Varios navíos regresaron de las Indias, atravesando el océano en pleno invierno, y en ninguno de ellos viajaba Cristóbal Colón. La noticia causó estupor en la corte. Grave había de ser el motivo para emprender la travesía en condiciones tan adversas. En cuanto tuvieron noticia del hecho, los reyes convocaron a Gonzalo Chacón para pedirle explicaciones.
—¿Quiénes han vuelto de las Indias en esos navíos?
—Un grupo de descontentos, fray Bernardo de Boyl entre ellos —detalló el noble.
—¿Cómo se han atrevido, sin licencia real? —inquirió Fernando.
—Ellos mismos os darán la respuesta —anunció Chacón.
El noble hizo una seña a los soldados que guardaban las puertas del salón del trono para que las abrieran. Los reyes y los cortesanos presentes vieron entrar a la comitiva, con Boyl a la cabeza. Isabel apenas le dejó tiempo para hacer la reverencia de rigor.
—¿Cuál es el motivo de vuestro inesperado regreso, fray Bernardo? —preguntó, severa.
—La tiranía del gobernador Colón, alteza —replicó el fraile—. El almirante ha impuesto un pérfido modo de gobernar sobre todo y sobre todos. Disfraza de justicia lo que no es sino crueldad.
Tanto sorprendió a Isabel la respuesta como la tensión con la que fray Bernardo la había formulado. Diríase otra persona. Aquel a quien la reina había escogido por su virtud y humildad —y a quien el Papa había nombrado Vicario Apostólico de las Indias Occidentales— había vuelto exasperado. Isabel le conminó a exponer los pormenores de un informe tan desfavorable.
—Sabréis que ha fundado una villa, La Isabela —explicó Boyl—. Para su construcción, obligó a trabajar con las manos a los hidalgos, al lado de plebeyos.
—¿Acaso no han de contribuir todos a la prosperidad de las nuevas tierras? —interrumpió el rey.
—Pero apenas dio alimento a unos y a otros, alteza —añadió fray Bernardo.
—¿Y a qué se debe, en vuestra opinión, tal conducta? —preguntó Isabel, contrariada.
—El oro, alteza —afirmó Boyl—. Lo único que le guía es la codicia.
En su fuero interno, Isabel dio crédito al relato del fraile. A decir verdad, empezó a preocuparle seriamente la deriva del almirante. Pero la denuncia de fray Bernardo no había hecho sino empezar.
—Si el menoscabo a los cristianos escandaliza, aún es peor el que inflige a los naturales —prosiguió Boyl—. Sabed, señora, que si uno es acusado de hurto, se le cortan las narices o las orejas sin juicio ni dilación. Allí la palabra del virrey es ley.
—¿No atendió Colón a vuestras quejas? —interpeló Fernando al religioso.
—Don Cristóbal partió a una exploración hace más de tres meses. Y no se ha sabido de él desde entonces —aclaró Boyl.
La noticia dejó atónita a la reina.
—¿Quién gobierna La Española, entonces?
—Sus hermanos, alteza. El almirante los colocó a la cabeza del consejo. Y creed que gastan peores modos —lamentó el fraile.
Dicho esto, fray Bernardo se inclinó ante ella.
—Alteza, lamento haber abandonado la misión que nos encomendó Su Santidad, pero mi labor allí resulta inútil. A nadie interesa cosechar almas, salvo que vengan recubiertas de oro.
Isabel, muy disgustada, disculpó al clérigo.
—Estad seguro de que vuestras quejas serán atendidas —le aseguró.
Terminada la audiencia, lo referido por fray Bernardo fue objeto de discusión entre los reyes.
—¿Qué pueden saber un tejedor de lanas y un cartógrafo de gobernar? —masculló Fernando.
—¡Algún motivo ha de haber para tanto dislate! —murmuró Isabel, taciturna, en un intento de encontrar una explicación—. Confiemos en que el almirante pueda justificarse un día.
—A buen seguro que habrá de hacerlo. Su empresa, de momento, ni reporta oro, ni salva almas —recapituló Fernando.
—Solo causa quebraderos de cabeza, bien lo sé —tuvo que admitir Isabel.
El rey de Aragón era partidario de atajar el problema de raíz.
—Urge encontrar a quien ponga orden en semejante desaguisado —señaló—. Si os indispone hacerlo vos, yo mismo lo buscaré.
Pero la reina rehusó. Una vez más, insistió en asumir los actos de Colón, y también sus consecuencias.
Aunque, de momento, otro asunto requería su presencia en Guadalajara, hacia donde había de partir en cuanto los preparativos para el trayecto hubieran concluido. Beatriz de Bobadilla se ocupaba de que todo estuviera a punto lo antes posible.
—¿Queréis que os pida un caldo? —sugirió la marquesa de Moya.
—No es un caldo lo que necesito, Beatriz. Qué pronto han quedado atrás los días en que Colón era admirado por donde pasara —suspiró Isabel—. Dios quiera que no haya muerto.
—No lo permita el Señor —se santiguó la Bobadilla.
—¿Y si el hombre en quien confié no está a la altura de la misión? —se preguntó la reina.
—No os mortifiquéis —replicó Beatriz—. Nadie en Castilla ignora que os desveláis por el provecho del reino.
—Sea como sea, nuestra misión en las Indias debe continuar —manifestó Isabel.
—Dad a vuestro corazón reposo, señora —rogó Beatriz, y cubrió los hombros de la reina con la capa de viaje—. Yo rezaré por el almirante.
—Ya son dos almas por las que debemos rezar: por la del almirante y por nuestro cardenal —musitó Isabel, lista para marchar.
El estado en que la reina encontró a Mendoza no permitía albergar duda alguna. Poca vida le quedaba ya al purpurado, a juzgar por la palidez azulada de su rostro y la fatiga que atormentaba su respiración. Isabel hizo lo posible por reconfortar a quien en el pasado había oficiado de confesor.
—¿Cómo os encontráis, reverencia?
—Hambriento —respondió el cardenal, con cierto humor—. Los físicos aseguran que la restricción de alimentos me ayudará. Pero dudo que semejante medida, ni todas sus pócimas, alivien mi mal.
—Tened fe y paciencia —solicitó la reina—. Con la ayuda de Dios pronto os recobraréis.
—Ya no me levantaré de este lecho, bien lo sabéis —afirmó Mendoza, resignado a aceptar lo inevitable.
La tos obligó a callar al eclesiástico. Isabel bajó la mirada. El cardenal tomó su mano.
—Mi señora, no perdamos tiempo en lamentaciones —requirió Mendoza—. Os he nombrado albacea de mi testamento.
—Es un honor, reverencia.
El cardenal agitó la mano en señal de negación. No eran las formalidades lo que le desazonaba.
—Habéis de pensar en quién será mi sucesor —conminó a la reina—. Entenderéis que es una decisión de extrema importancia.
—Lo haré a su debido tiempo —repuso Isabel, por respeto al moribundo.
Un nuevo golpe de tos impidió la réplica del cardenal. Mientras se recobraba, negaba vehementemente con la cabeza.
—Escuchadme bien —insistió—. No elijáis a nadie de familia noble. Solo os traerá disgustos. Recordad a Carrillo.
—¿Vais a sugerirme un candidato? —aventuró Isabel.
Mendoza asintió.
—Francisco Jiménez de Cisneros.
A Isabel le sorprendió la propuesta.
—Mi respeto por él es enorme, pero ¿vos creéis que…?
El enfermo no permitió que terminara la pregunta.
—Nadie llevará el timón de vuestra Iglesia mejor que él —aseguró—. Ni más a vuestro agrado.
—Sabéis que comparto sus ansias de reforma —admitió la reina—, no obstante…
—¡Dadle los instrumentos y llegará hasta el final! —apremió el purpurado—. Hacedme caso, ¡por los clavos de Cristo!
No quiso Isabel contradecir a un moribundo en su lecho de muerte.
—Os prometo que tendré en cuenta vuestras palabras.
Dicho lo cual, el cardenal pareció relajarse, como si hubiera cumplido con un deber postrero. Miró a su señora, y su voz adquirió tintes de confidencia.
—Grandes son mis culpas y mayor es mi arrepentimiento —musitó—. Quisiera abandonar este mundo con la certeza de que una vez, al menos, hice lo justo.
Cuando la reina comunicó a su esposo el último deseo del cardenal, Fernando reaccionó con extrañeza.
—¿Cisneros, arzobispo de Toledo? —murmuró—. ¿Por qué concederle tanto poder?
—Porque él es capaz de reformar nuestra Iglesia.
El rey resopló.
—Hasta en su lecho de muerte intriga su reverencia —dijo entre dientes—. Y encima os incluye en sus enredos.
—No me enreda —replicó Isabel, ofendida—. Yo misma creo que Cisneros es el mejor candidato. Es tenaz, piadoso…
Fernando interrumpió la retahíla de virtudes.
—Os propondría otro más adecuado: el arzobispo de Zaragoza —sugirió.
La idea no fue del agrado de la reina.
—¿Vuestro hijo Alfonso?
—¿No sería un aliado idóneo? —adujo el rey.
—Vuestro hijo está al tanto de los asuntos de Estado, eso es cierto…
A Fernando no se le escaparon las reticencias de su esposa. A pesar de todo, no retiró su propuesta.
—¿Qué más podríais pedir?
—Que esté menos pegado a la tierra y más al cielo —alegó Isabel—. El Primado de España ha de vincular su mente y su alma a los intereses de la Iglesia.
—Como ese franciscano que solo añora volver a su convento —ironizó el aragonés.
—Sabéis que yo no tomaría a la ligera una decisión de tal importancia —señaló Isabel, muy seria.
Fernando comprendió que la decisión estaba tomada.
—Debo entender, entonces, que no hay más que discutir —zanjó secamente el rey.
Isabel calló, evitando confirmar lo obvio. Enseguida puso fin al debate la llegada del marqués de Moya.
—Altezas, el obispo de Badajoz os aguarda —anunció Cabrera.
Cuando los reyes acudieron a su encuentro, Juan Rodríguez de Fonseca hizo una pronunciada reverencia. El titular de la diócesis extremeña era un hombre reseco, entrado en la cuarentena y de maneras parsimoniosas.
—Gracias por acudir tan presto a nuestra llamada —reconoció Isabel—. Conozco bien la lealtad de vuestra familia. Me la demostrasteis en tiempos harto difíciles.
Evocaba la reina las disputas por la Corona entre sus partidarios y los de la mal llamada Beltraneja.
—No podía ser de otro modo, alteza —aseguró Fonseca—. Solo vos teníais derecho al trono de Castilla.
—Hoy os necesito de nuevo —expuso Isabel—. Sabréis que unas naves volvieron de las Indias… y no han traído buenas noticias.
Fonseca asintió.
—También sabréis que hemos puesto mucho empeño en dicha empresa —prosiguió la reina.
—Toda Castilla está al corriente, alteza —corroboró el obispo.
