Largo tiempo había transcurrido desde que Gutierre Gómez de Fuensalida tomara todas las precauciones a su alcance para escribir la siguiente carta desde Flandes:
Majestades:
Ruego me disculpéis por las falsedades contenidas en mi anterior misiva. Hube de mostrársela a Felipe de Habsburgo y me fue imposible ser sincero. Los hombres del séquito no fallecieron por unas desafortunadas plagas, como os conté, sino por la desatención de vuestro yerno. Si esta fue intencionada o no, solo lo sabré si aquí permanezco. Mi presencia servirá también de compañía a la infanta, que se encuentra ahora muy sola y, a mi parecer, vigilada en exceso por su esposo. Os pido que no os inquieten en demasía mis palabras. Confío en que mis temores sean solo fruto de un malentendido.
No fue menor la cautela del embajador de los Reyes Católicos a la hora de guardar y enviar la misiva. Sin embargo, nunca llegó a sus destinatarios.
La reina Isabel, en particular, se extrañaba de no recibir correspondencia alguna de su hija Juana. En repetidas ocasiones tomó el cálamo para escribir cartas similares a la que aquella noche iniciaba.
Mi muy amada Juana:
Mucho tiempo ha desde que dejasteis Castilla y ni una palabra ha llegado a vuestra madre de vuestro puño y letra. Ni siquiera tras la muerte de vuestro hermano Juan. Conozco el amor que os unía. ¿Tal vez ese pesar os impide mandarnos noticias? Sé de vos a través de terceros y no me basta. Deseo que en la lejana corte de Flandes hayáis encontrado la felicidad, pues de que cumplís con vuestro deber estoy tan convencida como antes de que partierais. Dios os proteja y os guarde. Vuestra madre,
ISABEL
Por supuesto, las cartas de la soberana de Castilla llegaban a Flandes, pero no a su destinataria. El archiduque Felipe se las ingeniaba para interceptarlas y, como iba a suceder con aquella, impedir su lectura. Cualquier artimaña resultaba útil si servía para aislar a Juana. Este era un requisito fundamental para que dependiera por entero de él y, con ello, pudiera someter la voluntad de la infanta a la suya con menor esfuerzo.
El borgoñón también había mostrado gran habilidad para crear los lazos de seda que mantenían a Juana ilusionada y feliz, pero prisionera de esa misma ventura ilusoria. Apenas había guardado Felipe la carta de la reina Isabel junto a otras recibidas con anterioridad, cuando Juana irrumpió en la estancia, radiante, y se lanzó a los brazos de su marido.
—¿Qué tenéis, mi señora? —quiso saber Felipe, sorprendido por tanta efusividad.
—Deseo de veros —contestó Juana, apasionada.
—Apenas hace media jornada que nos separamos.
—Demasiado tiempo para vuestra cautiva —susurró la archiduquesa—, la que más estima vuestra vida que la suya.
Sin deshacer del todo el abrazo, Felipe acarició el vientre de su esposa. El gesto la colmó de dicha.
—Este niño será más grande que su padre y su abuelo —proclamó Felipe con orgullo.
—¿Cómo sabéis que será varón?
—No puede ser de otro modo —afirmó él.
—Venid…
Juana tiró de su marido, con intención de arrastrarlo hasta el lecho, pero Felipe opuso resistencia.
—Esperad. No es el momento.
—Perded cuidado —sonrió Juana con picardía—. He dicho a mis damas que quería descansar y que no se me moleste.
—Eso es lo que deberíais hacer: sosegaros —aconsejó Felipe, con el semblante serio—. Vuestro embarazo es lo único en lo que debéis pensar en estos momentos.
—Me encuentro perfectamente —replicó la castellana, sin ocultar su disgusto por sentirse rechazada.
—Pero sabed que nada puede ponerlo en riesgo —alegó su esposo—. Bastante desgracia ha sido la enfermedad que ha privado a Castilla de su heredero, vuestro hermano Juan.
No fue inocente tal alusión, pues el recuerdo hizo mella en el ánimo de Juana, como Felipe había previsto.
—Por todo ello —continuó el Habsburgo—, he pensado que es conveniente que no comparta lecho con vos hasta que se produzca el nacimiento.
La joven, contrariada, quiso insistir en que su embarazo se desarrollaba conforme a lo deseado. Estaba convencida de que la gestación no constituía impedimento alguno para disfrutar como hasta ahora de la pasión que los unía. Pero Felipe se lo impidió.
—¿Pensáis que no es un sacrificio para mí? —dijo en voz baja, mientras la acariciaba, seductor.
Su esposa, enojada, intentó separarse de él, pero Felipe la sujetó con mayor firmeza, al tiempo que acercaba su rostro al de ella.
—Tanto como para vos —se respondió, en un susurro—. Pero juro que os compensaré. Solo quiero procurar el bien de nuestro hijo…
Juana no supo cómo reaccionar. La actitud de su marido había sido como un jarro de agua fría. Su voz y sus caricias, sin embargo, la turbaban. Para satisfacción de su esposo, la archiduquesa optó por obedecer.
—Será como queréis.
Vestida de luto riguroso, la reina de Castilla permanecía arrodillada ante el pequeño altar que se hallaba en su cámara. Oraba con los ojos puestos en el crucificado y mostraba una dolorosa devoción.
—Señor, Dios del cielo, te rogamos por Juan que fue hijo bien amado, orgullo y felicidad de sus padres, gentil, piadoso y limpio de corazón.
Junto a la reina, también enlutada y de rodillas, Margarita de Habsburgo rezaba a su vez. Isabel volvió la mirada hacia su nuera, cuyo pálido semblante acentuaba el decaimiento en el que vivía desde el fallecimiento del príncipe, su esposo.
—Protege a su hijo, mi nieto, que sea esperanza de Castilla, como fue su padre —continuó rogando Isabel—. Que cuando llegue el día traiga a sus reinos la prosperidad y la paz que deseamos para ellos.
Margarita, llevada por un reflejo inconsciente, se protegió el vientre con las manos. Un gesto que no pasó desapercibido para la reina.
—Así sea —deseó la princesa viuda.
Algo más tarde, la soberana recibió a solas al arzobispo de Granada. Quien fuera su confesor durante largos años se sentó junto a ella. Talavera se conmovió en lo más profundo ante aquel rostro que revelaba una tristeza infinita.
—Dios me ha quitado a mi único hijo —clamó Isabel, rota por el dolor—. ¿Por qué, eminencia? ¿Por qué?
—Mi señora, comprendo vuestro pesar, pero no podéis reprochar al Altísimo que haga su voluntad —musitó un compasivo Hernando de Talavera.
—Toda mi vida me ha sometido a duras pruebas, bien lo sabéis. Y las he aceptado con humildad —recordó la reina, devastada—. Pero me pregunto qué pecado he cometido para merecer este castigo.
—Tenéis cuatro hijas y un reino que gobernar —repuso el arzobispo, preocupado—. Es preciso que os sobrepongáis.
Isabel asintió. Hizo un esfuerzo por rehacerse.
—Perded cuidado, mi reino nunca quedará a la deriva —murmuró.
Acto seguido, la reina quiso conocer la opinión de Talavera sobre la situación en la que se hallaba el proceso de evangelización en Granada. El titular de la archidiócesis la expuso al detalle.
—Algunos sacerdotes escogidos han aprendido el árabe para llevar la palabra de Dios a todos los musulmanes —relató Talavera—. El número de conversiones no es desdeñable.
—¿Y los elches, eminencia?
La pregunta cogió por sorpresa al clérigo. Fray Hernando titubeó antes de contestar.
—Los cristianos que abrazaron el culto de Mahoma son más difíciles de convertir, mi señora.
—Son los primeros que deberíamos haber recuperado para la fe —repuso la reina.
—Con el tiempo conseguiremos que todos los granadinos se bauticen. Tened paciencia.
—No disponemos de ese tiempo —replicó Isabel, un punto severa—. Ya han pasado seis años desde la reconquista de la ciudad.
—Majestad, vivo entregado a esta misión —alegó Talavera—. Os aseguro que no es posible cambiar las cosas en un día.
—Por ello, vais a recibir ayuda.
La noticia sorprendió al eclesiástico. Más aún cuando Isabel le comunicó en qué consistiría.
—El arzobispo de Toledo os visitará pronto —anunció la reina.
—Si lo creéis necesario… —masculló fray Hernando.
—Sin duda —corroboró ella, tajante—. Dios espera que le ofrezca una Granada cristiana.
—¿Y las capitulaciones, mi señora? ¿Se van a respetar? —quiso averiguar el arzobispo, no sin inquietud.
—No os apuréis. Cisneros hará lo justo —remató Isabel, al tiempo que apartaba la mirada—. Tal vez así el Altísimo perdone mis pecados.
La muerte de su cuñado, el príncipe Juan, había dado lugar a una singular idea en el sinuoso ánimo del archiduque Felipe. Ni más ni menos que reclamar para sí el título de príncipe de Asturias o, en otras palabras, encabezar la lista de los posibles sucesores de Isabel y Fernando. Cuando el Habsburgo comunicó sus intenciones a Francisco de Busleyden, este evidenció su preocupación.
—¿Estáis seguro, mi señor? Los reyes no lo verán con buenos ojos.
—Vos me aconsejasteis que casara con Juana por la oportunidad que se me brindaba —arguyó el joven—. Mayor es la que ofrece la muerte del príncipe Juan.
—Pero su hermana Isabel vive —le recordó el arzobispo de Besançon—. Y no debéis olvidar al rey de Portugal, a quien no complacerá que atropelléis los derechos de su esposa.
—¿Qué tenéis hoy? —farfulló Felipe, airado—. Os asemejáis a uno de esos castellanos cargado de malos agüeros y recelo.
—Es mi deber exponeros mi parecer —adujo Busleyden—. Mucho más firme será la oposición que encontraréis.
—No es vanidad ni afán de poder lo que me impulsa —argumentó el otro—. Los nobles flamencos apreciarán más mi matrimonio si los convenzo del valor de mis títulos en Castilla. Es el momento de aprovechar esta ventaja y vuestros reparos no han de detenerme.
—Pero ¿qué pensará vuestro padre? ¿Y vuestra esposa? —insistió el consejero.
—El emperador no estará de acuerdo, como tantas otras veces —manifestó con amargo cinismo el archiduque—. En cuanto a Juana, solo piensa lo que yo deseo que piense.
Francisco de Busleyden prefirió guardar silencio, por cautela, antes que contradecir de nuevo a su ambicioso pupilo. En ese instante, Gómez de Fuensalida apareció en la estancia.
—Me habéis mandado llamar, alteza.
Felipe le hizo una seña para que aguardara. A continuación, se dirigió a su escritorio y extrajo una carta de un cajón contiguo al que usaba para almacenar las misivas interceptadas.
—Preparaos para partir —ordenó al embajador, al tiempo que ponía la carta en sus manos—. Lo que os entrego ha de llegar a Castilla lo antes posible.
—¿Puedo saber de qué se trata? —preguntó Fuensalida, mirando con recelo el manuscrito.
—Como veis, está lacrado —ironizó Felipe—. De modo que lo que tengo que exponer a sus majestades, solo a ellos corresponde.
—No quisiera dejar sola a la archiduquesa —alegó el diplomático—. Sobre todo en su estado.
—Señor, no temáis, Juana no está sola —replicó el archiduque con una sonrisa forzada—. Los que la rodeamos procuramos su bienestar.
—Permitid entonces que me despida de ella.
—Mi esposa no desea ser molestada —se opuso tajantemente Felipe—. Dados los antecedentes maternos, teme que su embarazo no llegue a buen fin. Preocupaos de vuestro viaje.
El tono empleado por el archiduque detuvo los ruegos de Fuensalida y acrecentó su inquietud. Obligado, no le quedó más remedio que obedecer y partir hacia Castilla. Pero la deriva del archiduque cada vez lo intranquilizaba más. Lo mismo que a Francisco de Busleyden.
En el castillo de Amboise, el abatimiento se había apoderado también de la reina Ana, como admitía ante un preocupado Luis de La Trémoille.
—Cuatro hijos y a los cuatro he enterrado —evocó la soberana con un suspiro cargado de frustración—. ¿Cuántas veces más engendraré un fruto que se malogra antes de madurar?
—No os agotéis con tales pensamientos, señora mía —aconsejó el chambelán—. Todavía no os habéis recuperado.
