2

En las semanas siguientes, Cristóbal Colón disfrutó de los beneficios de haberse convertido en un personaje admirado en los círculos cortesanos. Apenas hubo conocido la noticia de su regreso, su hermano Bartolomé se reunió con él. El almirante organizó una cena en su honor, a la que invitó a algunas de sus flamantes amistades.

Durante la velada, los comensales no quitaron ojo al indígena que Colón mantenía a su costado. Aunque vestido con ropas al uso de Castilla, su presencia fue objeto de reiterados comentarios y cuchicheos.

Terminado el ágape, todos esperaban ansiosos el relato de aquellos hechos insólitos que el marino había vivido más allá de la línea del horizonte. Las descripciones de Colón nunca defraudaban.

—En esas islas, las aves, grandes como terneros, lucen colores no inventados en Europa. Los paisajes eran a veces de un verde tan hermoso…

—¿Como en el norte de Castilla? —interrumpió Catalina, la dama de la reina, sumamente intrigada.

—Mucho más. Como esmeraldas al sol —evocó el almirante, soñador.

Catalina, admirada, hizo lo posible por imaginárselo.

—Otros terrenos se veían, estos sí, amarillos como los trigales castellanos —admitió Colón, con una sonrisa de medio lado.

—Nada tiene eso de especial —desdeñó la dama.

—¿Y si os digo que se debía al oro que allí todo lo cubría? —apostilló el navegante, con estudiada picardía.

Fascinados, todos los presentes lanzaron al unísono un «¡Oooh!» de admiración. Cristóbal Colón disfrutaba a lo grande comprobando el efecto del relato de sus aventuras. Consciente de ello, Bartolomé tomó la palabra:

—Hermano, a estos señores les agradará saber de vuestro encuentro con la tribu de ese indio que os acompaña.

Cristóbal Colón inclinó el mentón, ceremonioso.

—Con gusto complaceré vuestra petición, Bartolomé, pues esta reunión se celebra en honor a vos y os quiero contento… —en ese punto, hizo una pausa y ensombreció su expresión—, mas temo asustar a los más impresionables.

—Bastante vino ha corrido ya para resistir el cuento —apuntó, cómplice, Bartolomé.

Los comensales, divertidos y deseosos de escuchar nuevas aventuras, dieron la razón al hermano del almirante. Colón aceptó el veredicto, sin dejar de disimular cuánto le complacía a él jugar con la expectación de sus invitados. Hizo una seña al indígena para que se pusiera en pie y todos los presentes, con la máxima curiosidad, fijaron la atención en tan exótico individuo.

—La isla de la que proviene este indio parecía, a simple vista, el paraíso en la Tierra —explicó Colón.

Mientras el almirante se deleitaba en su narración, Gonzalo Chacón entró en la sala y se mantuvo al margen. Absortos como estaban escuchando la crónica, nadie se percató de su llegada.

—Mas al ver a sus gentes —prosiguió Colón—, comprobamos que muchos lucían mordeduras en los brazos y en las piernas.

—Habría jabalíes merodeando; uno mordió a mi padre en un bosque de Ávila… —interrumpió Catalina, para disgusto de la mayoría.

Colón sonrió. Acto seguido replicó a la dama:

—Temo que las dentelladas no provenían de bestias, sino de otros hombres. Pues esta tribu gusta de devorar la carne humana.

Un nuevo «¡Oooh!» de asombro, mayor si cabe, recorrió la estancia. El indígena, que no entendía una palabra de lo que allí se decía sobre él y su pueblo, sonreía abiertamente. Aprovechando el cruce de murmullos y opiniones entre los asistentes, Gonzalo Chacón se acercó al almirante. En voz baja y con la máxima discreción, trató de atraer su atención.

—Vuestras aventuras dan para mantener en vela a toda la nobleza castellana durante días, pero quizá sea hora de retirarse —sugirió el noble.

—Despreocupaos de mi sueño —respondió Colón con desenvoltura—; dos horas en un lecho rentan más que diez en un navío.

—Como gustéis. Aunque recordad que una audiencia con los reyes exige viveza de seso —advirtió Chacón.

La sonrisa mundana del almirante pretendía esconder hasta qué punto le inquietaba la advertencia. Chacón insistió:

—Esperan grandes cosas de vos y están seguros de que esta vez tampoco los defraudaréis.

—¿Con qué motivo me requieren? —inquirió el marino.

—Para que comencéis a preparar sin demora vuestro siguiente viaje.

Esta vez, la sombra que mudó el rictus del almirante fue espontánea. Y Bartolomé se percató.

—¿Malas noticias? —preguntó a su hermano cuando por fin quedaron a solas.

—Descuidad. Solo estoy cansado de tanto agasajo —fingió Cristóbal, con escasa fortuna.

—Os conozco —insistió Bartolomé—. A mí no me embaucáis como a esos infelices.

Colón miró a su hermano en silencio. Por fin, confesó el origen de sus cuitas.

—Los reyes ordenan otra expedición —murmuró.

A Bartolomé, más que la información en sí, le sorprendió el tono lúgubre con el que Cristóbal la expuso.

—¿Desde cuándo una gran noticia se encaja con pesar?

—Desde que todos, y en especial los soberanos, están convencidos de que alcancé las Indias en mi primer viaje —dijo el almirante.

—¿Acaso no es verdad? —replicó Bartolomé, cada vez más desconcertado.

Cristóbal Colón tomó aliento, antes de confesar lo que tanto le preocupaba.

—Llegué a unas islas —masculló—. Unas islas que en poco se asemejan a los relatos que he leído sobre las Indias.

—Nadie las había tomado navegando hacia el oeste —alegó Bartolomé, quitándole hierro—. De ahí que os resulten extrañas. ¿Qué podrían ser, si no?

—Unos terrones en medio de la nada que he sabido adornar con mi don para el relato —explicó Cristóbal, abrumado—. Es tan fácil complacer a quien nada espera… ¡Pero ahora se me pide un imperio! ¿Qué hombre está a la altura de tal exigencia?

Bartolomé no daba crédito: su hermano se veía realmente angustiado.

Pasó Cristóbal Colón la noche en vela, pensando en cómo resolver el encuentro con los reyes sin salir perjudicado. No era de ánimo proclive a desdeñar fama y honores. Y de todos es sabido que renunciar a ellos, una vez logrados, se hace todavía más arduo.

Por ello, al presentarse ante los soberanos, el marino enmascaró su inquietud como mejor pudo. La reina no se anduvo con rodeos.

—Dicen que anoche desvelasteis a la corte con vuestras aventuras. Confiamos en que guardéis fuerzas para preparar vuestra expedición.

Con sumo respeto, Colón inclinó el mentón.

—Si me lo permitís, contaba con un descanso, después de tan dura travesía…

Fernando intervino con cierta aspereza.

—Habéis tenido tiempo de sobra para recuperaros. Decid, ¿se sitúan al sur de las Canarias las tierras que habéis conquistado en las Indias?

—Algo más al sur y al oeste de esas islas, mi señor —contestó el navegante.

—¿Así se lo hicisteis saber al rey Juan? —demandó a bocajarro el aragonés.

Desconcertado, Cristóbal Colón calló. Para Fernando, el silencio confirmó sus sospechas. Volvió el rostro hacia su esposa e Isabel, dándose por aludida, expuso con frialdad a su protegido la situación a la que se enfrentaban.

—Portugal reclama las nuevas tierras en virtud de lo acordado en Alcazovas, hace trece años. Se acoge al derecho sobre cualquier conquista en el Atlántico por debajo del paralelo de las Canarias.

Colón asimiló la noticia con pesar.

—Vuestro afán de pavonearos podría considerarse traición —espetó agriamente el rey.

Cristóbal Colón, viéndose cercado, reaccionó como era de esperar.

—Consideradlo como mejor os plazca —afirmó, herido en su orgullo—. Mi conciencia está tranquila.

Apenas un gesto de Isabel impidió que la ira de Fernando cayera sobre el marino. La reina trató de contemporizar.

—Estoy segura de que el Papa intervendrá a nuestro favor, pero conviene asentar nuestros dominios en las Indias. Por ello debéis partir cuanto antes.

El marqués de Moya entró apresurado en el salón del trono y se dirigió hacia Fernando, mientras el almirante se esforzaba en retrasar su partida.

—¿Creéis prudente emprender el viaje sin tener la bendición del Santo Padre?

—Almirante, vos preocupaos de la mar —zanjó la reina—. Los asuntos del cielo y de la diplomacia son cosa nuestra.

Andrés Cabrera habló al rey al oído. Lo que Fernando escuchó le hizo torcer el gesto. Al momento se incorporó para abandonar la estancia junto al marqués.

—Disculpad —masculló—. Un asunto ineludible.

En el despacho real, Gonzalo Chacón aguardaba la llegada del soberano. Sobre la mesa reposaba un mapa extendido del Mediterráneo occidental, que demarcaba los territorios en manos de la Corona de Aragón —incluida Sicilia—, el sureste de Francia y la península de Italia. Andrés Cabrera y el rey irrumpieron en la estancia.

—Francia ha entrado en tierras italianas con casi cincuenta mil soldados —iba detallando el marqués—. El ducado de Saboya ha caído sin poder defenderse. Ahora sus tropas avanzan hacia Venecia.

Gonzalo Chacón indicó la trayectoria de la invasión sobre el mapa. El despliegue alcanzaba el Milanesado.

—¿Alguna orden al respecto, alteza? —preguntó.

—Poco se puede hacer por ahora —respondió Fernando—. El tratado que firmamos en Barcelona le permite disponer de Italia a sus anchas…

—Hasta que ponga el pie en los Estados Pontificios —apostilló Chacón.

—Y lo hará para llegar hasta Nápoles, que es lo que pretende —aseguró el monarca.

Cabrera suspiró, con gesto grave.

—Todos sabíamos que incumpliría el acuerdo. Pero sorprende la premura.

—Señores, mi confianza en la palabra de Carlos de Francia siempre ha sido la misma: ninguna. Concentrémonos en organizar la respuesta —ordenó el rey, y se volcó en el estudio del mapa.

Andrés Cabrera repasó mentalmente los movimientos del francés y exclamó:

—¿Cómo puede avanzar a ese ritmo endiablado?

—El terreno es agreste, pero los príncipes italianos bien allanan su camino —argumentó Chacón.

Fernando comunicó a sus consejeros una decisión que, con toda probabilidad, había tomado tiempo atrás, mucho antes de la firma del tratado con Francia:

—Aprovisionad a nuestra guarnición de Sicilia. Que esté lista para el ataque. Desplegaremos nuestras fuerzas desde Aragón y Castilla.

—¿Por mar, hacia Nápoles? —inquirió Chacón.