—Tanto si el almirante vive como si no, hemos de encontrar el modo de que la ruta abierta resulte rentable —intervino Fernando—. De vos esperamos soluciones.
—Agradezco vuestra confianza, altezas. —Fonseca inclinó modestamente el mentón, mas no perdió el aplomo, como si la dificultad de la misión no fuera inconveniente alguno para llevarla a cabo con éxito.
—Antes que nada, preparad a la mayor brevedad navíos bien provistos de todo lo necesario para los que quedaron en La Española —ordenó la reina.
—Vuestra encomienda se cumplirá con diligencia —acató el obispo.
Un sirviente se acercó a Andrés Cabrera y se inclinó para hablarle al oído, mientras Isabel terminaba de informar al eclesiástico sobre sus propósitos.
—Fonseca, necesitamos que se restablezca el orden en nuestras posesiones en las Indias —insistió—. Sin ello, ni obtendremos rentas, ni quedará quien lleve la palabra de Dios.
Con semblante grave, el marqués de Moya dio un paso al frente.
—Señores… Me veo obligado a dar una mala noticia: el cardenal Mendoza ha fallecido.
El obispo de Badajoz se santiguó al momento. Aunque esperada, la nueva se reflejó en los rostros apesadumbrados de los soberanos.
—Que Dios lo acoja en su seno —musitó Isabel.
Mientras tanto, los soldados del rey de Francia permanecían acampados a las puertas de Roma. Su presencia constituía una amenaza para los Estados Pontificios que solo las fuerzas enviadas por Fernando podían detener. Luis de La Trémoille mantenía informado al soberano sobre aquellos que se interponían en su camino hacia el trono de Nápoles.
—No más de dos mil quinientos hombres envía Fernando contra nosotros, majestad…
—¿Caballería? —preguntó Carlos.
—Ligera, unos trescientos jinetes. El resto, infantería. Al aragonés no le sobra el oro y el que había Castilla se empleó en otros menesteres…
Carlos asintió, satisfecho.
—¿Quién comanda las huestes?
—Gonzalo Fernández de Córdoba, señor… Buen capitán, bravo y de seso despierto —contestó el chambelán real.
—¡No lo bastante para impedir que el Papa me corone rey de Nápoles, os lo aseguro! —repuso, ufano, el monarca—. ¡Valiente compañero de viaje ha escogido Su Santidad!
—No os fiéis de Fernando, mi señor —reiteró La Trémoille—. Algo trama. Me extraña que su respuesta haya sido tan tibia.
—«Porque eres tibio, ni frío ni caliente, te vomitaré». Apocalipsis, 3,16. ¡Está escrito! —citó el rey, de memoria—. ¡Del aragonés en Italia solo quedará el mal sabor de boca!
La Trémoille amagó un gesto de advertencia que Carlos abortó.
—¡Alegrad el semblante! ¡En Roma nos aguarda la gloria!
Por fin se produjo el encuentro entre Su Santidad y el rey de Francia. Confiando en el respaldo de Fernando de Aragón, Alejandro VI no se doblegó ante el invasor. Lo cual fue motivo de irritación para Carlos VIII.
—¡Vais a coronarme rey de Nápoles! ¡Y lo vais a hacer hoy mismo! —bramó, furioso.
Mas a pesar de los gritos, de las amenazas y de las guarniciones apostadas a las afueras de Roma, el Papa mantuvo la dignidad.
—No puedo hacer tal cosa, majestad. Alfonso es el legítimo rey, por más que insistáis —argumentó.
—¡A mí también se me reconocen derechos al trono de Nápoles! —alegó Carlos—. ¡Nadie podrá reprocharos nada!
—Tenéis razón, salvo mi conciencia —afirmó el Papa.
—¿Conciencia? ¿Vos? —replicó Carlos, conteniéndose apenas—. Santidad, vuestra soberbia os ha llevado a elegir el bando equivocado.
—Dios y la justicia son mi único bando —declaró el pontífice—. A Él seré leal y solo ante Él responderé de mis actos.
Las reiteradas negativas de Alejandro exasperaron al francés.
—Os lo advierto, ¡arrasaré Roma! —amenazó a gritos—. ¡No dejaré piedra sobre piedra!
—Soy el vicario de Cristo, no me someteréis —se resistió el papa Borja.
—¡Sois el vicario de Cristo porque yo lo permito! —aulló el rey—. ¡Estáis obligándome a hacer algo que no quiero!
—¿Acaso volvéis a Francia? —ironizó el Papa, dando muestra de una flema inconmovible.
En un arrebato de rabia, Carlos VIII sacó su espada y descargó un golpe terrible sobre la mesa de Su Santidad, a un escaso palmo del cuerpo del pontífice. Este quedó inmóvil, bien por fortaleza de carácter, bien por el efecto paralizante del terror. César Borja, sin embargo, hizo amago de intervenir. Se habría lanzado sobre el agresor de no ser porque Alejandro VI lo retuvo.
Tanto quienes acompañaban al francés como quienes protegían a tan honorables eclesiásticos estaban prestos para arrojarse los unos sobre los otros. Como hiciera el Papa con el joven Borja, Luis de La Trémoille contuvo el ímpetu desbocado de su soberano. El rey, liberando su brazo sin miramientos, siguió plantado frente al Papa, lleno de odio y con la punta desnuda de su espada dirigida hacia el Santo Padre.
—Podría forzaros a firmar mi nombramiento con vuestra propia sangre —farfulló.
—Majestad, permitid que Su Santidad medite vuestra oferta —rogó La Trémoille.
El pontífice ni siquiera pestañeó, guardándose de demostrar temor alguno. Carlos, por fin, bajó la espada.
—Tranquilizaos, soy un buen cristiano, no quiero enemistarme con el Altísimo —ironizó—. Seré rey de Nápoles, Santidad, con vuestra bendición o sin ella.
Dicho esto, el monarca y los suyos abandonaron la Santa Sede. Alejandro VI, con tanto alivio por el presente como preocupación por el futuro, se dirigió a César.
—Rezad para que los hombres del rey de Aragón detengan a este animal —murmuró.
—¡Ya deberían haberlo hecho! —bramó el joven arzobispo—. ¡Maldito embustero!
Consternado, Alejandro respiró profundamente y se dejó caer en su sillón.
—Embustero o no, solo Fernando puede salvarnos —aseguró.
La contienda en tierras italianas acaparaba la atención del rey de Aragón, y no era para menos. De pie, ante un mapa donde se representaba simbólicamente el despliegue de las fuerzas propias y ajenas, Fernando escuchaba los informes de sus consejeros con la máxima concentración.
—Las huestes de Gonzalo están acantonadas en Reggio de Calabria, listas para el combate —relató Fuensalida.
—Pero las fuerzas del rey Carlos son muy superiores a las nuestras —puntualizó Chacón—. Incluso después de que los napolitanos se hayan sumado a nuestro ejército.
—Pronto enviaremos refuerzos —musitó el rey.
—¿Mil quinientos infantes? No bastarán —vaticinó Cabrera.
Fernando, preocupado, se dirigió a Fuensalida.
—¿Cómo piensa Gonzalo enfrentarse al francés?
—Con la misma táctica de guerrillas que empleó contra el infiel en Granada —comunicó el embajador—. El capitán asegura que es la única posibilidad de vencer a tan poderoso enemigo.
Pero el rostro de Fuensalida reflejaba lo poco convencido que estaba del éxito de Gonzalo. Andrés Cabrera, al darse cuenta, habló por él.
—Los franceses no son los infieles —apuntó.
Fuensalida bajó la mirada. Fernando, sombrío, asintió.
—Lo cierto es que no puede luchar en campo abierto a un ejército tan superior en número y pertrechos —reconoció el rey.
—La caballería pesada de Carlos le pasaría por encima —señaló Chacón.
—Roguemos entonces para que su táctica resulte afortunada —masculló Cabrera—. O solo cabe una solución: la retirada.
Fernando miró al marqués con severidad.
—Jamás —afirmó tajante.
Todos los presentes acataron la decisión real, por más que la inquietud los atenazara.
—No dudo de la valía del capitán, bien la ha demostrado —aclaró Fernando—. Se ve forzado a combatir de forma tan temeraria porque no tiene otro remedio… Y ha de salir victorioso. Es mucho lo que está en juego.
—Siendo así, ¿hemos de apostarlo todo a una carta? —planteó Chacón—. Aunque Gonzalo logre la victoria, sin aliados será difícil detener a Carlos.
—Estoy de acuerdo —convino Fuensalida—. Y el enemigo ha sido astuto firmando acuerdos con flamencos, ingleses, venecianos…
—Nápoles es clave, alteza —insistió Chacón—. Si el capitán fracasa, Francia se hará con el Mediterráneo.
La posibilidad de que el pronóstico se hiciera realidad pesó como una losa sobre todos los presentes. El rey de Aragón contempló el mapa, taciturno.
—Si tal cosa sucede, Dios no lo quiera, más aún ha de preocuparnos qué vendrá luego —sostuvo, y volviéndose hacia sus consejeros, añadió—: Pues ¿quién podrá contener entonces la voracidad del francés?
Cada uno de los hijos de Isabel y Fernando recibió una educación digna de su rango. Los mejores preceptores se encargaron de proporcionársela. Y no solo los familiarizaron con las materias doctas, sino también con las artes y los usos mundanos.
Más se esmeraron, si cabe, en el caso del príncipe Juan, dado que sobre sus sienes descansarían un día las Coronas de Castilla y Aragón. Pero las dotes naturales —o la voluntad de Dios— no siempre coinciden con lo establecido en la línea de sucesión.
Aquel día, mientras el príncipe y su hermana Juana compartían unas horas de estudio, la infanta cerró de golpe el libro que estaba consultando. Juan dio un respingo.
—Imaginad que sois un emperador romano —espetó la infanta a su hermano.
—¿Marco Aurelio? —propuso, tras pensárselo un instante.
—Como gustéis —abrevió Juana—. ¿Vos creéis que deberíamos vestir a los esclavos con ropas distintas a las nuestras para diferenciarlos?
Juan caviló en silencio. Barruntaba la trampa oculta en la pregunta y prefería no responderla. Tomó un laúd y empezó a afinarlo.
—¿Vos qué opináis? —dijo.
—No estoy segura —suspiró Juana, cariacontecida.
Juan siguió dándole vueltas al dilema.
—Tendría sus ventajas —afirmó—. Permitiría saber cuándo estamos ante un hombre libre y cuándo no.
—Cierto, mas si vestís a todos los esclavos de igual modo, pronto descubrirán que superan en número a los hombres libres. Creedme, nuestras cabezas no durarían mucho sobre nuestros hombros —advirtió Juana con malicia.
Juan torció el gesto. A pesar de sus precauciones, sintió que había sucumbido al acertijo.
—No había pensado en eso —murmuró.
Sin saberlo sus hijos, la reina Isabel fue testigo de la conversación. Vio que Juan dejaba el laúd sobre la mesa y miraba a su hermana con cierta melancolía.
