5

Una persona cuya vida se rige según un estricto sentido de la integridad no acostumbra a pedir cierto tipo de favores. Menos aún si la ostentación de rigor moral viene revestida de áspero orgullo. Fácil resulta imaginar, por tanto, el desasosiego con el que Francisco Jiménez de Cisneros se presentó aquella mañana ante la reina.

—Mi señora, siento molestaros. Y más aún por semejante motivo…

Tan encogido estaba el ánimo del arzobispo que titubeó unos segundos hasta que farfulló su petición.

—He venido a rogaros que otorguéis la gracia real a un preso que cumple condena.

—¿Fue juzgado de manera injusta? —preguntó Isabel.

—Me gustaría poder afirmarlo —suspiró el franciscano—, pues ello mermaría mi apuro al pediros el favor.

Isabel miró perpleja a su confesor.

—Explicadme entonces qué os lleva a interceder por un hombre culpable.

—Se trata de mi hermano Bernardino —confesó un azorado Cisneros—. Fue condenado por escribir un libelo ofensivo.

—¿Contra quién? —quiso averiguar la reina.

—Contra mí —musitó Cisneros, con la mirada baja.

Isabel no cabía en sí de asombro.

—¿Por qué haría un hermano vuestro algo semejante?

—Su intención era que llegase hasta vos y me despojaseis del arzobispado —explicó Cisneros—. Escupió mil mentiras con ese objetivo.

Isabel dio por buena la respuesta. En ningún momento dudó de su confesor. Sin embargo, seguía sin comprender la razón de aquella petición que tanto turbaba al religioso.

—Aunque comparte vuestra sangre poco parece estimaros. ¿Por qué perdonarlo?

—Bernardino no me provoca rencor, sino misericordia —adujo Cisneros—. Quiero creer que aún puedo llevarlo por el buen camino. —El arzobispo de Toledo miró a la reina con total franqueza—. No cuento con más argumentos que esa esperanza —admitió—. Comprendería que ignoraseis mi ruego.

—Entiendo que la segunda oportunidad es para vos —respondió Isabel, tras meditarlo durante un momento—. Siendo así, descuidad: vuestro hermano quedará en libertad.

Cisneros, aliviado y agradecido, se arrodilló ante la soberana y besó su mano. Ignoraba el clérigo lo que aquella gracia le acarrearía.

Tras una prolongada espera, los preparativos para el traslado de Margarita de Habsburgo a Castilla habían concluido. En connivencia con el arzobispo Busleyden, Felipe aprovechó la circunstancia para alejar a su cónyuge de quienes consideraba influencias perniciosas. En otras palabras, el borgoñón se libró de todo aquel que pudiera perjudicar sus propios intereses.

Felipe acometió la operación con guante de seda, al menos en lo referente a Juana. En su papel de amante esposo, se había encargado de mantenerla en un estado de enamoramiento perpetuo, pero aislada en lo político.

El archiduque acudió a despedir a su hermana, en compañía de Busleyden. Margarita no cabía en sí de expectación.

—Apenas puedo esperar lo poco que resta —admitió—. Mas creo que doña Beatriz se quedaría gustosa en Flandes.

La marquesa de Moya no ocultó su preocupación.

—Recuerdo el oleaje durante la travesía que aquí me trajo y tiemblo al pensar en revivirlo —confesó.

—Amenazan vientos pero iréis bien acompañada —repuso Felipe, sonriente—. Al séquito de Margarita se le une el de Juana. Regresará con vos al completo.

La nueva causó extrañeza en ambas damas. Margarita, no obstante, guardó silencio. No así Beatriz de Bobadilla.

—Pensaba que solo una parte de los castellanos retornarían para acompañar a vuestra hermana.

—Se había previsto, es cierto —apuntó Busleyden—. Mas la dote de Juana naufragó de camino aquí y con ella el dinero para mantenerlos.

—¿De qué han vivido esas gentes desde entonces? —preguntó Margarita.

—De mi tesoro —afirmó Felipe, sin perder la flema—. Dejaría que lo siguieran haciendo si por mí fuera, pero mis consejeros me obligan a contener el gasto.

La buena voluntad del anfitrión no mitigaba la perplejidad de la marquesa.

—Descuidad, mis señores os compensarán, sin duda —aseguró la Bobadilla—. Saben que mantener el séquito de su hija es responsabilidad suya.

—A decir verdad, me incomoda hacerles pagar suma tan considerable, habida cuenta del infortunio sufrido —alegó Felipe, en apariencia consternado—. Prefiero perdonar la deuda si no he de asumir su cuidado por más tiempo.

—Enorme generosidad la vuestra —convino Beatriz, con el semblante serio—. Mas os rogaría que algunos de esos castellanos quedasen en Flandes. No puedo llevar en mi conciencia haber abandonado a Juana sin compañía de su confianza. Y mis señores no me lo perdonarían.

La demanda importunó al archiduque, aunque se guardó de exteriorizar su rechazo. Margarita decidió terciar en el debate, más por interés propio que por apoyar a la castellana.

—Hermano, evitad conflictos innecesarios con mis futuros suegros —solicitó—; no deseo que nada haga peligrar mi enlace.

Felipe, pensativo, consultó con la mirada a su principal consejero antes de tomar una decisión.

—De acuerdo —aceptó, por fin—, que dos de los navíos castellanos permanezcan en Amberes.

—Siempre que vuestros señores asuman pronto su manutención, por supuesto —añadió Busleyden en dirección a la Bobadilla.

—Reservad la desconfianza para los enemigos —se aprestó a recomendar Margarita—. Somos familia.

Beatriz de Bobadilla quedó complacida por la reacción de Margarita. Para las dos damas, era asunto zanjado. No así para el archiduque.

Mientras tanto, el príncipe Juan aguardaba el regreso de la armada de Flandes con impaciencia. Los preparativos para la boda del heredero a las Coronas de Castilla y Aragón se habían acelerado. Los reyes consideraban como obligación hacia sus vasallos que la ceremonia y las celebraciones fueran conformes a lo esperado. No todos los días contraía matrimonio una pareja de tan alto rango. De modo que la corte en pleno puso el máximo interés en que todo estuviera dispuesto según sus deseos.

Gonzalo Chacón, que durante un tiempo había sido uno de los preceptores del príncipe, se complacía en aquellos días paseando con Juan por las inmediaciones de palacio. Solía acompañarlos un perro mastín. Bruto era el nombre que su alteza le había dado. Era su favorito y nunca se hallaba lejos de su amo.

—Pobre Bruto —se compadeció Juan, con una sonrisa—, él también parece inquieto por mi boda.

—Pero vos… ¿por qué habríais de estarlo, alteza? —inquirió Chacón.

—Sé de las bondades que se cuentan de Margarita. —El príncipe suspiró—. Pero confiar en nuestra avenencia se asemeja más bien a un acto de fe.

—Vuestros desvelos no tienen razón de ser —aseguró el noble—. Tiene fama de encantadora y sensata. Y vos…

—¿Creéis que la complacería verme combatir en unas justas tras el enlace? —interrumpió el joven—. Bien es sabido que a las mujeres las deslumbra el brillo de la armadura.

—No necesitáis de tales exhibiciones para encandilarla —sentenció Chacón—. Más aún cuando dicen menos de quién sois que de lo que tal vez deseáis ser.

Juan meditó la respuesta un instante y asintió.

—Es cierto. ¿Por qué engañarla? Nunca he tenido la lozanía de un guerrero —reconoció, mitad decepcionado, mitad resignado—. Mi padre es el Rey Soldado y yo, el príncipe cazador y amante de la música.

—No todos los hombres destacan en las mismas artes —le recordó Chacón—. Sed vos mismo, mostradle vuestras virtudes. De nada habéis de avergonzaros, al contrario.

El príncipe miró a Chacón, todavía con un poso de tristeza en los ojos. El noble sonrió, con aire paternal.

—Tenéis muchas. Y bien que lo sabéis —añadió Chacón, cómplice.

Carlos VIII recibió a Menaldo Guerra en su castillo de Amboise. Tanto interés había depositado el rey de Francia en aquel encuentro que recibió personalmente al aguerrido capitán vizcaíno.

—Aquí nací y aquí anhelo entregar mi alma —le explicó Carlos con inusitada cordialidad.

Más habituado a entornos propios de piratas y mercenarios, Menaldo Guerra admiró la construcción e hizo un gesto de reconocimiento hacia el propietario.

—Os agrada el castillo, por lo que veo —se congratuló el monarca—. Señor Guerra, con la recompensa que obtendréis por servirme podréis comprar uno para vos.

—Decid, ¿qué he de hacer? —espetó el capitán, hombre de pocas palabras y menos ceremonias.

Luis de La Trémoille respondió por su rey.

—Embarcaréis hacia el puerto de Roma con vuestros hombres. Allí os reuniréis con los soldados franceses que aún resisten en la fortaleza de Ostia.

A Menaldo Guerra le complació la propuesta.

—¿Ostia? ¿Para tomar el puerto y saquear la ciudad?

—No contrataría a un corsario para una misión diplomática —ironizó Carlos.

La Trémoille, más prudente, intervino de inmediato.

—No obstante, en un primer momento, nuestra presencia allí ha de parecer inofensiva —puntualizó el chambelán—. Nos hemos comprometido a respetar la tregua.

Carlos de Francia, a su pesar, corroboró las palabras de su consejero. A Menaldo Guerra, sin embargo, estas le arrancaron una sonrisa burlona.

—¿Y cómo pretendéis que haga pasar por amistosa la llegada de mis navíos? —gruñó.

—Oficialmente, vuestra misión será asegurar la retirada de nuestros soldados y escoltarlos durante su retorno a Francia —expuso La Trémoille con frialdad.

El vizcaíno valoró la estratagema un instante sin pronunciar palabra. Por fin, dio la idea por buena.

—Entiendo. Mas ¿cuál será mi verdadera labor una vez allí?

Durante toda la entrevista, el rey de Francia había aguardado el momento de desvelar su propósito. Lo hizo mirando a los ojos del corsario, con gran satisfacción.

—Vais a castigar al Santo Padre por sus pecados.

Si la mar se mostró inclemente con Juana, más aún lo hizo con Margarita. Una violenta tempestad amenazó con enviar a pique a la armada que la transportaba. En el camarote de la Habsburgo, Beatriz de Bobadilla no dejaba de santiguarse una y otra vez mientras las olas sacudían la nave como si el fuego del infierno se hubiera tornado en agua salada.

—¿Pensáis que ha llegado nuestra hora? No lo quiera Dios —se respondió a sí misma la Bobadilla.

Margarita vio a la marquesa sentada en el suelo del camarote, aferrada a una viga y presa de la angustia.

—Si así fuera, no ha de hallarme la parca en cuclillas —replicó Margarita, condescendiente—. Bastante triste será dar nombre a un sepulcro vacío…

—Señora, qué pensamientos —murmuró Beatriz, descompuesta.

Apenas pudo decir nada más, debido a un acceso de náusea. Margarita, tan pálida y mareada como ella, hizo un aspaviento para llamar su atención.

—«Aquí yace Margarita, / ¡infeliz ella!, / pues, dos veces casada, / murió doncella» —declamó la Habsburgo, alzando su voz sobre el fragor de la galerna.

Beatriz de Bobadilla contempló atónita a la futura reina de Castilla y Aragón, si la mar tenía a bien permitirlo.

—Un epitafio apropiado, ¿no os parece? —ironizó Margarita—. Acercadme recado de escribir.

La marquesa de Moya no daba crédito a lo que veía y oía. La joven hubo de apremiarla para que acudiera a buscarlo. En cuanto lo tuvo a su alcance, la hermana del archiduque Felipe escribió el epitafio y lo guardó en el brazalete que portaba. Acto seguido, amarró sus joyas más preciadas a sus ropajes. Quizá su cadáver fuera devuelto a la costa tras el previsible naufragio, pero en modo alguno permitiría que lo confundieran con el de una plebeya. El despojo habría de recibir las honras fúnebres que su rango exigía. Ante semejante demostración de temple, Beatriz enmudeció, anonadada, mientras contemplaba las idas y venidas de la Habsburgo.