—No. Que la armada del Cantábrico se concentre en Cartagena y Alicante —indicó Fernando, señalando los lugares sobre el mapa—. Aguardará presta para completar el trecho hasta Italia.

—¿Cuántos navíos? —quiso saber Cabrera.

—No menos de sesenta.

El número impresionó a los nobles. Cabrera interpeló al rey:

—¿Encabezaréis vos la expedición, mi señor?

—No puedo abandonar la corte —adujo—. Ha de hacerlo alguien que no pueda defraudarnos. ¿Alguna sugerencia?

Chacón no dudó un instante.

—Un hombre ha probado con creces su valor y su serenidad: Gonzalo Fernández de Córdoba.

—Sea —corroboró Fernando.

Frente a las pretensiones del rey de Portugal, la reina de Castilla maniobró con presteza. Acudió al garante de que los acuerdos entre los reinos de la cristiandad siguieran cumpliéndose. Así, Fuensalida fue enviado a Roma, donde Alejandro VI no dudó en felicitarle cordialmente por el éxito del viaje de Colón.

—Las Indias del este —evocó el Papa—. Un logro magnífico.

—Cierto —confirmó Fuensalida, con idéntica cordialidad—. Mas sumamente frágil sin vuestra bendición. Mis señores os ruegan que formalicéis el dominio de Castilla sobre esas tierras.

—Nada me complacería más —aseguró el pontífice, antes de esbozar una afectada mueca de impotencia—, pero ¿no disteis a Portugal derecho sobre el Atlántico en Alcazovas? El propio papa Sixto bendijo el tratado.

—Y lo respetamos. —Fuensalida esperaba tal objeción y reaccionó con soltura—. Solo pedimos una bula que lo corrija.

—¿Debo desautorizar un pacto entre reinos cristianos? —planteó el Papa con ironía.

—Santidad, Castilla asegura la evangelización de las tierras conquistadas —alegó el embajador.

—Los lusos también llevarían la fe verdadera —repuso Alejandro VI.

Gómez de Fuensalida empezaba a perder la paciencia.

—Decid, ¿qué derecho tiene Portugal sobre el resultado de una expedición que se negó a financiar?

El papa Alejandro calló, pensativo. Fuensalida aprovechó para insistir.

—Ni siquiera su interpretación del tratado es la correcta. ¡No todo el Atlántico les pertenece!

Su Santidad fijó deliberadamente la atención en los escritos que había sobre su mesa, dando por terminado el encuentro. Pero Fuensalida perseveró:

—Os ruego que lo meditéis de nuevo. Vuestro apoyo se verá compensado con creces.

Alejandro VI ni siquiera lo miró al contestar:

—Jamás he dudado de la generosidad de vuestros soberanos, podéis estar seguro.

—Pues, si no es ofensa, os imploro cierta premura —remató Fuensalida—. Los reyes aguardan vuestra bendición.

El Papa levantó los ojos hacia su interlocutor.

—No porfiéis, Fuensalida —advirtió con severidad—. Roma marca los tiempos. Si hemos de hablar de nuevo, yo decidiré cuándo.

Dicho lo cual, el pontífice le indicó la salida y volvió a sus documentos.

En la corte francesa, la atmósfera era bien distinta. El rey Carlos y Luis de La Trémoille brindaban por el éxito de la campaña italiana.

—Por Venecia, que se ha abierto para nosotros como una ramera —declaró Carlos, alzando su copa.

La Trémoille secundó el brindis.

—Ni en sueños habría previsto tan poca resistencia.

Mientras leía, ajena a la celebración, la reina Ana musitó:

—¿Acaso lanzaron pétalos de flores a vuestro paso?

Pero en aquel momento no había nada, ni siquiera la refinada ironía de su esposa, que pudiera ensombrecer el ánimo del exultante Carlos de Francia.

—No os burléis, mi señora —dijo, sin ofenderse—. Quizá sea este un pueblo sabio que admira a los reyes por su grandeza…

—O quizá su nobleza se venda al mejor postor —apuntó la bretona.

La Trémoille, una vez más, terció antes de que la paciencia de Carlos flaqueara.

—Mientras sea para mayor gloria de Francia, brindemos —dijo, al tiempo que rellenaba las copas.

Pero, tras el brindis, La Trémoille intentó devolver al rey a la realidad.

—No obstante, mi señor, dudo que lleguemos a Nápoles sin haber perdido más que un puñado de hombres…

Carlos apuró su copa y negó con la cabeza.

—No será tan grande el sacrificio como la recompensa.

Un pensamiento muy oportuno para quien obtendría dicha recompensa habiendo dejado el sacrificio para los demás.

El cardenal Mendoza y fray Francisco Jiménez de Cisneros cenaron juntos en las dependencias del purpurado. Aunque, a decir verdad, resulta poco preciso llamar de la misma manera a lo que tomaron uno y otro, pues el confesor de la reina se alimentó muy frugalmente, como era su costumbre. El hecho no pasó desapercibido para el cardenal.

—¿Seguís sin haceros a la vida en la corte? A sus placeres ya veo que os resistís.

—Temo haberme excedido en mis precauciones —suspiró el franciscano.

—De puertas adentro, la reina impone su austeridad —confirmó Mendoza, con una sonrisa—. Aquí los usos no son motivo de escándalo.

—Estáis en lo cierto —admitió Cisneros—. Por desgracia, he visto más desenfreno en algún que otro monasterio.

El comentario hizo reír a Mendoza. Cisneros se puso serio.

—¿Pensáis que hago chanza?

—Bien sé que no. De ahí la risa —explicó el cardenal.

Sin embargo, y siguiendo con la cuestión, Cisneros reflexionó en voz alta:

—Si os soy sincero, me cuesta entender por qué la rectitud que la reina se exige a sí misma, no la impone en cada monasterio, en cada capilla…

—¿Insinuáis la necesidad de una Inquisición dentro de la propia Iglesia? —farfulló Mendoza.

Cisneros replicó con gran convencimiento:

—No hay mayor herejía que la traición a los preceptos del Evangelio.

El cardenal Mendoza aún no se había acostumbrado a la rotundidad del franciscano.

—Como la mía propia, si contemplo mi pasado —musitó—. Aunque arrepentidos los quiere Dios.

—Amén —sentenció el franciscano—. Ojalá otros sintieran vuestra culpa por igual. ¿Acaso es mucho pedir una vuelta a la observancia para quien se comprometió a ella?

El cardenal apartó los manjares y caviló un momento, mirando al fraile.

—¿Conoce la reina vuestras ansias reformadoras?

Cisneros negó.

—Proponédselas —sugirió Mendoza.

Ante la sorpresa del franciscano, el cardenal insistió con total franqueza:

—Sois su confesor. Os eligió por vuestra rectitud. Compartís con ella inquietudes similares. Os entenderá.

Cisneros, meditabundo, empezó a darle vueltas a la propuesta.

—No quisiera intervenir en asuntos de gobierno. Echo tanto de menos la vida contemplativa, lejos del mundo —suspiró.

—Siempre podéis renunciar y volver al silencio de vuestra celda —le recordó Mendoza, con malicia disimulada.

—En verdad es así —admitió el franciscano—. Pero ¿no sería pecado velar solo por la paz de mi alma, habiendo tanto que hacer por el prójimo?

Cisneros tomó una pieza de fruta y siguió cavilando sobre lo dicho. El cardenal Mendoza contempló al confesor, e intentó calibrar la ambición que, según intuía, anidaba en el corazón de tan humilde fraile.

A esa hora, Cristóbal Colón trabajaba febrilmente estudiando sus cartas de navegación, trazando líneas, haciendo anotaciones… Su hermano, Bartolomé, se mostró satisfecho al contemplar tanto afán.

—Me alegra que hayáis encontrado el ánimo para afrontar el viaje.

El almirante lo contradijo, sin abandonar sus tareas.

—Temo haber cometido un grave error.

—¿Seguís empeñado en negar que habéis llegado a las Indias? —suspiró Bartolomé.

Colón levantó la vista hacia su hermano.

—Es mi indiscreción lo que me preocupa —confesó con inquietud—. El rey sospecha de mi lealtad y he de admitir que motivos no le faltan…

El semblante de Bartolomé Colón se tensó.

—Decid, ¿existen pruebas de felonía alguna?

—No —garantizó el almirante—. En Portugal fui tentado, pero nada se firmó.

—Pues negadlo todo y no desfallezcáis —resolvió Bartolomé—. ¿No están deseosos de que embarquemos? Hagámoslo cuanto antes y las dudas se disiparán.

—Con eso no basta —corrigió Colón, atribulado—. Desconozco si las tierras conquistadas encierran riquezas, pero no pienso perder títulos y prebendas. Lo hecho vale eso y más.

Bartolomé no terminaba de entender el razonamiento de su hermano.

—Pero si este viaje fracasa, Dios no lo quiera, ¿cómo pensáis conservar lo obtenido?

—Asegurándome el apoyo de la reina, cueste lo que cueste —contestó el almirante, y regresó atribulado a sus cálculos.

«Roma marca los tiempos», había advertido el Papa a Fuensalida. Por si no le había quedado lo bastante claro, Su Santidad requirió su presencia a altas horas de la noche. Tan tarde era que el embajador hubo de abandonar el lecho para acudir al despacho del pontífice, donde este lo esperaba junto a César Borja.

—Disculpad, somos aves nocturnas —alegó el Papa, antes de invitarle a tomar asiento.

Fuensalida se sintió observado por un Alejandro VI más taimado incluso que en ocasiones precedentes, y tuvo un mal presagio.

—Vuestras palabras me han hecho reflexionar. En verdad Castilla sería garantía de una recta evangelización —admitió el Papa.

Las palabras del vicario de Cristo despejaron de inmediato al somnoliento Fuensalida.

—Al parecer de la reina, se trata exclusivamente, como os dije, de una misión de fe —recordó el embajador.

—Las aspiraciones portuguesas son cuestionables y cierto es que vos, y no ellos, apoyasteis a Colón…

—Corriendo el riesgo de financiar una quimera —se apresuró a completar Fuensalida—. ¿Entonces, Santidad?

Alejandro VI se dio un margen para contestar. Fuensalida, acostumbrado a sus ardides, no movió un músculo.

—Castilla contará con mi bendición —afirmó Alejandro VI, por fin, con una sonrisa.

Fuensalida inclinó la testuz.

—Vuestra bula acallará a los arribistas. Os lo agradezco en nombre de mi señora.

—Hemos comprendido que es un asunto vital para vuestro reino —apostilló el Papa—. Quizá el que más.

El embajador sabía que, a continuación, debían negociar el precio de tan imperiosa bendición. La intervención de César Borja confirmó que no andaba errado.

