La boda por poderes de Juan con Margarita y Juana con Felipe se celebró en Valladolid, en presencia de la corte y con gran parafernalia. El arzobispo Francisco de Busleyden había viajado en calidad de representante del archiduque y de su hermana. Se firmaron las capitulaciones y todo quedó listo para que Juana emprendiera viaje hacia Flandes. La infanta habría de esperar, no obstante, a que la impresionante armada dispuesta para la ocasión estuviera en condiciones de zarpar.
También en Flandes tuvo lugar una ceremonia paralela, según los usos tradicionales. Gómez de Fuensalida representó a su vez al príncipe y a la infanta. Llegó vestido con sus mejores galas, pues la ocasión así lo requería. Ante los cortesanos flamencos allí reunidos, Felipe besó la frente del embajador.
—Juana de Aragón y Castilla, os tomo como mi esposa delante de Dios y de mis súbditos y os pido que os entreguéis a mí —declaró, con toda solemnidad.
Tal y como exigía la costumbre, en su papel de marido de Margarita, Fuensalida había de introducir su pierna desnuda en el lecho conyugal que ocupaba la desposada. Hizo de tripas corazón y comenzó a desvestirse delante de los testigos, hasta quedarse en ropa interior. Felipe observó con cierto desdén las toscas y sencillas prendas íntimas que cubrían el cuerpo del embajador.
—Recio paño usáis en Castilla —exclamó—. Espero que la infanta no haya de venir llagada.
Amparados por el comentario del archiduque, los cortesanos rieron y cuchichearon entre sí.
—¡Señores, silencio! —ordenó Felipe—. ¡Debéis respeto a quien ahora es mi yerno!
Cesó el jolgorio. Fuensalida hizo un gesto de agradecimiento hacia el borgoñón e introdujo su pierna derecha en la cama donde Margarita reposaba vestida. El doble matrimonio ya era una realidad.
En Alvor, el 25 de octubre de 1495, otro lecho había sido el foco de atención de los cortesanos. En él agonizaba Juan II de Portugal. El rey había mandado llamar a su primo y cuñado, don Manuel, que llegó acompañado de su madre, Beatriz de Braganza. El moribundo hizo una seña al joven para que se acercara. Beatriz quedó dos pasos por detrás, con la mirada fija en el que agonizaba.
—Vos sois mi heredero —afirmó Juan—. Así lo dispuso Dios al arrebatarme a mi único hijo legítimo.
Manuel inclinó la cabeza y asumió el honor. El monarca señaló los símbolos del poder real —cetro, corona y orbe— que descansaban en una mesa cercana. Luego, extendió la mano para tomar la de su sucesor.
—Dos consejos he de daros antes de que os ciñáis la corona —dijo, fatigado—: Continuad explorando el océano… Y preservad la alianza con Castilla.
Con sus últimas fuerzas, Juan se aferró a la mano de Manuel.
—Haced de Portugal el reino más importante de la cristiandad —conminó al joven.
El esfuerzo había agotado al soberano. Cerró los ojos. Todos guardaron silencio, ya que temían que hubiera llegado su hora. Mas Juan volvió a entreabrir los párpados y miró implorante a Manuel.
—Perdonadme —suplicó.
El futuro rey de Portugal, sorprendido, se volvió hacia Beatriz de Braganza en busca de explicación. Su madre contemplaba la escena, imperturbable.
—Sé cuánto daño he infligido a vuestra familia —continuó el rey—. Pero sois buenos cristianos. Permitid que abandone este mundo en paz.
Con pasos lentos y silenciosos, Beatriz de Braganza avanzó hasta la cabecera del lecho. Acercó su rostro al del enfermo y murmuró entre dientes:
—Ni cien coronas comprarían nuestro perdón.
El pavor empañó los ojos del agonizante. Manuel reconvino a su madre, pero a Beatriz le pudo el rencor en aquella hora infame.
—¿Vais a traicionar en este instante la memoria de vuestros muertos? —espetó a su hijo.
Beatriz se refería a los Braganza que Juan había perseguido y ejecutado. En particular, a su hijo Diego, a quien el rey había asesinado en persona, según murmuraban algunos.
—Oídme bien, miserable —prosiguió la infanta portuguesa—. Solo lamento que mis propias manos no hayan podido acabar con vuestra vida.
Juan sintió que se ahogaba. Asustado, estiró el brazo en un gesto de auxilio. Sin embargo madre e hijo no hicieron nada por socorrerlo. Viéndolo a punto de morir, Beatriz volvió a aproximarse.
—Preparaos para arder en el infierno por toda la eternidad —le susurró al oído.
Juan de Portugal expiró, aterrado. Con gran ceremonia y solemnidad, su heredero tomó la corona y se la ciñó en las sienes. Acto seguido, se volvió hacia su madre.
—Nunca olvidaré la sangre que trajo esta corona hasta mis manos —aseguró—. Juro que honraré a los míos y a mi reino.
Todos los presentes, Beatriz en primer lugar, se arrodillaron ante el nuevo rey de Portugal. Emocionada, la infanta tomó la mano de su hijo y la besó, en señal de lealtad.
La noticia no tardó en cruzar la frontera con Castilla. Al igual que toda la corte, Isabel se santiguó al conocerla.
—Que Dios tenga al rey Juan en su gloria —suspiró.
—No sé si pudo ser mejor rey, pero sin duda habría podido ser mejor hombre —masculló Fernando.
La reina cabeceó.
—Dejemos que los muertos descansen en paz —rogó, apesadumbrada.
—Hagámoslo —consintió Fernando—. Pues Dios nos favorece con un nuevo soberano que será mejor aliado que su predecesor.
—Algo pronto para dar tanto por seguro —repuso Chacón.
Fernando sonrió. Estaba convencido de lo que decía.
—Mucho nos debe pues lo acogimos en nuestros reinos cuando su vida y la de su madre corrían peligro —rememoró el aragonés.
A la reina le extrañaron las reticencias de Chacón.
—¿Dudáis de las intenciones de mi sobrino? —preguntó.
—No, alteza, pero bien es cierto que aún perduran conflictos por resolver —replicó el noble.
—El reparto del océano ha sido firmado —apuntó Isabel.
—Es cierto que hemos de mejorar los acuerdos sobre el norte de África —admitió Fernando—. Pero el entendimiento con Portugal asegura la retaguardia en nuestra guerra con Francia.
Andrés Cabrera carraspeó.
—No olvidemos los asuntos menores —mencionó el marqués—. Como el contrabando que se lleva a cabo en nuestras fronteras con los bienes de los judíos que se exiliaron a Portugal.
—De esos rescoldos puede brotar la llama que incendie nuestros reinos —intervino Cisneros—. Que un reino vecino se convierta en refugio de herejes y judíos es una amenaza para nuestra fe.
—Para la fe y para la economía —apostilló Cabrera.
Isabel optó por despejar las dudas expuestas.
—Don Manuel aceptó su enlace con nuestra hija María —invocó la reina—. Celebremos cuanto antes las nupcias y discutamos todos estos asuntos con ellos.
—Muy cierto, mi señora —aprobó Fernando—. No demos tiempo a que lo que aplaudió como heredero deje de aprobarlo siendo rey.
Mientras perseguían a un jabalí durante una cacería, Juan y Juana se dieron un respiro y se alejaron del resto de los participantes. El príncipe pretendía dar la pieza por perdida, pero Juana insistió en continuar la búsqueda.
—Sois la princesa más obstinada de la cristiandad —dijo él, entre risas—. Compadezco a mi cuñado Felipe.
—Confundís perseverancia con obstinación —murmuró la infanta, molesta—. Y vuestro cuñado tendrá que hacer de tripas corazón con lo que le toque en suerte, al igual que yo.
El príncipe, todavía sonriente, la contempló en silencio, pensativo.
—Decid, ¿creéis que amaremos a nuestros esposos? —preguntó, al fin.
—¿Nos amarán ellos? —La infanta suspiró.
—Rezad por que tengamos la fortuna de nuestros padres —sugirió Juan—. Su ejemplo demuestra que a veces Dios endereza lo que los hombres se afanan por torcer.
—Vos contáis con ventaja —señaló Juana—. Si Margarita no os ama, podréis encontrar consuelo en vuestra familia y en los que desde siempre os han rodeado.
—¿Teméis que vuestra vida en Flandes os resulte demasiado diferente? —replicó el heredero.
Juana no se atrevió a responder. Tal era la tristeza que provocaban sus dudas. Su hermano se dio cuenta, y trató de animarla.
—Habrá palacios y gentes, ríos y montañas, bailes, caballos y cacerías…
A ella le agradó su intento por alentarla. Pero no tuvieron tiempo de regodearse en sentimientos. En ese momento sonó un cuerno de caza. Se oyeron ladridos en las proximidades.
—Volvamos —sugirió Juan—. Ese jabalí ha conseguido huir.
—¿Os rendís? La pieza ya era nuestra. ¡Sigamos! —replicó Juana, más vivaz, e incitó a su yegua para que apretara el paso.
El fallecimiento de otro rey, Ferrante II de Aragón y Sforza, soberano de Nápoles, inquietó más a Fernando que la desaparición del monarca portugués. Cuando los éxitos militares del Gran Capitán permitían que el viento soplara a favor del aragonés, la muerte sin descendencia de Ferrante no hizo sino complicar las cosas.
—Su tío Fadrique es el pariente más cercano —refirió Fernando a su esposa—. Si no lo impedimos, el Papa le entregará la corona.
—¿Tanto hemos de preocuparnos? —preguntó Isabel.
—Fadrique no deja escapar ocasión de mostrar sus simpatías hacia Francia —masculló el rey—. De nada sirve que Gonzalo eche a los franceses de Nápoles si el trono lo ocupa un títere afín a sus intereses.
Isabel observó a su esposo y comprendió qué tramaba.
—¿Pensáis reclamar la corona? —aventuró.
—Mis derechos son incuestionables —reconoció Fernando—. Ya es hora de que Nápoles y Sicilia vuelvan a ser un solo reino.
—Pero el Papa tiene potestad para designar al rey —señaló Isabel, con cautela—; ¿os apoyará?
—Todos los triunfos están en nuestra mano. No dispondremos de otro momento mejor que este —aseguró Fernando.
—Entonces presentad vuestros derechos al Santo Padre bien argumentados —propuso la reina—. No solo basados en las victorias conseguidas.
—Descuidad —replicó su esposo, confiado—, no es mi deseo obligarle a coronarme. Esas son las maneras del francés.
Isabel cayó en la cuenta de que su esposo había vuelto a anticiparse a los acontecimientos.
—De modo que ya estáis trabajando en esa documentación —dijo.
—¿Acaso hay tiempo que perder? —repuso el rey, con una sonrisa.
Fernando abrazó a Isabel por la espalda. La besó en el cuello y le susurró al oído:
—Pronto otra corona adornará vuestra frente.
Isabel cerró los ojos y se dejó hacer. Prefirió guardar silencio, mas estaba segura de que el Papa no cedería el trono de Nápoles de buen grado.
En Francia no era la salud del rey la que preocupaba a la corte, sino la del delfín Carlos, que parecía hallarse a las puertas de la muerte. El rey abandonó el cabecero de la cama del heredero para ir al encuentro de La Trémoille.
