13

Arrellanada en el tálamo, la reina Isabel firmaba uno tras otro los documentos que Gonzalo Chacón le presentaba para retirarlos una vez consignados. Aunque su vida se apagaba poco a poco, la soberana de Castilla se mostraba decidida a gobernar sus dominios desde el lecho de su agonía. Su esposo, sentado en un sillón próximo al cabecero de la cama, observaba con preocupación el esforzado trajín que acometía su señora.

—¿Queda algo por tratar? —preguntó la reina a su consejero.

—Reposad, majestad —contestó Chacón—. Ya veis que algunos de los negocios del reino caminan por sí solos.

—Mucho me complace que Castilla goce de la salud que el Señor no concede a su reina —murmuró ella.

—Pronto os recuperaréis —intervino Fernando—. Yo mismo sufrí fiebres parecidas y ya veis que pude abandonar el lecho.

—Lo que tan buenos remedios han hecho por vuestro esposo no harán menos por vos —añadió el noble.

Isabel esbozó una sonrisa, tan consciente de la gravedad de su estado como de los intentos de los demás por animarla.

—En esta hora, más segura estoy de la voluntad de Dios que de la ciencia de los galenos —musitó, resignada.

—Nuestro Señor sabe que vuestra salud y la del reino son una y la misma cosa —le recordó el arzobispo de Toledo.

—¡No habría de saberlo, si en todas las iglesias se celebran misas diarias por vuestra pronta recuperación! —apostilló Beatriz de Bobadilla, disfrazando su pesar con la humorada.

—Más valdría dejar de importunar a Dios pidiendo por mi cuerpo y empezar a rogar por mi alma —sentenció Isabel, con toda serenidad—. Muero. Y ningún bien haremos al reino ocultando la verdad.

Todos los presentes se miraron entre sí, sobrecogidos. Solo la marcha de la marquesa de Moya, incapaz de contener el llanto, rompió el denso silencio que invadió la estancia. Fernando, tan conmovido como los demás, se limitó a coger la mano de su esposa. Antes de que pudiera decir nada, Isabel se anticipó.

—No hay tiempo para lamentos. He de prepararme para presentarme ante el Señor y antes he de dejarlo todo bien dispuesto. Es mucho el trabajo por hacer y pocas las fuerzas que me restan. —La soberana repasó los rostros de sus allegados—. Solo con vuestra ayuda podré concluirlo.

Una docena de jornadas tardó el señor de Belmonte en arribar a la corte castellana. Cuando lo recibió el marqués de Moya, lo primero que hizo fue interesarse por la salud de la reina.

—¿Tan enferma está, entonces?

—Sin duda —confirmó Cabrera—. Su estado se agrava día a día.

Don Juan Manuel guardó silencio, en apariencia preocupado. Cuando Gonzalo Chacón y el rey entraron en el despacho, Fernando se dirigió a él sin dilación alguna.

—Esperaba ansioso vuestra venida, pues nuevas alarmantes han llegado antes que vos desde Flandes.

—¿Algo que yo desconozca, majestad? —inquirió Villena, precavido.

—Lo mismo nos preguntamos. ¿Es habitual que don Felipe alce la mano contra mi hija, como nos cuenta Fuensalida?

La consulta del aragonés cogió al traidor desprevenido.

—Sin duda no obró como debiera —admitió—, pero a veces doña Juana…

—¡Alzó la mano contra la futura reina de Castilla! —interrumpió Fernando, a voces—. ¡Y delante de extraños!

—Tenéis motivo para enojaros, mi señor —reconoció Villena, con suma prudencia—. Mas habéis de saber que la princesa puede ser más fiera que la más brava leona…

—¡Tal excusa esgrime mi yerno para negarse a enviarnos a nuestro nieto Carlos! ¡¿Cómo se atreve?!

—Majestad, para evitarlo el príncipe se aferraría a cualquier argumento —señaló el recién llegado—. Así se lo advertí a Fuensalida.

—¿Acaso piensa que necesita rehenes para asegurarse la corona de Castilla? —inquirió Cabrera.

—Al contrario —replicó don Juan Manuel, y volvió a dirigirse al rey—: Está convencido de que le basta haber desposado a vuestra hija para ejercer su derecho a ceñírsela.

El señor de Belmonte mantuvo la mirada de Fernando en silencio. Este, por prudencia, volvió el rostro hacia Chacón.

—De momento ya le he escrito con muy recias palabras —aseguró—. Más le valdrá atender mis advertencias.

—¿Cuándo llegarán los príncipes a Castilla? —quiso saber don Gonzalo.

—Ese es el motivo principal de mi presencia aquí —expuso Villena—: Informar de que su regreso podría retrasarse.

—¿Por qué razón? —inquirió Fernando, agrio—. ¿Acaso no comprenden cuán urgente es que comparezcan?

—Mi señor, la princesa vuelve a sentirse indispuesta —adujo el felón—. Don Felipe ha barajado la posibilidad de emprender viaje en solitario.

—Sin Juana en modo alguno será recibido —remató el monarca. Su contundencia propició un pesado silencio. Fernando se percató y cambió el tono—. Descansad ahora, don Juan Manuel. Sois un hombre leal. Apreciamos el servicio que cumplís con la princesa en corte tan ingrata. Ya habrá ocasión de hablar con más detenimiento.

El señor de Belmonte abandonó el despacho en compañía de Gonzalo Chacón. Una vez a solas, el noble le hizo partícipe de sus reservas.

—Temo que los escritos de Fuensalida, incluso vuestras palabras, vengan dictadas por el ánimo de sosegar a sus majestades. —Villena acusó el comentario y Chacón se explicó con mayor detalle—: No sugiero que estéis mintiendo, sino que tal vez no contéis toda la verdad.

—No os falta razón —reconoció el otro, en apariencia contrito.

—¿Cuál es el estado de doña Juana? ¿No ha recobrado la paz al volver junto a su esposo, como todos deseábamos? —El de Belmonte negó con la cabeza, apesadumbrado—. ¿Sigue alienada?

—Loca, don Gonzalo. Cada día más. —El impostor se mostró compungido por la confesión—. Sin duda alguna y a los ojos de todos los que la rodean.

Aunque Chacón no esperaba otra respuesta, quedó consternado por la condición de la heredera. Villena aparentó compartir sus inquietudes y suspiró, afligido.

—Ver así a quien está llamada a reinar en estas tierras… —Por supuesto, don Juan Manuel no dudó en aprovechar la ocasión para sonsacar al noble—. En su estado, nada podrá impedir que la corona de Castilla caiga en manos de un traidor.

—Perded cuidado. Sus majestades conocen las pretensiones del archiduque. —Chacón puso la mano sobre el hombro del caballero, con ánimo tranquilizador—. Castilla no habrá de sufrir semejante infamia.

—Grande es el alivio que me produce oíros —fingió Villena, mientras valoraba la siguiente etapa de su traición.

Esta tuvo como escenario un bosque cercano a Madrid, donde el señor de Belmonte y Diego López Pacheco fijaron un discreto encuentro. Don Juan Manuel resumió con fría eficacia la situación de la heredera al trono de Castilla.

—Doña Juana está loca. Es imposible que gobierne y alguien habrá de hacerlo en su nombre.

—¿Su esposo? —indagó el marqués.

—¿Quién si no?

—¿Qué pretendéis de mí? —quiso averiguar Pacheco.

—Dado que considera incapacitada a la princesa, don Felipe desea ejercer su derecho a reinar —expuso Villena.

—No lo hará sin la bendición de las Cortes —advirtió el otro.

—Los nobles de Castilla forman una gruesa cadena de la que vos sois su eslabón más importante. Vuestro apoyo acarrearía el de otros muchos.

—Podéis estar seguro —afirmó López Pacheco, sin inmutarse—. Pero ¿qué ganaría yo en ello?

—Volver a ocupar el lugar que ya perteneció a vuestro padre y que os fue injustamente arrebatado.

El marqués de Villena suspiró, sin quitar ojo al enviado del archiduque.

—Castilla nunca aceptará un rey extranjero. Decídselo a don Felipe.

El señor de Belmonte de Campos no esperaba una negativa tan firme ni tan pronta.

—¿Acaso preferís seguir bajo el yugo del aragonés? —inquirió, disfrazando su contrariedad.

—Don Fernando solamente será rey de Castilla mientras viva la reina, os lo aseguro —replicó el otro, seco—. Tan extranjero es él como el borgoñón. Convenced a don Felipe de que solo si doña Juana reina, él podrá ser rey. Es la ley de Castilla.

—¡Pero doña Juana ha perdido el juicio! ¿No me habéis escuchado?

—Don Felipe no dispondrá de aquello que no le pertenece a él, sino a su esposa, por enajenada que esté —insistió López Pacheco.

Como la resistencia del marqués sumía al traidor en el desconcierto, don Diego expuso la estrategia adecuada para colmar las aspiraciones que compartían.

—¿Acaso no me entendéis? —ironizó, sibilino—. Demostrar que su alteza no puede reinar únicamente facilitará que Fernando siga gobernando. A todos conviene, por tanto, que doña Juana parezca capaz de asumir lo que por derecho le pertenece.

Don Juan Manuel aceptó el argumento.

—Sea. Mas una vez coronada, doña Juana necesitará ayuda para la gobernanza del reino, y la buscará en su esposo o… en su padre —razonó el traidor, no menos sibilino—. ¿Dónde encontraréis vos mayor beneficio?

—Prometéis ganancias que no podéis asegurar —objetó el marqués, impasible—. Sin embargo, se dice que la reina piensa restablecer los patrimonios que arrebató a los grandes.

Villena, que desconocía tales planes, guardó silencio. El hijo de Juan Pacheco sonrió, dando por terminada la entrevista.

—Habremos de escuchar qué nos ofrece antes de tomar partido.

Margarita se había ausentado de Bruselas durante unos días para rendir visita a sus sobrinos en Malinas. A su regreso, Felipe la puso al tanto del estado en el que se encontraba Juana y la duquesa de Saboya se escandalizó.

—Pero ¿cuánto ha que no come?

—¡No lo sé! ¡¿Acaso también me culpáis de ello?! —replicó su hermano, alterado, y enumeró los agravios de los que se sentía víctima—. ¿Como de que no quiera dormir, de que no se asee, de que no hable, de que se revuelva como una fiera cuando uno menos lo espera? ¡¿Es todo culpa mía?!

—¡Se trata de vuestra esposa! —alegó ella, airada—. ¡Necesita cuidados, no que se la mantenga encerrada y abandonada!

Felipe tomó el diario en el que se consignaban los despropósitos que protagonizaba su esposa y lo puso ante los ojos de Margarita.

—¡Leed, hermana! ¡Leed cuántos han sido sus desvaríos en el tiempo que ha durado vuestro viaje!

La interpelada apartó el volumen y se encaró con El Hermoso.

—En vez de cuidar de ella, ¿os dedicáis a recopilar sus arrebatos?

—No son pocos quienes dicen que no soy tan buen marido como debiera —se justificó el archiduque, al tiempo que esgrimía el diario como si fuera un libro sagrado—. ¡Habrán de callar cuando sepan la verdad! Los primeros, sus católicas majestades. Después, vos.

La irrupción de un sirviente alborotado interrumpió la controversia.

—¡Señor! ¡La princesa!

Felipe se inhibió con una mueca de hastío. Margarita, irritada, respondió por él.

