Aunque los reyes habían encomendado a Cisneros la cristianización de Granada, Fernando montó en cólera cuando supo de la contundencia de los métodos empleados por el confesor de su esposa.
—¿Por qué el arzobispo no ha quemado también la Alhambra, además de los libros? —bramó, irónico, mientras golpeaba la mesa con los puños—. ¡Puede que las consecuencias fueran menos graves!
—Sosegaos, señor —le solicitó Isabel—. Estoy segura de que Cisneros solo persigue dar buen servicio a Castilla… Y a la cristiandad.
—¿Qué servicio procura si trae de nuevo la guerra a Granada? —repuso, enojado, el rey.
—Lo cierto es que en unas pocas semanas ha habido más conversiones que en todos los años pasados —terció Chacón—. Como deseabais, Granada cada vez es menos mora y más castellana.
El aragonés resopló, nada impresionado por el número de bautizos.
—¿A qué precio? Entre los muchos que no se han convertido, ¿cuántos no estarán más dispuestos que nunca a favorecer un desembarco turco?
—O de algún emir del norte de África —apostilló Cabrera.
—Es sabido que a su eminencia reverendísima le falta diplomacia —reconoció Chacón—; no obstante…
—Culpa nuestra entonces —interrumpió Isabel—, por no haberle proporcionado la compañía necesaria.
—Enviemos a alguien que encauce las aguas y evite que el río se desborde —propuso Chacón, contemporizador.
La reina, que se sentía responsable de los actos de su confesor, no quiso tomar la decisión sin consultarlo con su esposo.
—¿Estáis de acuerdo, señor?
—Lo estoy —murmuró Fernando—. Vos, Cabrera, sois el hombre adecuado.
El aludido inclinó el mentón y asumió el mandato.
—Pero debéis tener en cuenta una premisa —advirtió Isabel, con voz templada—: Querer hacer las cosas como corresponde no significa que renunciemos a hacerlas.
En su calidad de duque de Valentinois, César Borja frecuentaba a menudo el castillo de Blois, lugar natal de Luis XII, adonde el soberano había trasladado su residencia como deferencia hacia su nueva esposa. Luis de La Trémoille lo condujo ante el rey, pues este deseaba conocer su opinión sobre ciertos asuntos de Estado. Como siempre, el monarca recibió al joven duque con notoria cordialidad.
—Me complace que estéis satisfecho entre nosotros —manifestó—. Servidnos bien y treparéis por su árbol como un gato montés.
—Serviros ya es suficiente recompensa —declaró César, con falsa humildad.
—Pero no quita que aún pueda ser mayor —expuso Luis, persuasivo—. Más pronto que tarde un rey decidirá el porvenir de Italia. Y yo seré el afortunado.
El tono empleado por el soberano francés evidenció su determinación. César Borja mantuvo la mirada en silencio antes de replicar.
—Lo encuentro justo —admitió, por fin—. Os asisten vuestros derechos al trono de Nápoles y al ducado de Milán.
—¿Comparte el Santo Padre esa opinión? —quiso saber Luis.
El duque de Valentinois prefirió ser cauto y no contestar.
—Necesito el apoyo de Su Santidad —insistió el rey, con idéntica firmeza—, bien lo sabéis.
César Borja comprendió que esa, y no otra, era la razón de la audiencia.
—Vos aún habéis de encontrar vuestro lugar en esta corte —intervino La Trémoille—. Si el Papa vela por los intereses de Francia, no hará sino velar por los de su propia familia.
El joven permaneció pensativo. Luego, dirigió la mirada hacia el rey.
—No os quepa duda, Su Santidad estima lo que habéis hecho por su estirpe —afirmó César—. Estoy seguro de que os apoyará sin reservas.
—Partid entonces hacia Roma —le ordenó Luis XII—. Traednos garantías de esto que nos decís.
A decir verdad, y aunque en realidad no era otra cosa que su vasallo, al joven Borja no le agradaba que lo tratara como tal. No obstante, acató el mandato.
—Contad con ello —aseguró, antes de vislumbrar siquiera cómo podría convencer al papa Alejandro para que inclinara definitivamente la balanza a favor de Francia.
El futuro de Castilla y Aragón dependía del embarazo de la reina de Portugal. Al menos, así lo parecía, dado que en la corte todos la colmaban de atenciones. La avanzada gestación del posible heredero concentraba tantas esperanzas que la joven, a su pesar, no permanecía sola ni un instante. La princesa de Asturias, tan propensa al retiro espiritual, padecía por ello, y así se lo intentó hacer ver a su madre.
—Vivo en vilo, Isabel —reconoció la reina de Castilla—. Ahora solo vuestro bienestar y el de vuestro hijo son importantes para mí.
—Pues perded cuidado, madre. Todo marcha bien —aseguró la aludida—. Y yo estoy feliz de que así sea.
Madre e hija se fundieron en un emocionado abrazo. Aceptó la princesa compartir la dicha con la reina, pero en el fondo de su corazón anidaba un mal presentimiento.
Nada parecido, sin embargo, a lo que atormentaba a su cuñada, Margarita de Habsburgo, que también había volcado toda su ilusión en aquel embarazo.
—Dios quiera que sea varón —susurró la flamenca, con la mano en el vientre de la princesa, y suspiró profundamente—. Os agradezco que me permitáis estar junto a vos. Su majestad cree que os puedo contagiar mi mala suerte.
—La reina es una buena católica y rechaza la superstición —repuso Isabel, un punto escandalizada—. ¿Cómo podéis decir algo semejante?
—Entonces ¿por qué ha dispuesto mi alejamiento de la corte? —inquirió, dolida, la joven viuda—. ¿Quizá teme que pueda hacer algo inconveniente, llevada por mi aflicción?
—Apartad de vos tales ideas —rogó Isabel, compasiva—. Solo quiere vuestro bienestar. Sabéis que os ama como a una hija más.
Margarita, con un nudo en la garganta, permitió en silencio que la princesa tomara sus manos entre las de ella.
—Comprendedla —razonó Isabel—. Veros sumida en vuestro dolor reaviva el suyo, pues compartís la misma pérdida.
La entrada del obispo Fonseca en la cámara interrumpió la conversación. La reina de Portugal había solicitado confesar con él. En realidad, Isabel quería formularle una petición en privado.
—Monseñor, querría contar con vos a mi lado cuando llegue el momento de dar a luz.
—No os preocupéis por ello, alteza —afirmó Fonseca.
—He de estar preparada y recibir la comunión en ese momento —recalcó la princesa—. Nada os debe impedir estar allí en esa hora.
El tono de Isabel inquietó al eclesiástico.
—Habláis como si temierais algo… irreparable.
La heredera al trono de Castilla rehuyó la mirada del obispo mientras se explicaba.
—En su día ofrecí al Señor consagrar mi vida a su servicio… Y no lo hice —evocó, con expresión sombría—. Tengo el presentimiento de que el Altísimo va a exigirme que cumpla la promesa.
Fonseca quedó tan impresionado por sus palabras como por la resignación con la que la reina de Portugal afrontaba tan funesto vaticinio. Isabel dirigió la mirada hacia él.
—¿Cuento con vos… y vuestra discreción?
En ese momento, el rey Manuel, su esposo, irrumpió en la cámara. El soberano se acercó a ellos, sonriente.
—¿Acaso interrumpo vuestros oficios, monseñor?
La princesa de Asturias respondió por él.
—No, esposo. El obispo y yo ya hemos terminado —declaró Isabel, mientras escondía su inquietud tras una dulce sonrisa.
Juana, con aire melancólico y muy desmejorada, contemplaba cómo una nodriza amamantaba a su hija Leonor.
—Qué diferente habría sido todo para las dos si hubieseis sido varón —murmuró.
La aparición del archiduque Felipe en la cámara sorprendió a las dos mujeres. En los últimos tiempos, el contacto entre Juana y su marido se había espaciado cada vez más, hecho que atormentaba a la apasionada castellana. Juana ordenó a la nodriza que terminara su tarea en otra estancia, ansiosa por estar a solas con su esposo.
—Esperábamos desde hace días vuestra visita.
—Sabéis que el placer es la última demanda que un príncipe puede satisfacer —se excusó, cínico, el archiduque.
El comentario alimentó las expectativas de Juana. Sin embargo, Felipe las arruinó a renglón seguido.
—Ahora son asuntos de gobierno los que me traen hasta vos. —El Habsburgo le mostró un documento manuscrito—. Firmadme este papel.
—Esposo, contadme antes de qué trata eso que necesita mi conformidad —solicitó Juana, precavida.
—Es la petición de un beneficio eclesiástico en Castilla para un prelado de Flandes —expuso Felipe con naturalidad—. Algo habitual y que redundará en el acercamiento de ambos territorios.
—Siendo mi esposo y soberano, ¿precisáis mi firma? —ironizó la archiduquesa.
—Como bien suponéis, es una cuestión meramente formal —insistió él—. Pura cortesía.
—Sabéis de sobra que los reyes de las Españas no aceptarán imposición alguna —advirtió la infanta.
Felipe se impacientó.
—Vais a firmar, ¿sí o no?
Juana encaró a su esposo, con gesto desafiante.
—Apenas os habéis acercado a mí, ni a vuestra hija, y de pronto aparecéis con tal demanda —expuso, dolida—. No firmaré.
Felipe se acercó a ella, amenazador.
—Ya lo veremos.
Dicho esto, el archiduque se dispuso a abandonar la cámara. Antes de que partiera, Juana no pudo reprimir el impulso de cogerlo por el brazo y preguntar:
—¿Cuándo volveréis a visitarnos?
El borgoñón contempló con desdén a su esposa, siempre tan orgullosa y, a la vez, tan vulnerable. Se soltó de su mano, le dedicó una sonrisa altiva y salió sin contestar.
Entretanto, en el pasillo, Francisco de Busleyden aguardaba el resultado de la entrevista. Cuando Felipe le entregó el documento de malos modos, el arzobispo intuyó lo ocurrido.
—Debéis procurar un mejor entendimiento con vuestra esposa —le aconsejó, mientras trataba de seguirle el paso por el corredor.
—Si os referís al nombramiento…
Busleyden lo interrumpió, con un gesto negativo.
—La corte no percibe beneficio alguno en vuestro matrimonio con la infanta —argumentó el eclesiástico—. Hay quien murmura que tal unión fue un error.
—¿Acaso no les basta con la dote? —farfulló el Habsburgo—. ¿Qué esperaban?
—Una archiduquesa más dócil, quizá —repuso el interpelado—. Más proclive a aceptar nuestros usos…
Felipe se detuvo junto a la puerta de una estancia, hastiado de unos y otros, y se enfrentó a su consejero.
—¿Sí? Decid, ¿qué más echan en falta? —inquirió con ironía.
—Un hijo varón —le espetó el religioso. El borgoñón encajó la observación con mal talante, pero ello no amilanó a su interlocutor—. Vuestro distanciamiento de la archiduquesa crea un problema de considerable enjundia. Necesitáis un heredero.
Felipe guardó silencio. Busleyden estaba en lo cierto y ambos lo sabían.
—Pensad en vuestro futuro —recalcó el arzobispo—. Debéis hallar el modo de que vuestra unión sea grata a la corte… y a vos mismo.
—Sería más fácil cambiar a Juana por otra, os lo aseguro —masculló el archiduque—. ¡Maldita boda y maldito mi padre que al acordarla tan mal servicio nos hizo!
Ninguno de ellos se percató de que don Juan Manuel de Villena había escuchado la última parte de la conversación desde el otro lado de la puerta.
El señor de Belmonte solicitó acompañar a la archiduquesa de inmediato. En privado, pudo poner en conocimiento de Juana las dudas que la corte mantenía sobre ella y su matrimonio. La melancolía de la infanta no hizo sino aumentar.
—¿Cómo podría ganarme el favor de la corte, si no soy capaz de retener a mi esposo junto a mí?
—Debéis lograrlo —apremió don Juan Manuel—. Vuestra presencia en Flandes responde a designios que han de cumplirse.
—Desengañaos —murmuró Juana—. Una española nunca será querida en estas tierras.
—Pues sed menos española, señora —espetó el otro.
A la archiduquesa le sorprendió el arrebato del caballero.
—No me educaron para dejar de ser quien soy —alegó.
