Por si la preocupación de los Reyes Católicos con respecto al porvenir de sus territorios no bastara, el inoportuno rey de Inglaterra reverdeció cuitas procedentes del pasado, inquietudes que Isabel y Fernando consideraban confinadas de por vida en un convento portugués.
—¿Enrique pretende desposar a La Beltraneja? —inquirió atónito el aragonés, al oír de boca de Fuensalida la noticia.
—Son rumores que no puedo dar por ciertos, majestad, mas he de deciros que son insistentes —confirmó el interpelado.
También Chacón, Cabrera y Cisneros compartían la expresión de desagradable sorpresa del soberano.
—Es un desatino —murmuró el marqués de Moya—. ¿Qué busca con ello?
—Dudo que Juana pueda darle hijos —especuló Chacón—. Y ya cuenta con un heredero…
—Quizá no sea ese el motivo: el rey de Inglaterra tiene adversarios que cuestionan su legitimidad —aventuró Fuensalida.
—Y Juana es de sangre real —apostilló Cisneros.
Fernando se dirigió a él de inmediato, en tono de advertencia.
—Cuidado, eminencia: «Muchacha» ya no es apelativo que le corresponda, pero «bastarda» lo será hasta el final de sus días.
—Pues diríase que Enrique de Inglaterra no opina como vos —puntualizó Chacón.
—Convendría averiguar de primera mano cuáles son sus intenciones —propuso el diplomático al monarca—. Con vuestro permiso, partiré hacia Inglaterra de inmediato.
—No creo que sea conveniente: al mostrar nuestra inquietud, evidenciamos nuestra debilidad —arguyó Fernando—. Que no parezca que le damos más importancia de la que merece. —Acto seguido se volvió hacia Chacón—. ¿Habrá sembrado alguien esa idea en la mente de Enrique?
—¿Partidarios de Juana que todavía la tengan en sus oraciones? —inquirió don Gonzalo.
—Eso es lo que convendría averiguar —remató el rey, en dirección a Fuensalida—, y de primera mano, como bien decís.
El soberano de Aragón guardó silencio unos instantes, meditabundo, y esbozó una media sonrisa.
—Mas no será en Inglaterra donde hallaremos la respuesta. —El Católico se volvió hacia Andrés Cabrera—. Organizad una cacería en vuestros dominios… Y aseguraos de que acuda el marqués de Villena.
Los consejeros adivinaron las intenciones de su señor.
—Lo haré según ordenáis, majestad —acató el de Moya.
—Yo no asistiré —le adelantó Fernando—, mas espero que de ella traigáis la respuesta que precisamos.
La reina de Castilla no había vuelto a recobrar la salud desde su apresurada llegada a Medina. Cuando el arzobispo de Toledo acudió a su cámara, la encontró particularmente pálida, de pie junto a la cuna donde dormía su nieto Fernando. Su majestad contemplaba al pequeño con una mezcla de ternura y melancolía.
—En los niños vemos la grandeza de la Creación —musitó Isabel, con amargura, sin apartar la mirada del infante—. Es triste que algunos, al convertirse en hombres, traicionen esa grandeza…
—¿Cómo os sentís, majestad? —inquirió Cisneros, preocupado por el semblante demacrado de su señora.
—No puedo responderos que bien —admitió ella.
—¿Habéis tenido noticias de vuestra hija Juana?
La expresión de la soberana se ensombreció.
—No, todavía no… Dios quiera que el encuentro con su marido y sus hijos haya propiciado algún efecto benéfico sobre su alma.
—Dios lo quiera —reiteró el franciscano, en un suspiro.
Isabel condujo a su confesor a un rincón retirado para alejarse un poco del lugar donde el infante dormía.
—Excusadme que os haya apartado de vuestros deberes, pero hay un asunto del que quisiera que os ocuparais —le anunció, al tiempo que le tendía un escrito—. He recibido esta petición.
Mientras Cisneros ojeaba el documento, la reina expuso su contenido.
—La envía la madre de una novicia del convento de Santa Clara. Solicita que interceda por su hija en un caso.
—Una acusación de robo —murmuró el eclesiástico, sin abandonar la lectura—. Eso conlleva la expulsión.
—Las palabras de esa mujer me han conmovido —repuso Isabel—. Parece una persona piadosa y temerosa de Dios.
—Y jura que su hija es inocente, no podría ser de otro modo —manifestó el arzobispo, sin dejarse impresionar por lo que leía—. ¿Qué queréis de mí?
—Quiero que os aseguréis de que se hace justicia.
—Contad con ello, pero lo importante ahora es que os recuperéis —afirmó Cisneros, rotundo, al tiempo que doblaba el escrito para guardarlo.
La soberana sonrió, resignada.
—Eminencia, sé que no mejoraré —le espetó, franca y serena—, y no me resta mucho tiempo. Rezo cada día para que el Señor me permita dejar este mundo habiendo garantizado la paz y la estabilidad en mi reino, pero no sé si me escucha.
Isabel tomó la mano de Cisneros y, sin soltarla, se arrodilló junto al arzobispo dispuesta a confesar con toda humildad, como en su día hiciera con fray Hernando de Talavera.
—Dominus sit in corde tuo, ut animo contrito confitearis peccata tua —musitó el clérigo, impactado por el gesto de la reina.
En Bruselas, el archiduque Felipe aguardaba la inminente llegada de su esposa. La espera lo mantenía sumido en el desasosiego, pues le había llegado el eco de lo acaecido en el castillo de La Mota y recelaba del humor con que Juana podría regresar. El Hermoso había requerido la presencia de su hermana Margarita con intención de ponerla al corriente, pero también para desahogarse y solicitar su ayuda.
—Entonces ¿son ciertas las noticias que han llegado de Castilla? —quiso confirmar la Habsburgo.
—Del insensato comportamiento de mi esposa se habla en todo el reino —reconoció Felipe, sombrío—. No sé con qué ánimo arribará a Flandes…
—Con Juana en tal estado, ¿qué ayuda podría ofreceros yo?
—Vos tenéis el ánimo sereno, así ha sido siempre —razonó el borgoñón—. Vuestra influencia ha de ser beneficiosa para ella, tanto como el agua mansa que sofoca al fuego… Y Juana siempre os ha tenido aprecio.
—Mas ello no basta, hermano —replicó ella, con gesto grave—. Vos también debéis hacer lo posible por tranquilizarla.
—Solo no me veo capaz, por eso os he hecho venir —admitió el príncipe consorte, no sin inquietud—. En su espíritu tiempo ha que soplan malos vientos y ahora han arreciado.
—Debéis prometerme que seréis paciente —le reclamó Margarita.