—La reina está maldita. Otro hijo se me va —farfulló.
Pese a que Carlos había hablado bajo, la reina Ana lo oyó. O al menos así lo percibió Luis de La Trémoille, al leer la desolación y la rabia en la mirada de la bretona. El monarca y su chambelán abandonaron la cámara del príncipe.
—¿Y vos qué me traéis? ¿Otra derrota más en Italia? —preguntó Carlos.
La Trémoille compensó con respeto y sosiego la aspereza del rey.
—Señor, en el campo de batalla ya todo está perdido —afirmó.
Carlos tensó la mandíbula.
—Eso ya lo sé. Queda la política. Fadrique hará lo que yo dicte.
—Primero habrá de coronarse —apuntó La Trémoille—. Fernando intentará evitarlo, estoy convencido.
—No podrá —refutó Carlos.
Luis de La Trémoille tomó aliento.
—Mi señor, ya hemos subestimado su capacidad para maniobrar en el pasado —recordó—. Estamos en un momento crucial. Debemos tomar la iniciativa.
—¿Y qué puedo hacer? —replicó el rey, de mal talante—. Nos vence en cada batalla, ¡mi ejército ha de replegarse cada vez más al norte!
—Negociemos con él o se perderá lo que aún conservamos —sugirió La Trémoille.
—¿Negociar? ¿De derrota en derrota? ¡Me exigirá la rendición! —vociferó Carlos—. ¡Yo en su lugar haría lo mismo!
A diferencia de Carlos, La Trémoille no perdió la paciencia.
—Fernando concentra sus fuerzas en Italia, ataquemos el Rosellón —propuso—. Obtengamos una ventaja que nos permita proponer una tregua y exigir condiciones.
Carlos, pensativo, encaminó de nuevo sus pasos hacia la cámara donde el delfín recibía todos los cuidados posibles.
—Haced como estiméis —concedió, agrio—. ¡No es esto lo que ahora preocupa al rey de Francia!
Ana de Bretaña apareció en el umbral de la cámara. Sus ojos brillaban, pero conservaba intacta la serenidad en el porte.
—Majestad, el físico sabe exactamente cuál es la dolencia que afecta a vuestro hijo —anunció al rey—. El delfín estará bien en unos días.
La noticia no satisfizo al monarca.
—Por si acaso, no dejéis de rezar, señora —recomendó con severidad—. Vuestra suerte y la del reino están unidas a la salud de esa criatura.
Y esta vez, lo que Luis de La Trémoille detectó en los ojos de la reina fue una inmensa angustia.
De regreso a Castilla, Fuensalida refirió los pormenores de la boda, pasando por alto los detalles más vergonzosos.
—El duque de Borgoña cumplió con la ceremonia colmándola del respeto que os debe y muestra —relató, con la mirada puesta en Juana—. Aquí os traigo una carta de su puño y letra… Y este obsequio.
Fuensalida entregó a Juana una carta y un estuche. La reina la animó a que lo abriera. Dentro descubrió un vistoso collar de diamantes que causó la admiración de la corte en pleno.
—Soberbio presente —reconoció Chacón—. Grande ha de ser el respeto que encierra.
Fernando se dirigió a la infanta.
—Ahora, hija mía, retiraos y dejad que escuchemos lo que Fuensalida tenga que contarnos.
—¿Creéis, padre, que está de más que la duquesa de Borgoña escuche cómo es su esposo y conozca las tierras que van a ser su nuevo hogar? —replicó, respetuosa, pero con firmeza.
Su intervención provocó cierto estupor entre los cortesanos.
—Hacéis bien en recordarnos lo que más que curiosidad es vuestro deber —respondió Isabel por el rey—. Continuad, Fuensalida.
—El emperador Maximiliano no asistió a la celebración —informó el aludido—. No cabe duda de que su influencia en la corte de su hijo es menor de lo que nos convendría.
—¿Acaso son otros quienes ejercen ese ascendiente sobre su alteza? —inquirió Chacón.
—Aunque joven, parece hombre capaz y cuenta con experiencia de gobierno —afirmó el embajador—. Está bien aconsejado, pero decide según su propio criterio.
—No existe mejor cualidad en un gobernante —zanjó Isabel, complacida—. Y si todos sus consejeros son como el arzobispo Busleyden, podremos entendernos con él sin dificultad.
—Solo hay una pequeña sombra en el cuadro que acabo de pintaros, alteza —se apresuró a indicar Fuensalida.
Todos aguardaron expectantes la explicación. Juana, tanto como los demás.
—Igual que el trato de Maximiliano hacia nuestra Corona es muy favorable —prosiguió Fuensalida—, su hijo Felipe muestra alta estima y querencia hacia nuestro enemigo, el rey de Francia.
—Por haber recibido sus dominios de manos francesas —dedujo Chacón.
Fuensalida corroboró la opinión del noble con un gesto. Isabel descartó el riesgo que suponían tales simpatías.
—Más pronto que tarde, Felipe entenderá que no encontrará mejor y más fiel aliado que Castilla y Aragón —terció la reina.
—Ni más poderoso. La flota que llevará a Juana hasta Flandes se lo demostrará —añadió el rey, confiado.
Aunque la entrega de aquel vistoso collar había sido muy celebrada, no fue alborozo lo que provocó en Juana la carta del archiduque. Al contrario, Isabel la encontró afligida en su cámara, en compañía de Beatriz de Bobadilla.
—¿Qué os ocurre, hija mía? —preguntó la reina, preocupada.
Juana tendió la misiva. Isabel empezó a leerla.
—El archiduque exige que deje de montar a caballo —resumió la marquesa de Moya—. Ha tenido noticia de la afición de la infanta y teme que pueda poner en peligro su futura maternidad.
—¡Como si ya estuviese embarazada! —sollozó la infanta—. Me costaría menos cortarme una pierna. ¡No lo haré!
Isabel dejó la carta. Intentó reconfortar a su hija.
—Calmaos —pidió—. ¿No veis que solo es una muestra de la preocupación que siente por vos?
Juana, desconfiada, no se mostró dispuesta a ceder. Isabel tomó asiento junto a ella.
—María de Borgoña, la madre de vuestro esposo, murió al caer de un caballo, y quedó huérfano a muy corta edad —relató la reina—. Solo trata de protegeros.
El argumento dejó a Juana sin réplica posible. Beatriz de Bobadilla apoyó a su señora.
—Esperad a estar junto a él —sugirió la marquesa—. No os falta ni carácter ni encanto para, una vez allí, conseguir el favor y el apoyo de vuestro esposo en lo que deseéis.
—Beatriz lleva razón —remató la reina, mientras besaba la frente de su hija—. Pero ahora debéis obedecerle. Sois la duquesa consorte y nada ha de poner en entredicho vuestro matrimonio.
Cristóbal Colón había llegado por fin a la corte. Lo primero que hizo fue reunirse con su hijo Diego. Padre e hijo se abrazaron, con gran emoción.
—Me ha costado reconoceros por cuánto habéis crecido —confesó el almirante—. Quería veros antes que a nadie.
—Todos os dieron por muerto —acusó Diego, conmovido.
—¿Vos también? —ironizó Colón—. La corte rebosa de malas lenguas. Espero que vuestro corazón no os llevase a engaño.
—Dudé —admitió el joven—, pero no me dejé convencer.
El almirante extrajo un saquito de fieltro que llevaba oculto en su jubón. Se lo enseñó a su hijo.
—¿Qué es? —preguntó Diego.
—La prueba que coserá muchas bocas —contestó Colón, orgulloso.
Acto seguido, deshizo el nudo que lo mantenía cerrado. Lo volteó en su mano y, con sumo cuidado, dejó caer su contenido. Sobre la mesa rodaron un gran número de perlas de hermoso calibre.
—Un presente para la reina. Pero aún no ha llegado el momento de que las reciba —explicó el almirante, con una sonrisa en los labios.
En cuanto supieron de su regreso, los reyes convocaron a Colón ante ellos. Mucho tenía que contar el marino. Todavía estaba por ver si el susodicho era capaz de rebatir las acusaciones que pesaban sobre él y justificar actos de cariz tan sospechoso.
—¿Qué nos habrá preparado esta vez nuestro almirante? —ironizó Fernando, evocando la teatralidad de sus maneras—. ¿De nuevo veremos una procesión de hombres rojos, animales, plantas… y nada de oro? ¿O hemos de esperar otra cosa?
—Me conformo con una explicación —murmuró Isabel.
La llegada del almirante de la mar Océana fue anunciada con la solemnidad requerida. Los cortesanos presentes en el salón del trono aguardaron su aparición, llenos de curiosidad. La mayoría esperaba otro desfile rebosante de exotismo. De modo que quedaron decepcionados cuando, al abrirse la puerta, solo distinguieron a Colón. Vestía un hábito franciscano raído y calzaba unas sandalias muy gastadas, prendas idóneas para interpretar su papel de víctima a la que han despojado de todo, salvo de su dignidad. Ni Isabel ni Fernando le siguieron el juego.
—Mucho nos alegramos de vuestro regreso —dijo la reina al verlo.
Colón, orgulloso, apenas inclinó la testuz como respuesta.
—¿Qué nos traéis de este viaje, almirante? —inquirió Fernando.
Cristóbal Colón extendió los brazos y mostró sus manos vacías. Un gesto teatral que los cortesanos recibieron entre murmullos. Isabel ocultó hasta qué punto la dejaba atónita la actitud del almirante.
—Nos sorprendéis. Aunque poco, algo más esperábamos —afirmó Fernando, con soltura.
—También yo esperaba, alteza, que respetarais nuestros compromisos y mantuvierais vuestra confianza —repuso Colón.
Isabel no pudo contenerse más.
—¿Qué farsa es esta, almirante, cuando tanto tenéis que aclararnos? —le espetó.
—Señora, para todas vuestras preguntas habrá respuesta —garantizó el marino.
—No merecemos menos, ni otra cosa nos debéis —replicó la reina, desafiante.
Fernando suspiró profundamente y miró a su esposa.
—Encargaos vos, señora —sugirió—. Si lo hago yo, el almirante solo regresará a la mar tras el remo de una galera.
Como en el pasado, Isabel optó por tratar en privado con Colón. Pero esta vez se mostró más contundente y severa. La reina desgranó una a una las denuncias contra el virrey.
—Provocáis una revuelta, los propósitos de evangelización quedan en nada, y para mayor consternación, convertís a los nativos en esclavos, ¡no en cristianos! —enumeró Isabel, enojada.
—Los quinientos nativos enviados se esclavizaron como buena presa, ya que se capturaron durante la guerra —argumentó Colón.
—¡Pero ¿qué guerra es esa?! —espetó Isabel, alzando la voz—. ¿Desde cuándo emprende Castilla guerras que yo desconozco?
El almirante soportó impertérrito la reprimenda.
—¿Qué habéis hecho en esas tierras? ¡Buscar oro, tan solo! ¿Y dónde está el fruto de todos vuestros desvelos? —continuó la reina.
—Ya que he perdido vuestra confianza, entiendo que no hayáis respetado nuestros compromisos —declaró Colón, en apariencia herido.