—Nadie os pide tal cosa —insistió el de Belmonte—. Ninguna dama os iguala aquí. Pero muchos entienden como desprecio que no asimiléis sus gustos y costumbres. —Y añadió, persuasivo—: Os aseguro que si lográis ganaros a la corte, con ello recuperaréis también a vuestro esposo.
El argumento no terminó de convencer a Juana, que seguía pensativa. De modo que don Juan Manuel optó por jugar su última baza.
—Debéis reaccionar, alteza —la apremió—. O el archiduque puede acabar devolviéndoos a Castilla.
—¡Jamás! ¡Eso jamás! —reaccionó Juana, alarmada.
—Entonces, permitid que os ayude.
Juana asintió con un brillo de determinación en su mirada y el señor de Belmonte se puso de inmediato a la tarea.
En esas mismas fechas, el duque de Valentinois trasladó a Su Santidad la petición efectuada por el rey Luis de Francia. Tanto el ruego como las formas empleadas provocaron el malhumor del pontífice.
—Así pues, se sirven de mi propia sangre para cobrar los favores prestados —masculló con amargura Alejandro VI.
—Tanto el porvenir de Italia como el nuestro están en manos del rey de Francia —arguyó César, mucho más pragmático—. ¿Acaso lo dudáis?
—¿Pretendéis que me comporte como Fadrique? ¿Un títere en sus manos? ¡No puedo ceder! —bramó el Papa, irritado por la insistencia de su interlocutor—. ¡No solo cuenta Francia! ¿Tanto os han sorbido el seso en la corte que no lo veis? ¡Calculad las represalias de Isabel y Fernando!
—¡Basta ya! —El joven Borja acompañó el exabrupto con un puñetazo en la mesa—. ¡Escuchadme!
El duque parecía dispuesto a todo por contentar al francés y medrar en consecuencia. Su enojada premura logró sorprender a un intrigante tan veterano como el pontífice.
—¡Terminó el tiempo de mantener el equilibrio entre los rivales! —declaró César—. Si no contamos con el respaldo de uno de los bandos, ¡antes o después, ambos nos arrollarán!
Alejandro VI hubo de asimilar tan doloroso dictamen.
—No defiendo mis intereses, ¡estoy velando por nuestra supervivencia! —alegó el joven—. ¿No lo veis?
Pero el Papa se resistía a aceptar que Roma hubiera de someterse a rey alguno, por poderoso que fuera, y menos todavía a un soberano de tal calaña.
—Tener que hincar la rodilla ante semejante miserable…
—Lamentaos cuanto queráis —remató el duque—, ¡estamos con él o contra él!
Su Santidad, meditabundo, volvió a guardar silencio para desesperación del joven Borja. El pontífice detuvo su protesta con un gesto enérgico.
—De acuerdo, el ducado de Milán será francés. —Y añadió, con voz firme—: Pero de ninguna manera quedaré ante la cristiandad como un vasallo de vuestro benefactor. Haremos que sean sus Católicas Majestades quienes nos echen en brazos del francés.
César Borja observó al Papa, mudo y desconcertado. Alejandro se mostró expeditivo.
—Preparaos —le ordenó—. Debéis viajar a Castilla.
En la Alcazaba de Granada, donde moraba, la fiebre consumía a Francisco Jiménez de Cisneros. El franciscano, convencido como cuantos lo rodeaban de que había llegado su hora, requirió la presencia de Hernando de Talavera. Este acudió presto junto al lecho donde el confesor de la reina tiritaba y se revolvía empapado en sudor.
—Debéis acabar mi labor —exigió al jerónimo, en cuanto se percató de su visita—. ¡Prometédmelo!
El arzobispo de Granada se limitó a retirar de la frente del convaleciente la compresa que la cubría. Cuando se disponía a enjuagarla en agua limpia, el enfermo lo agarró del hábito.
—¡Hay que borrar el Islam de Granada!
El esfuerzo hundió de nuevo a Cisneros en su lecho.
—Sosegaos —le recomendó Talavera—. Y medid vuestro ímpetu. Casi provocamos una revuelta.
—Bendita sea si se transforma en un atajo para conseguir nuestro fin —farfulló el otro.
—¿Cómo podéis decir tal cosa? —replicó asombrado fray Hernando.
—Morirían inocentes, quizá vos y yo. Pero los reyes… —La tos interrumpió la argumentación de Cisneros. Talavera le ofreció agua, pero el enfermo la rechazó y continuó—: Los reyes no dudarían en aplacarla, ¡sería el fin de la permisividad hacia el moro!
Hernando de Talavera contempló horrorizado al arzobispo de Toledo. Prefirió preparar otra compresa y aplicársela, mientras serenaba su propio ánimo.
—La calentura os induce a decir disparates —musitó—. Cuando sanéis os lamentaréis.
—Solo me arrepiento de no haberlo conseguido —aseveró el otro, mirando a los ojos de su anfitrión—, y de que mi muerte os obligue a concluir una labor que os resulta tan ingrata.
Nadie ignoraba la afición de los Habsburgo por las fiestas. En la corte flamenca, cualquier motivo resultaba propicio para orquestar una espléndida recepción. La infanta Juana, educada en ambientes más austeros, nunca había terminado de adaptarse a aquel jolgorio y eso la distanciaba de quienes ahora convivían con ella.
Para allanarle el camino, el señor de Belmonte había contratado los servicios de un maestro en el arte de la danza, a quien escogió tanto por sus conocimientos como por su discreción. Una nueva fiesta se organizó en palacio y Juana debía demostrar aquella noche si las enseñanzas recibidas habían caído en saco roto o, por el contrario, sabría aprovecharlas en su favor.
Aconsejada por Villena, Juana demoró su aparición en la recepción hasta que esta alcanzó su apogeo. Solo entonces irrumpió de la mano del noble castellano en el salón donde se celebraba. Lo hizo con andares distinguidos, el mentón erguido y una sonrisa deslumbrante en consonancia con el atrevido vestido que había escogido para la ocasión.
Al instante, los músicos interrumpieron la pieza en curso para entonar la fanfarria de honor en homenaje a la archiduquesa. Mientras sonreía con elegancia a diestro y siniestro, Juana avanzó hacia su esposo. Este departía con una dama que lucía una vistosa trenza rubia, pero quedó tan impresionado como el resto de los presentes por la aparición de la radiante infanta castellana.
Cuando la archiduquesa estuvo frente a Felipe, el maestro contratado por el señor de Belmonte hizo una seña a los músicos. De inmediato, estos iniciaron la interpretación de una canción de Josquin Des Prés cuya letra resultaba muy divertida por su osadía. Sin darle ocasión a decir palabra, Juana tendió la mano a su marido, invitándolo a bailar con ella.
—¿Conocéis esta danza? —preguntó Felipe, asombrado—. Pensaba que solo se ejecutaba en Flandes.
—¿Acaso no es justo donde nos hallamos? —replicó la infanta con picardía.
Felipe aceptó el reto con una sonrisa. Los archiduques abrieron el baile y numerosos cortesanos se unieron a ellos. Juana se movió a la perfección al compás de la música, resplandeciente en el gesto y encantadora en el ademán.
Desde un extremo del salón, don Juan Manuel sonrió agradecido al maestro de danza, quien inclinó modesto la cerviz ante el reconocimiento del español. El hecho no pasó desapercibido para el arzobispo de Besançon, que no había perdido detalle desde que Juana sorprendiera a todos con su aparición.
—¿Sois vos el artífice de esta transformación? —preguntó Busleyden a Villena.
El interpelado guardó silencio y se limitó a esbozar una sonrisa. El arzobispo se la devolvió, adornada con la mueca de quien acaba de hacer un sorprendente y agradable descubrimiento.
—Os felicito, señor de Belmonte.
Cuando la pieza terminó, los cortesanos aplaudieron encantados en dirección a los archiduques. Felipe, tan seducido por Juana como los demás, no apartaba los ojos de ella.
—¿Qué dirían de esta canción en Castilla? —ironizó, satisfecho.
—No me obliguéis a viajar a tierras lejanas cuando toda mi felicidad se halla tan cerca —musitó Juana, sensual.
El borgoñón tomó su mano.
—Hoy sois la estrella que ilumina la corte con su brillo.
—No es más que el fuego que arde en mi corazón —repuso la infanta.
—Procurad que no se apague —susurró su esposo—, pues ha de indicarme el camino que he de recorrer esta noche.
Felipe y Juana no permanecieron mucho más tiempo en la fiesta. Mientras esta se desarrollaba según lo acostumbrado, los archiduques se dirigieron hacia la cámara de Juana, donde se encerraron entre besos, arrumacos y jadeos.
—¿Por qué no son así siempre las cosas entre nosotros? —exclamó él, al tiempo que sus labios recorrían ansiosos el escote y la garganta de su esposa—. Hoy habéis hecho que me sintiese orgulloso de vos. De vuestro encanto, de vuestra hermosura…
El ardor de sus mejillas propiciaba que Juana se mostrara arrebatadora, pero la infanta sorprendió a su esposo al zafarse de su abrazo. Acto seguido se acercó presta hasta el escritorio, de donde extrajo un documento que puso ante sus ojos.
—Es la petición que me solicitasteis —explicó Juana a su perplejo marido—. Hemos de ser uno, ninguna reserva ha de distanciarnos.
Por toda respuesta, Felipe colmó de besos apasionados a su esposa, mientras ella reía, feliz como en los primeros tiempos junto a él.
—Sed indulgente con mis apremios —rogó, mientras se dejaba hacer, con los ojos entornados—. A veces me traiciona el inmenso amor que siento por vos.
—Debemos saber cuándo contener nuestras ansias, pues somos soberanos y no salvajes o animales —murmuró Felipe, enfebrecido, antes de rematar—: Hoy no contendremos ansia alguna.
A la mañana siguiente, Felipe convocó a Busleyden en audiencia privada. Apenas el arzobispo puso un pie en la estancia, cuando el archiduque le plantó en las manos el escrito firmado por Juana.
—Leed, eminencia reverendísima, de puño y letra de la archiduquesa. La petición de un obispado en Castilla… ¡para vos!
El asombro mal disimulado de su interlocutor provocó la carcajada del borgoñón.
—No tendréis queja de mi esposa —le amonestó—. Y espero que, en breve, la corte tampoco.
Días después, en los montes castellanos, muy lejos de donde Felipe y Juana renovaban la pasión que los unía, el rey de Aragón y el rey de Portugal compartían una jornada de caza. Durante el trayecto, el yerno de Fernando se había mostrado particularmente taciturno.
—Señor, me acompañáis en la cacería pero vuestra mente parece encontrarse muy lejos de aquí —observó el aragonés.
—Y así es, no he de engañaros —reconoció Manuel, con un suspiro—. Antes de salir llegó carta de mi madre, desde Portugal.
—Ese es el motivo de vuestra preocupación, intuyo.
Manuel asintió.
—No todos aplauden la unión de nuestros reinos —murmuró—. Quienes me acusan de entregar Portugal a Castilla aprovechan mi ausencia para avivar sus manejos.
—También yo pasé por algo parecido —le recordó Fernando—. El bien común poco importa a quienes desean aumentar sus privilegios.
El soberano luso comunicó al aragonés el contenido de la misiva. Doña Beatriz había tenido noticia de una reunión entre don Sebastián, hijo bastardo del difunto rey Juan, y el poderoso duque de Braganza. En opinión de la regente, nada halagüeño podría derivarse de semejante encuentro.
—¿Teméis una conjura contra vos? —quiso saber el anfitrión.
—Hay una sola corona y ambos la desean: la alianza entre estos dos no puede ser duradera —razonó Manuel. Su suegro sonrió, pues no podría estar más de acuerdo—. Sin embargo, cada uno de ellos, por su lado, es capaz de generar una galerna en las aguas más tranquilas.
—Volved a vuestro reino y acabad con las intrigas desde la raíz —le recomendó Fernando.
—Mi esposa no puede viajar en su estado —adujo Manuel.
—Aquí velaremos por ella —aseguró el otro—. Estará segura, no os inquietéis.
—Siento disentir, majestad, pero no volveré sin mi familia —zanjó el monarca portugués.
Fernando acató la decisión de su yerno, pero una idea empezó a bullir en su mente.
Cuando Fernando regresó a palacio, Isabel, Chacón y Fuensalida mantenían una audiencia. El rey, fatigado, no reparó en el semblante grave de su esposa.