—La compensación habrá de estar a la altura —señaló el arzobispo.

—La reina está dispuesta a obsequiaros con preciados bienes venidos de esas tierras —afirmó Fuensalida, sin dilación.

—Todo un detalle —agradeció el Papa—. Pero mi petición es otra…

Fuensalida, siempre prudente, calló.

—Si velo por esos nuevos hijos de la cristiandad —expuso el pontífice—, cómo no hacerlo por mis propios vástagos.

El embajador hubo de emplearse a fondo para disimular su desconcierto. Alejandro VI se explicó:

—Es mi deseo unir en matrimonio a mi hijo con una de las hijas de los reyes. La que ellos gusten.

Aun viniendo preparado para que las contraprestaciones exigidas fueran más allá de lo cabal, Fuensalida quedó atónito ante semejante petición. El Papa quería emparentarse nada menos que con la familia real.

—¿Pensáis dejar los hábitos? —preguntó Fuensalida, malicioso, al joven arzobispo.

—Será Juan quien despose a la infanta —aclaró con aspereza César Borja.

—Pero a cambio de mi bendición incondicional —apostilló el Papa.

Fuensalida imaginó fugazmente el momento en que comunicaría la petición al rey Fernando y, sobre todo, a Isabel. Prefirió no pensar en ello en presencia de aquellos personajes.

—Daos prisa en obtener el beneplácito de vuestros señores —acució Su Santidad al embajador—. Mi astrólogo ha previsto ese enlace para el año que corre.

—Suponía que vuestra posición no dejaba lugar a tales… ciencias —comentó el embajador.

Alejandro VI sonrió, con total naturalidad.

—Mi querido amigo, nunca desprecio aquello de lo que puedo servirme.

Apenas había despuntado el día cuando el confesor de la reina se presentó en la cámara real.

—A estas horas, urgente tiene que ser la cuestión —comentó Isabel.

—Lo es para quien guarda la fe como la guardamos ambos —replicó el franciscano—. Mi señora, solicito que toméis medidas contra las malas prácticas en los monasterios.

—¿A qué os referís? —inquirió la reina, no sin desconcierto.

—Los desmanes que allí se cometen son de todos conocidos. —Por pudor, Cisneros eludió pormenorizar—. Este es el momento de atajarlos.

La reina sabía perfectamente a qué aludía su confesor. Mas un detalle llamaba su atención.

—Pero ¿por qué ahora?

—Porque estáis decidida a evangelizar las nuevas tierras. ¿Permitiréis que lleven a cabo tan importante tarea religiosos cuya falta de rectitud escandalizaría al menos piadoso? —preguntó Cisneros.

Isabel comprendió los motivos del fraile, pues los compartía.

—No, por supuesto… Pero las órdenes se revolverán si intervengo contra ellas.

—Como se revolvieron los nobles cuando quisisteis someterlos a vuestra autoridad —rebatió hábilmente el confesor—. ¿Dejasteis por ello de hacerlo?

Isabel no se dejó atosigar.

—Exigir observancia es labor de Roma, no mía.

—¿Qué rigor puede imponer el Santo Padre, cuando de todos es el más desmandado? —exclamó Cisneros, con su habitual franqueza.

—No os niego razón en ello —murmuró la reina.

—Vos, sin embargo, podéis dar ejemplo —insistió el fraile—. Más que la mayoría de los abades y priores. Empezad por someter a vuestro control a los monasterios.

Isabel se sentó y calló, visiblemente abrumada. Lo que reclamaba Cisneros era justo, pero quizá no intuyera las consecuencias políticas de actuar contra las mencionadas «malas prácticas» monacales. A Cisneros le extrañó verla dubitativa.

—¿Tanto os impone la tarea?

—¿Y a quién no? —replicó Isabel.

—A mí —aseguró el franciscano, con tal seguridad que impactó a la reina.

Luis de La Trémoille había vaticinado que la conquista de Nápoles no sería incruenta. De hecho, el informe que llevaba confirmaba la inminencia de los sacrificios que había pronosticado.

—Fernando está concentrando su armada en el Mediterráneo.

El rey Carlos desdeñó el riesgo que tal noticia entrañaba.

—¿He de preocuparme, con nuestras mesnadas en Florencia? Nápoles cada vez está más cerca.

—Antes habrán de atravesar Roma y el aragonés se interpondrá —advirtió La Trémoille—. Así se acordó en Barcelona.

Henchido de éxito, a Carlos de Francia le importaba un bledo lo firmado. La Trémoille, más cauto, insistió:

—A no ser que pactemos con el Papa para que renuncie a la protección de Fernando.

—¿Por qué? —rehusó el rey, cuya antipatía hacia el pontífice era conocida—. ¡He vencido sin esfuerzo en cada estado italiano!

—Entonces abramos un nuevo frente que debilite al aragonés —propuso La Trémoille.

—¿Habéis perdido el seso? —exclamó el rey—. ¿Ahora proponéis que dividamos nuestras fuerzas?

—No exactamente —aclaró Luis de La Trémoille, sin perder un ápice de serenidad—: Apoyemos a Portugal en sus aspiraciones en el Atlántico.

Empeñado en la victoria militar, Carlos también despreció esa opción:

—No necesito tal maniobra para vencer.

—¿Y si Su Santidad no capitula? —apuntó La Trémoille, en un intento de que el rey reaccionara.

—¡Si ese valenciano corrupto se resiste a ser invadido, levantaré mi espada y lo depondré sin dudarlo! —fue la iracunda respuesta de Carlos.

—¿Pensáis tomar Roma por la fuerza? —inquirió, lívido, el consejero—. Dudo que hayáis valorado las consecuencias de tal acción, majestad.

—¡Un degenerado menos gobernando la Iglesia, esa será la consecuencia!

La Trémoille se desesperaba por abrir los ojos a su señor.

—¡Pero ante un ataque al pontífice, Inglaterra, el Imperio, toda la cristiandad se unirá a Aragón contra nosotros!

—¡Jamás! —repuso el rey, con suficiencia—. ¡Son nuestros aliados!

—Y dejarán de serlo si proporcionáis tal excusa —advirtió el chambelán—. ¡No encontrarán otra más pertinente que la liberación del Papa! Pactemos, majestad.

—¿Con ese engendrador de bastardos tanto o más viciosos que él?

Carlos no podía soportar la idea. Dio un fuerte golpe sobre la mesa.

—¡Yo enseñaré al Santo Padre la doctrina de la fe! —bramó—. ¡A sangre y fuego!

A pesar de estar acostumbrado a los exabruptos de su majestad cristianísima, a La Trémoille le impresionó ver al rey de Francia tan arrebatado y fuera de sí. Aquello no era síntoma de que el entuerto pudiera resolverse a su favor.

Fuensalida puso rumbo hacia las costas de la península Ibérica al día siguiente de la entrevista con Su Santidad. Si urgente es trasmitir las buenas noticias, comunicar las malas aún lo es más. Cuando Fuensalida compareció ante la reina, Isabel extendió la mano, confiando en recibir la bula papal. Mas fue en vano. El embajador inclinó el mentón.

—He fracasado.

—¿Por qué motivo? —preguntó la reina, con patente inquietud—. ¿No cree acaso Alejandro VI que tengamos derecho sobre esas tierras?

—Cree más en su derecho a ser compensado por la bendición —murmuró Fuensalida.

—¡Contábamos con ello! —protestó Isabel—. ¡Os autoricé a complacer sus peticiones!

Fuensalida no contradijo a su señora. Se limitó a entregarle un pequeño portarretratos de madera. Isabel, extrañada, lo tomó en las manos y lo abrió. Dentro albergaba el retrato de un joven.

—Es Juan, el hijo del Santo Padre —indicó el embajador.

La reina hizo un gesto de incomprensión. Fuensalida se explicó:

—Vuestro futuro yerno, si deseáis que la bula os sea concedida.

La reacción de la reina pasó del asombro al enojo. Isabel envió a buscar a Fernando, a quien pusieron en antecedentes con relativa celeridad. La reina estaba francamente irritada.

—¡Acepté que el francés opinara sobre los matrimonios de mis hijos! ¡Pero jamás permitiré que persona alguna, ni siquiera el Papa, me imponga un casamiento!

—Mi asombro no fue menor cuando escuché sus condiciones —admitió el embajador.

Mientras Fernando reflexionaba en silencio, la reina iba de un lado a otro de la estancia sin poder contener su enfado.

—¡Son hijos de reyes! ¿Acaso han de casar con cualquiera? ¿Con el bastardo de un papa que, para colmo, ampara su petición en supersticiones? —Isabel se santiguó al mencionarlo—. ¡Nunca!

—Su osadía es grande, mas temo que sea mayor si no obtiene satisfacción —previno Fuensalida, sombrío.

El comentario sacó a Fernando de sus cavilaciones.

—¿Lo veis capaz de otorgar las posesiones de las Indias a Portugal?

—Y de cualquier cosa que le rente —lamentó el embajador—. El rey luso se beneficiará de su avaricia y falta de escrúpulos.

Fernando se incorporó y encaró a su esposa.

—Contestemos que nos complace la propuesta de matrimonio.

La reina quedó atónita. Antes de que pudiera reaccionar, Fernando apostilló:

—Pero no concretemos nada. Dejemos que el tiempo pase. Lo hará a nuestro favor.

Isabel no las tenía todas consigo.

—¿Tan seguro estáis?

—Confiad en mí.

Isabel y Fuensalida cruzaron una mirada desconcertada. ¿Qué estaba tramando Fernando?

La baladronada del papa Borja tuvo una consecuencia imprevista. Isabel acudió en busca de Cisneros para decirle:

—Estáis en lo cierto. La evangelización no puede quedar en manos de clérigos como este papa. Desde hoy, ostentáis el cargo de Provincial de la Orden Franciscana.

—Agradezco la confianza, mi señora —dijo con modestia el confesor—. Y alabo vuestro atrevimiento.

—En mis dominios impondré la observancia que él no respeta. Mas sed cauto —exhortó la reina—. No quiero que los monasterios franciscanos sean fuente de conflicto para la Corona.

—Mi señora, será inevitable —alegó el fraile.

La reina insistió, tajante:

—Actuad con serenidad, o cejaréis en el empeño.

—Haré lo posible —concluyó Cisneros, con humildad—, pues mi primer acto como Provincial habrá de ser la visita a los monasterios.

—¿Iréis a su terreno, en vez de convocar a los priores? —se sorprendió Isabel.

Cisneros asintió.

—Prefiero ver las cosas con mis propios ojos.

—Lo encuentro correcto —convino la reina—. Ordenaré que se os dote de una comitiva para vuestra andadura, que promete ser larga y pesada.