—¿Cómo puedo seguir confiando en vos? —alegó Isabel—. Desgobierno, luchas, represión… No os envié al otro lado del océano para eso.
El virrey irguió la cabeza y contraatacó.
—A la revuelta de los nativos se unió la desobediencia de los colonos. Obré para mantener la autoridad que me otorgasteis. ¿Qué hubieseis hecho en mi lugar? —preguntó, con suma arrogancia.
—¿Pretendéis que me ponga a vuestra altura? —preguntó la soberana, asombrada.
—No, alteza, vos sois reina y aquí obedeceros es natural. Pero tan lejos de Castilla los hombres mudan y las leyes no se respetan si no se imponen primero —se justificó el almirante. Ante el silencio de la reina, Colón prosiguió con renovada entereza—. Admito mis errores, sin embargo he conseguido mantener las nuevas tierras bajo vuestro dominio. Todo estuvo a punto de perderse, mi señora…
Isabel le sostuvo la mirada, mientras calibraba la sinceridad del marino.
—De haber estado mejor acompañado, sin duda habríais podido hacerlo mejor, eso os lo concedo. Habéis de saber que firmé la cédula creyéndoos muerto —aclaró la reina—. Cuando supimos de vos, ningún otro viaje fue autorizado.
Colón inclinó levemente el mentón, en señal de reconocimiento. Isabel, sintiéndose culpable en el fondo, suspiró.
—Lo hecho, hecho está. Tanto aquí como allí —concluyó.
—Os aseguro que en la próxima expedición las cosas se harán de otra manera —se apresuró a afirmar el navegante, más reconfortado.
—Eso habrá de esperar —advirtió Isabel.
A Colón le causó extrañeza que la reina quisiera demorar la empresa, cuando tanto le había atosigado para emprender la segunda travesía. ¿Aún desconfiaba de él?
—Alteza, urge partir cuanto antes pues todo pende de un hilo —insistió.
—No porfiéis. No es momento para más viajes —zanjó Isabel.
—Permitid entonces que os haga dos peticiones —rogó el almirante—. Instituid un mayorazgo para que mis hijos hereden legalmente mis títulos y beneficios…
—¿Y cuál es vuestra otra petición? —preguntó la reina, sin aceptar ni denegar la primera.
La segunda demanda del marino respondía a la desconfianza que regía las relaciones entre Colón y la Corona. Una falta de entendimiento que amenazaba con comprometer el desarrollo de la empresa de las Indias. En cuanto tuvo oportunidad, Isabel hizo saber al obispo Fonseca que era voluntad de la Corona aceptar la petición del virrey, pues le afectaba en grado sumo.
—Es deseo del almirante que participe en la administración de los asuntos de las Indias alguien que los conozca de primera mano —explicó la reina—. Y yo también lo creo conveniente.
Fonseca se quedó de piedra al escucharlo. Hizo lo posible por disfrazar su conmoción mientras Isabel concluía.
—Así pues, contaréis con la ayuda de otra persona a vuestro lado —anunció la reina.
—¿Consideráis necesario que alguien supervise mi labor? —musitó el obispo, con aparente humildad—. Alteza, si en algo he errado…
—No os aparto de vuestra responsabilidad, monseñor —interrumpió Isabel—. Confío ciegamente en vuestra diligencia.
Fonseca exteriorizó el alivio que le producía tanto el respaldo de la reina como verse liberado de una parte de la pesada carga que llevaba sobre los hombros.
—Lo cierto es que me vendrá bien la asistencia —afirmó—. Se trata de una tarea que un hombre de Iglesia no ejercería salvo por lealtad y sentido del deber.
—Y por ello os estamos muy agradecidos —apuntó Isabel.
—¿Cómo elegiremos a ese hombre con el que habremos de colaborar de forma tan estrecha? —preguntó Fonseca, sibilino.
—Ya ha sido seleccionado: Antonio de Torres —replicó Isabel.
—Ah, el secretario de Colón… Muy apropiado, en verdad, muy apropiado —reconoció el religioso, mientras ocultaba su descontento por no haber sido consultado—. Despreocupaos, alteza, yo mismo lo pondré al tanto de todos los asuntos.
Pero antes de reunirse con Antonio de Torres, Fonseca quiso comprobar si aún contaba con el apoyo del rey. El clérigo intuía que Fernando no estaba al corriente de todo aquello. Con naturalidad, abordó al soberano como si de un encuentro casual se tratara.
—Os agradezco, alteza, que hayáis decidido relajar el peso que recae sobre mis hombros —manifestó el obispo.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Fernando.
Fonseca confirmó sus sospechas.
—La reina… Pensaba que estabais al tanto —dijo, con fingida sorpresa—. Ha puesto a otra persona a mi lado para llevar los asuntos de Indias.
El obispo observó el efecto de la noticia en el rey.
—Para mí será un alivio —aseguró, sin dejar de escudriñar el rostro pensativo de Fernando—, sobre todo cuando las cuestiones de las Indias resultan tan inciertas.
—Lo único cierto es que el almirante nos está saliendo muy caro —murmuró el aragonés.
Fonseca aprovechó para poner de nuevo en entredicho al marino.
—¿Sabéis que cartógrafos reputados aseguran que es imposible que haya llegado a las costas de Asia?
—¿Y dónde fondean nuestros barcos, entonces? —inquirió el rey, extrañado.
—En un archipiélago en medio del océano —afirmó Fonseca.
—Es decir, en ningún sitio… De esa guisa, bien poco ha de conseguirse —masculló Fernando.
—Menos aún si Colón mantiene el monopolio de las travesías —se apresuró a señalar Fonseca—. Y temo que su secretario vele por ello con gran celo.
—¿Qué tiene que ver su secretario en esto? —preguntó Fernando, cada vez más tenso.
—La reina tiene en tanta estima al almirante que ha puesto a mi lado a su hombre de confianza —aclaró, por fin.
Como era deseo del obispo, las piezas terminaron de encajar en la mente de Fernando. Al hacerlo, no fue cosa nimia el disgusto del rey.
—Escuchadme bien. Vuestra misión es controlar a Colón, no que él os controle a vos —arengó al obispo—. ¿Queda claro?
Fonseca inclinó el mentón. La mirada autoritaria de Fernando siguió fija en él.
—Ocupaos de que así sea —insistió el monarca—. Tenéis mi bendición.
Con bendición o sin ella, a Fonseca le complació el mandato. Ya encontraría el modo de llevarlo a la práctica.
La visita de Beatriz de Braganza a la corte castellana se preparó con gran esmero por ambas partes. Urgía ultimar el enlace entre el rey de Portugal y la infanta María, pues con la unión había de arraigar la concordia que tantos quebraderos de cabeza había supuesto en tiempos pretéritos.
Los soberanos recibieron a la madre del nuevo rey de Portugal con gran solemnidad. Acto seguido, Isabel prefirió saltarse las formalidades. Se levantó del trono y se dirigió al encuentro de la recién llegada para demostrar su afecto y consideración.
—Querida tía… Inmenso dolor nos ha producido la pérdida que ha sufrido vuestro reino —dijo, al abrazarla.
—Sé que vuestras altezas sufren la muerte del rey Juan tanto como yo —respondió Beatriz.
Tía y sobrina mantuvieron durante unos segundos una mirada cargada de sobreentendidos. Desde el sitial, la voz de Fernando interrumpió el momento de complicidad.
—Pero hemos de sobreponernos, pues una nueva era se abre para Portugal y lo hace de la mano de vuestro hijo —señaló—. Por tanto, pese al dolor, mucho nos alegramos de ello.
—Señor, en este tiempo florecerá sin reservas la amistad entre nuestros respectivos reinos —aseguró la enviada del rey Manuel.
—Así sea, porque nunca debió acaecer de otro modo —añadió Isabel, con una sonrisa.
—El rey es joven. Piensa más en el porvenir que en el pasado —atestiguó, complacida, Beatriz—. Hablemos, pues, del matrimonio que sellará nuestra unión.
Los reyes de Castilla y Aragón se mostraron más que dispuestos.
—Mi señor, mi hijo, atesora buenas razones para desear que este asunto prospere… Aunque de manera diferente a lo acordado.
La apostilla alertó a los soberanos.
—¿Acaso el rey de Portugal pone alguna objeción a la alianza propuesta? —preguntó Fernando, con cautela.
—Ninguna —dijo Beatriz de Braganza con una sonrisa—, salvo que desea desposar a otra de vuestras hijas.
En cuanto hubieron escuchado a quién se refería, los reyes prefirieron comunicar la petición en privado a la joven a la que el rey Manuel deseaba por esposa. Sabían que el trance no iba a resultar fácil, pues se trataba de Isabel, princesa de Portugal. La noticia desconcertó a su primogénita.
—¡¿Yo?! ¿Por qué no mi hermana María como estaba dispuesto? —preguntó, perpleja.
—El rey de Portugal argumenta con dos razones —explicó Fernando—: El amor que sus vasallos sienten aún por vos y vuestra edad, que os permitirá darle un heredero sin tardanza.
—Mi vida está solo al servicio del Señor —replicó Isabel, con firmeza—. Cumplí vuestros deseos al no tomar los votos. Pero no me casaré.
Fernando rechazó el desafío de su hija.
—Haréis lo que se os ordene —dijo, tajante.
La princesa volvió su mirada hacia la reina.
—¡Me disteis vuestra palabra! —alegó.
Isabel, impasible, mantuvo la mirada de su hija. Su silencio evidenció que la necesidad de la alianza con Portugal estaba por encima de la palabra dada. Aturdida por tal perspectiva, con los ojos llorosos, la princesa abandonó apresuradamente la estancia. Una vez que estuvieron a solas, Fernando se dirigió a su esposa.
—¿Cómo os comprometéis a algo que no sabéis si podréis cumplir? —preguntó, disgustado.
—Lo consideré preciso para evitar un mal mayor —afirmó la reina.
—¿Y cómo pensáis solucionar este despropósito? El matrimonio con Portugal es indispensable —dijo Fernando, con creciente enojo.
—Pues una de dos: o cede el rey o tendrá que hacerlo la princesa —zanjó Isabel, preocupada.
A decir verdad, no parecía que la solicitada fuera a desistir. Acudió a la cámara de Beatriz de Braganza, que la había protegido y educado durante su estancia en el reino vecino. Isabel se echó implorante a sus pies.
—Sois como una madre para mí —recordó—. Hablad con vuestro hijo, os lo ruego. No es mi voluntad volver a casarme.
Beatriz de Braganza, a pesar de que comprendía los sentimientos de la joven, no se puso de su lado.
—El rey tiene sus razones —musitó.
—Mi hermana es joven pero ya ha alcanzado la edad fértil —insistió Isabel—. ¡No entiendo ese empecinamiento!
Beatriz de Braganza alzó a la joven, tomándola de las manos al tiempo que la miraba con auténtico afecto maternal.
—Sois la princesa de Portugal. Nunca habéis dejado de serlo —explicó—. Allí os tienen en gran estima. Vuestro matrimonio es signo de continuidad.
—Pero Manuel es el heredero legítimo, ¿acaso alguien lo cuestiona? —preguntó Isabel.