—¿Cómo hacerlo? La muerte del delfín me ha sumido en la desesperación. —Ana, angustiada, miró a La Trémoille a los ojos—. ¿Y si por mi causa Francia nunca consigue el heredero que espera?
—Tal vez no seáis vos la causa, mi señora —murmuró el otro, con voz queda.
—De una u otra forma, yo seré siempre culpable —replicó, dolida, Ana de Bretaña.
El alegato del chambelán quedó abortado por la irrupción de un grupo de sirvientes que llevaban en volandas al rey Carlos. Los rostros alterados de los porteadores y el estado de semiinconsciencia del monarca alarmaron a la reina y a La Trémoille. Con gran prontitud, Carlos fue depositado en un amplio sillón.
—¿Qué ha sido? —inquirió La Trémoille.
Antes de que los sirvientes pudieran contestar, Carlos volvió en sí, todavía aturdido. Ana se arrodilló a su lado.
—Mi señor, ¿estáis bien?
—Sí… sí… —El rey, iracundo, rechazó los cuidados de los sirvientes—. ¡Fuera, apartaos… me quitáis el aire!
Los aludidos obedecieron. Ana, sin embargo, insistió.
—¡Explicadnos, por Dios!
—Un golpe, solo ha sido un golpe —adujo el soberano francés—. Me dirigía a jugar un partido de pelota y di con mi cabeza en el dintel de la puerta.
—Avisad al cirujano —ordenó raudo La Trémoille.
—¡No! ¡No es necesario! —repuso Carlos enfadado, mientras trataba de levantarse—. No he guerreado en tantas batallas para ser vencido por una puerta.
El monarca rió, divertido por su propia ocurrencia, signo quizá de que su recuperación era auténtica.
—Dejadme, mis contrincantes esperan que los derrote.
—¿No preferís que os conduzcan a vuestros aposentos? —reiteró Ana—. Tal vez queráis descansar un poco…
—¡Os repito que me encuentro bien! —contestó Carlos, irritado. La bretona acató su voluntad y el rey volvió a reír, mientras marchaba—. Una puerta… vencido por una puerta.
El partido dio comienzo sin más inconvenientes. Carlos se entregó al juego con entusiasmo. Celebraba cada uno de sus tantos con una profusión de exclamaciones triunfales. Ana de Bretaña y Luis de La Trémoille habían acompañado al monarca para seguir sus evoluciones a un lado del terreno de juego.
—Vuestro esposo parece disfrutar —apuntó el chambelán, con una sonrisa.
—Tanto como vos en el campo de batalla, y yo con mis lecturas —corroboró Ana. Acto seguido, encaró al consejero y preguntó, con total franqueza—: ¿Pensáis que mi señor podría repudiarme si no le doy un heredero?
Luis de La Trémoille guardó un prudente y diplomático silencio. En ese momento, el rey se detuvo en seco. Volvió los ojos hacia Ana, con la mirada extrañamente perdida. La reina quedó petrificada; por difícil que resultara pensó que podría haber oído su pregunta. Carlos, con aire confuso, golpeó la pelota una vez más. Nadie recogió el rebote, pues al instante el rey se desplomó sobre la pista.
La noticia del súbito fallecimiento del monarca francés no tardó en llegar a la corte de Castilla.
—Así que el rey Carlos ha muerto —murmuró Fernando—. Ante el Altísimo tendrá que rendir cuentas de sus desmanes.
—A todos nos llegará ese momento —le recordó Isabel, sombría.
Gonzalo Chacón observó a la reina enlutada. Su ánimo continuaba devastado.
—¿Qué se sabe de su sucesión? —inquirió Fernando.
—No hay herederos. De modo que todo apunta a que su primo, Luis de Orléans, ocupará el trono —informó Chacón.
—Al menos es hombre con mayor entendimiento —suspiró Isabel.
—Eso no hace al enemigo menos temible —subrayó su esposo.
—¿Y la reina Ana? —se interesó la soberana—. ¿Qué será de ella ahora?
—Es difícil hacer conjeturas —admitió el noble—. Ana está obligada a desposar al nuevo rey, pero Luis ya está casado con su prima Juana.
—El Papa no consentirá que se rompa ese matrimonio —afirmó la reina.
—El Papa sabe más de negociar que de religión, mi señora —la contradijo Fernando—. Y Luis no querrá perder el dominio sobre Bretaña.
—Tampoco sabemos qué será de Luis de La Trémoille —continuó Chacón—. No olvidemos que ambos fueron enemigos en el campo de batalla.
—Mal consejero puede ser quien quiso clavar su cabeza en una pica —vaticinó Cabrera.
Fernando asintió, meditabundo.
—Augurar lo que el futuro nos traerá desde Francia no es tarea fácil.
—Son muchos los asuntos de los que se tendrá que ocupar el rey Luis —advirtió don Gonzalo—. Esperemos que no le quede tiempo para confabular contra nosotros.
—Así lo quiera Dios —musitó Isabel.
—Pero no lo dejemos todo en sus manos —apostilló el aragonés—. Chacón, que nuestro ejército en la frontera permanezca alerta. Y estad al tanto de cualquier noticia del reino vecino.
Alonso de Ojeda había conocido al obispo de Badajoz muchos años atrás. Entonces, aquel joven de baja estatura llamó la atención de Juan Rodríguez de Fonseca, pues era de genio pronto y tan diestro como audaz en el combate. Gracias a monseñor, Ojeda se embarcó con Cristóbal Colón en su segunda expedición. De regreso a Castilla, el viajero rindió visita a su benefactor, apenas una semana después de arribar al puerto de Cádiz.
—Contad, contad, ¿qué nuevas traéis de las Indias?
—Como ya se comenta, el almirante ha descubierto tierra continental —refirió el hidalgo.
—¿Vos la visteis con vuestros propios ojos? —quiso confirmar el obispo, muy interesado.
—Después de varios días de navegación, alcanzamos una gran bahía en la que identificamos una extensa y ruidosa corriente de agua dulce —afirmó Ojeda.
—La desembocadura de un gran río, pues.
—Exacto, uno más grande que el Guadalquivir o el Ebro, o cualquier otro en Castilla —narró el recién llegado—. Y tierras más verdes y ricas que las de Valencia.
—¿Estáis seguro de que es continente? —insistió Fonseca.
—Apostaría mi vida, monseñor. No conozco isla cuyas dimensiones alberguen semejante río —alegó Ojeda. El vivo interés que demostraba su interlocutor lo animó a rematar, con un deje de ironía—: Sin embargo, podría jurar que no hemos tocado tierras de Catay, ni de Zipango.
—Eso no es novedad, amigo mío —repuso Fonseca—. Muchos dudan ya de lo que el almirante insiste en afirmar.
Alonso de Ojeda hizo una mueca de desprecio.
—Colón parece convencido de haber encontrado el Paraíso Terrenal y de otros tantos delirios, pero basta hacer las mediciones correctas.
El conquistador se inclinó hacia el obispo. Se había presentado ante él con intención de persuadirlo para apoyar su particular visión de la empresa y no se iría de allí sin exponerla.
—Monseñor, esas nuevas tierras podrían proporcionar nuevas riquezas. Y yo me pregunto, ¿por qué ha de ser él el único que las disfrute?
No solo existía entre ambos una sólida relación de confianza, sino que compartían puntos de vista similares… Y ambiciones.
—Como vos, yo también me hago esa pregunta —ratificó Fonseca con complicidad—. Pero mientras Colón no se vea despojado de sus privilegios…
—¿Tan difícil es conseguirlo?
—Paciencia, Ojeda —recomendó el obispo, con cierta malicia—. La voluntad existe. Solo he de encontrar el modo.
Fonseca estaba convencido de que el camino más corto consistía en acudir al rey Fernando. Debía reavivar su desconfianza hacia el almirante y lograr así que respaldara sus propósitos.
—Tierra continental —murmuró el monarca, tras escuchar las explicaciones del obispo—. ¿Son nuevas dignas de crédito?
—Así lo pienso, majestad.
—Pero ¿no ha perdido interés ahora que Vasco de Gama ha circunnavegado África y ha conseguido desembarcar en el puerto de Lisboa con un cargamento de especias? —observó el aragonés.
—Es cierto que Portugal ha abierto la ruta marítima a las Indias hacia el Este —admitió Fonseca.
—A eso me refiero, ¿por qué seguir adelante? —insistió Fernando, desencantado.
—Porque ni las islas ni el continente al que han arribado las naves de Colón son las Indias —remató el obispo.
A Fernando le sorprendió la noticia.
—Majestad, hemos de considerar nuestra empresa de otro modo. Tomar un puñado de islas no es comparable a conquistar tierra continental —recalcó Fonseca—. ¿Quién sabe qué se hallará en esos parajes ignotos? Pudieran ser cosas que ni imaginar cabe.
—No os falta razón en eso. —El argumento del obispo de Badajoz desencadenó las cábalas de Fernando.
—Castilla se halla ante una gran oportunidad. Permitid pues que insista —imploró el eclesiástico, con ademán melifluo—. Una empresa de tan grandes dimensiones no ha de verse lastrada por las limitaciones de un solo hombre. Pensad cuán provechoso sería para la Corona que otros navegantes exploraran esas tierras.
—¿Adónde queréis ir a parar, Fonseca? —se impacientó el rey.
—A la Real Cédula que firmó la reina tres años ha.
Ante la sola mención de la medida, Fernando resopló.
—Sabéis que cuando regresó el almirante hubo quejas, y la reina ratificó sus privilegios.
—Sin embargo la cédula nunca se anuló —advirtió Fonseca.
El rey se concedió unos instantes para reflexionar. Por cautela, rechazó la propuesta del obispo.
—Monseñor, por beneficioso que resultara abrir la puerta a otros navegantes, esa vía está cerrada y bien cerrada —zanjó. Fonseca hizo amago de insistir, pero Fernando lo interrumpió—: Son muchos los asuntos que nos afligen. No porfiéis con uno que no tiene remedio.
De mala gana, el obispo acató la decisión regia y guardó silencio.
A pesar del largo viaje, Francisco Jiménez de Cisneros entró con paso enérgico en las dependencias del arzobispado de Granada. Venía con las ropas cubiertas de polvo y calzaba unas viejas sandalias, según era su costumbre hiciera frío o calor. Hernando de Talavera salió apresuradamente a su encuentro.
—Eminencia, disculpad que no haya acudido a recibiros —le rogó—. Llegáis una jornada antes de lo que me anunciasteis…
—La marcha a paso vivo ayuda a soportar los rigores del tiempo, Talavera.
—Ya disponéis de vuestros aposentos preparados —indicó fray Hernando—. Si deseáis descansar…
—No es necesario —rehusó Cisneros—. Tenemos asuntos pendientes.
—Como ya dije a la reina, de buen grado os ayudaré en todo lo que pueda —aseguró Talavera, al tiempo que indicaba el camino hacia su despacho.
—¿Es cierto que habéis traducido un catecismo a la lengua del infiel? —quiso saber el franciscano.
—Así es, y muchos en Granada han abrazado la fe verdadera después de tenerlo en sus manos —repuso el jerónimo.
Cisneros suspiró, con evidente satisfacción.
—La palabra de Dios es poderosa.
—Con fe y paciencia llegaremos a ver una Granada cristiana con nuestros propios ojos —manifestó el titular de la archidiócesis—. Y estoy seguro de que vuestra presencia aquí será beneficiosa para dicha misión.
—¿Conocéis a los sabios de la comunidad? —inquirió Cisneros—. ¿Esos a los que llaman alfaquíes?
—Desde luego, en más de una ocasión me he reunido con ellos.
—Preparad otro encuentro a la mayor brevedad —ordenó el arzobispo de Toledo.
—¿No es la conversión de los elches lo que os ha traído a Granada? —preguntó, extrañado, fray Hernando.
—Congraciarnos con las mejores cabezas de entre los musulmanes siempre nos ayudará en nuestros fines —razonó Cisneros, con una sonrisa.
Tal y como se le había encomendado, Hernando de Talavera convocó a los más notables de entre los sabios mahometanos de Granada. Después de presentar al arzobispo de Toledo como la máxima autoridad religiosa de Castilla y Aragón, Talavera le cedió la palabra. Cisneros pronunció ante los alfaquíes un discurso que, según pensó su anfitrión, se asemejaba más a un encendido sermón.