—Tenéis mi palabra —afirmó, serio, el atribulado esposo.
La Habsburgo calibró el compromiso de su hermano por un instante. Acto seguido, asintió.
—Bien, entonces preparémonos para recibirla.
No fueron los vientos ni las caballerías los que condujeron a Juana hasta Bruselas, a juzgar por el ímpetu de su aparición, sino el ansia por reencontrarse con su marido.
—Casi muero de tristeza por vuestra ausencia —confesó, apasionada, al tiempo que lo estrechaba entre sus brazos. Luego se separó de él lo justo para poder contemplar su figura—. Pero por fin tengo vuestro hermoso rostro ante mí.
Felipe hubo de señalar la presencia de su hermana para que Juana reparara en ella.
—Dad la bienvenida a Margarita, que ha viajado para recibiros.
La princesa reaccionó con toda naturalidad y se fundió en un cariñoso abrazo con su cuñada.
—Soy feliz de teneros con nosotros —aseguró, sincera—, pero ahora permitidme que goce de la presencia de mi esposo. Hace mucho que lo anhelo.
—¿No queréis ver a vuestros hijos? —la interrogó Felipe—. No me habéis preguntado por ellos.
—Más tarde, los veré más tarde —musitó la archiduquesa, enamorada—. Primero necesito estar a solas con vos.
Juana tomó de la mano a su marido y abandonó el salón. Felipe no se opuso, ocultando su incomodidad, mientras Margarita los veía marchar hacia su cámara sin poder evitar sentirse preocupada.
El marqués de Moya eligió los montes de El Pardo como escenario para la cacería organizada a requerimiento de su majestad. Por supuesto que Cabrera puso especial énfasis en atender al invitado más destacado, don Diego López Pacheco y Portocarrero. Mientras avanzaban en busca de una presa a la que alancear, y para solaz del segundo marqués de Villena, don Andrés evocó las tropelías que el infante Alfonso había cometido en aquellos parajes como consecuencia de una voracidad cinegética insaciable. El hermano de la reina Isabel se había ganado a pulso el apelativo de El Inocente por otros motivos, pero bien culpable era de que determinadas especies se hubieran aproximado al exterminio.
—Fue mi propio padre quien lo llamó al orden, si no recuerdo mal —rememoró Diego—. Hace tanto ya…
—Desmesurados, por tanto, hubieron de ser los desmanes, pues a don Juan, que en paz descanse, mucho le interesaba mantener entretenido al infante mientras él hacía y deshacía —apuntó Cabrera, cómplice.
Desde lo alto de su montura, el vástago de Pacheco sonrió con un deje amargo en la mirada.
—Decid, don Andrés, ¿es cierto que la salud de su majestad empeora a ojos vista?
—No deis por veraz lo que no es sino maledicencia. La reina se recobrará —afirmó Cabrera, sin dejar entrever su preocupación—. Castilla la necesita y no es mujer que deje tareas pendientes.
—Así lo quiera Dios —corroboró el otro, formal.
El marqués de Moya aprovechó el momento para iniciar sus averiguaciones.
—Hablando de maledicencias, querría conocer vuestra opinión sobre algo que tal vez haya llegado a vuestros oídos.
—Decid.
—Corren rumores sobre el casamiento del rey de Inglaterra con la excelente señora. —Don Andrés subrayó el apelativo.
—¿Con La Beltraneja? —repuso extrañado López Pacheco—. Descabellados esponsales se me antojan.
—No sois el único —corroboró el otro.
—¿Qué ganancia obtendría el inglés? —se preguntó el marqués de Villena—. Esos rumores han de ser falsos.
—Amigo mío, bien sabéis que un rumor siempre lleva aparejado un poso de verdad.
Pacheco retuvo a su caballo.
—Demos ventaja a la presa y descansemos.
Ambos marqueses entregaron monturas y lanzas a los servidores que los acompañaban y se dispusieron a estirar las piernas en un claro. El de Villena observó con maliciosa curiosidad al de Moya.
—Vos no habéis venido a cazar un jabalí —adivinó—, sino a hacer una pregunta. Y yo he de daros la respuesta que precisáis: nunca apoyaré una causa de tan incierto porvenir.
Andrés Cabrera escuchó atentamente, pero impasible, fiel a la fría cordialidad que la desconfianza imponía entre ambos.
—Aunque también os diré que muchos nos preguntamos, no sin inquietud, qué deparará a Castilla la muerte de su reina —añadió a continuación el hijo de Juan Pacheco.
—Sabéis tan bien como yo que la sucesión está asegurada —le recordó don Andrés.
Pacheco sonrió, escéptico.
—Castilla entera conoce el estado de la princesa de Asturias —refirió, condescendiente.
—Es la legítima heredera y ocupará el trono —reiteró Cabrera—, como vos mismo refrendasteis en las Cortes. ¿Acaso ahora lo desaprobáis?
—Nada debéis temer… Siempre que no cambien las cosas.
—¿Por qué habrían de cambiar? —indagó el otro.
—El rey Fernando podría sucumbir a la tentación de mantener el rumbo del reino… Gobernando en lugar de su hija.
—Me habéis prometido claridad. Sed franco, pues —exigió el marqués de Moya.
—Si sucediera de tal guisa, Fernando nos encontraría frente a él —proclamó Diego, mirándolo a los ojos con firmeza—. ¿He sido lo bastante claro?
Andrés Cabrera no tardó en informar a su señor del resultado de las pesquisas.
—Entonces Pacheco no ha sido el promotor de las nupcias de Enrique con La Beltraneja —dedujo el rey.
—Juraría que no, majestad. Sin embargo…
El marqués de Moya titubeó y Fernando lo exhortó a continuar.
—Hablad; si os envié fue para conocer lo que piensa el marqués.
—Al señor de Villena le preocupa la sucesión —afirmó Cabrera—. Y parece que otros también hablan por su boca.
—¿A qué os referís? —inquirió el monarca, con gesto grave—. ¿Dan por hecho que Juana es incapaz de reinar?
—Eso sospecho.
—Y ya sueñan con tenerla a merced de sus intrigas —masculló el aragonés—, como con Enrique, ¡como quisieron hacer con La Beltraneja! ¡Un títere en sus manos!
—Mucho deben añorar los tiempos en que podían hacer y deshacer a su antojo —murmuró Chacón.
Cabrera carraspeó.
—Temo que la cuestión sea otra —el marqués encaró al rey—, pues para ellos vos, mi señor, sois el problema principal: ni Pacheco, ni otros nobles de Castilla, aceptarían que gobernarais en lugar de vuestra hija.
La revelación hizo mella en Fernando.