—No, pero afianzará su reinado y unirá a todos en torno a la Corona —remató Beatriz.
Aunque entendía el peso del argumento, la princesa se enfrascó en su tozudez, mientras las lágrimas empañaban su mirada.
—Vuestro hijo porta la corona que debió heredar mi querido Alfonso —evocó Isabel—; ¿ha de yacer también con la esposa que tanto lo amó? ¡¿Que jamás ha vuelto a amar a nadie de ese modo?!
Isabel ya no pudo contener el llanto.
—¿Acaso hemos de borrar de esa manera su paso por este mundo? —dijo, entre sollozos.
Beatriz la abrazó y permitió que se desahogara.
—En Portugal conocí el cielo y el infierno. No puedo volver, no lo resistiré. ¡Ayudadme, os lo pido por lo que más queráis! —suplicó Isabel.
Beatriz tomó entre sus manos aquel rostro anegado en lágrimas. Conmovida, habló a la joven viuda con toda sinceridad.
—¿Creéis que para mí fue fácil regresar? Mis recuerdos no eran mejores que los vuestros, os lo aseguro —dijo, mientras le secaba el rostro con sus caricias—. Pero nuestra cuna impone ciertos deberes.
La princesa hizo lo posible por recobrarse. Beatriz, paciente, agradeció el esfuerzo.
—El rey no ignora cuánto dolor os causará revivir vuestra pérdida —aseguró—. Él y yo os ayudaremos.
A pesar de comprender los argumentos de Beatriz de Braganza, a pesar de que agradecía sus palabras, la princesa Isabel se negó a dar su consentimiento.
—Mi señora, he entregado mi vida a Dios. No voy a torcer mi destino —insistió—. Cuento con la palabra de mi madre.
Sin merma del cariño que sentía hacia la joven, Beatriz de Braganza se pronunció con mayor firmeza.
—Alteza, vos y yo sabemos que vuestra boda es decisión tomada.
Que el enlace se diera por hecho devolvió la entereza a la princesa.
—Decidir una boda es una cosa —replicó—. Que se celebre, un asunto bien distinto.
Dicho esto, la joven enjugó el rastro de sus lágrimas y abandonó la cámara con gesto altivo. La madre del rey de Portugal la vio marchar, no sin preocupación. ¿Sería la fe de la princesa obstáculo suficiente para entorpecer la alianza entre sus reinos?
El papa Alejandro y César Borja recibieron en Roma a Fuensalida con incuestionables muestras de cortesía, incluso más acentuadas que en ocasiones anteriores. El joven Borja ya lucía la púrpura cardenalicia. Había protagonizado una carrera fulgurante en la jerarquía eclesial, pues solo contaba una veintena de años cuando la obtuvo.
—Mucho han cambiado las cosas desde la última vez que nos vimos —evocó el pontífice.
—Gracias sobre todo a mi señor, don Fernando —replicó raudo el embajador—, que os liberó de vuestro encierro en el castillo de Sant’Angelo.
—Y expulsó al francés de los territorios pontificios —se apresuró a añadir el Papa—. Siempre le estaremos agradecidos.
—Sin duda es vuestro mejor siervo y aliado —recalcó Fuensalida—, y en serlo se complace.
—Por eso ahora os envía para rogar una compensación —apuntó César Borja, lacónico—. ¿Qué espera de Roma?
Tan directa fue la pregunta del cardenal como la respuesta del embajador.
—La concesión de la Corona de Nápoles —declaró Fuensalida.
Alejandro VI torció el gesto al escuchar la petición. El enviado de Fernando le ofreció una gruesa carpeta repleta de legajos y escritos. César Borja se adelantó para cogerla.
—Estos documentos demuestran la legitimidad de mi señor para ser proclamado rey de Nápoles —indicó Fuensalida.
—Nápoles ya cuenta con uno —murmuró el Papa.
—Pero aún no lo habéis coronado —recordó Fuensalida.
—¿Y qué hay de sus derechos? —masculló Alejandro, molesto—. ¿He de saltármelos?
César Borja intervino en apoyo del pontífice.
—¿Por qué Su Santidad habría de conceder a Fernando lo que denegó al rey de Francia? —inquirió.
Fuensalida señaló el abultado cartapacio que acababa de entregar.
—Las razones están en vuestras manos. Fernando es el legítimo heredero del último rey legítimo de Nápoles —alegó—. Este nunca debió dejar la corona a un hijo bastardo.
—Vuestro rey es un Trastámara. Todo el mundo sabe que su dinastía la fundó un bastardo —replicó César, con mala intención.
El Papa, hastiado, alzó la mano para hacer callar a su hijo.
—Decid al rey que estudiaremos su petición —declaró a Fuensalida, para sorpresa del joven Borja.
Gómez de Fuensalida inclinó el mentón, en señal de reconocimiento.
—Pensad, Santidad, cuán sólida sería vuestra alianza con el rey Fernando si accedéis —añadió—. Roma nunca volvería a conocer el peligro.
Una vez a solas con el pontífice, César Borja expresó su extrañeza.
—¿Pensáis darle lo que os pide?
—Hemos de reflexionar —musitó Alejandro—. Sin el contrapeso francés estamos en manos de Aragón.
—Cierto —admitió César—. Mas si le entregáis Nápoles, ¿qué será lo siguiente?
Ni siquiera el renombrado astrólogo del Papa tenía respuesta para tal pregunta. Parecidos temores albergaba Alejandro tanto hacia Fernando como hacia Carlos de Francia. Se sentía rehén de las voluntades de ambos, cuando en teoría su papel consistía, como mínimo, en oficiar de juez y árbitro en los conflictos que enfrentaban a tan importantes reinos de la cristiandad.
Francia, por supuesto, no se había cruzado de brazos. Luis de La Trémoille también había acudido a Roma para tratar de persuadir al pontífice.
—No es ahora de Francia de quien debéis cuidaros —advirtió ante los Borja—. Contener al aragonés es tan conveniente para vos como para mi señor, el rey Carlos.
Coincidía La Trémoille con el pronóstico de los Borja, aunque estos no lo manifestaron.
—Si perdemos el favor del rey de Aragón quedaremos a vuestra merced, bien lo sabemos —masculló Alejandro—. Esto no tiene fin.
—No, Santidad. El rey Carlos cree que ha llegado el momento de acabar esta guerra —corrigió La Trémoille con rotundidad.
Tal afirmación desconcertó a los eclesiásticos. ¿Tanto perjuicio había causado la contienda al francés? ¿Tan seguro estaba Carlos de no poder derrotar a Fernando en el campo de batalla? Esto era lo que podía deducirse de aquel cambio de postura.
—Sin embargo, mi señor no puede consentir que el rey de Aragón se proclame vencedor —aclaró el enviado de Carlos.
—¿Qué os proponéis, entonces? —inquirió César Borja.
—Conseguir que el rey Fernando se siente a negociar la paz, de igual a igual —afirmó La Trémoille.
El Papa se mostró escéptico.
—¿Pensáis que si Roma se lo exige nos complacerá? Ya veo que no lo conocéis como yo —ironizó.
—Mi rey solo os pide que no hagáis nada que pueda fortalecer su posición —puntualizó La Trémoille—. Como, por ejemplo, coronarlo rey de Nápoles.
A los Borja no les sorprendió que La Trémoille estuviera al tanto de las gestiones de Fuensalida.
—De nada sirve que le hostiguemos en el norte de la Península si todo lo tiene ganado en el sur —apuntó el francés.
—¿No teméis que informemos de todo esto al rey de Aragón y pongamos vuestros recelos a nuestro servicio? —interpeló el Papa al embajador.
—No, Santidad. Sé muy bien que no deseáis ser gobernado por el rey de Aragón —replicó el otro, sin inmutarse.
El francés abandonó satisfecho la Santa Sede. Como mínimo, había conseguido retrasar la entrega de Nápoles a Fernando. Mientras tanto, Francia había iniciado una contraofensiva en varios frentes, con la intención de negociar la paz en mejores circunstancias.
—Los franceses han tomado Salses en el Rosellón y amenazan Asti —anunció Chacón a Fernando—. Han aprovechado que el grueso de vuestro ejército sigue en Nápoles.
—El sur lo dan por perdido —murmuró Fernando.
—Pero tomando Asti, amenazan directamente a Milán —indicó Cabrera, sirviéndose de un mapa.
—¿Qué pretenden? —preguntó el rey, como si reflexionara en voz alta—. ¿Conquistar el Rosellón, ya que no han podido tomar Nápoles? ¿O solo que dejemos desprotegido el reino para volver a hacerse con él?
—Mientras Fadrique siga en Nápoles, no estaremos seguros allí —opinó Chacón—. Con él, el francés siempre encontrará apoyo.
—Lo sé —asintió el rey—. Urge conseguir la Corona.
Y sabe Dios que para ello Fernando estaba dispuesto a lo que fuera. El aragonés se dirigió al marqués de Moya.
—Escribid a Fuensalida —ordenó—. El Papa debe dar satisfacción a nuestra demanda sin demora.
—¿De lo contrario? —inquirió Cabrera.
—Quizá la artillería de Gonzalo sea más persuasiva que la francesa —ironizó el rey.
Aunque todavía faltaba tiempo para que Juana partiera, Beatriz de Bobadilla estaba muy atareada organizando el ajuar de la archiduquesa. Juana, no obstante, parecía ocupar la mente en otras cavilaciones.
—¿Cómo elegisteis a vuestro esposo? —interrogó a la marquesa.
—Lo hizo mi padre por mí —rememoró Beatriz—. Yo solo tuve que obedecer.
—Como mi madre, también tuvisteis la fortuna de que la elección fuese acertada —musitó Juana, pensativa.
Anticipándose a los temores de Juana, Beatriz asintió.
—Así fue. Y así será con vuestra alteza —recalcó.
Beatriz de Bobadilla percibió que Juana no estaba tan convencida.
—Esas lecturas vuestras… —suspiró—. Habéis de saber que amor y enamoramiento son cosas distintas. Si no os sentís enamorada de vuestro esposo no dudéis que, al vivir con él día a día, nacerá el amor.
—¿Y si no es así? —insistió Juana.
—Tratad de que así sea, pues sois mujer —replicó Beatriz, con naturalidad.
—¿Acaso para un hombre es distinto? —se extrañó la infanta—. ¿Por qué?
Beatriz titubeó. Quiso encontrar el modo más adecuado de responder.
—El hombre suele buscar amor fuera del matrimonio, la mujer…
—Entiendo —interrumpió Juana—. Sé cuántos bastardos andan por este mundo de Dios. Yo nunca consentiría algo así.
Beatriz la miró con cierta condescendencia. Se percató al instante y le dio la espalda para seguir plegando y ordenando las telas. Juana quedó de nuevo pensativa.
—¿No es acaso cierto también que algunas mujeres no han vuelto el rostro cuando el amor se ha presentado ante ellas? —preguntó, tras unos instantes.
—Unas perdidas —murmuró la marquesa, con desdén.
—También ha habido reinas entre ellas —recordó Juana—. ¿No conocéis la historia de Helena y Paris, o Ginebra y Lanzarote?