—¿Y por qué escuchar la llamada de Dios? Porque Dios es todo misericordia, siempre encontramos sus puertas abiertas —proclamó Cisneros, mientras los reunidos escuchaban con suma atención y respeto—. Dios es el refugio, el amparo, el perdón de todos los pecados. Bajo su manto, nada podéis temer. El pecador más infame, postrado ante él, obtendrá el perdón.
Entre los alfaquíes, la mirada de uno de ellos revelaba el escepticismo con el que su entendimiento recibía la soflama del franciscano. Respondía al nombre de Azaator y pertenecía al linaje de los zegríes. Sin detener su prédica, Cisneros hizo una seña hacia los sirvientes del arzobispado, quienes, al momento, irrumpieron en la sala portando varios cofres de buen tamaño que depositaron a la vista de los asistentes.
—Vos, sabios y justos, ¡ved la grandeza de Cristo! —declamó el arzobispo de Toledo, en apariencia ajeno al interés que los cofres habían despertado en su auditorio. Cisneros dio un paso al frente y tanto su voz como su gesto adquirieron mayor solemnidad—. Esta es la nueva que os traigo: de igual modo que Dios absuelve en los cielos, yo os ofrezco el perdón en la Tierra. Pues los reyes de Castilla otorgan el indulto a todo aquel que tenga cuentas pendientes con la justicia y abrace la fe verdadera.
Los alfaquíes comentaron entre susurros el ofrecimiento. No era la primera vez que alguien proponía dicho trueque a costa de pasar por la pila bautismal.
—Nobles señores, confío en que así lo hagáis saber a los vuestros —remató el arzobispo de Toledo—. Y ahora, permitid que os brinde unos presentes.
De inmediato, los sirvientes empezaron a extraer telas, ropajes y otros valiosos objetos de los cofres allí dispuestos. Acto seguido, repartieron su contenido entre los alfaquíes, que acogieron los regalos con agrado. Todos, salvo el zegrí Azaator, que se puso en pie y se dirigió a Cisneros en voz alta.
—Quisiera preguntaros, ¿qué hace vuestro señor Jesucristo cuando se reniega de él?
—Eso conduce a la perdición de nuestra alma —contestó Cisneros, imperturbable.
—Entonces ¿por qué queréis convencernos de que abandonemos al profeta Mahoma? —repuso Azaator.
Cisneros respondió con voz apacible y una ligera sonrisa en sus labios.
—Mi único deseo es poder mostraros lo errado de vuestro culto.
—Mas vuestros reyes prometieron respetarlo —le recordó el zegrí.
—Solo os enseño la puerta, noble señor, nadie os obligará a cruzarla —aseguró el arzobispo.
Azaator se dirigió entonces al resto de los alfaquíes.
—Habéis escuchado hermosas y lisonjeras palabras —declaró—, pero no seré yo quien venda mi fe por una bagatela.
Dicho esto, el zegrí abandonó la reunión. Fue el único. Bastó, sin embargo, para que Cisneros hubiera de contener su ira y su sofoco, hecho que no pasó inadvertido a los ojos de Hernando de Talavera.
Apenas habían transcurrido unas horas desde el amanecer cuando Felipe se adentró en la cámara donde su esposa reposaba. Llevaba las ropas manchadas de barro y parecía cansado. Nada más entrar, Juana se incorporó en el lecho, pálida y ojerosa, con la boca fruncida por la rabia que la había atormentado durante la noche.
—¿Qué hacéis despierta? —preguntó el archiduque, sin demasiado interés, mientras se desprendía de sus enseres.
—No he dormido ni una hora —farfulló Juana—. ¿De dónde venís vos?
—De los bosques. Fuimos tras un corzo y cayó la noche.
—¡Tan necia me creéis para aceptar ese embuste! —bramó Juana, furiosa.
Felipe se limitó a mirarla con frialdad. A continuación, sin mediar palabra, dio la espalda a su esposa y se encaminó hacia la salida. A toda prisa, Juana abandonó la cama y se interpuso entre su marido y la puerta.
—¡¿Habéis buscado en otro lecho lo que yo ansío entregaros?! —rugió, fuera de sí.
—Por Dios que no es momento para soportar desvaríos —replicó Felipe, mientras la apartaba—. ¡Dejadme ir!
La castellana se resistió a franquearle el paso. Sin embargo, Felipe constató en su mirada algo más que desasosiego. En verdad la aterrorizaba perder su favor. El Habsburgo, complacido, esbozó una sonrisa y ello desesperó a su esposa.
—¿Es mi embarazo lo que os repugna? —inquirió, angustiada—. ¡Pronto tendré a nuestro hijo y mi cuerpo recobrará su lozanía!
—Como bien sabéis, no destaca la paciencia entre mis virtudes… Ni la abstinencia entre mis prácticas —manifestó Felipe, en un alarde de cinismo.
Juana no comprendía la actitud de aquel que se había convertido en el centro de su existencia.
—¿Por qué me torturáis de esta manera? ¡Yo os amo! —dijo, implorante, mientras se aferraba a su esposo.
—¡Apartad, entonces! —fue la respuesta de Felipe, al tiempo que forcejeaba para soltarse—. ¡Vuestro abrazo me ahoga!
—¡Vos sois la llave de mi vida! ¡Sin vos estoy muerta! ¡No me dejéis!
Juana, presa de un llanto violento que le impidió seguir hablando, se arrodilló ante su esposo y atenazó sus piernas. Felipe parecía no encontrar el modo de deshacerse de ella. Sin embargo, al contemplarla a sus pies, sintió una mezcla de rechazo y fascinación ante semejante estallido pasional. Al momento, el archiduque levantó a Juana del suelo y la empujó en dirección al lecho. La tumbó en la cama y, de un tirón, la colocó boca abajo dispuesto a penetrarla.
Todas las suposiciones habían dado en la diana: Luis de Orléans acababa de convertirse en Luis XII de Francia. La corte en pleno aguardaba el inicio de la primera recepción del nuevo rey. Entre los asistentes también se encontraba César Borja, quien lo observaba todo desde un discreto segundo plano. Ana de Bretaña había sorprendido a propios y extraños al presentarse vestida de negro de pies a cabeza. Rompía así con el tradicional luto blanco de las reinas de Francia. Pero ni su atrevimiento, ni tan oscuros ropajes, ocultaban su desazón ante lo incierto de su próximo devenir.
—Os noto inquieta, mi señora —susurró el siempre discreto La Trémoille.
—¿Acaso no lo estáis vos? —repuso la viuda, con igual disimulo—. El futuro de ambos pende de un hilo.
—Si os soy sincero, no lamentaría abandonar las intrigas de la corte.
—Compartimos el mismo deseo, excelencia —afirmó irónicamente Ana, conocedora de cuán falso era el propósito expresado por el chambelán.
Al oír el anuncio de la llegada de su majestad el rey de Francia, La Trémoille irguió el mentón, por puro reflejo.
—Pronto saldremos de dudas —musitó.
Todos los presentes volvieron el rostro hacia la puerta por la que, instantes después, Luis XII hizo su aparición. César Borja reparó en que, apenas se hubo adentrado en la sala, el nuevo rey clavó la mirada en Ana de Bretaña, antes incluso de dirigirse a cualquier otro de los miembros de su corte. La viuda se dobló en una pronunciada reverencia, pero devolvió al soberano una mirada cargada de dignidad.
La recepción siguió su curso y, por fin, llegó el momento en que Luis pudo conversar a solas con la reina viuda y con su antiguo enemigo, Luis de La Trémoille. El monarca recalcó cuánto le había afectado el fallecimiento de su predecesor.
—Mi señora, espero que os encontréis todo lo bien que permiten las circunstancias.
—Francia entera llora la pérdida de un rey y, al mismo tiempo, se regocija por vuestra subida al trono. Yo, además, he perdido a mi esposo —lamentó Ana.
Luis inclinó el mentón y asintió, comprensivo.
—He creído necesario no demorar esta entrevista… Y que se llevara a cabo entre los tres. —A continuación se dirigió a La Trémoille—: Imagino que haréis cábalas sobre vuestro destino.
—Mentiría si dijera lo contrario —replicó el noble.
—Pues bien, es mi deseo que permanezcáis a mi lado. No abandonaréis vuestro cargo —manifestó Luis—. El pasado ha de plegarse a lo que hoy es más conveniente para Francia, no será obstáculo en mi reinado.
—Os lo agradezco, majestad —afirmó La Trémoille, mientras hacía lo posible por no cruzar su mirada con la de Ana, a quien el monarca se dirigió a continuación.
—En cuanto a vos, sabéis que existe un contrato…
—Cómo no —corroboró la viuda—. De morir mi esposo Carlos antes que yo sin haberle dado un varón, habré de casar con quien herede la Corona… Pero vos ya estáis casado.
—En ocasiones como esta, la razón de Estado está por encima de cualquier otra —adujo el rey.
—No veo cómo podríais deshacer lo que Nuestro Señor ha unido —alegó ella.
—Descuidad, no lo haré yo —aclaró Luis—, sino el vicario de Cristo en la Tierra, el papa Alejandro.
—El contrato también asegura que conservaré mis derechos sobre el ducado de Bretaña —añadió Ana a renglón seguido.
—No cabe duda, mi señora. Tan cierto es lo segundo como lo primero.
—Entonces, que se pronuncie el Papa y luego vos y yo hablaremos de matrimonio —zanjó la viuda.
El rey aceptó el reto con una sonrisa. Ana de Bretaña abandonó la estancia en compañía de La Trémoille. Nada más hacerlo, César Borja entró en la sala por otra puerta. De inmediato, Luis fue a su encuentro con estudiada cordialidad.
—¡Mi querido amigo!
Bruselas también se hizo eco del ascenso al trono de Luis XII.
—Así que Luis de Orléans ha conseguido por fin la Corona de Francia —masculló Felipe, en audiencia con el arzobispo Busleyden—. ¿Qué opinión tenéis de él?
—Vos, que sois un cazador experto, me entenderéis si os digo que Carlos era un jabalí… y Luis un zorro —explicó el consejero.
Pero los pensamientos de Felipe parecían transcurrir por otros derroteros.
—Debo admitir que teníais razón —murmuró—. La carta que ha de entregar Fuensalida no agradará a mis suegros.
—Lo creí entonces y lo pienso ahora —se ratificó Busleyden.
—Me temo, pues, que habréis de salir de viaje.
El arzobispo de Besançon acató la encomienda antes de conocerla.
—No os inquietéis, apaciguaré los ánimos de los castellanos. Les explicaré que vos, en realidad…
—No, eminencia reverendísima, iréis a Francia —corrigió Felipe, para sorpresa de Busleyden—. Un zorro habrá de entender sin dificultad asuntos que requieren astucia…
Nada más llegar a la corte castellana, Gómez de Fuensalida solicitó audiencia con los reyes.
—Traigo un mensaje del archiduque Felipe. Y temo que dé lugar a una agria disputa —alegó.
Por desgracia, cuando los reyes hubieron leído la carta del borgoñón, el pronóstico del diplomático se confirmó.
—¡Bellaco, en mala hora concertamos ese matrimonio! —rugió Fernando—. ¡¿Cómo se atreve a reclamar para sí el título de príncipe de Asturias?!
—Asombra la osadía del archiduque —murmuró el marqués de Moya.
—No es osadía, Cabrera, ¡esto solo puede ser locura!
La prudencia dictó la opinión de Gonzalo Chacón.
—Tanta locura demuestra que algo se oculta tras ella —sugirió.
—Es posible —admitió el rey—, ¡mas no acierto a adivinar qué pretende!
—Disculpad, majestad, sería prudente averiguar si Maximiliano apoya las aspiraciones de su hijo —propuso Fuensalida.
Chacón apoyó la iniciativa del embajador.
—Tenéis razón —dijo—. Esa idea no pudo haber sido cocinada por una sola mente.
—Preparaos para partir —ordenó el aragonés a su enviado, tras una breve reflexión—. Advertiréis al archiduque de que no vamos a consentir en tal empeño. —Y añadió, en dirección a Chacón—: Vos redactaréis conmigo una misiva. Pidamos razones de todo esto a Maximiliano.
Isabel, que había permanecido en silencio durante toda la reunión, intervino con la voz quebrada.
—Fuensalida, ¿no habéis traído carta de nuestra hija?
—No, majestad —respondió el aludido—. La archiduquesa, debido a su estado, guarda reposo.
—Dios la proteja, a ella y a mi nieto —suspiró, resignada—. ¿Cómo está? ¿Es feliz junto a Felipe?
