La regente pretendió responder a don Gonzalo, pero Manuel la conminó a callar con un gesto.

—Esperaré lo necesario para desposar con María —garantizó el rey—. Tenéis mi palabra.

Chacón la aceptó con una inclinación de cabeza. Beatriz de Braganza, más inquieta que desairada, no pudo reprimir un amargo suspiro.

—Confiemos en que la dispensa llegue antes que el duque al trono…

Gonzalo Chacón no movió un músculo. Por supuesto que estaba convencido de haber hecho lo correcto al impedir un posible enlace con La Beltraneja, pero desconfiaba de que Su Santidad favoreciera los intereses de Castilla y Aragón sin que mediara compensación alguna.

Sin embargo, las aspiraciones del duque de Braganza habrían de sufrir dos importantes contratiempos, como consecuencia indirecta del pacto entre Fernando y Luis de Francia. El monarca galo, satisfecho por haber obtenido la Corona de Nápoles, prefirió centrarse en sus ambiciones italianas y desembarazarse de todo lo que pudiera significar un lastre a la hora de hacerlas realidad.

—Nuestro porvenir en Nápoles es tan halagüeño que no quisiera verlo amenazado por nada, y menos aún por alianzas de tan escaso fuste —le confesó a Luis de La Trémoille, al tiempo que firmaba una misiva dirigida a don Jaime de Braganza.

El emisario tenía orden de presentarse en los dominios del duque en el plazo más breve posible. En pocos días, el destinatario de la carta pudo leer su contenido y palideció.

—«Véase así cancelado nuestro apoyo económico y, de igual modo, el respaldo político del reino de Francia a vuestras pretensiones…».

Acto seguido, rompió el documento y lo arrojó lejos de sí.

—¡Perro sarnoso! —bramó, enfurecido—. ¡Dios maldiga Francia!

La segunda contrariedad procedería de la Santa Sede. A pesar del secreto que rodeó lo firmado en Granada, Alejandro VI tuvo conocimiento del acuerdo de los soberanos para repartirse Nápoles. Nervioso y preocupado, el pontífice compartió la información con César Borja.

—¿Habéis dado vuestro consentimiento? —le preguntó este, desconcertado.

—Ni siquiera se han dignado consultarme —murmuró, humillado, el Papa—. Un desprecio de Aragón era de esperar, pero ¿de Francia, que ahora tan aliada nuestra se dice? ¡Jamás!

—Sabéis que no hay amante más ramera que la política —farfulló el duque de Valentinois.

—Entonces responderé con la misma moneda —repuso Alejandro—. Aligeraré mi amistad con Francia tanto como mi enfrentamiento con los Católicos. En tierra de nadie, poco se pierde.

—¡No lo hagáis! —lo conminó el otro—. ¡Necesito a las tropas francesas para mi campaña!

—¡Ni disponiendo de ellas pudisteis someter Faenza! —replicó Su Santidad, desdeñoso—. De poco vale su ayuda en vuestras manos. Además, estoy cansado de que mis decisiones dependan del sentir de otros, ¡sea de Francia o de vos!

César Borja comprendió que el Santo Padre ya había tomado una decisión.

—Si todos los reinos me son desleales, mi aprecio por ellos será parejo —corroboró el Papa—. Haced venir a mi secretario. Tengo una dispensa que dictar.

En Granada, la campaña contra los insurgentes se aproximaba a su final. Así lo comunicó Gonzalo Fernández de Córdoba al rey Fernando.

—Mi señor, los alzados han aceptado vuestras condiciones. Pocos son los que se niegan a la conversión.

El monarca quiso asistir en persona a uno de los numerosos acristianamientos múltiples. Hernando de Talavera, todavía al frente de la agitada archidiócesis, oficiaba la ceremonia. Uno a uno, los alzados desfilaban ante su eminencia para recibir el sacramento con el que se incorporaban a la fe de sus captores. Entre los que aguardaban el bautismo se encontraba Ibrahim. Este, con la mirada huidiza, reparó en la presencia de Fernando y Gonzalo. Cuando le llegó el turno, antes de ser ungido con el agua bendita, echó a correr hacia donde se hallaban sus enemigos, con las manos desnudas como única arma.

—¡Muerte al infiel! ¡Muerte al infiel! —vociferó, a punto de abalanzarse sobre el rey.