—Ha llegado carta de Juana —le comunicó Isabel.
—¡En buena hora!
—Pide un obispado para Busleyden, el consejero del archiduque —aclaró Fuensalida.
Fernando miró a Isabel, extrañado. Tomó la petición en las manos y, tras haberla leído, la rompió.
—Los tiempos de las prebendas acabaron —masculló el rey—. Su eminencia no se hará con las rentas de una diócesis que no tiene intención de pisar.
—Nuestra hija nunca escribe y, cuando lo hace, es para solicitar algo que sabe que no nos ha de agradar —puntualizó Isabel, con amargura.
—¿Es propio de su alteza la infanta interesarse por tales asuntos? —preguntó Chacón a Fuensalida.
El embajador hizo un gesto negativo.
—El archiduque guió su mano, sin duda —manifestó con rotundidad.
—¿Tan sometida está Juana a los dictados de un esposo cuyos intereses con tanta frecuencia se oponen a los nuestros? —clamó enojado Fernando.
La reina lo dio por hecho y ese pensamiento la dejó consternada.
—Pobre hija, a qué situación la hemos llevado.
Todos guardaron silencio ante la gravedad del problema con el que se enfrentaban en Flandes. La reina, sin embargo, reaccionó y salió del estado pesaroso en el que se encontraba últimamente.
—Fuensalida, habréis de demorar vuestro viaje a Inglaterra —le ordenó—, el acuerdo matrimonial de Catalina puede esperar.
Fernando confirmó la orden con un asentimiento, pues adivinó la intención de su esposa.
—Id primero a Flandes —continuó ella—. Alentad la independencia de mi hija, recordadle que siempre ha hecho gala de criterio. Que sepa que cuenta con el respaldo de sus padres…
—Pero que no dude de que su bien nunca será posible en detrimento del nuestro —recalcó el aragonés.
Lo primero que hizo el marqués de Moya al entrar en las dependencias de la archidiócesis de Granada fue interesarse por el estado del arzobispo de Toledo.
—La reina está preocupada por él —advirtió a Talavera—. Es su deseo que se le dispense cualquier remedio que necesite.
—Nada ha faltado al arzobispo de Toledo, ni le faltará —afirmó con rotundidad el jerónimo—. ¿Es eso lo que inquieta a su majestad?
Andrés Cabrera suspiró.
—Los reyes están preocupados por la deriva de los sucesos que han tenido lugar en la ciudad.
—Y aciertan —corroboró fray Hernando—. Granada puede estallar en cualquier momento.
—Me han enviado aquí para evitarlo —aclaró el otro.
—¡Alabado sea el Señor! ¿Desconfían, pues, de las conversiones forzosas?
—Quizá. —Cabrera sintió que su eminencia, impelido por sus deseos de concordia, malinterpretaba sus palabras. El marqués resolvió aclararle la situación—. Pero tal desconfianza no es comparable a la satisfacción por el éxito de las mismas.
—¿Queréis decir que no van a dar marcha atrás? —inquirió el anfitrión, apesadumbrado.
—¿Acaso veis diferencia entre lo que viven ahora los seguidores de Mahoma y lo que vivieron los judíos en su momento? —le espetó el otro con amargura—. No me llevo a engaño y vos tampoco deberíais hacerlo. Yo he venido a templar los ánimos, no a proteger la fe de Mahoma.
El enviado de los Reyes Católicos confirmó con sus palabras los peores presagios de Hernando de Talavera.
—El Islam pronto será historia en Castilla —declaró—. Y si Cisneros muere, vos habréis de terminar el trabajo.
El plan urdido por Alejandro VI condujo a César Borja ante sus majestades. Estos, conocedores de la ralea del personaje, decidieron recibirlo desde el trono, coronados, ostentando el halo de su autoridad. Sin embargo, no pudieron ocultar su asombro al oír la propuesta del duque de Valentinois.
—¿Cómo que deseáis comprar el ducado de Gandía? —le interpeló Isabel, atónita.
—De allí somos naturales —adujo César, con toda su flema—. Como heredero de Su Santidad…
—Ese ducado perteneció a vuestro difunto hermano —interrumpió agrio Fernando—. ¿Pensáis disputar la herencia a sus descendientes?
—Nuestra intención es poseer un señorío en el reino que nos vio nacer y así serviros fielmente, nada más —replicó impasible el vasallo de Luis XII.
—¡Pretendéis hacernos cómplices de vuestros manejos! —exclamó la reina—. ¿En verdad creéis que vamos a aceptar?
—Pareciese, señora, que reprobáis los deseos del Santo Padre —se ofendió el joven Borja.
—Solo Dios puede juzgar al Papa —manifestó Isabel, mientras hacía esfuerzos por contener su enojo—. Pero no es secreto para nadie que la reina de Castilla no aprueba todas las disposiciones de Su Santidad.
—¡Basta ya! —bramó el rey—. Sea o no legítima vuestra petición, olvidáis un detalle: ostentáis el título de duque en Francia. Por tanto, en nuestros reinos nunca tendréis un dominio que podáis poner a los pies del rey Luis.
César Borja encaró al soberano, notoriamente ofendido.
—¿Acaso dudáis de mi lealtad?
El silencio de los monarcas constituyó su única respuesta. Ello alimentó todavía más la aparente irritación del joven.
—Sabed que ofendéis más al Papa que a mí con vuestra negativa, pues sufrirá al conocer que su linaje no es querido en la tierra que lo vio nacer. ¡Ateneos a las consecuencias!
Los soberanos ni siquiera pestañearon y siguieron con la mirada la marcha destemplada de César Borja. Libres de su presencia, Isabel interrogó a su esposo.
—¿A qué ha venido esta petición descabellada?
—Lo ignoro —murmuró Fernando, suspicaz—. Pero temo que no tardaremos en saberlo.
Los mejores físicos de Granada se dieron por vencidos. Su ciencia no era capaz de sanar el mal que padecía Francisco Jiménez de Cisneros y, por consiguiente, su alma quedaba en manos de Dios.
Aunque propenso a acatar la voluntad divina, fray Hernando de Talavera no se limitó a esperar a la Parca y marchó en busca de un remedio desesperado. Mientras hubiera vida en aquel cuerpo, haría todo cuanto estuviera a su alcance para retrasar la comparecencia de Cisneros ante el Altísimo. Sin embargo, en su fuero interno, el jerónimo hubo de reconocer que no solo actuaba por compasión, sino también por eludir una herencia envenenada en caso de que el confesor de la reina falleciera.
El arzobispo de Granada se encaminó hacia el Albaicín. Numerosos mahometanos que se cruzaron con él inclinaron la cabeza en señal de respeto. Talavera continuó adentrándose por las intrincadas calles del barrio hasta que se detuvo ante una puerta y la golpeó con los nudillos. Un joven abrió y se sorprendió al ver al clérigo frente a su portal.
—Decid a vuestra madre que deseo verla —le rogó el jerónimo.
—¿Quién es, Ibrahim? —se oyó preguntar desde el interior.
Una mujer diminuta, entrada en años, de manos huesudas y quemadas por el sol apareció en el umbral, ataviada según acostumbran las fieles de Alá. Cuando divisó al arzobispo de Granada, le dedicó un respetuoso saludo.
—¿Qué puede traeros hasta mi humilde casa? —musitó.
—Vuestra fama y mi necesidad —declaró Talavera—. Preciso de un gran servicio de vos.
La mujer, de nombre Asiya, que en la lengua de los mahometanos significa «la que cura a los débiles», observó al religioso en silencio durante unos instantes. Por su expresión dedujo que tan inesperada visita respondía a un motivo de suma importancia.
—Sois el buen alfaquí —aseveró—. Mucho habéis hecho por nosotros. Os ayudaré en todo lo que pueda.
Desde que el rey Manuel le confesara que una conspiración contra él podría estar gestándose en Portugal, Fernando no había hecho sino cavilar sobre el asunto y sus posibles consecuencias. El aragonés mandó llamar a don Gonzalo Chacón para compartir sus cuitas, por ser a la vez leal consejero y buen conocedor de las luchas por el poder en el reino vecino. Cuando el noble acudió, halló a Fernando taciturno y con la mirada perdida.
—Los años pasan y entonces, justo cuando nos faltan, comprendemos a nuestros mayores —murmuró el soberano, al percatarse de su presencia.
—¿En qué pensáis, majestad?
—En mi padre —reconoció el rey—, y en el deseo que tuvo hasta su último aliento de que mi hijo Juan se educase en Aragón.
Fernando volvió la mirada hacia el noble.
—Si Isabel pare varón, este habrá de educarse en nuestros reinos —le manifestó.
—¿Estarán de acuerdo los reyes de Portugal? —quiso saber Chacón.
—Es nuestro heredero —afirmó con rotundidad el aragonés—. La pieza fundamental para mantener el mecanismo que hemos puesto en pie.
—Os comprendo, majestad. Pero no será tarea fácil conseguir su beneplácito —advirtió el otro.
—Castilla es lugar seguro, mientras en Portugal se levantan voces contra Manuel —arguyó Fernando—. Algunos ven peligrar sus privilegios si la unión de los reinos asienta definitivamente la dinastía de mi yerno.
Don Gonzalo intuyó el motivo de la audiencia.
—Si de voces pasan a gritos, habremos de socorrer a don Manuel.
Pero Fernando hizo un gesto negativo.
—De momento vamos a hacer justo lo contrario: daremos eco a esas voces —expuso el rey, con decisión, ante un perplejo Chacón—. Que mi yerno no pise firme y necesite de nuestro apoyo… Y mientras tanto, que regrese a su reino dejando a su hijo en lugar seguro.
—Peligroso juego proponéis —receló el noble—. ¿No teméis que se nos escape de las manos?
—Si así sucediera, nuestro ejército acabaría con las disensiones —aseguró Fernando—, pero el príncipe no saldrá de aquí.
Cuando el capellán Pedro de León vio que el arzobispo de Granada llegaba en compañía de una curandera mahometana, trató de impedirles el acceso a la cámara donde Cisneros se debatía entre la vida y la muerte.
—¡Eminencia reverendísima! ¡No voy a permitir que unas manos infieles toquen a mi señor!
—Es nuestro último recurso —repuso Talavera con firmeza.
—¿Vais a dejarlo a merced de las malas artes de una bruja? —se escandalizó el capellán—. ¡Habéis perdido el juicio!
—Si esta es toda la ayuda que vais a ofrecer a vuestro señor, salid… ¡Salid os digo! —le conminó el arzobispo.
Pedro de León hubo de obedecer. Al franquearles el paso, el capellán no se privó de mostrar a Asiya su aborrecimiento, pero ella no se dio por aludida. Sin embargo, cuando la curandera estuvo ante el enfermo, sintió escrúpulos.
—No le falta razón a vuestro capellán —murmuró, con los ojos fijos en Cisneros—. Ahí yace el enemigo de los míos y de mi fe. Su bien traerá nuestro mal.
—¿Podéis salvarlo? —quiso saber Talavera. Asiya sostuvo su mirada anhelante sin pronunciar palabra—. Hacedlo por mí, os lo ruego.
La Providencia no tuvo en cuenta las oraciones de la reina de Castilla, ni las de la reina de Portugal, ni tampoco las de la denostada Margarita de Habsburgo. Llegado el momento, la partera comunicó a los reyes que el alumbramiento presentaba complicaciones. Con desmedida franqueza expuso las escasas posibilidades de supervivencia de la criatura. Todo hacía suponer que se cumplirían los malos presagios que la princesa de Asturias solo había compartido con Fonseca.
La reina Isabel acudió sin demora junto al lecho donde su hija se disponía a dar a luz. Cuando entró, la princesa recibía la comunión de manos del obispo de Badajoz. Con un tesón digno de su progenitora, la joven soportaba como mejor podía los dolores del parto.
—Madre, tengo tanto miedo —confesó al tenerla a su lado.
La soberana, conmovida, la tomó de la mano y esbozó una sonrisa.
—Estad tranquila, hija mía. Dios no va a abandonarnos.
Isabel sufrió otra dolorosísima contracción. Aterrada, se aferró a la mano de la reina.
En una estancia contigua, su esposo, Manuel de Portugal, aguardaba atribulado el desenlace. Su suegro y Gonzalo Chacón permanecían junto a él.