Gracias al Altísimo, las aguas del Cantábrico se apiadaron de la flota y Margarita pudo desembarcar en Santander. Estaba previsto celebrar el enlace en la catedral de Burgos, ciudad a la que se había trasladado la corte. En plaza tan destacada, la futura princesa de Asturias fue protagonista de una gran recepción. Margarita apareció ataviada con unas galas espectaculares. Al verla, Isabel no pudo reprimir un mohín de desagrado.

—En verdad es cierto lo que se rumorea —murmuró a Fernando—: En Flandes no se entiende el decoro como en Castilla.

Ajena al comentario, Margarita se acercó hasta ellos con el rostro iluminado por una amplia sonrisa.

—Majestades —recalcó, mientras se inclinaba ante los reyes—, pues estoy al corriente de que el Papa ha tenido a bien concederos ese tratamiento.

La deferencia complació a Fernando, mas no consiguió halagar a la reina.

—He ansiado este momento por largo tiempo —continuó Margarita—. Sabed de mi emoción y de mi vasallaje.

—Querida Margarita, sentíos en vuestro reino —manifestó Isabel.

—Sed bienvenida —añadió el rey—. Desde este momento sois una más entre nos. ¿Ha sido benévola la mar durante la travesía?

—Todo lo contrario —sonrió la joven—. Mas la Providencia ha intervenido al fin para permitir mi llegada.

Margarita palpó el pequeño crucifijo que le colgaba del cuello. La reina quedó complacida por la demostración de religiosidad. La futura princesa de Asturias, sin embargo, miraba inquieta a uno y otro lado, buscando a su esposo sin identificarlo y sin que nadie se lo presentara.

Fue entonces que comenzó a sonar a su espalda una alegre melodía de laúd. Margarita se volvió hacia donde procedía la música. Los cortesanos se apartaron y la joven descubrió a su prometido. Era Juan quien tañía el laúd del que brotaban aquellas notas. Margarita avanzó lentamente hacia él. El heredero, al tenerla apenas a unos pasos, quedó embelesado y puso fin a la serenata. La joven aplaudió y la corte en pleno la imitó.

—Siempre quise aprender a tocarlo —confesó—. Pero nunca saqué de él una melodía tan bella como esa. Vuestro talento es admirable.

El joven y tímido príncipe sucumbió ante el encanto de la flamenca. Margarita se acercó a él, y tomó su mano.

—Soy Margarita de Habsburgo —anunció—. Y ante vuestra corte digo con júbilo que voy a ser vuestra esposa.

Juan, animado por el desparpajo de su cónyuge, besó su mano mientras todos los presentes seguían la escena, complacidos. La fiesta dio comienzo e Isabel aprovechó para hablar con Beatriz de Bobadilla sobre Juana en un aparte.

—Os aseguro que es muy feliz —afirmó la marquesa—. Mas hay algo que he de comentaros, a vos y a vuestro esposo.

En una cámara, lejos del bullicio, Beatriz los puso al corriente de la merma que había sufrido el séquito de su hija en Flandes.

—¿Solo dos naves han quedado allí? —murmuró Fernando—. ¿Nada más? ¿Y Juana ha permitido tal cosa?

—Vuestra hija no tiene queja de su esposo —aseguró Beatriz—. Y este parecía sincero al decir que no podía hacerse cargo de los castellanos por más tiempo.

—Es una corte próspera —refutó Fernando—. A Felipe le sobra riqueza para mantenerlos.

—Si no lo ha hecho, ¿es porque desconfía de nosotros? —inquirió la reina, atónita—. ¿Piensa que no vamos a retribuir tal gasto?

—Si así es, nos ofende gravemente —masculló el rey—. Ordenaré a Fuensalida que reúna las sumas necesarias y viaje a Flandes sin demora. Que haga comprender a nuestro yerno que nunca más habrá de actuar con suspicacia.

Sin embargo la reina sentía más preocupación por su hija que por el honor.

—Me inquieta saberla sola —musitó, mirando a la marquesa.

—No os atormentéis —rogó Beatriz—. Si hubiera detectado cualquier señal de desatención hacia Juana, lo sabríais.

Isabel confió en la palabra de su amiga. No obstante, una vez a solas con el rey, mostró cuán afectada se sentía.

—Estos matrimonios parecen destierros —suspiró—. No puedo evitar velar por mis hijos.

—Para vuestro sosiego Juan se quedará en Castilla —le recordó Fernando—. E Isabel no irá más allá de Portugal.

—Quisiera que la acompañásemos en su viaje —propuso Isabel, tras meditar unos instantes.

—Ya ha vivido antes en la corte portuguesa —adujo el rey—, no creo que nos necesite en ese trance.

—Soy yo quien lo necesita —manifestó Isabel, sin dar opción a una negativa.

Felipe y Juana regresaron al palacio del Coudenberg de Bruselas tras una prolongada estancia en Gante.

—Teníais razón, es una ciudad muy hermosa —reconoció Juana, llena de dicha—. ¡Os agradezco tanto que hayamos hecho este viaje!

—No tardaré en llevaros a otros deliciosos rincones de mi reino —adelantó Felipe.

—¿No se quejan vuestros consejeros de la atención que me prestáis? —quiso saber la archiduquesa—. Pensarán que estáis descuidando vuestras obligaciones.

Felipe se acercó a ella y la tomó por el talle.

—No tengo obligación más importante y dulce que estar con vos —declaró, enamorado—. ¿Os aburre ya mi compañía?

—¿Cómo podría? —respondió Juana, y lo estrechó entre sus brazos—. Os amo tanto.

Felipe la besó. Un larguísimo beso acompañado de arrumacos.

—¿No echáis de menos a Beatriz, o a vuestro séquito? —susurró al oído de su esposa.

—Si no los hubieseis mencionado, apenas los recordaría. Desde que os conocí, el mundo es solo una sombra y la única luz para mí sois vos —musitó Juana.

—¿Ni siquiera os entristece no contar con caudales propios? —insistió el archiduque.

Felipe hizo amago de deshacer el abrazo pero Juana se lo impidió.

—Confío en que mis padres restauren pronto mi dote —aseguró la castellana.

—Y si no lo hacen, yo me encargaré de que nada os falte —proclamó él, mientras volvía a enlazarla por la cintura—. Os cubriré de oro y sedas.

—Cubridme de besos y caricias, pues es todo lo que preciso —rogó Juana, rendida.

En cuanto obtuvo la libertad, Cisneros citó a su hermano Bernardino para mantener una reunión en privado. Desde Guadalajara, en cuya cárcel había estado preso, viajó el reo exculpado hasta el palacio desde el cual su hermano regía con mano firme el destino de la Iglesia hispana.

El reencuentro resultó incómodo para ambos, como bien había anticipado el arzobispo. Cisneros, tan fiel a sus creencias como a su carácter, perdonaba pero no olvidaba. Y aunque Bernardino había esquivado la condena gracias a su hermano, se le hizo muy penoso tener que inclinarse ante él y besar su anillo.

—Vuestra benevolencia es infinita —musitó, con la cabeza gacha.

Cisneros ayudó a su hermano a incorporarse.

—No habría podido sobrevivir en esa celda infecta por más tiempo —admitió Bernardino, en apariencia conmovido—. ¿Cómo agradecer que me hayáis salvado la vida?

—Me compensaréis enmendándoos —repuso Cisneros, muy serio—. Y habréis de confesarme por qué escribisteis ese libelo contra mí.

El interpelado bajó la vista.

—Al saberos arzobispo enloquecí de envidia —reconoció—. Sentí que la vida os sonreía y que a mí me reservaba la burla… Otra vez.

El rencor asomó de nuevo en el ánimo de Bernardino y turbó su feo rostro, mas se contuvo.

—He pasado dos años purgando mi culpa, arrepentido de lo que hice —recordó, con humildad—. Perdonadme, hermano.

—De no haberos perdonado, no estaríais aquí —concluyó el arzobispo—. Mis obligaciones me alejarán un tiempo de la corte. He de oficiar la boda del príncipe Juan en Burgos.

—Qué gran honor para vos —celebró Bernardino, no sin esfuerzo.

—La cuestión es que necesito a una persona de confianza para gobernar mi residencia durante ausencias como esta —expuso Cisneros—. Quiero que seáis el mayoral del palacio arzobispal.

Bernardino agradeció el ofrecimiento con una sonrisa teñida de amargura.

—¿Veis? Unos casan al príncipe heredero, otros servimos…

Al percatarse de que Cisneros había encajado mal el comentario, Bernardino gesticuló para quitarle importancia.

—Solo era una chanza, hermano —se aprestó a aclarar—. Asumo feliz el cargo.

Chanza era, en efecto, mas no completa, pues Cisneros no ignoraba que algo de verdad anidaba en ella.

El arzobispo de Granada también acudió a Burgos con motivo del enlace del príncipe Juan. Talavera se encontró allí con Bernardo de Boyl. El jerónimo y el mínimo tenían algo en común, aparte del ascetismo que profesaban, pues a ambos se les había conminado a evangelizar a seres que no mostraban particular interés por abrazar la fe católica.

—A juzgar por vuestro aspecto, ya os habéis recuperado de la aventura indiana —observó Talavera.

—El cuerpo sana antes que el espíritu —se lamentó Boyl—. Mi misión consistía en llevar la fe y fracasé por completo, eminencia.

Talavera hizo un gesto de disculpa hacia él.

—Es una labor ímproba, ocupará mucho tiempo…

—A este paso se hará eterna, dado el desinterés del almirante en la cuestión —murmuró el fraile.

—Tenía a don Cristóbal por un hombre de fe —reconoció el otro, sorprendido.

—Quizá lo fue —admitió Boyl—. Pero últimamente no persigue más empeño que amasar riqueza y fama.

El arzobispo de Granada no dudó de su palabra.

—Es intolerable que una labor tan importante para la cristiandad esté en manos de quien la desprecia —manifestó, enojado.

—Por ello celebro que ahora la empresa no descanse solo en él —añadió Boyl—. El obispo Fonseca, que es leal al mandato de los reyes y de Su Santidad, velará por la expansión de la fe.

Talavera asintió para corroborar el buen juicio del fraile.

—Aunque, como decís, se trata de una labor ingrata. —Boyl suspiró—. ¿Cómo llevar la palabra de Dios a quienes solo hablan esa lengua salvaje? ¡Nada entienden!

—Quizá debiéramos enseñarles el castellano —propuso Talavera, tras meditarlo—. De modo que puedan adoctrinar a los suyos en su propia lengua.

Boyl acogió la iniciativa con entusiasmo.

—Excelente idea, eminencia. Y debería ponerse en marcha sin demora.

El arzobispo de Granada no dejó de cavilar.

—¿Qué fue de los indios enviados por Colón, los que fueron liberados? —preguntó.

—Fonseca se ocupó de ellos —replicó Boyl—. Pero alguno queda en Castilla, yo mismo los he atisbado. Saltan a la vista.

—Me encargaré de buscarlos —afirmó Talavera, con decisión.

Con tal fin, el arzobispo de Granada acudió a las dependencias del obispo de Badajoz, a quien encontró enfrascado en la revisión de un sinnúmero de legajos, escritos y cuentas.

—¿Atareado con la búsqueda de fondos para la próxima expedición, monseñor? —inquirió Talavera, más por cortesía que por auténtica curiosidad.

—Atareado pero satisfecho —respondió Fonseca—. Aunque me duele admitir que los inversores se animan en cuanto saben que el viaje ya no está solo en manos de Colón.

—De lo cual me congratulo —replicó Talavera, que no tenía motivo para detectar la hipocresía que encerraban las palabras del obispo—. He sabido de su falta de compromiso con la misión de fe que le fue encomendada.

—Sin embargo, mi obediencia al mandato evangelizador de la reina es férrea —ratificó presto Fonseca.

—Mi visita tiene que ver con la cuestión…

Talavera lo puso al corriente de que estaba decidido a enseñar castellano a los nativos, con el fin de facilitar la enseñanza de la doctrina.

—Magnífica idea —celebró Fonseca—. Es la falta de entendimiento lo que dificulta todo allí. ¿Viajaréis entonces a las Indias?