En ese instante, Fuensalida comprendió que los reyes no habían recibido su carta, aquella que había pretendido hurtar con tanto celo a la censura del borgoñón. Consciente del estado anímico de Isabel, el diplomático optó por la mentira y el disimulo.
—Así es, mi señora —corroboró, y con ello la reina pareció sosegarse.
Pero Fuensalida forzó un encuentro a solas con el rey de Aragón con el fin de confirmar su sospecha y ponerlo al tanto de la situación de Juana.
—Os juro que vuestra misiva no llegó a la corte —masculló el soberano tras escuchar su relato.
—Es evidente que tanto vuestras cartas como las de vuestra hija caen en otras manos antes de llegar a sus destinatarios —lamentó el cortesano.
—Os ruego ante todo que no comentéis nada de esto con la reina —conminó Fernando a su embajador—. No está en disposición…
—No pensaba hacerlo, majestad, por eso me he dirigido a vos —aseguró Fuensalida.
Fernando, meditabundo, compartió sus cavilaciones con el noble.
—Temo que Felipe quiera volver a Juana contra nosotros. Rehusarle el principado podría convertirse en un argumento a su favor.
El rey volvió su mirada hacia el diplomático.
—Id y entrevistaos con el emperador, pero regresad a Flandes en cuanto lo hayáis hecho. Aseguraos de que la infanta no está sola. Por encima de todo, evitad que Felipe la mantenga aislada.
Partió Fuensalida con premura y Fernando quedó solo y muy preocupado. ¿Qué otros funestos avatares podría depararles su yerno?
Mayor todavía habría sido la inquietud de Fernando de haber estado al corriente de la audiencia que Luis XII de Francia mantenía con el arzobispo Busleyden en presencia de su chambelán.
—Sed bienvenido, eminencia. Aunque debo deciros que no esperábamos vuestra visita —advirtió el rey galo.
—Mi señor, el archiduque, me envía con sus mejores deseos para vos y vuestro reinado.
—¿Habéis atravesado el lodazal que nos separa solo para esto? —ironizó Luis—. Otro asunto os trae a este encuentro, si habéis corrido con tales incomodidades.
Busleyden observó a sus interlocutores. Si esperaban que fuera al grano, él estaba más que dispuesto.
—A decir verdad, traigo una petición del archiduque que podría ser de vuestro interés —reconoció el arzobispo.
—Escuchémosla primero —repuso Luis.
—Debéis saber que Felipe pretende hacer valer sus títulos en Castilla —declaró el flamenco.
—Si es como decís, vuestros pasos os han traído al lugar equivocado —ironizó La Trémoille—. Son Isabel y Fernando quienes deberían escucharos.
—No, excelencia, sé a qué puertas debo tocar —insistió el eclesiástico—. Y conozco de antemano la respuesta que me aguarda en Castilla.
—Buscáis entonces el respaldo de Francia a las pretensiones de vuestro señor —insinuó el monarca, y así se lo confirmó Busleyden. El zorro había dado en el clavo.
—Pero ¿qué ganaría el rey Luis, mi señor, aparte de renovar la enemistad con Castilla? —adujo La Trémoille.
—El juramento del archiduque Felipe —expuso Busleyden, en dirección al soberano—, pues el yerno de vuestros enemigos se convertiría en vuestro vasallo.
Quizá se debió a la tristeza, o tal vez a la frágil naturaleza del padre. Quién sabe cuál pudo haber sido la causa de que el embarazo de Margarita no llegara a buen término. Ni las oraciones más devotas, ni el máximo esmero en los cuidados, hicieron posible que el hijo póstumo del príncipe Juan sobreviviera. Un nuevo contratiempo al que también era preciso responder en lo político, más si cabe tras conocer las descabelladas —pero preocupantes— pretensiones del borgoñón.
—Esta carta ha de salir hacia Portugal a la mayor brevedad —requirió Fernando—. Que los reyes de Portugal, mi hija y su esposo, viajen con urgencia a Castilla, donde habrán de ser nombrados herederos de nuestros reinos sin tardanza.
Gonzalo Chacón, a quien el rey encomendó la tarea, reparó en el evidente agotamiento de la reina.
—Parecéis exhausta, mi señora —musitó, solícito.
—Apuraos, Chacón —le conminó Isabel, en un esfuerzo por rehacerse—. Castilla y Aragón han de demostrar a Felipe cuán erradas son sus pretensiones.
—Descuidad, así habrá de entenderlo —acató el noble.
Isabel temió haber sido demasiado brusca y no quiso que don Gonzalo partiera sin agradecerle sus desvelos.
—Siempre estáis conmigo, en la ventura y la desgracia —reconoció, conmovida—. Roguemos a Dios que no tengáis que acompañarme en más infortunios y podamos olvidar estos lutos.
Mientras tanto, y después de haber demorado el encuentro en varias ocasiones por andar enfrascado en sus pendencias, Alonso de Ojeda rindió visita a Diego, el hijo del almirante Colón. El joven, sorprendido por su aparición, le habló desde la penumbra del umbral.
—Sabía de vuestro regreso, pero no os esperaba.
—Os traigo nuevas de vuestro padre —anunció el otro.
Cuando Diego le franqueó el paso, fue Ojeda el sorprendido al contemplar el rostro magullado del hijo del virrey. Resultaba obvio que había recibido una paliza. La explicación sobre lo acontecido despertó tanto interés en don Alonso que se apresuró a ponerla en conocimiento del obispo Fonseca.
—Al parecer, el hijo del almirante fue en busca de un comerciante con intención de venderle un objeto de valor —relató—. Pero no llegaron a acuerdo alguno.
—¿Así os lo contó Diego Colón? —quiso confirmar el religioso.
Ojeda asintió, al tiempo que le hacía gestos para que le permitiera seguir sin más interrupciones.
—Sin embargo, días más tarde, unos hombres embozados entraron en su casa y le robaron.
—Deduzco que el joven Diego Colón cree que los ladrones fueron enviados por encargo del comerciante —aventuró Fonseca, con acierto—. ¿Y cuál fue el objeto robado?
—Eso no logré que me lo dijera —murmuró Ojeda.
—¿Por qué pensáis que tales hechos son de nuestro interés? —inquirió el obispo.
—Porque a duras penas conseguí que se sincerase conmigo, como si guardara un gran secreto —adujo el hidalgo—. Ni siquiera aceptó mi ayuda para recuperar lo sustraído.
—Entiendo. Todo secreto de los Colón nos interesa —corroboró el otro—. ¿Podéis averiguar algo más de este asunto?
—Estad seguro, monseñor —garantizó Ojeda—. Y del resultado de mis pesquisas seréis el primero en ser informado.
La campaña de conversiones iniciada por el arzobispo de Toledo en Granada mostraba visos de convertirse en un éxito. Fue tal la multitud de solicitudes que el sacramento llegó a impartirse por aspersión, y no de forma individualizada, como era usual.
—Dos mil musulmanes han contado mis oficiales en el bautismo de esta mañana —manifestó Cisneros, satisfecho—. Convendréis conmigo en que son muchas conversiones.
—Nadie habrá de negarlo —reconoció Talavera—. ¿Sabéis cómo os llaman en Granada? —El confesor de la reina negó con la cabeza—. El alfaquí de las campanas —le informó el jerónimo—. Por todas las mezquitas que habéis convertido en iglesias.
Cisneros sonrió, ufano. Fray Hernando no ocultaba su disconformidad con el modo en que se desarrollaba la campaña.
—Sin embargo, eminencia, tal número de bautismos quizá no represente un número parejo de conversiones —le advirtió—. Recordad lo que sucedió tiempo atrás con los judíos. No convertidos de corazón, persistieron en sus creencias y cayeron en la herejía.
—En Granada no sucederá tal cosa —repuso Cisneros, con total seguridad—. Convenceré a los recalcitrantes, lo veréis con vuestros propios ojos.
Sin perder el porte, el jerónimo encaró al arzobispo de Toledo.
—Por la fuerza nada bueno conseguiréis —pronosticó, con el semblante grave.
—Confiad en mí —replicó, igual de serio, Cisneros—, sé lo que ha de hacerse.
En esos tiempos de incertidumbre para la Corona, llegó a la corte una petición inesperada.
—Mi señor, el rey de Nápoles reclama la devolución de los territorios que nos entregó a cambio de nuestra ayuda —comunicó a Fernando el marqués de Moya.
—¡Maldito Fadrique! —renegó el soberano, entre dientes.
—¿Por qué ahora? —inquirió Cabrera, desconcertado—. No acierto a comprender…
—Porque Luis le habrá asegurado que Francia respaldará sus demandas —aventuró Fernando—. De lo contrario, Fadrique no se atrevería.
—No es suposición descabellada —ratificó Chacón, preocupado—. Cambian las tornas para nosotros. Parece que Francia intenta recuperar el terreno ganado en todos los frentes.
—Eso parece —admitió Fernando—. Pero no lo conseguirá sin que presentemos batalla.
El monarca observó los rostros preocupados de sus consejeros y sonrió con cierta sorna.
—Aunque no es mi deseo iniciar otra guerra —aseguró—. Tal vez haya algo que podemos hacer… Antes de que hablen las armas.
Los nobles prestaron atención a su señor.
—Luis necesita la anulación de su matrimonio si quiere conservar Bretaña —refirió el rey.
—Así se lo ha pedido al Papa —señaló Cabrera.
—Y con ello pone de manifiesto dónde anida su debilidad —apostilló Fernando—. Escribid a Su Santidad, expresad cuánto nos escandalizaría que declarara nulo el matrimonio de Luis.
—No quedará duda alguna de nuestra oposición, señor —aseguró Chacón—. La carta saldrá a la mayor brevedad.
Acto seguido, el aragonés se dirigió a Cabrera.
—En cuanto a Nápoles, enviad un mensaje a Fernández de Córdoba, que negocie con los napolitanos, pero que no ceda ni un ápice.
Sobre la mesa del Papa descansaba el cartapacio que guardaba la documentación relativa a la petición formulada por el rey de Francia. Alejandro VI sostenía la mencionada solicitud en su mano y no ocultaba el escándalo que tal disparate le provocaba.
—Siete años ha que Luis desposó a su prima Juana. ¿Y ahora aduce que es deforme para pedir la nulidad del matrimonio?
—Así me lo hizo saber —rezongó César Borja—. Al parecer, el rey Luis no ha encontrado argumento más contundente…
—¡Pero según confiesa ella, la malformación no le ha impedido visitar su lecho! —El Papa tomó otro escrito y leyó, en voz alta—: «Luis ha presumido en ocasiones de montarme hasta tres veces una noche». ¡Parece que la lujuria fue más poderosa que la aprensión!
—Si hubo o no consumación, debéis juzgarlo vos, según os interese —resolvió el joven Borja.
—¡Y no es la tal Juana de Valois la única que desea preservar este matrimonio! —murmuró el pontífice, mientras mostraba otro escrito—. Leed esta carta de los reyes de Castilla… En su opinión, la anulación iría contra las reglas de la Iglesia.
—¿Acaso osan daros lecciones de teología, por «católicos» que sean? —ironizó César.
Su Santidad dispuso los documentos en paralelo.
—El asunto es que contentar a uno significa agraviar al otro —lamentó.
—¿Qué compensación ofrecen Isabel y Fernando? —inquirió César Borja, malicioso—. ¿Teneros presente en sus oraciones? Yo traigo una propuesta del francés: el ducado de Valentinois y la Orden de San Miguel para mí, a cambio de la nulidad. ¿Vais a privarme de tales honores?
La diplomacia de Francia no solo actuaba en Roma. A decir verdad, cabría afirmar que no descartaba frente alguno para consolidar su influencia. Por ello, cuando la noche ya había caído sobre el castillo de Amboise, Luis de La Trémoille se reunió con el arzobispo Busleyden con el objeto de comunicarle la decisión del monarca.
—Os agradará saber, eminencia, que mi señor el rey Luis ve con buenos ojos las aspiraciones del archiduque.
—¿Cuenta entonces con el respaldo de Francia? —quiso certificar el eclesiástico.
—Así podéis hacérselo saber a su alteza —aseguró La Trémoille.
—La espera ha dado frutos, pues —celebró un satisfecho Busleyden, antes de añadir, insidioso—: ¿Acaso ha inspirado su decisión que los castellanos maniobren para impedir la anulación de su matrimonio?