—Perros —bufó—. Saben que conmigo nada recuperarían de lo perdido. —El aragonés apretó las mandíbulas e hizo por calmar su rabia—. Complicada partida tenemos dispuesta, señores. Muy prudentes habremos de ser para que no nos hagan jaque mate.
Dado el precario estado de salud de la reina, Fernando vaciló en compartir con su esposa lo que Cabrera había averiguado sobre la actitud hostil a su persona de buena parte de la nobleza castellana. Sin embargo, Isabel detectó la preocupación de su marido y no cesó de indagar acerca de lo que ocurría. El rey intentó eludir el asunto.
—Ya habrá ocasión de hablar de lo tratado.
—Estas fiebres no pueden tener más empeño que yo misma —porfió la soberana—. Os habéis reunido con Cabrera y Chacón y por vuestra expresión adivino que no han traído buenas nuevas. ¿De qué se trata?
El aragonés se decidió a ponerla al corriente de sus cuitas.
—Del futuro de Castilla, mi señora —manifestó—. Ciertos nobles, que tan callados han permanecido estos años, no han olvidado sus aspiraciones.
De inmediato, Isabel se incorporó en el lecho, no sin esfuerzo. El rey acudió presto en su ayuda.
—¿Qué hacéis?
—Levantarme, mi señor —replicó ella, decidida—. No puedo permanecer acostada mientras todo está en juego. Contadme y no os guardéis nada.
El arzobispo de Toledo no había quedado del todo satisfecho con las explicaciones de Cabrera durante el Consejo. En privado, mientras deambulaban por los alrededores de Medina, Cisneros quiso interrogar a don Andrés acerca de las reticencias de los nobles contra Fernando.
—Por lo que contáis, la advertencia del marqués de Villena resulta evidente.
El noble asintió, inquieto.
—Tanto como que no la expondría con tan llana soltura…
—… si no viera cercano el final de la reina —completó la frase el franciscano.
—Y si no coincidiera con la opinión de otros grandes —apostilló el otro.
Cisneros asimiló la situación.
—¿Solamente es nostalgia por lo perdido lo que nutre la prevención contra su Católica Majestad?
—Hacéis bien en dudarlo, eminencia —ironizó el marqués de Moya, pues había adivinado la intención de la pregunta—. A la añoranza por la influencia de otros tiempos se une lo que algunos consideran agravios contra Castilla.
—¿Quizá ponen en duda que el amor de don Fernando hacia la reina equivalga al que siente por este reino?
—A tanto no se atreven —aseguró Cabrera—, mas, durante años, algunos han aspirado a cargos que, para su disgusto, fueron concedidos a personas próximas al rey.
—Y naturales de tierras aragonesas —remató el arzobispo.
—En efecto —confirmó don Andrés—. Y el conflicto de Nápoles, tan duradero, no fomenta entre ellos sino hartazgo y descontento.
—¿Acaso el botín no es suculento?
—De la guerra en Granada muchos cosecharon beneficios en Castilla —evocó Cabrera—, también antiguos adversarios.
—Y no será de ese modo en Nápoles —conjeturó Cisneros.
El marqués de Moya hizo un gesto negativo tan rotundo que no permitió dudas sobre su parecer.
—Ni siquiera la victoria haría olvidar el gasto que ha supuesto para las arcas del reino.
—De modo que los descontentos temen que, en ausencia de la reina, su majestad actúe a su antojo en beneficio propio —infirió el franciscano, pensativo.
Mientras en Castilla la nobleza y Fernando se disponían a echar un pulso por el poder en cuanto Isabel faltara, en Flandes otros asuntos muy diferentes provocaban la desazón de la princesa de Asturias. En verdad el reencuentro con Felipe la había sosegado y ningún arrebato más había turbado la paz de la corte borgoñona. Sin embargo, en el ánimo de Juana, solo durante las horas compartidas con el archiduque la vida merecía tal nombre.
De este modo, la princesa vivía cada acercamiento con el mismo afán que a su regreso. Es más, la ansiedad por que la separación no se produjera llegaba a tal extremo que menoscababa el placer de tener a su marido junto a ella.
—¿No vais a quedaros conmigo?
—Margarita vendrá a haceros compañía —le comunicó—, pero esta noche nos encontraremos de nuevo. Sed paciente.
En aquellos días, Felipe hizo gala de una tolerancia insólita en el trato hacia su esposa, tal y como se había comprometido a hacerlo con su hermana. Pero ni la afabilidad ni las promesas de su marido compensaban aquella soledad lacerante.
Cuando Felipe se disponía a salir, el Habsburgo se cruzó en la puerta con una dama que entraba con varias prendas de ropa en los brazos. Por evitar el encontronazo, Genoveva —que tal era el nombre de la dama— se hizo bruscamente a un lado y una toca de la archiduquesa cayó al suelo. El Hermoso se detuvo y la recogió.
—Permitidme que os ayude —musitó con un gesto galante, al tiempo que devolvía la toca al montón que portaba la servidora de Juana.
Genoveva sonrió con exquisito respeto. Sin embargo, la princesa escudriñó el breve intercambio de cortesías con tanta vehemencia que terminó por ver lo que únicamente existía en su imaginación.
Al día siguiente, los Reyes Católicos reunieron de nuevo al Consejo en Medina del Campo para comunicarles su postura sobre la sucesión al trono de Castilla. Con tal motivo, Isabel abandonó el lecho pues, aunque enferma, insistió en dirigirse a los suyos desde el trono. La ocasión así lo requería.
—Señores, no hay discusión posible: Juana recibirá la corona cuando llegue el momento, sea cual sea su capacidad para gobernar.
—Y su esposo Felipe estará a su lado —añadió Fernando—. Sea cual sea su lealtad hacia Castilla.
—Majestades, permitidme —intervino Chacón, con patente inquietud—. No ha sido lealtad, sino falta de ella, lo que el archiduque ha venido demostrando. ¿Cómo esperar que no haga lo mismo en el futuro?
Tanto Cisneros como Fuensalida corroboraron la postura de don Gonzalo.
—No somos dueños de nuestro destino —repuso Isabel—, Dios decidió por nosotros quién habrá de reinar en Castilla. Pero mi hija no se enfrentará sola a ese desafío. —La soberana encaró a sus tres interlocutores—. A vos, que tan fielmente me habéis acompañado durante tantos años, os conmino a que guiéis con la misma dedicación a la próxima reina de Castilla.
—Tenedlo por seguro, majestad —garantizó Cisneros—, mas tal vez no baste para protegerla de los nobles.
—No os falta razón —admitió el rey—. Tememos que dejen que Juana lleve la corona mientras ellos se hacen con el gobierno.