—No será necesario si me informáis del paradero de los indios de los que os hicisteis cargo —aclaró Talavera.

Sin inmutarse, Fonseca se limitó a mostrar su decepción.

—Lamento informaros de que, una vez liberados, los hombres rojos fueron trasladados a Canarias, antes de ser enviados de regreso a las Indias. Cosa que ya se habrá acometido, pues así lo quisieron los reyes.

—Curioso —se extrañó el jerónimo—. Tenía entendido que algunos habían sido vistos en Castilla.

—A mí también me han llegado cuentos similares —corroboró Fonseca—. Mas ¿quién mejor que yo para notificaros la verdad?

—Si os soy sincero, quien me hizo tal comentario no es hombre dado a hablar por hablar —alegó Hernando de Talavera.

—Eminencia, os prometo que, a la vuelta del tercer viaje, se os entregarán nativos a quienes enseñar nuestra lengua —zanjó Fonseca, con su mejor disposición—. ¿Os complace de esa manera?

Talavera prefirió guardar silencio. No sentía afinidad con aquel clérigo, ni con su simpatía meliflua. Tampoco le agradaba ser interrumpido. Por tanto, mantuvo su confianza en el testimonio de Bernardo de Boyl. Si había hombres rojos en Castilla, los encontraría.

Aunque César Borja había arrinconado el púrpura cardenalicio, mantenía intacta su relación con Roma. La noticia de que varios navíos sin bandera habían atracado en el puerto de Ostia le provocó una gran alarma. Se presentó ante Alejandro VI con intención de comunicarle la nueva, pero este ya estaba al corriente.

—La bandera que esconden esas naves es francesa —comunicó el Papa al joven Borja, al tiempo que le entregaba una misiva del rey Carlos.

—¿Cómo osa enviar a gente de armas? —se asombró César, tras leer la carta—. Me acogió en su corte, se comprometió a respetar la tregua…

—Según dice, ninguna intención hostil traen esos barcos —refirió el pontífice—. Pero juzgad vos mismo su pobre excusa.

—«Escoltar a sus soldados de regreso a Francia» —citó César, escandalizado—. ¿Escoltar? ¡Como si fuéramos a impedir su retirada!

Su Santidad no ocultó su preocupación.

—¿Qué pretenderá, aparte de aferrarse a sus reductos en Italia con uñas y dientes? —farfulló—. Espero cualquier cosa de ese rey ambicioso y traicionero.

César Borja sonrió con amargura.

—Si tanto se parece a vos, poneos en su lugar y adivinad sus intenciones —ironizó—. ¿Qué haríais si tomaseis la ciudad?

El comentario del joven no ofendió al Papa, pues bien se conocían ambos a sí mismos. Al contrario, obedeció sus palabras y meditó la cuestión.

—Todo nos llega por el puerto de Ostia —musitó, y cayó por fin en la cuenta—. Va a desabastecer la ciudad… ¡Pretende matar de hambre a Roma!

La consternación se apoderó de los Borja.

—El hambre provocará revueltas, amenazará mi reinado —pronosticó con horror Su Santidad—. ¡Sabe bien lo que hace!

—Daré cuenta al rey de Aragón, ha de enviar a su armada de inmediato —manifestó César, pero el Papa lo detuvo.

—Harto estoy de suplicarle ayuda a tan Católico soberano —masculló—. Agranda su vanidad y siempre exige recompensa.

—Pero ¿qué otra opción tenemos? —lamentó el otro.

Una idea había empezado a bullir en la tortuosa mente del Santo Padre. Una idea que dibujó una sonrisa maliciosa en su rostro.

Antes de abandonar su residencia burgalesa para acudir a la catedral, Isabel quiso visitar a su hijo, y lo encontró en su cámara, ataviado para la ceremonia. Juan la recibió sereno y, al mismo tiempo, consciente del acto trascendental que iba a protagonizar en aquella jornada. La soberana contempló al joven príncipe y se sintió orgullosa de él.

—Me estudiáis como ya hicisteis con Margarita —ironizó Juan—. Sin perder detalle.

—Aparte de reina soy madre y a veces ejerzo como tal —replicó Isabel, sonriente, sin dejar de admirarlo—. Mi ángel convertido en un caballero apuesto y bien instruido. El heredero de dos reinos en el día de su boda.

—He tenido en vos a la mejor mentora. Si en algo yerro, mía será la culpa —asumió el príncipe.

—Aprended también de mis errores, que han sido muchos —le aconsejó la reina—. También con vos.

—¿Por qué lo decís?

—A veces temo haberos protegido en exceso —suspiró Isabel.

Juan la observó. Percibió que la preocupación de su madre era sincera.

—Quizá. Pero el tiempo me endurecerá —convino Juan, con intención de apaciguar su inquietud—. Un caballero no ha de esquivar los obstáculos.

Isabel abrazó a su hijo.

—Y vos lo sois de pies a cabeza —recalcó, y volvió a mirarlo con una inmensa ternura—. Aunque para mí siempre seréis mi ángel…

Juan besó su mano. Luego, alzó la vista hacia su madre.

—Que sea la última vez que me llamáis así —exigió el príncipe con una sonrisa que, paradójicamente, trajo a la memoria de Isabel el rostro de su hijo durante la infancia.

El arzobispo de Toledo ofició el rito según los preceptos de la Iglesia. Llegado el apogeo de la ceremonia, solicitó a los contrayentes:

—Manifestad entonces vuestra decisión de contraer matrimonio estrechándoos la mano derecha y expresad ante Dios y su Iglesia vuestro consentimiento matrimonial.

Juan y Margarita obedecieron. El príncipe tomó la palabra.

—Yo, Juan de Aragón y Castilla, te recibo a ti, Margarita, como esposa y prometo serte fiel tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándote y respetándote durante toda mi vida.

Idéntica fórmula empleó su cónyuge, hecho lo cual Cisneros ratificó el enlace.

—Ego conjungo vos in matrimonium in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen.

Del órgano de la catedral brotó una melodía solemne, acorde en intensidad con la profunda emoción que colmaba los corazones de los allí presentes. Los recién casados se miraron a los ojos con una expresión de inmensa felicidad. Para Isabel, en aquel instante, nada en el mundo hubiera podido provocar mayor gozo que contemplar a su hijo en semejante estado de plenitud.

Entretanto, lejos de Burgos, en las dependencias del palacio arzobispal de Toledo, dos copas de vino se alzaban en un brindis. Las manos que las sostenían pertenecían a Bernardino Jiménez de Cisneros y a Juan Ulloa, respectivamente. El mayoral y el tal Ulloa, hombre de mediana edad y reconocido tarambana, ya habían dado cuenta mano a mano de varias frascas.

—Con lo que habíamos de bregar durante la guerra para encontrar un buche de morapio —rememoró Ulloa, achispado.

—Poco más había que hacer… Y éramos jóvenes —evocó Bernardino, con aire soñador y en similar estado de ebriedad.

Los compañeros de armas bebieron un generoso trago, quién sabe si para ahogar la nostalgia en vino o para avivarla.

—Lástima que vuestro hermano esté ausente hoy —lamentó Ulloa—. Me urge pedir un favor a un individuo con autoridad.

—¿Menospreciáis la mía? —replicó ofendido Bernardino—. ¿Pensáis que el mayoral del palacio arzobispal es un criado?

En su fuero interno, Juan Ulloa reconoció que sí, que consideraba a su compadre como poco más que un sirviente, pero guardó silencio por prudencia.

—Decid en qué aprieto os encontráis y veré cómo solucionarlo —exhortó el orgulloso mayoral.

—Voy a ser juzgado por el robo en un almacén de trigo —murmuró Ulloa.

Bernardino examinó a su interlocutor y sonrió, malicioso.

—Alguna culpa tendréis —aventuró.

—De ser inocente, no pediría ayuda —admitió Ulloa con descaro.

El hermano de Cisneros sirvió el poco vino que quedaba con gran ceremonia. Lo hizo para ganar tiempo y cavilar, pues esperaba que se tratara de un asunto menos espinoso.

—No es cuestión baladí…

—Basta que digáis al juez que mi condena sería la suya —resolvió Ulloa.

—¿Qué pretendéis? ¿Que acabe yo inculpado en lugar de vos? —repuso enojado el mayoral.

—¿Con vuestra posición? Imposible —ironizó el ladrón.

La pulla logró su objetivo, pues encrespó el amor propio de Bernardino.

—Descuidad. Resolveré vuestro problema. ¿Más vino?

Durante el imponente banquete de bodas, Margarita se sintió de nuevo observada por la reina.

—Creo que no me considera digna de vos —confesó a su marido.

Juan quiso despejar las cuitas de su esposa.

—Tan solo se preocupa en demasía por mí, como siempre ha hecho —aseguró—. Pronto os estimará como merecéis.

El príncipe tomó la mano de su amada bajo la mesa.

—Yo, sin embargo, me siento entregado a vos desde el primer instante.

Margarita acarició con los dedos la mano de su marido.

—Es un banquete magnífico —susurró—, pero se está haciendo eterno…

La complicidad de los recién casados se vio interrumpida por el comportamiento atolondrado de varios miembros del séquito flamenco. Animados por el excelente vino y libres de las imposiciones de la rígida etiqueta borgoñona, aquellos caballeros habían tomado a las sirvientas por la cintura y, sentándolas en sus rodillas, las manoseaban un poco. Reían con estruendo, con una actitud más propia de un antro portuario que de un banquete regio.

Juan se percató de que su madre, la reina, los contemplaba indignada.

—¡Están ante reyes y se comportan como en la peor taberna! —murmuró Isabel a su esposo.

—Se trata del séquito de Margarita, habrá que soportarlos —suspiró Fernando—. Que agüen más su vino, eso sí.

Sin quitar ojo a su madre, Juan se inclinó hacia Margarita y señaló a los alborotadores.

—Si queréis ganárosla, la ocasión se presenta en bandeja…

Sin pensárselo dos veces, Margarita se levantó de la mesa. La acción atrajo las miradas de los allí presentes. Se acercó hasta aquellos hombres y se plantó ante ellos.

—¡Qué forma indigna de comportarse ante reyes tan honorables! —exclamó.

El salón enmudeció. Margarita continuó su reprimenda en medio del silencio general.

—Os acogen en su corte y así se lo agradecéis, ofendiéndolos con vuestra insolencia.

A los juerguistas se les borró la sonrisa de golpe. Soltaron a las sirvientas de inmediato, pero ello no apaciguó a su señora.

—Abandonad este lugar del que no sois dignos y cargad con la vergüenza que me hacéis sentir —conminó Margarita a los suyos.

Los caballeros que se habían distinguido por su torpeza salieron al instante de la estancia. La princesa se acercó entonces hasta el lugar de los reyes.

—Mientras aprendía lo necesario sobre vuestro reino, leí que en las bodas reales es costumbre repartir pan entre los necesitados —afirmó con enorme respeto en dirección a Isabel—. Os ruego que al pan se le sume el alimento que estos hombres ya no van a tomar.

La reina quedó más que satisfecha. Se lo hizo notar a Juan con una mirada. El príncipe inclinó el mentón. Sus anhelos, por el momento, se estaban cumpliendo. Y la noche aún no había hecho sino empezar.

Solo en el despacho de su hermano, Bernardino Jiménez de Cisneros releyó una carta recién escrita con los dedos manchados de tinta.

Excmo. Sr. Juez:
Habiendo sido puesto en conocimiento de las acusaciones vertidas contra don Juan Ulloa ante vos, así como de su comparecencia en calidad de denunciado, quisiera aclararos que los hechos que se le atribuyen son completamente falsos.
Sabed que don Juan Ulloa ha dedicado toda su vida a defender los intereses de la Corona allá donde se le ha requerido y siempre ha dado muestra de profundas convicciones religiosas.
Me consta que a don Juan Ulloa el delito de latrocinio le repugna en lo más hondo de su ser y considera inadmisibles actos semejantes en circunstancia alguna, pues ofenden a la ley de Dios y a la de los hombres, siendo ambas objeto de su respeto y veneración.
Por tanto, agradecería a vuecencia la anulación de la causa contra el acusado y que las falaces denuncias de las que es víctima caigan en el olvido a la mayor brevedad.