—¿Por qué Dios nos castiga de esta manera? —murmuró el joven monarca.
—Es momento de confiar en su misericordia —le aconsejó Fernando.
—Concede a las campesinas hijos sanos de los que nada depende y sin embargo…
—Sosegaos, os lo ruego —insistió el aragonés con mayor firmeza—, la angustia resulta de poca ayuda.
Chacón observó al portugués con aire sombrío. Entretanto, a un muro de distancia, la princesa de Asturias ahogaba estoicamente sus gritos, rota por el dolor: Fonseca rezaba sin cesar, a un lado de la cama, mientras la reina sufría por su hija casi tanto como ella.
—Aguantad, ¡aguantad, hija mía, os lo ruego! Entre dos espasmos, con los ojos llenos de lágrimas, la princesa negó apenas con la cabeza, con una resignación que estremeció a la reina, hasta que el dolor desencajó de nuevo su expresión. La soberana no pudo retener más el llanto al ver en semejante trance a su primogénita.
Por fin, la partera extrajo a la criatura, en medio de una copiosa hemorragia. Isabel encomendó a Catalina, su dama, que mostrara el recién nacido a su padre y a su abuelo.
—Es varón —les comunicó, al tiempo que tendía ante sus inquietas miradas al niño lloriqueante.
Pero la expresión sombría de Catalina llamó la atención del portugués.
—¿Y mi esposa?
En la cámara de la princesa, la joven permanecía exhausta en el lecho, siempre atendida por su madre.
—Un varón, Isabel —recalcó la reina, muy emocionada—. Os dije que Dios estaría de nuestro lado.
La princesa apenas pudo entreabrir los párpados.
—Sabéis tan bien como yo… que me estoy muriendo —musitó, con el habla entrecortada.
La certeza de que su hija no se equivocaba horrorizó a la reina. Aun así, trató de sobreponerse y sacó fuerzas de flaqueza.
—¿Por qué decís tal cosa? —la reprendió con ternura—. Debéis descansar, eso es todo.
—Por fin podré hacerlo… Mi alma está tranquila. —La reina de Portugal buscó la mirada de su madre—. He cumplido mi deber con vos… y ahora cumpliré con el Señor.
Las palabras de su hija conmovieron a Isabel. De nada sirvió ya su empeño por mantenerse entera.
—Todo es culpa mía. Fui yo quien os llevó al matrimonio —clamó, devastada—. ¡Perdonadme!
Madre e hija intercambiaron los papeles, pues la princesa hizo lo posible por consolar a la reina de Castilla.
—Cuidad de ese hijo mío —rogó, apacible—. Más lo habéis deseado que su propia madre.
Isabel, rota por la pena, fue incapaz de contener el llanto. De esta guisa las encontró Manuel cuando irrumpió en la cámara. Entre lágrimas, la reina de Castilla cedió su lugar al rey de Portugal, quien comprendió de inmediato, a su pesar, que no restaba más que despedirse de su esposa.
—Sois un buen hombre —susurró la agonizante.
—Mi señora, guardad vuestras fuerzas —la apremió el monarca—. Debéis recuperaros. Vuestro hijo necesita de vos. Y yo…
La emoción enmudeció al portugués. Ella, sin embargo, parecía afrontar su momento en paz consigo misma.
—Llorad —musitó, con un hilo de voz—, llorad, mas no os aflijáis por mí, pues voy al encuentro del único esposo que debí aceptar.
Manuel sintió cercano el final de su amada y se anegó en lágrimas.
—¡Dios mío, no me la arrebatéis!
La reina de Portugal apartó los ojos de su marido. Alzó la mirada un instante, con una placidez inmensa. Acto seguido, tras un último y débil estertor, Isabel se extinguió.
Su madre, devastada, pretendía abandonar la cámara, pero algo la retuvo: su mirada se posó en el crucifijo que presidía el pequeño altar donde Isabel se complacía en orar. Lo contempló en silencio, henchida de rabia. No fue capaz de dar un paso más, pues la tensión pudo con ella y se desvaneció. Todos los presentes acudieron de inmediato en su auxilio, salvo Manuel, que lloraba a su venerada esposa arrodillado junto a su lecho de muerte.
Al día siguiente, serio, cansado y entristecido, Fernando acudió a la cámara de su esposa, ataviado con sus ropas de luto. Cuando entró en la alcoba, las damas de la reina cubrían el rostro de Isabel con un velo. Fernando se percató de la expresión extrañamente serena que lucía la soberana, dadas las circunstancias. Él, por su parte, se conmovió al contemplarla otra vez vestida de negro. Aun así, le ofreció la mano y ambos abandonaron la estancia, seguidos por las damas.
La corte en pleno asistió al funeral, como no podía ser de otro modo. Los Reyes Católicos cedieron el protagonismo al esposo de su hija. En un discreto segundo plano, Gonzalo Chacón acompañó a los monarcas.
—Oídme bien —solicitó Isabel en voz baja, de modo que solo los otros dos pudieran escucharla—. Nada me separará de ese niño. Aquí ha nacido y aquí crecerá pues tan rey será de Castilla como de Portugal.
La determinación del semblante de la reina y el tono que empleó no permitían controversia alguna. Chacón intercambió una mirada con el rey.
—Pensamos como vos y haremos todo lo posible —declaró Fernando.
—No, mi señor. Es decisión tomada. Prometí a mi hija que cuidaría de él y voy a dejarme la vida en ello. —Los rezos ocultaron su conversación. Isabel titubeó antes de concluir, sombría—: Pues si algo le ocurriese, Juana sería la sucesora.
—En este momento, con su esposo a su vera, sería una catástrofe —corroboró el rey.
—Hemos de evitarlo por todos los medios —zanjó su esposa.
Isabel, desde la distancia, observó emocionada cómo Manuel de Portugal se despojaba de un anillo y lo ajustaba en un dedo de su amada. Sin dejar de observar la acción, la reina se dirigió a Chacón.
—Id a Portugal —le ordenó—. Comunicaréis en persona la pérdida a mi tía Beatriz. Pedidle que venga con vos a Castilla… Y contadle qué esperamos de ella.
Poco más de una semana tardó la noticia en alcanzar la corte de Flandes. Francisco de Busleyden fue el primero en conocer lo sucedido y partió raudo en busca del archiduque. Lo halló en el campo, acompañado por la dama de la llamativa trenza rubia a la que cortejaba en la última fiesta de palacio. La cortesana permanecía apoyada contra un formidable castaño mientras su alteza copulaba con ella, entre bufidos y jadeos. Era tal la entrega de la pareja a su disfrute que solo el relincho del caballo del arzobispo logró que se percataran de su presencia.
—Más vale que sea importante, muy importante, lo que habéis de decirme —espetó el Habsburgo a su consejero.
—Isabel, reina de Portugal, ha muerto —manifestó el recién llegado con voz neutra.
Felipe quedó impactado por la nueva.
—¿Sin descendencia? —inquirió, expectante.
—Sucedió durante el parto —aclaró Busleyden—. Dio a luz a un varón.
La esperanza de Felipe se desvaneció.
—¡¿No podría Dios haberse llevado a los dos?! —bramó, contrariado.
—Pero el niño es débil —puntualizó el religioso—. Solo su frágil existencia os separa del trono de Castilla. Eso y… La voluntad de vuestra esposa.
El arzobispo de Besançon se aproximó a su señor.
—Volved junto a la archiduquesa —le aconsejó—. Nada sabe aún. Agradecerá que seáis vos quien se lo comunique.
Felipe, enojado, guardó silencio durante un momento, pero acto seguido aceptó la recomendación.
—Perded cuidado —aseveró—. Cumpliré con mi deber, con nuestros intereses y con mi esposa.
Dicho lo cual, volvió a aferrarse a los senos de la dama, dispuesto a terminar lo que había empezado.
Nada más regresar a palacio, Felipe comunicó a su esposa la noticia de la desaparición de la princesa de Asturias. Desgarrada por la tristeza, Juana buscó refugio en el pecho del archiduque. Este la mantuvo abrazada contra él, mientras la infanta se deshacía en un llanto desesperado.
—Siento ser portador de tan malas nuevas.
—Menos crueles parecen al venir envueltas en vuestro amor —le aseguró Juana, entre sollozos—. ¡Qué triste destino para mujer tan excelente!
—Al menos parió varón. —Felipe no supo retener el inoportuno comentario. Juana miró a su esposo, desconcertada, pero guardó silencio—. El contador os dará el dinero que necesitéis para proveeros de ropas de luto a vos y a vuestras damas.
El borgoñón deshizo el abrazo, dispuesto a partir.
—¿Os vais ya? —inquirió Juana, afligida.
—Bien temprano aprendí que en momentos como este uno prefiere estar a solas con su dolor —razonó, en apariencia comprensivo.
Juana interpretó con acierto la marcha de su esposo, pues, a decir verdad, este huía de una compañía que se le antojaba incómoda y fastidiosa en extremo.
—¿Volveréis? —lo apremió, temerosa de perder de nuevo su favor.
Felipe demoró su respuesta un segundo más de lo conveniente.
—Siempre que me necesitéis.
Juana le interceptó el paso. Con los nervios a flor de piel, encaró a su marido con decisión.
—Guardaré el luto en mis aposentos —proclamó—. No saldré y nadie me verá. Pero cuando vos me visitéis, no hallaréis sombra de tristeza ni en mis ropas, ni en mi ánimo. ¡Mantendré a mi esposo y a mi hija lejos del dolor que atormenta mi corazón! ¡Os lo juro!
La declaración de la infanta asombró a Felipe. Acto seguido sonrió a la archiduquesa y, mientras la apartaba dulcemente de su camino, la besó con ternura. Una vez se supo sola, Juana se santiguó y lloró desconsolada durante horas, con el ánimo destrozado.
También Gonzalo Chacón, a su pesar, fue el emisario de una enorme tristeza, dado el especial vínculo que había unido durante años a Beatriz de Braganza con la fallecida.
—Pobre Isabel —musitó la regente portuguesa, conmovida—. Más que una hija era para mí. ¿Con qué nombre han bautizado al niño?
—Miguel —respondió Chacón—. Así lo ha dispuesto vuestro hijo de acuerdo con sus majestades. Será el primero, puesto que nadie llamado así ha gobernado estos reinos.
Beatriz de Braganza miró al noble con tanta franqueza como inquietud.
—¿Vivirá para que ese destino se cumpla?
—Aún es débil —admitió el castellano—. El parto fue muy difícil.
La regente suspiró.
—Esperemos que puedan regresar a Portugal lo más pronto posible. La presencia de mi hijo empieza a hacerse indispensable.
Beatriz percibió que el enviado de los Reyes Católicos buscaba el modo más adecuado para abordar un asunto probablemente espinoso, y no tardó en preguntar:
—¿Qué ocurre, Chacón? Hablad sin reservas.
—La reina reclama vuestro apoyo —se lanzó don Gonzalo, todavía vacilante— para que vuestro hijo el rey consienta que el príncipe se eduque en Castilla.
La interpelada precisó de un instante para asimilar la petición de Isabel.
—¿Ha olvidado mi sobrina que el príncipe es el heredero de la Corona de Portugal?
—No, y no he de recordaros que también lo es de Castilla y Aragón.
—Tranquilizad a su majestad —quiso zanjar la Braganza—. Sabremos educar al príncipe en consecuencia.
—Si vuestros oponentes os lo permiten —puntualizó Chacón—. En Portugal hay quien se cree con derecho a arrebatar el trono a vuestro hijo.
El argumento envenenó la conversación.
—Lunáticos y aventureros abundan en cualquier reino —alegó la regente, con firmeza.
—En Castilla, sin embargo, toda resistencia ha sido vencida —repuso el noble—. Nadie objetará que es un reino seguro para que crezca el príncipe.
Beatriz de Braganza observó a don Gonzalo un momento.
—¿Tiene Castilla alguna relación con las tensiones que perturban mi reino? —inquirió, recelosa, pero Chacón guardó silencio. Cada vez más convencida de su implicación, la regente volvió a la carga—. ¿Qué pensaría mi hijo si le hago partícipe de estas sospechas?
—No lo haréis —respondió Chacón, contundente—, porque vos habéis luchado por la unión de nuestros reinos y sabéis lo que a todos nos conviene.