—Iré yo.

Si las palabras de Felipe la habían escandalizado, comprobar el abandono en el que vivía su cuñada y los estragos que este le había ocasionado la horrorizaron.

—¿Cómo habéis podido permitir esta atrocidad? —bramó contra su hermano, con el rostro demudado, nada más abandonar la cámara de Juana.

—Hace más de diez días que no la visito —murmuró el otro.

—¡Está más muerta que viva!

—¡Por culpa de su insania y de su tozudez!

Margarita no pudo contenerse más y le cruzó la cara de un bofetón. Felipe encajó el golpe, más atónito que dolorido.

—¿Cómo podéis ser tan estúpido? —rugió la duquesa—. Ya que no tenéis humanidad, ¡que sea vuestra ambición la que os obligue a salvar a vuestra esposa! Pues si la princesa muere, ¿qué será de vuestros derechos?

—Quizá nada, pero mientras nuestro hijo Carlos siga conmigo…

—¿Acaso pensáis que doña Isabel os nombrará regente en su testamento? —interrumpió Margarita, furiosa. Por la expresión del archiduque, la duquesa entendió que había acertado en el pronóstico y quedó anonadada por la ceguera política de su hermano. Una sonrisa amarga e incrédula se dibujó en sus labios—. ¡Sois tan iluso como desalmado!

Margarita lo miró de arriba abajo con infinito desprecio y le dio la espalda. Felipe la contempló y, sin pensarlo dos veces, decidió cambiar de táctica para lograr sus fines.

En Medina, la reina Isabel seguía empecinada en mantener la legalidad a toda costa, a pesar del riesgo de que su sucesora en el trono desbaratara por entero la obra de su vida. Fernando, por su parte, no descartaba otras opciones.

—Si no podemos educar a nuestro nieto Carlos nos quedaremos sin la mejor baza que teníamos para asegurar el porvenir de nuestros reinos.

—Lo sé —admitió la soberana, pesarosa—. De nuevo, solo restará Juana.

—Teniendo motivos para dudar de su cordura, ¿no teméis además la ambición de su esposo como la temo yo? —planteó el aragonés.

—Nada inquietará mi ánimo en estas horas porque estoy segura de vos. —Fernando acogió la afirmación de su esposa con gesto interrogante—. Juana ha sido jurada por las Cortes. Apoyadla y aconsejadla en todo. Velad por la Corona.

—Majestad, ¿y si eso no basta? —repuso Chacón.

—Bastará —insistió la soberana, a pesar del velo de inquietud que nubló su mirada—. Vos, esposo mío, haréis posible que en nuestro nieto se encarne nuestro sueño y nuestros reinos sean finalmente uno.

—Sabéis que no es el único modo de lograrlo —le recordó el aludido.

—Debemos respetar la ley —recalcó la reina—. Es lo principal para que todo acabe bien.

Fernando no quiso insistir más y optó por tranquilizar a su esposa.

—Confiad en que nada me apartará del propósito que me encomendáis.

Isabel le sonrió con gratitud y la fatiga la obligó a cerrar los párpados. El rey y don Gonzalo se miraron, tan preocupados por ella como por el porvenir.

Esa noche, en el palacio del Coudenberg, Felipe abrió la puerta de la cámara de la princesa de Asturias y entró portando una palmatoria para alumbrar sus pasos. La luz escasa de la vela apenas le permitió distinguir un bulto informe sobre el tálamo. El archiduque se acercó con tiento. Cuando la proximidad de la candela le reveló la condición lamentable de su esposa, el horror se reflejó en su rostro. Juana permanecía ovillada sobre el colchón, semiinconsciente, sucia, desgreñada y enflaquecida.

—Mi señora —musitó, cariacontecido—, ¿qué os habéis hecho?

La archiduquesa no reaccionó y a Felipe le faltó arrojo para tocarla.

—Yo os salvaré —murmuró—. Por nuestro hijo que lo haré. —Acto seguido, se volvió hacia la puerta y alzó la voz—. ¡Entrad!

A la orden del príncipe, un galeno irrumpió en la estancia, seguido por cuatro sirvientes. Pese a su debilidad, Juana esbozó un gesto de alarma. A una señal de su marido, tres de los criados sujetaron a la princesa de pies y manos, mientras el cuarto la forzaba a separar la mandíbula. De nada le valió oponer resistencia. Una vez inmovilizada y con la boca abierta, el galeno insertó un embudo entre sus labios y la obligó a ingerir la papilla que iba deslizando por el canal de aquel instrumento abyecto con la parsimonia de un monje. Felipe asistió impasible a la operación desde los pies de la cama donde Juana se debatía inútilmente. Había decidido salvarle la vida y lo haría incluso contra la voluntad de su esposa.

Entretanto, en las Españas, el señor de Belmonte se afanaba en la redacción de una carta cuyo destinatario era el propio archiduque. Villena repasó el párrafo esencial del escrito, leyéndolo con voz queda.

—«Declarar incapaz a vuestra esposa más obraría a favor de los intereses del aragonés que de los vuestros propios. Por tanto, destruid el diario que testimonia la enajenación de su alteza. Que no caiga en manos ajenas. Contad que para ser vos rey necesitáis que vuestra esposa sea coronada reina. Y para que ello suceda, la princesa ha de parecer cuerda a ojos de todos».

Un mensajero se personó en la estancia. Don Juan Manuel rubricó la misiva y la lacró.

—Cabalgad sin descanso y entregad en mano esta carta al príncipe de Asturias. Solo a él —recalcó Villena, al tiempo que le tendía el escrito—. Cumplid mis órdenes y no tendréis queja de vuestra recompensa.

La primera claridad del amanecer iluminó la cámara de Juana. Margarita aún dormitaba en un sillón, cerca de su lecho. Cuando el resplandor del alba alcanzó el rostro de la duquesa, esta abrió los ojos y distinguió a su cuñada despierta. Juana fijaba la mirada en ella, pero Margarita tuvo la sensación de que no se detenía en su figura, sino que la atravesaba, y ello la estremeció. La duquesa se irguió en el sillón y fue en busca de un cuenco de leche con pan que había sobre la mesa. Con él en las manos, y no sin precaución, se aproximó hasta Juana.

—Hermana, haced por restableceros —musitó—. Si no es por vos… pensad en vuestros hijos y en todos los que os queremos bien.

La duquesa de Saboya acercó el cuenco a los labios de la princesa, pero esta no separó los labios, con la mirada fija en el mismo punto ignoto. Margarita suspiró con sincero pesar, pues deploraba el método alternativo impuesto por su hermano para alimentar a aquella desdichada y estaba segura de que Felipe perseveraría mientras Juana no se recobrara.

En Medina del Campo, Isabel convocó en su cámara a los marqueses de Moya. A decir verdad, no hubo necesidad de requerir la presencia de doña Beatriz, pues desde que la reina enfermara no se había movido de su lado.

—No he de presentarme ante el Señor con deudas sin saldar —comunicó a don Andrés—. Cuento con vos para ello.

—Obedeceré en lo que me pidáis, majestad.

—Haréis relación de todo lo que debo y daréis cumplida satisfacción. Disponed para ello de mis bienes, vended cuanto sea preciso. —Isabel suspiró, fatigada—. Aun así, sé que no bastará.

—Estoy seguro de que algunos impagos serán condonados con gusto.

La soberana negó con vehemencia.

—Voy a revocar títulos y privilegios que pondrán rentas al servicio de lo que os encomiendo —anunció, tajante—. Acercaos vos también, Beatriz.

La marquesa se colocó al lado de su esposo.

—Mis más fieles amigos, vos no os veréis perjudicados… Ya que por escrito confirmaré el marquesado de Moya que os concedí.

Andrés Cabrera quiso agradecer la deferencia pero la Bobadilla, emocionada, lo interrumpió.

—¿Qué importan ahora los dineros y los marquesados?

—He de partir sin cargos de conciencia.

—¡Flaco favor hacéis a vuestra salud con tal abandono! —discrepó Beatriz, con los ojos anegados en lágrimas—. ¿Por qué hemos de luchar cuando vos misma lo dais todo por perdido?

La desesperación no permitió que Beatriz continuara. La reina la observó en silencio, conmovida.

—Disculpad a mi esposa, majestad —musitó Cabrera.

—¿Cumpliréis mi mandato?

—Os lo juro por mi vida —proclamó el marqués.

Isabel suspiró profundamente, como si se hubiera quitado un gran peso de encima.

—Acompañad ahora a mi querida amiga —dijo, en referencia a la Bobadilla, que seguía desconsolada—. No yerra en sus reproches. La cercanía de la muerte nos torna muy egoístas.

La entereza de la reina impresionó a Andrés Cabrera. Rodeó a la marquesa con los brazos y la condujo fuera de la cámara.

Mientras tanto, Fernando y sus consejeros analizaban en el despacho real todos los escenarios posibles tras el fallecimiento de Isabel. Cisneros y Chacón comprobaron en carne propia que la tensión de aquellos días había avinagrado el carácter del soberano.

—¡Tenemos más hijas! —vociferó, irritado.

—Doña Juana es la princesa de Asturias. Y tiene hijos fuertes y sanos —adujo don Gonzalo—. ¿Proponéis apartar a sus herederos, que son los vuestros, de su destino?

—Nombremos heredera a María. Uniríamos así nuestros reinos al de Portugal.

—El emperador no permitiría que se privara a su linaje de una herencia estipulada —le previno el noble.

—Y a don Felipe no le faltaría el apoyo de Francia —apostilló el arzobispo de Toledo.

—Podríamos con ellos —insistió, terco, el aragonés.

—Majestad, ocupaos de garantizar la paz para vuestros estados, en vez de provocar una guerra de impredecibles consecuencias —recomendó Cisneros, no sin firmeza.

Fernando guardó silencio, pensativo.

—Aún podemos mantener la línea de sucesión y desbaratar los planes del borgoñón —murmuró, por fin—. Parece olvidar que aquí vive su otro hijo varón, Fernando. No pocos aprobarían que él se convirtiera en nuestro heredero.

—La reina ya se opuso —le recordó don Gonzalo.

La escasa paciencia de Fernando se agotó de repente.

—¡¿Acaso solo yo soy consciente de lo que nos aguarda?! ¡Juana le cederá el poder y Felipe reinará! Vos señalasteis el peligro, Chacón. ¡Tanto esfuerzo durante décadas para acabar así!

El monarca golpeó con los puños sobre la mesa repetidas veces, colérico y con el semblante desencajado. Cuando cesó su arrebato, el silencio sobrecogió a todos los presentes. Fernando tomó de nuevo la palabra aunque, más que hablar, diríase que pensaba en voz alta.

—Yo debería gobernar en Castilla, y no un extranjero —masculló.

La afirmación enojó a sus consejeros, en particular a don Gonzalo.

—Os recuerdo que la reina aún descansa en vuestra alcoba —le espetó, contundente—. Y los castellanos hemos de cumplir fielmente su voluntad.

—¿Para que gobierne un traidor? —replicó el rey con desdén.

—Bien sabéis que no. —Chacón se mantuvo en sus trece—. Tanto como que si no respetáis la ley llevaréis al reino a una guerra civil.

—Esperaba más de vos —murmuró Fernando, resentido—. Isabel es mi esposa y Juana mi propia hija. ¿Acaso las amáis más que yo? —El comentario hirió los sentimientos del noble, pero don Gonzalo no dijo palabra—. Gobernando con nuestros sentimientos, y no con la razón, no cabrá cumplir con lo que Dios nos ha encomendado.