Satisfecho con su exposición, el mayoral la rubricó con una firma copiada de otro documento: la de su hermano, el arzobispo de Toledo, Francisco Jiménez de Cisneros. Y para que no cupiera duda alguna, lacró la misiva con el sello episcopal.

A pesar de cuánto ansiaba que llegara la hora de encontrarse a solas con su esposo, Margarita permitió que sus damas cumplieran su cometido. Dejó que la vistieran y prepararan para la noche de bodas con la solemnidad y el esmero que tan decisivo trance exigía.

Cuando Juan, por fin, pudo hacer su aparición en la cámara, Beatriz de Bobadilla acució a las damas para que abandonaran la estancia sin dilación. La marquesa se reunió con su esposo en el pasillo y juntos se dirigieron hacia sus aposentos.

—¿Estaba nervioso el príncipe? —quiso averiguar Cabrera.

—Y feliz —confirmó Beatriz—. Confiemos en que esas puertas permanezcan cerradas hasta bien entrada la mañana.

—No siempre es eso buena señal —murmuró don Andrés—. El vigoroso se encierra para yacer sin descanso. El que pronto se agota, porque tarda en culminar.

Beatriz sabía que su esposo dudaba de la virilidad del príncipe, debido a su salud delicada. Aun así, no parecía oportuno que lo trajera a colación en aquella hora precisa.

—Puede que el príncipe no haya salido, si de vigor hablamos, a su padre —le dijo, no sin reproche—. Pero confiemos en que cumpla al menos con su deber de esposo.

Cabrera se encogió de hombros. Mientras Juan fuera capaz de engendrar un heredero, lo demás solo incumbía al príncipe y a su encantadora esposa.

Desconocía Cabrera hasta qué punto carecía de fundamento su escepticismo. La luna cedió su lugar al sol, y este irradió hasta el mediodía los cuerpos de los recién casados, sudorosos y todavía enlazados.

—Sabía de vuestras virtudes, Juana me las refirió —susurró Margarita, con la cabeza sobre el pecho de su esposo—. Pero la mejor la he descubierto por mí misma.

—Creedme si os digo que he guardado mi vigor para entregároslo a vos —confesó el enamorado—. Bien ha merecido la espera.

La joven alzó la vista hacia él.

—¿No será acaso vuestro brío fruto de la curiosidad? Dicen que para muchos hombres la pasión decae tras la primera noche.

—La noche ha quedado atrás —indicó el príncipe, mientras señalaba el ventanal que iluminaba la estancia—. Si tenéis dudas, besadme y os daré la respuesta.

—Y dormir, ¿cuándo? —replicó Margarita, con una mirada plena de picardía.

—No es sueño lo que veo en vuestros ojos —objetó Juan, cómplice—, mas si es vuestro deseo…

Por toda respuesta, Juan sintió las caricias de la joven flamenca. Cerró los ojos y creyó hallarse en el paraíso. Enardecido de nuevo, los abrió para admirar a aquel ser adorable a quien sus padres lo habían unido. La besó con pasión renovada y ambos gozaron de sus cuerpos como nunca antes hubieran podido imaginar.

A pesar de la tregua pactada con Francia, Gonzalo Fernández de Córdoba insistía en mantener a sus huestes activas. La ausencia de un enemigo al que derrotar no podía dar paso a la desmoralización de la tropa, pues tenía muy presente el riesgo de que aquellas almas acostumbradas a la violencia, de repente ociosas, cometieran desafueros que mancillaran su propia honra y la de la Corona.

Convencido como estaba de que los ejercicios ayudaban a liberar los malos humores, aquel día el Gran Capitán dirigió en persona las maniobras de sus hombres en su campamento de la Italia meridional.

—Un soldado ha de estar siempre preparado —los arengó, pie a tierra y espada en mano—. ¿Quién sabe cuándo nos pondrá a prueba el destino? ¡El sudor que derramáis en tiempos de paz salvará vuestras vidas en la guerra!

—Sabias palabras —oyó el general castellano a su espalda.

Gonzalo volvió su rostro hacia la voz y descubrió a un caballero vestido a la moda francesa. El recién llegado se presentó.

—Soy César Borja. Nos conocemos, aunque hasta hoy no hayamos coincidido en persona —afirmó, mientras saludaba a Gonzalo.

El Gran Capitán lo condujo a sus dependencias personales, aunque no a las que utilizaba como cuartel general pues, dada la fama de los Borja, toda cautela era poca.

—¿A qué debemos el honor de vuestra visita?

—Roma os reclama, general —respondió César.

—¿El Santo Padre desea verme? —inquirió extrañado Gonzalo.

—A vos y a tantos hombres como puedan acompañaros —aclaró el otro—. El destino os pone a prueba de nuevo.

No podía Gonzalo hacer oídos sordos al requerimiento de Su Santidad. Menos aún cuando la Santa Sede parecía hallarse en graves dificultades debido a los desmanes de un pirata, según reveló César Borja.

Cuando el Gran Capitán llegó a Roma, el recibimiento del Papa no pudo ser más cordial.

—Sabed que yo también me rindo ante vos por vuestros éxitos —declaró Alejandro VI—. Venciendo al invasor habéis devuelto estas tierras a sus legítimos señores.

—Mi único mérito radica en haber cumplido con la labor que se me encomendó —repuso Gonzalo, impasible.

—Si cumplís mis órdenes con tanto celo, pronto Roma se verá libre del yugo de ese pirata —pronosticó el pontífice. Su Santidad apretó la mandíbula y adaptó voz y porte al drama que iba a referir—: Desde que los franceses tomaron Ostia, Roma sufre hambrunas. Ese pirata mercadea con los alimentos haciendo que un trozo de pan valga lo que el oro.

Gonzalo escuchó el relato sin decir palabra.

—Solo la liberación de la plaza podrá impedir que los romanos mueran por no tener qué llevarse a la boca —advirtió el Papa—. Y solo un militar tan glorioso como vos podrá llevar a cabo esa misión antes de que sea demasiado tarde.

—Siento como mío el dolor de vuestras gentes y me enorgullece que me hayáis considerado digno de tal empresa —aseguró Gonzalo, con total sinceridad—, mas no puedo ponerme a vuestras órdenes sin la venia de mi señor, el rey Fernando.

Alejandro VI palideció. Si requería los servicios del Gran Capitán, era precisamente para no tener que dar cuentas al aragonés. Por supuesto, no podía hacer partícipe al militar de tan retorcidas intenciones. Pero Gonzalo se percató al instante de su decepción. Consciente de la gravedad del problema, el militar quiso recalcar su buena voluntad.

—Enviaré un hombre a Castilla para que le informe de vuestra demanda —garantizó—. Ojalá me permita ayudaros.

—¡No podemos esperar tanto! —clamó el Papa, desairado—. ¿Qué será de Roma hasta entonces?

El dramatismo de Su Santidad no engatusó a Gonzalo.

—Por fortuna Roma dispone de un rey próspero, que sois vos. Podréis abastecer a los vuestros durante la espera —sugirió, imperturbable.

La recomendación del castellano desagradó al pontífice.

—Olvidáis que, además de hombre, soy la cabeza de la Iglesia. Temo no poder sacrificarme de tal modo, aunque quisiera.

Gonzalo, no obstante, se mantuvo en sus trece. Por mucho que rezongara Su Santidad, ni él ni sus hombres empuñarían las armas mientras Fernando no lo ordenara.

Una vez concluidos los festejos de la boda de los príncipes, los cortesanos retomaron sus quehaceres. Tuvo noticia Andrés Cabrera de un hecho que provocó su irritación. Tanto así que no dudó en abordar al arzobispo de Toledo, a quien consideraba instigador de su perjuicio.

—Os tenía por un hombre recto y respetuoso de lo que es justo —espetó Cabrera al religioso—. ¿Pretendéis que el robo perpetrado en el almacén de trigo de mi sobrino quede impune?

La acusación del marqués sumió a Cisneros en el desconcierto.

—¿A qué os referís?

—¡Habéis presionado a quien juzga el caso para que declare inocente al acusado! —bramó el noble.

—¡Jamás haría cosa semejante! —replicó Cisneros, muy ofendido—. ¡Disculpaos de inmediato!

Andrés Cabrera le mostró la misiva que, a su juicio, probaba la prevaricación del franciscano.

—Será la reina la que juzgue si os acuso en falso —le advirtió—, cuando vea la carta ¡que ostenta vuestro sello!

Cisneros identificó el lacre. El converso no mentía. El arzobispo, que hasta ese momento había pasado por íntegro y virtuoso, arrancó la misiva de las manos de Cabrera y comenzó a leerla de inmediato.

—¿Juan Ulloa? —murmuró, atónito.

—Un soldado navarro que lleva años entrando y saliendo de las cárceles —explicó Cabrera.

—¿Soldado navarro, decís?

Cisneros no necesitó más para deducir que su hermano Bernardino estaba detrás de tan desagradable entuerto. Avergonzado y decepcionado, devolvió la carta al marqués.

—Descuidad —farfulló entre dientes—. Yo mismo me encargaré de esclarecer este asunto. Solo os ruego discreción.

Sin que Cabrera pudiera añadir palabra, Cisneros partió con paso presuroso. El marqués, extrañado por el cambio de actitud, lo dejó ir en silencio.

Su eminencia, encontró a Bernardino comiendo un bocado y apurando una frasca de vino, la segunda, a juzgar por la que ya se hallaba vacía sobre la mesa. El arzobispo se dirigió a él con ademanes firmes, pero sereno y contenido, a pesar de la ira que bullía en su interior.

—Os presentaréis ante el juez al que intentasteis amedrentar, le pediréis perdón y limpiaréis mi nombre.

El mayoral gesticuló, dando a entender que desconocía a qué se refería su hermano. Cisneros prosiguió, ignorando la pantomima.

—Iréis luego ante la reina con el mismo fin. Que ella juzgue si ha de revocar la gracia que os concedió.

El temor a que la decisión fuera desfavorable, como era de suponer, movió a Bernardino a dejarse de bufonadas.

—¡Si lo hace, habré de volver a prisión!

—La suplantación también es un delito —sentenció Cisneros—. Por una causa o por otra, una celda os espera.

—Pero, hermano, estoy intentando enmendarme, ¡ahora trabajo para vos! —alegó el impostor.

—No por más tiempo. Ya no sois mi mayoral —zanjó Cisneros.

Acto seguido le dio la espalda, pues nada más tenía que añadir. En vez de suplicar indulgencia, Bernardino alzó la voz, rabioso.

—No pienso humillarme pidiendo perdón. ¡Pedídmelo vos a mí! Pues sois la causa de mi descarrío.

Al oír semejantes despropósitos, el arzobispo ya no pudo contener su enfado y encaró a su hermano.

—¡¿Cómo os atrevéis a hacerme responsable de vuestra maldad?!

—¡Podría haber sido un gran hombre como vos, pero me torcí cuando dejasteis nuestro hogar para ir en busca de Dios! —adujo Bernardino.

—¡¿Y en qué mi vocación tiene culpa de que vos os hayáis convertido en el ser innoble que sois?! —vociferó el franciscano.

—¡Porque sois mi hermano mayor y nunca ayudasteis en nada! Hube de trabajar desde niño para compensar vuestra marcha —argumentó el otro—. ¿Cómo no rebosar de rencor y vileza?

—Cargo con esa cruz —aseguró Cisneros—. ¡Por eso os he ayudado siempre, sin más recompensa que vuestra traición!

—¿Me ayudáis convirtiéndome en vuestro sirviente? —se mofó Bernardino—. ¿Es mi sino? ¿Que mi trabajo sirva a vuestra gloria?

Cisneros se contuvo.

—Mi gloria se ha labrado con años de estudio y oración. Vuestra ruina, con vino y deshonor.

—Insultadme cuanto queráis —le desafió el otro—, mas no pienso volver a prisión. ¡No pienso volver!