—Os lo agradezco, pero no será necesario —repuso el nuevo Provincial franciscano—. Iré a pie, solo, y comeré aquello que mendigue.

—¿Por esos caminos? ¡Sois mi confesor! No lo permitiré —zanjó la soberana de Castilla.

Cisneros aceptó a regañadientes.

—Está bien, admitiré compañía. Un hermano, nadie más. Hay un mancebo de diecisiete años, de Toledo, que canta los seises en el coro con linda voz, que me haría ameno el trayecto…

Siguiendo el dictamen de Fernando, la Corona dejó que el tiempo corriera, confiando en que lo hiciera a su favor, como el rey había previsto. Pero ninguno de los planes en marcha quedó paralizado por ello. Y entre los asuntos pendientes, el segundo viaje de Cristóbal Colón era prioritario.

El almirante llegó a palacio cargado con numerosos pliegos y legajos, como hiciera en el pasado. Se presentó ante la reina subrayando con su actitud hasta qué punto se había sentido vilipendiado.

—En varias ocasiones se ha puesto en duda mi lealtad, debido a una estancia en Lisboa a la que solo el infortunio me condujo.

Isabel, que conocía bien al navegante, le escuchó con atención, mas permaneció impasible ante sus lamentaciones. Colón prosiguió:

—Pues bien. Sirva esto para apaciguar vuestras sospechas.

El marino entregó uno de los legajos a la reina. Representaba un mapa de las costas africanas que se extendía hacia el oeste. Ella lo examinó, confusa.

—¿Qué es?

—Lo que ha de refrendar el Papa para erradicar las aspiraciones del portugués sobre las nuevas tierras —expuso Colón.

—Explicaos —pidió la reina—; poco o nada entiendo de cartografía.

Cristóbal Colón tomó la carta en sus manos y dijo:

—Aseguraos de que Roma os conceda cualquier territorio que diste cien leguas de las Azores y Cabo Verde hacia poniente y el mediodía.

Isabel, muy satisfecha, hizo un gesto a Cabrera para que se hiciera cargo del legajo.

—Gracias, almirante —dijo—. Vuestra recomendación será tenida en cuenta. Tanto como vuestra buena disposición.

Colón agradeció, a su vez, tan halagadoras palabras. Sin darle tiempo a más, Isabel le espetó:

—Decid, ¿avanzan los preparativos de vuestro viaje?

El almirante había previsto la pregunta. Extrajo otro de los legajos que portaba y leyó:

—Para cumplir con vuestras aspiraciones, necesitaría no menos de diecisiete barcos y mil quinientos hombres…

Isabel consultó al marqués de Moya con la mirada. Este asintió.

—Concedido —afirmó Isabel—. ¿Cuándo partiréis?

El almirante no esperaba que una petición tan desmedida fuera aceptada sin más. Se vio obligado a utilizar el último de los pretextos que podían retrasar la puesta en marcha de aquella expedición que tan poco anhelaba.

—Hay una condición más, mi señora… En esta ocasión requiero la presencia de mujeres en las naves.

A Isabel le sorprendió la petición.

—¿Queréis hacer pasar a vuestras esposas por tales penurias?

El marqués de Moya se acercó a la reina para decirle, en voz baja:

—Temo que no habla de esposas, mi señora.

El rictus de Isabel mudó de inmediato al comprender.

—¿Mancebas? —exclamó la reina—. ¿Pensáis llevar la palabra de Dios en barcos balanceados por el pecado?

—No llegarán lejos si encierran a mil quinientos hombres sin holgar durante meses —replicó con firmeza Colón.

—¿Dónde queda la contención? —bufó Isabel.

—Lejos de alta mar, os lo aseguro —contestó el obstinado almirante—. ¡Y no estoy dispuesto a gobernar una jauría de hombres soliviantados!

La reina se levantó del trono.

—¡Habréis de bregar con ello! —sentenció, autoritaria.

—Pues no, señora, ¡no lo haré! —informó Colón.

Y acto seguido, como también había sucedido en el pasado, el almirante recogió sus legajos y abandonó la sala ante las miradas atónitas de la reina y el marqués.

No tardó Isabel en relatar lo sucedido a Fernando, presa de suma irritación.

—¡Mancebas! ¡Quiere llevar mancebas en los barcos! —masculló.

—No me fío del almirante, bien lo sabéis… Mas he de reconocer que la petición tiene cierto fundamento —admitió el rey.

Las palabras de su esposo escandalizaron a la reina. Fernando se apresuró a decir:

—Isabel, son hombres.

—Y no bestias —alegó la reina—. Pueden dominar sus deseos.

A Fernando la ingenua rectitud de su esposa le pareció fuera de lugar.

—¿Pensáis que esos marinos amamantados en tabernas son tan virtuosos como vos?

—¡Bien sé que no! Pero ¿acaso Castilla ha de agraciarlos con un lupanar?

—Lo que es seguro es que la falta de desahogo puede crispar al más pausado —vaticinó el rey—. Mejor evitar motines… O faltas peores.

—¿De qué faltas habláis?

Inconscientemente, Fernando bajó la voz:

—En las Indias no gastan ropajes…

El silencio de Isabel exigió que Fernando completara la explicación:

—Cuando esos hombres desembarquen y vean mujeres tan… expuestas, lo no pecado en la mar lo pecarán en tierra.

A Isabel tal posibilidad la horrorizó.

—No podemos permitir esa depravación. ¡Esos hombres representan a Castilla en las Indias!

—Entonces aceptad la propuesta como un mal menor —aconsejó el rey—. ¡Ya ha demorado el viaje en demasía!

Sin embargo, Isabel se limitó a callar, pensativa.

Quizá la reina hubiera debido confiar en la intuición de su esposo, pues certero se mostró en lo referente a la actitud del Papa al cabo de un tiempo. Así lo probó la misiva que un inquieto Alejandro VI envió al rey de Aragón.

—«Mientras esta escribo, Carlos de Francia avanza imparable y con ínfulas de tirano por tierras italianas. Acaba de ser coronado en Florencia. Allí, fruto de su despotismo y desvarío, ha quemado libros, joyas y muchos cuadros, algunos de ese pintor afamado llamado Botticelli. Proclama ser el único garante de la fe en Italia. Sin duda está en su ánimo deponerme al llegar a Roma. Os solicito la ayuda que prometisteis para defender los Estados Pontificios, pilar de la cristiandad».

Fernando sonrió al término de su lectura. De inmediato compartió los detalles con sus consejeros más allegados.

—Daré orden a la armada para que parta esta misma noche de Alicante hacia Ostia —afirmó Chacón.

—Y la guarnición siciliana emprenderá el camino de Viterbo para interponerse en el avance del rey francés —añadió Cabrera.

Fernando negó con la cabeza.

—Demoradlo todo —ordenó—. Aún no ha llegado la hora.

Los consejeros miraron al rey, estupefactos. Fuensalida, preocupado, tomó la palabra.

—Mi señor, Carlos de Francia no tardará en arribar a las puertas de Roma. Es cuestión de días.

—Lo sé mejor que vos —ratificó el rey—. Pero nuestras tropas no entrarán en acción hasta que yo así lo ordene.

Ante el asombro de todos, Fernando aún tuvo el coraje de rematar con estas palabras:

—Y os ruego que no tengáis al Papa en vuestras oraciones. Lo prefiero abandonado de Dios. Al menos por un tiempo.

Una vez a solas, el marqués de Moya, evidentemente tenso, interpeló a Gonzalo Chacón:

—¿Por qué motivo no habéis alzado la voz contra la decisión del rey?

—Pocas son las cuestiones sobre las que se deja aconsejar. Esta no es una de ellas —se excusó el consejero.

—¡Pero pactó defender al Papa! —adujo Cabrera.

—Y lo hará —corroboró Chacón con un gesto tranquilizador—. A su debido tiempo. Pretende llevar al Santo Padre a la desesperación para que ceje en sus exigencias.

La respuesta de don Gonzalo no aplacó la zozobra del marqués.

—Está jugando con fuego —murmuró—. Con este papa todo es posible. Si entiende como traición la falta de apoyo de Fernando, no tardará en castigarnos por ello.

Lo cierto es que la advertencia del marqués de Moya agitó el sueño de Chacón. A la mañana siguiente, el noble se personó ante la reina para intentar calmar el desasosiego que le había contagiado.

—Mi señora… ¿Estáis al tanto de las intenciones de vuestro esposo sobre la defensa de Roma?

—Por supuesto —contestó con naturalidad la reina, mientras seguía despachando documentos.

—¿Y no consideráis que es una decisión arriesgada? —planteó Chacón.

—Proponedme otra manera de evitar que el Santo Padre nos imponga ese matrimonio inaceptable —sugirió Isabel.

—No la conozco —admitió Chacón, modesto—. Pero ¿sois consciente del riesgo?

Isabel levantó la vista hacia él. Chacón formuló la hipótesis que causaba su desazón:

—¿Y si Portugal se adelanta y consigue el derecho sobre las posesiones de ultramar?

Isabel calló un momento, antes de responder:

—No podrá. El Papa no se atreverá a darnos la espalda con el francés tan cerca.

—¿Estáis segura?

No lo estaba y Chacón lo notó.

—Llevo veinte años viviendo en la incertidumbre —replicó, no obstante, la reina—. Desde el día en que comencé a reinar. Bien lo sabéis vos.

El otro asintió.

—Pero es la decisión del rey —continuó Isabel—, y vos y yo hemos de confiar en él.

Aceptando el mandato de la reina, Chacón acató la orden del rey y partió. Pero dejó a la soberana pensativa. La duda también había germinado en su cabeza. Con cierta preocupación se la planteó a su esposo, lejos de las miradas de la corte.

—Nada deseo más que librar a mis hijas de ese enlace perverso, sin embargo…

—Calmaos —interrumpió Fernando—. Conozco al hombre antes que al Papa.

—Sabéis entonces que es imprevisible y mezquino —recordó Isabel.

—E interesado, ante todo —apostilló el rey—. ¿Y qué desea más, quien mira solo por lo suyo, que salvar el propio pellejo?

Isabel guardó silencio. Por fin, suspiró y asintió. Fernando la besó en la frente.

—Pronto tendréis la bula que anheláis sin entregar a una de vuestras hijas, os lo aseguro.

—Rezo para que estéis en lo cierto —musitó la reina.

Como había anunciado, Cisneros emprendió viaje para visitar los monasterios que habían quedado bajo su jurisdicción al convertirse en Provincial de la orden. El confesor de la reina se empeñó en hacer el trayecto a pie, dejando que Santos, su joven acompañante, fuera a lomos de un borrico.