—Vos deberíais ser reina de Castilla y Aragón —manifestó.
A Juana le sorprendió tan insólita sentencia.
—¿Por qué decís eso?
—Sois más inteligente que yo —expuso Juan, con toda sinceridad—; ambos reinos saldrían ganando si fuerais la heredera…
Juana no emitió ni una palabra, desconcertada. Su madre dio un paso atrás en la penumbra. No quería que sus hijos se dieran cuenta de su presencia en ese trance. Con gesto preocupado, se alejó de la estancia.
En cuanto estuvo a solas con su esposo, Isabel le refirió lo escuchado.
—Nuestro hijo siente el peso de la corona antes de portarla.
—También lo sentisteis vos —recordó Fernando—, es ley de vida cuando uno nace príncipe.
—Juan heredará las Coronas de Castilla y Aragón, el peso se duplica —señaló Isabel—, como la responsabilidad…
—Dios iluminará sus pasos —vaticinó Fernando—; ¿acaso no lo hizo con vos?
Viéndolo circunspecto, la reina comprendió que a su esposo, en ese momento, los hechos del presente le acuciaban más que los del porvenir.
—¿Tenéis noticias de Gonzalo? —inquirió.
El rey asintió.
—Mas no son halagüeñas —aclaró.
Fernando bajó la mirada.
—Quizá me haya equivocado en Italia —confesó—. Será difícil defender al Papa del asedio francés. Si se ve obligado a ceder y entrega Nápoles a Carlos…
—¿Dais la guerra por perdida antes de librar la primera batalla? —interrumpió la reina—. Me inquietáis, no es propio de vos.
—Bien me conocéis —suspiró—. Francia es una gran amenaza para nuestros reinos.
—Siempre lo ha sido —le recordó ella con creciente preocupación—. ¿Qué ha cambiado para que ahora vuestra mirada refleje tanta inquietud?
—Quise adelantarme a los movimientos de Carlos, pero él hizo otro tanto… Y mejor que yo —admitió el aragonés—. Ha reunido más armas, más hombres y mejores aliados.
—Si ataca al Papa, toda la cristiandad se alzará en su defensa —afirmó Isabel.
—Solo lo harán quienes no le hayan vendido previamente sus favores —repuso el rey con amargo escepticismo—. O quienes no le teman.
—Pocos serán, entonces —apostilló la reina, mientras tomaba conciencia del alcance de la amenaza.
Fernando e Isabel reflexionaron sobre el negro panorama que se cernía sobre ellos y sus posesiones. Una idea cruzó la mente del rey. Dudó un instante antes de compartirla con su esposa.
—Mi señora, hay un modo de rendir al enemigo, pero he de contar con vuestro permiso.
—¿Para vencer a Francia? Concedido —garantizó la castellana.
Fernando tomó las manos de su esposa y le habló con inusitada vehemencia.
—Escuchadme bien. Debemos ir juntos en esto. Unidos hasta las últimas consecuencias.
—Decid, entonces —apremió la reina, llevada por la expectación—. ¿Qué necesitáis de mí?
—Lo que necesito, ya me lo habéis dado…
Fernando extendió un mapa de Europa sobre la mesa y reunió una serie de objetos para apoyar su discurso. En primer lugar, tomó un león de bronce y lo colocó sobre el reino de Carlos VIII.
—Francia es nuestro enemigo natural —proclamó—. No solo por compartir fronteras por tierra y mar, sino también por tratarse del reino más poderoso de Europa.
Nada nuevo había en ello para los oídos de Isabel. Fernando prosiguió.
—Frenar las aspiraciones francesas podría consumir nuestro reinado y el de nuestros hijos.
—Bien lo sé —aclaró la reina—. A punto estuvo de acabar con el de vuestro padre.
—Castilla y Aragón por sí solos no pueden contener a tan peligroso vecino —reconoció el rey—. Hemos de buscar aliados. Mirad.
De entre varias piezas de ajedrez, Fernando eligió una torre blanca y la colocó sobre Londres.
—Inglaterra, aunque aislada, mira con recelo al francés —explicó—. Ya fue invadida en el pasado y no lo olvida.
Isabel asintió.
—Mientras dure la aventura italiana —continuó Fernando—, el rey Enrique cobrará del francés sus cincuenta mil coronas al año y respirará tranquilo.
—Hasta que Carlos se vuelva contra él —completó la reina.
—Si tal cosa sucede, la boda de nuestra hija Catalina con el príncipe de Gales le garantizará nuestro respaldo —expuso el rey.
—Y a nosotros el suyo —apostilló Isabel.
—Asegurado queda el noroeste —recalcó Fernando.
Acto seguido, el aragonés tomó un caballo blanco y un alfil del mismo color.
—Si consiguiéramos un acuerdo similar con el emperador Maximiliano —dijo el rey, y colocó el alfil sobre Viena y el caballo sobre Flandes—, tendríamos a Francia cercada por los cuatro costados.
—Maximiliano detesta a Carlos, quizá se preste a un acuerdo —aventuró la soberana—. Pero olvidáis algo.
Isabel cogió la reina blanca y la colocó sobre Lisboa.
—También habremos de afianzar la paz con Portugal —indicó—, si queremos evitar un enemigo en la Península, a nuestra espalda.
Su esposo asintió complacido, con una sonrisa abierta. Pero Isabel no se la devolvió. Al contrario, una sombra atravesó su mirada al darse cuenta de cómo habrían de cimentarse tales alianzas.
—Ya entiendo por qué hemos de ir juntos en esto —musitó—. Pensáis lograrlo…
—Con la sangre de nuestra sangre —completó el rey—. ¿Cuento con vuestra aprobación?
Esa noche, en la inmensidad del salón del trono, Isabel paseó largo rato, sola en la penumbra, sumida en sus cavilaciones. Su mirada se detuvo en los sitiales vacíos. ¿Acaso le pesaba la corona en aquella hora?
—¿Qué os aflige, madre? —La voz de Juana hizo que Isabel se volviera hacia ella, recomponiéndose.
—Pensaba en vos… Y en vuestros hermanos.
Juana avanzó hacia la reina.
—¿Y qué han hecho ellos para entristeceros así? Pues yo, os lo aseguro, soy inocente —alegó, con picardía.
La infanta consiguió robar una sonrisa a su madre. Isabel le acarició el rostro.
—Inocente e inteligente… Pero joven aún para saber que no hay amor más puro que el que siente una madre por sus hijos —advirtió.
—Cierto, no es el mismo amor que evocan algunas de mis lecturas —insinuó con aire travieso—. Mas un día he de aprenderlo por mí misma, si Dios quiere.
—Ese día comprenderéis por qué me aflige pensar cuán diferentes serían vuestras vidas de no haber nacido del vientre de una reina —se desahogó Isabel.
—¿Acaso serían más dichosas? —repuso Juana.
—No estaríais obligados a aceptar que el bien de la Corona está por encima de todos nosotros —aclaró, turbada, la soberana.
Juana miró a su madre, más seria. Su voz sonó con mayor determinación.
—Dos cosas hemos sabido desde niños: que estamos al servicio de nuestros reinos —dijo la infanta, mientras le devolvía la caricia en el rostro—, y que tanto nos amáis que jamás haríais nada que nos perjudicara.
Isabel, conmovida, corroboró sus palabras con un gesto afirmativo. Juana prosiguió, con idéntico sosiego.
—El tiempo pasa, madre. Sé que Juan reinará un día y yo habré de entregarme en matrimonio para sellar una alianza valiosa. Solo deseo tener la fortuna de ser tan feliz como vos junto a padre.
La serenidad de su hija desarmó a Isabel. Sus ojos se humedecieron.
—Ahora me faltan las horas perdidas lejos de vos y de vuestros hermanos —confesó.
—Quizá no estuvierais en persona, pero sí con vuestro ejemplo… Y vuestra entrega.
Emocionada, Isabel apartó la mirada. Juana, con el ánimo en calma, la rodeó con los brazos. Y rogó la reina en silencio que aquel instante perdurara en su memoria cuando madre e hija hubieran de separarse, tal vez para siempre.
A decir verdad, la entereza de Juana reconfortó a la reina. Le dio fuerzas para asumir lo que, en su fuero interno, ya había decidido. Así se lo comunicó a su esposo.
—Voy a poner el destino de nuestros hijos en vuestras manos —afirmó—. Que el sacrificio que les exigimos sea por el bien de Castilla y Aragón.
Fernando, conmovido, abandonó los informes y legajos en los que aún trabajaba.
—Os agradezco que confiéis desinteresadamente en mí. Sé cuán doloroso es su sacrificio para vos —dijo, tomándola por la barbilla con delicadeza—, pero creed que, de lograr nuestros planes, será para mayor gloria de nuestros reinos.
Al día siguiente, los reyes reunieron a sus consejeros más destacados en el salón del trono para detallarles tan ambicioso entramado de pactos contra Francia.
—Con el debido respeto, altezas, no será tan sencillo formar esa gran alianza que pretendéis —murmuró Fuensalida.
—Nadie ha dicho que vaya a serlo —reconoció Fernando.
—Inglaterra y Borgoña tienen acuerdos de paz con los franceses —indicó Chacón.
—También los teníamos nosotros —rememoró Isabel—. Pero los acuerdos pueden romperse, siempre que exista una causa justa.
Fernando se incorporó.
—¿Cuál es la coartada de Carlos para hacerse con Nápoles? —preguntó.
—Defender a la cristiandad del turco —señaló Cabrera.
—Haremos algo parecido —declaró Fernando—. Nuestra alianza no se hará contra Carlos, sino para proteger a la cristiandad.
—El verdadero objetivo, poner freno a los franceses, nunca se mencionará —añadió Isabel.
Los consejeros empezaron a comprender el alcance de la maniobra.
—Todos los miembros de la alianza estarán obligados a acudir en auxilio del Papa, amenazado por Carlos… O por el turco —explicó Fernando.
—Enviaremos embajadores a Venecia y Roma, también a Londres —anunció Isabel—. Que informen de nuestros planes y pongan en marcha las negociaciones necesarias.
—Vos, Fuensalida, acudiréis a la corte de Maximiliano, y luego iréis a Flandes —ordenó el rey.
Solo Gonzalo Chacón parecía albergar dudas sobre la estrategia de los reyes. Isabel le pidió que las compartiera.
—Altezas, estamos en guerra con Francia: cualquier reino que se alíe con Castilla y Aragón, aun para defender a la cristiandad, se enemistará con Carlos —argumentó el noble.
—No os inquietéis, darán más valor a nuestra amistad —aseguró Fernando, y dirigió una mirada cómplice a la reina.
—Disculpad, ¿por qué estáis tan convencido? —preguntó Chacón al monarca.
Isabel contestó por su esposo.
—Nuestros hijos serán la argamasa que mantendrá unida esa alianza.