Sin haber terminado de pronunciar estas palabras, Bernardino se abalanzó sobre su hermano y lo cogió del cuello. Más fuerte, más vil y más ducho en la pelea tabernaria, Bernardino se mantuvo aferrado a la garganta del arzobispo con tal violencia que Cisneros no logró zafarse, por más que lo intentó. Con el rostro enrojecido y luego violáceo, el franciscano sintió que empezaban a fallarle las fuerzas. En un desesperado intento de quitarse a su hermano de encima, Cisneros forcejeó y consiguió soltarse, pero perdió el equilibrio y, al caer, se golpeó la testuz con la mesa.

El arzobispo quedó inerte en el suelo. Pronto se formó un pequeño charco de sangre bajo su cabeza. Bernardino lo creyó muerto y se imaginó a sí mismo en el cadalso. Muy asustado, se agachó con presteza para robarle el anillo arzobispal y salió de la estancia a toda prisa.

Fue Beatriz de Bobadilla la que salvó a su eminencia. La reina Isabel se había extrañado de que aún no hubiese acudido a su cámara para confesarla. Conociendo a Cisneros, intuyó que algo grave se lo habría impedido y envió a la marquesa de Moya en su busca.

Beatriz lo halló tal y como lo había abandonado su hermano. Tuvo la Bobadilla la presencia de ánimo necesaria para comprobar que Cisneros vivía. Hecho esto, dio la voz de alarma, más impresionada por las marcas de las manos del agresor en el cuello del arzobispo que por la sangre vertida.

La carta que Gonzalo Fernández de Córdoba envió al rey Fernando provocó la ira del soberano. No era para menos.

—¡Cómo se atreve Roma a reclamar los servicios del capitán de mis ejércitos sin contar con mi beneplácito! —bramó el monarca, después de arrojar la misiva lejos de sí.

—Es una falta de respeto —convino Cabrera—, nadie podría reprocharos que os negarais.

El aragonés templó su ánimo. Prefirió meditar con la cabeza fría antes de tomar una decisión que podía poner en peligro no solo la tregua con Francia, sino también el delicado equilibrio de sus relaciones con Roma.

—Nada deseo más que poner a Su Santidad donde le corresponde —masculló—, pero negándole mi ayuda, favorezco los intereses de Francia, que dispondrá de Roma a su antojo.

—Mayor falta de respeto es vulnerar la tregua con una artimaña —alegó Chacón—. Además, no creo que desabastecer la ciudad sea el fin último del rey Carlos…

Su majestad conminó al noble para que se explicara.

—Sin duda intenta que cunda la desesperación en Roma —expuso el consejero—: Acorralar al Papa para que ceda en sus pretensiones en Italia.

—¿Tanta consideración merece la amenaza francesa? —repuso escéptico Cabrera—. Más bien parece una reacción desesperada, para salvar el honor tras sus derrotas.

—Chacón está en lo cierto —corroboró Fernando, después de valorar ambas opiniones—. No menospreciemos nada que permita a Carlos ganar posiciones.

—Pero tampoco olvidemos que Gonzalo es necesario en Nápoles —aconsejó Chacón—. La paz allí aún no es segura.

—Sumado a que dejar a vuestro ejército sin sus mejores hombres por tiempo indefinido no es sensato —apostilló Cabrera, para respaldar la postura del otro.

El soberano guardó silencio, pensativo, durante unos segundos.

—Permitiré que Gonzalo socorra al Papa —dictaminó, por fin—. Pero solo durante diez días.

A centenares de leguas, los criados del archiduque Felipe depositaron un vistoso arcón en el centro de la cámara de Juana, aunque ella no podía verlo, pues las manos de su esposo cubrían sus ojos.

—¿Puedo? —inquirió divertida la archiduquesa—. Decidme al menos, ¿qué es?

—Lo que os prometí —afirmó Felipe al tiempo que apartaba las manos.

Ella miró el objeto con curiosidad y, al instante, volvió los ojos hacia su esposo. Este se acercó al arcón y lo abrió. Todo aquello que atesoraba quedó a la vista: joyas, bolsas de dinero, espectaculares vestidos… Juana admiró el presente con una sonrisa desbordada.

—Os amo sin necesidad de que me agasajéis —musitó con zalamería—, pero no dejéis de hacerlo.

Dicho esto, la joven se aproximó a lo que interpretó como su nuevo ajuar. Pero cuando fue a coger un collar, Felipe le tomó las manos.

—Nada me agradaría más que entregároslo ya mismo —declaró—. Pero, pensándolo bien, agasajaros me causa temor.

—¿Por qué motivo? —repuso Juana, extrañada.

—¿No es sabido que el marido que complace en exceso a su mujer pierde su respeto y su devoción? —alegó el archiduque.

—¿Pensáis que yo obraría de tal modo? —preguntó la castellana, perpleja—. ¡Lo que siento hacia vos está por encima de cualquier presente!

—Y os creo —aseguró él—. Por eso os ofrendo un ajuar nuevo. Mas poco a poco. Premiaré con estos dones vuestras muestras de amor hacia mí.

La propuesta hirió los sentimientos de su esposa.

—Me duele que necesitéis pruebas de lo que resulta evidente. Os venero.

—Y si seguís haciéndolo, mis temores se irán alejando y pronto poseeréis el arcón entero —garantizó el Habsburgo.

Dicho esto, Felipe atrajo a Juana hacia sí. La joven apartó la mirada. Su marido contempló el rostro de su enamorada y lo acarició con ternura.

—¿Acaso vale más lo que aquí se encierra que conservar nuestra dicha? —quiso saber Felipe, sin dejar de reclamar la mirada de su esposa.

Cuando Juana cedió y volvió los ojos hacia su señor, todas sus reticencias se desvanecieron.

—No. Por supuesto que no —susurró—. Si así consigo que os sintáis seguro de mi amor, hagamos como decís.

Felipe acogió su sometimiento con una sonrisa. Al instante extrajo del arcón un broche adornado con numerosos brillantes.

—¿Veis qué sencillo? —musitó, al tiempo que lo ponía en la mano de Juana.

Acto seguido, Felipe abrazó a su amada. Ella se dejó hacer, aunque un halo de inquietud se reflejó en su rostro.

La luna de miel de Juan y Margarita se prolongó tanto que, a decir de muchos, parecía no tener fin. Los recién casados vivían una existencia aparte, y solo en contadas ocasiones compartían su tiempo con el resto de los cortesanos. Aunque breves, esos momentos complacían a sus allegados, pues la felicidad que emanaba de la pareja constituía motivo de dicha para todos.

En uno de esos encuentros, mientras los jóvenes devoraban sus viandas con feroz apetito, Gonzalo Chacón se dirigió a la Habsburgo.

—Alteza, aún os aguarda un viaje por la comarca. Habéis de empezar a conocer el reino.

—Querido Chacón —intercedió Juan, antes de que su esposa pudiera responder—, Margarita va a envejecer a mi lado en Castilla. Años habrá para conocerla.

—Pero gracias por el ofrecimiento —añadió Margarita.

Chacón guardó silencio y Juan, que no tenía intención de ser brusco, se justificó:

—Entendednos, ahora nos basta con tenernos el uno al otro.

—Si hago memoria, os entiendo —replicó el noble, con una sonrisa—. Pero un descanso alivia el espíritu… Y evita que los enamorados se aburran el uno del otro.

—A los enamorados lo único que les aburre es el resto del mundo —replicó Juan con humor—. Disculpadnos.

Tras apurar el último trago de vino, la copa de Juan resbaló entre sus dedos y cayó con cierto estrépito sobre la mesa. Cuando el príncipe la recogió para ponerla en pie, Chacón se fijó en que sus manos temblaban. Beatriz de Bobadilla también se percató. Una vez que los jóvenes hubieron abandonado la estancia, los cortesanos mostraron su inquietud.

—¿Cuánto hace que no lo visitan sus galenos? —indagó Chacón.

—Semanas —contestó la marquesa—. Dice que le ofende ser tratado de enfermo ante su esposa.

El noble asintió, preocupado, y decidió compartir sus cábalas con los reyes sin más demora.

—He hablado con los físicos del príncipe…

Sus interlocutores hubieron de aguardar unos instantes hasta que el consejero encontró las palabras adecuadas.

—Censuran el esfuerzo que está realizando vuestro hijo —musitó, por fin—. Aconsejan… una tregua.

—¿Una tregua en sus obligaciones como esposo? —repuso Isabel, incrédula.

—Preocupados habríamos de estar si no demostrase ese vigor —apostilló el rey.

—No se cambia de naturaleza por estar casado —replicó Chacón—. Y Juan es, en esencia, frágil.

—Agradecemos vuestra atención —interrumpió la soberana—. Mas no he de recordaros que esa unión tiene una razón de ser. Una vez que el heredero se halle en camino, su dieta de amor será más sensata.

—Majestades, si insisto pecaré de agorero —murmuró el consejero, atribulado—. Y si no lo hago, no me iré con la conciencia tranquila.

Isabel se dirigió a su esposo.

—Hablad vos con él, comprobad cómo se encuentra —le rogó—. No es asunto para tratar con una madre.

Fernando se comprometió a hacerlo y con ello Chacón quedó satisfecho.

Mientras tanto, Andrés Cabrera entró en el despacho de Cisneros y depositó el anillo arzobispal del franciscano sobre la mesa. El religioso alzó la vista, sorprendido. Su cuello aún permanecía cubierto por un lienzo. Debajo, un bálsamo impregnaba las huellas del estrangulamiento.

—Vuestro hermano ha sido apresado cuando intentaba venderlo —le informó el marqués.

—¿Dónde está ahora? —farfulló Cisneros.

—En un calabozo de Toledo, a la espera de juicio. Habréis de dar cuenta de lo ocurrido —indicó Cabrera—. Será un trago amargo, pero…

—¿Se resolvió la cuestión de vuestro sobrino? —interrumpió el arzobispo, a quien todo este asunto incomodaba sobremanera.

—El juez nos hizo saber lo ocurrido —confirmó don Andrés—. Os lo agradezco, ni siquiera era culpa vuestra…

—Lo era —repuso el franciscano con amargura—. Pues si mi hermano quedó libre para delinquir fue porque yo antepuse el corazón a la justicia.

Andrés Cabrera contempló al arzobispo un instante antes de salir. Comprendía cómo se sentía. Una vez a solas, Cisneros tomó el anillo en sus manos, meditabundo, como si aquel objeto hubiera sido profanado y dudara en ceñírselo de nuevo.

Tras haber efectuado numerosas indagaciones acerca de los indios enviados por Colón, todas sin resultado positivo, un caballero malencarado y de toscos modales se presentó ante Hernando de Talavera.

—¿Así que sois vos el que anda buscando indios? —preguntó mientras tomaba asiento sin ceremonia alguna.

—El mismo —contestó el arzobispo de Granada—. ¿Conocéis vos el paradero de alguno?

—¿Que si lo conozco? —alzó el otro la voz, de mal talante—. ¡Por desgracia! En mala hora gasté mis ducados en esos salvajes.

Talavera encajó la respuesta estupefacto. Todavía ignoraba el fraile que su interlocutor no era sino el mercader a quien Fonseca había vendido los llamados hombres rojos.

—¿Los comprasteis como esclavos? ¿Para venderlos? —insistió el jerónimo, todavía sorprendido por la noticia.

—Tal era mi intención —admitió el tratante—. Mas han ido muriendo con tanta presteza que ni en tiempos de peste he visto cosa igual; ¡un simple resfriado y al hoyo!

—¿Quién os los vendió? —le espetó el fraile.

El mercader hizo una mueca de infinito desprecio antes de contestar.

—El mismo que ahora se niega a recibirme, pues sabe que habría de compensarme por el engaño —masculló entre dientes—. Ese miserable de Fonseca.

Talavera enmudeció, atónito. ¿Podía ser cierta tamaña acusación? Y, por otra parte, ¿qué ganaba aquel hombre formulándola? ¿Acaso Fonseca se había atrevido a desobedecer a la reina hasta rozar la innoble traición?

—Decid, ¿me compraréis los dos que aún viven? —El mercader se impacientaba, había acudido para hacer negocios, no para sentarse delante de un fraile pensativo—. Doscientos ducados por cabeza y son vuestros. Pensad que os los entrego adiestrados…

La oferta sacó al arzobispo de su ensimismamiento.