Beatriz de Bobadilla la miró, pasmada. Juana se percató.
—Pido a Dios que me proteja para que nunca llegue a conocer un amor de esa guisa —aclaró—. En él solo parece haber destrucción e infortunio. Sin embargo, reconoced que una pasión tan intensa…
Beatriz alzó la voz con severidad.
—Pero ¿qué ideas son esas? —reprendió a la infanta.
—No me malentendáis —corrigió Juana—. Solo temo que en asuntos del corazón Dios escriba con renglones mucho más torcidos que en otros…
Dicho esto, Juana volvió a sus quehaceres, ensimismada. Pero la actitud de la infanta ya había provocado la sospecha en la marquesa. Desde ese momento, con gran discreción y sin que la joven lo percibiera, Beatriz de Bobadilla estuvo pendiente de todos sus movimientos. Rezó para que nada grave hubiera que constatar. Sus plegarias fueron escuchadas hasta que comprobó, con sus propios ojos, que Juana no había dejado de cabalgar pese al mandato de su esposo Felipe.
La marquesa de Moya sintió que era su deber poner los hechos en conocimiento de su señora, y así lo hizo. Cuando al día siguiente Juana se disponía a montar la yegua que había ordenado ensillar, la reina le salió al paso, a lomos de una cabalgadura.
—¿Permitís que os acompañe? —preguntó a su hija, sin la menor acritud.
Descubierta, Juana aceptó. La reina quería que su hija le abriera el corazón. Descendieron de sus monturas en un claro y la infanta accedió a compartir sus temores.
—Tengo miedo, madre —admitió—. Es la única y triste excusa que puedo daros por mi desobediencia. Temo verme sola y lejos de todo lo que amo.
—Vais a un lugar extraño pero nunca estaréis sola —tranquilizó Isabel a su hija—. Con vos irá gente de confianza que os servirá y acompañará.
La comprensión que halló en su madre conmovió a Juana. Ello la animó a plantear aquello que tanto apuro le causaba.
—¿Me amará mi esposo? —preguntó.
—¿Acaso vos no participaréis para que eso ocurra? —repuso Isabel.
Juana asintió. Pero no era explicación que calmara su inquietud, o al menos así lo entendió Isabel.
—Sois fuerte e inteligente, hija mía —dijo la reina, compasiva—. No es mi deseo engañaros. Sabed que el amor no es lo más importante en un matrimonio como el vuestro.
—¿Habríais podido vivir vos sin amor? —quiso averiguar Juana.
—Todo hubiese sido mucho más difícil… Pero lo habría conseguido —suspiró Isabel, tras pensárselo—. Como vos, llegado el caso, porque os he educado para que os apoyéis en vuestra dignidad y en el amor a Dios.
La expresión de Juana se tornó sombría.
—Amo a Dios, pero a mí no me ofrece tanto consuelo como parece daros a vos o a mi hermana Isabel —confesó.
—Porque sois joven y aún no habéis sufrido ni necesitado tanto de Él —dijo la reina, y apretó su mano con gran afecto.
Juana bajó la cabeza, avergonzada. Isabel la tomó por la barbilla con suavidad.
—Os habéis comportado como una niña —musitó.
Juana, sonrojada, volvió a apartar la mirada.
—No sé si podré volver a montar ni qué otras cosas se me prohibirán —murmuró—. Solo he querido…
Isabel interrumpió a su hija.
—Os entiendo —afirmó—. Pero espero que hayáis disfrutado de nuestro paseo a caballo, porque no habrá otro hasta que salgáis de Castilla.
Juana acató tan dolorosa restricción. Isabel besó a su hija con ternura. Sin embargo, un velo de inquietud nublaba la mirada de la soberana.
A decir verdad, la rebeldía de Juana y la negativa de su hermana Isabel podían poner en entredicho el mapa de alianzas tejido por los reyes. Bien era cierto que las palabras de Beatriz de Braganza habían calado en la princesa de Portugal. Tras haber reflexionado, Isabel llegó a la conclusión de que su sentido de la responsabilidad podía compatibilizarse con su vocación religiosa. Estaba tan segura de ello que, ya que había renunciado a la vida contemplativa, determinó que su boda prestara un gran servicio a la Iglesia. Con tal idea se presentó ante su madre, la reina, y Beatriz de Braganza.
—Aceptaré mi matrimonio si se cumple una condición —declaró.
Beatriz de Braganza sonrió y dio por hecho que la joven había entrado por fin en razón.
—Vuestro esposo en todo querrá complaceros. Decidnos qué habéis pensado.
—Una condición tan grata al Señor que si es aceptada me entregaré incluso feliz al matrimonio —respondió la princesa—. Y si no, nadie podrá decir que, eludiéndolo, falto a mi deber.
La reina Isabel y Beatriz de Braganza, con cierta expectación, aguardaron la revelación de su deseo.
—Desposaré a Manuel solo cuando haya expulsado a los judíos de su reino —manifestó la princesa.
Sus interlocutoras quedaron asombradas.
—Alteza, no es fácil cumplir tales condiciones de un día para otro —alegó Beatriz.
—Puedo esperar.
—¿Y cuáles son las razones de vuestra petición? —inquirió la reina.
—¿Acaso lo que es bueno para vuestro reino deja de serlo para aquel al que queréis enviarme? —replicó su hija.
No lograron que la joven cambiara de parecer. En privado, Beatriz de Braganza y la reina Isabel valoraron la exigencia de la princesa.
—Es solo un artificio para eludir su deber —intuyó la Braganza—. ¿Pensáis ceder?
—Sabéis cuánto me importa este enlace —dijo Isabel, atribulada—. Y a Castilla le conviene que María quede disponible para otra alianza. Pero la princesa cumplió cuando le tocó y es cierto que le di mi palabra. —La reina hizo un último intento ante su tía—. Evaluad cómo transcurren las cosas. María no es menos hija nuestra que Isabel —sugirió.
—El rey ha sido determinante. Solo se desposará con la princesa Isabel —zanjó Beatriz, para mayor preocupación de la reina.
Entretanto, Antonio de Torres, secretario de Cristóbal Colón, se presentó en la corte a requerimiento del obispo Fonseca. Había de tomar posesión de su nuevo cargo en la empresa de las Indias. El religioso, que había preparado la reunión a conciencia, salió a su encuentro con una gran sonrisa.
—Señor de Torres, ¡en buena hora os envía Dios! —celebró el clérigo.
—Gracias monseñor —replicó el secretario, tras besar el anillo episcopal—. Vengo dispuesto a ofrecer toda mi experiencia al servicio de sus altezas y del almirante.
—Yo mismo os pondré al día de todos los asuntos —aseguró Fonseca, y le indicó que tomara asiento—. Espero que pronto estéis preparado para coger el relevo.
A Torres le sorprendió el comentario. Fonseca fingió no darse cuenta mientras escanciaba vino de una jarra.
—Probad este vino —sugirió—. No hay otro igual en Castilla.
Antonio de Torres lo saboreó y apreció la calidad de la bebida.
—No está mi paladar acostumbrado a caldos de esta naturaleza.
Fonseca rellenó la copa con generosidad.
—Todo llega en esta vida —dijo, evocador.
De pronto, aún con la jarra en la mano, el obispo se lo quedó mirando.
—Disculpad, ¿es este vuestro mejor tabardo?
Antonio de Torres alisó y sacudió un poco la prenda con el dorso de la mano, mientras se justificaba.
—Desembarqué y me puse en camino de inmediato.
Fonseca interrumpió con un gesto el alegato del hombre de confianza del almirante.
—Hay cosas a tener en cuenta en la corte —manifestó con cierta vehemencia—. Una de ellas es vestir de acuerdo al rango que se disfruta.
A continuación, dejó la jarra sobre la mesa. De un pequeño cofre sacó una bolsa de dinero. Sin darle la menor importancia y con absoluta naturalidad, se la entregó a Torres, quien, cohibido, dudó en cogerla o rechazarla. El obispo insistió, con un ademán resuelto.
—Pronto podréis tener un guardarropa a la altura de lo que se espera de vos. Y joyas, perfumes. —Fonseca lanzó una sonrisa llena de picardía a su interlocutor—. En eso podréis gastar más de lo que es apropiado en un obispo…
—¿Tan magnánimos son los reyes? —inquirió Torres, extrañado.
—Desde luego —aseguró Fonseca—. Y la reina, en lo que toca a Colón y su empresa, no repara en gastos.
—El almirante nunca me refirió tal cosa —replicó, muy serio, el secretario.
Fonseca bajó la voz.
—En ciertas materias, vos también habréis de ser reservado —musitó.
De inmediato hizo un gesto como si se contuviera para no revelar maledicencia alguna. Antonio de Torres interpretó su silencio tal y como Fonseca deseaba. No, no era el vino lo que hacía brillar los ojos del secretario, sino la codicia y la incipiente sospecha.
—No lo dudéis, amigo mío, hoy empezáis una nueva vida —ratificó Fonseca—. Mucho se espera de vos y es de justicia que seáis compensado.
Antonio de Torres, por fin, guardó bajo su tabardo la bolsa repleta de monedas.
—Decid, si tan provechosa ha de ser la labor, ¿cuán «justa» resulta la compensación? —preguntó.
—Pedid y se os dará —aconsejó el obispo, con una sonrisa cómplice.
Torres negó con la cabeza.
—Hacedlo vos por ambos —sugirió—, pues en responsabilidad y todo lo demás hemos de ir a medias.
—No, amigo mío —suspiró Fonseca—. Pronto me otorgarán una diócesis más próspera. Allí me retiraré dejándoos al frente de todos estos asuntos.
Torres asintió, dispuesto a asumir tan pesada carga. Por supuesto, enmascaró cuán grata le resultaba la idea de no tener que compartir aquel maná con nadie.
—Doble será entonces vuestra tarea —advirtió Fonseca—. Tenedlo en cuenta a la hora de elevar vuestra petición a la reina.
Fuensalida recibió la misiva en la que Fernando urgía al pontífice para que lo coronara rey de Nápoles. De inmediato, el embajador acudió a la Santa Sede para entregársela al Papa. Pero en su camino se interpuso César Borja.
—Entregadme el mensaje de vuestro rey y yo mismo me ocuparé de hacérselo llegar —propuso el cardenal.
—Tengo instrucciones de entregárselo a Su Santidad personalmente —insistió Fuensalida.
—Entonces habréis de esperar hasta su regreso —replicó el joven.
—¿Ha abandonado Roma? —preguntó el embajador, extrañado.
El purpurado se limitó a asentir. Tanto misterio consiguió exasperar al representante del rey de Aragón.
—¿Y puedo saber dónde se encuentra? —masculló.
—A estas horas estará descansando en Nápoles —contestó César Borja, ocultando su regocijo.
La noticia cayó como una losa sobre Fuensalida. Peor aún fue conocer el motivo del viaje papal. Pero nada comparable al estupor del rey Fernando al enterarse.
—¡¿Cómo que el Papa se ha atrevido a coronar a Fadrique en Nápoles?! —bramó—. ¡¿Esa es su respuesta a mi requerimiento!? ¿Así nos compensa por haberle sacado a los franceses de encima?