Sin embargo, la realidad era que Alejandro VI aún vivía bajo la amenaza del rey francés. Tanto el entorno de Su Santidad como el de Carlos VIII sabían que el auxilio de Fernando no bastaba, de momento, para garantizar la seguridad de la Santa Sede. Eran tiempos, pues, de negociar y salvar en lo posible bienes, posición y dignidad.
Dado el peculiar carácter del soberano de Francia, el Papa prefirió intentarlo a través de su hombre de confianza.
—Os hemos hecho llamar porque parecéis un hombre sensato —admitió Alejandro VI al recibir a Luis de La Trémoille.
—Desde la sensatez os sugiero que reconozcáis a su majestad como rey de Nápoles cuanto antes —sugirió el chambelán de Carlos.
—Nunca haré tal cosa bajo amenaza —afirmó el Papa.
A La Trémoille no le pasó desapercibido el matiz.
—Descartad la amenaza, entonces —replicó sin tardanza—. ¿Qué sería preciso para que mi señor recibiera la corona de vuestras manos?
Alejandro VI aparentó reflexionar. En realidad, había pergeñado la respuesta mucho antes de convocar a aquel caballero.
—Estoy dispuesto a negociar, pero exijo que mi autoridad no se cuestione.
La Trémoille interpretó que Alejandro VI quería asegurarse el puesto al frente de la Iglesia, lo que evidenciaba que había tomado en serio la amenaza de Carlos. No se equivocaba.
—Quiero que el rey de Francia me reconozca públicamente como Papa, rey de Roma y vicario de Cristo en la Tierra —aclaró el pontífice, para despejar cualquier duda posible.
La Trémoille inclinó el mentón en señal de reconocimiento.
—Me alegra comprobar que confiáis más en la palabra de mi señor que en la ayuda del rey de Aragón —ironizó.
El Papa encajó el comentario insidioso sin mover un músculo. César Borja tomó la palabra.
—Huelga aclarar que la Corona de Nápoles es muy valiosa. No esperéis que os salga gratis —advirtió.
La Trémoille tomó nota mentalmente.
—Veamos si podemos satisfacer vuestras peticiones —se limitó a contestar.
—Convenced a su majestad —porfió el Papa—. Evitemos en lo posible el derramamiento de sangre. En particular, la nuestra.
Como albacea del cardenal Mendoza, la reina dispuso que se cumplieran las últimas voluntades del eclesiástico. También en lo referente a su sucesión al frente de la archidiócesis de Toledo.
Isabel convocó a su confesor para mostrarle un documento recién llegado de Roma.
—Quería entregároslo en persona —anunció la reina, y se lo tendió.
—¿De qué se trata? —inquirió el franciscano, al tiempo que lo tomaba en las manos.
—Leed.
Cisneros obedeció. Isabel aguardó su reacción, con cierta satisfacción disimulada. Pero lo que ocurrió la desconcertó. A medida que leía, el semblante de su confesor iba mostrando la honda consternación que se apoderaba de él.
—No es posible, no puedo aceptar el cargo de arzobispo de Toledo —farfulló, por fin, abrumado—. No soy digno…
—Nadie podría ser más digno que vos —garantizó la reina—. El propio cardenal Mendoza insistió en vos fuerais su sucesor.
—Y yo se lo agradezco, a él y a vos. Pero mi único anhelo es vivir apartado del mundo —adujo el fraile.
—También es vuestro deseo reformar nuestra Iglesia —le recordó Isabel—. Y ambos lo compartimos.
—No puedo aceptar —manifestó Cisneros, devolviéndole el nombramiento.
Isabel ni siquiera hizo amago de cogerlo.
—Desde la cúspide de la Iglesia, tendréis autoridad para emprender tan necesaria reforma, auspiciado por Roma… Y por la reina de Castilla —zanjó—. Aceptad vuestro destino, eminencia reverendísima.
Isabel dejó ir al franciscano, confiando en que su sentido del deber pesara más que su apego a la vida monacal. La reina se prestaba ahora a escuchar las propuestas del obispo de Badajoz para resolver los males que aquejaban a la Castilla de más allá del horizonte. Fonseca empezó por detallar los preparativos de la expedición que habría de asentar las posesiones conquistadas.
—Semillas de trigo, bestias de carga… —enumeró Fonseca, consultando unos documentos—. Todo está ya almacenado en las naves. Saldrán de Cádiz hacia las Indias muy pronto.
—Veo que no habéis perdido el tiempo —agradeció, satisfecha, Isabel.
—¿Y qué habéis pensado para remediar la situación en La Española? —preguntó Fernando.
—Siendo el mal gobierno de los hermanos Colón el problema, lo más conveniente sería buscar otro modo de administrar las nuevas tierras —afirmó el obispo.
—¿Qué sugerís? —insistió el rey.
—Quienes allí se han establecido solicitan más libertad para labrar su propia fortuna —invocó Fonseca—. Si la Corona otorgara licencias para nuevas expediciones…
—¿Expediciones en las que no participaría Colón? —quiso aclarar Fernando.
—Pero sí la Corona —confirmó el eclesiástico—, a la que redundaría una parte del beneficio.
—Esperad —intervino Isabel, sin disfrazar su incomodidad—. En Santa Fe firmamos unas capitulaciones con el almirante que nos obligan a…
—Todos lo dan por muerto, alteza —se atrevió a interrumpir Fonseca—. Y si está muerto, también lo están los acuerdos y sus leyes.
La reina se puso en pie, visiblemente enojada.
—¡De ninguna manera! ¡Comprometí mi palabra!
El obispo de Badajoz calló de inmediato. Ante el enfado de su esposa, Fernando también optó por no echar más leña al fuego.
—No traicionaré al almirante sin saber si vive o no —declaró la reina, alzando la voz—. Pues si vive, ¡antes de negarle mi apoyo habré de escuchar sus razones!
—Vuestra actitud os honra, señora, sin embargo… —pretendió insistir Fonseca, sin éxito.
—¡Olvidad esa idea y no volváis a mencionarla! —remató la soberana de Castilla.
Quedaron a solas el rey y el obispo de Badajoz. El eclesiástico, apurado, se deshizo en disculpas.
—No ha estado en mi ánimo disgustar a la reina, alteza. Os ruego que así se lo transmitáis —solicitó—. Me he comportado como un necio al dar por sentado…
—No me ha parecido necia vuestra propuesta, Fonseca —interrumpió el rey, para sorpresa del obispo—. En absoluto. A decir verdad, me agradaría escucharla con más detalle.
Fonseca no necesitó más. Supo que en la desconfianza de Fernando hacia Colón había encontrado el apoyo que precisaba.
—Veréis, son muchos los que se preguntan por qué un solo hombre se está beneficiando tanto a costa de la Corona —expuso.
—No les falta razón —admitió Fernando, no sin amargura—. En Santa Fe fuimos más allá de lo prudente concediendo al almirante tantos privilegios.
—Y en agradecimiento, ahora impone su tiranía a vuestros vasallos —apuntó malintencionadamente el obispo—. ¿No ha llegado ya la hora de que la Corona recupere lo que le pertenece por derecho?
Fernando eludió responder. Aún no era el momento de manifestar cuál era su postura.
—Mi esposa siente un gran afecto por el almirante —señaló—. Siempre ha estado a su lado. La sola idea de que haya sufrido un percance…
—Perdonad mi atrevimiento —interrumpió el obispo—, pero la reina es la única persona en toda Castilla que cree que Colón está vivo y, por tanto, sus compromisos.
Fernando asimiló las duras palabras de Fonseca. No le faltaba razón y quizá fuera conveniente que todo sucediera de ese modo. Sin más dilación, el rey tomó una decisión.
—Redactad una cédula real que regule esas expediciones —ordenó—. Tened paciencia, la reina recapacitará, dadlo por seguro. Y permitidme un consejo.
El obispo prestó la máxima atención. Fernando se acercó más a él.
—Hasta ese momento, cuidaos de contradecirla —recalcó el rey.
Sin que aún se hubiera disipado el enojo por la audiencia con Fonseca, la reina reclamó la presencia de su confesor.
—Hacedme el favor. Buscad a Cisneros —pidió al marqués de Moya—. He de hablar de inmediato con él.
—¿Fray Francisco? Le he visto abandonar el alcázar —repuso Cabrera, extrañado—. Y me pareció que tenía prisa.
En efecto, bastaron algunas averiguaciones para confirmar que el nuevo arzobispo de Toledo no se encontraba en la corte. Poco después la soberana tuvo noticia de que se había hallado el nombramiento en el suelo de su despacho, y sospechó que el franciscano había huido.
—Avisad a la guardia —ordenó—. Que lo busquen y lo traigan ante mi presencia cuanto antes.
Convenientemente desplegada la guardia real, no tardaron las autoridades en localizar a tan insólito prófugo.
El confesor de la reina atravesaba la llanura castellana, alejándose de sus nuevas responsabilidades tan rápido como se lo permitían sus pies. A pesar de que lucía un sol de justicia, el viento helado del invierno azotaba su rostro. Sin embargo, nada parecía hacer mella en su determinación, pues caminaba a paso vivo con la mirada baja, el ceño fruncido, la cabeza descubierta y sin vestir manto alguno, tan solo se cubría con la saya de arpillera.
Llegado a un cruce de caminos, el fraile empezó a cojear. Se detuvo y comprobó que una de sus sandalias se había roto. Sin dudarlo, se quitó la otra y reemprendió la marcha, descalzo. Apenas había dado unos pocos pasos, cuando volvió la vista hacia el trecho recorrido y distinguió a lo lejos una nube de polvo. Una nube que se hacía cada vez mayor y más cercana. Cisneros supo que se trataba de soldados de la reina a caballo que acudían a buscarlo. Se dejó caer de rodillas, juntando las manos en actitud piadosa. Y así, rezando, aguardó la llegada de sus perseguidores.
Escoltado por dos guardias y cubierto aún por el polvo del camino, Cisneros fue conducido ante la reina. Isabel lo acogió con severidad. Más todavía al comprobar que el franciscano no sentía arrepentimiento alguno por haberse fugado.
—Vos, que hacéis de la humildad bandera, ¿os alzáis así contra vuestra reina? —le espetó.
—Alteza, no me interesa el poder, ya os lo he dicho —manifestó Cisneros—. Soy vuestro confesor y para mí es suficiente honor.
A una señal de la reina, Andrés Cabrera tendió el nombramiento al clérigo.
—Aceptadlo, a menos que hayáis olvidado vuestro voto de obediencia.
Cisneros, por fin, lo tomó en las manos. Resignado, pero tan íntegro como al principio, el flamante arzobispo hizo una reverencia y se dirigió hacia la salida, sin haber sido previamente dispensado por su soberana. Harta de sus desplantes, la reina clamó a su espalda.
—¡No olvidéis daros un buen baño, la dignidad del cargo exige cierta compostura!
Molesto, el franciscano se volvió hacia ella.
—Lo tendré en cuenta, alteza —dijo, imperturbable, antes de salir.