El enviado de los Católicos dio la audiencia por terminada, lo mismo que su misión.
—Obrad no obstante como consideréis oportuno —concluyó—. Pero tened una cosa presente: la reina jamás permitirá que la alejen de su nieto. Cuanto antes se resuelva este asunto, mejor le irá a Portugal… Y a vuestro hijo.
Lo primero que hizo Fuensalida al pisar la corte flamenca fue reprochar a don Juan Manuel de Villena que hubiera permitido a Juana solicitar un cargo eclesiástico para Busleyden. Al interpelado no le agradó la regañina, pero se contuvo.
—Ignoraba que pretendiera un obispado en Castilla —alegó—. Nada sabía de ello, os lo juro.
—¡Vuestra misión era estar al corriente de todo! —objetó el embajador—. Habéis descuidado vuestro deber y con él a la infanta. ¿Y qué hace en su cámara? ¿No es la hora en que suele escuchar misa?
El señor de Belmonte hubo de admitir, a su pesar, que la archiduquesa no abandonaba sus aposentos desde que supo de la muerte de su hermana mayor. La información llamó la atención de Fuensalida, pero cuando este visitó a la infanta en su cámara quedó estupefacto: mientras toda Castilla vestía de luto, la archiduquesa lucía ropajes de cortes atrevidos y vivos colores. Y aún había algo peor, pues se comentaba que Juana había dejado de asistir a los oficios religiosos.
—¡Alteza! ¿Acaso no os han participado de la desgracia que asola a vuestra familia?
—Así es, y mi corazón está de luto —subrayó ella, contrariada por la visita.
—¡¿Vuestro corazón?! —replicó atónito el diplomático.
—Solo me encuentro con mi esposo y los sirvientes más fieles. De la mirada del resto me mantengo alejada. En cuanto a mi atuendo…
—La archiduquesa viste luto únicamente en soledad —terminó la frase don Juan Manuel.
—¿Y creéis que así ha de comportarse tan alta y cristiana persona? —espetó el embajador en dirección a la infanta, que cada vez se veía más nerviosa.
—Muchos en la corte alaban la humildad de su gesto —terció el señor de Belmonte.
—¡Vos callad! —le ordenó Fuensalida, mientras se acercaba a la joven, dispuesto a reprenderla—. Quien nace infanta de las Españas nunca deja de serlo. Tenéis una responsabilidad hacia vuestros padres, ¡un deber que cumplir! ¡¿Creéis que les complacería veros de esta guisa?!
—¡No estoy casada con mis padres! —estalló Juana—. ¡Podéis iros por donde habéis venido! ¡No tengo necesidad de inquisición alguna en mi vida! ¡Decídselo!
Fuensalida enmudeció, horrorizado por la reacción de la archiduquesa, sin terminar de creer lo que estaba presenciando. A pesar de la mirada reprobatoria del embajador, Juana lo echó con cajas destempladas.
—¡Fuera! ¡Dejadme sola!
El emisario, muy decepcionado, hizo una rápida reverencia y salió, seguido por Villena. Una vez a solas, Juana percibió su imagen reflejada en un espejo. La contemplación de sus alegres ropajes la sumió en la desesperación, pues no era ingenua y entendía como una felonía contra los suyos aquello que hacía por mantener contento a su esposo.
Aunque fueran más propios de infieles que de cristianos, lo cierto fue que los remedios de Asiya dieron sus frutos y Cisneros, poco a poco, recuperó la salud. Entretanto, el capellán Pedro de León no se separó un instante del franciscano. Cuando este, a pesar de su extenuación, se encontró de nuevo en sus cabales, quiso conocer lo ocurrido durante su enfermedad.
—La secta de Mahoma vuelve a sentirse fuerte en la ciudad —le notificó el capellán, sombrío.
La nueva extrañó a Cisneros.
—¿Y las conversiones?
—Han menguado, pues se ha relajado el celo en hacerlos abrazar la fe verdadera.
—¡La mal entendida bondad de Talavera! —murmuró el convaleciente—. ¿Dónde está?
—Celebra un funeral —refirió León—. La reina de Portugal ha muerto al dar a luz a su hijo.
El arzobispo de Toledo se santiguó, abatido por la pérdida. Aunque la vocación exacerbada de Isabel había constituido una fuente de conflictos en el pasado, compartía con ella la misma rigidez moral y, por otra parte, la joven soberana nunca había ocultado su admiración por el franciscano. Tras unos segundos de reflexión, Cisneros retomó el asunto que lo había llevado hasta Granada.
—No podemos perder lo que ya creíamos ganado —manifestó al capellán—. ¿Puedo confiar en vos?
Pedro de León asintió con tal convencimiento que Cisneros hubiera podido encomendarle la conquista de los Santos Lugares en solitario y armado con un palo.
Que la archiduquesa guardara luto por su hermana no impedía que Felipe y su corte continuaran con su intensivo programa de fiestas y celebraciones. Aquella noche, mientras conversaba con Busleyden y Villena, Fuensalida pudo contemplar con desaprobación la osadía con la que el archiduque cortejaba a cierta dama portadora de una imponente trenza rubia. El mismo hecho cautivó a la archiduquesa cuando hizo su entrada en la sala, ataviada de luto riguroso, igual que las damas que la seguían.
La irrupción de tan fúnebre comitiva sorprendió a los presentes y el silencio se adueñó de la velada. En medio de la estancia, rodeada por sus cortesanos, Juana alzó la voz.
—Vuestra archiduquesa os pide perdón.
Felipe acogió la aparición de su esposa con prevención. Mayor fue su cautela, todavía, cuando la infanta inició su discurso.
—El inmenso dolor que siento por la muerte de mi amada hermana ha hecho que relegara mis responsabilidades hacia la corte. Disculpad mi debilidad, más aún cuando me habéis demostrado afecto y devoción respetando el retiro que elegí.
Los cortesanos se miraron entre sí, complacidos, y devolvieron el cumplido con inclinaciones y reverencias. Acto seguido, Juana buscó a Fuensalida entre los presentes. El embajador parecía satisfecho con su cambio de actitud, pero la castellana le lanzó una mirada desafiante. Felipe se acercó hasta su esposa y conversaron, mientras la recepción recuperaba su curso.
—Pensaba que vuestro dolor iba a quedar encerrado en vuestros aposentos.
—La desolación me ha impedido ver cuál es mi deber —adujo Juana—. Pero cuando vengáis a visitarme, encontraréis a la esposa que esperáis.
El archiduque asintió, reconfortado. Juana le dedicó su mejor sonrisa y, a continuación, se dirigió a la dama objeto de las atenciones de su esposo.
—Señora, venid vos también a verme antes de retiraros —sugirió, con exquisita dulzura—. Tengo unos encajes que por mi condición no podré vestir y que a vos os harán buen servicio.
Así lo hizo la dama de la trenza al término de la fiesta. Juana le enseñó las tiras de encaje de Malinas y su invitada quedó maravillada.
—Fijaos qué trabajo más minucioso —subrayó la castellana—. Sería una pena desperdiciarlo para pasto de polillas. Acercadme aquella tijera.
La dama obedeció. Juana, sin perder la sonrisa, cortó un generoso fragmento del carrete.
—Esto será suficiente para un buen cuello —calculó—, pero llevaos también para unos puños.
La archiduquesa envolvió la muñeca de la dama con el encaje, para comprobar el efecto. La joven, encantada, se lo agradeció con su mejor sonrisa. En ese instante, para su sorpresa, Juana se aferró a su espléndida trenza rubia y, mientras la mantenía sujeta, la emprendió a tijeretazos contra tan recia guedeja. La dama trató inútilmente de zafarse, al tiempo que aullaba pidiendo auxilio.
—¡No te muevas, perra, o aún tendré que rajarte la cara! —la amenazó Juana.
Felipe acudió presuroso al oír los alaridos de la agredida. Permaneció un instante paralizado ante el cuadro atroz con el que se encontró, pero reaccionó al momento y propinó un bofetón tan violento a su esposa que la derribó a los pies del lecho.
—Estáis loca, ¡¡loca!! —vociferó el Habsburgo, espantado por la situación.
La víctima de la cólera de Juana aprovechó para escabullirse, presa de un llanto desaforado, y se cruzó en el umbral de la puerta con don Juan Manuel, a quien el griterío también había alarmado.
—¡¿No os gusta más así, mi señor?! ¡Os servirá de doncella y paje! —tronó desde el suelo Juana, retadora y todavía con la tijera en la mano.
—¡Debería acabar con vos! —le espetó Felipe, al tiempo que la desarmaba.
—¡¿Acaso creéis, necio, que no lo estáis haciendo?! No me conformo con ser vuestra esposa. ¡También he de ser vuestra amante! Porque o soy todo para vos, ¡o no seré nada!
Felipe apretó la tijera en su mano y a duras penas contuvo su rabia.
—Volvéis a Castilla —masculló entre dientes—. Aprovechad los días que os quedan para despediros de vuestra hija porque ni a ella ni a mí volveréis a vernos.
El archiduque dio media vuelta y abandonó la cámara sin dar opción a respuesta alguna. Desde el umbral, don Juan Manuel de Villena advirtió circunspecto la expresión enajenada de Juana quien, sin embargo, parecía muy segura de sí misma.
Alejandro VI envió una carta a Castilla en la que expresaba su pesar por la muerte de la reina de Portugal, pero no tuvo escrúpulos en aprovechar la misiva para recriminar a los Reyes Católicos que hubieran rechazado su oferta para comprar el dominio de Gandía. Isabel, consternada, repasó el mensaje ante los ojos de Fernando.
—No hay duda de que le preocupa más el ducado que el alma de nuestra hija. Y lo demuestra con palabras infames. —La reina leyó en voz alta—: «Vos, señora, que habéis usurpado un trono, no deberíais erigiros en juez moral de otros gobernantes». ¡Osa llamarme usurpadora!
El rey se acercó hasta su esposa y tomó el documento en sus manos.
—En vez de procurarnos el consuelo que tanto necesitamos, ¡el Papa clava otro puñal en mi pecho! —exclamó la soberana, con creciente ira.
—Esto es una ruptura —murmuró el rey, irritado—. ¡Solo nos falta que, después de nuestro yerno, se nos haga francés el mismísimo Papa!
Pero a pesar del enojo que provocaban las ofensas de los Borja, en la mente de los reyes bullía una incógnita cada vez más preocupante: ¿a qué venía aquel cambio de actitud?
La respuesta a la cuestión que tanto inquietaba en Castilla la enarbolaba el rey Luis de Francia en Blois.
—¡El Papa nos abre las puertas de Milán! —anunció exultante a su chambelán, mientras blandía un documento que ostentaba el sello pontifical.
—Pensaba que tardaría más —confesó La Trémoille, agradablemente sorprendido.
—Mucho lo han desairado los españoles, por lo que cuenta —refirió el monarca, malicioso—. Desde luego que es perro viejo. Su Santidad se ha buscado una coartada para darnos su apoyo.
—Y esa merced, ¿viene sin carga alguna?
—No contento con el ducado de Valentinois, el Santo Padre pide ahora la mano de una princesa para su bastardo —ironizó Luis de Francia, entre risas—. Cualquier día me pedirá la corona y, si no reacciono con habilidad, ¡se hará con ella!
—Su bendición es indispensable para entrar en Milán —advirtió el otro con mayor seriedad—. ¿Qué pensáis hacer?
—Concederemos a César Borja una esposa de sangre real —decidió el soberano, tras unos instantes de reflexión—, pero no será francesa. Carlota de Albret, la hermana del rey de Navarra, disfrutará de semejante honor.
—El Santo Padre quedará satisfecho —aseguró, cínico, La Trémoille—. Entroncará al bastardo con la realeza y afianzará su posición.
—Y espero que su dicha sea comparable a la contrariedad de Isabel y Fernando —apostilló su señor.
—¿Pensáis abrir un nuevo frente en Navarra?
—De momento, que disputen con su rey —declaró, cínico, Luis de Francia—. Entretanto, nos haremos con Italia.
Con el objeto de cumplir la encomienda recibida de labios de Cisneros, el capellán Pedro de León se internó en el Albaicín protegido por un grupo de alguaciles. Cuando se halló ante el domicilio de Asiya, golpeó con violencia la puerta de la casa.
—¡Abrid en nombre de la reina!
Su hijo, Ibrahim, apareció en la puerta.