—¿Qué pretendéis? —inquirió, indignado.

—Que este negocio tan ruinoso lo sea menos, ¿os sorprende? —contestó el mercader con toda naturalidad.

—La trata de indios ha sido prohibida por los reyes —advirtió Talavera, autoritario—. Traedlos a mi cuidado de inmediato y agradeced que mi silencio os evite la cárcel.

El tono del arzobispo no admitía interpretación alguna. Muy a su pesar, el tratante asumió que más le valía obedecer, de modo que acató la orden. Talavera apartó la vista de él con desagrado, inmerso en sus pensamientos tras lo que acababa de descubrir. ¿Debía denunciar al obispo de Badajoz ante la reina, como era su deber? ¿O existía alguna alternativa?

No le resultó sencillo a Fuensalida reunir la fortuna necesaria para que Juana se sintiera arropada por los suyos. Cuando, por fin, el embajador llegó a Flandes, lo recibieron el archiduque Felipe y su consejero, el arzobispo de Besançon, ambos con gesto adusto.

—Los reyes de Castilla y Aragón os envían saludos afectuosos. Y caudales suficientes para mantener al séquito de Juana durante dos años.

Sus interlocutores intercambiaron una mirada cargada de pesadumbre que inquietó al diplomático.

—Tengo noticias luctuosas —declaró Busleyden—. Los hombres que quedaron en el puerto de Amberes no han podido resistir la espera.

Acto seguido, el eclesiástico se santiguó, lo que terminó de alarmar a Fuensalida.

—¿Qué decís? ¿Han muerto?

—El hambre y las privaciones acabaron con ellos —confirmó Busleyden.

El estupor embargó a Fuensalida. Felipe se justificó.

—Aunque sin obligación de hacerlo, mandé a mis hombres a interesarse por su estado. Cuando llegaron, los navíos ya se habían convertido en tumbas.

—Con el debido respeto, alteza, ¿no se pudo hacer nada para evitarlo? —masculló el enviado de los reyes, conteniendo a duras penas su indignación.

—Si hubieseis regresado antes con la ayuda, esta desgracia no habría tenido lugar —alegó Busleyden.

—Pero en nada os culpamos —añadió Felipe—. Ambos reinos hemos intentado hacer lo posible, mas la Providencia ha obrado en contra.

Fuensalida se esforzó con ahínco por controlar su rabia.

—Estos caudales quedarán entonces en manos de vuestra esposa —declaró con firmeza.

—Os lo agradezco en su nombre —repuso, impertérrito, el vástago del emperador Maximiliano.

El diplomático pensó que sus palabras no habían sido correctamente interpretadas.

—Tengo intención de entregárselos a ella en persona, alteza —aclaró.

—No conozco los usos en Castilla, pero aquí es el marido quien administra la fortuna familiar —informó el borgoñón con fingida amabilidad—. Como sabréis, las mujeres flaquean al ahorrar.

La sonrisa cómplice de sus interlocutores no halló correspondencia en el irritado embajador.

—Las castellanas son austeras por naturaleza —replicó—. Vuestra esposa sabrá hacer buen uso de ello.

—Tendré en cuenta vuestra opinión —se limitó a decir el archiduque—. Y ahora, si nos disculpáis, tenemos otros asuntos que tratar.

—Os deseamos un buen viaje de vuelta a Castilla —apostilló Busleyden.

Pero Fuensalida no se movió del sitio.

—Dudo mucho que Isabel y Fernando os disculpen por la muerte de esos hombres —advirtió—. Conozco a mis señores. No les bastará una explicación de esta guisa, y su malestar puede ser infinito… A no ser que alguien de su confianza insista en que ninguna culpa tenéis de esas muertes.

—Alguien como vos —dedujo Felipe, molesto—. Intuyo que no intercederéis por nosotros gratuitamente.

—Tan solo os pido que me permitáis permanecer en la corte —se aprestó a solicitar Fuensalida—. No quisiera dejar a Juana tan sola.

El archiduque consultó al arzobispo con la mirada. Felipe no terminaba de decidirse.

—Es menor la contrapartida —remató el diplomático—, dado que prometo limpiar vuestro nombre ante los reyes. Y ahora, exijo ver a vuestra esposa.

Felipe, por fin, accedió. Pero en su fuero interno se juró que ni aquel embajador intrigante ni sus suegros desbaratarían sus planes.

Semanas después, el rey Fernando quiso cenar a solas con su hijo Juan. Este acudió al encuentro, convencido de que tratarían algún asunto de Estado que le incumbía. Durante el ágape, Fernando constató el aspecto cansado del príncipe, cuyas manos temblaban ligeramente.

—En la corte no se habla de otra cosa que de vuestra entrega a Margarita —mencionó el monarca—. Hay quien opina que es desmedida…

—Porque me creen endeble —replicó Juan, molesto—. Mas no los culpo, yo también me he visto así siempre. Ahora sé cuán errado estaba.

—¿Qué queréis decir? —se interesó el aragonés.

—Que ha sido tratarme como a un enfermo lo que me ha convertido en uno. Por el bien de mi salud, se me han negado los placeres más sencillos. Pero ¿qué debilita más que la desdicha?

A Fernando le afectó percibir tanta amargura en la voz del joven y eludió contradecir a su hijo.

—Por lo que decís, entiendo que habéis encontrado la felicidad junto a Margarita.

El rostro de Juan volvió a resplandecer al pensar en ella.

—Nunca pensé que podría tener a mi lado a una mujer como ella —confesó—. Hace que me sienta vivo y dichoso, ¡por fin, padre!

Fernando no pudo sino sonreír al príncipe con ternura, mientras lo contemplaba en silencio. Juan resopló y le devolvió la sonrisa.

—Por un momento pensé que ibais a reprenderme por mi afán con ella. Celebro haberme equivocado —declaró, aliviado.

El rey vaciló entre decirle la verdad, o guardársela para él. La visión de aquel joven radiante y apasionado resolvió sus dudas.

—Nada me enorgullece más que ver reflejada mi naturaleza en vos —convino el aragonés.

Juan y su padre intercambiaron un guiño de complicidad. El príncipe se aproximó al soberano.

—Si a esa naturaleza heredada se sumase algún consejo, mi fama podría rivalizar con la vuestra —sugirió, en voz baja.

—Sois osado —repuso Fernando, halagado.

El temblor que aquejaba a las manos de su hijo no había cesado. El rey pudo percatarse de nuevo, pero desvió de inmediato la mirada hacia los ojos de su sucesor.

—Y bien, ¿qué deseáis saber?

A pesar de que la ira figura entre los pecados considerados capitales, el papa Alejandro VI dio rienda suelta a su cólera cuando conoció la decisión de Fernando por boca del propio Gonzalo Fernández de Córdoba.

—¡¿Vuestro rey solo os deja servirme durante diez días?! ¡Es imposible que liberéis Roma en tan corto tiempo!

La furia que dominaba al pontífice contrastaba con la serenidad que mostraba el semblante del Gran Capitán.

—Me entregaré a la misión desde esta hora y mi empeño será máximo —garantizó Gonzalo.

—Porque sois un militar magnífico. Razón de sobra para desobedecer la orden que se os ha dado —apostilló el Papa, más contenido y con intención sibilina—. Pensad en vuestro prestigio. ¿Qué sería de él si abandonarais la batalla a medias?

El general castellano no le siguió el juego.

—Nunca entablé combate alguno para dar brillo a mi blasón, Santidad —repuso Fernández de Córdoba con severidad—. Os ruego que no malgastemos el poco tiempo de que disponemos.

El pontífice guardó silencio, forzado a resignarse. Gonzalo le aseguró que cumpliría con la tarea encomendada.

—Mi espada caerá sobre el pirata Guerra y sus hombres con mayor fuerza de la que nunca se tuvo noticia, pues veo que para Roma soy su única esperanza —añadió, disgustado por las insinuaciones del papa Borja—. Ruego vuestra bendición.

Alejandro VI encajó la pulla. No resultaba oportuno enzarzarse con el único que podía salvar a Roma, y Su Santidad bendijo al militar sin decir una palabra de más.

Juan no quiso que su hermana Isabel emprendiera el viaje hacia Portugal sin conocer una excelente noticia. Por esta razón, durante la emotiva despedida que se brindó a la princesa, el heredero comunicó la nueva ante la corte: Margarita estaba encinta.

No era intención del príncipe, pero el hecho, cuya importancia para el futuro de la Corona era incuestionable, eclipsó el acontecimiento que protagonizaba su hermana.

Los reyes reaccionaron con el lógico alborozo ante el anuncio.

—Estoy orgulloso de vos —manifestó Fernando, abrazado a su hijo—. La garantía de continuidad que la Corona necesita… y nuestro primer nieto.

La reina, henchida de orgullo, tomó las manos de su hijo.

—Miraos. Esposo feliz, heredero por derecho y pronto padre de quien os sucederá. Os traje al mundo para veros con tal fortuna.

Fernando aprovechó para hacer un aparte con Chacón.

—Las treguas de amor no traen sucesores —le susurró, malicioso—. ¿Qué decís ahora?

Chacón asintió, sonriente, pero acto seguido se fijó en el aspecto agotado de Juan y su sonrisa se atenuó. Entretanto, la princesa Isabel sintió que toda la atención de su madre se volcaba en la feliz pareja, y se vio más sola y más alejada de los suyos que nunca.

La preocupación no abandonó a Cisneros, de modo que, en cuanto se vio con fuerzas suficientes, decidió visitar a su hermano en el calabozo donde se hallaba: un lugar oscuro, húmedo y en particular aislado, en el que solo se oían los gritos y las quejas procedentes de las celdas contiguas.

El arzobispo encontró a Bernardino acurrucado en un rincón de su celda desnuda. Nada más verlo, el reo se echó a sus pies.

—¡Perdonadme, hermano! —suplicó, desesperado—. ¡Nunca quise lastimaros, no sé qué demonio habitó mi cuerpo cuando os ataqué!

Cisneros se llevó la mano al lienzo que le cubría cuello, como un reflejo inconsciente.

—¿Cómo os encontráis? —inquirió, impasible.

—Hace frío, apenas me alimentan y duermo entre alimañas —se lamentó Bernardino—. Dudo siquiera de que llegue vivo al juicio… —Y retomó su angustiada letanía—. ¡Os lo suplico, decidles que fue un acto fortuito! ¡Que nunca quise haceros daño!

—¿Me pedís que mienta? —repuso el franciscano con severidad.

—Me corregiré. Esta vez sí. Y si así lo deseáis, no volveréis a verme jamás.

—¿Para que el perjuicio que no causéis a mi persona recaiga sobre otros? —insistió Cisneros.

La incapacidad para conmover a su hermano con sus promesas hundió a Bernardino.

—Me espera una prisión que es aún peor que esta celda. Si me negáis la ayuda, moriré en ella, hermano.

El confesor de la reina no pudo evitar reparar en el entorno, lúgubre e insalubre, en el que Bernardino acabaría sus días. Pero al instante desvió la mirada.

—Os tendí la mano y escupisteis en ella —le recriminó—. Puede que os desatendiera en el pasado, pero esa culpa ya ha sido expiada. La vuestra, aún no.

Bernardino rompió en un llanto exasperado, casi enfermizo. A su hermano le impresionó contemplarlo de tal guisa. Salió del calabozo turbado, con los lamentos atormentados del condenado retumbando en su cabeza.

Poco después, Beatriz de Bobadilla acudió a la cámara del arzobispo con un pequeño frasco en la mano. Encontró a Cisneros pensativo, todavía afectado por la visita a la celda de su hermano.

—Eminencia, traigo el remedio para vuestras heridas.

Cisneros se llevó la mano al cuello.

—Os lo agradezco, pero prefiero cargar con este dolor. Se acompasa con el que siente mi alma.

—Por vuestro semblante, diría que vuestra tristeza ya basta como penitencia —admitió la marquesa, observándolo—, pero insisto.