—Hermano, ¿estáis seguro de que no queréis montar a Benitillo siquiera un rato? —insistió Santos.

Cisneros negó, rotundo.

—El dolor de mis pies es un gozo para el alma.

A Santos le impresionó la contundencia de su superior.

—¿Vos sois lo que los libros llaman un asceta? —preguntó.

—¿Solo conocéis la mortificación por lo que se cuenta de ella? ¿Acaso en el monasterio del que venís no es costumbre? —se extrañó Cisneros.

—Allí para cualquier padecimiento se busca pronto el remedio —explicó Santos, con naturalidad.

Cisneros suspiró, molesto.

—Sabed que huir del dolor físico es arrimarse al placer de la carne —advirtió.

Al joven fraile se le escapó una sonrisa que en vano intentó velar. Cisneros se dio cuenta.

—Soy asceta pero no remilgado. Puedo oír las pillerías que tengáis que contarme —dijo, tratando de sonsacar al adolescente—. Nos queda mucho camino…

Santos, por precaución, cambió de tema.

—¿Esperan nuestra visita?

Cisneros negó con la cabeza. Santos se lamentó:

—Lástima. Siendo vos Provincial, buen recibimiento nos hubieran preparado.

—Veo que os complace la vida monacal —murmuró Cisneros.

—¡Y tanto! —contestó Santos, campechano—. Las viandas abundan, los nobles comparten con nosotros sus celebraciones y la rigidez de las horas y los rezos no es gran cosa. ¡Ojalá hubiera tomado antes los hábitos!

—¿Y no os decepciona esa relajación? —insistió Cisneros—. ¿No contradice los motivos por los que hicisteis los votos?

—Al contrario —aseguró Santos, sincero—. Si entré en el convento fue para no pasar hambre ni penalidades, que de eso en casa había en demasía…

Al oírlo, Cisneros suspiró, como si la carga sobre sus hombros se hubiera duplicado.

—El camino va a ser más largo de lo que pensaba…

Llegados a la entrada del convento franciscano, Cisneros tiró de una pequeña campana para anunciar su presencia. Se abrió un ventanuco en la puerta y el confesor de la reina se presentó al prior:

—Hermano. Soy el nuevo Provincial de la orden. He decidido honraros con la primera de mis visitas.

—¿Qué visita? —farfulló el prior con desgana—. No hemos recibido aviso alguno.

—¿Acaso vuestro Provincial ha de pedir permiso para visitar el convento? —señaló Cisneros.

El prior no se arredró:

—Este es lugar de recogimiento y oración, las sorpresas no son bienvenidas —alegó—. Acordad un encuentro y seréis recibido.

Sin más diplomacias, Cisneros alzó la voz.

—¿Os negáis a recibirme?

Solo obtuvo silencio por respuesta. El prior lo miró de arriba abajo y cerró el ventanuco. Eso irritó más al confesor de la reina.

—¿Qué ocultáis? ¡Abrid, pecador! ¡Abrid de inmediato!

Cisneros golpeó la puerta repetidas veces, mas esta siguió cerrada. Para rematar la negativa del prior a recibir al nuevo Provincial, dos perros aparecieron ladrando desde un lateral del monasterio, con menor ánimo de atender a razones que el propio superior del convento. Los visitantes, con buen juicio, se pusieron rápidamente a salvo.

No satisfecho con haber negado la entrada a su Provincial, el prior organizó una protesta por escrito y la hizo llegar a la reina. Esta, enojada, la puso en conocimiento de su confesor.

—Habéis soliviantado a todos los priores franciscanos de Castilla —bufó—. ¡Y a mí con ellos!

—Os alerté de que el conflicto sería inevitable —adujo Cisneros, sin perder la serenidad.

—¿Inevitable era personarse sin previo aviso? —rebatió Isabel—. ¿También acusar a un prior de ocultar sabe Dios qué bajezas, sin la menor prueba? ¿Cómo calmo ahora lo que vos habéis encendido?

Cisneros guardó silencio. Isabel estaba realmente enojada con su confesor.

—Sabéis que coincido con vuestras ideas de observancia. ¡Pero os pedí formas suaves! ¡Y me habéis desobedecido!

Harto de la reprimenda, el confesor replicó con determinación:

—Permitid entonces, señora, que cumpla con el encargo. Y no os inquietéis, lo haré respetando los usos de la Corona.

Y Cisneros cumplió su palabra, pues días después se presentó de nuevo en el monasterio, esta vez acompañado por soldados de la guardia real y un escribano.

—Hermano, negasteis el paso al Provincial de vuestra orden —espetó al prior—; ¿cerraréis también las puertas a la Corona?

El gesto del prior mudó al darse cuenta del cariz que tomaban los acontecimientos.

—En nombre de la reina, os ordeno que abráis las puertas de vuestro monasterio —ordenó el Provincial.

El interpelado no tuvo más remedio que ceder. Cisneros tenía intención de inspeccionar hasta el último rincón pero, al aproximarse a una de las alas del convento, supo que sus sospechas no andaban descaminadas. Cantos de voces femeninas guiaron al Provincial hasta el lavadero, donde varias mujeres limpiaban y tendían la ropa en un ambiente de completa relajación.

En cuanto aquellas damas se percataron de la irrupción de los extraños, los cánticos cesaron. De un vistazo rápido, Cisneros observó que los hábitos y las camisas de los frailes abundaban entre las ropas puestas a secar, pero aún lo hacían en mayor medida las prendas femeninas.

Grata fue la impresión que causó tal despliegue entre los guardias reales. No así en el Provincial, que sacó de su aturdimiento al escribano.

—Tomad nota de todo. Al detalle —le ordenó con mesura.

Apurado, el prior profirió una excusa non petita:

—¡Os aseguro que estas jóvenes están aquí para hacer las labores que veis!

Cisneros, impertérrito, volvió a dirigirse al escribano:

—Tomad nota también de las explicaciones del prior. Quizá deba responder de ellas ante la reina.

Ante tal eventualidad, el aludido optó por callar. El escribano se tomó su tiempo. Tan temible resultaba a los presentes la flema del Provincial como la amenaza que se cernía sobre el prior del convento. Cuando vio Cisneros que el escribano ponía punto final al acta, le preguntó:

—¿Habéis terminado?

El escribano asintió. Entonces el Provincial liberó la indignación que había contenido hasta ese instante. Colérico, señaló a su alrededor, y citó las Escrituras:

—«¡Era esta una cueva de oración… y habéis hecho de ella una cueva de pecado!».

A manotazos, Cisneros arrambló violentamente con todo lo que tuvo a mano, mientras exhortaba a las damas a abandonar aquel lugar de recogimiento y oración, como lo había denominado el prior.

—¡Salid de aquí! ¡Rameras!

Por si la ira del Provincial no bastara, los guardias reales avanzaron hacia ellas, derribando todo cuanto encontraron a su paso mientras las féminas huían despavoridas, entre gritos de espanto. Por fin, Cisneros centró su enojo en el prior. Este, al verlo ir hacia él, se arrodilló, implorante, temiendo perder en el lance algo más que la tonsura.

—¡Y vos, pecador que os escondéis bajo el hábito, el más despreciable de los traidores a Dios! ¡El escarnio será el castigo más leve para vuestra perversión! —sentenció el Provincial—. ¡No os liberaré de la clausura hasta que hayáis purgado con lágrimas vuestros pecados!

A su regreso a la corte, el Provincial convocó a todos los priores franciscanos, antes de que el eco de lo acontecido se disipara. Esta vez los reunió en sus propias dependencias, donde les hizo saber que la orden, de su mano, iniciaba una nueva era de rigor y disciplina.

—Desde hoy es obligada la observancia para los franciscanos de esta provincia. Abriréis las puertas a mi escrutinio, so pena de relevo como priores.

Para que no cupiera duda alguna, Cisneros añadió:

—Sabed que mis exigencias son respaldadas por la reina Isabel, a quien debéis obediencia.

Este punto escoció a la mayoría de los congregados, pero nadie pronunció palabra. Cisneros, al tanto, se explicó:

—Sé que pensáis que es labor del Provincial de la orden influir en la Corona, y no al revés. Pero mi única cuita es el servicio a Dios, y también habrá de ser la vuestra.

Y viendo que no había alternativa, los priores agacharon las orejas ante su Provincial.

De haber solicitado el amparo de Su Santidad, quizá los atribulados franciscanos hubieran podido conservar sus privilegios y su laxo modo de vida. Pero Roma tenía por entonces otras urgencias, a juzgar por la misiva desesperada que el pontífice había enviado a Castilla.

—«Fuerzas francesas han invadido los Estados Pontificios. Roma está en grave peligro. Me arrodillo ante vos para suplicaros auxilio» —leyó Fuensalida ante Chacón y el rey Fernando—. Es lo que estabais esperando, mi señor: que la mano del Santo Padre temblase al escribiros.

Chacón interpeló al rey:

—¿Ha llegado el momento?

Fernando asintió.

—Acudid a la Santa Sede —ordenó a Fuensalida—. Defenderemos al Papa del invasor, pero las condiciones las dictaremos nosotros.

Fernando miró a Chacón. Sonrió con malicia y dijo al noble:

—Vos, haced venir a mi tío Enrique de Quiñones. Con urgencia.

Ni Fuensalida ni Chacón adivinaron qué tramaba el rey. Aunque pronto lo sabrían. También Su Santidad, de boca del embajador, a quien recibió con palabras de franco enojo.

—¿Dónde demonios se esconden las mesnadas de vuestro señor? ¡Llevo semanas esperándolas!

—La guarnición de Sicilia llegará a Roma hoy mismo —afirmó un lacónico Fuensalida—. Y la armada ya ha partido desde Alicante y Cartagena hacia vuestras costas.

El Papa hizo un esfuerzo por calmarse.

—Nunca he dudado de vuestro señor —aseguró con menor aspereza—. Comprended mi impaciencia…

Fuensalida, impasible ante la disculpa, informó:

—A cambio del auxilio, concederéis a Castilla los derechos sobre las tierras de ultramar. Sin condición alguna.

Enmudeció Alejandro VI, lívido, y el embajador terminó con las pretensiones del pontífice.

—Santidad, ninguna de las hijas de los reyes desposará con vuestro vástago.

—¡Os dije que era innegociable! —rugió, por fin, el Papa—. ¡¿Qué es una infanta a cambio de bendecir sus conquistas?!

—Toda condición excesiva es injusta —alegó Fuensalida—. Mas descuidad, los reyes han encontrado cómo compensaros.

A una seña del embajador, su secretario fue en busca de una joven. Alejandro VI, agraviado, la recibió con un comentario desdeñoso:

—¿Acaso creen vuestros señores que no soy capaz de encontrar mis propias mancebas?