Se decidió que la consagración de Cisneros como arzobispo de Toledo tendría lugar en el convento de San Francisco de Tarazona, en el reino de Aragón. La reina quiso que el arzobispo de Granada, Hernando de Talavera, oficiara la misa. Con tal encomienda había enviado a un emisario hacia la antigua capital nazarí, antes de conocer la huida del franciscano.
Cuando Talavera llegó a la corte, Andrés Cabrera lo recibió con cierta sorna.
—Dadme las gracias por haber encontrado a Cisneros —dijo al verlo—, de lo contrario hubierais hecho el viaje en balde.
—Entonces es cierto lo que cuentan… —musitó Talavera, un punto consternado—. Pobre hombre.
—¿Lo nombran arzobispo de Toledo y os parece un pobre hombre? —se extrañó el marqués.
—Es un fraile muy piadoso, os lo aseguro —afirmó fray Hernando.
—Y tanto —ironizó Cabrera—. Dice que ha huido porque no le interesan prebendas ni riquezas.
—¿Lo dudáis? —Talavera se puso serio.
—Nadie en su sano juicio rehúsa un cargo de esa envergadura… Yo no lo rechazaría.
—Con el debido respeto, a vos no os lo ofrecerían —subrayó el jerónimo.
—Cosas más asombrosas se han visto; ¡mirad quién reina en Roma! —apuntó, cínico, Cabrera—. Falsa modestia, fray Hernando, ¡ese es el pecado de este santo varón!
—¿Así lo cree la reina? —inquirió Talavera, con gesto grave.
Cabrera se encogió de hombros.
—Es lo que muchos pensamos en la corte…
—Dudo que nuestra señora comparta vuestros juicios —aseveró el arzobispo, que no era hombre propenso a prestar oídos a rumores e insinuaciones.
Cabrera sonrió, siempre cordial.
—El tiempo dirá quién lleva razón —remató el marqués.
Fray Francisco Jiménez de Cisneros fue consagrado arzobispo de Toledo vistiendo el hábito franciscano. Una vez bendecido, recibió la enhorabuena de los reyes. A pesar de su querencia por la vida de retiro y oración, bien poco había tardado Cisneros en llegar a lo más alto de la Iglesia de Castilla y Aragón desde que aceptó ser el confesor de la reina. El eclesiástico se inclinó ante Isabel y tomó con humildad las manos de su señora.
—Vengo a besar las manos de vuestra alteza, no porque me han elevado a la primera Sede de la Iglesia de Castilla y Aragón —dijo—, sino porque me ayudarán a llevar la carga que han puesto sobre mis hombros.
A Isabel no se le escapó la intención de tal declaración.
—No lo dudéis, eminencia —replicó—. Decid, siendo ya arzobispo, ¿pensáis seguir vistiendo el hábito franciscano?
—No veo razón para mudar mis costumbres —contestó el recalcitrante confesor—. Mas no os preocupéis. Si lo creéis necesario, lo revestiré con los ropajes que el decoro y la etiqueta exijan.
Llegada la noche, Cisneros se retiró a su cámara. El lecho que le habían preparado lucía muy confortable, propio de un gran señor. Tras rezar arrodillado junto a él, el flamante arzobispo de Toledo extrajo de debajo de la cama una tosca tabla que colocó paralela al lecho. Y sobre ella se recostó, dispuesto a dormir, con las manos entrelazadas a la altura del pecho y la conciencia tranquila.
Entretanto, la guerra en Nápoles contra el francés no era precisamente un manantial de buenas noticias. Gonzalo Chacón se vio en la penosa obligación de informar al rey sobre la derrota que habían sufrido sus ejércitos.
—Los franceses han derrotado a los nuestros en Seminara —anunció el noble.
Fernando conocía la importancia estratégica del enclave.
—¿Cómo fue? —masculló.
—Dicen que los nuestros huyeron ante la superioridad de los franceses —afirmó un Chacón titubeante.
—¡¿Huyeron?! ¡¿Mis tropas huyeron ante el enemigo?! —exclamó, incrédulo, el rey. Acto seguido, y enormemente irritado, Fernando dio un puñetazo sobre la mesa—. ¿Cuántos hombres hemos perdido? —preguntó.
—Apenas unos cientos —aclaró el noble—. Los napolitanos sufrieron más bajas que nosotros. Los refuerzos ya están en camino…
Fernando negó repetidas veces con la cabeza.
—La táctica de Gonzalo no dará resultado —afirmó—. Vamos a relevarlo.
A Chacón le inquietó la decisión del rey.
—No os precipitéis —sugirió—. Algún motivo habrá para…
—Podrá explicarse cuando vuelva a Castilla —interrumpió el aragonés—. Cursad la orden.
Si Fernando hubiera podido asistir a lo que acontecía en Roma en ese momento, de seguro habría pensado que él era el único perdedor en el conflicto italiano. La Trémoille acababa de presentar al papa Alejandro el documento por el cual Carlos, rey de Francia, aceptaba las peticiones del pontífice.
—¿Hay algo que no os satisface? —inquirió Luis de La Trémoille, conociendo la respuesta de antemano.
—No, en absoluto, está bien, muy bien —contestó con franqueza el Papa.
—El rey Carlos confía en que valoréis las circunstancias en las que ha aceptado vuestras exigencias —señaló La Trémoille.
Su Santidad miró al francés como si no supiera a qué se refería.
—Sabréis que hemos vencido al enemigo en Seminara —aclaró, paciente, La Trémoille.
—Nada tiene que ver mi petición con el devenir de la guerra —aseguró Alejandro.
—Aún son vuestros aliados, Santidad —recordó el enviado de Carlos—. Su suerte corre paralela a la vuestra.
El Papa aparentó hacer caso omiso a la advertencia. Con sumo respeto, La Trémoille besó su mano antes de dar por terminada su misión.
—El rey, mi señor, espera que cumpláis vuestra parte del trato a la mayor brevedad —declaró—. Está impaciente por que le entreguéis la Corona de Nápoles.
Cuando Luis de La Trémoille hubo abandonado el despacho de Su Santidad, Alejandro VI entregó el documento a César Borja para que lo pusiera a buen recaudo.
—Apresuraos —ordenó—, la palabra del francés no nos hace invulnerables.
Concluidos los últimos preparativos, el arzobispo y el pontífice se fugaron por un pasadizo secreto.
—La guarnición nos aguarda en Sant’Angelo —informó César—. El castillo resistirá el asedio. A Carlos la Corona de Nápoles le costará más de lo que imagina.
—¡No pienso entregársela! —masculló Alejandro—. Quién me habría dicho que tendría que verme obligado a huir de la Santa Sede de este modo tan indigno…
—Dad las gracias a la peculiar protección del aragonés —apuntó César, con idéntica amargura.
—¡Maldito Fernando! —vociferó aquel Papa en fuga—. ¡Juro que me las ha de pagar!
Los planes de los reyes para formar una alianza encubierta contra Francia habían seguido su curso. Tras su paso por la corte de Maximiliano, Gómez de Fuensalida acudió a Flandes, donde se entrevistó con el arzobispo de Besançon, Francisco de Busleyden. El eclesiástico era un importante consejero tanto del emperador como de su hijo Felipe. De hecho se decía que Felipe no tomaba una decisión sin contar previamente con la opinión de Busleyden.
—Por supuesto, el emperador ha comunicado a su hijo la propuesta tan generosa que nos hacen vuestros señores —aseguró cordial el arzobispo.
—Generosa y beneficiosa para ambas partes —subrayó Fuensalida.
—No obstante, habéis de tener en cuenta que, desde su más temprana juventud, don Felipe gobierna sus dominios con voz propia —avisó Busleyden.
—¿Tal vez considera el matrimonio con la infanta Juana como una imposición paterna? —inquirió el embajador, con cautela.
Busleyden eludió responder.
—Estoy seguro de que vos sabréis hacerle ver las ventajas de tan provechoso enlace —se limitó a contestar.
El arzobispo condujo a Fuensalida hasta quien estaba llamado a convertirse en el yerno de Isabel y Fernando. El embajador hizo ante su joven anfitrión la más solemne reverencia, mucho más marcada que la de su acompañante. Felipe se saltó la estricta etiqueta borgoñona y se dirigió a Fuensalida con inusitada franqueza.
—Sobran las presentaciones, amigo mío. Sé quién sois y cuál es vuestra misión en Flandes —manifestó.
—Mi misión, señor, es regresar a Castilla cuanto antes con una respuesta de agrado para mi corte —aclaró Fuensalida, siempre respetuoso—. La alianza que os proponemos…
—Contra nuestro poderoso vecino, el rey de Francia —interrumpió Felipe.
—La vecindad solo acrecienta el peligro —prosiguió, inalterable, el diplomático—. ¿Acaso los condados y ducados que dependen de vos podrían resistir por sí solos una ofensiva del francés?
—Bien sabéis que no. —El aludido sonrió—. Tampoco Castilla o Aragón, siendo reinos de mayor calado.
—¿Debo entender entonces que estamos de acuerdo en que la alianza es oportuna? —repuso en el acto Fuensalida.
Antes de continuar, Felipe cruzó una breve mirada con el arzobispo de Besançon.
—Siendo vasallo de mi padre, no comparto ni sus penurias financieras, ni su animadversión hacia Carlos, que bien ha sabido ganarse mi respeto —aclaró el flamenco.
—El compromiso entre vuestra hermana Margarita y el francés os benefició, eso es cierto —admitió Fuensalida.
Felipe sonrió.
—Aunque no hubo boda, puede decirse que poseo el título de duque de Borgoña gracias a su generosidad.
—Pero ¿quién os dice que nunca reclamará los territorios que dejó caer en vuestras manos? —replicó el embajador.
—Contraer matrimonio con la hija de su enemigo podría darle motivos para hacerlo —alegó con prudencia Felipe.
—No lo ven así mis señores —negó Fuensalida—. Al contrario, consideran el enlace una garantía para que conservéis vuestros dominios a salvo.
El borgoñón fijó la mirada en el diplomático.
—Decid, de haber contenido al francés en Italia, ¿habrían ideado esta alianza?
Fuensalida optó por una evasiva.
—La mirada de los reyes de Castilla y Aragón trasciende el horizonte del presente…
Para su sorpresa, el diplomático se vio apoyado por Busleyden, cuyas simpatías hacia Francia no eran un secreto para nadie.
—Es cierto que el plan va mucho más allá de la contienda por Nápoles —corroboró el arzobispo, mirando a su señor.
—Permitid entonces que reflexione —solicitó un distendido Felipe, dando por concluido el encuentro—. El matrimonio es asunto de envergadura, pues nunca habrá de separar el hombre lo que Dios ha unido, ¿no es cierto?
Al día siguiente, el arzobispo Busleyden aprovechó el refrigerio durante una cacería para retomar el asunto, esta vez a solas con el joven gobernante.
—Comprendo vuestra cautela, mi señor, pero casar con Juana no sería un acto de guerra contra Francia.