—Impedirlo ha de ser nuestro principal afán, mas sin vulnerar la línea sucesoria —arengó Isabel a los presentes—, pues en nuestro nieto Carlos anidan nuestras esperanzas.
La aseveración llamó la atención de los consejeros. Fernando expuso el plan pergeñado por ambos.
—Nuestro fin es educarlo como príncipe para que, en cuanto cumpla la edad, pueda ser coronado. Por ello, urge traer a Carlos a Castilla: bajo nuestra tutela habrá de formarse para que siempre vele por sus reinos.
—¿Y el archiduque estará de acuerdo? —inquirió Fuensalida, nada convencido.
—Esa será vuestra misión —le espetó el aragonés—: Ganaros el favor de don Felipe y convencerlo con las razones que de inmediato os transmitiremos.
El diplomático se embarcó hacia Flandes en cuanto le fue posible. Felipe lo recibió en compañía del señor de Belmonte y el enviado de los reyes expuso las cuitas de la Corona según se lo había encomendado Fernando.
—Entended, alteza, que el matrimonio entre Enrique de Inglaterra y la excelente señora podría amenazar vuestros derechos y los de vuestra esposa.
—No veo cómo —objetó El Hermoso.
—Quizá planee desenterrar las aspiraciones de La Beltraneja al trono de Castilla —insinuó Fuensalida.
—¿Tanto se acerca la reina al final de sus días, que incluso el inglés hace planes? —El sarcasmo de Felipe revolvió el ánimo del embajador, pero este se contuvo y prosiguió con la argumentación pactada.
—No es asunto ligero, mi señor —le advirtió—. En el pasado, el rey Alfonso de Portugal invadió Castilla para reclamar la corona para su esposa.
—Teméis que Enrique haga lo mismo —aventuró el borgoñón, con mayor seriedad.
—Es una posibilidad, mas sin desposorio no habría ocasión…
—De modo que sus Católicas Majestades esperan de mí que impida el enlace —completó, receloso, el archiduque.
Con una mirada, el diplomático requirió el apoyo de don Juan Manuel.
—¿Acaso piensan que antiguos partidarios de doña Juana puedan allanar su regreso? —indagó Villena.
—Quizá se hayan dado por cerradas heridas que, sin embargo, aún supuran —respondió Fuensalida, y volvió a dirigirse al príncipe, con mayor énfasis todavía—. Señor, demostrar la unión entre los reyes de Castilla y quienes están llamados a heredar el reino es capital en estos momentos.
—¿El propio rey Fernando pide que vayamos de la mano en este asunto? —quiso confirmar Felipe.
—Así es.
—Me sorprende —declaró el heredero, receloso—. Convendréis conmigo en que no he gozado ni de su favor, ni de su confianza.
—En su nombre os ruego que sigáis su ejemplo y olvidéis —reclamó Fuensalida, con toda formalidad—. Es hora de unir fuerzas, no de alimentar rencillas.
—Hermosas palabras —ironizó el otro—, y muy convenientes.
—Si no os convencen, permitid que os recuerde que más perderíais vos en este lance que el rey Fernando…
El argumento caló hondo en el espíritu ambicioso del príncipe consorte, pero guardó silencio. En cuanto se hubo desembarazado de la presencia del embajador, el Habsburgo consultó lo tratado con don Juan Manuel.
—¿Dais crédito a las palabras de Fuensalida?
—La reina está muy enferma —respondió Villena, prudente—. Muchas cábalas pueden hacerse sobre el futuro de Castilla.
—Ninguna habrá de excluirme del trono, os lo garantizo —manifestó Felipe—. Sin embargo, demasiadas veces me he enfrentado a las artimañas de mi suegro. No quisiera verme burlado otra vez.
—Es cierto que el rey es astuto y sus acciones nunca son lo que aparentan… Pero de Enrique tampoco os habéis de fiar.
—Maldita encrucijada esta, en la que todos los caminos parecen el equivocado —masculló inquieto el borgoñón—. ¿Qué rumbo he de tomar?
El señor de Belmonte intuyó cuánto añoraba el príncipe consorte a Francisco de Busleyden en aquel momento y se apresuró a tomar la iniciativa.
—Permitid que viaje a Inglaterra —solicitó con decisión—. Convenceré a Fuensalida de que lo hago en vuestro nombre para mayor gloria de Castilla. —Ante las dudas de Felipe, don Juan Manuel hubo de insistir—. Si existe siquiera un atisbo de verdad en las sospechas, debemos frustrar la maniobra de Enrique. Y dada la condición de vuestra esposa, no estará de más que vuestras relaciones con Castilla hayan mejorado cuando su majestad expire.
—Partid de inmediato —le ordenó El Hermoso, convencido—, pero olvidaos de Fuensalida: cumplís órdenes del príncipe de Asturias.
Entretanto, el diplomático visitaba a Juana en sus aposentos, pues también debía comprobar el estado anímico de la princesa y trasladárselo a los reyes. Por su parte, la joven escuchó con pesar la relación de los males que no habían dejado de minar la salud de su madre desde que ella partiera.
—Siento no traeros mejores nuevas de Castilla —murmuró Fuensalida.
—Rezaré cada día por su recuperación —susurró Juana, sincera.
—Vuestros padres también oran por vos. Esperan que os encontréis mejor ahora que os habéis reunido con vuestros hijos y vuestro marido.
La interpelada suspiró profundamente. La tensión de su rostro no pasó desapercibida a Fuensalida.
—Es posible aprender a ser reina —musitó—, pero ¿quién puede enseñar a transitar el doloroso camino del amor?
—Escuchadme, pues a través de mis palabras os habla vuestra madre —la conminó el embajador, no sin inquietud—: Ahora, más que nunca, debéis cuidaros y velar por vuestros hijos.
Juana apartó la mirada, sombría, antes de responder.
—Mis hijos no me necesitan. Y mi marido… —La heredera al trono hizo una pausa y contrajo el gesto—. Mi marido nunca tiene bastante.
La princesa de Asturias guardó silencio, de nuevo sumida en sus pensamientos. Fuensalida se quedó a su lado, observándola con franca preocupación. El futuro de las Españas se le antojó tan sombrío como las elucubraciones de aquella mujer llamada a regir sus destinos.
Mientras tanto, en Nápoles, el Gran Capitán acumulaba éxitos en el campo de batalla, tal y como Gonzalo Chacón refirió al rey en cuanto supo de ellos.
—¿Los nuestros sufrieron tres ataques y aun así no sucumbieron? —quiso confirmar Fernando, satisfecho.
—Fernández de Córdoba contraatacó —corroboró Chacón—. Usó un puente de madera que había construido en secreto, cruzó el Garellano y cayó sobre los franceses.