—No ofendáis a doña María Enríquez de Luna, prima del rey Fernando de Aragón, y futura esposa de vuestro hijo Juan —solicitó sereno Fuensalida.

Su Santidad apartó la mirada de la joven.

—Que no se sienta herida la dama en su orgullo, pero es poca su dignidad para mi hijo.

—Temo que no os podáis permitir tantos escrúpulos —sugirió el enviado real—. La nobleza romana espera al rey francés con los brazos abiertos…

Y así era, como bien sabía el Papa: tenía al enemigo entre los muros de Roma. Pero aún se resistía a ceder. Fuensalida, habiendo perdido la paciencia, insistió:

—No veo portugueses por aquí; ¿con quién más contáis para defenderos, sino con nosotros?

Sin otra alternativa, solo el orgullo retrasó el acatamiento del Santo Padre.

—Tendréis la bula —aseveró, entre dientes, antes de dirigirse a doña María—. Y vos… Sed bienvenida a la familia Borja.

No levantaría falso testimonio quien asegurara que, de los tres, el único que quedó satisfecho fue el embajador Fuensalida. De regreso a tierras castellanas, quiso entregar la bula a la reina, de su propia mano.

—Mi señora, la bula incluye un mapa que deja clara la decisión papal —expuso Fuensalida—. El Papa concede a Castilla, por la gracia de Dios, todas las tierras al oeste de esta línea. Incluyendo las ya encontradas.

Isabel contuvo su alborozo.

—A cambio de…

—«Que la fe católica sea exaltada, que se procure la salvación de las almas y que las naciones bárbaras sean abatidas y reducidas a dicha fe» —citó de memoria el embajador.

La reina estudió el mapa con gran satisfacción. Luego, miró emocionada a su enviado.

—Vuestra labor ha sido inestimable.

Fuensalida sonrió, incapaz de disimular su orgullo.

—Tanto anhelaba esta bula que no puedo sino apresurarme a darle uso —admitió Isabel—. Pero es mi deseo que vayáis a Portugal.

—¿Con qué misión? —repuso el embajador, extrañado.

—Allí estas nuevas no serán recibidas con agrado —pronosticó la soberana—. Calmad el disgusto del rey Juan y recordadle que somos reinos hermanos.

Recién llegado de Roma, el enviado real suspiró.

—Ardua misión me encomendáis, señora… Pero haré lo que esté en mi mano.

Con la bula en poder de Castilla, no existía ya motivo alguno para retrasar la expedición de Colón. Isabel recibió en audiencia a un religioso de aspecto muy humilde, cuya amistad con su esposo Fernando se remontaba a años atrás.

—Bernardo de Boyl, ¿no es así?

—Para serviros —asintió el aludido, algo intimidado, pues se sabía estudiado por tan prestigiosa señora.

—Decidme —requirió Isabel—, ¿por qué vuestra orden se hace llamar de los mínimos?

—Porque somos los más insignificantes entre los religiosos, alteza —contestó con voz queda el fraile.

—¿Pueden los más insignificantes asumir las mayores cargas? —le espetó la reina.

—Así hacen los pequeños insectos —replicó el clérigo—. Pero no sé si entiendo bien a qué os referís.

Isabel sonrió con sincera cordialidad.

—Necesito que me prestéis un gran servicio. ¿Estáis dispuesto?

Fray Bernardo de Boyl inclinó el mentón.

—Por supuesto, aunque no sé en qué cuestión podría seros yo de utilidad…

Pero la reina sí lo sabía. Junto a su esposo, convocó a los hermanos Colón en audiencia.

—Almirante, os presento a Bernardo de Boyl, fraile de la orden de los mínimos —indicó Isabel—. Os acompañará en vuestro viaje.

Colón y el religioso inclinaron la cabeza, a modo de saludo. Antes de que el marino tuviera ocasión de poner objeción alguna, la reina aclaró:

—Será quien dirija en nuestro nombre la evangelización… Y os proporcionará la ayuda que requeríais para que las almas de vuestros hombres puedan serenarse en alta mar —añadió, y fijó la mirada en el navegante.

—Con todo respeto, alteza, mi petición iba por derroteros muy distintos —ironizó Colón.

—Derroteros que yo no estoy dispuesta a transitar —replicó la reina, seca.

Colón no se achantó.

—Ya conocéis mis condiciones. ¡Y os urge a vos más que a mí verme en el océano de nuevo!

Fernando, irritado, se puso en pie.

—¡Basta ya de farsas! ¡Confesad de una vez cuál es el motivo de tanto impedimento!

—¿Cuál habría de ser, según vos? —contestó Colón, con imprudente insolencia.

—¡Que estéis demorando la partida de vuestra expedición para que Juan de Portugal prepare la suya! —acusó el rey.

Evidenciando cuán enojado y herido se sentía por sus palabras, Cristóbal Colón respondió al rey:

—Llamarme traidor viene siendo costumbre en vos. ¡Pronto olvidáis cuánto he hecho por Castilla!

—¡Bien poco, en comparación con lo que habéis recibido! —recordó Fernando.

La reina asistía impotente a la diatriba. Colón se dirigió a ella, con rabia contenida:

—¡No puedo echarme a la mar bajo la bandera de quien así me ofende!

El almirante dio media vuelta y se encaminó con presteza hacia la salida, seguido por Bartolomé. La voz de Isabel tronó a su espalda.

—¡Detenedlo!

De inmediato, la guardia real cerró el paso al marino. A su espalda, Isabel lanzó una furiosa mirada de reproche a su esposo. Como en otras ocasiones, ella habría de ser quien solucionara los encontronazos de la Corona con el almirante de Castilla.

Colón fue conducido a una audiencia privada con la reina. Ofendido y arrogante, guardó silencio. Isabel, sin ocultar la tensión, tomó la palabra.

—Sea esta la primera vez que yo pida que se ignoren las palabras de mi esposo. Pero si he de hacerlo para no perder al hombre que está convirtiendo mi reino en un imperio, ¡será!

A Cristóbal Colón pareció impactarle la insólita declaración de la reina. Se sintió halagado.

—Señora, ya no sé cómo he de obrar para ganarme la confianza de ciertas personas —musitó.

—El Papa ha concedido a Castilla el dominio sobre las nuevas tierras en los términos que vos dictasteis. Vuestra bandera es la de Castilla —recordó Isabel, y tomó las manos de Colón entre las suyas—. Y Castilla, que soy yo, cree en vos. ¡Nunca lo olvidéis!

El marino se mostró conmovido.

—¿Cómo negaros nada? —dijo al tiempo que se arrodillaba ante su señora, con la mirada baja—. Nadie, jamás, ha depositado en mí tanta confianza. Ni yo mismo. Nunca os traicionaré.

Decidido, Colón alzó la vista.

—En esta expedición no habrá más mujer que la que la bendice: vos, mi señora. Dad la orden y cruzaré de nuevo el océano en honor a Castilla y a su bien amada reina.

Satisfecha, Isabel acogió el cambio de actitud del navegante con una gran sonrisa. Minutos después, Colón abandonó la estancia y se topó con Bartolomé, que aguardaba con enorme inquietud el resultado de la entrevista. Cristóbal se plantó ante él y lo cogió por los hombros con entusiasmo.

—La reina es nuestro ángel de la guarda —manifestó con orgullo—. ¡Nada se interpondrá en nuestro camino!

Bartolomé resopló, aliviado, antes de que ambos abandonaran el alcázar. Ninguno de los dos era consciente de que fray Bernardo de Boyl había sido testigo del comentario.

Y por fin, el 26 de septiembre de 1493, diecisiete navíos partieron de Cádiz con rumbo hacia poniente.

La reina Isabel había acertado en su previsión: Juan de Portugal reaccionó con gran disgusto cuando supo de la bula obtenida del Papa.

—¿Cómo puede ignorar Roma lo firmado en Alcazovas? —protestó.

Fuensalida, que actuaba de mensajero, se esforzó por mostrarse conciliador ante el rey.

—Sabéis, alteza, que Su Santidad tiene potestad para contradecir nuestros tratados —señaló el embajador.

—¿Qué esperar de un papa aragonés, de cuyo favor gozáis con insolencia? —bufó el rey Juan, con desdén.

Fuensalida suspiró.

—Creedme si os digo que la benevolencia papal es mucho menor de lo que pensáis.

—¡La suficiente para burlar mis derechos! —replicó el rey, a quien el precio pagado por la bula le traía sin cuidado.

—Alteza, Castilla financió el viaje que tuvisteis a bien desdeñar —recordó Fuensalida, con mayor firmeza—. En nada es burla, sino justicia.

El rey resopló y guardó silencio, pensativo. De pronto, espetó con fiereza a Fuensalida:

—¿Colón está de nuevo camino de las Indias?

—En nada deseamos agraviaros, alteza, nuestros reinos son hermanos —contestó el embajador, eludiendo una respuesta directa.

—¿Ha partido o no? —insistió el rey.

—La bula legitima el viaje —se limitó a decir Fuensalida.

—¿Y os presentáis aquí apelando a la vecindad y a la sangre que nos une? —vociferó Juan de Portugal—. ¡Tendréis la respuesta que merecéis!

Temiéndose lo peor, Gómez de Fuensalida preguntó:

—¿Qué queréis decir?

—¡Que desde el día de hoy mi armada impedirá la salida de vuestros barcos al Atlántico! —sentenció el rey.

—¿Con qué derecho? —alegó Fuensalida.

—Vos negáis Alcazovas. Yo niego la bula papal —masculló, implacable, el soberano—. Cualquier navío con bandera castellana o aragonesa que atraviese nuestras aguas será apresado o hundido.

El enviado de Isabel y Fernando regresó a la corte castellana a todo galope. Los reyes asimilaron la noticia como de lo que se trataba: una grave amenaza.

—Así pues —expuso Fuensalida—, la expedición capitaneada por Colón ha salido de Castilla, pero quizá no pueda regresar a ella.

Fernando se irguió, indignado, y respondió con otra amenaza.

—¡Por cada barco nuestro que hundan, arderán cien de los suyos!

—¿Con qué armada? ¿Con la que habéis enviado a Roma contra Carlos de Francia? —recordó con amargura Isabel.

—Aún quedan soldados en Castilla —adujo el rey.

—No los suficientes para ganar dos guerras.

Aun a sabiendas de que su esposa tenía razón, Fernando no estaba dispuesto a acoquinarse.

—¿Y qué proponéis? ¿Claudicar?

—Por supuesto que no —afirmó tajante la reina—. Pero si no podemos permitirnos una guerra, habremos de negociar y llegar a un acuerdo al margen de la bula papal.