—Y no hacerlo sería contravenir los designios del emperador, mi padre —murmuró, escéptico, Felipe—. Temo más la reacción del francés.
—Aprovechad la oportunidad que se os presenta —perseveró el consejero—. Hoy Francia resulta poderosa y temible, qué duda cabe, pero Castilla y Aragón son dos reinos en auge. Grande puede ser su peso en el futuro.
—No me impresionáis. Un día heredaré un imperio —replicó el joven.
Busleyden se apoyó en los sueños de grandeza de su señor para ofrecer el argumento definitivo.
—Sumad a vuestra herencia el parentesco con nuestros vecinos del sur e imaginad cómo resonará vuestra voz en Europa —sugirió.
La idea alimentó la ambición del flamenco.
—Y que no se atreva el francés a hollar vuestros dominios —apostilló el arzobispo—, que la respuesta de tan vigorosa alianza no se hará esperar.
Felipe se volvió hacia su consejero.
—Comunicad al embajador mi compromiso con Juana —dijo solemne—. En cuanto a Francia, dejádmelo a mí.
De regreso en la corte, Fuensalida expuso ante los reyes el resultado de las audiencias con sus potenciales aliados.
—Los Sforza de Venecia son quienes más interés han demostrado por impulsar y formar parte de la Liga Santa —relató—. Maximiliano también, por supuesto.
—Carlos repudió a su hija y le arrebató a la esposa, no puede ser santo de su devoción —apuntó Chacón.
—¿Santo? —murmuró Isabel, con desagrado—. ¡Obligar a Ana de Bretaña a casarse con él ni siquiera es de buen cristiano!
Fernando invitó al diplomático a proseguir con su informe.
—¿Se han pronunciado los ingleses?
Fuensalida hizo un gesto negativo.
—A pesar del matrimonio acordado entre vuestra hija Catalina y el príncipe de Gales, Enrique no parece dispuesto a colaborar —explicó.
Al soberano tal contrariedad le enojó.
—Una vez más, se escuda tras un canal mucho más permeable de lo que cree —masculló.
—No se trata de eso, sino de que en esta ocasión hay un problema añadido —apuntó Fuensalida, más sombrío—. El duque de York ha pedido la mano de la infanta Catalina.
A todos sorprendió la noticia.
—¿Acaso desconoce que está comprometida? —dijo la reina, atónita.
—Lo ignoro, señora —contestó el embajador—. Pero la petición ha llegado a través de Maximiliano.
Fuensalida entregó a la reina el documento con el sello imperial. Isabel lo leyó con presteza.
—Ricardo de Shrewsbury, primer duque de York, ¿quién es? —preguntó la reina, ofreciéndole el documento a su esposo.
—Poco puedo agregar —respondió Fuensalida—. Sé que aspira al trono de Inglaterra. Y cuenta con el respaldo de Margarita de York y del propio emperador.
—De modo que ese es el problema al que aludíais —comprendió Chacón.
—El rey Enrique acusa a Maximiliano de inmiscuirse en sus asuntos y rechaza aliarse con él —confirmó el enviado de los reyes.
—Comprensible —asintió don Gonzalo—, da asilo a quien pretende arrebatarle el trono.
Que ese tal duque de York se interpusiera en su camino agrió el ánimo de Fernando.
—¿Tiene alguna posibilidad de conseguirlo?
—Pocas, en mi opinión, por no decir ninguna —afirmó Fuensalida—. Salvo que vos también le deis vuestro apoyo.
Fernando se levantó del trono, claramente irritado.
—¡Que todo se tambalee por apoyar a un aventurero! —bramó—. ¿Acaso el emperador ha perdido el juicio?
No sabía entonces Fernando cuán justo era el calificativo que atribuía al protegido de Maximiliano. Tiempo después se demostraría que el pretendido duque de York no era sino un impostor, un flamenco llamado Perkin Warbeck. Pero nada de eso se sospechaba en aquella hora. A pesar de todo, por principios, Isabel se negó a ceder.
—¿Cómo vamos a casar a nuestra hija con un aspirante? ¡La hemos educado para reinar, no para conspirar! —proclamó, tan enojada como su esposo.
Sin embargo, para asombro de la reina y de sus consejeros, Fernando se volvió hacia ellos y alzó la voz para contradecir su propio discurso y el de su señora.
—¡Aguardad! No negaremos la mano de nuestra hija al duque de York.
Ante el estupor general, el soberano se acercó a Fuensalida.
—Es más, aseguraos de que su petición llega a oídos del rey de Inglaterra —añadió—. Que sepa que quien reclama su trono también conspira para arrebatarle a Catalina.
Todos comprendieron que la intención del rey era forzar al inglés a abandonar sus remilgos.
—Dejadle claro que romperemos el compromiso entre la infanta y el príncipe Arturo si no acepta formar parte de la Liga —remató Fernando.
Fuensalida acató la orden. Chacón sonrió, satisfecho por la jugada del soberano.
—Vais a hacer que Enrique se sienta muy solo en su isla…
El obispo de Badajoz aguardó hasta que tuvo ocasión de hablar a solas con el rey de Aragón. En las manos portaba un documento: el borrador de la real cédula que la reina había de firmar para permitir expediciones a las Indias sin la participación de Colón. Aunque no era eso lo que le llevaba a la entrevista. A pesar de que el soberano se hallaba sin compañía alguna, Fonseca bajó la voz para comunicarle la noticia.
—El almirante sigue en vida, gracias a Dios.
Tras el desconcierto inicial, el rostro de Fernando se tiñó de preocupación. Fonseca refirió lo que sabía.
—Unos navíos han llegado a Cádiz con Antonio de Torres, su secretario, y una carta para vuestras altezas.
—¿Qué ha sido de él? —masculló el rey.
—Llegó a La Española más muerto que vivo —respondió el obispo—. Allí se encontró con sus hermanos y un desorden de grandes dimensiones.
El monarca escuchó en silencio, pensativo, pero Fonseca insistió.
—Mi señor, dudo que vuestra esposa firme la cédula estando el almirante…
Fernando interrumpió al eclesiástico y se encaró con él.
—Nada ha de saber la reina de todo esto. Que nadie le haga llegar nuevas de Colón hasta que haya autorizado las licencias —ordenó—. ¡Ni una palabra! ¿Me oís?
—Como mandéis, alteza —acató Fonseca, aparentemente sumiso.
El obispo de Badajoz siguió al rey con la mirada mientras este abandonaba la estancia. No pudo reprimir, entonces, una sonrisa ladina.
Aunque el asunto no le ahorró esfuerzos, Fernando hubo de emplear todos los argumentos a su alcance para persuadir a la reina. Debía conseguirlo antes de que, por un medio u otro, supiera que Cristóbal Colón estaba vivo. Aludió el rey al fracaso de la evangelización que Boyl había relatado.
—¿Durante cuánto tiempo mantendremos el poder sobre las nuevas tierras si faltamos a la misión que nos encomendó el Papa? —preguntó Fernando.
La insistencia de su esposo tenía a Isabel sumida en el silencio. Pero Fernando no cejaba.
—Por otra parte, si Gonzalo no detiene al francés, temo que Roma aproveche cualquier excusa para perjudicar nuestros intereses. Recordad sus tratos con Portugal.
Isabel, sintiéndose acorralada, se volvió hacia él.
—¡No me atosiguéis más! —exclamó—. ¡Debemos mucho al almirante! ¡Ha descubierto grandes cosas para la gloria de Castilla!
—Y pingües beneficios ha obtenido por ello: en diezmos y títulos —le recordó Fernando—. A cambio ha enviado promesas de oro y muchos problemas.
La reina no podía rebatir esa cuestión. Fernando aprovechó para cambiar de táctica.
—Son muchos los que han cruzado la mar Océana, arriesgando la vida por Castilla, en busca de mejor fortuna.
—Lo sé —admitió la reina—. También los tengo en mis oraciones.
—Otros aguardan su oportunidad —reiteró Fernando—; ¿vais a negársela por lealtad a un muerto?
El rey detectó la duda en el semblante de su atribulada esposa. Se aprestó a dar el golpe final.
—Conozco la grandeza de vuestro corazón y la profundidad de vuestro espíritu —declaró—. Pero vuestro afecto por él no puede nublaros el juicio.
Isabel entornó la mirada.
—Esas tierras lejanas me pertenecen… Pero no puedo imaginar cómo son.
—Unas veces el paraíso terrenal, según cuentan, y otras, el infierno —apuntó Fernando.
Por fin, Isabel asintió.
—Que Fonseca prepare la cédula —dijo, en un suspiro—. Firmaré esas licencias.
Y así lo hizo, en presencia de su esposo y del obispo. Estos evitaron cruzar sus miradas durante el acto, quizá por temor a traicionarse.
Una vez firmado el documento, Fernando reconfortó a su esposa. Sufría Isabel la mala conciencia de haber traicionado al almirante. O, al menos, a su familia.
—Tened por seguro que habéis hecho lo justo —musitó el rey al oído de Isabel.
Lo cierto es que la empresa de las Indias había adquirido dimensiones insospechadas. Tal era su magnitud que no podía quedar en manos de un solo hombre, fuera este un gran gobernante o, como parecía, a juzgar por los resultados, un pésimo gestor. Y cuando Colón diera señales de vida, ya le habrían despojado del monopolio.
No eran los reyes de Castilla los únicos que contravenían los acuerdos rubricados. Su Santidad, como había anunciado al refugiarse en Sant’Angelo, no pensaba entregar la Corona de Nápoles al rey de Francia. Este, al verse burlado, estalló en improperios.
—¿Cómo permite Dios que reine en Roma un embustero de tan baja calaña?
Ni Luis de La Trémoille ni su esposa, Ana de Bretaña, conseguían apaciguar la ira regia.
—Majestad, reflexionad. ¡Nápoles ya es lo de menos! —insistió el chambelán.
—Escuchad a La Trémoille, pues está en lo cierto —suplicó la reina—. Mi señor, esa corona va a acabar costándoos muy cara.
—¡No pienso levantar el asedio! —siguió vociferando Carlos—. ¡El Papa cederá aunque tenga que pegarle fuego a su castillo!
—Mi señor, Fernando ya no es el único apoyo de Su Santidad —subrayó La Trémoille—. No podemos enfrentarnos al mismo tiempo a Castilla, a Aragón ¡y a Maximiliano!
La multiplicación de sus adversarios parecía alimentar la furia del rey, en vez de aplacarla.
—¡Malditos sean todos! ¡Los aplastaré, juro que los aplastaré! ¡Mis soldados se beberán su sangre, degollaremos a sus hijos, violaremos a sus esposas y a sus hijas! —sentenció a gritos—. ¡Os doy mi palabra de que acabaré con todos!
Ni el temor ni la preocupación que dejaba entrever el rostro de Ana de Bretaña sosegaron al monarca, cuya obsesión por el trono napolitano era más poderosa que su raciocinio.