Francisco Jiménez de Cisneros terció en defensa del consejero.

—Si la razón os guía, que vuestra propuesta sea razonable —arengó al soberano.

El rey de Aragón se encaró con ellos y los contempló con amargura.

—No os llevéis a engaño. Juana ya no cuenta en esta partida —les advirtió—. O gana Felipe, o gano yo.

En Bruselas, Gutierre Gómez de Fuensalida entregó al archiduque la misiva en la que Fernando protestaba formalmente —y «con muy recias palabras»— por el trato que se dispensaba a su hija y heredera. Cuando Felipe terminó de leerla, contempló al embajador desde el trono con descarada condescendencia.

—Su Católica Majestad parece muy enojada —ironizó.

—Como rey y padre lo está —confirmó el diplomático—, y así os lo advierte. Sabed que quien ofende a la princesa ofende a Castilla entera.

—¿Qué le habéis contado? —farfulló el borgoñón, retador.

—Nada que no haya percibido con mis propios ojos —replicó el otro, sin amilanarse.

—¿Han visto algo más allá del intento de un esposo desesperado por tratar de evitar las consecuencias del desvarío que sufre su esposa?

A Fuensalida el cinismo de El Hermoso le resultaba nauseabundo.

—Procurad evitar las causas y no tendréis que preocuparos por las consecuencias —le aconsejó, contenido.

Pero Felipe recibió la admonición con incredulidad e irritación.

—¿Me acusáis de agravar el trastorno de la princesa?

Gómez de Fuensalida prefirió morderse la lengua. El príncipe consorte hizo una seña a un sirviente y este le acercó el diario que recopilaba todos y cada uno de los dislates de su princesa española. Felipe, muy ofendido, se lo entregó al embajador.

—En este diario se han recogido puntualmente los actos delirantes de doña Juana. —En este punto, el archiduque se mostró incluso compungido—. ¡Comprobad cuánto ha de amar un hombre a su esposa para soportar semejante calvario! ¡Leedlo, vos y vuestro señor, y juzgadme después!

Fuensalida contempló atónito el diario que sostenía en las manos. Mientras, a muchas leguas de allí, en algún lugar entre Castilla y los Países Bajos, un emisario viajaba hacia Bruselas con una misiva que prevenía a Felipe para que no cayera en el error que acababa de cometer.

Esa misma mañana, en Medina del Campo, Isabel se empeñó en confesar sentada en el sillón de su cámara, y no en el tálamo, como venía haciendo en los últimos tiempos.

—Pero ¿no oísteis al físico? —protestó Beatriz—. ¡Habéis de guardar reposo!

—Ayudadme, os lo ruego —insistió la enferma—. Ayer mismo pensaba que nunca podría abandonar este lecho, pero hoy me encuentro con suficiente brío.

—Siempre tan testaruda —murmuró la marquesa, mientras obedecía.

—Y vos siempre la mejor amiga que Dios pudo darme. —Beatriz la sentó en el sillón y besó su mano, con un nudo en la garganta. La reina la miró a los ojos—. Os necesito cerca, querida mía, pero también fuerte y animosa.

La Bobadilla asintió, esforzándose por no venirse abajo, y apartó la mirada mientras le cubría las piernas con una manta. La entrada de Cisneros no alivió la tensión entre ambas, pero la distrajo.

—Hoy no me confesaréis postrada. Me encuentro mejor.

—Lo celebro, majestad. Eso me anima a elevaros la petición hecha por el marqués de Villena. —Isabel, extrañada, interrogó al clérigo con la mirada—. Solicita una audiencia para presentaros sus respetos e interesarse por vuestra salud.

—Mucho tardaban los cuervos en asomarse —replicó ella, con amargura.

—Don Diego ha entregado un importante donativo para la dote de las novicias pobres. Se trata de un gesto a tener en cuenta.

La soberana se lo pensó durante unos instantes.

—Decid al marqués que lo recibiré —decidió al fin.

—¿Por qué aceptáis un encuentro que puede restaros fuerzas y sosiego? —discrepó Beatriz.

—Porque, como os dije, quiero dejar todas mis cuentas saldadas.

A no pocas leguas de allí, en el despacho de Juan Rodríguez de Fonseca, uno de sus sirvientes acababa de anunciar al obispo que tenía una visita.

—¿Estáis seguro de que es él? —farfulló el obispo, pensativo.

El sirviente asintió con firmeza para corroborar lo dicho. Monseñor todavía dudó durante unos instantes. Finalmente, se avino a lo que parecía inevitable.

—Hacedlo pasar.

Cuando el sirviente estaba a punto de abandonar la cámara, el obispo de Badajoz y de Córdoba llamó su atención.

—¡Esperad! —dijo, al tiempo que se levantaba del sillón.

Fonseca salió al corredor y se aproximó a un hombre avejentado que aguardaba de espaldas. El sigilo con el que acostumbraba a moverse evitó que el visitante percibiera su presencia.

—Habéis regresado —murmuró a sus espaldas.

El interpelado se volvió hacia él y el rostro de Cristóbal Colón, visiblemente envejecido y cansado, apareció ante Fonseca. El estupor del obispo reflejó el deterioro del veterano navegante.

—¿Tan poca atención merezco que me atendéis en un pasillo? —le reprochó Colón.

—Veo que ha cambiado vuestro aspecto pero no vuestro carácter —afirmó el otro, sin dejar de contemplarlo, pero sin hacer el menor amago de invitarlo a pasar a su despacho—. Cuán viejo y cansado volvéis de vuestro viaje.

—Más que los infortunios y las enfermedades, afectan a mi cuerpo las humillaciones que sin necesidad he de padecer. Y no solo aquí, pues no es de justicia que para mi regreso de las tierras que conquisté haya tenido que pagar pasaje.

—¿Acudís a mí para que la Corona os devuelva su importe? —replicó el obispo, impasible.

—Vengo a solicitar audiencia con su majestad.

Juan Rodríguez de Fonseca suspiró, hastiado por la presencia de su enemigo e incómodo por verse obligado a darle una mala noticia.

—Don Cristóbal, la reina se muere.

—Lo sé —repuso el otro—. De ahí mi urgencia.

—No permitiré que en sus últimas horas la importunéis con lamentos y exigencias —le sermoneó el obispo.

—¡Tan solo quiero despedirme de ella! —contestó Colón, enérgico.

El otro lo miró, altivo. El almirante hubo de contenerse, pues sabía que apremiar a su rival no le allanaría el camino.

—Os lo ruego —susurró, contrito.

—Estáis asustado —replicó Fonseca, indiferente a la franca emoción del marino—. Y no ha de ser de otro modo, puesto que se muere vuestra única valedora. —De nada sirvió la vehemente negación de don Cristóbal. Fonseca remató su cruel exposición—. Sin ella no habrá más viajes. Ni más honores. Para vos todo termina aquí.

Sin decir más, Juan Rodríguez de Fonseca dio media vuelta con intención de regresar a su despacho.

—Oro —murmuró Colón, a su espalda. El obispo detuvo su marcha—. He encontrado oro.

Monseñor se volvió hacia él, incapaz de disfrazar su interés. De una bolsa atada a su jubón, el almirante sacó un pedazo de mineral y se lo puso ante los ojos.

—Se acumula en montañas de las que se podría extraer excavando solo con las manos —le refirió el marino, mientras Fonseca mantenía la vista anclada en el preciado metal—. Permitidme ver a la reina. Dejad que muera sabiendo que nuestra empresa ha cumplido todo lo que de ella se esperaba.

En Medina, la reina se resistió a regresar al lecho. Su esposo pasó junto a ella todo el tiempo que pudo e Isabel se percató de su ofuscación.

—Seguís preocupado por la suerte del reino —musitó la soberana—. Enfermaréis si no descansáis.

Fernando la miró en silencio durante un instante. Luego, tomó su mano y la besó con ternura.

—Nada temo, pues todo quedará bien dispuesto. —Y apoyó la mentira con una sonrisa.

—Así habrá de ser —susurró ella—. Nos queda tan poco tiempo…

—No habléis de esa guisa —la reprendió el aragonés.

—Acercadme ese cofre.

El monarca obedeció al momento. La reina lo abrió. Dentro guardaba algunas alhajas. Isabel las contempló y suspiró.

—Estas son las joyas que más aprecio. Y no por su valor. Hay alguna de mi madre… Y también vuestros primeros regalos. —La reina miró a su esposo, conmovida—. Es mi deseo que os las quedéis.

—Corresponde guardarlas a nuestras hijas.

—Quiero que cuando las veáis os acordéis de mí —insistió la enferma.

—¿Creéis que necesito de joya alguna para ello? —El rey no pudo decir más, a riesgo de derrumbarse ante su amada.

—Otro deseo tengo, por encima de todos, y llegado el momento vos podréis cumplirlo.

—Os juro que lo haré, sea lo que sea —afirmó rotundo el monarca.

Isabel lo contempló, conmovida.

—De todo lo que el Señor me ha dado, sin duda vos sois su mejor regalo. —El aragonés besó de nuevo su mano. La idea de sobrevivir a su esposa lo angustió más aún que la amenaza del borgoñón o la locura de su heredera, pues contra esto todavía se sentía capaz de imponerse. La voz de la reina lo sacó de tan desoladores pensamientos—. He dispuesto que me entierren en Granada. Pero quiero reposar donde vos lo hagáis, donde dispongáis…

—Vuestro deseo y el mío son uno. Siempre juntos, Isabel —repuso Fernando, con un hilo de voz—. En la vida y en la muerte.

La mirada de la enferma, aunque empañada por las lágrimas, no se desvió de su esposo. Exhausta, acarició su cabello y dio de nuevo gracias a Dios por los años compartidos junto a él.

En Medina del Campo, el amor del esposo por su amada mostraba visos de sobrevivir a su muerte. Entretanto, en Bruselas, la pasión de la esposa por su marido amenazaba con aniquilarla cuando más imperiosa resultaba su supervivencia.

Al alba, Felipe entró en la cámara de Juana, todavía en penumbras. La princesa no reposaba en su cama, sino que se hallaba en un rincón de la estancia, hecha un ovillo, mientras observaba con recelo al borgoñón. El archiduque se acercó hasta ella con un tazón humeante en las manos.

—Os traigo un puré de verduras y leche. Sé que os gustará —susurró, afable. Sin embargo, Juana lo rehuyó. Felipe se detuvo—. No os asustéis. Permitid que os ayude. Soy vuestro esposo y nada ha de hacerse a la fuerza entre marido y mujer.

La española lo miró con fijeza. El Hermoso, confiado, dio un paso más hacia ella.

—Todo va a ser distinto a partir de ahora, Juana…

Desde el quicio de la puerta, Margarita contemplaba los esfuerzos de su hermano por recuperar la confianza de la princesa. Tal era la expresión de Felipe que a la duquesa no le cupo duda sobre la sinceridad de sus palabras.

—Os lo juro —continuó, en apariencia conmovido—. Sois mi bien. Debéis recuperaros. Sabéis que os necesito a mi lado.