—¿Cediendo lo que nos ha sido concedido por justicia? —Fernando no daba crédito a lo que oía.

—Con pesar lo acometeré —admitió Isabel—, pero lo prefiero a que Colón no regrese nunca. O a que expediciones futuras ni siquiera puedan partir.

—¡Con lo que ha costado conseguir esa bula! —maldijo Fernando.

—Mantener la paz es primordial —zanjó Isabel—. Esa no es tarea del Papa, sino nuestra. Y en este caso, como beneficiaria de la bula, es tarea que compete a Castilla.

No hubo réplica de Fernando. Acató la decisión de Isabel de la misma forma que ella concedía en los asuntos relacionados con Nápoles y los condados. Cuando la oferta de negociación llegó a Portugal, el rey Juan tampoco pareció proclive al acuerdo. Por fin, tras un sinnúmero de gestiones diplomáticas, la delegación portuguesa y la castellana aceptaron encontrarse en Tordesillas.

Isabel y Fernando esperaron allí a los portugueses, luciendo sus mejores galas. El solemne recibimiento que habían preparado estaba a la altura de la importancia y gravedad de la ocasión. Aunque, a decir verdad, la procesión iba por dentro.

—No estaría de más una sonrisa de bienvenida —sugirió Isabel a Fernando, al comprobar que el rictus de su esposo se contraía ante la llegada a caballo del rey Juan.

—Dad gracias si no desenvaino mi espada —contestó Fernando, entre dientes.

Intercambiados los saludos protocolarios con el máximo respeto, el portugués se dirigió a la reina:

—Supongo que vuestra mala conciencia por el abuso de la bula papal nos ha traído hasta aquí.

—Suponéis mal —replicó Isabel, contenida.

—Ah, entonces ¿quizá vuestros problemas con Francia? —dijo Juan, mirando a Fernando con inquina.

Sabiendo que su esposo estaba lo bastante irritado como para contestar con un inoportuno exabrupto, Isabel se anticipó:

—Nada ni nadie nos obliga a negociar con vos —dijo con firmeza—. Este encuentro no nace de nuestro arrepentimiento sino de vuestra actitud intolerable.

A Juan de Portugal se le congeló la sonrisa en los labios. Isabel no se arredró.

—Sois vos quien ha despreciado el derecho otorgado por la bula, y sois vos quien amenaza a nuestros navíos.

—¿He venido a parlamentar o a recibir una reprimenda? —intervino Juan, más tenso.

—Si estamos hoy aquí reunidos, alteza, es porque mi generosidad parece infinita —informó Isabel—. Pero os advierto que no lo es.

Fernando sonrió complacido ante la muestra de carácter de su esposa. No así Juan de Portugal, que la miró un instante y, por fin, asintió. Había que ahorrar aliento para la difícil negociación que aguardaba.

A la mesa dispuesta para las conversaciones, los reyes de Castilla y Aragón se sentaron frente al monarca de Portugal. A izquierda y derecha de los soberanos hicieron lo propio los consejeros de ambos bandos, entre los que se hallaban los mejores cartógrafos de cada uno de los reinos. Sobre la mesa reposaban pliegos, mapas y útiles para que los expertos calculasen distancias y coordenadas.

Juan de Portugal exhibió un volumen encuadernado.

—Podemos ahorrarnos largas horas de conversaciones tediosas si os avenís a cumplir lo que firmamos en Alcazovas. ¿Os leo el acuerdo?

—Como gustéis —aceptó Isabel.

El rey luso buscó un párrafo previamente señalado del tratado y leyó en voz alta:

—«Que en las cosas tocantes a la mar, todo lo hallado o por hallar, conquistado o descubierto, sea de Portugal de las islas Canarias hacia abajo».

A una seña del rey, un cartógrafo de su séquito extendió un mapa sobre la mesa.

—Las islas por vos encontradas están bajo esa línea —indicó Juan de Portugal—, y por tanto nos pertenecen.

Sin perder su aplomo, Isabel replicó:

—Si vais a leer nuestros acuerdos, alteza, hacedlo con propiedad o tratad de engañar a quien sea más olvidadizo que yo: «De las islas Canarias hacia abajo… contra Guinea» —añadió, de memoria.

—Vuestro derecho se limita a la costa africana —apostilló Fernando—. Esa ruta hacia las Indias nadie os la disputa.

—Mas de la ruta hacia el oeste nada se decía y ahora esas tierras nos pertenecen por gracia de Su Santidad —remató Isabel.

—¡Pero cómo podía referirse a ella! ¡Fue firmado antes de que encontraseis esas islas! —pretextó Juan.

—No sirve entonces el Tratado de Alcazovas en esta discusión —replicó Isabel sin demora—. ¿Estamos de acuerdo?

El rey luso se contuvo para no contestar. Cuchicheó al oído con su cartógrafo y, al momento, pidió un receso.

—Ruego me disculpéis, debo hablar en privado con mis consejeros.

El bando castellano vio salir a la delegación portuguesa con su rey a la cabeza. Los nervios de Juan se interpretaron como un augurio favorable. Cuando se retomaron las conversaciones, las primeras palabras del monarca portugués causaron satisfacción.

—Dejemos a un lado lo acordado en Alcazovas. Castilla podrá navegar por debajo de la línea de las Canarias.

—Me congratula que vuestro buen juicio os lleve a aceptar la validez de la bula papal —afirmó la reina con toda sinceridad.

—En absoluto —replicó Juan—. No aceptamos la división trazada sobre el mar.

Cundió la sorpresa entre los castellanos. Juan de Portugal señaló el mapa de la bula, que su cartógrafo acababa de extender. En él se distinguía con claridad una franja trazada verticalmente sobre el Atlántico.

—Cien leguas al oeste de Cabo Verde es insuficiente —manifestó—. Nada hay entre esa línea y la costa africana, bien lo sabemos.

—Está bien —aceptó Fernando—. Que sean ciento cincuenta.

El portugués negó con la cabeza. A juzgar por la mueca de ironía que exhibía, lejos estaba de conformarse. Indicó otra línea en el mapa, la que su cartógrafo acababa de añadir, todavía más al oeste.

—Debe ser esta la nueva franja que divida nuestros derechos —dijo—: Doscientas cincuenta leguas al oeste de Cabo Verde.

Los castellanos contemplaron la nueva franja con evidente disgusto. Juan de Portugal se mostró inamovible.

—O nos complacéis en esta cuestión, o haré efectivas mis amenazas.

Las palabras del portugués turbaron el ánimo de los isabelinos.

—Estoy deseando que os atreváis —replicó Fernando, claramente enojado—. ¿Qué tal si lo resolvemos aquí mismo, entre caballeros?

—¿Entre caballeros? No os hagáis de más… —contestó despectivo el rey Juan.

Fernando se puso en pie de inmediato. Al instante, Isabel se aferró a su antebrazo, reteniéndolo, pues parecía a punto de saltar sobre su interlocutor. Los escoltas de ambos bandos echaron mano a sus armas. Durante un largo instante, pareció que la negociación tomaba visos de reyerta. Por fin, Fernando se soltó y abandonó la estancia. Toda la delegación castellana fue tras él, la reina la primera. Apenas pudieron los portugueses reprimir su satisfacción: la jornada les pertenecía.

—¡Ese almirante vuestro le contó algo! —tronó Fernando—. ¡Algo que nos ha ahorrado a nosotros!

A solas en la cámara real, Isabel y Fernando se debatían entre la indignación por las exigencias portuguesas y la necesidad de averiguar su origen.

—Desde luego, cuesta entender este nuevo empecinamiento venido de la nada —admitió Isabel.

Fernando estaba convencido, Colón era un traidor. Gracias a él, Juan de Portugal pretendía engañarlos.

—¡Donde nosotros solo vemos agua, él sabe que hay tierras! Y no cualesquiera, visto su empeño.

—¿Más valiosas que las referidas por Colón ante nosotros? —musitó la reina.

—¡Mucho más! ¡Por eso las prefiere a las nuestras! —exclamó Fernando.

Isabel no estaba tan segura como su esposo.

—Pero ¿por qué insistió Colón en mantener la línea a cien leguas de la costa?

—Por arrepentimiento —aventuró el rey—, por prever que el Papa fallaría a nuestro favor, ¡quién puede saberlo!

Isabel, consternada, iba haciéndose a la idea de que Fernando podía estar en lo cierto.

—La inversión en este segundo viaje ha sido desmesurada —se lamentó.

—¡Quizá piensa regresar directamente a Portugal! ¡Tal vez la armada del rey Juan aguarda en el Atlántico para escoltarlo a puerto seguro! —Cuanto más cavilaba, más se encendía la animosidad de Fernando contra Colón—. ¡Ese hombre vende sus conocimientos al mejor postor y su codicia es insaciable!

Isabel, dolida al imaginar tal eventualidad, se llevó las manos al rostro.

—No puedo creer que haya entregado confianza y fortuna a un traidor. ¡No es posible! —negó, angustiada.

Al verla, Fernando deseó que sus sospechas no fueran sino eso, presunciones. Para su desdicha, ni por un instante creyó estar errado.

Al día siguiente, Isabel se presentó sola ante Juan de Portugal, momentos antes de reanudar las negociaciones. El rey Juan no puso objeción alguna. Al contrario, la iniciativa le agradó.

—No termino de congeniar con vuestro esposo —admitió irónico.

La reina de Castilla no ocultó su abatimiento.

—Me causa profundo pesar entrar en disputas con quien es de mi familia.

—Es más habitual pelear con los parientes que con los extraños —reconoció el portugués—. Más aún si cada uno porta la corona de un reino.

—Pero nos debemos honestidad —dijo Isabel, y le miró a los ojos—. Decid: ¿por qué tanto empeño en reclamar lo que ni siquiera figura en mapa alguno?

Juan de Portugal respondió con una pregunta llena de intención:

—¿Por qué financiasteis el viaje de un iluminado hacia lo desconocido?

—Porque creí en el hombre… —Y, a continuación, le espetó—: ¿Tenéis a Colón a vuestro servicio?

—Pensé que disputábamos tierras, no hombres —sonrió el rey.

Pero Isabel no estaba para chanzas, de modo que volvió a encarar al portugués.

—Estoy dispuesta a ceder las leguas a las que aspiráis si respetáis el acuerdo que Castilla tiene con su almirante.

Juan acompañó su respuesta con un gesto de suficiencia.

—A mi reino le sobran navegantes extraordinarios, para nada preciso al vuestro.

—Entonces permitiréis que regrese su expedición y no pondréis obstáculos a otras —apostilló la reina.

—Por supuesto… Mientras aceptéis mis condiciones. —Juan de Portugal se puso serio—. La ruta abierta por vuestro almirante lo ha conducido a tierras ignotas. Quién sabe si existen más —argumentó—. Portugal no va a permitir que Castilla las disfrute en exclusiva.