—¡Ese perro aragonés ha puesto a todo el mundo contra mí! —aulló—. ¿Queréis que me calme? ¡Traedme su cabeza!
Solo la naturaleza enfermiza del rey Carlos consiguió acallarlo. El soberano se llevó la mano al pecho al sentirlo atravesado por un dolor agudo. La Trémoille lo sostuvo mientras tomaba asiento. La reina se apresuró a servirle una copa de vino.
—Bebed. Poco a poco…
Carlos obedeció. Apenas recuperó el aliento, volvió a maldecir.
—Y Maximiliano, ¡debe de estar celebrándolo con mil putas!
—¿Qué esperabais? —replicó Ana, hastiada de tanta imprecación—. ¿Que no aprovechara la ocasión de enfrentarse a Francia? ¿Acaso no sabéis lo que siente por vos?
No era momento oportuno para contradecir a Carlos, si tal ocasión podía darse. El rey fulminó a su esposa con una mirada rebosante de desprecio y descargó su rabia contra ella.
—¡Ojalá hubiera dejado que casarais con él! ¡Para lo que me habéis servido! ¡Ni siquiera sois capaz de parir un hijo que viva lo bastante para sostener una espada! ¡¿Cuándo me daréis un heredero?!
Ana de Bretaña guardó silencio. Ofendida en lo más íntimo, vació el contenido de la copa en el rostro del rey y abandonó la estancia. De inmediato, La Trémoille se apresuró a limpiar la faz de su señor, pero Carlos se lo quitó de encima. Tan iracundo estaba que ni siquiera pudo continuar profiriendo insultos contra su esposa.
Habiendo sido relevado de su cargo, a Gonzalo Fernández de Córdoba se le esperaba en la corte, donde habría de explicarse ante el rey. Pero las jornadas transcurrían y nada se sabía de él. Por fin, Chacón pudo anunciar a su señor que traía noticias del capitán.
—¿Ya está en Castilla? —inquirió Fernando.
Chacón negó con la cabeza.
—Os envía una carta —aclaró.
—¿Anuncia su regreso, entonces? —insistió el rey.
Chacón tomó aliento antes de proseguir. Fernando intuyó que lo que iba a escuchar no sería de su agrado.
—Sigue al mando en Nápoles, sus hombres se han negado al relevo —expuso el noble.
El aragonés tardó unos segundos en asimilar semejante insubordinación. La aparición de Isabel demoró aún más su reacción.
—¿Qué ocurre? —preguntó la reina, alarmada al ver la expresión enojada de su marido.
—¡Decídselo, Chacón, contadle a la reina la hazaña de otro de sus protegidos! —replicó el rey, indignado hasta la médula.
El noble puso a la reina al tanto de lo ocurrido. Isabel le arrebató la carta de Gonzalo y la leyó.
—¿Qué dice? —espetó Fernando, ásperamente.
—Narra lo ocurrido en Seminara. Todo se debió a un malentendido con los napolitanos. Creyeron que los aragoneses se retiraban de la batalla y huyeron, asustados.
La reina devolvió la misiva a Chacón. Este corroboró su contenido.
—Al parecer no entendieron que se trataba de un repliegue táctico y abandonaron a los nuestros a su suerte.
—Bastardos —masculló el aragonés.
—El general sostiene que ordenó la retirada para evitar que fueran diezmados —añadió Isabel.
—¿Esa es su disculpa para no comparecer? —dijo el rey, despectivo.
—Sí —respondió Isabel, con la serenidad que le faltaba a su esposo—. Y os pide paciencia y confianza en él y en sus hombres.
—Ha desobedecido una orden del rey. ¡Otros ya lo habrían pagado con la vida! —invocó Fernando.
—Cierto —repuso la reina—. Pero recobrad el sosiego y meditad vuestra decisión. Sea cual sea, yo os apoyaré.
Oportuno fue el instante elegido por Fonseca para desvelar que Cristóbal Colón vivía, tanto si lo hizo a sabiendas como por azar. El obispo de Badajoz irrumpió alborozado en el salón del trono, santiguándose y dando gracias al Señor.
—Altezas, ¡el almirante está vivo! —anunció, lleno de júbilo.
Al escucharlo, el rostro de Isabel se iluminó.
—Su secretario, Antonio de Torres, ha regresado desde La Española —informó Fonseca—. ¡Han descubierto tierras y ríos de los que tan solo bastan las manos para sacar oro!
Fernando asistía impertérrito a la relación de los portentos que habían encontrado en las Indias. Isabel, por el contrario, quedó conmovida.
—Dios sabe cuánto me alivian vuestras palabras. Sin embargo, si no me hubiera precipitado a firmar la cédula… —lamentó, apesadumbrada.
Fonseca y Fernando cruzaron sus miradas. El obispo reaccionó con prontitud.
—Hay algo más —añadió—. Pero creo que será mejor que lo veáis con vuestros propios ojos.
Con el permiso real, el eclesiástico hizo que llevaran ante ellos a tres indígenas cargados de cadenas.
—Los ha enviado el almirante —explicó Fonseca—. Hay muchos más. Quinientos hemos contado.
Poco necesitó Isabel para darse cuenta de que los indígenas habían sido reducidos a la esclavitud. Se indignó al momento.
—¡Liberadlos de sus cadenas! —exigió.
—Temo que no será posible. Son prisioneros de guerra, alteza —alegó Fonseca.
—¿Guerra? ¿A qué guerra os referís? —preguntó atónita la reina.
El obispo explicó lo sucedido basándose en la información enviada por Cristóbal Colón desde el otro lado del océano. Aquellos hombres eran un presente del navegante para la Corona. A falta de oro, enviaba mano de obra esclava.
—No obstante, hay dos versiones que se contradicen: los indios fueron apresados durante una incursión para castigarlos por sus desmanes —expuso el clérigo.
—Esa es la versión de Colón, supongo —intervino Fernando.
—Así lo asegura su secretario —confirmó Fonseca—. Pero los descontentos dicen que los nuestros suelen irrumpir en sus poblados aterrorizando a las mujeres.
—Nada semejante refiere el almirante en su carta —murmuró Isabel—. ¿Acaso trata de ocultar lo que realmente sucede en las nuevas tierras?
—Ha habido muchos muertos entre los indios —señaló Fonseca—. Cargan contra ellos con caballos y perros. Y esos hombres andan como Dios los trajo al mundo, señora.
—¿Es necesaria tanta crueldad? —deploró la reina—. Los hombres rojos creen que nuestras naves vienen del cielo, ¿y ahora vamos contra ellos a sangre y fuego?
—Si se alzan contra el virrey, se alzan contra la Corona. Deben ser castigados —sentenció Fernando—. Eso no tiene discusión.
—¿Y qué haremos con los que ha enviado? —se interesó la soberana.
—No podéis liberarlos —reiteró Fonseca—. Son prisioneros de guerra. Su destino, por tanto, es ser vendidos como esclavos.
No fue del agrado de Isabel escuchar dictamen tan rotundo.
—Así se procedió con el infiel y también en las Canarias —recordó Fernando.
Pero Isabel rehusó tratarlos del mismo modo.
—No haremos tal cosa —negó, tajante.
—¿Y qué proponéis, mi señora? —inquirió Fernando, al borde de perder de nuevo la paciencia.
La reina carecía de respuesta. Caviló mientras recorría la estancia nerviosa y callada. Por fin, se volvió hacia Fonseca.
—Formad una comisión con eclesiásticos y juristas —ordenó—. Que sean ellos quienes decidan qué debe hacerse con los hombres rojos.
Así se organizó sin demora. El propio Fonseca, Cisneros y Talavera se encontraban entre los juristas y religiosos que componían la comisión. Prolongados fueron los debates durante un sinnúmero de jornadas. La propia existencia de aquellos hombres rojos planteaba dilemas jurídicos y teológicos difíciles de dirimir. ¿Eran capaces de asimilar la doctrina de Cristo o, simplemente, eran esclavos por naturaleza?
—El almirante Colón bien lo describió en sus cartas. Cuando encontró a esos indios no conocían secta ni idolatría —expuso Talavera—. Ellos profesan la creencia de que las fuerzas y el bien están en el cielo. Luego, son evangelizables.
—Pero ¿qué sucede cuando los propios indios se niegan a ser convertidos? —planteó Fonseca.
—No todos se han negado —recordó Cisneros—. Algunos ya han sido bautizados.
—Otros muchos se han levantado contra el virrey —persistió Fonseca—. Rechazan con violencia todo lo que viene de Castilla.
—¿También la palabra de Dios? —inquirió el arzobispo de Granada.
—Así parece ser —confirmó el obispo de Badajoz—. ¿Cómo es posible tal cosa? ¿Estamos seguros de que tienen alma? ¿De que son capaces de creer?
—Volvemos al mismo punto —murmuró Cisneros con impaciencia—. Señores, toda la tarde gastamos con discusiones. Será mejor continuar mañana.
—La reina espera nuestra respuesta —indicó Fonseca.
—Ninguno de nosotros la tiene ahora. Solo la hallaremos cuando Dios quiera iluminarnos —zanjó Cisneros.
Sin embargo, el obispo de Badajoz estaba en lo cierto. Alguna resolución había que ofrecer a la reina. Aunque la comisión seguiría con su trabajo —y lo haría durante largo tiempo—, los religiosos se presentaron ante Isabel para que estuviera al corriente de sus intrincadas polémicas.
—Este no es asunto banal, alteza —expuso Talavera—. Ni que pueda tratarse en unas jornadas. El proceso promete ser largo…
—¿Y qué haremos con esos hombres mientras debatís? —preguntó la reina, pues tal era la preocupación más acuciante, por encima de la teología y el derecho.
—Lo que decidáis, bien decidido estará, porque de seguro no ofenderá a Dios —resolvió Fonseca.
Pretendía el obispo de Badajoz hacer responsable a la reina de la suerte de aquellos hombres llegados del otro lado del océano, sin aclarar aún si eran sus súbditos o sus esclavos. Sin embargo, en la mente de Fonseca una idea iba encontrando acomodo. Y no tardó en acudir al rey para tantear las posibilidades de llevarla a término.
—A propósito de los hombres rojos, señor… Muchos han caído enfermos, y algunos han muerto —refirió el obispo.
El rey resopló, exasperado, y maldijo en su fuero interno a Colón y a sus presentes.
—Que los físicos averigüen qué les ocurre.
—Pero, alteza… Son muchos a guardar y a alimentar mientras la comisión encargada emite su juicio —lamentó Fonseca—. Tal vez no soporten los rigores del invierno.
Fernando, llevado por la impaciencia, alzó la mano para callar al obispo.
—Fonseca, las Indias son vuestro cometido. Buscad la solución —zanjó el rey.
De modo que los indígenas quedaron en sus manos por orden de su alteza. Justo lo que Fonseca pretendía.
Las noticias de la victoria de Gonzalo Fernández de Córdoba en Morano y del asedio de Atella fueron motivo de celebración en la corte. A buena hora la balanza podía estar inclinándose a favor de la alianza que los reyes habían promovido. No obstante, Fernando no quiso dejarse confundir por la euforia.