El príncipe consorte se arrodilló junto a su esposa y quedaron a la misma altura. A continuación, El Hermoso hundió la cuchara en el puré y se la acercó a la boca. Sin apartar la mirada de su marido, Juana despegó los labios unos instantes después. Con suma delicadeza, Felipe introdujo la cuchara rebosante de puré en la boca de su esposa. Margarita sonrió complacida desde la puerta. Pero Juana, en vez de tragar el alimento, lo escupió a la cara del Habsburgo. Su hermana percibió tanto odio en las miradas de ambos que se precipitó rápidamente en la cámara.

—Salid, hermano, os lo ruego —solicitó, con la voz alterada—. Dejadme sola con su alteza.

Felipe se incorporó y, sin poder disimular ni su furia ni su desprecio hacia su cónyuge, abandonó la estancia a grandes zancadas. Juana siguió sus movimientos con una mirada que atemorizó a Margarita.

Francisco Jiménez de Cisneros se personó en la cámara de la reina con una sonrisa en los labios.

—Mi señora, hay alguien a quien bien queréis que aguarda ser recibido.

—No se trata entonces del marqués de Villena —ironizó Isabel desde el lecho.

A una seña del arzobispo, Hernando de Talavera apareció en el umbral. Pese a su debilidad, la soberana dejó traslucir su satisfacción. El jerónimo tampoco pudo disimular el estupor que le provocó encontrar a la reina en semejante decrepitud.

—Eminencia, rogaba cada día a Dios para que me permitiese despedirme de vos —reconoció Isabel, tras besar el anillo del arzobispo de Granada.

—Quiera Dios atender mis ruegos y que no haya motivo para despedida alguna —repuso fray Hernando.

—Aceptemos los designios del Señor —sugirió la reina, con una frágil sonrisa—. Él nunca se equivoca.

Cisneros hizo ademán de marchar, con intención de dejarlos a solas, pero Isabel se lo impidió.

—No os vayáis todavía. Hay algo que he de decir a ambos y que juntos debéis oír: sois los dos pilares sobre los que descansa la Iglesia de Castilla; ¿puedo confiar en vuestro entendimiento?

Los eclesiásticos se miraron entre sí y asintieron, ocultando sus reparos.

—Muchos son los peligros que aún acechan a nuestra fe —prosiguió la soberana—. Por ello, a vos, fray Hernando, hay algo que debo pediros: venced vuestras reservas y apoyad a la Santa Inquisición. —Talavera encajó la encomienda en silencio—. Solo ella garantiza la unidad de la fe. Y con ello se asegura el porvenir de Castilla.

—Siempre estaré del lado de la justicia de Dios —adujo el jerónimo.

—No son esas palabras las que quiero oír.

Cisneros observó al arzobispo de Granada con evidente interés, mientras este parecía rumiar su respuesta. Talavera mantuvo la mirada de Isabel, pero guardó silencio.

—A veces hemos de tolerar lo que nos disgusta para obtener un bien mayor que, de lo contrario, sería inalcanzable —perseveró la enferma—. ¿Acaso no es cierto?

—Sabéis que no soy un hombre de gobierno…

—Por eso os suplico que confiéis en mí —apostilló Isabel.

Hernando de Talavera hubo de soportar la mirada insistente y enfebrecida de la Católica, ante la expectación de Cisneros. Momentos después, el arzobispo de Granada asintió. La conversación agotó las escasas fuerzas a la señora de Castilla. El arzobispo de Toledo, complacido por el respaldo de la reina, los dejó solos.

Apenas hubo abandonado la cámara cuando Beatriz de Bobadilla fue a su encuentro y le tendió un escrito.

—Eminencia reverendísima, un emisario ha traído una carta para vos. Os la llevaba a la cámara de la reina, pues ha dicho que era urgente y espera respuesta.

Alarmado, Cisneros tomó la misiva en la mano. Al instante reconoció la letra y una mueca de hastío se perfiló en su rostro. La lectura le ensombreció el ánimo.

—¿Malas noticias?

—Mi hermano Bernardino se muere —murmuró el franciscano—. Reclama mi presencia.

—Lo lamento. ¿Dispongo que preparen vuestro equipaje?

Beatriz de Bobadilla tuvo la impresión de que el clérigo, afectado por las nuevas, no la había oído. Antes de que repitiera su pregunta, Cisneros la miró, como si volviera en sí.

—No. Es a la reina a quien me debo en estos momentos.

—Pero eminencia, ¡se trata de vuestro hermano! —se extrañó la marquesa de Moya.

—Nada más hay que hablar sobre esta cuestión —zanjó, seco.

La severa actitud del arzobispo impidió que la Bobadilla insistiera.

—¿Qué he de decir al emisario?

Cisneros esbozó una negativa y siguió su camino. En el corredor se cruzó con el obispo de Badajoz, a quien Isabel también había citado.

Cuando Fonseca entró en la cámara, Hernando de Talavera aún acompañaba a la soberana.

—Disculpad, majestad. Ignoraba que estabais ocupada.

—Entrad, monseñor, deseaba hablaros y de todo ello puede participar el arzobispo de Granada. ¿Recordáis, fray Hernando, cómo empezó la aventura de las Indias?

—La fe os movió a emprenderla —rememoró el interpelado.

—Un tesoro de almas para la cristiandad, esa ha sido la mayor ganancia que hemos obtenido —evocó la reina, con un deje irónico.

—Sin duda una gran riqueza —replicó el obispo.

—De la que he decidido cuidar en mi testamento, pues los habitantes de las Indias son tan súbditos míos como los aquí nacidos.

Hernando de Talavera experimentó cierta sensación de repugnancia al contemplar el marcado gesto de aprobación con el que Fonseca subrayó la postura de la reina.

—Por ello, como tales, con los mismos derechos de vida y propiedad han de ser tratados —remató Isabel.

—Sé cómo pensáis, majestad —proclamó Rodríguez de Fonseca, con ademán melifluo—. Haré ver la importancia de cumplir vuestros mandatos a quien me sustituya al frente de estos asuntos, os lo garantizo.

—¿Quién habría de sucederos? —preguntó la soberana, extrañada—. He dispuesto que todo continúe como hasta ahora.

El obispo de Badajoz agradeció con una reverencia la confianza de la reina. Al jerónimo no le pasó inadvertida la maniobra del personaje para confirmar que nadie iba a hacerse con su puesto. De nuevo sintió el reflujo amargo de la aversión hacia monseñor.

—Me llegó noticia del regreso del almirante —mencionó Talavera, como por azar.

—¿Vos sabéis algo? —preguntó Isabel a Fonseca, con vivo interés.

—Solo los rumores que también ha oído su eminencia —mintió el obispo, con el mismo aplomo con el que se había guardado para sí las nuevas sobre el hallazgo de oro en las colonias.

—Ojalá sean ciertos y haya regresado sano y salvo.

Fonseca asintió en silencio. No estaba dispuesto a permitir que la mejor valedora de don Cristóbal, al conocer sus recientes éxitos, se planteara in extremis la restitución de los cargos y las prebendas del almirante. Cuando el Altísimo la llamara a su lado, ya ajustaría cuentas con los Colón desde el puesto que Isabel acababa de refrendar.

En vista de que Juana se resistía a alimentarse de buen grado, Felipe ordenó que continuaran obligándola a comer mediante el método brutal que había convenido. Sin embargo, el archiduque no contaba con que Gómez de Fuensalida fuera testigo de aquel procedimiento, pues lo mantenía alejado de su esposa. Cuando el embajador de las Españas descubrió lo que sucedía en la cámara de la heredera, ordenó al galeno y a los sirvientes que lo asistían que cesara de inmediato semejante barbarie.

—¿Tratáis a vuestra señora como a una bestia que engordarais para la feria? ¿Cómo os atrevéis? ¡Salid! ¡Salid de inmediato!

El diplomático los conminó con tanta furia que los flamencos temieron por sus vidas y obedecieron al instante. Al fin y al cabo, no era asunto suyo: ya se las arreglaría el archiduque con aquel energúmeno, igual que pretendía hacerlo con su esposa alienada.

Una vez a solas con la princesa de Asturias, Fuensalida se enfrentó al espectáculo desolador de contemplar a Juana escuálida, demacrada y desaseada.

—Por Dios, alteza, en qué estado os encuentro. ¡Si vuestra madre os viera!

Por toda respuesta, la archiduquesa dio la espalda a su salvador y se acurrucó en el lecho.

—¡Reaccionad, señora mía, pues con vuestra conducta dais cumplimiento a los planes de los enemigos de Castilla!

Pero Juana mantuvo su mutismo, pese al creciente apremio del diplomático.

—Alteza, su majestad se muere, ¡recordad quién sois y a qué os debéis! —La princesa continuó hecha un ovillo, ajena a todo—. ¿No lo entendéis, mi señora? ¡Quieren veros trastornada para arrebataros la corona de vuestra madre! ¡La corona que solo a vos pertenece!

Ni un suspiro profirió la interpelada. Fuensalida se dio por vencido.

—¡Que este sea el fruto de los desvelos de vuestros padres! —se lamentó, abatido—. Pronto partiré hacia Castilla; ¿deseáis que les lleve algún mensaje?

Al oír que el embajador pronto emprendería el regreso a la corte, Juana abrió los ojos como platos. Fuensalida no se percató, pues la princesa le daba la espalda, y se encaminó en silencio hacia la puerta. Antes de que la alcanzara, la princesa se incorporó en el lecho.

—¡No podéis marchar! ¡Mi esposo es un monstruo! —Fuensalida se volvió hacia ella y le impresionó ver el rostro de Juana descompuesto por el espanto—. No podéis dejarme aquí, sola, ¡a su merced!

El representante de los Católicos quiso aprovechar la oportunidad de convencerla y se acercó de nuevo a ella.

—Nada podré hacer por vos si os empecináis en abandonaros —murmuró, con gravedad.

—¡Ayudadme y actuaré como sea necesario! —replicó Juana a renglón seguido.

Ante la expresión forzadamente severa de Fuensalida, la princesa abandonó el lecho, cogió la papilla abandonada por el galeno en su huida y empezó a engullirla con afán, empujándola con los dedos. El embajador, estremecido, llegó hasta su lado, le tomó la mano e hizo lo posible por calmarla.

—No os dejaré en este estado. Os lo juro.

Diego López Pacheco se desplazó a Medina del Campo acompañado por un reducido séquito de fieles. El marqués de Villena no quiso dejar pasar la ocasión de demostrar que, aunque mermado por los avatares del pasado, su poderío no resultaba desdeñable.

Indiferente a tales demostraciones, Francisco Jiménez de Cisneros lo recibió en palacio y lo condujo hasta la cámara de la reina, donde Isabel aguardaba a tan ilustre visitante majestuosamente sentada en un sillón. Pese a ello, a López Pacheco no le cupo duda de que la muerte rondaba a la soberana.

—Mucho agradecemos vuestra donación para las novicias pobres —manifestó la reina, tras el intercambio protocolario de saludos.

—Como veo que os ha complacido, no será la única que haga en su beneficio —replicó Pacheco.

A una seña de Isabel, el arzobispo de Toledo abandonó la cámara.

—No siempre han sido fáciles las relaciones de la Corona con vuestra familia —evocó la Católica.

—Y mucho pesar nos han causado, majestad.

—¿Habéis oído de mi voluntad de restituir ciertas propiedades a las grandes familias de Castilla?

—Os mentiría si me hiciese de nuevas —reconoció don Diego, que había acudido a Medina impelido por la expectativa de mejorar su posición, gracias al favor de unos o de otros.