—No sería discreto que respondiera a tal cuestión —repuso el chambelán—. Sin embargo, es mi deber aclararos que mi señor desea reflejar el acuerdo en un tratado.
—Entiendo. —Busleyden no ocultó su contrariedad—. La negociación será más larga de lo previsto.
—Debéis aconsejar paciencia, por tanto, al joven y ambicioso Felipe —corroboró el francés—. Ha de entender que son numerosos los asuntos que reclaman al rey en estos primeros tiempos de su reinado.
El arzobispo de Besançon se mostró dispuesto. La sintonía entre ambos consejeros resultaba evidente. Finalizado el despacho con Busleyden, La Trémoille acudió a la cámara de la reina viuda. La encontró perdida en sus pensamientos, con un pequeño retrato de ella misma en las manos. Representaba su rostro, cuando Ana de Bretaña era muy joven y acababa de casarse por poderes con el emperador Maximiliano.
—Si el rey Luis me desposa, será mi tercer matrimonio —musitó, sin apartar la mirada del retrato.
—Vuestro enlace con el emperador no cuenta.
—A todos ellos me he visto obligada para salvaguardar la independencia de Bretaña —rememoró Ana, con un suspiro.
—Me consta que el rey respetará los acuerdos previos —afirmó La Trémoille.
—¿Como respeta a su esposa Juana? —murmuró Ana, sin esconder su repugnancia—. ¿Es digno de un rey de Francia caer en la sordidez y la ignominia para librarse de un matrimonio contrario a sus nuevos intereses?
—Señora, no alabo el procedimiento, pero sí el fin que el rey persigue —zanjó el consejero—. Vos sabréis haceros valer, tanto como preservar vuestros derechos… Incluso acrecentarlos.
Ana, que había escuchado con atención a La Trémoille, no pudo reprimir un gesto de sorpresa.
—El rey parece dispuesto —expuso el chambelán con total seguridad—. Así que, mientras Roma decide sobre Juana, os sugiero que miréis hacia otro lado.
Ana agradeció la recomendación del señor de La Trémoille. Quedó de nuevo pensativa y en silencio. No tardaría en averiguar si estaba en lo cierto, o no.
El arzobispo de Besançon emprendió viaje en cuanto amaneció. Recorrió la distancia entre Amboise y Bruselas en el menor tiempo posible, pues sabía de la importancia que el respaldo de Luis de Francia representaba para el archiduque. Aunque fatigado, fue en busca de Felipe sin siquiera despojarse de las ropas del viaje.
—¡Señor! ¡El rey Luis ha decidido apoyaros! Está dispuesto a aceptaros como vasallo.
Una amplia sonrisa de satisfacción iluminó el rostro del Habsburgo.
—¡Gracias, monseñor, gracias!
—Dios quiera que sea para bien —apostilló el religioso, al tiempo que se santiguaba.
—Con el respaldo del francés, ¡Isabel y Fernando habrán de claudicar! —garantizó Felipe—. ¡No disponen de ánimo para reavivar contienda alguna!
Por fin se produjo la esperada llegada de los reyes de Portugal a Castilla. Los soberanos se reunieron en Guadalupe, donde pasaron la Semana Santa de 1498. Madre e hija, muy conmovidas por las dolorosas circunstancias de su reencuentro, rompieron el protocolo nada más verse para fundirse en un abrazo y permanecer enlazadas durante un largo momento.
—Madre, ¿cómo os encontráis? Llegaron rumores a Portugal de que os hallabais enferma.
—La muerte de vuestro hermano fue un puñal que se clavó hondo en mi pecho —musitó Isabel, con emoción apenas contenida.
—Ambas conocemos cuán despiadada resulta en ocasiones la voluntad de Dios.
—Mas hemos de acatarla —repuso la madre.
Fernando se acercó a ellas. Tomó la mano de su hija y proclamó, ante la corte:
—Castilla da la bienvenida a su futura reina.
Tanto Isabel como Manuel agradecieron el gesto. El rey de Portugal hizo uso de la palabra con gran solemnidad.
—Señores, ha sido voluntad de Dios mudar nuestro destino —manifestó—. Ante Él y ante nuestros reinos daremos cumplimiento a su dictado con fe y con honra.
—Os lo agradecemos, alteza —contestó Isabel—. Duro es el camino, mas al final os aguardan días de gloria.
Fernando informó de que las Cortes ya habían sido convocadas. Pero su hija manifestó su deseo de visitar antes que nada la tumba de su hermano, en compañía de la desconsolada Margarita, y rezar con ella por el alma del príncipe Juan.
Una vez que hubo concluido la recepción, Gonzalo Chacón se aproximó al rey. Su semblante traslucía la gravedad del asunto que pretendía tratar con él.
—El Papa ha concedido la nulidad al francés —reveló Chacón en voz baja, para que solamente el aragonés pudiera oír la noticia.
El estupor se apoderó de Fernando. Chacón corroboró el hecho con un breve asentimiento y el rey tuvo que esforzarse para contener su enojo.
Naturalmente, Luis de Francia reaccionó de modo bien distinto cuando el propio César Borja le entregó el documento en el que Su Santidad acreditaba que su matrimonio no era válido.
—¡Magnífico! —exclamó Luis, exultante—. Dad las gracias al Santo Padre en mi nombre… Y en el de la reina.
Ana de Bretaña, sin embargo, permaneció impertérrita.
—A fe mía que no era asunto fácil de resolver —intervino La Trémoille.
—No negaré que el ducado de Valentinois ha pesado más que los argumentos de Juana —reconoció César Borja con descaro.
Una discreta mirada de La Trémoille sacó a Ana de su aparente conmoción.
—Honraremos entonces el compromiso adquirido por el rey Carlos —aseguró la bretona, por fin, en alusión al contrato matrimonial que la obligaba a desposar a su sucesor.
Sin embargo, la reina viuda pareció sumirse de nuevo en sus pensamientos durante un instante. Al momento, se dirigió al rey Luis.
—Decid, ¿por qué este empeño en desposarme? —le interrogó, muy seria—. Ni siquiera pude dar un heredero a Carlos…
—Sois mujer culta, inteligente y muy hermosa —respondió con galantería el soberano—. Cualquier rey anhelaría teneros a su lado en el trono.
—Tampoco Juana carece de tales atributos —replicó la aludida, poco impresionada por el requiebro—. Aunque dudo que su dote pudiera compararse a la Bretaña…
El rey de Francia sonrió y negó con la cabeza. Ya había conseguido lo que deseaba y no tenía intención de perder el tiempo en discusiones.
—Ahora que lo mencionáis, aprovecho para anunciaros un regalo de boda que tengo para vos —declaró, como si el hecho le hubiera venido a la mente de modo fortuito—. Cuando seamos marido y mujer podréis ostentar de nuevo el título de duquesa, si así os place.
La decisión sorprendió gratamente a la aludida.
—Os lo agradezco, majestad, pero hay además otros aspectos que me gustaría tratar con vos —repuso Ana.
—Si os referís a nuestra residencia, intuyo que os complacerá abandonar Amboise por el castillo de Blois.
—No os equivocáis, este lugar me trae demasiados recuerdos. Pero no, no me refería a eso…
César Borja y Luis de La Trémoille, satisfechos por diferentes motivos, observaron cómo Ana tomaba el brazo del rey y lo llevaba a un aparte, para tratar la herencia del ducado de Bretaña, entre otros asuntos. La incertidumbre se había disipado, al menos en lo tocante al futuro de la viuda de Carlos VIII, que tan buenas migas parecía hacer con su sucesor.
Alonso de Ojeda desató un saquito de fieltro y vació su contenido sobre la mesa del obispo Fonseca. Unas hermosísimas perlas rodaron ante la mirada atónita del clérigo.
—Esto es lo que Diego Colón pretendía vender —explicó Ojeda—. El joven estaba en lo cierto: el comerciante se las robó con ayuda de unos esbirros.
—¿Así os lo ha confesado?
—Con él he sido mucho más persuasivo que con el hijo del almirante —respondió Ojeda, con sorna.
—Gracias a Dios —ironizó el otro.
Fonseca volvió a guardar las perlas en la bolsa y la sopesó, con intención de valorar el contenido.
—¿Pensáis que las trajo Colón? —inquirió, intrigado.
—¿Quién si no? —repuso Ojeda, burlón.
—No figuraba ningún cargamento de perlas en el último viaje…
—Hubo rumores entre la tripulación —masculló el conquistador—. Se decía que el almirante había encontrado un gran tesoro en una de sus expediciones tierra adentro.
Aquella mención dibujó una sonrisa maliciosa en el rostro de Fonseca. Por fin tenía un as bajo la manga que podría usar contra Colón cuando fuera oportuno.
—Contrabando de perlas —musitó, ladino—. A la reina no le va a gustar este asunto, os lo aseguro.
—De momento solo es un puñado de perlas —advirtió Ojeda.
—Cuya procedencia Diego Colón habrá de explicar —completó el otro.
La luz de la antorcha que portaba el capellán Pedro de León alumbró el rostro del zegrí Azaator. El arzobispo Cisneros contempló a tan altivo mahometano encadenado al muro de la oscura mazmorra a la que había sido confinado.
—Sois un mal ejemplo para los vuestros, Azaator —le reconvino el franciscano.
—¿Por eso me habéis encerrado? —replicó el zegrí—. ¿Acaso preso soy un dechado de virtud?
—Sois sagaz, no cabe duda —repuso Cisneros, con media sonrisa.
Azaator se dejó de chanzas.
—¡Vuestros reyes prometieron respetar nuestra religión y costumbres!
—Sin embargo, he de cumplir la misión que me han encomendado —objetó Cisneros, con voz firme—. Y vos no impediréis que lo consiga.
El reo apartó la mirada. Cisneros suspiró.
—Convertíos, no seáis terco —insistió, impaciente.
—No porfiéis, eminencia: no me convencen ni vuestra fe, ni vuestros argumentos.
—Rezaré entonces para que Él os ilumine —rezongó el religioso, con cierto hastío.
—Y vuestro capellán me mostrará el camino —repuso el otro, con una mirada de inquietud mal disimulada hacia el portador de la antorcha.
—Pedro de León os acompañará mientras reflexionáis —admitió Cisneros—. Se cuentan por decenas las conversiones que ha logrado.
Azaator volvió los ojos hacia el arzobispo. El franciscano permaneció inconmovible ante aquella demostración de odio y de impotencia.
—Perseverad —ordenó a León—, acabará doblegándose.
El capellán acató el mandato. Cisneros abandonó la mazmorra mientras el zegrí Azaator, con los párpados entrecerrados, susurraba una salmodia en la lengua de su fe.
Entretanto, Juana abordó a su esposo para preguntarle si había recibido noticias de Fuensalida. El archiduque Felipe contestó, sin mucho interés, que ella estaba en mejor disposición para valorar las andanzas del embajador.
—Pero ¿no ha advertido de su regreso? —insistió Juana.
—No, mi señora. El mismo silencio con el que marchó acompañará su venida. Si tal cosa llega a suceder —murmuró su esposo.
—Fue su voluntad quedarse a mi lado, no veo por qué no —protestó la castellana.
—Sosegaos, pronto vendrá con instrucciones de vuestros padres para intrigar contra mí —ironizó el borgoñón con amargura—. O algo peor, pues corren rumores en Flandes de que vuestros amados padres no son ajenos a la terrible pérdida de mi hermana Margarita.
Juana encaró a su marido, indignada por semejante insinuación.
—¡Maledicencias! —protestó, escandalizada—. ¿Cómo prestáis oídos a tales infundios?
—Ni siquiera tienen la gentileza de responder a vuestras cartas y, sin embargo, seguís confiando en ellos —repuso el archiduque, dolido en apariencia—. Sois tan adorablemente cándida, Juana; ¿no veis que quieren separarme de vos?
—¿Por qué desearían tal cosa? —replicó Juana, desconcertada.
—Muerto el príncipe Juan, muerto su hijo, el camino se ha despejado para que Castilla, Aragón y Portugal se unan bajo la misma corona en el futuro —arguyó Felipe.
La joven guardó un instante de silencio. Tiempo suficiente para que la franqueza de su amado sembrara la duda en su corazón.
—Vos y yo no contamos en sus planes, salvo como estorbo —reiteró el archiduque—. Sobre todo si estamos juntos… Y enamorados.