—El mensaje es claro —expuso Chacón—. No quiere que Francia extienda su influencia en Italia, pero tampoco va a permitir que lo haga Aragón.
—El Papa os ha burlado, señor —dijo Cabrera—. Los franceses continúan hostigándonos en el Rosellón. La traición de Roma nos ha hecho perder nuestra ventaja.
Furioso, el rey barrió la mesa de un manotazo y lanzó por los aires todo cuanto se hallaba sobre ella.
—¡Hijo de las mil…!
Ante sus consejeros, Fernando hizo lo posible por recobrar poco a poco la calma.
—Lo teníamos al alcance de la mano —dijo entre dientes—. Todo ha cambiado en unas semanas. Todo. Pero de nada sirve lamentarse.
El rey volvió la mirada hacia Chacón y Cabrera.
—Los franceses no llevan las de ganar —concluyó—. Pero con Fadrique en el sur y ellos amenazando el norte, tampoco nosotros.
—Solo nos resta un camino… —murmuró Chacón.
Todos guardaron silencio. Fernando, cariacontecido, corroboró por fin el dictamen de don Gonzalo.
—Haced venir a un escribano —ordenó—. Voy a dictar las instrucciones para Fuensalida.
Terminados los preparativos para el viaje, llegó el día en que los reyes hubieron de despedirse de Juana. Isabel había insistido en acompañarla hasta Laredo, desde donde zarparía la armada. También Beatriz de Bobadilla viajaría con ellas, y continuaría la travesía hasta Flandes, pues formaba parte del séquito de Juana.
Todos los presentes eran conscientes de que Juana, con toda probabilidad, nunca regresaría a Castilla. De modo que la despedida, en esta ocasión, tenía visos de ser definitiva. El rey Fernando, muy emocionado, besó y abrazó a su hija.
—Aunque el ancho reino de Francia nos separe, sabed que velaré por vos en la distancia, noche y día —le aseguró.
—No habrá reino que impida la llegada hasta mí del amor que me profesáis —replicó Juana, conmovida.
El rey tomó las manos de la archiduquesa para decirle sus últimas palabras antes de partir.
—Contad con mi bendición, amada hija. Nunca olvidéis de dónde venís, ni quién sois.
La despedida más dolorosa se produjo días más tarde, en la bahía de Laredo, entre madre e hija. Ambas se alojaron en la nave que conduciría a Juana hasta su destino. Llegado el momento de separarse, una sombra de preocupación cruzó el semblante de la archiduquesa. Al ver que la reina lo percibía, se recompuso.
—No temáis —dijo—. Mi corazón parte henchido y su calor me reconfortará por más frío que encuentre en Flandes. Todo mi afán se concentrará en ser tan buena esposa y soberana como vos.
—Pido a Dios entonces que vuestro marido os merezca y os haga feliz —replicó la reina, muy emocionada.
Isabel besó por última vez a su hija.
—Siempre estaréis en el pensamiento de vuestra madre y de los que aquí os quieren bien —añadió, mientras contenía las lágrimas.
Isabel abandonó la carraca. Beatriz de Bobadilla la acompañó a tierra.
—Nada le faltará. Yo cuidaré de ella —aseguró al despedirse.
Isabel tomó agradecida la mano de su amiga.
—Nunca volveré a verla —sollozó la reina—. Tras ella partirán sus hermanas… ¡Y es Juana la que teme por la soledad!
La armada abandonó Laredo en la madrugada del 22 de agosto de 1496, cuando por fin los vientos soplaron favorables. Zarpó un centenar largo de naves, con más de dos mil tripulantes a bordo. La archiduquesa viajaba en la carraca mayor, de nombre La Lomelina. A la flota le esperaba una larga y accidentada travesía.
Mientras el príncipe Juan practicaba con la espada con su padre, en presencia de Gonzalo Chacón y de Beatriz de Braganza, sucedió algo singular. Fernando, llevado por su ímpetu, imprimió al ejercicio tal ritmo que fatigó al joven. Sudoroso y extenuado, Juan terminó por desvanecerse.
Los presentes acudieron en su ayuda de inmediato. Pero a Chacón le sorprendió el peculiar interés que despertó en Beatriz de Braganza el mareo del heredero, cuya salud había sido frágil desde la infancia. Un inquietante pensamiento cruzó la mente del noble. Sin embargo, otra noticia aún más triste requirió su atención. La propia Beatriz la dio a conocer.
—He de partir hacia Arévalo —dijo, conmovida—. Mi hermana, la madre de vuestra señora… Se muere.
Todos, en particular Fernando, quedaron apesadumbrados.
—Y la reina tan lejos —murmuró.
Beatriz de Braganza quiso marchar en esa misma hora. Gonzalo Chacón insistió en acompañarla. Fernando, por su parte, decidió ir al encuentro de Isabel, que aún se hallaba en viaje de regreso desde Laredo.
—Temo que no lleguéis a tiempo a Arévalo —vaticinó Beatriz—. Despidámonos, pues desde allí continuaré mi viaje a Portugal.
—¿No esperaréis a mi esposa? —preguntó el rey.
—Sé de buena fe que hice todo lo que debía en vuestra casa —afirmó—. Si hay boda o no, ya no está en mis manos.
Cuando Beatriz de Braganza y Gonzalo Chacón llegaron a Arévalo, la madre de la reina aún vivía. No esperaban que doña Isabel los reconociera, pero la conciencia la reconfortaba en las postreras horas, a pesar de que en tantas ocasiones había dado muestras de demencia… y también de arrepentimiento.
—Mi vida ha durado más de lo que debía —susurró—. Espero que la muerte sea más justa conmigo.
Quiso la reina madre agotar sus fuerzas reclamando la unión entre Castilla y Portugal.
—Estrechad los lazos de ambos reinos —rogó con insistencia—. Quiera Dios que un día formen uno solo.
Un lúgubre estertor interrumpió su frase. Doña Isabel sintió que el fin estaba próximo.
—Decid a mi hija —ordenó a Chacón— que mi último pensamiento es para ella.
La reina murió con la mano de su hermana Beatriz entre las suyas. Chacón, a quien tan penosos recuerdos traía aquel trance, envió al instante un mensaje para Fernando con un emisario.
—Llevad la nueva al rey —dispuso el noble—. Si no ha pasado por Dueñas lo esperáis allí. De lo contrario, seguidlo hasta darle alcance.
Esa noche, durante el velatorio de doña Isabel, Gonzalo Chacón decidió averiguar si sus suposiciones eran ciertas. Había algo en el empeño del rey Manuel por casarse con la princesa Isabel que le resultaba turbador. El deseo expresado por la fallecida le dio pie para iniciar la conversación con Beatriz de Braganza.
—Temo que tarde en cumplirse, si algún día lo hace… —dijo Chacón, en voz baja—. Portugal y Castilla no están llamados a ser un reino.
Beatriz de Braganza lo miró en silencio. El noble se acercó a ella y todavía bajó más la voz.
—El príncipe Juan será el próximo rey de Castilla y de Aragón —dijo—, por mucho interés que pongáis en casar a la princesa con vuestro hijo.
—Dios lo quiera —respondió Beatriz—. Pero he vivido lo suficiente para saber que nada es seguro… Y menos cuando de heredar una corona se trata.
Chacón apartó ligeramente la mirada. Acudieron a su memoria las muertes de los dos Alfonsos, el de Castilla y el de Portugal. Beatriz confirmó las sospechas de Chacón, pues no se esforzó por ocultar el auténtico motivo de preferir en el trono a la princesa Isabel, en vez de a la infanta María.
—Vos sabéis mejor que yo cuán débil es la naturaleza del príncipe —expuso Beatriz, con total entereza—. Si Dios lo llamase a su lado, ¿no aseguraría la unión de la princesa Isabel y de mi hijo el porvenir de nuestros reinos?
En su fuero interno, Gonzalo Chacón debía admitir que tal posibilidad se aproximaba muchísimo a una certeza. Isabel era la primogénita de la monarquía castellana, la siguiente en la línea de sucesión por detrás de Juan. Pero, por sensato que fuera, el razonamiento de Beatriz lograba mortificarlo.
—Castilla y Portugal unidos —evocó Beatriz—. ¿Os dais cuenta del reino que surgiría?
—No adelantemos acontecimientos —murmuró Chacón—. Quiera Dios que el príncipe Juan reine por muchos años.
—Amén —corroboró Beatriz—. Pero gobernamos, y nuestra obligación es prever y evitar lamentarnos por lo que pudimos hacer y no hicimos.
Chacón optó por guardar silencio. Que su intuición fuera acertada no lo reconfortaba. Menos aún tener que reconocer la habilidad de la maniobra portuguesa.
—La princesa Isabel ha de convertirse en la esposa de mi hijo —insistió Beatriz, persuasiva—. Y vos estáis de acuerdo.
—¿Por qué no habéis hablado a la reina con claridad? —repuso el castellano.
—Mi sobrina no me lo hubiera permitido —suspiró—. Pero a vos… A vos sí os escuchará.
Cuando Isabel vio que Fernando venía a su encuentro en mitad del viaje, dedujo que algo grave había sucedido. La noticia del fallecimiento de su madre le atravesó el corazón.
—Abrazadme con fuerza —rogó a su esposo—. Dadme todo el amor con el que aún puedo contar.
Refugiada en sus brazos, Isabel confesó cuán vulnerable se hallaba ante los últimos acontecimientos.
—Siento como si de una en una fuesen cayendo las hojas del árbol de mi vida —susurró.
—Así lo quiere Dios —repuso Fernando, mientras la estrechaba contra él—. El invierno llegará y tanto vuestro tronco como el mío quedarán desnudos, pero juntos, protegiéndose uno al otro del viento y del frío.
Tras el solemne funeral por Isabel de Portugal, la reina quiso honrar a Gonzalo Chacón por acudir junto al lecho de la agonizante.
—No sabéis cómo os agradezco que me trajeseis las últimas palabras de la reina madre —dijo, mientras tomaba su mano con una sonrisa triste en el rostro.
Gonzalo Chacón consideró llegado el momento de desvelar las intenciones de los portugueses.
—Por desgracia, también he de comunicaros algo que os hará daño —suspiró—, por lo que os pido perdón de antemano.
—Podéis decir cuanto queráis, es difícil que podáis herirme —replicó la reina.
—Por el amor que os profeso y por el que vos sentís por Castilla me atrevo —manifestó el noble—, pese al dolor que os embarga en estas horas.
—¿De qué se trata? —inquirió Isabel, previendo la gravedad del asunto.
—Del motivo por el que el rey Manuel prefiere a la princesa Isabel en vez de a la infanta María —respondió Chacón—. Si algo torciese los planes sucesorios, la unión entre el rey de Portugal y la princesa también sería la mejor opción para Castilla.
A Isabel le sorprendió que el noble considerara tal eventualidad. De repente, comprendió a qué se refería, pues solo la desaparición del heredero podría alterar la línea sucesoria. La idea hizo palidecer a la reina.
Chacón relató lo hablado con Beatriz de Braganza. Se mostró favorable al enlace de Isabel con el rey Manuel y descartó cualquier otra combinación. Quedaba pendiente que el portugués aceptara expulsar a los judíos de su reino, tal y como había exigido la princesa.