—También vos seréis beneficiado, ya que en esta hora tanta generosidad mostráis. —López Pacheco se lo agradeció con una discreta reverencia—. Sin embargo, he dispuesto que el marquesado de Villena permanezca anexionado a la Corona y al Patrimonio real.

El hijo de Juan Pacheco contempló atónito a la reina. Esta le mantuvo la mirada en silencio.

—Majestad, Villena siempre fue la perla de nuestro linaje —protestó el noble.

—Tal será el precio que vuestra familia habrá de pagar por la deslealtad que en otro tiempo me mostró —arguyó la soberana de Castilla.

—Una falta que posteriores servicios han compensado —alegó el marqués, con creciente nerviosismo—, ¡mientras a otros, que tanto o más hicieron contra vos, no se la vais a restregar!

—Toda la vida he dormido con un ojo abierto cuidándome de los Pacheco —expuso la reina, impasible—. Ninguna familia ha sido tan peligrosa para la Corona como la vuestra.

—Si padecisteis tales temores, fue por estar en proporción con nuestra importancia —replicó el otro, retador.

—Igual que he tomado mi decisión en consonancia con vuestro delito —apostilló Isabel—. Jamás cometería el error de restituiros todo vuestro poder pues, con ello, yo misma alentaría una amenaza para Castilla.

—Humillándome no la esquivaréis —le espetó el noble, amenazador.

—No lo ignoro, creedme —contestó ella, flemática—. Mas viendo llegada mi hora, es mi deseo que todos sepan que morí igual que viví: plantando cara a mis enemigos.

Diego López Pacheco hubo de esforzarse por contener su cólera. Frente a él, Isabel se mostró todo lo firme que su condición le permitía.

—Id, marqués —remató—. Recordad que os he permitido vivir en mi reino cuando otro no hubiese dudado en cortaros la cabeza.

El noble abandonó la cámara de la reina furioso por el trato recibido. Antes de que partiera de vuelta a sus dominios, el señor de Belmonte le salió al encuentro.

—¡Ni muerta dejará de buscar mi mal! —proclamó, enardecido.

—Sosegaos, señor, pues los muertos poco pueden disponer de los asuntos de los vivos —le recomendó don Juan Manuel en voz baja.

—No es otra cosa lo que la señora intenta. ¡Maldita sea! ¡Maldita ella y toda su estirpe!

Andrés Cabrera apareció en el extremo opuesto del pasillo. Aunque no podía oír lo que hablaban, al verlos juntos y en actitud confidencial se detuvo para observarlos con discreción desde la penumbra.

—¡Calmaos os digo, pues no han de veros así! —exigió el traidor—. Uníos al archiduque y tendréis ocasión de resarciros cuando ella no esté aquí para imponer su voluntad.

Diego López Pacheco respiró profundamente y aplacó la ira. Acto seguido, se despidió del felón apretándole el hombro en señal de amistad y gratitud. Un gesto que Andrés Cabrera pudo atisbar con total claridad.

Hernando de Talavera se personó en los dominios familiares de los Fonseca sin previo aviso. La presencia del arzobispo de Granada en Coca puso en alerta al taimado obispo pero, como solía, ocultó su desazón bajo capas y capas de fingida cordialidad.

—Eminencia, ¿a qué debo el honor?

—Colón está en Segovia. Él mismo me ha escrito —replicó el jerónimo, severo, al tiempo que le tendía la misiva. Fonseca lo miró en silencio, sin hacer el menor amago de cogerlo—. ¿Por qué no dijisteis a la reina que deseaba verla?

—Por desgracia, es cuestión de días que su majestad nos deje —se lamentó el obispo—. Muchos son los que solicitan audiencia y a todos les es negada.

—Pero ella tiene a Colón en gran estima.

—Os aseguro que su majestad se ha sentido muy decepcionada por nuestro almirante —arguyó el titular de las diócesis de Badajoz y de Córdoba.

—Aun así, que ella decida si quiere recibirlo, ¡es la reina!

—Y también una moribunda —corrigió Fonseca—. ¿Consideráis propio de un buen cristiano permitir que ese aventurero la agote con sus quejas y reclamaciones?

—No es lo que pretende, según me ha escrito —alegó Talavera.

—¿Sabéis qué lo trajo a mi despacho? ¡Recuperar el dinero del pasaje que hubo de pagar para volver de las Indias!

El arzobispo de Granada no terminó de dar crédito a tal afirmación, pero tampoco le resultó descabellada.

—Siempre fue hombre de escaso contentamiento —respondió—, pero leal a su majestad.

—No, amigo mío, hace tiempo que se siente agraviado por el trato que le ha dado la Corona, lo que ha tornado su lealtad en mezquindad y rencor. —El tono condescendiente de Fonseca y la media sonrisa que le surcaba el rostro evidenciaban su convencimiento de que había ganado la partida—. Eminencia, hacedme caso: no entréis en este asunto del que tan poco al tanto estáis.

Juan Rodríguez de Fonseca se despidió del jerónimo con una breve inclinación de cabeza y, acto seguido, se perdió en el interior del palacio familiar. No se percató de que su última observación había renovado el brío de Talavera.

Todavía inquieto por lo que había presenciado, el marqués de Moya decidió comunicar sus sospechas al rey. Lo hizo en presencia de Gonzalo Chacón y su relato dejó a ambos pensativos.

—¿Tan extraño veis que el señor de Belmonte y el marqués de Villena se encontrasen en un corredor? —indagó Fernando.

—No fue el encuentro, sino el entendimiento que entre ellos había.

—Quizá seáis demasiado suspicaz… —aventuró Chacón.

—Eso mismo llegué a pensar y por ello he tratado de averiguar algo más sobre señor de Belmonte —replicó Cabrera, seguro de sí mismo—. Por un criado he sabido que no es la primera vez que se ve con López Pacheco. Y que, días atrás, el señor de Belmonte mandó un emisario a Flandes con urgencia y gran secreto.

Los datos referidos empezaron a preocupar a sus interlocutores.

—En este momento, quizá sea mejor pecar de suspicaces que de confiados —alegó Cabrera, en dirección a Chacón.

También el rey llamó la atención del noble.

—Nuestros enemigos no parecen tan dispuestos como nosotros a respetar la ley —invocó con amargura el aragonés, en relación con su reciente controversia—. Nos han tomado ventaja.

—¿Acaso pensáis que el señor de Belmonte es un traidor? —inquirió Chacón.

—Arrestémoslo y juro por Dios que lo sabremos —se anticipó Cabrera.

—Aún no —resolvió presto el monarca—. Sepamos primero qué traman.

Fernando se aproximó a Andrés Cabrera.

—Seguidlo —le ordenó—. Pero temo que, en este negocio, más que cuidarnos del señor de Belmonte, habremos de hacerlo del marqués de Villena.

Entretanto, en la cámara de la reina, Isabel recibía la absolución de manos del arzobispo de Toledo.

—Ego te absolvo in peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritu Sancti. Amen.

La soberana se santiguó y sonrió al arzobispo.

—Vuestra dedicación y afecto me han acompañado durante años —evocó, con la voz fatigada—. Os estoy muy agradecida.

—Es la Iglesia de Castilla la que siempre estará en deuda con vos.

A continuación, Isabel se despojó de un colgante con un diminuto relicario de plata en un extremo y se lo ofreció.

—Guardadlo —musitó—. Es madera de la Santa Cruz. Durante muchos años ha estado cerca de mi corazón.

—Señora, pareciese que os estuvieseis despidiendo —respondió Cisneros, turbado y agradecido—. Mañana estaréis aquí…

—Pero vos no. —La afirmación dejó perplejo a su eminencia—. Haced vuestro equipaje y partid a auxiliar a vuestro hermano, pues más os necesita él que yo.

El franciscano ató cabos de inmediato: la marquesa de Moya había puesto a la reina al corriente de sus cuitas.

—No voy a abandonaros, majestad —repuso con gravedad.

—¿Hasta el último momento vais a contradecirme?

—No es mi hermano quien merece mis servicios… Ni siquiera mi afecto —alegó el confesor.

—Si no le asistís en sus últimas horas viviréis con ese pesar toda vuestra vida.

—Os agradezco el interés, pero no iré —perseveró Cisneros.

—Siempre habéis sido terco y ni siquiera en esta hora voy a consentir que lo seáis más que yo —zanjó la reina—. Partid.

Como el eclesiástico no terminaba de acatar el mandato, Isabel suspiró e insistió con mayor severidad.

—Permitid que os lo ruegue y no haya de ordenároslo.

—Solo así me alejaréis de vos —replicó el clérigo, en sus trece.

—Sea pues —le ordenó ella, decidida.

Ambos se mantuvieron las miradas, conocedores de que aquella sería la última vez que sus respectivas terquedades se confrontarían. Por ello, en esta ocasión, la disputa no les causó enojo, sino una conmovedora emoción.

—Iré y cumpliré vuestro mandato —acató Cisneros, finalmente—, pero volveré lo más rápido que pueda. Contad con que no os estáis despidiendo de mí.

—No caben despedidas entre nosotros, eminencia —susurró la reina—. Donde esté, siempre estaréis a mi lado.

El franciscano asintió, compungido, y miró el colgante que todavía sostenía en la mano.

—Más reliquia es aún por ser vuestra —musitó—. Siempre la llevaré conmigo.

Los dos se miraron en silencio durante unos instantes.

—Entonces… Hasta pronto, majestad.

—Hasta pronto, eminencia.

Cisneros todavía se demoró unos segundos en abandonar la estancia. Por fin se dirigió hacia la puerta y, en cuanto estuvo de espaldas a su señora, las lágrimas anegaron el rostro del confesor.

La misiva enviada días atrás por el señor de Belmonte llegó a Bruselas y su contenido consternó tanto al archiduque que requirió de inmediato la presencia de su hermana.

—¿Qué ocurre? —preguntó Margarita, mientras irrumpía con premura en el salón del trono—. ¿A qué viene la urgencia de vuestra llamada?

—¡Una misiva del señor de Belmonte! ¡Necesitamos a Juana cuerda para reinar en Castilla! —La desesperación desdibujó el semblante de El Hermoso—. ¡Y ese maldito diario no deja lugar a dudas sobre su estado!

—Echadlo al fuego —resolvió la duquesa.

—Demasiado tarde —murmuró Felipe, abatido—. Lo entregué al embajador Fuensalida.

La revelación dejó perpleja a Margarita. El príncipe consorte de Asturias se dirigió hacia ella con gestos de apremio.

—¡Debéis ayudarme a recuperarlo!

—¿Qué me incumbe en este asunto? —alegó la duquesa de Saboya—. ¡Pedídselo vos!

—Fuensalida recelará de cualquier cosa que le solicite —razonó Felipe, impotente—. Él sabe de vuestra buena relación con Juana. Tal vez en vos aún confíe.

Margarita se avino a colaborar con su hermano y entre los dos pergeñaron una estrategia para ganarse al diplomático español. Este no tardó en ser convocado ante el príncipe consorte. En cuanto acudió a la llamada, Felipe se levantó del trono para recibirlo con inusitada afabilidad, tanta que puso en guardia al precavido Gómez de Fuensalida.

—Apreciado embajador, estoy feliz —declaró el borgoñón—. Al parecer, gracias a vos, la princesa ha vuelto a alimentarse.

—Una excelente noticia, alteza —convino el enviado de los Católicos—, aunque el mérito solo es de ella.