Cisneros consintió, más por librarse de ella que por convencimiento. Beatriz dejó el ungüento sobre la mesa pero ni siquiera hizo amago de partir.

—Ha de ser difícil sobrellevar la decepción que os ha causado vuestro hermano.

—A eso estoy acostumbrado —murmuró el franciscano—. Lo que me mortifica es sentir aún piedad por él. ¡Después de lo que ha hecho!

La marquesa de Moya suspiró, comprensiva.

—Sois a quien más duelen sus faltas, pero al mismo tiempo quien más desea que se le perdonen, ¿no es cierto?

—Bien entendéis mi calvario —reconoció su eminencia.

La Bobadilla bajó la mirada.

—Mi padre cometió un delito de caudales contra la Corona —confesó con tristeza—. No he de contaros lo humillada que me sentí cuando se descubrió.

El hecho despertó el interés de Cisneros.

—La justicia habló y acabó purgando su falta —prosiguió Beatriz—. Pero si hubiese estado en mi mano, lo habría librado de su condena.

—¿A sabiendas de que era culpable?

Beatriz de Bobadilla lo miró a los ojos.

—Prefiero vivir con una mancha en mi conciencia que permitir el dolor perpetuo de alguien de mi sangre —declaró, conmovida pero serena.

—¿Y dónde queda la justicia? —replicó Cisneros.

Beatriz de Bobadilla suspiró.

—Que Dios me perdone, eminencia. Soy humana.

La artillería de Gonzalo Fernández de Córdoba comenzó a castigar los gruesos muros de la fortaleza de Ostia. Menaldo Guerra y sus hombres buscaron refugio y se prepararon para repeler el previsible asalto. En efecto, en cuanto el bombardeo fracturó uno de los paños de la muralla, Gonzalo ordenó el ataque.

—¡Ahora! ¡Aprovechad las brechas para entrar!

Pero, una vez en el interior, del caos que la artillería había originado surgieron los mercenarios comandados por el vizcaíno. Entre alaridos más propios de servidores del Maligno que de cristianos, cayeron con tal violencia sobre los soldados de Gonzalo que estos no tuvieron más remedio que replegarse.

—Ordenad retirada —murmuró Gonzalo—. Así nada conseguiremos, salvo ser diezmados por esos perros en su propio terreno.

Al comprobar que los españoles retrocedían, un clamor de victoria surgió desde el interior de las murallas. Gonzalo alzó la vista hacia las almenas y su mirada se topó por primera vez con la de Menaldo Guerra, que lo observaba desde lo alto con aire ufano y desafiante.

Mientras tanto, los reyes y la princesa Isabel se acomodaban en un palacio de las proximidades de Valencia de Alcántara, muy cerca de la frontera con Portugal, donde habrían de reunirse con el séquito procedente del reino vecino. Cuando la princesa viuda y su madre quedaron a solas, un incómodo silencio se instaló entre ambas. La soberana atribuyó la seriedad de su hija a la inquietud por la separación y por los acontecimientos que la aguardaban en un futuro próximo.

—Dicen que este palacio se emplaza en ambos lados de la frontera —señaló la reina, con intención de romper el hielo entre ella y su hija—. Que algunas estancias son portuguesas y otras, castellanas.

—Aclaradme cuál es cada una, pues no estoy preparada para abandonar aún mi reino —replicó la princesa—. No sin antes hablar con vos.

La reina de Castilla tomó asiento junto a ella. Deseaba conocer el verdadero motivo de la melancolía en la que vivía la princesa.

—Son nuestras últimas horas juntas y durante el viaje solo habéis mentado a Juan y a su futuro hijo —manifestó la joven.

La tristeza que revelaba su mirada hizo que Isabel reconociera de inmediato su falta.

—Os ruego me disculpéis, hija mía. Si bien es cierto que la noticia representa un gran alivio, tan cercana está nuestra despedida que debimos haber hablado más de vos.

—No me atrevo a afirmar que no me queráis —añadió la princesa de Portugal—. Pero sí que nunca me lo habéis hecho sentir.

Aquel reproche tan doloroso petrificó a Isabel.

—Vuestras palabras me hieren en lo más profundo —musitó—. Pero quizá llevéis razón. Siempre os he visto tan fuerte, tan suficiente… Tan parecida a mí.

—¿Y la fortaleza ha de ser castigada de esta guisa? —protestó la princesa—. Nunca se termina de echar en falta el amor de una madre.

Aquellos ojos jóvenes se cubrieron de lágrimas. Isabel, conmovida, tomó con fuerza las manos de su hija entre las suyas.

—Os amo con toda mi alma. Me avergüenza no haber sabido demostrároslo. Os ruego que me perdonéis. —La emoción quebró la voz de la reina—. Exigí acompañaros para retrasar nuestra separación —confesó—. Aunque eso no compense el abandono que sentís.

—Pero ayuda a curarlo, madre —apostilló la princesa, enternecida.

Isabel se arrodilló y reposó su cabeza en el regazo de su madre.

—Cuando deis un hijo al rey Manuel, no caigáis en el mismo error —sugirió la reina mientras acariciaba los cabellos de su hija—. Sed tajante cuando debáis serlo, más que nunca dude de vuestro amor.

Así permanecieron durante largo rato, en silencio pero con un reconfortante alivio en sus corazones, pues ninguna de las dos hubiera soportado separarse enojada de la otra.

Ya brillaba el sol en lo alto cuando Margarita despertó en el lecho, junto a su esposo. Apoyó la mano en el hombro de su amado y entreabrió los ojos. Algo la preocupó de inmediato, algo que terminó por despertarla de golpe. Bastó que observara al príncipe un instante para percibir en él los signos de una grave enfermedad. Juan tiritaba, bañado en sudor, y su cuerpo lucía numerosas costras rojizas.

Cisneros se había presentado a primera hora ante el marqués de Moya para informarle de una decisión que no iba a resultar de su agrado.

—¿Vuestro hermano va a quedar libre otra vez? —inquirió, perplejo, Andrés Cabrera.

—No he encontrado ánimo para declarar contra él —reconoció el arzobispo—. Mentir me está vedado, mas he guardado silencio.

—¡Estuvo a punto de acabar con vos! —le recordó el marqués.

—Y yo habría hecho lo mismo con él de haberlo devuelto a la cárcel. No podré cargar con ese peso sobre mi conciencia.

—Os entiendo —repuso Cabrera—. Pero vuestro hermano es un hombre colérico, ¡peligroso! No debe quedar en libertad.

—Descuidad, me he servido de mi autoridad para ordenar su ingreso en el monasterio de Torrijos, cerca de Toledo —indicó Cisneros—. Su clausura será de por vida. A nadie hará daño y podrá encomendarse a Dios para que guíe sus actos… Pues yo no he sabido hacerlo.

Beatriz de Bobadilla irrumpió entonces en la estancia, presa de una gran agitación, y alarmó a los presentes.

—¡El príncipe!

Cinco días había durado el asedio a la fortaleza de Ostia. El genio militar del Gran Capitán derrotó al enemigo antes de que se cumpliera el plazo concedido por el rey Fernando para que permaneciera al servicio de Roma.

Después de analizar con detalle las características de la fortaleza, Fernández de Córdoba ordenó un ataque simultáneo en dos frentes distintos. Cuando los defensores acudieron a repeler la ofensiva que habría de aprovechar la brecha abierta en la muralla, el grueso de las tropas españolas atacó por el lado contrario. Los hombres del Gran Capitán tomaron la fortaleza y un caballero llamado Alonso de Sotomayor capturó a Menaldo Guerra. Gonzalo pidió que trajeran al corsario vizcaíno ante él.

—Muy espantado estoy de vos, señor, pues tantas cosas han sucedido por empecinaros en defender una causa tan errada y sin razón —le espetó—. Y más siendo español, que nunca los de nuestra nación han sido traidores ni malos cristianos. Mas vos, que sois tan confiado que ni teméis a hombre ni a Dios, ved cómo habéis acabado.

Menaldo Guerra, aunque vencido, no bajó la mirada ante el general victorioso. Al contrario. Persuadido de que había llegado su hora, parecía desafiarla, orgulloso y altivo. Gonzalo se percató y sonrió.

—No, señor Guerra, no os mataré —le comunicó—. Os reservo un destino peor.

El vizcaíno no tardó mucho en descubrir a qué se refería el Gran Capitán. Maniatado y tirado por una cuerda atada a la montura de su captor, Menaldo Guerra hubo de recorrer las calles de Roma mientras las gentes vociferaban insultos contra su persona y le escupían a su paso.

Bien distinta resultó la acogida que la multitud dispensó a los triunfadores. Estos, al tiempo que avanzaban entre vítores y aclamaciones, repartían trozos de pan a los romanos. Los más humildes tomaban aquellos dones con sinceras muestras de agradecimiento, hambrientos como se encontraban a consecuencia del prolongado bloqueo del puerto de Ostia. Gonzalo Fernández de Córdoba se había convertido en el héroe que había salvado a Roma, nadie se atrevería a discutirlo.

Sin embargo, tanto entusiasmo por el militar despertó la envidia de Su Santidad.

—No le niego el valor —admitió ante César Borja—. Pero ensalzarlo de tal modo me parece excesivo. No deja de ser un simple soldado.

—Pues todos los grandes de Roma solicitan una audiencia con él —indicó el joven, mientras señalaba la pila de misivas que se amontonaban en la mesa del Papa.

El rostro de Alejandro VI se contrajo, como si aquellas peticiones constituyeran un desacato contra su autoridad. Poco hubo de esforzarse César Borja para percibirlo.

—Diría que os molesta que su gloria os haga sombra. —Y, ante el silencio del pontífice, añadió—: Si de eso se trata, aún podéis apropiaros de su hazaña.

—¿De qué modo? —farfulló Alejandro sin disimular su escepticismo.

—Cuando lo recibáis, honradlo tanto o más que el pueblo —recomendó César—. Recordad con ello a todos que la idea de contar con él es de vuestra cosecha. Y, por tanto, la victoria también.

El Papa meditó sobre lo dicho y sonrió. Le convenía aquella idea, y todavía podría mejorarla.

Un mensajero extenuado llegó hasta el palacio de la frontera donde los reyes e Isabel se disponían a recibir a la delegación portuguesa. El emisario había cabalgado toda la jornada sin descanso para entregar la misiva a sus señores. Quiso la Providencia que Fernando la recibiera a solas.

—¿Traéis respuesta de la corte portuguesa?

—Vengo de Castilla, mi señor —farfulló el jinete, apesadumbrado—. Es vuestro hijo.

El rey se alarmó al instante y procedió a la lectura de la carta.

—He cabalgado hasta aquí lo más rápido que he podido —se disculpó el mensajero, mientras el rostro de Fernando reflejaba el desolador contenido de la misiva.

—¿Viruelas? Decidme que no está grave.

—Según los galenos, el príncipe estaba muy débil —refirió el emisario, entristecido y con la mirada baja—. El mal no está encontrando resistencia.

El soberano encajó la devastadora noticia. En ese momento, Isabel y su hija aparecieron en la estancia. La reina percibió la inquietud en el rostro de ambos.

—¿Qué ocurre?

—Nada de importancia —mintió Fernando, al tiempo que se guardaba la carta—. Juan ha caído enfermo, pero se está recuperando.

La discreta mirada que el rey lanzó al mensajero constituyó un ruego para que no revelara la verdad. Pero Fernando no pudo evitar que su esposa se preocupara.

—Aun no siendo grave, no podemos dejarlo solo en este trance —musitó—. ¿No deberíamos regresar para estar junto a él?

—Nuestra ausencia ofendería a los portugueses.

—Descuidad —intervino la princesa—. Puedo esperar sola a mi prometido.

Aunque sus palabras eran sinceras, Isabel creyó captar una sombra de decepción en el rostro de su hija.

—No pienso dejaros sola en una ocasión semejante —afirmó con decisión—. Vuestro padre viajará al lado de Juan y yo me quedaré con vos.

La Santa Sede reunió a lo más granado de la nobleza romana. Con aquellos distinguidos caballeros como testigos, Alejandro VI besó la frente de Gonzalo Fernández de Córdoba. Apartado de ellos, pero en lugar destacado, Menaldo Guerra también asistía al acto, humillado y maniatado.