—¿Qué buscáis?
—Decid a la bruja que aquí vive que salga —le ordenó el capellán.
—Nadie hay más que yo —repuso el otro.
—¿Me obligáis a prender fuego a la madriguera para que salga la alimaña?
Asiya se asomó al portal, con el rostro tapado, pero bien erguida y henchida de dignidad. Pedro de León le dedicó una mueca rebosante de inquina.
—Acompañadnos.
—¿Por qué? ¿Adónde? —quiso saber Ibrahim, mientras se interponía.
El capellán hizo caso omiso y tiró de la mujer de malas maneras. Ibrahim le cortó el paso.
—¡¿Es esta la justicia de la reina?!
Sin previo aviso, Pedro de León asestó tal manotazo al hijo de la sanadora que lo derribó. Antes de que el joven pudiera ponerse de nuevo en pie, el capellán lo pateó, inmisericorde, con una saña más propia de bárbaros y criminales que de servidores de Dios. Entretanto, un alguacil mantenía inmovilizada a su madre.
—¡Dejadlo! —clamaba Asiya—. ¡Lo vais a matar!
El alboroto llamó la atención de los vecinos más próximos y estos empezaron a congregarse, con la sangre hirviéndoles en las venas.
—¡Detente, perro cristiano! —exigió la curandera.
León se volvió al instante hacia ella y le atizó una bofetada. El rostro de Asiya quedó al descubierto.
—¡¿Aún os atrevéis a llamarme perro, hereje hija de mil rameras?!
Aunque el capellán, ebrio de odio, no se percató, los nervios de los alguaciles empezaron a acusar que un número cada vez mayor de mahometanos los iba rodeando. Ibrahim permanecía en el suelo, ensangrentado y dolorido, pero aprovechó que la atención de León se había volcado en su madre para agarrar una piedra de notable tamaño y, tras levantarse como mejor pudo, cargar de improviso contra el capellán. Cuando este se dio cuenta, ya fue demasiado tarde. Ibrahim golpeó con el pedrusco la sien de su agresor con tal fuerza que lo dejó seco. Todos los presentes guardaron silencio, paralizados por la impresión. Los alguaciles intuyeron que podrían ser los siguientes en morder el polvo y huyeron a toda prisa. Al verlos escabullirse, Ibrahim alzó la mano con la piedra ensangrentada y gritó:
—¡Por Alá! ¡Por Alá y su profeta!
—¡¡Por Alá!! ¡¡Alá es grande!!! ¡¡Alá es grande!! —replicó la multitud, a grandes voces.
Asiya, sin embargo, miró consternada a su hijo: ya no había marcha atrás.
El eco de la terrible disputa protagonizada por el archiduque y su esposa aún no se había desvanecido. Don Juan Manuel puso lo sucedido en conocimiento de Fuensalida y ambos comparecieron ante la infanta, a requerimiento de la misma.
—Regresad —ordenó Juana al embajador—. Asegurad a mis padres que en todo seguiré su consejo. No cabe duda de que en esta corte no cuento con respaldo alguno.
—Pero señora —objetó Fuensalida, con guante de seda—, el archiduque ha dicho a quien ha querido oírlo que volvéis a Castilla.
—Pues tendrá que desdecirse —bramó ella—. Ahora todos, incluido mi esposo, saben a quién se enfrentan. ¡Este es mi lugar y de aquí nadie va a moverme!
Don Juan Manuel y Fuensalida se miraron, perplejos. El señor de Belmonte decidió intervenir, en un intento por devolver a Juana a la realidad.
—Señora, vuestro esposo pretende repudiaros —auguró, con total franqueza.
Juana rió a mandíbula batiente.
—Despreocupaos, no lo hará. —Y remató, altiva—: Llevo otro hijo suyo en mi vientre.
La noticia sorprendió a sus interlocutores. Juana sonrió, satisfecha.
—Dios quiera que nazca varón y así se apuntale para siempre mi posición en la corte.
—Recibid mi enhorabuena, alteza —se aprestó a enunciar Villena.
Fuensalida, por el contrario, permaneció pensativo y en silencio durante unos instantes.
—Debéis ocultar vuestro estado —manifestó, por fin, lacónico—. Que todo siga según ha dispuesto el archiduque.
—¡¿Me pedís que vuelva a Castilla?! —inquirió Juana, asombrada.
—Es lo más sensato —replicó el diplomático—, confiad en mí.
Don Juan Manuel quiso terciar en apoyo de la infanta.
—¿Pretendéis que el archiduque la repudie?
—¡Callad, señor de Belmonte! —le espetó Fuensalida—. ¡Flaco servicio nos hacen vuestras necias palabras!
Villena y el embajador se fulminaron con la mirada. A continuación, el enviado de los reyes se centró en su argumentación.
—Pensad en la reacción del archiduque al enterarse de que su descendencia ha ido a nacer en Castilla. Pensad si, además, dierais a luz a un varón…
Juana, persuadida, empezó a comprender las intenciones de su consejero. En efecto, nada podría haber más valioso para su esposo que un heredero. Y ese tesoro podría estar creciendo en su vientre.
—Felipe se arrepentiría… y suplicaría mi regreso —concluyó la infanta.
—Y mucho más, señora —insistió Fuensalida—. Aceptaría todo lo que le pidieseis. Vuestra vida empezaría de nuevo. Sin contar con las ventajas que Castilla obtendría para negociar con él.
Don Juan Manuel, todavía ofendido por el exabrupto del embajador, fue testigo de cómo la idea prendía en el ánimo de Juana. Pero el agravio sufrido ante ella se sumó a los anteriores. El señor de Belmonte decidió que debería encontrar el momento para ajustar las cuentas con aquel engreído de Fuensalida.
La muerte de Pedro de León a manos de Ibrahim no apaciguó los ánimos en el Albaicín. Al contrario, fue la chispa que desencadenó una peligrosa revuelta de los mahometanos granadinos contra el poder real. Más concretamente, contra el Alfaquí de las Campanas, a quien consideraban culpable de haber vulnerado sus derechos, según había quedado registrado en las capitulaciones de la conquista.
Aunque era consciente de que se hallaban en inferioridad de condiciones, el marqués de Moya no estaba dispuesto a tolerar violencia alguna ni contra Cisneros, ni contra la Corona. Andrés Cabrera ordenó que se cerrara el paso a los alzados en las calles que conducían a su domicilio y colocó una pieza de artillería embocada hacia la vía que, según sus cálculos, habrían de emprender los insurgentes.
Al arzobispo de Granada le horrorizaron aquellos preparativos tanto como la noticia de lo que se les venía encima.
—¡Don Andrés! ¡Debéis parar esto! ¡Aún estamos a tiempo!
—Cientos de antorchas se dirigen hacia aquí, ¿no las habéis visto? —replicó Cabrera, en voz baja, para que no lo oyeran sus soldados—. Detrás de cada una va un moro dispuesto a matarnos. ¡Miradnos! Apenas un puñado de hombres y una lombarda.
—¡No podréis detenerlos! —exclamó el clérigo—. ¡Hay que evitar un baño de sangre inútil!
—Marchad —le recomendó Cabrera—. Aún estáis a tiempo de abandonar Granada. No sois soldado.
Pero fray Hernando tampoco estaba dispuesto a huir.
—Voy a dar la Comunión a cada uno de vuestros hombres —declaró—. Descuidad, no interrumpiré los preparativos.
Entretanto, en sus aposentos, el convaleciente arzobispo de Toledo preparaba su alma para el martirio, mientras le llegaba el clamor cada vez más cercano de las hordas moras.
—Señor mío, dame fuerzas para resistir —rezó, arrodillado junto a su lecho—. Recibe mi suplicio como prueba de mi fe.
Parapetados tras la barricada, junto a la pieza de artillería, Andrés Cabrera, Hernando de Talavera y los soldados aguardaron la aparición de los sublevados. El silencio sepulcral que reinaba entre los cristianos contrastaba con las voces de la muchedumbre que se aproximaba. Serenos, aunque aterrorizados en su fuero interno, todos pudieron contemplar cómo se hacía más nítido y poderoso el resplandor de las antorchas en el otro extremo de la vía.
Al frente de sus hombres, Cabrera se santiguó. Todos lo imitaron, mientras arreciaban los gritos de los moros. Por fin, la multitud dobló la esquina en el extremo opuesto de la calle y los portadores de las antorchas se hicieron visibles.
El marqués se dirigió a voces a su reducida tropa.
—¡Estamos en Castilla! ¡Defendamos nuestro reino y nuestra fe como haría el apóstol Santiago!
Acto seguido, hizo una seña al artillero, que se preparó para abrir fuego con la lombarda cuando el marqués así lo ordenara. Los parapetados empezaron a distinguir los rostros de la vanguardia insurgente, cada vez más próxima. Entre ellos se hallaban Ibrahim y su madre, Asiya. Los hombres de Cabrera, bastante asustados, apuntaron sus armas hacia los asaltantes. El marqués alzó el brazo, dispuesto a dar la orden de disparar. En ese momento, Hernando de Talavera enarboló un crucifijo y atravesó la barricada, interponiéndose entre los dos bandos. Mientras lo hacía, el arzobispo recitaba un salmo a voz en cuello.
—Domine Deus noster tu exaudiebas illos Deus tu propitius fuisti eis et ulciscens in omnes adinventiones eorum Exaltate Dominum Deum nostrum et adorate in monte sancto eius quoniam sanctus Dominus Deus noster.
Andrés Cabrera, atónito, detuvo la inminente descarga. Por su parte, Asiya e Ibrahim, como el resto de los sublevados, contemplaron desconcertados al jerónimo.
—¡Todos me conocéis! —tronó el clérigo hacia ellos—. ¡Deteneos, pues aún estáis a tiempo! ¡No sigáis si no queréis perderos, pues nada ganaréis sino el castigo de vuestros reyes!
Ibrahim esgrimió un puñal y avanzó hacia el fraile.
—Alá ha querido que el hombre más justo sea el primero en morir —murmuró, con amargura.
Al verlo, Cabrera tomó un arma y apuntó con ella hacia el caudillo moro. Pero, antes de que se produjera una tragedia, Asiya sujetó a su hijo por el brazo y se dirigió a los alzados.
—¡Esperad, hermanos! ¡Conteneos! —reclamó la sanadora—. El buen alfaquí siempre ha buscado nuestro bien. —A continuación, en medio de la tensión y la confusión a un lado y otro de la barricada, Asiya se volvió hacia el arzobispo—. Solo queremos vivir en paz, de acuerdo con nuestra fe y con la ley de Castilla.
—No conseguiréis paz derramando sangre —advirtió Talavera—. Así solo obtendréis vuestra propia destrucción.
Atento a lo que sucedía ante sus ojos, Cabrera intuyó que se le presentaba una oportunidad para negociar. El marqués abandonó el parapeto y llegó junto a fray Hernando.
—Confiad en la ley que os protege —declaró con firmeza frente a los musulmanes—. Existen unos acuerdos firmados por los reyes que velan por vosotros. La reina de Castilla hará justicia. ¡Siempre ha cumplido su palabra!
El arzobispo de Granada contempló asombrado al marqués, menos por su actitud pacificadora que por saber que ocultaba la verdad sobre las intenciones de los monarcas.
—Vuestros soberanos no saben lo ocurrido —aseguró Cabrera.
—¡Pero cuando se enteren será por boca de nuestros enemigos! —replicó Ibrahim, suspicaz.
—¡Yo mismo los pondré al corriente! —garantizó el marqués—. Les diré cómo se han traicionado vuestros acuerdos. Os traeré el perdón real, ¡aún estamos a tiempo!
Entre los mahometanos hubo división de opiniones. Talavera permanecía inmóvil y perplejo por la audacia del noble cuando Asiya se dirigió al jerónimo en voz alta, para que todos la oyeran.
—¿Vos refrendáis lo dicho?
Andrés Cabrera clavó la mirada en el eclesiástico. Este, desconcertado, encaró a la curandera en silencio y, por fin, asintió. Asiya se volvió hacia los suyos.
—¡Todo empezó por mí, y yo os pido que aquí acabe!
—¡Madre! ¿Creéis que los reyes van a cerrar los ojos? —protestó Ibrahim.
—Tanto como creo en Alá, creo en la palabra del buen alfaquí —proclamó ella.