—Nuestro Gran Capitán tiene ingenio…
—Gracias a él, están dispuestos a capitular —comunicó Chacón, esperanzado.
Fernando mostró mayor cautela.
—¿Bajo qué condiciones?
—Retirada de sus tropas con la promesa de no ser hostigadas —enumeró el noble—; liberación de los prisioneros de ambos bandos y entrega de la ciudad de Nápoles.
El aragonés meditó la propuesta y calculó sus beneficios.
—No es desmesurado el precio para que esta guerra deje de sangrarnos…
—En verdad, mi señor, son muchos los hombres y los dineros que se ha llevado esta empresa —recalcó Chacón.
Aún se tomó el rey un momento para decidir.
—Decid a Gonzalo que solo aceptaremos que se entregue la ciudad sin lucha —declaró, por fin. Acto seguido, suspiró con gesto cansado—. Permita Dios que esta guerra acabe de una vez. No tenemos manos para sujetar tantas riendas.
A pesar de la incertidumbre política que acechaba al reino de Castilla, el arzobispo de Toledo no olvidó la encomienda de Isabel y se personó en el convento de las clarisas para interrogar a la novicia acusada de robo. Implacable, como solía, Cisneros la sometió a un riguroso interrogatorio con el fin de elucidar si era o no culpable de la acusación que pesaba sobre ella.
—Soy inocente, ¡lo juro ante Dios! —proclamó la sospechosa.
—¿Juráis en vano? —Cisneros enfatizó el escándalo que le producía semejante eventualidad, con el fin de atemorizar a la novicia.
—¡Nunca lo haría, eminencia! —replicó ella, angustiada, y se arrodilló ante la mirada severa y escéptica del arzobispo—. Amo a Dios sobre todas las cosas, siempre he querido entregarme a Él.
—¡Eso no os ha impedido robar! —adujo el franciscano, impertérrito.
—¡Creedme, os lo ruego!
Francisco Jiménez de Cisneros colocó un pequeño crucifijo de madera tosca ante los ojos de la acusada, que ya se anegaban en lágrimas.
—¡Os lo vuelvo a preguntar ante Dios Nuestro Señor! ¿Sois inocente? —La interpelada, presa del llanto, asintió varias veces con ahínco—. Jurad que no me ocultáis la verdad, ¡juradlo por vuestra alma inmortal!
—¡Yo no he hecho nada! —aulló la joven—. ¡Jamás osaría!
—¡Jurad que me estáis diciendo la verdad! ¡Juradlo! —porfió Cisneros, pero la novicia escondió el rostro y no dijo más. Entonces endureció el tono—. ¡¿Qué ocultáis?! ¡Estáis ante Dios Nuestro Señor!
El miedo quebró el silencio de la novicia.
—¡¡Mi única culpa fue descubrir un secreto!! —confesó, entre sollozos.
—¿A qué os referís? ¡Hablad!
—La hermana Asunción… Recibe a un hombre en secreto, burlando la vigilancia de la abadesa —reveló, por fin, la religiosa.
El arzobispo de Toledo comprendió a quién beneficiaba que la joven fuera acusada de un robo que no había cometido. Ella, abatida, lo confirmó.
—Por eso inventó infamias contra mí, para que me expulsaran del convento. —La novicia se postró a sus pies, deshecha, llorando a lágrima viva—. Lo juro… ¡Lo juro ante Dios!
Francisco Jiménez de Cisneros reconfortó a la pobre chiquilla y no tardó en poner los hechos en conocimiento de sus superioras. Como resultado inmediato, la hermana Asunción fue expulsada del convento. Pero las consecuencias de la delación a la que la novicia se había visto forzada aún habrían de ir más allá, y de modo insospechado, pues días más tarde Diego López Pacheco se presentó en Medina exigiendo de malos modos que la reina lo recibiera.
—No es posible, su majestad está descansando —objetó la marquesa de Moya, ante la puerta de la cámara real.
—¡Pues no me iré sin verla!
—Os repito que es imposible.
—¡Dejadme paso!
El marqués de Villena hizo amago de apartar de un empellón a doña Beatriz. Esta se plantó, firme, ante él.
—Don Diego, ¿debo llamar a la guardia?
Cuando la tensión entre ambos rozaba el límite de lo sensato, la puerta de la cámara se abrió e Isabel apareció en el umbral.
—No será necesario —respondió la soberana a su amiga, en vez del marqués, y luego se dirigió a este muy seria—. Pasad. Muy urgente ha de ser el asunto para que perturbéis así el descanso de vuestra reina.
Una vez en privado, Isabel concedió la palabra a Pacheco.
—Vos me conocéis bien, pero tal vez no sabéis quién fue mi abuela: María Luisa Pacheco y de la Cueva, señora de Belmonte. Con sus bienes se construyó el convento de Santa Clara, del que fue fundadora.
La señora de Castilla escuchó al noble con frialdad y guardándose de evidenciar su precario estado de salud.
—Numerosas han sido las donaciones de mi familia de las que se ha beneficiado a lo largo de los años.
De momento, Isabel no terminaba de ver adónde quería ir a parar el noble.
—En Santa Clara moran mujeres piadosas y temerosas de Dios que bien las merecen… No entiendo qué me queréis decir.
—¡Que una dama de mi familia nunca será expulsada de ese lugar! —rugió Pacheco, enojado.
La reina contempló al marqués sumida en el desconcierto, tanto por el hecho referido como por el tono empleado, aunque lo disfrazó de impasibilidad.
—Os aseguro que no sé de qué me estáis hablando.
—De la orden de vuestro confesor —aclaró, por fin, López Pacheco—: ¡Expulsar a mi sobrina Asunción por prestar oídos a las acusaciones de una cualquiera!
—Si tal ha sido la decisión del arzobispo de Toledo, estoy segura de que habrá sido justa —replicó Isabel, que empezaba a orientarse.
—¡De nadie he de tolerar tal afrenta, venga del arzobispo o del Papa!
La reina ya no pudo soportar más el tono del noble y se encaró con él.
—Ninguna familia en Castilla ha de estar por encima de la justicia.
—¡En mi familia solo yo decido lo que es justo! —discrepó el agraviado.
—Soy vuestra soberana —le espetó Isabel, tajante—, y como tal refrendo la decisión de su eminencia. ¡Acatadla o atreveos a desobedecerme!
Pacheco hubo de contener su rabia. Su majestad se mantuvo firme, a pesar de su debilidad.
—No osaríais venir aquí, alborotando y hablando de ese modo, si no me supierais debilitada y enferma —le reprochó, enérgica—. ¡Pobre favor hacéis a los vuestros!