—Firmaremos el tratado —aceptó Isabel—. Pero ambos sabemos qué amargas consecuencias acarrearía incumplirlo.

—Tenéis mi palabra —aseguró el rey Juan.

Sin dilación, Isabel fue al encuentro de su esposo para informarle.

—Colón es leal a Castilla. Sus naves volverán. Ahora y siempre. Habrá acuerdo.

Las reservas de Fernando sobre el almirante no se disiparon. Mas lo que realmente preocupaba al rey era otra cosa.

—¿A cambio de qué?

Isabel sabía que su esposo entendería como una cesión el hecho de que Castilla y Portugal se repartieran los dominios del Atlántico. Por más que estos, más allá de lo conquistado por Colón, aún no fueran sino una entelequia. No se equivocó la reina y, cuando prosiguieron las conversaciones, Fernando asistió en silencio y con el ceño fruncido.

El cartógrafo del rey Juan dispuso el mapa sobre la mesa de negociación, la carta con las dos líneas verticales en cuestión: la trazada por el Papa y la deseada por Portugal. Isabel, con solemnidad, tomó la palabra.

—En nombre de Castilla, os concedo que la franja quede trazada a doscientas cincuenta leguas al oeste de Cabo Verde.

—Acepto —dijo Juan de Portugal.

Ambos bandos parecían satisfechos por el acuerdo cuando Fernando intervino:

—Siempre y cuando nos garanticéis que Melilla y Cazaza serán castellanas —exigió con rotundidad.

Aprovechando el desconcierto general, Fernando se dirigió en voz baja a su esposa:

—Vos entregáis entelequias, yo me aseguro realidades.

Juan de Portugal no demoró más su reacción.

—Es inaceptable. ¡El Reino de Fez nos pertenece!

—Tomaos vuestro tiempo y pensadlo bien —sugirió el aragonés—. Ni África ni las Indias van a moverse de donde están.

El rey portugués se volvió furioso hacia Isabel.

—Entendí que habíamos llegado a un acuerdo. ¿Habla vuestro esposo por vos?

—Habla por Castilla. Y en nada, salvo en el tono, se diferencian nuestras voces —ratificó Isabel.

Juan de Portugal encajó con irritación la nueva contrapartida. De nuevo interrumpió la negociación y cada delegación se retiró a sus cuarteles.

En la cámara real volvieron a oírse voces airadas.

—¡Jamás! ¡Jamás volváis a dejarme en ridículo! ¡La palabra de la reina de Castilla es sagrada! —reprochó agria Isabel a su esposo.

—En nada osaría contradeciros —afirmó serenamente el rey—. Solo he propuesto un pequeño añadido al acuerdo.

—¿Os burláis de mí?

Fernando lo negó. Con toda seriedad, expuso a Isabel sus motivos.

—Ya que tanto interés tenéis en repartiros el Atlántico con el rey Juan, permitid que vele por nuestros intereses en el Mediterráneo.

—¿Y si no acepta? —clamó Isabel.

Fernando sonrió, seguro de sí mismo. Y no se equivocaba, a juzgar por la premura con la que el rey Juan reabrió la negociación.

—Portugal no se opondrá al dominio de Castilla sobre Melilla y Cazaza.

—Son pequeños enclaves… —señaló Fernando, reprimiendo una sonrisa de satisfacción.

—Estratégicos para controlar el Mediterráneo —apostilló Juan, muy serio.

—¿Cederíais vos el Atlántico por una plaza que no fuera de interés? —alegó el aragonés.

El rey de Portugal se limitó a sonreír y añadió:

—A cambio, que sean trescientas setenta las leguas al oeste de Cabo Verde.

Harta del mercadeo, Isabel se anticipó a la réplica de Fernando.

—Sea.

Los cartógrafos de ambos reinos se reunieron para trazar sobre los mapas las líneas que, desde ese momento, demarcarían el reparto del Atlántico entre Castilla y Portugal. Un inmenso océano en el que aparecían unas pequeñas islas, las conquistadas por Colón en su primer viaje. Ni rastro había en aquella carta de las supuestas tierras situadas frente a las costas de Guinea. Aquellas de cuya existencia Juan de Portugal estaba convencido, y así se lo había hecho saber al almirante.

Mientras tanto, y enfrascado en su campaña italiana, Carlos VIII se había enfurecido al conocer la concesión de la bula de Alejandro VI a favor de los intereses de Castilla. Con la vista puesta en Nápoles, nada que pudiera fortalecer a Fernando iba a ser bien recibido en Francia. Tampoco el acuerdo alcanzado en Tordesillas. Así se lo hizo saber el rey a Fuensalida, a quien recibió en audiencia mientras deglutía su almuerzo.

—Decid, ¿en qué cláusula del testamento de Adán queda estipulado que el mundo pertenece a españoles y a portugueses?

A Fuensalida le desconcertó por un instante el tono de la pregunta. Buscó la mirada de Luis de La Trémoille, que se hallaba junto al monarca, pero este bajó la vista.

—Jamás he tenido acceso a tan valioso documento —respondió, flemático, el embajador—. Sin embargo, conozco de memoria los términos del tratado que firmasteis con mis señores en Barcelona.

—No es mi caso —farfulló Carlos, entre bocado y bocado—. Lo cierto es que haríais bien en recordármelos.

De inmediato, Fuensalida extrajo el documento, que llevaba consigo, y lo puso sobre la mesa ante los ojos del rey.

—Leer me agota —se excusó el monarca—. Si sois tan amables de hacerlo vos por mí…

Fuensalida tomó el tratado en sus manos. Puesto en pie, inició la lectura con voz alta y clara.

—«Don Fernando de Aragón y don Carlos rey de Francia por la gracia de Dios, acuerdan… Que el primero incorpore a su reino las tierras del Rosellón y la Cerdaña…».

—Los dichosos condados —terció Carlos—. Sí, está bien, está bien, son vuestros. Seguid.

—«Que Aragón no se interpondrá en las aspiraciones de Francia sobre Italia…» —continuó Fuensalida.

En ese punto, Carlos VIII rompió a aplaudir.

—Bravo… ¡Bravo!

La Trémoille asistía a la pantomima de su señor con la mirada baja, fija en algún punto que nadie, salvo él, hubiera sabido distinguir. Ofuscado por la actitud del soberano, Fuensalida interrumpió a su vez los aplausos del rey alzando la voz.

—«Que Aragón se compromete a guardar vigilancia de los Santos Lugares de Roma ante cualquier invasión o ataque de cualquier nación…». Incluida la vuestra, majestad —apostilló.

Carlos dejó de masticar, pensativo. De pronto se levantó, fue en busca de una pluma y llegó hasta el embajador. Le arrebató el tratado de las manos y, de un trazo terminante, tachó esa cláusula.

—Mejor así —decretó.

El rey devolvió el texto al embajador. Fuensalida había seguido la acción con asombro. La Trémoille se mostraba igual de estupefacto.

—¿Qué más? —inquirió Carlos, volviendo a la mesa—. Majestad, si vos no estáis dispuesto a cumplir lo acordado, nosotros tampoco —informó el embajador con voz firme y serena—. Sabed que Aragón ya no está obligada a respetar vuestros avances.

Dicho esto, Fuensalida rompió en dos el tratado ante la sorprendida mirada del rey Carlos. La inquietud se dibujó en el rostro de La Trémoille. Fuensalida remató con una dura advertencia:

—La próxima vez que nuestros reinos se encuentren, será en el campo de batalla.

Y se marchó, llevándose el tratado de Barcelona partido por la mitad, antes de que Carlos diera rienda suelta a su indignación.

De regreso en la corte castellana, Fuensalida depositó en las manos del rey Fernando los pedazos del documento.

—Mi señor, no lamento mi decisión —afirmó con humildad—, pero quizá vos juzguéis que me precipité, que podría haber intentado renegociar el acuerdo…

El soberano de Aragón se limitó a abandonar el trono por toda respuesta. Los allí presentes permanecieron en silencio, expectantes. ¿Qué haría el rey? Fernando se acercó a la chimenea y echó al fuego el tratado invalidado. Lo firmado en Barcelona avivó la hoguera que calentaba la estancia.

—Nadie podía evitar esta contienda —murmuró—. Y si de algún modo había que llegar a ella, celebro que haya sido demostrando nuestro orgullo.

Fernando se acercó hasta Fuensalida.

—Gran valor el vuestro ante un rey —reconoció.

Dicho lo cual, dio las órdenes pertinentes para doblegar a las tropas de Carlos en Italia.

—Que las huestes de Gonzalo Fernández de Córdoba avancen contra los franceses. Y que las milicias sicilianas hagan otro tanto.

Gonzalo Chacón y Andrés Cabrera acataron lo dispuesto.

—¿Algo que agregar? —preguntó el marqués.

Fernando asintió, en silencio, antes de añadir con voz profunda:

—Rezad por nuestro destino en esta guerra.

El rey puso a Isabel al corriente de lo sucedido en Francia. La guerra entre reinos cristianos que tanto sobrecogía a su esposa había dado comienzo. La reina aceptó lo que a todas luces parecía inevitable.

—Os he de agradecer que evitásemos la contienda con Portugal —se sinceró el rey—. Dos frentes habrían sido difíciles de asumir.

—Me enorgullezco de haber negociado —admitió Isabel—. Pero no dejo de pensar en si el acuerdo será para bien.

—¿Por qué? —se extrañó Fernando—. ¿Cedimos algo que mereciera la pena conservar?

—¿Cómo saberlo? —musitó la reina.

Fernando intentó reconfortar a su esposa.

—El rey Juan quería mediros, no dejarse ganar con tanta facilidad —dijo—. Lo sé porque yo hubiera hecho lo mismo.

—Confío en que tengáis razón —suspiró Isabel—. Pero nadie sabe lo que separa esa franja. ¿Y si hemos cedido las tierras más provechosas?

El rey se encogió de hombros.

—Tardaremos en saberlo. —Fernando la abrazó—. No perdamos la confianza. Nuestro valor siempre ha sido recompensado por Dios. Y si nada hay más allá de lo ya conquistado, nos hemos asegurado el Mediterráneo, de cuya existencia estamos seguros.

Isabel asintió, poco convencida.

—¿No es suficiente para vos? —inquirió el rey.

—No.

Su marido sonrió, divertido.

—A veces vuestra ambición deja en nada a la mía.

—No es solo ambición —aclaró Isabel—. Es el deseo de que mi pálpito se cumpla.

—¿Qué pálpito?

—El que me dice que algo inmenso nos aguarda —respondió la reina, con los ojos brillantes.