—Por vuestra valentía y destreza —declamó el Papa con vehemencia—, por vuestra fructífera entrega a la causa que yo os encomendé, os entrego la Rosa de Oro, con la que una vez al año Roma reconoce al mejor de sus servidores.

El Gran Capitán recibió el trofeo de manos del pontífice e hizo una leve reverencia en señal de agradecimiento. Los nobles de Roma prorrumpieron en aplausos. Alejandro VI se abstuvo al principio, pero una significativa mirada de César Borja propició que él también se uniera a la ovación. No obstante, pronto se apresuró a gesticular hacia los asistentes para que cesara el palmoteo.

—Vuestro mérito ha sido mayor si tenemos en cuenta el exiguo plazo con el que contabais —reconoció en dirección a Gonzalo—. Acepté teneros solo diez días a mi servicio porque, siendo vos, estaba seguro de que triunfaríais a pesar de la mezquindad de Fernando de Aragón.

La declaración de Su Santidad puso en guardia a Gonzalo. El Papa continuó con su discurso.

—Ese soberano ingrato a quien poco preocupa el destino del Santo Padre y de los habitantes de Roma.

—Santidad —interrumpió el militar—, bien haríais en reconocer la ayuda que os ha prestado mi señor, ahora y siempre. Su generosidad ha salvado a Roma, pues quien había de velar por sus gentes, nada hizo por socorrerlas.

Todos los presentes contuvieron el aliento. Alejandro VI, irritado en grado sumo, se mordió la lengua para no reprender con la ferocidad que merecía a quien, por otra parte, era el héroe del momento.

—No obstante, os agradezco el premio —remató Gonzalo—. Y ruego perdonéis la vida al señor Guerra pues, si hubo traición, la cometió quien le encomendó la misión, no el que la ejecutó por un sueldo.

Los aplausos sonaron de nuevo desde los puestos de la nobleza. El Papa aceptó la petición de Gonzalo con un breve asentimiento.

En cuanto el vizcaíno se vio cerca del militar, le confesó:

—Solo un consuelo alivia de alguna manera mi infortunio: haber sido derrotado por vuestra excelencia, que merece vencer a todo el mundo.

Manuel de Portugal y Beatriz de Braganza, su madre, encabezaban la delegación lusa que acudió para acompañar a la princesa Isabel al otro lado de la frontera. Beatriz percibió el desasosiego que atenazaba a su sobrina y, una vez hubieron cumplido con las exigencias del protocolo, favoreció un aparte con la reina.

—¿Sucede algo? Parecéis inquieta.

Isabel intentó disimular su preocupación, pues no estaba dispuesta a compartir sus temores por la salud del príncipe Juan. La soberana tenía muy presente el motivo de la insistencia del rey portugués en desposar a su primogénita.

—Os dejo a mi hija para siempre —adujo—, ¿no es razón suficiente para mi desvelo?

Manuel ofreció una valiosa joya a su prometida, entre otras ricas ofrendas traídas desde el reino vecino.

—Apenas expresan mi felicidad por casar con vos, Isabel.

—Son muy hermosas —respondió la princesa—. Os lo agradezco.

—Mi hija es de gustos sencillos, pero que eso no os impida agasajarla y colmarla de atenciones —advirtió la reina, complacida por partida doble, pues el acto desviaba la atención de su propio nerviosismo.

—Que no os quepa duda de que así lo haré.

—Sabed además que si su vanidad no es exigente, sí lo es su corazón —subrayó—. Mucho habréis de amarla para hacerla feliz. Y para contentarme a mí.

La princesa escuchó con emoción las palabras de su madre. Acto seguido, y sin que lo hubieran acordado, la joven añadió:

—Os ruego disculpéis a mi madre, pues ha de partir hacia Castilla sin demora.

Isabel agradeció en silencio el gesto espontáneo de su hija.

—¿Por qué motivo? ¿Ocurre algo? —quiso averiguar Beatriz de Braganza.

—Asuntos del reino reclaman mi presencia en la corte —replicó la soberana, sin inmutarse.

Después de muchas cavilaciones, Hernando de Talavera se presentó en el despacho de Fonseca. El gesto severo del arzobispo de Granada pasó desapercibido para el obispo pues, como era su costumbre, apenas apartó la mirada de los legajos sobre los que trabajaba.

—Si venís a interesaros por la expedición, os informo de que estoy cerca de completar los fondos necesarios —le comunicó, sin abandonar su tarea.

—Lamento que, después de esforzaros tanto, no vayáis a disfrutar del resultado —declaró el jerónimo—. Vengo acompañado por la guardia. Vais a ser apresado por mercadeo de esclavos.

Fonseca alzó el mentón y se recostó en su asiento, desde donde contempló durante unos instantes a su interlocutor. Acto seguido, sin perder la flema, se incorporó para servir dos copas de vino de una jarra.

—Supongo que antes o después había de descubrirse —se limitó a decir, mientras tendía una de las copas a Talavera.

—Lo encajáis con sobrado aplomo —subrayó fray Hernando, sin aceptar el vino—. Cuando los reyes sepan lo que hicisteis, no tendrán miramientos.

Fonseca dejó la copa rechazada sobre la mesa y bebió de la suya.

—Eminencia, eso no va a ocurrir.

A Talavera le sorprendió el alarde de confianza del otro.

—¿Pensáis que os voy a encubrir?

—Sois lo bastante inteligente como para entender que, sin mí, el proyecto evangelizador no se completará nunca —argumentó el obispo.

—No sois el único hombre capaz de sacar adelante esta misión —alegó Hernando.

Fonseca suspiró, como si se viera forzado a explicar lo que para él resultaba obvio.

—Ya nadie confía en Colón. No puede conseguir el dinero para el viaje, y de hacerlo, no lo emplearía en causas de fe. Bien lo sabéis. —Antes de que su interlocutor pudiera replicar, Fonseca volvió a la carga—. ¿Sabéis cuánto me ha costado ganarme la confianza de los inversores? Si ahora os valéis de un escándalo para descabezar el proyecto, decid, ¿no reclamarían que su dinero fuera devuelto? ¿Acaso la empresa no quedaría mancillada para siempre?

Hernando de Talavera rehusó admitir una realidad que, sin embargo, no podía refutar.

—Hay otros navegantes ansiosos por…

—Hombres ambiciosos que buscan fortuna y grabar su nombre en la Historia —interrumpió Fonseca—. ¿Pensáis que les importan en algo las almas de los indios?

—Alegáis que sois fiel al mandato real, pero lo desobedecisteis al vender a esos pobres salvajes —le espetó Talavera.

—Vive Dios que no lo haré más —aseguró con cinismo el obispo—. ¡Qué negocio tan desastroso! ¿Quién volvería a comprarme esclavos que a la mínima fallecen?

Fonseca ofreció de nuevo la copa a Talavera. Este la tomó en la mano, pero no bebió.

—Con mis defectos, soy un miembro de la Iglesia y un gestor inmejorable para este proyecto, eminencia —afirmó el obispo, mientras se servía más vino—. Denunciadme si eso aligera vuestra conciencia. Pero entonces tendréis que vivir con la carga de haber echado por tierra la salvación de miles de almas.

Meditabundo y contrariado, Talavera llevó la copa a sus labios y bebió un sorbo. Fonseca supo que había salido victorioso del entuerto.

—Está bien —admitió el arzobispo de Granada—. Pero habréis de comprar a aquellos a quienes vendisteis. Me los confiaréis para que les enseñe nuestra lengua.

A Fonseca le disgustó tener que aligerar su bolsa en beneficio de aquel clérigo altivo.

—Leve multa para la que en realidad merecéis —insistió Talavera.

Y Juan Rodríguez de Fonseca aceptó el trato sin perder un ápice de su aplomo.

Fernando cabalgó hasta palacio sin descanso, acompañado por un séquito exiguo que posibilitaba viajar con menor impedimenta. Cuando llegó a su destino, los llantos y los rezos parecían haberse apoderado de la corte. Margarita se deshacía en lágrimas, en compañía de un desolado Gonzalo Chacón. La visión resultaba descorazonadora y Fernando creyó no haber regresado a tiempo. Chacón lo sacó de su error.

—Pero debéis acudir al lado de vuestro hijo. El príncipe no ansía sino despedirse de vos.

Fernando, muy afligido, asintió. Cuando Margarita se percató de la presencia del rey, corrió desesperada hacia él.

—¡No me dejan acompañar a mi esposo! ¡Os ruego vuestro permiso para asistirlo en este trance!

—Lleváis en vuestro vientre el futuro de dos reinos —alegó Fernando, muy apesadumbrado—. Si enfermáis, se malogrará. Evitad que a esta desgracia le suceda otra.

El soberano suavizó su oposición con un gesto de consuelo hacia su nuera. Margarita acató la negativa, pero rompió a llorar con mayor angustia.

—Majestad, apenas queda tiempo —musitó Chacón discretamente.

Fernando siguió al noble hasta la cámara de Juan. La estancia se encontraba en penumbras. Bruto, el mastín del príncipe, alzó la testa desde los pies de la cama en la que su amo agonizaba. Juan tiritaba, febril y con la camisa empapada en sudor. Mucho hubo de esforzarse el Rey Soldado para no venirse abajo ante la visión de su hijo moribundo.

Este percibió la presencia de su padre y una sonrisa de alivio se dibujó en su rostro exangüe. Fernando se aproximó sin tardanza.

—Dejad que os dé fuerzas —suplicó, tomando su mano—. ¡Vivid!

—No puedo, padre —musitó el príncipe—. Perdonadme, os lo ruego.

—¿Qué os habría de perdonar? —inquirió conmovido el rey.

—Querría haber sido mejor hijo —se esforzó en responder, con el habla entrecortada—. Fuerte. Sabio. El sucesor que vos y el reino merecíais. Os he fallado.

—Os equivocáis —repuso Fernando, sincero y muy afectado—. Gracias a vos un heredero viene en camino, el mismo que hará de dos reinos uno solo. Jamás ha existido un padre más orgulloso que yo.

Aquellas palabras apaciguaron el ánimo de Juan, quien apenas logró esbozar una sonrisa.

—Decid adiós… a mi madre —rogó con sus últimas fuerzas.

Fernando asintió y Juan abandonó este mundo con su mano entre las de su padre. Minutos después, el rey cerró los párpados de su hijo. Acompañado de Chacón, ambos guardaron silencio, devastados por la pérdida de aquel ser frágil que, junto a ellos, se había convertido en un caballero merecedor de una vida más longeva.

—No enviéis mensajeros a la frontera —ordenó Fernando en voz baja, sin soltar la mano del príncipe—. Seré yo quien se lo diga a la reina, para poder consolarla en su dolor.

Isabel regresó a la corte lo antes que pudo. Su esposo salió a su encuentro. La soberana se fijó en que el mastín de Juan acompañaba al rey y ello alentó sus peores temores.

—Su último pensamiento fue para vos —confirmó su esposo.

Isabel no derramó lágrima alguna. Se dejó abrazar por Fernando pero su cuerpo, inerte, no correspondió.

—Quiero ver a mi hijo —musitó con voz queda.

La reina se dirigió hacia la cámara de Juan, donde sus allegados velaban el cadáver. Al entrar, todos se pusieron en pie e inclinaron las cabezas en señal de respeto. Beatriz de Bobadilla y Gonzalo Chacón acudieron a consolarla. Pero Isabel solo tenía ojos para su hijo, que yacía muerto en el lecho. Avanzó hacia él con paso lento pero firme. Cuando llegó al cabecero de la cama, contempló al joven con ternura, como si aún viviera. Así permaneció por un tiempo.

—Dios me lo dio, Dios me lo quitó —suspiró.

La reina recorrió el rostro del príncipe con la mirada. Lo acarició, impresionada por la serenidad de sus facciones.

—Mi ángel…

Con la misma entereza, Isabel pidió que la dejaran en privado con su hijo. Una vez a solas, la reina de Castilla abrazó el cadáver del príncipe y, por fin, su llanto desgarrador reveló la intensidad de un dolor del que nunca se repondría.