El marqués optó por el silencio, a sabiendas de que si expresaba lo que sentía se arriesgaba a una condena por traición. Clavó una mirada desafiante en su señora y, acto seguido, abandonó la cámara. Isabel se dejó caer en un sillón, exhausta por el esfuerzo que acababa de acometer.
En Flandes, Gómez de Fuensalida compareció ante el archiduque con intención de averiguar en qué punto se hallaban las gestiones de don Juan Manuel en Inglaterra, pero Felipe eludió darle otra cosa que largas.
—Como vos dijisteis —alegó—, son los derechos de mi esposa y los míos propios los que están en juego.
—Mas convendría que fuéramos todos a una en esto —insistió el diplomático.
—Y así es, ¿no os lo parece? —repuso, cínico, el borgoñón.
—Tendríais que haberme comunicado el viaje del señor de Belmonte —murmuró Fuensalida—, debería haberlo acompañado.
—Poco confiáis en su capacidad —ironizó El Hermoso—. ¿No son de vuestro agrado los informes que envía a Castilla?
Fuensalida no contestó, por prudencia, y Felipe creyó ganado el envite.
En aquellos instantes, en la cámara de Juana, Margarita mostraba un bastidor de bordado a su cuñada.
—Si lo acabamos hoy, podremos ofrecerlo mañana a las hermanas del convento —sugirió la Habsburgo, con intención de animar a la princesa.
Pero Juana estaba más pendiente de las idas y venidas de Genoveva, su dama, a la que tenía enfilada desde el conato de encontronazo con su esposo.
—Debemos poner más azul y verde aquí —continuó Margarita, sin darse cuenta de que la archiduquesa no la escuchaba—. Así las flores resaltarán todavía más…
Genoveva sonrió a su señora y salió de la cámara, mientras su cuñada buscaba los hilos en un cestillo.
—Y algunos hilos plateados alrededor de las flores, o tal vez en los bordes. —La duquesa de Saboya colocó los hilos sobre el bordado para comprobar el efecto—. ¿Vos qué opináis?
Al volver los ojos hacia ella, la hermana del archiduque se percató de la mirada opaca de Juana, de la expresión lúgubre que le atenazaba el rostro, y se estremeció.
—¿Sucede algo, querida mía? —musitó, con voz queda.
—Se aman —farfulló la princesa, entre dientes—. Mi marido y Genoveva.
Margarita intentó mitigar el tormento que adivinaba en el corazón de la española.
—Señora, mi hermano os adora…
—¡Se aman! —vociferó Juana—. ¡No me mintáis!
Sin decir más, la heredera de Castilla se levantó de repente y salió de la estancia a grandes zancadas. Margarita, sobresaltada, tardó un instante en asimilar la situación y, a continuación, corrió tras ella. Solo pudo alcanzarla cuando Juana ya se hallaba ante las puertas del salón principal del palacio.
—¿Qué os sucede? —inquirió, al tiempo que la retenía—. ¡Calmaos, por Dios!
—He de conocer la verdad —afirmó la princesa, al tiempo que se zafaba—. ¡Necesito saberlo! ¡Apartad!
Juana hizo ademán de abrir la puerta pero Margarita la cogió de nuevo por el brazo. Sin pensárselo, la hija de los Reyes Católicos se lanzó de improviso hacia ella y le arañó la cara. La agredida gritó y retrocedió, asustada. La princesa de Asturias aprovechó para abrir la puerta. Desde el interior del salón, Felipe y Fuensalida contemplaron con estupor el semblante desencajado de Juana y, tras ella, el rostro arañado y lloroso de Margarita.
Momentos después, el archiduque, fuera de sí, llevaba a Juana de vuelta a su cámara, a tirones y sin miramiento alguno, mientras la duquesa intentaba en vano mediar entre ambos.
—¡De rodillas —exigió Felipe a su esposa—, debéis pedir perdón a mi hermana de rodillas!
—¡Dejadla, por Dios, olvidemos lo que ha pasado! —rogó la agredida.
—¡Nunca! —rugió El Hermoso, y volvió a amenazar a Juana—. ¡Os lo advierto, no provoquéis más mi cólera!
La ira del borgoñón no amilanó a la princesa. Al contrario, alimentó su furia.
—¡Aunque pongáis a vuestra hermana contra mí, no podéis engañarme! ¡Sois un miserable! ¡Vos y todos los vuestros! ¡Miserables, sin honor ni vergüenza!
Felipe perdió los nervios. Alzó la mano contra ella y Margarita hubo de interponerse antes de que descargara el golpe.
—¡Conteneos, os lo ruego!
Su hermano cerró el puño con rabia y bajó el brazo, pero interpeló de nuevo a su esposa.
—¡Os lo repito por última vez! ¡Pedid perdón a mi hermana!
Juana contempló a los vástagos del emperador con una mueca retadora. Ni una sola palabra salió de su boca.
—Bien, si vos no accedéis a mis deseos, ¡yo tampoco colmaré los vuestros! —zanjó el archiduque, y las dejó solas.
La ira de la princesa mudó en impotencia y desesperación. Juana cayó de rodillas al suelo, en medio de un llanto desgarrador. Tanta compasión provocó en Margarita que, sin la menor cautela, se acercó para consolarla. La heredera de los Reyes Católicos, deshecha, aceptó el abrazo y buscó refugio en el pecho de aquella cuyo rostro había dañado. A decir verdad, el sosiego parecía imposible en el matrimonio de los príncipes.
Por la noche, Margarita fue en busca de su hermano. Lo halló saboreando su apreciado borgoña, todavía tenso y con los nervios a flor de piel.
—He dado orden de que se registre por escrito cada uno de los desvaríos de mi esposa —murmuró.
—¿Para qué os ha de servir? —inquirió, seria, la joven.
—Para que quede constancia. —Felipe percibió la mirada severa que le dedicó su hermana y reaccionó a la defensiva—. ¡Para que quienes me acusen de no tratarla como un amante esposo sepan cuán justificados son mis castigos!
El archiduque descargó su enojo sobre la mesa.
—¡Conseguiré doblegarla, os lo juro! ¡Aunque me cueste la vida!
—Os pedí mesura y paciencia —le recordó ella—, ¿esta es vuestra respuesta?
—¿Paciencia? ¡Tomé por esposa a una loca! ¡Lo habéis sufrido en carne propia!
Con el ánimo fuera de control, Felipe se encaró con su hermana. Esta mantuvo la serenidad.
—No lancéis vuestro enojo contra mí —le espetó, sin alzar la voz—. La mujer que tenéis es la que vos mismo habéis modelado.
—¡No os permito que me culpéis!