—Solo es una batalla, ahora debemos ganar la guerra —advirtió—. Abriremos un nuevo frente para dividir al francés y debilitarlo.
—¿Es el turno de Navarra? —anticipó Chacón.
—Así es —replicó Fernando, con decisión—. No hemos de darles descanso en nuestras fronteras.
—Hay algo más, altezas —intervino Fuensalida—: El rey de Inglaterra ha decidido unirse a nuestra coalición.
Isabel y Fernando intercambiaron, cómplices, una sonrisa.
—Parece que la existencia de otro pretendiente para Catalina ha animado al rey a tomar partido —recalcó la reina.
Con gran satisfacción, Fernando se dirigió a los presentes.
—Señores, la Liga Santa es un hecho. ¡Entre todos empujaremos al francés hacia sus fronteras!
A continuación, se dirigió a Fuensalida.
—Y vos, aseguraos de que no lleguen más peticiones de matrimonio —pidió con media sonrisa—, ¡ya no tenemos hijos disponibles!
Había llegado el momento de que los reyes reunieran a sus hijos en el salón del trono. Desde sus respectivos sitiales y acompañados de los miembros más destacados de la corte como testigos, les comunicaron solemnes las decisiones que habían tomado sobre su futuro. A un gesto de su esposo, Isabel tomó la palabra.
—La defensa de nuestras fronteras exige alianzas y sacrificios —dijo, en dirección a sus descendientes—. Vosotros, hijos de reyes, estáis destinados a sellar y a fortalecer las relaciones de nuestros reinos con nuestros aliados.
—Es nuestra intención formalizar cuanto antes vuestro compromiso con los herederos de las diferentes casas reales —añadió Fernando.
Los príncipes y las infantas escuchaban atentos y erguidos el discurso de sus padres. La reina miró al heredero de las Coronas de Castilla y Aragón.
—Juan, príncipe de Asturias y Gerona, casará con Margarita de Austria, hija del emperador Maximiliano —anunció.
—Y la infanta Juana con el archiduque Felipe, heredero del Sacro Imperio —continuó el rey—. Un doble matrimonio que convertirá a los Habsburgo en nuestros más firmes aliados contra Francia.
Los aludidos acataron la decisión real, emocionados y orgullosos.
—Como se acordó en su día, el príncipe de Gales desposará a la infanta Catalina —prosiguió Fernando.
Isabel volvió a tomar la palabra.
—En cuanto a Portugal…
Al escuchar a su madre, la princesa Isabel se estremeció. ¿Faltaría a su palabra? ¿La obligarían a regresar para contraer matrimonio con el príncipe del reino vecino? La reina, consciente de su desasosiego, la miró a los ojos mientras anunciaba:
—El heredero al trono casará con nuestra pequeña María.
Madre e hija se sostuvieron la mirada unos instantes. La princesa Isabel, conmovida, bajó la vista. Nada había de temer —pensó—, la palabra de una reina era sagrada.
—Esta es nuestra decisión —concluyó el rey—. Gracias a vosotros, nuestra familia se extenderá por las cortes europeas más importantes.
—No dudéis de que en todas ellas os aguardan con gran respeto y admiración —dijo Isabel, emocionada.
La visión de sus hijos formados frente a sus tronos obligó a la reina a contener las lágrimas. Tomó aliento, antes de reanudar su alocución.
—Si Dios así lo quiere, estáis llamados a gobernar un continente. Habréis de estar a la altura de la misión que se os encomienda —advirtió.
—Estamos seguros de que haréis honor a vuestro rango —afirmó Fernando—. Sabemos que engrandeceréis a nuestra estirpe en nombre de Castilla y Aragón.
Los príncipes y las infantas, al unísono, hicieron una sentida reverencia ante sus padres. Terminadas las formalidades, los reyes detallaron a Juan y a Juana los planes acerca de sus respectivos enlaces con los Habsburgo.
—La boda tendrá lugar en cuanto se firme el acuerdo —señaló Fernando—. Contraeréis matrimonio por poderes en Castilla.
Isabel tomó la mano de su hija Juana.
—Vos viajaréis pronto a Flandes, donde os aguardará vuestro esposo, el duque de Borgoña —expuso.
La infanta acató la decisión de sus padres.
—La flota que os lleve hasta Middelburg traerá de vuelta a la esposa de Juan —apostilló Fernando—. Así lo hemos acordado.
El príncipe se mostró más inquieto por su futuro matrimonio que su hermana Juana.
—¿Conocéis a Margarita? ¿Cómo es?
—No la hemos visto nunca —admitió Isabel—. Pero dicen que es muy bella.
—¿Es inteligente? —preguntó de sopetón.
—Es hija de reyes, ha de serlo por fuerza —respondió el rey, convencido.
—¿Tanto como vuestra esposa? —replicó, muy serio, el príncipe.
La pregunta conmovió a la reina hasta el tuétano. Fernando se dio cuenta.
—Igualar la inteligencia de vuestra madre es casi imposible —manifestó, con una sonrisa.
La reina aceptó el halago.
—Me agrada que mostréis interés en que sea de mente despierta —confesó a su hijo.
—Vuestro legado sería una pesada carga para el mejor de los príncipes —reconoció Juan, no sin inquietud.
Isabel acarició su rostro.
—Vos lo sois, ángel mío. Toda vuestra vida habéis estado preparándoos para gobernar. Lo haréis tan bien como el que más —auguró la reina.
—Pero quisiera contar junto a mí con alguien de vuestra talla —insistió el heredero.
—No os torturéis —rogó Isabel, enternecida—. Seréis un gran rey y no habrá mejor esposa ni reina en toda la cristiandad que Margarita.
El príncipe Juan sonrió, porque confiaba ciegamente en el pronóstico expresado por su madre. Juana se acercó más a ellos y bajó la voz para preguntar:
—Decid, ¿es cierto que a mi futuro marido lo llaman «el Hermoso»?
La pregunta provocó la sonrisa de los reyes. Aún tardaría Juana en poder corroborar si tal apelativo se ajustaba a la verdad. Por lo demás, todas las gestiones diplomáticas siguieron su curso, pues urgía fundamentar la Liga Santa contra el enemigo común.
Como estaba previsto, el enviado de Maximiliano y Felipe de Habsburgo viajó hasta la corte castellana para cerrar el acuerdo. Allí, Francisco de Busleyden conoció a los futuros consortes de Felipe y Margarita.
—Tenéis motivos para ser felices, altezas —aseguró el arzobispo, hechas las presentaciones—, vais a casaros con los mejores pretendientes.
—¿Cómo es el archiduque, eminencia? —se apresuró Juana a preguntar.
—Felipe es un hombre extraordinario —contestó su principal consejero—. Pocas veces un príncipe fue tan merecedor de ese calificativo como él, os lo aseguro.
La respuesta del arzobispo de Besançon colmó de ilusión a Juana. Juan, por el contrario, permanecía en silencio, con gesto adusto. Percibiéndolo, Busleyden se acercó a él.
—En cuanto a la infanta Margarita, dudo que exista una joven más despierta y encantadora en todo el orbe cristiano —garantizó, con el tacto propio de un embajador.
Por el cruce de miradas entre él y su madre, Isabel comprendió que a Juan le había complacido la respuesta.
Ni la actividad diplomática ni los complejos preparativos para el inminente doble enlace hicieron olvidar a Isabel los asuntos relacionados con las Indias. Convocó en audiencia al obispo Fonseca para comunicarle sus disposiciones en presencia del rey.
—Es necesario que alguien compruebe qué está sucediendo en La Española. Que nos lo relate punto por punto —declaró la reina.
—¿No os bastan los informes recibidos? —replicó el eclesiástico.
—No son de fiar. En ellos también se perciben envidias y rencores —alegó Isabel—. Para juzgar a Colón preciso ojos limpios como el agua.
—¿Y cómo pensáis conseguirlo? —preguntó el obispo a la reina.
—Un juez pesquisidor saldrá hacia La Española en el primer navío que zarpe de Cádiz —informó Isabel—. Espero que os encarguéis de todos los preparativos necesarios.
Fonseca hizo un marcado gesto de aprobación.
—Se hará como ordenáis. ¿Puedo preguntar a quién habéis designado, alteza?
—A Juan de Aguado, que ya viajó a esas lejanas tierras —respondió la reina—. Confiemos en que averigüe qué hay de verdad en las acusaciones contra el almirante. En cuanto a las licencias…
Fonseca escuchó con el máximo interés. También Fernando, aunque se cuidó de demostrarlo en igual proporción.
—Ninguna otra expedición saldrá de Castilla hasta que tenga noticias del almirante —decretó la soberana.
Ocultando su malestar, Fonseca miró al rey y este ratificó con un gesto la decisión de Isabel. El obispo entendió que no había lugar para diatribas.
—¿Algo más, altezas?
—Sí, una última cosa —intervino Fernando—. ¿Os habéis ocupado de los hombres rojos?
—Por supuesto, alteza —aseguró Fonseca—. Serán enviados a las Canarias, donde tendrán trato de hombres libres.
—¿Por qué allí? —preguntó Isabel.
—El clima, según se dice, es similar al de sus islas. Más benigno —explicó el religioso—. Allí aguardarán hasta que una expedición los lleve de vuelta a su lugar de origen.
La solución pareció complacer a los reyes, en particular a Isabel.
—Encargaos de que encuentren el acomodo digno de cualquier hijo de Dios —solicitó.
Pero a Fonseca le preocupaba más el acomodo propio que el ajeno. Más aún tratándose de aquellos indígenas. Amparado por la oscuridad de la noche, el obispo de Badajoz se reunió con un caballero en un lugar discreto y apartado. Nada más ver al caballero en cuestión, Fonseca le espetó:
—Os dije que eran quinientos los hombres rojos. Ya no es así.
La noticia contrarió a su interlocutor.
—¿Os quedáis con parte de la remesa?
—No. Algunos han muerto —aclaró el obispo—. Pero el precio es el mismo.
Poco agradó la nueva al caballero, de oficio mercader de esclavos, si tal actividad merece considerarse oficio. Hizo amago de marchar por donde había venido. Fonseca, impaciente, alzó la voz.
—Vamos, vamos, sabéis que haréis buen negocio con ellos.
El mercader terminó por aceptar la oferta. Una bolsa de monedas cambió de dueño, y con ella, los desdichados hombres rojos.
—Buscad a los compradores lejos de la corte, como os dije —recalcó Fonseca—. Sed discreto.
—Descuidad —farfulló el tratante.
—Y olvidad que me habéis visto —insistió el obispo—. Nunca hemos hablado. ¿Entendido?
El otro asintió. Fonseca quedó satisfecho.
—Vuestros son. Ya sabéis dónde encontrarlos.
El obispo partió sin despedirse. Se perdió a buen paso en la oscuridad, con el tintineo de las monedas acompañando su marcha.