Pero Gonzalo se interpuso, con la espada desnuda ya en su mano, y de una estocada atravesó al rebelde. Los alzados asistieron a la escena, atemorizados. El oficiante cerró los ojos y se santiguó, apesadumbrado, mientras Ibrahim se derrumbaba a los pies de Fernando.

—Alá es grande —proclamó Ibrahim con su último aliento, y cayó muerto.

Fernando, impactado, miró a Gonzalo en señal de gratitud. El Gran Capitán sostuvo la mirada de su señor un instante.

—Solo soy un soldado, majestad, pero me necesitáis.

Acto seguido, guardó su arma y partió. Fernando no replicó. Lo consideró inoportuno, pues el Gran Capitán acababa de salvar su vida. Se contentó con seguirlo con la mirada mientras abandonaba el templo. Ya habría ocasión de recordarle la jerarquía de mando.

Mientras tanto, en la cámara de la reina, otro arzobispo se disponía a impartir un sacramento, pues Isabel, con gesto contrito, confesaba arrodillada ante Cisneros.

—Lo que he de manifestaros me avergüenza de tal manera como ningún otro pecado.

—Sois dada a exagerar vuestras faltas, que luego lo son menos —repuso el franciscano.

—Renegué de Dios —musitó Isabel, y Cisneros quedó estupefacto—. Fue tan solo por un momento, pero no he sentido arrepentimiento hasta hace bien poco…

—¿Qué os condujo a semejante dislate?

—La muerte de mi nieto Miguel me hirió en lo más profundo —alegó la reina, tras un profundo suspiro—. Dios me pareció caprichoso, injusto… Cruel.

—No hemos de interpretar lo que acontece a nuestra conveniencia —la reconvino el confesor—. La voluntad del Señor es inasible para nuestro humilde entendimiento.

—No sigáis —rogó la reina—. Me arrepiento de mi ira hacia quien tanto amo. Renegar de Él no ha traído bonanza alguna, tan solo ha envilecido mi alma.

—El amor a Dios no difiere mucho del amor humano —refirió Cisneros—. El dolor y la rabia suelen amenazarlo. Pero si es lo bastante fuerte, seguirá firme en nuestros corazones.

—Así permanece en el mío —reconoció Isabel.

El arzobispo de Toledo dio por válidos sus remordimientos y la bendijo.

—Ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen.

Apenas habían concluido cuando un emisario entregó a Cisneros una misiva procedente de Roma. El franciscano la leyó y la mostró de inmediato a la soberana de Castilla.

—El Papa concede la dispensa —declaró, satisfecho—. Vuestra hija puede desposar a don Manuel.

—Dios me ha perdonado —exclamó Isabel, agradecida y aliviada.

Mientras en Castilla un documento avalaba un matrimonio, en Flandes otra misiva cancelaba el compromiso entre el hijo de Felipe y la primogénita de Luis de Francia.

—¡Malnacido, ese suegro mío! —rezongó Felipe, enrabietado, al tiempo que hacía pedazos el escrito procedente de Francia, ante la mirada de Busleyden y del señor de Belmonte.

—Os advertí que no aceptaría el enlace de su nieto con la hija del rey Luis —le recordó el arzobispo de Besançon.

—¡Maldito sea el francés también! ¡Y toda su descendencia! —continuó bramando el archiduque—. ¡Apenas ha tardado en darme la espalda! ¿Tan poco vale mi amistad?

—Al parecer, no tanto como la mitad de Nápoles —apuntó el clérigo con amargura.

—El rey Luis ha obrado como todos haríamos —declaró Villena, de sopetón. Felipe y Busleyden acusaron la sentencia con desagrado, pero ello no alteró al castellano—. No es él contra quien debéis actuar.

Sus interlocutores aceptaron escuchar a don Juan Manuel con atención.

—Una vez más, Fernando os ha dado a entender cuán grande es su poder frente al vuestro. Os menosprecia.

—Por tanto, urge hacerle ver cuán grande es su error —remató Busleyden.

Villena asintió, satisfecho por que el arzobispo hubiera comprendido su intención. Felipe trataba de cavilar, dominado por la ira.

—¿Cuál será vuestra respuesta? —lo apremió el religioso.

—Se la daré en persona —contestó el borgoñón—. ¡Partimos hacia Castilla! ¡Ya es hora de que nuestras contiendas se libren cara a cara!