—Fuera lo que fuese lo que anidaba en su alma, vos lo habéis multiplicado por mil. Si no le ponéis remedio, jamás reinará la paz entre vos y vuestra esposa —le advirtió Margarita—, y no os he de recordar cuán importante es ella para vuestro futuro.
Felipe enmudeció, malhumorado, conocedor de que tenía razón en todo.
—Mucho os jugáis, hermano. Andad con tiento —remató la duquesa de Saboya.
También la ira regia se había apoderado del castillo de Blois, donde el rey Luis de Francia se dirigía a un oficial francés que todavía conservaba en el cuerpo y en sus ropas las huellas de la batalla. Ana de Bretaña y Luis de La Trémoille asistían con desagrado a la escena.
—Tengo entendido que sois vos quien entregó Gaeta a los ejércitos de Aragón —masculló el soberano.
—Así es, alteza —admitió el oficial, con voz fatigada.
—¡Cobarde y mil veces cobarde!
—Majestad, no había elección —alegó el oficial, siempre con la mirada baja—. Vuestros hombres mueren de hambre y frío, y los que sobreviven son maltratados por las gentes.
—Habrán de acostumbrarse, ¡pues jamás volverán a pisar el suelo de Francia! —sentenció el monarca—. ¡Así lo ordena el rey!
Ana de Bretaña no pudo morderse la lengua por más tiempo e intervino.
—Os lo ruego, tened compasión —solicitó a su esposo, impresionada—, escuchad las razones de este hombre.
—¡Ya las he escuchado y me producen asco! —bramó Luis sin asomo de piedad—. Su obligación era derrotar al enemigo, ¡no arrodillarse ante él!
El oficial se atrevió a mirar, suplicante, a su señor.
—Majestad, vuestros soldados hicieron lo que se les ordenó, no tienen otra culpa.
—Decís bien, la culpa es de los oficiales —corroboró el soberano, entre dientes—. ¡Que paguen junto a quienes han conducido al desastre!
La reina Ana suspiró y negó con la cabeza, compungida por la suerte a la que su esposo los condenaba. Luis XII se aproximó al militar.
—En cuanto a vos, no merecéis gracia alguna. —Acto seguido, se dirigió a La Trémoille—. Este hombre no ha de ver la luz del nuevo día.
Luis de La Trémoille acató el dictamen en silencio, mientras Ana de Bretaña se santiguaba y las lágrimas se abrían paso en el rostro de aquel oficial con el espíritu quebrado por una guerra interminable.
Con muy distinto ánimo se acogieron las nuevas procedentes de Italia en el bando más favorecido por la acción bélica.
—Pisa, Florencia y Siena se han puesto bajo la protección de Aragón —informó Chacón a los reyes—. Venecia y Austria se han unido a nuestra causa.
A pesar de que la fortuna le sonreía en el campo de batalla, Fernando se hallaba más pendiente de su extenuada esposa que del relato de sus logros. Andrés Cabrera se percató de la falta de atención del soberano.
—Son excelentes noticias, majestad —recalcó.
Fernando apartó la mirada de su esposa y se esforzó por centrarse en la conversación.
—Sí, lo son —admitió—. Aunque bien han esperado nuestros aliados a estar seguros de que la victoria estaba próxima.
—Sea como sea, inclina la balanza a nuestro favor —apostilló Chacón—. Todos esperan vuestras órdenes.
—¡Avancemos para aplastar lo que queda del ejército francés! —propuso el marqués de Moya.
—No —intervino la reina, inesperadamente—. Ya ha corrido demasiada sangre de cristianos.
—Todos en Castilla compartimos vuestro deseo de que esta guerra acabe —se aprestó a subrayar don Gonzalo.
—Pero la paz solo será duradera si desarmamos al rey Luis —razonó el aragonés.
—¿Qué hacemos, pues, majestades? —quiso saber Cabrera.
Fernando se volvió hacia su esposa antes de dar a conocer su dictamen. Lo que vio en la mirada de Isabel se asemejaba a un ruego.
—Comunicad al Gran Capitán nuestra decisión —ordenó, por fin—: Concederemos a los soldados franceses la tregua que les niega su rey.
Isabel se lo agradeció en silencio. Por fin la pesadilla de aquella contienda parecía próxima a disiparse.
Entretanto, un grupo de caballeros descansaba al término de una cacería en las proximidades del palacio de Richmond. En un claro, los sirvientes habían dispuesto un lugar para que reposara el rey Enrique, quien permanecía sentado mientras uno de ellos colocaba a sus pies una jofaina de cerámica repleta de agua caliente con sal. El monarca inglés introdujo despacio sus doloridos pies en ella y el alivio relajó su gesto. Solo entonces dirigió la palabra a don Juan Manuel, que aguardaba a su lado.
—Estas cacerías se me hacen cada día más tediosas —murmuró—. Espero no haberos fatigado en demasía.
—Ya sabéis de la afición del archiduque a la caza —le recordó el otro—. Estoy acostumbrado.
—¿Cómo se encuentra?
—Atento a las noticias que llegan de Castilla —afirmó el señor de Belmonte—. Os habrán informado de que la reina está muy enferma.
—La tenemos en nuestras oraciones…
—Se avecinan momentos difíciles. —El señor de Belmonte suspiró, cariacontecido—. La princesa parece poco dotada para el gobierno y está casada con un extranjero de gran ambición…
Enrique disfrazó de indiferencia el interés que le provocaba la conversación.
—¿En qué me incumben vuestras cuitas?
—Os competen, alteza, ya que mucho habéis cavilado sobre el asunto.
—No sé a qué os referís —discrepó el inglés.
—¿Por qué, si no, estaríais dispuesto a sacar a la excelente señora de su convento? —le interrogó Villena—. Muchos nos preguntamos de qué sirve un matrimonio que ni siquiera se verá bendecido por un hijo…
El monarca apenas intentó refutar los hechos.
—¿Acaso pensáis tentarme con una oferta mejor? —ironizó—. ¿Alguna joven princesa de sangre real?
—Ninguna que os permita reclamar el trono de Castilla para vuestro hijo y la princesa Catalina… Pues tal es vuestro plan —le espetó don Juan Manuel.
Enrique se limitó a resoplar, con desdén, sin darse por aludido.
—Os concedo que está bien urdido —continuó el señor de Belmonte—, salvo por un detalle: que ni los reyes de Castilla, ni el archiduque, ni su padre el emperador podrían consentirlo.
—Por fin conseguirían ponerse de acuerdo en algo —ironizó de nuevo Enrique, condescendiente.
—Estáis en lo cierto —corroboró el otro—, pues os aseguro que no dudarían en atajar de raíz una aventura con horizontes tan borrascosos.