Pero Isabel no podía apartar de su mente el riesgo de perder a su hijo. Ella, mejor que nadie, sabía de la fragilidad de la salud del príncipe. Sin embargo, que Juan pudiera enfermar y fallecer le resultaba una idea tan lacerante que la había desterrado de su pensamiento.
Esa noche, Isabel entró en la cámara de su hijo. Se acercó a él y le acarició los cabellos con ternura.
—Mi ángel, dormid tranquilo —susurró, conmovida—. Siempre cuidaré de vos.
La reina veló el sueño del príncipe durante horas, como si su presencia pudiera alejar la posibilidad de que su hijo sufriera daño alguno.
Gómez de Fuensalida comunicó a los Borja la reacción de Fernando al conocer que el papa Alejandro había coronado a Fadrique como rey de Nápoles.
—¡Habéis demostrado a mi rey que más se gana atacando al Papa que defendiéndolo! —dijo, mientras blandía la misiva del aragonés.
—Decid al rey Fernando que no entienda como ofensa la coronación de don Fadrique —replicó sereno el pontífice—. Todo reino necesita un rey y el caso que elevó vuestro señor necesita estudio y reposo.
—Temo que la reacción de mi señor turbe vuestro sosiego durante largo tiempo, Santidad —advirtió el embajador—. Roma habrá de hacer frente a las consecuencias.
Fuensalida partió de la Santa Sede. Su amenaza inquietó a los Borja.
—¿Dais crédito a sus palabras? —preguntó el cardenal.
—Pronto veremos si lo merecen —masculló Alejandro, preocupado.
Su Santidad poco podía terciar ya en la guerra entre Carlos y Fernando, como había deseado el francés. Sin embargo, la pugna por Nápoles desangraba a los rivales. No hacía sino esquilmar los tesoros de sus respectivos reinos, sin que ninguno tuviera una posibilidad clara de victoria sobre el contrincante. Era conveniente negociar cuanto antes el cese de los enfrentamientos.
Bajo el mandato de sus soberanos, Luis de La Trémoille y Gómez de Fuensalida se reunieron para explorar si un acuerdo era posible.
—¿Qué pide Francia a cambio de devolver Salses y replegarse en el Rosellón? —preguntó Fuensalida.
—Para empezar, que vuestro señor frene sus ambiciones a la Corona de Nápoles —replicó La Trémoille.
—¿Y dejársela a Fadrique, que seguirá los dictados del rey de Francia como una bestia amaestrada? —objetó Fuensalida con aspereza.
Los diplomáticos se miraron en silencio unos instantes.
—Ninguno de nuestros señores cederá sin más —murmuró La Trémoille.
—Entonces, hagamos una tregua y negociemos —propuso el embajador de Fernando.
Luis de La Trémoille disimuló su satisfacción. La paz que perseguía estaba más cerca y era posible alcanzarla en mejores condiciones que meses atrás. Fingió cavilar unos instantes y, por fin, accedió.
—Con una condición indispensable: el Papa ha de quedar al margen —se aprestó a añadir Fuensalida.
—Su Santidad es un estorbo. Solo así podremos llegar a un acuerdo que satisfaga a ambas partes —confirmó La Trémoille.
Fuensalida esbozó una sonrisa.
—Quizá no sea tan complicado. Estudiemos cuál de nuestros señores tiene más derecho a la Corona de Nápoles —propuso—. Y busquemos cómo compensar al que renuncie a ella.
—Llevaré vuestra petición al rey Carlos —anunció el francés—. Estoy convencido de que nos entenderemos.
A su regreso a Portugal, Beatriz de Braganza fue recibida por su hijo, el rey. Manuel se adelantó hasta ella para ofrecer sus condolencias.
—Mucho siento la muerte de vuestra hermana Isabel —dijo, mientras abrazaba a su madre.
Tras haber agradecido el pésame, Beatriz de Braganza abordó el espinoso asunto del enlace entre la princesa Isabel y su hijo. A Manuel le había desagradado la exigencia de la expulsión de los judíos.
—No me parece buen comienzo aceptar una condición tan imperiosa de la princesa —manifestó, muy serio.
—Hacedlo —exhortó Beatriz.
—¿Y permitir que Castilla dicte la política de mi reino? —repuso Manuel, sorprendido—. ¿Qué pensarán los nobles?
—¿No está en vuestro ánimo expulsar a los herejes del reino? —alegó la Braganza.
Manuel, devoto de la fe católica, no pudo sino asentir.
—Aceptad entonces la voluntad de la princesa —concluyó su madre—, pues os aseguro que mucho tenéis que ganar.
Cuando Beatriz de Braganza refirió lo que había visto en Castilla, Manuel no dudó en seguir su consejo. De inmediato, comunicaron a la reina Isabel que los judíos serían expulsados de Portugal. El enlace, por tanto, era posible.
La propia Isabel se lo dio a conocer a la princesa.
—Es mucho lo que Castilla y la cristiandad deberán a vuestra voluntad —afirmó—. Vuestro destino va a cumplirse. Seréis reina de Portugal.
A solas y en silencio, la princesa se encomendó a Dios para que la ayudara a aceptar aquel azar impuesto contra su vocación. Nada mencionó sobre el de los judíos condenados al éxodo para compensar tan piadosa renuncia.
Entretanto, Fernando e Isabel requirieron la presencia del obispo Fonseca y del almirante Colón para comunicarles una decisión que ninguno esperaba.
—Señores, hemos de poner en marcha una nueva expedición cuanto antes —anunció Isabel.
A Colón, en particular, le sorprendió el cambio de opinión de la Corona. La reina lo percibió.
—No eran esos nuestros planes, como bien sabéis —dijo en dirección al marino—. Agradecédselo a nuestros vecinos. Han llegado informes que atestiguan que Portugal va a iniciar otra expedición a las Indias.
—Hemos perdido un tiempo precioso y ahora no podemos dejar que nos tomen la delantera —ratificó Fernando.
—¿Son de confianza esos informes? —preguntó Fonseca.
—La expedición la comandará un tal Vasco de Gama —confirmó la reina.
—Alteza —intervino el almirante—, ¿no falta alguien en esta reunión?
—Os referís a Torres, vuestro secretario… —supuso Isabel—. Me hizo llegar sus condiciones. Más se asemejaban a las de un corsario que a las de un servidor de la Corona. En modo alguno podía aceptarlas. Él mismo se ha situado al margen.
Colón se percató de la mirada que cruzaron Fernando y Fonseca, por discreta y fugaz que esta fuera. Bastó para que el navegante atara cabos.
—Organizaréis el viaje con Fonseca —dijo la reina—. ¿Estáis dispuestos?
—Siempre a vuestro servicio, alteza —se apresuró a contestar el obispo.
Colón demoró unos instantes la respuesta. O colaboraba con el religioso, o quedaba fuera de la empresa. No sin amargura, el almirante terminó por aceptar.
Mas al abandonar el salón del trono, a solas con Fonseca, Colón le cerró el paso.
—¡Confesad! —exigió el virrey, muy irritado—. ¡Vos sois el causante de la desgracia de Torres! ¡Por fin puedo ver cara a cara a mi enemigo!
—Tranquilizaos, almirante —repuso Fonseca con cierta condescendencia—. No estoy contra vos, solo contra aquello que perjudica a la Corona.
—Haré lo imposible por despojaros de vuestra máscara —amenazó Colón—. ¡Que la reina sepa cómo actúan sus fieles servidores!
La amenaza no mermó la flema del obispo.
—Haced cuanto consideréis oportuno —dijo—. Pero más os valdría apuntalar vuestra posición que socavar la mía. —Acto seguido, Fonseca describió, parsimonioso, la vulnerable situación del almirante—. Hay una cédula firmada que suprime vuestro monopolio y no se ha revocado —advirtió—. Tampoco sois el único que ha ido y vuelto de las Indias. Almirante, ya no sois imprescindible.
Cristóbal Colón asumió el diagnóstico con gran dignidad, haciendo gala de su acreditado orgullo. Lo contrario hubiera sorprendido a Fonseca.
—No os sintáis de menos —remató el obispo, con una sonrisa irónica—. Ninguno lo somos.
Sin embargo, ante su hijo Diego, Colón se mostró tan deprimido y decepcionado como en realidad se sentía.
—La corte es peor que la más peligrosa selva, que la tormenta más voraz en medio del océano —le previno—. ¡Debéis cuidaros incluso de vuestra sombra!
Entristecido, Diego contempló a su padre en silencio.
—¿Guardáis lo que os di al llegar? —preguntó el almirante.
Diego asintió. Levantó una losa del suelo y del hueco extrajo la bolsa que le había dado su padre. El almirante la tomó en sus manos, sopesándola, y la abrió. Padre e hijo contemplaron las perlas.
—Esto es solo una muestra —aseguró Colón—. Hay muchas más en una bahía que solo yo conozco. Pueden convertirse en nuestra salvación. Guardadlas y no digáis nada de esto a nadie.
—Así lo haré, padre —garantizó Diego.
El virrey de las Indias cerró la bolsa y la devolvió a su hijo.
—Cuando parta, quedaréis a la espera de lo que os haya de mandar —ordenó—. Y recordad: estáis solo, ¡solo! ¡No confiéis en nadie!
La insistencia desesperada de su padre estremeció al joven. Pasaría tiempo hasta que Diego comprendiera cuán acertada era su admonición.
La poderosa armada que conducía a Juana hacia Flandes fondeó en Middelburg. Lo hizo tras un periplo azaroso, debido a una mar que parecía oponerse a que la archiduquesa alcanzara su destino. Durante varias jornadas, la flota padeció las embestidas despiadadas de las olas. Una de las naves, la que transportaba el ajuar de la infanta, naufragó, y no hubo más remedio que lamentarse de perder el contenido y, con él, la fortuna gastada en conseguirlo.
Después de semejante viaje, Juana fue bien acogida por las autoridades y los notables de la localidad, mas hubo de esperar largo tiempo hasta conocer a su nueva familia y, en particular, a su esposo.
Así transcurrieron las primeras jornadas de la archiduquesa, mientras descubría aquellos parajes donde el gusto por el lujo y la exhibición de la riqueza contrastaba con la austeridad imperante en la corte de Isabel. Margarita de York, la abuela de Felipe, y Margarita de Habsburgo, hermana del archiduque, se reunieron por fin con ella.
—Excusad nuestra tardanza —se disculpó la joven flamenca—. He sabido de vuestro accidentado viaje.
Juana se sintió observada por la abuela de su esposo. Margarita, por el contrario, la trató con gran cordialidad.
—Mi hermano Felipe me pide que os presente sus disculpas. Razones de peso le impiden estar aquí —explicó, consciente del desamparo de Juana—. No obstante, sed bienvenida a Flandes.
A solas en la cámara asignada a la nueva archiduquesa, Margarita pidió perdón a Juana por la frialdad con la que su abuela la había recibido.
—Es una York y detesta que vuestra hermana Catalina despose al hijo del rey que echó a su familia del trono de Inglaterra —explicó—. Y perdonad a mi hermano…
Juana ponderó las amables palabras de su cuñada, que en algo aliviaban su desazón.