El Habsburgo acarició el rostro de su esposa, que se sentía cada vez más horrorizada ante la posibilidad de que la hipótesis de su marido fuera cierta. Luego, besó los labios de Juana con gran pasión.
—Pero os juro que el más poderoso rey de reyes no podría arrancaros de mi lado, amor mío.
Juana lo abrazó, de nuevo rendida.
—¡Os adoro, esposo mío!
—Y lo hacéis con ahínco —musitó Felipe—. Los galenos están preocupados por vuestra salud. Recomiendan que paséis unos días en el campo.
—¿Acaso disponen de mejores remedios que vuestros besos y caricias? —alegó Juana, sensual.
—Obedeced, hacedlo por mí. Unos días en la naturaleza os sentarán de maravilla —perseveró él, entre susurros.
—¡No quiero separarme de vos! —profirió la castellana, al tiempo que lo abrazaba con fuerza.
—Ni yo de vos, amor mío —aseguró Felipe, mientras acariciaba con ternura el vientre de Juana—, pero debemos pensar en nuestro pequeño heredero.
Y, una vez más, los besos y las caricias del archiduque doblegaron la voluntad de su enamorada.
No quepa duda: Felipe de Habsburgo había mentido a su esposa. Conocedor de la próxima llegada de Fuensalida, había preferido alejar a Juana de la corte en previsión de una respuesta negativa a su petición por parte de los Reyes Católicos. Su hipótesis se confirmó.
—No usaréis el título de príncipe de Asturias —le espetó el embajador con firmeza—. Sus majestades desean que este asunto os quede meridianamente claro.
Gómez de Fuensalida había llegado en compañía de otro caballero castellano, don Juan Manuel de Villena, señor de Belmonte. A pesar de venir sobre aviso, a este último le asombró la arrogancia del archiduque.
—¿Y cómo piensan impedírmelo? —interpeló Felipe, desafiante.
—¡Os lo advierto: solo el heredero al trono de Castilla puede ostentar ese título y vos no lo sois! —replicó irritado Fuensalida.
—¿Ignoran los reyes que cuento con el apoyo del soberano de Francia? —arguyó, soberbio, el Habsburgo.
—El emperador Maximiliano, vuestro padre, tuvo a bien informarme —contestó raudo el diplomático.
A Felipe le molestó la apostilla, como Fuensalida se había figurado.
—¿Le habéis consultado?
—Mis señores querían comprobar si respaldaba vuestras pretensiones —explicó el enviado de los Reyes Católicos—. Castilla no ve con buenos ojos vuestra amistad con el francés, os lo advierto.
—¿Acaso deciden ellos quiénes son nuestros amigos? —intervino Busleyden, mientras Felipe sonreía con desprecio a los castellanos.
—La paz con Francia aún no se ha firmado —recordó Fuensalida—. Vuestras nupcias con Juana os obligan a no traicionar a vuestra familia.
—Yo decidiré a qué me obliga mi matrimonio —proclamó el borgoñón—, decídselo a sus majestades.
Fuensalida comprendió que, de momento, resultaba inútil proseguir el debate.
—Deseo ver a la infanta Juana —solicitó.
—Me temo que no va a ser posible —murmuró su esposo.
Fuensalida perdió los estribos, irritado por semejante alarde de arrogancia.
—¡Señor, no podéis impedirme, una y otra vez…!
—La infanta Juana os presenta sus excusas por no poder recibiros, señor —interrumpió Busleyden, más conciliador.
—¿Se encuentra bien? —quiso saber el diplomático, con cierta preocupación.
—Los galenos han recomendado una vida más sosegada a causa de su preñez —refirió el arzobispo—. La infanta está pasando una temporada en el campo.
Fuensalida acató la explicación con resquemor. Cruzó una mirada con el señor de Belmonte. Ya sabían lo que debían hacer.
El arzobispo de Granada se presentó con el ánimo alterado en la capilla donde Cisneros estaba orando.
—Se dice que el zegrí Azaator está siendo tundido por uno de vuestros capellanes hasta que renuncie a su fe, ¿es eso cierto?
El interpelado, condescendiente, alzó la mirada hacia quien interrumpía su recogimiento.
—A veces debemos tomar atajos para llegar a destino.
—¡Eminencia, con gran esfuerzo he mantenido a la Inquisición lejos de Granada! —protestó Talavera.
—Quizá no debisteis hacerlo —replicó, lacónico, el franciscano.
—¡Es mi archidiócesis! —clamó fray Hernando—. ¡Nadie me advirtió de la intervención del Santo Oficio!
—Sosegaos y escuchadme —solicitó el arzobispo de Toledo—. Vos tuvisteis vuestra oportunidad. No cuestiono vuestra labor, pero sois demasiado templado.
—¡Os estáis excediendo! —advirtió el otro, que bastante había padecido con Torquemada—. La reina sabrá de esto…
—¿Qué le diréis, que donde vos no cosechasteis más que fracasos yo recojo parabienes? —repuso Cisneros, seco pero sin intención de ofender—. Su Majestad está al tanto de nuestros progresos, os lo aseguro. ¡Hasta el Santo Padre nos ruega que no desfallezcamos en nuestra misión: acabo de recibir una carta de su puño y letra! ¿Deseáis que os la muestre?
Hernando de Talavera se retiró, furioso, sin contestar. Cisneros contempló su marcha, a grandes zancadas. Podía tolerar que interrumpiera sus rezos, pero no que obstaculizara el cumplimiento de su encomienda. Si las quejas mudaban en trabas, la permanencia del jerónimo al frente de la archidiócesis de Granada peligraba.
La investigación de Juan Manuel de Villena no se demoró en exceso. Con algunas dádivas y sobornos a personas bien escogidas, pronto averiguaron los enviados de los Reyes Católicos dónde se hallaba Juana.
La aparición de los caballeros constituyó una agradable sorpresa para la archiduquesa. Sin embargo, el relato que Fuensalida hizo de las maniobras de Felipe ante la corte francesa la sumió en un sombrío silencio.
—Me cuesta creer lo que me referís, Fuensalida —murmuró, por fin, la infanta—. Mi esposo haciendo tratos con el enemigo de mis padres…
—Señora, no me presentaría ante vos con infundios —se sinceró el diplomático—. Fue vuestro suegro, el emperador, quien nos informó del asunto.
—Felipe es un caballero, temperamental a veces, pero no un traidor. ¡Eso jamás! —arguyó Juana.
El emisario se cargó de paciencia, dispuesto a todo para persuadir a la joven de que vivía al margen de la realidad.
—Alteza, el archiduque ha estado revisando nuestra correspondencia… E interceptando la que venía de Castilla, con sello real. —El embajador continuó su argumentación ante la mirada atónita de la infanta—. Solo han llegado a sus destinatarios las misivas que no interferían con sus intereses.
La archiduquesa guardó silencio, ofendida y escandalizada. Se resistía a creer que semejantes acusaciones pudieran tener fundamento, pero tampoco se atrevía a defender con la misma tenacidad la inocencia de su esposo. Fuensalida se percató de que había abierto una brecha en la fe ciega de Juana hacia su amado.
—Si todavía sostenéis la lealtad de vuestro marido, entonces solo existe un modo de que salgáis de dudas.
Semanas atrás, antes de la jura de Isabel y Manuel como príncipes de Asturias ante las Cortes de Castilla, Fernando ordenó a Gonzalo Chacón que emprendiera un periplo por los diferentes territorios de la Corona de Aragón.
—Hay voluntades que es preciso domeñar antes de reunir a las Cortes —confió el rey a su consejero.
—¿Pensáis que se negarán a jurar a vuestra hija como princesa de Gerona? —aventuró Chacón.
Fernando frunció el ceño.
—Temo que en esas tierras pesen más la tradición y los intereses particulares que el sentido común —murmuró—. Delego en vos todo el poder para persuadir y negociar lo que sea necesario. Así lo atestiguaré por escrito.
Fernando conocía la dificultad de la misión que encomendaba al noble y pidió a Dios que guiara sus pasos. Por el contrario, el juramento de las Cortes castellanas a los nuevos príncipes no requirió preliminares tan intrincados. No dejaba el soberano de anhelar para sus reinos una administración similar a la de Castilla, menos fragmentada y, cómo no, más sometida a la autoridad regia. Hacer realidad ese afán, no obstante, se le antojaba una tarea propia de titanes.
En tales cábalas se perdía la mente del rey mientras el marqués de Moya alzaba su voz en representación de los congregados en Toledo.
—De este modo damos fe y prestamos la obediencia, reverencia y fidelidad que por las leyes y los fueros de este reino le es debida a Su Alteza doña Isabel de Aragón y Castilla como princesa heredera de Castilla, y a su esposo don Manuel, rey de Portugal, como consorte.
—¡Así lo juramos! ¡Amén! —exclamaron al unísono todos los presentes.
La princesa Isabel asistió al solemne acto con el mismo aire taciturno que la caracterizaba desde que falleciera su amado Alfonso. Cuando le llegó el turno, avanzó unos pasos para prestar juramento ante la Biblia y el crucifijo que el obispo Fonseca le ofrecía.
—Vuestra alteza, doña Isabel, ¿jura guardar y cumplir todo lo contenido en la escritura de juramento que aquí ha sido leída?
La princesa posó la diestra sobre el libro sagrado.
—Sí, juro —declaró la reina de Portugal.
—Así Dios os ayude y los Santos Evangelios.
La soberana de Castilla sonrió a su hija, conmovida, al tiempo que musitaba a su esposo:
—Ya solo falta Aragón.
También sonrió Fernando, aunque no las tenía todas consigo.
En Bruselas, Felipe rubricaba con su firma los legajos que su consejero Busleyden le tendía en presencia de Luis de La Trémoille. Este actuaba en representación del rey de Francia, ya que aquellos documentos ratificaban el acuerdo de vasallaje entre Luis XII y el archiduque.
—Os tengo en alta estima por vuestra intervención en este asunto —manifestó Felipe en dirección a La Trémoille.
—Esta alianza es beneficiosa para ambas partes, había de llevarse a término —respondió el aludido.
—Los acuerdos de paz son siempre una bendición —apostilló el arzobispo.
La Trémoille corroboró su opinión con una sonrisa diplomática.
—Ojalá nuestra amistad sirva también para mejorar las relaciones con el emperador Maximiliano.
—Así lo deseo yo también. Pero mi padre no acostumbra a festejar mis decisiones —rezongó Felipe.
—No cejéis en vuestro empeño, señor —aconsejó el chambelán del rey Luis—. Vasallos como vos son los que convierten a Francia en una nación cada vez más poderosa.
La intempestiva irrupción de Juana en la sala abortó la réplica del archiduque. La infanta de Castilla entró flanqueada por Fuensalida y el señor de Belmonte. La presencia de La Trémoille y los documentos recién firmados sobre la mesa despejaron cualquier duda que la infanta pudiera mantener todavía.
—De manera que es cierto: ¡os habéis aliado con los franceses! —bramó la archiduquesa—. ¡Conspiráis contra los intereses de Castilla y Aragón! ¡Contra mis padres! ¡Cómo os atrevéis!
—¿Cómo os atrevéis vos a presentaros en la corte sin mi permiso? —repuso Felipe, sin perder la flema.
—¡¿Para esto me queríais en el campo?! ¡¿Para apuñalar a mi familia por la espalda sin testigos?! ¡Os exijo que rompáis relaciones con Francia! ¡Soy vuestra esposa, me debéis lealtad!
Felipe se acercó a Juana y la cogió por el brazo, sin poder contener más su rabia.
—Os lo dije y os lo repito: en Flandes y en vos mando yo, ¡entendedlo de una vez!
—¡Señor, soltadla! —exigió Fuensalida a voces.
Como respuesta, Felipe agarró con mayor agresividad el brazo de Juana. El embajador, sin dudarlo un instante, desenfundó su espada. Don Juan Manuel lo imitó. Los guardias flamencos avanzaron hacia ellos, con las armas dispuestas para acabar con quienes amenazaban a su señor de esta guisa. Por un momento pareció que fuera a desencadenarse un baño de sangre, hasta que Juana se interpuso entre ambos bandos.
—¡Deteneos! ¡Deteneos, os lo ordeno! —exhortó Juana a los contrincantes, y se dirigió a Fuensalida—. Yo resolveré este asunto con mi esposo.
El embajador acató el mandato de la infanta. Bajó la espada y, con él, todos retiraron sus armas. Juana liberó su brazo y salió de la sala. El archiduque la siguió hasta su cámara.