—Mi esposa aún rechaza mi presencia —murmuró el archiduque, dolido—. No la culpo. Me equivoqué y, tal como lo asumo, deseo rectificar.

Margarita percibió la fría incredulidad con la que el español acogió los remordimientos de El Hermoso.

—Mi hermana, y vos con ella, me habéis abierto los ojos —prosiguió Felipe—. Mi porvenir y el de Juana son uno. Con paciencia y la ayuda de Dios confío en que nuestra unión pueda rehacerse. Mas ahora, lo único importante es su bienestar.

—La dicha que me producen vuestras palabras no será menor que la de sus Católicas Majestades cuando se las traslade, os lo aseguro —replicó Fuensalida, formal.

Una fugaz mirada del príncipe provocó la intervención de la duquesa de Saboya.

—Señor, mi hermano me ha hablado de un diario que ha puesto en vuestras manos. —Un gesto de Fuensalida corroboró el hecho—. Si de mí se pudiesen conocer cosas de tan íntima naturaleza, solo querría dejarme morir o vivir encerrada el resto de mis días. Por el honor de la princesa he de pediros que no lo leáis, ni permitáis que nadie lo haga.

El embajador escuchó la solicitud sin mover un músculo.

—Nunca debí ordenar que se escribiera —terció El Hermoso, subrayando su franco arrepentimiento—. Lo lamento. Os ruego me permitáis que lo destruya.

—Mucho me alegra vuestra decisión —manifestó Fuensalida, y acto seguido suspiró, cariacontecido—, pero todavía es mayor mi desolación por no poder satisfaceros: envié ese diario a Castilla, pues entendí que con ello colmaba vuestro deseo.

—Recuperadlo —masculló Felipe, sin poder contener su enojo—. ¡Haced lo que sea, pero recuperadlo!

—Temo que ya no sea posible —replicó el diplomático, contrito.

—Señor embajador, haced cuanto podáis para proteger a la princesa y evitar trance tan amargo a sus padres —rogó Margarita, con verdadera inquietud.

—Les escribiré. —Fuensalida se corrigió a sí mismo—. Mejor aún, viajaré a las Españas para tratar de aminorar las consecuencias de su lectura.

Como si se sintiera responsable de aquel grave error en la misma medida que sus interlocutores, el enviado de Isabel y Fernando abandonó a toda prisa el salón del trono, con el fin de partir lo antes posible hacia la corte. En cuanto los hermanos se quedaron solos, Felipe descargó su ira sobre la mesa.

—¡Hay que detener al emisario! —bramó—. ¡¡Como sea!!

—¿Aún lo creéis factible? —objetó Margarita, escéptica.

—¡Enviaré a mis hombres! ¡Que revienten cuantos caballos sean necesarios, pero ese diario no ha de llegar a Castilla!

Del mencionado diario nada se sabía aún en el reino de Isabel. Sin embargo, las cábalas de los leales a los Católicos acerca de una posible conspiración nobiliaria estaban a punto de confirmarse.

El señor de Belmonte y Diego López Pacheco volvieron a reunirse en el mismo bosque cercano a Madrid que fuera escenario de su primer encuentro. Pero, a diferencia de aquel, en este don Andrés Cabrera pudo ver y oír buena parte de la conversación, apostado en unas rocas próximas a ellos.

—Comunicad a don Felipe que entrará con paso seguro en este reino —proclamó con toda rotundidad el marqués de Villena.

—¿Algún otro señor sustenta vuestro apoyo? —quiso averiguar don Juan Manuel.

—Los Guzmán, los Manrique, los Pimentel y los Zúñiga se pondrán al servicio de Castilla para impedir la tiranía de Fernando.

—Con tan buena compañía no podemos fracasar —declaró el traidor, satisfecho.

—Don Felipe ha de venir con doña Juana —se aprestó a advertir don Diego—. Será proclamada reina como la ley exige. Después… Obraremos según las circunstancias.

—Se hará como decís —acató el de Belmonte, complacido.

—Respecto al borgoñón, ¿hemos de perder cuidado? —inquirió Pacheco, con cautela.

—¿Qué teméis?

—Que no le basten título y rentas y… desee gobernar.

El comentario provocó la sonrisa de don Juan Manuel.

—Castilla es solo una etapa —expuso—. El título de rey prácticamente le asegura ser elegido emperador cuando muera su padre.

—Muy convencido os veo…

—Eso y el oro es lo único que le importa, os lo garantizo —recalcó Villena.

—Una cosa más ha de saber: un rey de Castilla nunca podrá ser vasallo del rey de Francia —le previno Pacheco—. Mi padre se revolvería en su tumba si así lo permitiese.

—Tranquilizaos, don Felipe es hombre que se deja aconsejar —adujo el felón—. Y vuestro padre estaría orgulloso de vos.

Fue todo cuanto Diego López Pacheco necesitaba oír para despejar sus dudas. Lo mismo que don Andrés Cabrera. El marqués de Moya no se demoró en poner en conocimiento de Fernando lo que había acontecido ante sus ojos.

—Después de lo visto y oído, majestad, os aseguro sin titubeos que don Juan Manuel sirve al archiduque y conspira contra vos con los grandes de Castilla.

La ira se apoderó del aragonés, pero la reprimió para poder meditar la respuesta adecuada. Gonzalo Chacón se mostró muy preocupado por el engaño sufrido.

—Una alianza secreta de Felipe con los nobles nada bueno augura —murmuró.

—Felipe intenta hacerse con la corona —masculló el rey—, y busca apoyos entre quienes pueden inclinar la balanza a su favor.

—Es necesario que conozcamos su plan —insistió Chacón.

—Quizá pretenda que las Cortes declaren incapaz a Juana y proclamarse rey con el beneplácito de los grandes —aventuró Fernando.

—¿Siendo extranjero y vasallo del francés? —Cabrera rechazó semejante hipótesis—. Mucho habrá de invertir para lograrlo.

—O tal vez sea otra la táctica —conjeturó de nuevo el rey—: Asegurarse una buena acogida cuando Juana le ceda voluntariamente sus derechos.

—Igual necesitaría apoyos e igual de caros le costarían —reiteró el marqués de Moya.

—Sea cual sea el plan, el señor de Belmonte es el lazo entre los nobles y el archiduque —resolvió el monarca—. ¡Buscadlo! ¡Traedlo a mi presencia, vivo o muerto!

Andrés Cabrera se dispuso a ejecutar la orden de inmediato, pero ello no apaciguó al soberano.

—Castilla en manos de extranjeros y traidores —murmuró con amargura—. Peor que en los tiempos de Enrique. —Dicho esto, se volvió hacia Gonzalo Chacón—. ¿Acaso esta catástrofe ha de suceder al reinado de mi esposa?

El noble entendió la pregunta de Fernando como un reto a su lealtad. ¿Se vería forzado a elegir entre la fidelidad a Isabel y el respeto a las leyes de Castilla?

Después del decepcionante encuentro con el obispo Fonseca, Hernando de Talavera fue en busca de Cristóbal Colón. También al arzobispo de Granada le afectó contemplar los estragos de los años y de las penalidades en el semblante del almirante.

—Cuánto tiempo ha pasado —murmuró el jerónimo.

—Y cuán severo ha sido, eminencia.

—Habéis de saber que vuestra petición para ver a la reina ha sido denegada. —Aunque se lo esperaba, Colón quedó abatido por la confirmación de sus sospechas—. Temen que la importunéis con nuevas demandas.

—Solo quiero despedirme, os lo juro —reiteró el navegante, dolido—. ¿La habéis visto recientemente? ¿Cómo se encuentra?

—Por desgracia, le queda poco tiempo —musitó Talavera.

—Yo también siento que me fallan las fuerzas —reconoció el navegante, apesadumbrado—. Sin embargo, hay un pensamiento que no me abandona: que todas las empresas humanas devienen cenizas cuando llega nuestro final.

Hernando de Talavera escudriñó al marino con el ánimo de descifrar sus intenciones. Este se percató y sonrió con cierta amargura.

—Sé que mi aventura ha terminado y ya no lucho por privilegios ni prebendas —le aseguró, resignado.

—Amigo mío, siempre habéis sido un mago de las palabras. ¿Cómo saber ahora que habláis con el corazón?

—Vos mismo habréis de decidirlo —afirmó el aludido—. Solo deseo mirar a los ojos a la reina. Ella leerá en los míos lo que las palabras mejor escogidas no podrían expresar.

Talavera calibró su sinceridad durante unos instantes.

—Yo también leo en vuestros ojos, almirante —declaró, por fin—. Y creo en lo que me cuentan.

En Bruselas, el archiduque Felipe visitó a su esposa en su cámara. La encontró sentada ante un plato vacío, aseada y serena. El borgoñón se aproximó a Juana y, de rodillas ante ella, besó su mano.

—Vuestro rostro ha recuperado algo de color y, al contemplarlo, yo recobro un poco de calma.

No obtuvo respuesta alguna de la española, que parecía ausente, pero el príncipe consorte no cejó en su empeño y tomó asiento junto a la heredera.

—Estos días en los que os habéis negado a verme han sido para mí la peor de las torturas. He sentido lo que sería perderos y… —El Hermoso hizo una pausa, en apariencia motivada por la emoción—. Esposa mía, ¡cuánto he temido por vos!

Tampoco la confesión de tales inquietudes provocó la reacción que Felipe anhelaba, de modo que acercó el rostro al de la princesa. Pero Juana se apartó lentamente, sin la menor brusquedad.

—¿Han llegado noticias de Castilla? —musitó.

Felipe lanzó un profundo suspiro para certificar su pesadumbre.

—Su majestad, vuestra madre, no mejora. —Juana bajó la mirada, afligida—. Sabéis que lo que suceda será voluntad de Dios. Por eso ahora únicamente debéis pensar en recuperaros.

Solo el dolor por el estado de su madre parecía importar a Juana. Pendiente de cada gesto de su esposa, Felipe hizo gala de comprensión y ternura, sin dejar de perseverar en sus admoniciones.

—Debéis estar preparada para cumplir con vuestros deberes, pues pronto ostentaréis el título de reina… Pero nada habéis de temer. Vuestro destino es reinar en Castilla, y el mío estar junto a vos para ayudaros en la misión que el Señor os ha encomendado.

El Hermoso remató su discurso besando con aparente devoción la mano de la heredera.

—Mi señor, os agradezco vuestra visita —susurró la joven—, pero estoy fatigada y necesito reposar.

—Bien, me retiro entonces —concedió Felipe, dócil como nunca—. Descansad. Pero no lo olvidéis: siempre estaré a vuestro lado, esposa mía. Siempre.

Juana miró a su marido y esbozó una sonrisa plena de ternura mientras este abandonaba la estancia. En cuanto estuvo sola de nuevo, el rencor y la rabia oscurecieron su semblante.

Tanto el rey como sus consejeros habían ocultado a la reina las averiguaciones sobre la naciente alianza entre los partidarios de Pacheco y el archiduque Felipe. Sin embargo, quizá porque intuyera el dilema en el que se debatía Gonzalo Chacón, o tal vez porque su esposo se lo hubiera referido, Isabel convocó al noble en una audiencia privada.

—Tengo tanto que agradeceros que no existen las palabras justas —le manifestó.

—No las necesito, majestad —repuso él—. Con haberos servido doy mi vida por bien vivida.