—Agradezco esta visita y su intención.
—Pronto yo pasaré por lo mismo que vos —repuso Margarita.
—Confío en que Dios os ahorre un naufragio y permita que vuestro ajuar llegue sano y salvo a Castilla —murmuró Juana, disgustada.
La Habsburgo suspiró.
—También viajaré a una tierra extraña para conocer a mi esposo.
—Que os amará nada más veros —garantizó Juana—. Lo conozco y ahora que os conozco a vos sé que así será.
Aquella seguridad también alivió a su anfitriona.
—¿Cómo es el príncipe? —preguntó Margarita, con gran curiosidad.
—Sincero —respondió su hermana—. Apuesto, noble, también algo impaciente. Quizá por influjo de mi madre, que lo adora, que nos ama a todos tanto…
El recuerdo de quienes habían quedado tan lejos hizo brotar las lágrimas. Margarita, comprensiva, la abrazó.
—Cuando tengáis a vuestro esposo cerca todo será distinto —aseguró.
Superados esos instantes de flaqueza, Juana se repuso.
—Decidme cómo es Felipe —rogó a la joven.
Margarita, como antes había hecho su cuñada, empezó a enumerar las cualidades del archiduque.
—Es alto y apuesto. De conversación ágil…
Pero Margarita no dijo más y bajó la vista. A Juana le extrañó su actitud. Margarita volvió a mirar a su cuñada.
—Apenas lo conozco —confesó—. Esa es la verdad. Me crié en Francia para ser desposada por el rey Carlos. Solo volví cuando contrajo nupcias con Ana de Bretaña. Toda mi infancia estuve lejos de los míos.
Juana se compadeció de la joven. Margarita recobró la compostura.
—Habéis sido afortunada al crecer junto a vuestra familia —dijo—. Venid, os ayudaré a prepararos para la ceremonia de la rosa.
—¿Qué ceremonia es esa? —inquirió Juana, extrañada.
—Se trata de una vieja costumbre —respondió Margarita, con una sonrisa pícara en sus labios—. Así reciben los duques de Borgoña a las novias cuando provienen de otro lugar…
Roma no acogió con regocijo la noticia de que Carlos de Francia y Fernando de Aragón negociaban un convenio sin contar con la mediación de la Santa Sede. Por haber querido demostrar su independencia, Alejandro VI había quedado marginado. Su Santidad temía las consecuencias de un pacto entre ambos reinos.
—Si llegan a un acuerdo volveremos al principio de la partida, pero con otras reglas de juego —pronosticó el Papa.
—¿Otra vez la disputa por Nápoles? —aventuró César.
—Y la amenaza de repartirse Italia entera —rezongó Alejandro—. Cualquier movimiento a favor de uno hará que el otro se sienta perjudicado.
Alejandro VI caviló en silencio. Por fin, una idea le vino a la mente.
—Veamos si somos capaces de desbaratar esa alianza —dijo, con decisión—. O, al menos, de tornar nuestro perjuicio en ventaja.
Con esa intención, y con la excusa de la muerte del delfín de Francia, César Borja se presentó en la corte de Carlos VIII.
—El Santo Padre me envía para expresaros en persona su aflicción por el fallecimiento de vuestro heredero —dijo, al ser recibido en audiencia.
Ana de Bretaña, pálida y decaída, agradeció el gesto con los ojos humedecidos. El cardenal Borja se acercó respetuoso a la reina para ofrecerle un rosario.
—Un obsequio de Su Santidad… el mismo que le ha acompañado desde que ocupó la silla de San Pedro —explicó.
La reina tomó el rosario en sus manos e hizo un gesto de sincera gratitud. Pero, incapaz de contener el llanto, abandonó el salón del trono, seguida por sus damas. El rey de Francia habló por ella.
—Agradecemos de corazón la deferencia de Su Santidad y la vuestra, reverencia.
—Pronto no mereceré el tratamiento —corrigió César Borja—, pues me dispongo a abandonar la carrera eclesiástica.
Como conocía bien al joven purpurado, tal decisión alertó a Luis de La Trémoille.
—El Santo Padre me anima a buscar una corte que me acoja —explicó César—, una corte amiga del pontífice con la que podamos mantener el buen entendimiento y la alianza.
Carlos de Francia descendió del trono y, sin protocolos, encaró al todavía cardenal.
—Cuando deis el paso, Francia tendrá las puertas abiertas de par en par para vos —aseguró el rey.
Con el eco del compromiso del rey de Francia en su mente, César Borja dio por culminada la primera etapa de su misión. Pero La Trémoille, desconfiado, se las ingenió para hacer un aparte con el joven.
—De modo que Su Santidad nos ofrece al miembro más querido de su familia…
César Borja asintió, halagado.
—Decid, ¿qué ha ofrecido a Fernando? —espetó La Trémoille, incisivo.
La respuesta a tal pregunta estaba en las manos de Fuensalida, en la bula papal que el embajador terminaba de leer ante los reyes y la corte castellana.
—«Y por su entrega a la fe, la limpieza del reino de herejes y su victoria al Islam, yo, Alejandro VI, deseo que los reyes de las Españas se titulen para hoy y siempre como Católicos y así todos reconozcan su mérito y su grandeza» —declamó Fuensalida.
Tan honorable distinción provocó el alborozo de Isabel.
—¡El Santo Padre nos eleva por encima de todos los reyes de la cristiandad!
Fernando asintió, suspicaz. Fuensalida, en perfecta comunión con su rey, pensó en las negociaciones de paz.
—Me pregunto qué dirá de este honor el Cristianísimo rey de Francia —suspiró.
—Hay que reconocer que Su Santidad no pudo elegir otro que pudiese dolerle más —aseguró Fernando.
—¿Acaso os desagrada? —le interrogó Isabel.
—Si el Papa cree que con este título compensa su traición está equivocado —advirtió el rey—. No me quiere como amigo, pues me tendrá como enemigo.
—Aguardad, mi señor —reprendió la reina a su esposo—. No me agradan vuestras palabras.
Fernando contuvo su lengua por deferencia hacia su esposa.
—Voy a ocuparme de escribir al Papa para agradecer el nombramiento —declaró la reina en voz alta—, como de seguro espera que hagamos.
Pero el título otorgado, a pesar del prestigio que representaba en el mundo entero, no iba a apartar a Fernando de sus objetivos. A solas, el rey compartió con Fuensalida su determinación.
—La Corona de Nápoles será mía. Y no será el Papa quien lo impida. ¡Lo juro! —zanjó Fernando, para inquietud del diplomático.
Al fin llegó el día en que Juana y Felipe habían de conocerse, y la fiesta organizada en la corte a tal propósito no deparó en gastos. Hasta entonces, a Juana le había impresionado el lujo del que hacían gala en aquella tierra de acogida. Pero la pompa y la exuberancia de los flamencos en eventos tan señalados la deslumbraron.
Los cortesanos rodearon a los esposos cuando Felipe se acercó hasta ella por primera vez. El archiduque la admiró, complacido. Juana así lo percibió. En vez de sonrojarse y mostrarse sumisa, encaró a su cónyuge, orgullosa, casi desafiante. Semejante actitud enardeció todavía más al borgoñón.
—Señora, ¿dais permiso a vuestro esposo para encontrar la rosa que perfumará nuestro matrimonio? —solicitó Felipe, con exquisita cortesía.
Como hiciera Maximiliano en análoga ocasión, Felipe empezó a buscar la rosa que la archiduquesa había disimulado entre sus ropas. Sonriente, con una mirada que a Juana se le antojó arrebatadora, Felipe deslizó los dedos por los pliegues de la vestimenta, por las costuras e incluso exploró los recovecos más ocultos de sus ropajes. Juana sobrellevó el manoseo con aire indiferente, no así Beatriz de Bobadilla, a quien el ritual logró escandalizar. La cercanía invitó a las confidencias.
—Sois tan hermosa —musitó el archiduque—. Esperadme esta noche.
La propuesta sorprendió a Juana. Felipe continuó su búsqueda, y hasta rozó su piel con la yema de los dedos.
—Os deseo, señora —confesó sensual—, no voy a esperar para haceros mía.
—¿Cómo os atrevéis? —repuso la castellana—. Antes habremos de recibir la bendición de su eminencia.
—El amor no es un río que se encauza, sino un mar embravecido que nadie puede domar —susurró Felipe en su oído.
Juana enmudeció. Él no apartaba los ojos de ella y en ese instante, precisamente, el archiduque extrajo la rosa. La mostró sonriente ante la corte y, entre aplausos, besó la flor sin dejar de mirar a su esposa. Juana, aturdida y fascinada por su marido, tuvo que esforzarse para no rendirse a sus deseos.
Llegada la noche, y ya en su cámara, dentro del lecho, oyó pasos cerca de su puerta. Alguien trató de abrirla sin éxito, pues el cerrojo estaba echado.
—Abrid, Juana. Soy vuestro esposo —solicitó Felipe al otro lado.
Bien sabía Juana, que había visto en aquellos ojos el destello de la pasión, que el archiduque no renunciaría a gozar de su cuerpo en esa hora. Ella se debatía entre el deseo que compartía con Felipe, y el respeto a los dictados de la Iglesia en el que había sido educada.
—Mi señora, quería pediros disculpas. Yo solo fui cegado por vuestra belleza, esposa mía… Abrid, os lo ruego —insistió Felipe.
Juana abandonó el lecho y se acercó a la puerta con sigilo. Desde el pasillo, Felipe percibió su presencia.
—Juana, ¿estáis ahí? —preguntó.
Sorprendida, la archiduquesa guardó silencio.
—Lo estáis —dijo el Habsburgo, convencido—, pues mi corazón nota la presencia que esta puerta insiste en ocultar. Disculpad si os he ofendido, pero no confundáis los sentimientos que provocan mi descaro.
Arrebolada, la infanta de Castilla escuchaba en silencio las palabras de su enamorado.
—Comprended a vuestro esposo —rogó Felipe—, que solo con veros ya se ha perdido en el mar de amor que habéis hecho brotar en su pecho.
Juana permaneció callada, y contuvo incluso el aliento para ocultar su zozobra. Felipe pareció darse por vencido.
—Descansad, descansad, esposa amada —dijo—. Beso esta madera que se interpone entre nuestros labios. Que sea este nuestro primer beso de enamorados.
Juana oyó los pasos que se alejaban del umbral de su cámara. Dudó todavía un momento. Por fin, descorrió el cerrojo y abrió la puerta. Al fondo del pasillo, Felipe volvió el rostro hacia ella. La pasión que encendía su mirada anunció una larga noche de placer y descubrimientos.
Más allá del mediodía, el archiduque abandonó la cámara de Juana. El arzobispo Busleyden fue a su encuentro. Comprobó la satisfacción que iluminaba el rostro del joven.
—Nada hay que temer —aseguró Felipe, ufano—. La voluntad de la infanta servirá antes a su esposo que a sus padres.
—¿Tan seguro estáis de que no encontraréis oposición a vuestros propósitos? —inquirió el eclesiástico.
—Sin duda alguna —corroboró el archiduque—. En todo me seguirá, pues nadie quedará a su lado que pueda contradecirme.