A solas con El Hermoso, la infanta dio rienda suelta a su ira. Estrelló contra los muros de la estancia todo cuanto tuvo al alcance de la mano.
—Extraño modo de discutir tenéis los castellanos —masculló Felipe, despectivo.
El comentario todavía enfureció más a Juana. Su esposo, harto de semejantes muestras de temperamento, la sujetó con fuerza por los hombros. La archiduquesa forcejeó con violencia.
—¡Soltadme, miserable! ¡Traidor!
—¡Escuchadme! —reclamó Felipe, amenazador—. Los intereses de Castilla y los míos no siempre coinciden, ¡aceptadlo! Sois mi esposa, queráis o no, y caminaremos juntos.
—¿Pretendéis que me pliegue a vuestros designios? —respondió Juana, indignada—. ¿Que traicione a mis padres? ¡Antes me arrancaría los ojos que aceptar tal infamia!
El archiduque acercó el rostro al de la infanta y la miró a los ojos.
—Acatad mis decisiones o me perderéis para siempre —amenazó entre dientes.
A pesar de la rabia, a pesar de sentirse ofendida y traicionada, un escalofrío recorrió la espalda de Juana, sin que pudiera evitarlo.
—Si volvéis a interponeros, no dudaré en enviaros de vuelta a Castilla. Sola —recalcó Felipe—. Pensadlo bien.
El estupor hizo presa en la infanta. Una sensación de vértigo y angustia se apoderó de ella mientras resonaba en su cabeza la advertencia de su esposo. Este la soltó y abandonó la estancia, tan seguro de la eficacia de su órdago como despreocupado por la crueldad que lo inspiraba.
Cuando el zegrí Azaator compareció ante Cisneros, solo conseguía mantenerse en pie gracias a que el capellán Pedro de León lo sujetaba. Otras huellas del tormento sufrido atestiguaban que su resistencia se había prolongado más allá de lo concebible. Pero, tal y como Cisneros había vaticinado, incluso el recalcitrante Azaator había alcanzado el punto en que solo quedaba doblegarse, o renunciar a la propia vida.
—Por fin habéis entrado en razón —musitó el arzobispo de Toledo.
Azaator alzó el mentón hacia el franciscano, devastado por el dolor, pero con una mirada limpia y cargada de dignidad.
—Alá me ha hablado en sueños, eminencia. Me ha demostrado cuán errado estaba. Por eso he pedido veros.
—Os ruego que no nos hagáis perder el tiempo, señor —le espetó Cisneros—. Aún hemos de bregar en Granada.
—Deseo ser bautizado en vuestra fe —declaró el zegrí, exhausto—. Es la voluntad de Alá y mi sincera decisión. Ya he elegido un nombre cristiano.
—¿Y cómo os llamaréis, si puede saberse?
—Gonzalo Fernández de Córdoba —respondió Azaator—. Bravo soldado… Y mejor cristiano.
Cisneros cruzó una mirada de consternación con el capellán, que se limitó a encogerse de hombros.
—Magnífico —resolvió el arzobispo—. Vuestro bautismo se llevará a cabo en público, no se me ocurre mejor modo de animar a los vuestros a seguiros por el buen camino.
El zegrí Azaator esbozó una sonrisa amarga.
—Eminencia, si queréis multiplicar el número de conversos dejadlos en manos de vuestro capellán León. Nunca nadie hizo tanto honor a su nombre.
El obispo Fonseca mandó recado a Diego Colón para recibirlo en su despacho. No le explicó el motivo de la audiencia, apenas mencionó que se trataba de asuntos de interés para su padre, el almirante. Diego Colón acudió y Fonseca salió a su encuentro en la antesala.
—Supe de vuestro percance y me alegro de que hayáis recuperado la salud —observó el obispo, mientras se encaminaban hacia el despacho—. Venid, hablemos lejos de oídos indiscretos.
Al entrar Diego en la estancia, se encontró cara a cara con la reina Isabel.
—¡Majestad! —exclamó el joven, muy sorprendido, al tiempo que ponía la rodilla en tierra.
—Sosegaos, sosegaos —le rogó Fonseca—. He sido yo quien ha llamado a la reina.
Acto seguido, el clérigo le mostró el saquito de perlas bien abierto, para que todos los presentes pudieran verlas.
—Creo que esto os pertenece —le indicó.
—Esas perlas no son mías, monseñor —declaró Diego Colón, con la mayor entereza que su bisoñez le permitía.
—Hay testigos que juran lo contrario —musitó Fonseca mientras tomaba asiento frente a él.
—¡Os digo que no son mías! —reiteró el hijo del almirante, cada vez más nervioso.
Isabel se acercó a él.
—Diego, soy vuestra reina: a mí no debéis mentirme.
El joven hizo amago de defenderse pero, ante la mirada severa de la soberana, titubeó y terminó por derrumbarse. Al momento, Diego Colón se postró a los pies de Isabel.
—Perdonadme, majestad… Mi padre… Hube de obedecer —se justificó, entre sollozos.
La reina lo invitó a levantarse con un gesto.
—Contadnos lo que sabéis.
El joven hizo cuanto pudo por recobrar el ánimo, antes de confesar lo sucedido.
—Cuando mi padre retornó de su segundo viaje me habló de una bahía escondida repleta de perlas —relató Diego, mientras sus interlocutores escuchaban sin perder detalle—. Me confió la bolsa. Dijo que las perlas eran para vos, señora. Pero tiempo después me ordenó que las vendiera…
—Suficiente —interrumpió Fonseca—, conocemos el resto.
—Retiraos —ordenó Isabel al joven.
El hijo del conquistador, abatido, se dirigió hacia la puerta. El obispo lo siguió con la mirada, aparentemente conmovido por el estado del joven, aunque su interior rebosaba de dicha por el éxito de su maniobra contra el almirante. Bastaba contemplar el rostro de la reina para percibir cuán decepcionada se sentía. Aquella traición no quedaría impune.
En efecto, Isabel conminó al obispo a que emprendiera una investigación. Fonseca se había adelantado a la petición. En presencia del rey, expuso sus conclusiones.
—Hemos revisado los registros de mercaderías; no hay décimo ni parte correspondiente a las perlas.
En otras palabras, Colón había guardado el secreto de la bahía de las perlas porque no tenía intención de compartirlas con nadie, ni siquiera con sus soberanos. Tal y como Fonseca había supuesto, Fernando montó en cólera.
—¿No le bastan las prebendas concedidas? ¡Cuánta codicia!
—Que Dios lo perdone —murmuró Isabel—, porque en este, mi reino, solo le aguardan penas.
Fonseca, que todo lo había urdido, optó por mostrarse misericordioso.
—Quizá deberíamos esperar la vuelta del almirante.
—Colón ha traicionado nuestra confianza —replicó la reina, autoritaria—. Bendita sea la paciencia que hemos tenido con él, pero se acabó.
La soberana de Castilla abandonó la reunión. Una vez a solas, Fernando se dirigió al obispo.
—Que las perlas adornen el fin de los privilegios del virrey. Buscad las cédulas.
A centenares de leguas, Felipe no tardó en convocar a Fuensalida. Este acudió en compañía del señor de Belmonte. De nuevo se encontraron los enviados de los Reyes Católicos ante el archiduque y el arzobispo Busleyden. A pesar de la cordialidad aparente en las formas, la tensión entre los dos bandos podía explotar en cualquier momento.
—Supongo que estáis impaciente por volver a Castilla, para dar cuenta de lo visto y oído —ironizó el borgoñón, en referencia a Fuensalida.
—No dudéis que lo haré, señor —aseguró este.
—Así lo espero —se congratuló Felipe—. Nuestra alianza con Francia es un hecho, os agradeceré que los reyes sean advertidos.
—¿Me habéis hecho llamar para alardear de vuestro vasallaje? —inquirió irritado el embajador.
—No. Tengo un par de demandas para mis suegros —anunció el otro—. Busleyden, proceded.
—Deseamos que Margarita vuelva a Flandes —declaró el arzobispo—. Ya no tiene sentido que permanezca en Castilla.
—¿Qué más? —masculló Fuensalida.
—El archiduque desea que los reyes provean un documento que reconozca su derecho al trono si la reina de Portugal no tuviera un hijo varón.
—¿Vuestra esposa está al corriente de esta petición? —preguntó Fuensalida al archiduque.
—No os inquietéis, yo velo por sus intereses —replicó este con media sonrisa.
Gómez de Fuensalida intercambió una breve mirada con su acompañante.
—También nosotros. Don Juan Manuel permanecerá en Flandes al servicio de la infanta durante mi ausencia —y apostilló, entre dientes—, si no tenéis inconveniente.
Felipe consultó en silencio con Busleyden y este asintió. Juan Manuel de Villena inclinó el mentón en señal de acatamiento. Fuensalida no podía barruntar siquiera cuáles serían las funestas consecuencias de aquella decisión.
El regreso de Gonzalo Chacón a la corte de Castilla confirmó los peores temores del rey Fernando.
—¿Los aragoneses se niegan a reconocer a nuestra hija como heredera? ¡¿Cómo osan?! —exclamó la reina, a quien la noticia dejó atónita.
—Las Cortes se amparan en la tradición aragonesa, que niega a las mujeres el derecho a heredar el trono, majestad —expuso Chacón.
—Más nos valdría conquistar Aragón y doblegar voluntades por las armas —murmuró Isabel.
Fernando y don Gonzalo cruzaron sus miradas. Su señora no acostumbraba a perder los nervios, menos aún a sugerir una acción militar entre reinos hermanos.
—Majestad, no son tiempos de guerra sino de política —alegó el aragonés. Acto seguido consultó con Chacón—: ¿No están las Cortes en disposición de pactar?
—No me lo ha parecido…
Fernando asumió en silencio el gesto de desdén que le dirigió su esposa. En vez de iniciar una diatriba inútil con ella, resolvió forzar la negociación con sus súbditos.
—Esta es la propuesta que llevaréis a Aragón —anunció a Chacón—: Isabel renunciará al principado. Respetaremos la tradición.
La reina se alarmó pero Fernando concluyó su declaración antes de que lo interrumpiera.
—Siempre que se nos garantice que el primer vástago varón de nuestra hija heredará la Corona.
La soberana de Castilla guardó silencio mientras meditaba la sentencia. La oferta de Fernando podía desembocar en un acuerdo razonable para ambas partes. En todo caso, garantizaba que su sueño de unir las dos coronas en una sola cabeza se cumpliría, aunque hubiera de hacerse realidad una generación más tarde. No obstante, con los aragoneses nunca se sabía. Gonzalo Chacón pareció haber leído el pensamiento de la reina.
—¿Y si rechazan vuestra propuesta? —planteó el noble a Fernando.
—Hacedles saber que no permitiremos que desbaraten nuestros planes —contestó el rey, con firmeza—. Hemos preferido negociar. Que no nos obliguen a imponer nuestra voluntad, porque estamos dispuestos a hacerlo.
Isabel miró a su esposo reconfortada. No obstante, este no ocultó su disgusto por la actitud de sus reinos.
—Rezad para que Manuel preñe pronto a nuestra hija —rogó a su esposa, en un murmullo—. Aragón está en juego.
La reina de Castilla quiso poner en conocimiento de su hija Isabel el problema al que se enfrentaban en los dominios de su padre. Expuso la situación sin vacilaciones, pero tampoco le añadió dramatismo, pues conocía a la perfección el carácter de la reina de Portugal y no deseaba preocuparla más allá de lo necesario.
—Los aragoneses no se saldrán con la suya —insistió—. Dios no lo permitirá.
La hija de la soberana se santiguó. Pero las dudas que Isabel pretendía despejar en aquella conversación eran de otra índole.
—Decidme, ¿os hace feliz vuestro esposo?
—Sí, madre —afirmó la joven, no sin turbación.
La reina de Castilla guardó silencio. Luego, la miró a los ojos antes de lanzar la siguiente pregunta.
—¿También en el lecho?
—¡Madre! —exclamó escandalizada la soberana de Portugal.
—Disculpadme —se justificó Isabel—, como aún no habéis concebido…
La joven bajó la mirada y sonrió con timidez. Su madre comprendió al instante.
—¿Estáis encinta? —inquirió, sorprendida y feliz.
Su hija asintió, emocionada. Isabel la abrazó, llena de dicha.
—Pero ¿por qué no me lo habéis dicho antes?
—Por respeto a vuestro duelo —se disculpó la otra.