—Triste partida de ajedrez afronta Castilla, con su reina confinada entre las cuatro paredes de esta alcoba —murmuró la soberana con visible melancolía.

—No siempre fue de esta guisa —le recordó Chacón—. Al contrario.

—No hice sino lo que vos me enseñasteis.

Don Gonzalo suspiró, conmovido, y asintió.

—Me llena de paz saber que estaréis aquí, con mi hija —reconoció Isabel, y cogió la mano de su mentor—. Mi reino precisará de manos firmes como la vuestra. Los tiempos que se avecinan serán tumultuosos… Y nada podré hacer ya.

—Habéis hecho más que suficiente.

—Pero no más que vos. Prometedme que no daréis un paso atrás cuando yo no esté, os lo ruego. Mi hija y mi esposo os necesitan.

Gonzalo Chacón guardó silencio. La mirada de Isabel suplicaba su ayuda al tiempo que lo conminaba a obedecer su voluntad. El noble se sintió súbitamente culpable por haber titubeado.

—Nadie malogrará lo que vos habéis construido —replicó, decidido.

—¿Puedo partir con esa certeza? —quiso confirmar la reina.

—Serviré a vuestra hija… Y a vuestro esposo —aclaró don Gonzalo—. Felipe no llegará al trono. Os lo juro.

Gracias a sus informadores, el marqués de Villena pudo adelantarse a los hombres enviados por Andrés Cabrera para capturar al señor de Belmonte. Descubierto y perseguido por la guardia real, el traidor se convirtió en un fardo incómodo. Sin embargo, y con la mirada puesta en el futuro, don Diego consideró más ventajoso proteger al representante de don Felipe que librarlo a la justicia.

Nada de todo esto podían siquiera imaginar la princesa de Asturias y Gómez de Fuensalida mientras el embajador se despedía de ella en el Coudenberg.

—Señora, he de partir. —Aunque anunció su marcha con guante de seda y Juana parecía serena, la heredera no pudo evitar un estremecimiento—. Nada habéis de temer. Ni vuestro esposo ni persona alguna se atreverá a haceros daño. Por fin han comprendido cuán importante sois.

—Marchad —resolvió la princesa—. Marchad cuanto antes pues permita Dios que lleguéis antes de llevarse a mi madre. Decidle que hubiera deseado estar con ella. —A Juana se le quebró la voz, pero se recobró con una firmeza propia de su progenitora—. Ha de saber que Castilla tendrá una reina que velará por los suyos… En su memoria.

La emoción enmudeció al veterano embajador. Fuensalida aceptó la encomienda en silencio y salió de la cámara. Las lágrimas que empañaron la mirada de la princesa no bastaron para enturbiar su determinación.

El enviado de los Reyes Católicos abandonó Bruselas de forma casi clandestina. Debía apresurarse, pues intuía que a su estratagema le quedaban las horas contadas. En efecto, poco después de mediodía se presentó en palacio uno de los mercenarios enviados por Felipe para recuperar el diario enviado por Fuensalida. Margarita y su hermano lo recibieron con gran expectación.

—¡Decidme que habéis tenido éxito! ¡¿Es ese el libro que os envié a buscar!? —preguntó El Hermoso, sin desviar la mirada del envoltorio que portaba el interpelado.

—Así es, señor —aseguró el otro, ufano—. Aquí lo tenéis.

Cuando desenvolvió el bulto y ojeó el volumen que se hallaba envuelto en el lienzo, el príncipe consorte palideció de rabia.

—¡¿Un breviario?! ¡¿Esto es lo que me traéis?! ¡Maldito bastardo inútil!

El mercenario tragó saliva, sin comprender en qué había errado. Por fortuna para él, Margarita entendió lo sucedido e intervino para aclarárselo a su hermano.

—No culpéis a este hombre. Fuensalida nos ha burlado, es evidente.

—¿De qué estáis hablando?

—Vos que sois buen cazador deberíais entenderlo. Envió a un emisario a Castilla para que lanzarais a vuestros perros tras él, mientras conservaba el diario a buen recaudo.

A Felipe se lo llevaron los demonios. Sin pensárselo dos veces, se dirigió al mercenario a gritos.

—¡Traed al embajador! ¡Rápido!

El esbirro obedeció de inmediato, pero a esa hora Gutierre Gómez de Fuensalida, con el infame diario en su zurrón, ya había extenuado a dos caballos y nada ni nadie le impediría continuar su frenética galopada en dirección a Castilla.

El arzobispo de Granada hubo de empeñar su palabra para lograr que Isabel aceptara recibir en audiencia a Cristóbal Colón. Él había creído en la sinceridad del almirante y la reina, aunque reticente, terminó por confiar en el criterio del jerónimo. Entretanto, en el monasterio de Torrijos, el arzobispo de Toledo también se hallaba en presencia de un moribundo.

—Habéis venido al fin —musitó su hermano Bernardino, al distinguir el rostro de Cisneros.

—He dejado a la reina en su lecho de muerte para hacerlo.

—Ella comparecerá ante Dios sin temor alguno. Yo no. Acercaos, os lo ruego…

El franciscano se acercó más al catre donde su hermano agonizaba. Cogió un tosco taburete y se sentó junto a él. Desde su posición pudo contemplar la mirada febril y llena de espanto de su hermano.

—Temo el día del Juicio —reconoció Bernardino, con auténtico pavor.

—Todos somos pecadores —adujo Cisneros, con su habitual severidad—. Pero vos habréis de dar cuenta de mucho… Sed sincero: lo que vos teméis son las penas del infierno.

—¡Me arrepiento, hermano! —bufó, aterrado—. ¡Me arrepiento de todo, os lo aseguro! Pero sé que no basta. Me espera el eterno suplicio; el fuego que nunca se apaga; el gusano que devora las entrañas por los siglos… —El propio pánico provocó que Bernardino se atragantara. La desesperación lo llevó a proseguir entre toses—. No quiero morir… Tengo miedo… ¡Mucho miedo!

Un destello de compasión apareció en la mirada del arzobispo.

—La misericordia de Dios es infinita. Confiad en el perdón de Nuestro Señor. ¿Queréis confesar todo cuanto os atormenta?

Bernardino asintió repetidamente, con notoria vehemencia. Su hermano se persignó y se dispuso a administrarle los sacramentos.

Fernando consideró que las amenazas que se cernían sobre el porvenir de Castilla resultaban demasiado graves como para hurtárselas a su esposa, a pesar de su enfermedad. A decir verdad, el rey necesitaba todo el apoyo de Isabel para frenar las ambiciones del archiduque y de la nobleza castellana, tanto juntos como por separado, y también para perpetuarse en la gobernación del reino una vez fallecida la soberana. Por tales motivos, el aragonés refirió a su esposa todo cuanto sabía hasta el momento.

—Pacheco ha dado refugio al traidor y el señor de Belmonte ha quedado fuera de nuestro alcance.

—¿Nuestro yerno maniobra contra nos en tan funesta compañía? —musitó Isabel, desfallecida, sin sentirse capaz de asimilar la idea.

—Cada día que pasa temo más que utilice a nuestra hija para hacerse con el poder.

—Os lo dije y os lo repito —susurró Isabel con evidente dificultad—: Juana sabe cuál es su deber.

—¿Y si os equivocáis? —perseveró su esposo, con decidido apremio—. ¿Y si Juana cede el poder a Felipe? ¿Y si este gobierna mediante prebendas y validos? ¿Qué será de Castilla?

—Eso no puede suceder —replicó la reina, cada vez más agitada—. Eso nunca.

—¿Cómo podríamos asegurar el futuro?

La enferma parecía agotar sus últimas fuerzas en la búsqueda desesperada de respuestas.

—Hay un camino —farfulló, con visible amargura—. Quizá si vos desposarais a la excelente señora.

—¿La Beltraneja? —repuso Fernando, sorprendido.

—Los nobles nada podrían objetar…

—¡Sería dar la razón a quienes aún consideran ilegítimo vuestro reinado!

—He entregado mi vida entera a Castilla —clamó Isabel, angustiada—. Y ahora todo se malogra, ¡Dios mío!

De repente, la reina sintió que se ahogaba. Fernando se percató de que su esposa no podía respirar y corrió en busca de ayuda, muy alarmado, mientras pedía a Dios que le concediera el tiempo preciso para desatar juntos el nudo gordiano de la sucesión.

El porvenir de la Corona de Castilla también acaparaba la atención en Bruselas, al menos la del archiduque Felipe y su hermana Margarita. El Hermoso mostró a la duquesa de Saboya la misiva que don Juan Manuel le había enviado desde el refugio proporcionado por el marqués de Villena.

—¡La nobleza castellana nos apoya, hermana! —proclamó, henchido de satisfacción.

—¿Estáis seguro?

—Tanto como de la ambición de esos nobles —apostilló Felipe—. El rey Fernando pierde apoyos y yo, con ello, gano ventaja.

—De nada os servirán sin la voluntad de vuestra esposa.

—Juana hará cuanto yo desee —afirmó el borgoñón, con renovada confianza en sus poderes—, os lo aseguro.

Margarita, más escéptica, se preguntó cómo podría lograrlo, después de los acontecimientos que habían conocido y que ya figuraban en el recuerdo de propios y extraños.

Para cuando Gómez de Fuensalida llegó a Medina del Campo, la reina agonizaba. No obstante, el embajador insistió para que Fernando lo recibiera en audiencia.

—Me dicen que traéis nuevas importantes. Contadme, no deseo estar mucho tiempo lejos del lecho de la reina.

El diplomático le tendió el diario de Felipe.

—¿Qué es esto? —demandó Fernando.

—Señor, ahí tenéis el relato exacto de los actos insensatos de vuestra hija. Su esposo ordenó llevar registro de todos ellos.

—¿Cómo habéis conseguido este documento? —inquirió el monarca, sorprendido, mientras hojeaba sus páginas.

—Es largo de contar, majestad. Lo importante es que en cuanto supe de su existencia, entendí que debía estar en buenas manos.

—Debo agradeceros vuestra decisión, embajador —afirmó el aragonés, con total sinceridad—. No imagináis cuán beneficiosa puede ser para nosotros.

Con aquella prueba de la demencia de Juana en las manos, la mente de Fernando se puso en movimiento.

—¿Y cómo se encuentra la princesa en estos momentos? —quiso saber Gonzalo Chacón.

—Encerrada en sus habitaciones… Sola… Y sometida a la tiranía del archiduque —respondió Fuensalida, sin disfrazar su desolación. A continuación volvió a dirigirse al soberano—. Su mal empeora cada día. Yo hice lo posible por convertirme en su sostén hasta mi partida, pero ahora, temo por ella… Y por el futuro.

—Con razón —apostilló el monarca entre dientes—. En manos de Felipe mi hija no es más que un títere. Si no hacemos por evitarlo, conseguirá lo que tanto ansía. La reina ha de conocer todo esto.

—Majestad, las fuerzas ya la han abandonado —objetó Chacón, no sin estupor—. Ahora su alma lucha para desprenderse de su cuerpo. Dejemos que se vaya en paz.

—La reina aún puede atajar la amenaza que se cierne sobre nosotros —reiteró Fernando, pesaroso—. Está en sus manos… y en las páginas de este diario.

En su lecho de muerte, Isabel hubo de escuchar a su esposo y quedó consternada por lo que este le relató. Ni la fiebre ni los líquidos retenidos que oprimían sus pulmones y dificultaban su respiración le causaron un sufrimiento mayor.