Junto al marqués de Moya, un aturdido Hernando de Talavera contempló a los alzados mientras deponían su actitud y se dispersaban, poco a poco, emprendiendo el camino de vuelta hacia el Albaicín.
En Flandes, el embajador Fuensalida había convocado al señor de Belmonte para impartirle sus instrucciones en privado.
—No puedo posponer por más tiempo mi viaje a Inglaterra —le anunció, inquieto—. De allí regresaré a Castilla y esperaré con los reyes la llegada de la infanta. Vos la acompañaréis. Y también les escribiré para que estén al tanto de todo.
—Partid sin cuidado —repuso Villena.
—¿Cómo hacerlo si he de dejar todo en vuestras manos? —le espetó el otro. Don Juan Manuel quedó lívido de rabia al oír tal impertinencia. Fuensalida, insensible a la reacción de su interlocutor, prosiguió con su filípica—. Mucho me habéis decepcionado, señor mío. Tratad de enmendar en parte el mal servicio que vuestras majaderías han prestado a su alteza.
Villena soportó el rapapolvo, mientras contenía el enojo que le producía lo que consideraba una humillación terriblemente injusta.
—Velad por que mantenga su dignidad —ordenó el diplomático—. Y sobre todo, ¡que no titubee en su regreso a Castilla!
—¿Por qué, si no gozo de vuestra confianza, me encargáis tan alta misión? —quiso saber don Juan Manuel.
A Fuensalida no le afectó el tono agrio de la pregunta, ni el orgullo herido de quien la formulaba.
—Porque solo cuento con vos —respondió, impasible, y añadió, en tono de amenaza—: Pero de todo ello hablaremos en Castilla.
Una vez hubo partido Fuensalida, don Juan Manuel anduvo cariacontecido por los pasillos de palacio, mientras rumiaba su rencor contra el embajador. Al verlo, Francisco de Busleyden interpretó como preocupación por su señora lo que en realidad era rabia mal digerida.
—Querido amigo, en vuestras manos y en las mías está resolver estas desavenencias conyugales que a todos perjudican —manifestó el arzobispo de Besançon mientras lo abordaba.
—Solo el archiduque puede remendarlas —murmuró el castellano—. Dadle consejo, pues es vuestro señor y es vuestro deber.
—Es mi señor… Y puede que dentro de no mucho, también sea el vuestro —apuntó Busleyden, persuasivo—. ¿O acaso confiáis en la vitalidad del príncipe que ha nacido en Castilla?
El señor de Belmonte hubo de esforzarse para mostrar desinterés por los propósitos del flamenco.
—Por supuesto —mintió—. ¿Qué habría de pasar?
El arzobispo sonrió, melifluo.
—¿Pasar, decís? Por lo pronto, muchos años hasta que llegue a ser rey. Y entretanto, infinidad de cosas pueden suceder…
Don Juan Manuel, violentado, trató de sortear las invectivas del eclesiástico.
—Si pretendéis que influya en las decisiones de la archiduquesa, habéis errado de hombre, pues sigue el consejo de otro.
Francisco de Busleyden se encogió de hombros.
—Vuestra señora no debe volver a Castilla —zanjó—. Su lugar está con su esposo y han de encontrar acomodo el uno en el otro.
Villena guardó un prudente silencio pero su interlocutor no se amilanó.
—Creedme, Fuensalida y vuestros reyes miran al pasado. Vos habéis demostrado ser capaz de guiar a Juana hacia el porvenir.
Después de las ofensas padecidas, la adulación resultó a Villena muy placentera, hecho que no pasó desapercibido para el astuto Busleyden.
—Sois hombre de gran valía, no me cabe duda —reiteró el arzobispo—. Debéis arrimaros a quienes van de la mano de la Historia.
El señor de Belmonte sintió que caía en sus redes y opuso una última resistencia a los cantos de sirena del flamenco.
—Disculpad, eminencia, pero tengo asuntos…
—Estáis en una de esas encrucijadas que marcan una vida —interrumpió el religioso, al tiempo que lo sujetaba con firmeza por el codo—. Elegid bien.
Busleyden detectó el titubeo en la mirada del castellano e insistió.
—Si Felipe reina un día en Castilla, sabrá compensar a quien estuvo de su lado.
El señor de Belmonte liberó su brazo y dio la espalda al consejero del archiduque. Pero, apenas hubo dado unos pasos, se volvió hacia él y en el rostro de Busleyden se dibujó una maliciosa sonrisa de satisfacción.
Hubo una breve conversación entre ambos, en tono sumamente confidencial, al amparo de las penumbras de un corredor solitario. Momentos después, Busleyden irrumpió en la cámara de Felipe.
—Hay algo importante que debéis saber —le anunció.
El archiduque atendió, interesado. A una seña del arzobispo, el semblante grave de don Juan Manuel de Villena, señor de Belmonte, apareció en el umbral sombrío de la estancia.
Mientras Isabel y Fernando se preguntaban cuál sería el siguiente movimiento del Papa contra ellos, el rey Juan de Navarra les exigió que sus tropas abandonaran sus dominios, al tiempo que manifestaba su voluntad de recuperar sus posesiones en Castilla. Cuando la noticia del compromiso entre César Borja y Carlota de Albret llegó a sus oídos vincularon de inmediato ambas cuestiones.
—¡Emparentan al bastardo con la familia real de Navarra! —rezongó Isabel.
—Detrás de estas maniobras ha de estar la mano de Luis de Francia y su intención de hacerse con Navarra —sospechó Fernando, con acierto—. Pero no lo conseguirá. El rey Juan habrá de respetar nuestros acuerdos.
—¿Y sus peticiones? ¿Hemos de hacer oídos sordos? —inquirió la soberana.
—No son sino una cortina de humo que no ha de impedir nuestra visión —resolvió Fernando—. Contestemos al rey de Navarra sin vacilación. Él sabe que, sin nuestra protección, la guerra civil asolaría de nuevo su reino.
—¿Qué codicia Luis, entonces? —quiso saber Isabel.
—Italia —murmuró el aragonés.
—Hemos firmado un tratado de paz —repuso su esposa.
—En estos tiempos, un tratado no vale la tinta con la que se firma…
—Pero nada conseguirá sin la bendición del Papa —le recordó ella—. ¿Creéis que cuenta con ella?
Fernando asintió con amargura.
—Ahora sabemos qué intenciones perseguía al reclamar el ducado de Gandía —masculló el rey—. Los Borja han jugado bien la baza de la ofensa. Pidieron algo que jamás les concederíamos para alejarse de nosotros y apoyar a Luis a cambio de sus prebendas.
—¿Acaso hemos de considerar a Su Santidad un vasallo más del francés? —preguntó Isabel, alarmada.
Fernando asintió con gravedad.
—Debemos prepararnos. La partida ha comenzado y nuestros oponentes ya han movido sus peones.
Aunque la mencionada partida habría de disputarse en Italia, la actitud de Portugal era de enorme importancia para los reyes, por diferentes y variados motivos. Gonzalo Chacón acompañó a Beatriz de Braganza hasta la corte castellana, donde la recibió el afecto de la soberana. Ambas compartieron su pesar por el fallecimiento de Isabel.
—Majestad… Sobrina… Vuestro dolor es el mío, bien lo sabéis —manifestó conmovida la portuguesa.
Isabel agradeció la rapidez con la que su tía se había desplazado hasta allí.
—La impaciencia por conocer a mi nieto parecía dar alas a los caballos —reconoció Beatriz con una sonrisa.
—Pues no demoremos el cumplimiento de vuestro deseo.
Isabel cedió su lugar para que fuera su hijo Manuel quien presentara al recién nacido.
—Aquí tenéis a Miguel de Portugal, que también será rey de Castilla y Aragón —declaró, solemne y emocionado.
Las muestras de cordialidad cesaron cuando se abordó el peliagudo asunto de la educación del príncipe. El rey Manuel montó en cólera al enterarse de las intenciones de los Reyes Católicos.
—¡¿Cómo os atrevéis a pedirme que deje a mi hijo en una corte extraña?!
—¿Extraña? —replicó Isabel, dolida—. ¿Os sentís extranjero entre nosotros?
—Con esta petición demostráis que con cien ojos habré de velar por mis intereses y por los del príncipe en Castilla —bramó el portugués.
—¡Castilla es uno de los reinos que heredará! —le recordó ella.
—¡Como también lo es Portugal! —adujo Manuel.
—Siempre que seáis capaz de defender la corona hasta que llegue su hora —le espetó Fernando.
Manuel quedó petrificado tras recibir aquel golpe bajo. Isabel, autoritaria, remató el argumento de su esposo.
—No consentiremos poner al heredero en peligro para afianzaros en vuestro trono.
—Tan soberano soy como vos —farfulló Manuel, con rabia contenida—. Y Portugal en nada es menos que Castilla y Aragón.
—Descuidad, nadie lo discute —advirtió Fernando.
—Además, por encima de todo me asiste mi derecho de padre. Miguel vendrá conmigo a Portugal —zanjó el monarca.
Isabel no se arredró.
—Lo último que oí de labios de mi hija fue que cuidase de él —replicó con firmeza, al tiempo que encaraba al portugués—. Y no dudéis que lo cumpliré.
Fernando buscó con la mirada a Beatriz de Braganza. Esta permanecía en silencio, impasible, pero había viajado para intervenir en la controversia y lo haría cuando y como lo considerara oportuno.
Con la información facilitada por el señor de Belmonte, Felipe comprendió que le urgía evitar la partida de Juana, la que él mismo había decretado. Dado que conocía el peculiar cariz de su poder sobre ella, se dirigió hacia la cámara de su esposa con el fin de ponerse de inmediato a la tarea. Pero la infanta lo recibió con desconfianza.
—Si venís a seguir castigándome o a pedir una reparación por mi conducta…
—Dejadlo estar, Juana. No os disculpo por lo que hicisteis pues nada me unía a esa dama —aseguró el borgoñón—. Pero no es eso lo que me trae ante vos. Si vuestro exceso fue grande, el mío fue aún mayor.
Su esposa prestó atención, ciertamente confundida, pero expectante.
—Me arrepiento de mis palabras y os pido perdón por ellas —prosiguió Felipe—. Soy vuestro marido, este es vuestro hogar y aquí debéis permanecer.
—No deseo para mis hijos un hogar sin respeto ni amor —alegó Juana, en sus trece—. No conocí uno semejante hasta llegar aquí.
—¿Dudáis de que os ame? —Felipe, en apariencia herido, miró a su esposa con el ardor acostumbrado. La firme voluntad castellana empezó a flaquear—. No puedo imaginar mi vida sin vos. Dejaros partir sería aún peor que la propia muerte.
El archiduque, entregado a la comedia, acarició el rostro de Juana con una inmensa ternura.
—Decidme si no es eso amor.
Juana contemplaba arrobada a su señor. Él continuó seduciéndola, con un brillo de emoción en sus pupilas.
—Mucho hemos de perdonarnos mutuamente —musitó—. Ved si estáis dispuesta a ello y a compartir vuestra vida conmigo.
—Sabéis que no hay otro anhelo en mí —concedió Juana.
Felipe la besó y con ello diluyó cualquier vestigio de reserva que pudiera quedar en el ánimo de la infanta.
—Entonces, no os iréis.
—Nunca fue mi deseo —le recordó ella.
El borgoñón acusó cuánto lo conmovía aquella declaración de amor incondicional.
—Espero haceros tan feliz como vos me habéis hecho ahora.
Felipe hizo amago de partir, pero Juana lo detuvo.
—¡Mi señor! He de deciros algo…
No era preciso, pues el archiduque ya conocía que esperaba un hijo, gracias a la delación de don Juan Manuel. Pero la joven no lo sabía, en la misma medida en que ignoraba la vil maniobra de la que acababa de ser víctima. Una treta envuelta en pasión amorosa, ejecutada con frialdad por aquel a quien ella había concedido el privilegio de ocupar el centro de su universo.
Al rey de Portugal le había sorprendido —y enojado— la petición de los reyes respecto al pequeño Miguel. Pero que su madre, Beatriz de Braganza, la secundara, lo había dejado atónito.
—¿Qué cuentas habéis de saldar con Isabel para apoyar sus planes?
—La defensa de mi familia casi me cuesta la vida. Nada hay más importante. Por eso haré lo que sea por nuestro bienestar —arguyó Beatriz.