La reina de Castilla la abrazó de nuevo, exultante.
—¿Lo sabe vuestro padre?
Isabel, con un nudo en la garganta, solo pudo negar.
—¡Gracias, Dios mío, gracias! —exclamó la soberana.
Madre e hija se arrodillaron para rezar juntas y agradecer al Señor que, después de tantos motivos para la congoja, hubiera permitido aquella ventura.
Gutierre Gómez de Fuensalida regresó a Castilla tan pronto como pudo. Como había reconocido ante el archiduque, le urgía poner al corriente a sus soberanos acerca de los alarmantes movimientos diplomáticos de su yerno.
—¿Estáis diciendo que ha sido Felipe quien ha buscado la alianza con el francés? —quiso confirmar Fernando, consternado tras escuchar el relato de su embajador.
—Así es, majestad.
—¿Habéis podido ver a Juana? ¿Cómo está? —inquirió la reina, preocupada.
—Encinta y en el campo, lejos de los asuntos de la corte con la excusa de su preñez.
—¿Y por qué no responde a nuestras cartas?
—Lo mismo preguntó la infanta, majestad —admitió Fuensalida—. Supongo que Felipe desea evitar que el contacto entre Juana y su familia malogre sus intrigas.
Isabel asimiló con gran pesar la jugada de su yerno y guardó silencio, desolada. Fernando continuó interrogando al diplomático.
—¿Por qué tanta premura por que retorne Margarita?
—No lo han dicho —respondió Fuensalida—. Pero temo que pretendan ofrecerla a Arturo de Inglaterra para impedir la boda con la infanta Catalina.
—¡Dios mío, hemos enviado a Juana a la boca del lobo! —lamentó Isabel, conmovida por la condena que la elección de semejante esposo podía representar para su hija.
—Majestades, el propio emperador quiere preveniros contra Felipe: «No debéis fiaros de un hombre capaz de traicionar a su propio padre» —refirió el embajador—. Esas fueron sus palabras.
Fernando abandonó el trono, incapaz de permanecer quieto ante la gravedad de la situación. Tomó un mapa del continente y lo desplegó sobre la mesa.
—Flandes se entrega a nuestro mayor enemigo, en Italia apenas nos quedan aliados leales… E Inglaterra podría ser favorable a Felipe. ¡De la Liga Santa solamente queda el nombre!
—Al menos contamos con la lealtad de Portugal —apuntó Fuensalida.
—Pero ni siquiera tenemos asegurado el futuro en Aragón —murmuró Isabel—. Pretenden aislar a Castilla y lo están consiguiendo…
Fernando observó la carta, meditabundo.
—Para evitarlo, solo queda una salida —rezongó—: Negociar con Francia.
Desde que se hiciera público el bautismo del zegrí Azaator, las conversiones se habían multiplicado en Granada.
—Deberíais alegraros, Talavera —le recomendó Cisneros, exultante.
—Os reitero que la conversión sin catequesis solo cosecha falsos cristianos —repuso molesto el aludido.
—Tal vez, pero en dos generaciones serán verdaderos, os lo aseguro.
El franciscano encaró a fray Hernando, con aire displicente.
—Eminencia reverendísima, ¿acaso no entendéis que esto es mucho más que una campaña de evangelización? Es voluntad de los reyes, nuestros señores, impedir que los musulmanes de Granada apoyen un ataque del turco… O de los piratas de Berbería.
—¿Creen plausible esa amenaza? —inquirió escéptico el jerónimo.
—Y no yerran, mientras Granada sea más mora que castellana —replicó Cisneros—. Como veis, mi misión aquí dista de haber acabado. Aunque he de admitir que tenéis razón: de poco sirve que los bauticemos por docenas si no secamos la fuente de su fe.
No supo Talavera a qué se refería exactamente el arzobispo de Toledo hasta poco después, en una plaza cercana a la puerta del Arenal. Allí se vio forzado a presenciar junto a él la quema de todos los libros que Cisneros y sus hombres habían requisado, por considerarlos contrarios a la fe verdadera.
—¡Os lo ruego, eminencia, esos escritos poseen un valor enorme! —clamó sin éxito el arzobispo de Granada.
—Lo sé —admitió Cisneros—. He ordenado que aparten los tratados de medicina para mi universidad, en Alcalá. Una treintena larga. El resto arderá.
La enorme pira consumió más de cuatro mil volúmenes, rollos y manuscritos. Algunos, conocedores de la profusión de plata que adornaba aquellas obras, trataron de hacerse con ella mientras fue posible, pero el arzobispo de Toledo lo impidió. Talavera contempló espantado aquel fuego que no solo devoraba los libros sagrados de los musulmanes o sus tratados de doctrina religiosa, sino todo aquello que pudiera resultar sospechoso de herejía.
—Estáis reduciendo a cenizas siglos de conocimiento —se desesperaba fray Hernando—. Cuánta barbarie. Que Dios os perdone.
—Lo hará —repuso Cisneros—. No soy más que el instrumento del que se sirve para que se haga su voluntad.
—¡Es una locura! —estalló el jerónimo—. ¡No sabéis lo que estáis haciendo! ¡Vuestros actos nos traerán terribles desgracias!
Cisneros soportó imperturbable los exabruptos del arzobispo de Granada. Miró a su alrededor y contempló al reducido número de seguidores de Mahoma que asistían en un profundo silencio a la destrucción de tan preciado patrimonio. Si Hernando de Talavera estaba en lo cierto y una amenaza se cernía sobre ellos, sabría cómo actuar. Y le vino a la mente la frase que se atribuía a Arnaud Amalric durante la represión de los albigenses en Béziers: «Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos».
Lejos de allí, el obispo de Badajoz acababa de firmar un legajo y acto seguido lo entregaba a Alonso de Ojeda.
—Este documento os autoriza a organizar vuestra propia expedición a los nuevos territorios.
Colón perdía de esta guisa su monopolio sobre los dominios de las Indias. Ojeda sonrió, satisfecho, convencido de haberse ganado con creces la concesión.
—Podréis navegar con rumbo libre, con la única condición de no desembarcar en los territorios ya descubiertos por el almirante —aclaró Fonseca—. Tendréis que proveer los fondos para el viaje, pero no os faltarán socios: los rumores sobre las riquezas de ultramar corren como la pólvora.
—Gracias, monseñor —musitó el hidalgo, mientras esbozaba una reverencia.
—No es más que vuestra recompensa por el importante servicio que habéis prestado a la Corona. Os deseo lo mejor.
El 14 de noviembre de 1498, el archiduque Felipe aguardaba en Bruselas a que su esposa Juana diera a luz.
—¡Rezad para que sea un varón, Busleyden, rezad! —exhortó al arzobispo, hecho un manojo de nervios.
—Todo Flandes ruega por ello, mi señor.
Horas después, la dama que mostró al recién nacido a su padre anticipó con su seriedad el resultado desfavorable para los intereses del borgoñón: Juana había dado a luz a una niña. La decepción derrumbó el ánimo de Felipe, que tantas expectativas había puesto en aquel parto.
—Vuestra esposa está bien, señor —informó la dama, sin haber sido requerida.
—Que el diablo se la lleve —masculló el otro, airado.
Busleyden y el señor de Belmonte fueron testigos de la imprecación. Ambos cruzaron una mirada, pasmados ante la crueldad del archiduque.
Por fortuna, nadie refirió lo sucedido a Juana. En las jornadas que siguieron, Felipe desdeñó la compañía de su esposa y, con más ahínco si cabía, la de la pequeña Leonor, pues contemplar a su primogénita no hacía sino renovar su frustración. A resultas de todo ello, la infanta de Castilla padeció lo bastante como para decidirse a escribir a sus padres en cuanto se hubo recuperado del alumbramiento.
Amados padres:
Temo que mi esposo no es el hombre que vos y yo esperábamos. Pero ¿qué hace una mujer cuando el ser amado es a la vez un puñal que le desgarra las entrañas? Amo al esposo con la misma furia que detesto al archiduque, y ambos son la misma persona. ¿Es tal cosa posible? Sabed, majestades, que esta hija vuestra os lleva a vos y a vuestros reinos siempre en el corazón.
JUANA, INFANTA DE CASTILLA Y ARAGÓN
Pero tampoco aquella misiva llegó a sus destinatarios, pues las manos leales a las que Juana la confió resultaron serlo menos de lo esperado, y la carta acabó en el cajón del escritorio de su esposo, como tantas otras.
La voluntad negociadora que el rey de Aragón había expresado no cayó en saco roto. Luis de La Trémoille acudió a la corte, dispuesto a escuchar los buenos propósitos de su enemigo.
—Ha corrido demasiada sangre en Italia. No nos opondremos a Fadrique en Nápoles, bien está así —afirmó Fernando.
—Nada placería tanto a mi rey como firmar una paz duradera con vos, os lo aseguro —corroboró el chambelán de Luis XII—. Pero intuimos que deseáis obtener cierta recompensa… Aparte de la paz.
—No lo niego —admitió el soberano—. Vuestro vasallo borgoñón, mi yerno, tiene más ambición que huestes y redaños.
La Trémoille sonrió. En su fuero interno, no podía estar más de acuerdo con el aragonés. Fernando expuso sus intenciones sin ambages.
—Nuestro acuerdo ha de proporcionarle una lección de humildad.
—Y Francia, ¿qué obtendría a cambio? —quiso averiguar el diplomático.
—Una paz duradera —contestó el monarca— y la certeza de que no se volverá a derramar una gota de sangre en Italia. Tenéis mi palabra.
—¿Por qué estáis tan seguro? —inquirió La Trémoille, descreído.
—Porque nos vamos a repartir el reino de Nápoles —remató Fernando.
Pronto se recibió la noticia del pacto entre el rey de Aragón y el rey de Francia en Bruselas. A la frustración por no haber engendrado un varón se sumaba ahora la inutilidad de su vasallaje ante Luis XII, gracias a la hábil maniobra de su suegro.
—¡Al infierno! ¡Malditos sean todos! —vociferó Felipe, furioso como nunca.
—Sosegaos, señor, os lo ruego —le pidió Busleyden una y otra vez.
—¡Me han humillado, ¿no lo veis?! ¡Solo han llegado a un acuerdo para despreciarme!
—Yo diría que persiguen la paz en Nápoles —alegó el arzobispo de Besançon—. No afecta a vuestra alianza con Francia.
—¡Han firmado a mis espaldas! ¡Pretenden refregarme mi insignificancia!
Francisco de Busleyden guardó silencio. Sabía que Felipe estaba en lo cierto.
—¡Y la perra de Portugal preñada, maldita sea! —continuó bramando el borgoñón—. ¡Si al menos Juana hubiera parido un varón! ¡Ni para eso sirve esa furcia castellana!
Al arzobispo le horrorizaba el modo en que su señor se refería a damas de tan alto rango, pero optó por permanecer callado. Felipe, más por agotamiento que por sensatez, hizo lo posible por calmarse.
—Me equivoqué al juzgar a Fernando —farfulló, lleno de odio—. Es más dañino que mil serpientes venenosas. ¡Pero juro que acabaré con él!
Acto seguido, el archiduque se presentó en la cámara de Juana para comunicar a su esposa que marchaba a cazar durante una semana. Los celos de la archiduquesa impidieron que diera por cierto el anuncio.
—¡No me mintáis! ¡¡Embustero!!
—Se trata de la pura verdad: voy de caza… Esta vez sí —aseguró Felipe, con una sonrisa cínica.
Juana se abrazó a su marido.
—¡Señor, no me abandonéis! ¡Os apoyaré siempre, en todo! ¡Renunciaré a mis padres si vos me lo pedís, pero no me dejéis, os lo ruego!
—Soltadme —exigió él, seco.
La pequeña Leonor rompió a llorar desde su cuna.
—¿Es porque no he parido un varón? ¡Perdonadme, señor, perdonadme, os lo pido por lo que más queráis! —suplicó la infanta.
—¡Apartad, perra castellana!
Juana, desesperada, se desgarró la camisa delante de su esposo.
—¡Preñadme de nuevo! ¡Preñadme ahora! ¡Esta vez será varón, os lo juro! ¡Rezaré cada día para que así sea!
Pero Juana solo obtuvo de Felipe una mirada rebosante de desprecio. Quedó sola, sollozando en el suelo de su cámara, con la camisa hecha jirones, tan sumergida en su aflicción que ni siquiera el llanto de Leonor la hizo reaccionar.