—Duele comprobar cuán perdida está nuestra hija —murmuró, entre jadeos y al borde del llanto.

—Su desgracia es nuestra desdicha —reconoció Fernando—. Todo por lo que tanto hemos luchado desaparecerá a manos de un traidor que no tiene honor… Ni piedad.

—¿Qué podemos hacer? —clamó la soberana, desesperada.

—Asegurarnos de que aunque Juana ceda a las pretensiones de Felipe, este nunca pueda gobernar.

—¿Cómo?

—Ponedlo por escrito… En vuestro testamento —sugirió el rey de Aragón.

Por un instante, a Fernando le pareció que su esposa estaba a punto de sucumbir debido a la angustia y al agotamiento. No obstante, perseveró, vehemente.

—Vuestra voluntad es ley. Solo os pido que dejéis dispuesto un antídoto para la desgracia. Podéis impedir que Felipe se haga con el trono.

—Pobre Juana, ¿qué será de ella? —musitó la reina, con aire ausente. Fernando guardó silencio y bajó la mirada, como si tuviera una respuesta que no deseara compartir con ella. Isabel miró a los ojos de su esposo y le habló con extrema dificultad—. Y si no es Juana, entonces… Solo podéis ser vos. Tenéis el talento… y el conocimiento. Sois la única persona a la que puedo confiar… el futuro.

—Nuestro sueño no ha de desvanecerse —la apremió el Católico—. Está en vuestra mano ordenarlo… Y en mi ánimo que vuestra voluntad se cumpla.

—Llamad a mi secretario —ordenó Isabel, con un hilo de voz.

A decenas de leguas de Medina, también otro marido intentaba dirigir la voluntad de su esposa.

—Los galenos me dicen que coméis con buen apetito —celebró Felipe, al tiempo que obsequiaba a Juana con su mejor sonrisa.

La archiduquesa, con mucho mejor aspecto, se la devolvió con renovada dulzura.

—Sí, mi señor, tantos días de ayuno hacen delicioso hasta el plato más sencillo.

—Además del apetito, también habéis recuperado el humor, por lo que veo. —El semblante del borgoñón se oscureció de repente—. A mí, estos días de angustia me han hecho reflexionar.

—¿Y qué ha tenido tan ocupado vuestro pensamiento?

—A vos y a mí nos unen lazos más profundos que la propia vida —declaró, con tanto convencimiento como fingida emoción—. Dios tejió nuestros destinos como uno. Esa verdad se me ha tornado clara como el agua. —Dicho esto, Felipe puso un escrito ante los ojos de su esposa—. Por eso he ordenado redactar este documento.

La mirada de Juana apenas se posó sobre aquel texto. El Habsburgo insistió para que lo tomara en las manos.

—Si yo muriera antes que vos, así lo quiera Dios, todos mis títulos serán vuestros. —El príncipe consorte de Asturias aguardó la reacción de su esposa con franca expectación, pero esta no se produjo. Felipe perseveró, impaciente—. ¿Entendéis lo que esto significa?

—Sí, mi señor, por supuesto —respondió Juana con total serenidad.

—Bien. Si vos hicierais lo mismo, el resto de nuestro camino en la Tierra también sería uno. Yo para vos, vos para mí. ¿Qué decís?

La princesa contempló el documento, sonrió y encaró a su marido.

—Veo, mi señor, que me creéis aún más loca de lo que todos piensan. —La réplica congeló el rictus afable del archiduque. El de Juana, por el contrario, se endureció al tiempo que se expresaba—. Al parecer, esperáis que os entregue de buen grado el trono que solo a mí corresponde. ¿A esto obedecen todos vuestros cuidados? ¿Vuestras dulces palabras?

La cólera y la frustración se abrieron paso en el ánimo del borgoñón. La heredera de Castilla prosiguió, firme e impertérrita.

—Sabed que soportaría el martirio antes que firmar tal despropósito —le espetó, desafiante—. Id con vuestras atenciones a otra parte, donde sean mejor recibidas.

—Perra —masculló su esposo, con el gesto descompuesto.

—Habéis impedido que acuda al lecho de muerte de mi madre —le recordó, rencorosa—. Jamás os lo perdonaré.

Entretanto, Fernando de Aragón y Gonzalo Chacón asistían en Medina a la redacción de una nueva cláusula del codicilo que Isabel dictaba de viva voz desde el lecho. La reina lo hizo con firmeza, a pesar de su respiración dificultosa y de la fiebre.

—Ordeno y mando que si la princesa Juana no estuviera en mis reinos… O no pudiera o quisiera gobernar… El rey, mi señor, rija, administre y gobierne dichos reinos por la dicha princesa mi hija… Hasta que el infante Carlos, mi nieto, tenga la edad legítima, al menos veinte años cumplidos, para regir y gobernar.

La soberana dirigió una intensa mirada a su esposo, antes de proseguir.

—Y suplico al rey, mi señor, quiera aceptar dicho cargo de la gobernación… Y a todos mis súbditos de cualquier estado y condición que sean, obedezcan a su Señoría y cumplan sus mandamientos.

Isabel suspiró, exhausta.

—¿Habéis tomado buena nota de todo? —preguntó el rey al escribano.

—Palabra por palabra, majestades.

—Que firmen entonces mis testigos —ordenó la Católica.

Gonzalo Chacón y el propio secretario rubricaron el codicilo. A continuación, pusieron el pliego ante Isabel para que lo firmara a su vez. Hecho esto, la reina sonrió al rey.

—Ahora sí, esposo mío… Puedo ir en paz.

Horas después, Isabel deliraba, consumida por la calentura. Mientras una dama le secaba el sudor de la frente con un lienzo, Beatriz de Bobadilla entró en la cámara con un niño de apenas un año en brazos. Emocionada, la marquesa de Moya acercó al infante Fernando hasta el lecho donde su abuela agonizaba.

—Majestad, vuestro nieto —susurró la Bobadilla.

La reina volvió el rostro hacia la voz y distinguió al niño. Después estiró el brazo para alcanzar la manita del infante.

—Todo lo que tengo… es para vos… Seréis un gran rey… Más que yo… Mi corazón me lo dice… —Isabel continuó hablándole mientras la marquesa lo sostenía cerca de ella, muy emocionada—. Sed firme… Pero no deis la espalda… A la misericordia… Y la justicia… Que en la hora de vuestra muerte… Nada… Nada os podáis reprochar… Carlos, mi pequeño.

La soberana sonrió enternecida a su nieto. La confusión conmovió a Beatriz.

—No es Carlos, mi señora —la corrigió, con exquisita dulzura—. Es Fernando.

Pero la Católica ya no la oía. Su mirada parecía definitivamente perdida y apenas alcanzaba a respirar. La marquesa de Moya, llorando a lágrima viva, se llevó de inmediato al niño de allí.

El dictamen de los galenos confirmó la impresión de la Bobadilla.

—Majestad, nada más podemos hacer —reconocieron ante el rey.

—Aliviad el trance cuanto os sea posible —ordenó Fernando, con enorme pesar.

Cristóbal Colón se personó en Medina cuando ya era demasiado tarde. A Hernando de Talavera le sorprendió ver allí al almirante, que parecía agotado por el trayecto.

—¿No habéis recibido mi mensaje?

—No —repuso el marino, desconcertado—. No sé de qué me habláis.

—Mandé recado urgente para vos, pero temo que os cruzasteis con el mensajero. El estado de la reina ha empeorado. Es imposible que la veáis.

Colón suspiró, afectado por la noticia.

—Aguardaré.

El jerónimo titubeó, pues sabía cuán inútil sería la espera. Finalmente, se alejó por el corredor sin darle más detalles sobre la agonía de la reina. El avejentado almirante tomó una silla pero, en lugar de sentarse, se apoyó en ella para arrodillarse y rezar con denodada devoción.

Con su último aliento, Isabel musitó unas palabras al oído de su esposo, en presencia de sus allegados y de quienes se habían reunido en su cámara para orar por ella.

—Nada se perderá. Os lo juro —le aseguró Fernando, una vez escuchadas sus últimas voluntades.

Isabel sonrió, como si aquel susurro hubiera podido aliviar sus males. Contemplarla tan serena en aquel trance conmovió a Fernando.

—Velaré por vuestros logros y guardaré memoria del inmenso amor que siempre os he tenido.

La reina cerró los ojos y aguardó la llegada de la muerte con la misma placidez.

Muy diferente resultó el tránsito de Bernardino en el monasterio de Torrijos. Francisco Jiménez de Cisneros rezó durante horas junto al catre donde su hermano se enfrentó a una prolongada agonía. Los ojos del moribundo permanecieron fijos y aterrorizados, como si tuviera frente a él al propio Satanás. Cuando Bernardino sintió que se aproximaba su final, buscó con la mano la del arzobispo. Este la tomó en la suya y Bernardino se aferró a ella con todas las fuerzas que le restaban.

—Os prometo que al otro lado os espera la luz y la misericordia de Dios —le aseguró Cisneros, impresionado por la angustia con la que su hermano se disponía a abandonar este mundo.

Bernardino lo miró un instante, espantado, y falleció tras emitir un estertor terrible. El franciscano, compadecido, le cerró los párpados e hizo la señal de la cruz sobre su cadáver, antes de recogerse para rezar por su alma con fervor.

El 26 de noviembre de 1504, en la cámara de la reina solo se oía ya la esforzada respiración de Isabel, que marcaba el paso del tiempo como un reloj cuyo mecanismo estuviera próximo a detenerse. La reina exhaló un suave suspiro y ya no hubo sino silencio. Fernando se acercó a su esposa como si en aquel momento cada gesto le costara tanto esfuerzo como contener el llanto. Cruzó las dos manos de Isabel sobre su pecho y se volvió hacia los presentes, quebrado por el dolor.

—Haced saber a todos… que la reina ha muerto.

Mientras los restos mortales de la reina se preparaban para el largo viaje que había de conducirlos desde el castillo de La Mota hasta Granada, Fernando redactó el bando que daba a conocer la noticia del fallecimiento de la soberana.

Hoy, día de la fecha de esta, ha placido a Nuestro Señor llevar para sí a la serenísima reina doña Isabel, mi muy cara y muy amada mujer. Y aunque su muerte es, para mí, el mayor trabajo que en esta vida me pudiera venir, y por lo que en perderla perdí yo y perdieron todos estos reinos, viendo que ella murió tan católicamente como vivió, es de esperar que nuestro Señor la tenga en su gloria, que para ella es mejor y más perpetuo reino que los que acá tenía. Pues que a Nuestro Señor así le place, es razón de conformarnos con su voluntad y darle gracias por todo lo que hace. Y porque la dicha serenísima reina en su testamento dejó ordenado que yo tuviese la administración y el gobierno de estos reinos de Castilla y de León y de Granada por la serenísima reina doña Juana, nuestra muy amada hija, yo os mando que, después de hechas por su alma las exequias que sois obligados, alcéis pendones por la reina doña Juana, nuestra hija, como reina y señora de estos reinos.

Apenas una hora después de haberse producido la muerte de Isabel, Fernando apareció en el exterior del castillo, rodeado por sus fieles. Ante quienes allí se congregaban, se despojó de la corona y exclamó:

—¡Castilla, Castilla, Castilla… por la reina Juana, nuestra señora!