—No me convenceréis.
—No seáis necio —le espetó su madre—. Necesitáis a Isabel y a Fernando a vuestro lado para defenderos de vuestros enemigos.
A Manuel de Portugal, cada vez más contrariado, se le amargó el gesto.
—Salí de Portugal para ser el rey más grande de la cristiandad y he de volver humillado. ¡Mi debilidad acrecentará su ambición!
—No. Pues volveréis siendo mejor soberano —garantizó Beatriz—. Presentad la decisión de dejar al príncipe como propia y regresad sin él, pero con una reina.
—¿Qué estáis proponiendo?
—Que el príncipe se eduque en Castilla hasta que tengáis descendencia y vos aseguréis la dinastía —razonó la tía de Isabel—. Para lograrlo, obtened de los reyes el compromiso de entregaros una nueva esposa: la infanta María.
Apenas repuesto de su enfermedad, el arzobispo de Toledo quiso partir cuanto antes hacia la corte para dar cuenta de lo sucedido en Granada.
—Es mi obligación ir a ver a sus majestades —declaró—. No está tan quebrada mi salud como para no dar cumplimiento a mi deber.
Antes de emprender el viaje en compañía del marqués de Moya, Cisneros ordenó a Talavera que permaneciera en su archidiócesis. Al frente de la antigua capital nazarí quedó, por tanto, el jerónimo. Pero este, a solas con Cabrera, quiso despejar una duda antes de que partiera.
—Decidme, ¿eran ciertas las promesas que hicisteis a los moros cuando estábamos en peligro?
Andrés Cabrera lo contempló un momento en silencio, antes de responder.
—Estamos vivos —afirmó—. Es lo único que importa.
La comitiva recorrió el camino hasta la corte lo más deprisa que pudo. Los reyes recibieron a Cisneros desde el trono, con inusual solemnidad, teniendo en cuenta que se trataba del confesor de Isabel. Pero la ocasión requería demostrar quién poseía la autoridad precisa para juzgar lo sucedido.
El franciscano pretendía completar con su relato la información de la que disponían los monarcas. Pero Fernando, sin ocultar su enojo, se adelantó para tomar la palabra.
—Vuestra torpeza a punto ha estado de acabar con lo que tanto esfuerzo costó conquistar.
Cisneros asumió el rapapolvo con aparente humildad. Isabel prefirió mostrarse más amable con él.
—Eminencia reverendísima, en atención a vuestra salud, sentaos en nuestra presencia y decid lo que hayáis de decir —sugirió la reina.
—Gracias, majestad, pero espero que mi vigor dure hasta volver a Granada, para culminar mi misión. —Su determinación sorprendió a los presentes. ¿Acaso el arzobispo no se sentía culpable por haber provocado una revuelta? Su alegato así lo confirmó—. Trescientos moros se bautizaron la misma mañana del alzamiento, pero todo se torció porque Satanás siempre procura estorbar las cosas buenas.
—Entonces fue el demonio quien casi prendió fuego a Granada —repuso Fernando, sarcástico.
—El que lo impidió —corrigió Cisneros—, pues creo que el castigo hubiese sido grato a ojos del Altísimo.
Reyes y nobles quedaron atónitos al oír semejante despropósito. Pero el correoso franciscano completó impasible su razonamiento.
—Sofocar la revuelta a sangre y fuego hubiese acabado con la herejía… Y con vuestra tibieza.
—¡¿Habéis obrado de ese modo a sabiendas?! —bramó Fernando, estupefacto—. ¿Pretendéis que los moros se alcen contra la Corona para obligarnos a someterlos?
—Sea el martirio su salvación —replicó el otro, imperturbable—. ¿Acaso los obstinados que se resisten a ser cristianos merecen ser castellanos? ¿O tal vez habéis dejado de temer que abran las puertas de la Península al turco? ¡Que se conviertan o se vayan!
—Pero hay unos tratados firmados —adujo Isabel.
—Castilla solo puede ser cristiana —zanjó el arzobispo—. El compromiso de sus majestades con Dios vale mil veces más que el contraído con los infieles.
El argumento hizo mella en la reina. Cisneros, al verla pensativa, insistió.
—El cuerpo de un reino cristiano no puede vivir con gangrena. Amputasteis el miembro judío, ¿por qué mantener el mahometano?
—¡Lo que no queremos, eminencia reverendísima, es que el cirujano mate al paciente! —advirtió el rey.
—El arzobispo, a pesar de sus faltas, tiene razón en una cosa —terció su esposa, con gravedad—. No podemos desandar el camino.
En medio del silencio general, la reina mantuvo la mirada de su esposo. Y Cisneros supo que había triunfado.
La Corona dispuso la celebración de una ceremonia solemne para presentar al pequeño Miguel ante la corte. Los más distinguidos de entre sus vasallos abarrotaron el salón del trono. A pesar de las recientes tiranteces, el rey de Portugal decidió ceder a Isabel el protagonismo de un acto de tal trascendencia.
—Señora, estamos en Castilla. A vos toca el honor.
La reina tomó al niño en sus brazos y lo mostró ante todos los reunidos.
—Aquí está vuestro señor, el príncipe Miguel de la Paz, hijo de sus altezas los reyes de Portugal, y llamado a ser el soberano que unirá las coronas de las Españas y hará de este reino el más importante de la cristiandad.
Mientras contemplaba a su esposa, Fernando pensó que Isabel parecía renacer, como si la fatiga y la pesadumbre que la atenazaban en los últimos tiempos hubieran remitido. Y era cierto que la soberana se colmaba de vigor según avanzaba la proclamación. Su esposo estimó que, más que reina, se asemejaba a una santa que compartía su mística revelación.
—Y así como todos vais a darle juramento de lealtad, yo también quiero jurar, a él y a todos los presentes, que entregaré mi vida por asegurar la suya y con ella el porvenir de nuestros reinos.
—¡Por Castilla! ¡Por Aragón! ¡Por Portugal! ¡Larga vida al príncipe Miguel! —proclamó Chacón, y todos lo respaldaron a voces—. ¡¡Larga vida al príncipe Miguel!!
Sin embargo, no hubo ocasión de deleitarse en la esperanza que el heredero representaba. Pronto se recibió en la corte la noticia de que Francia había conquistado Milán. De nuevo sonaban tambores de guerra en Italia.
—Llevabais razón —reconoció Isabel ante su esposo, con amargura.
—El rey de Francia tiene derecho de herencia sobre el ducado de Milán, en nada afecta a nuestro tratado —afirmó el aragonés, impasible.
—¿Vais a dejarle el camino despejado?
—Sí. Con ello le daremos muestra de amistad —argumentó Fernando—, y esta restará valor a la que disfruta con Felipe y el Papa.
—¿Pretendéis que el rey Luis goce de la amistad de todos y pueda así hacer lo que le plazca? —le interrogó la soberana, extrañada.
—Hasta que incumpla lo firmado y nos dé motivos para actuar —advirtió su esposo—. Pero para entonces ya habremos amarrado bien fuerte los lazos con Inglaterra y con Portugal. Miguel se quedará en Castilla y Catalina ha de casarse lo antes posible con el príncipe de Gales. Mientras tanto, nos prepararemos para la guerra.
—Así se hará —corroboró Isabel.
Sin embargo, bajó la mirada, desvalida ante la simple perspectiva de un nuevo conflicto entre cristianos.
La consecución de los planes de Fernando precisaba de la respuesta de sus aliados. Los reyes aguardaban con expectación el resultado del viaje de Fuensalida a Inglaterra. De regreso a la corte, el embajador expuso la situación con una sonrisa de satisfacción en su rostro.
—El rey Enrique ha dado suficientes garantías. Contad con que la infanta Catalina ya ostenta el título de princesa de Gales.
—Si es así, parece justo que Margarita vuelva a la corte de su hermano —razonó Isabel.
—Bien pensado, mi señora —celebró Fuensalida—. Que llene en parte el hueco que allí ha dejado vuestra hija.
—Juana no ha regresado —le informó Isabel, cariacontecida—. La alegría que nos proporcionó vuestra misiva pronto se tornó amarga desilusión.
El diplomático quedó desconcertado, pues partió de Flandes convencido de que la encontraría en Castilla a su regreso.
—Hemos recibido una carta en la que se nos notifica el embarazo de nuestra hija —le explicó Fernando—. Está firmada por el archiduque.
Fuensalida ató cabos y no pudo contener la rabia, para estupor de sus interlocutores.
—¡Hijo de Satanás! ¡El borgoñón ha desbaratado nuestra jugada! ¡A saber con qué manejos se ha enterado! —El embajador hizo lo posible por calmarse y exponer la situación a los reyes—. ¡En todo estaba de acuerdo la infanta, y ha vuelto a ponerse a merced de su esposo!
—¿Hemos de temer por la suerte de nuestra hija? —inquirió Isabel, alarmada.
—Tranquilizaos, majestad —reculó Fuensalida, al ver el efecto de su salida de tono en la reina—. Confiemos en don Juan Manuel, cuidará de ella.
El enviado real eludió mencionar que les pedía confianza en unas capacidades cuya existencia él mismo había desmentido.
—Dejáis mi corazón atormentado con vuestras palabras —confesó la reina, un punto angustiada.
Fernando se irguió, sombrío.
—¿Hemos de asumir, para ahora y por siempre, que con Juana no podremos contar?
Gómez de Fuensalida creyó que había llegado la hora de dar a conocer a los reyes, con total franqueza, la verdadera naturaleza del problema.
—Mis señores, a fuerza de ser sincero… He de contaros del carácter mudable y a veces inestable de su alteza la infanta.
La devoción con la que el arzobispo de Granada oró aquel día habría desazonado a cualquier posible testigo. Más aún si este hubiera conocido el dilema que motivaba su plegaria.
—Señor, confío en tu sabiduría y en tu infinita misericordia. Tú, que perdonaste a Pedro tras negarte tres veces, que imploraste por quienes te crucificaban, concédeme el perdón por lo que voy a acometer.
Hernando de Talavera dio por concluidos sus rezos sin haber logrado apaciguar la zozobra que atormentaba su espíritu. Acto seguido, encaminó sus pasos hacia el Albaicín. Desde el umbral de la morada de Asiya, la curandera y su hijo Ibrahim escucharon el ruego desesperado que el jerónimo les hizo.
—Debéis salir de Granada. Reunid a vuestros amigos y familiares y refugiaos en las montañas.
Ibrahim sacudió la cabeza, desengañado, pues anticipó lo que el arzobispo trataba de comunicarles. A Talavera no le pasó desapercibido.
—En breve no habrá de quedar musulmán alguno en Castilla —les anunció, consternado.
Asiya se mantuvo impasible durante un momento. Finalmente, cerró poco a poco la puerta sin decir palabra. Hernando de Talavera, tras unos instantes, emprendió el camino de regreso hacia la Alcazaba, mientras se encomendaba de nuevo a la benevolencia divina.
Entretanto, la soberana castellana velaba el sueño de su nieto. Fernando se aproximó a ella y la abrazó por la espalda.
—Aquí duerme la última y más grande esperanza de todos nuestros desvelos. Y es tan frágil —susurró Isabel, con inquietud patente.
—Nosotros la fortaleceremos —le aseguró su esposo—. Haremos de este niño el gran rey que todos esperan.
—Mucha es la carga que vamos a poner sobre hombros aún tan pequeños —suspiró—. Que Dios nos dé ánimo a los tres.
—Así sea, pues de conseguirlo, toda nuestra vida habrá dado fruto. Y nunca ha habido fuerza que nos detuviese. —Fernando encaró a su esposa, sonriente, en un intento por reconfortarla—. A vos, que habéis sometido a todos vuestros enemigos, ¿os asusta la crianza de un niño?
—Sí, porque en batallas como esta es donde he conocido mis únicas derrotas —confesó la reina, desolada—. He visto morir a mis hijos, a su descendencia. Y ahora mis temores sobre Juana se han visto confirmados. Solo nos queda este niño.
Fernando volvió a rodearla con sus brazos.
—Perded cuidado y confiad en mí. Juntos también obtendremos esta victoria —musitó, protector.
Una súbita ráfaga de aire agitó los cortinajes de la cámara. Su sombra, por un instante monstruosa, se extendió sobre la cuna como un mal presagio.