El rey apenas pudo contener su enojo.
—¿Os presentáis en mi corte con amenazas? Poco habéis aprendido de la etiqueta de Borgoña. —Villena encajó impertérrito la alusión. Ello enardeció más al inglés—. Decid a quien os envía que no hay hombre sobre la Tierra, emperador o plebeyo, que impida al rey de Inglaterra casar con quien le plazca y reclamar lo que considere oportuno. ¡Y dad gracias a Dios por cada día que permanezcáis vivo en mis dominios! ¡Fuera de mi vista, perro castellano!
Don Juan Manuel hizo una esmerada reverencia y partió. Enrique, furioso, lanzó la jofaina lejos de sí de una patada y derramó el agua sobre su propio calzado, mientras los servidores acudían prestos para secarle los pies.
El señor de Belmonte se trasladó hasta Ludlow, donde Catalina lo recibió en audiencia y de este modo tuvo ocasión de ponerla al corriente del motivo de su viaje. No reveló, por supuesto, que se encontraba allí más por defender los intereses del archiduque Felipe que por lealtad a la Corona. Como era de prever, la joven no pudo sino preocuparse por lo que el caballero le transmitió en presencia de doña Elvira.
—No os descubro nada sobre mi suegro si os digo que en él se unen codicia y testarudez —manifestó la joven.
—Funestas consecuencias augura semejante unión —murmuró Villena—, tanto como la que pretende con la excelente señora.
—¡La Beltraneja, hermano, hablemos claro! —intervino agria doña Elvira.
La mirada reprobatoria de la princesa obligó a la dama a contener sus impulsos. Acto seguido, Catalina volvió a dirigirse al visitante.
—Os aseguro que nada sabía de sus ambiciones.
—Nadie lo duda —ratificó don Juan Manuel.
—Y me atrevería a asegurar que el príncipe de Gales también ignora la intención última de su padre —apostilló su prometida en voz baja—. Es más, he de confiaros que prefiere al rey viudo.
—En verdad parece un hombre cabal —manifestó Villena.
—Lo es. Dejad que yo hable con él y mientras tanto, aguardad, no insistáis ante el rey.
El señor de Belmonte acató la recomendación. Se despidió con una reverencia y su hermana lo acompañó hasta la salida.
—Descuidad, hermano, el príncipe bebe los vientos por su alteza —le susurró, confidencial—. Hará cuanto le pida.
Juana apenas abandonaba su cámara tras el incidente. Margarita, a pesar de haber sido víctima de su arrebato, trataba de sacarla de aquel estado de permanente abatimiento o, como mínimo, de entretenerla. La princesa de Asturias agradecía, conmovida, cada gesto de cariño de su cuñada.
—Vos no tenéis culpa de nada —musitó—. Siempre habéis sido tan buena conmigo y yo… Lo siento mucho.
—Somos familia, Juana —le recordó la duquesa, convencida de su sinceridad y compadeciéndose de ella—. Debemos cuidar los unos de los otros. No os atormentéis.
—Mi esposo… Vuestro hermano… Parece no ver cuánto lo necesito a mi lado.
—Y desde luego que es ese el origen de vuestras disputas. Sed paciente, alteza. Todos los matrimonios discuten y se pelean, vos lo sabéis. —Margarita sonrió, cómplice—. Pero también conocéis los dulces frutos de la reconciliación…
—¿Creéis que mi marido volverá a mí? —inquirió la castellana, esperanzada.
—Os habéis disculpado, así se lo haré saber —recalcó la Habsburgo—. No lo dudéis.
Juana creyó en la buena fe de su cuñada, pero no estaba tan convencida de que el amor de su esposo pudiera revivir, y menos aún de que Felipe quisiera compartir con ella los dulces frutos que Margarita evocaba. Comprobar el escaso efecto de sus palabras en la princesa no desanimó a la duquesa.
—Merecéis ser feliz, Juana —insistió—. Aceptad la dicha que la vida os ofrece. Algún día reinaréis con vuestro esposo en Castilla y Aragón. ¡Y pensad en Carlos, vuestro primogénito! Mi hermano lo adora, reserva grandes planes para él. —La heredera de los Reyes Católicos la escuchó con renovada atención, como si descubriera su propia vida en las palabras de Margarita—. ¡Un día se convertirá en el rey más poderoso que haya existido jamás! ¿No os colma eso de felicidad?
—¡Cuánta razón! Vivo afligida sin motivo. —Juana se sintió culpable—. Perdonad mi empecinamiento. ¿Cómo puedo ser tan ingrata?
La duquesa de Saboya intuyó que la presencia de los niños podría resultar beneficiosa para su cuñada y, sin pedir opinión a su hermano, se aventuró a insinuarlo.
—Carlos y sus hermanas están pasando unos días en el campo… ¿No los echáis de menos? —El tímido asentimiento de la princesa incitó a Margarita a plantear su propuesta—. ¿Os gustaría que regresaran a la corte?
—¿Sería posible? —preguntó Juana, ilusionada.
—Por supuesto, ¿dónde van a estar mejor que junto a su madre?
—¡Deseo tanto abrazarlos y dar juntos gracias a Dios por esta familia maravillosa! —repuso la castellana, alborozada, para satisfacción de la Habsburgo, que no sospechaba cuánto habría de arrepentirse por haber dado por hecho que el amor maternal de Juana se sobrepondría a cualquier otro sentimiento.
En Medina del Campo, entretanto, la reina Isabel se enfrentaba a una incómoda situación, pues se disponía a pedir al arzobispo de Toledo que se retractase de una decisión justa que ella misma había inspirado. Ardua tarea, dada la escasa proclividad de Cisneros a rectificar y, menos aún, a cometer un acto de prevaricación.
—He sabido que habéis resuelto el asunto del convento de Santa Clara —manifestó la Católica, con gesto grave.
—Así es, majestad. La novicia expulsada ha sido readmitida y se ha castigado a la verdadera culpable.
—Eminencia, os solicito que reconsideréis vuestra decisión —le espetó, muy seria.
El franciscano se tomó unos instantes para asimilar el ruego.
—¿Por qué debería hacer tal cosa?
—Porque os lo pide vuestra reina —replicó Isabel, sin acritud—. La tal Asunción ha de volver al convento.
—Vos me encargasteis que hiciera justicia y no es petición que pueda tomarse a la ligera —invocó el confesor—. ¿He de contravenir vuestro mandato?
Isabel suspiró profundamente.
—Esa joven es sobrina del marqués de Villena —murmuró—, y no podemos enemistarnos con él ahora.
—¿Pretendéis que cometa una injusticia? —quiso corroborar Cisneros, cada vez más indignado.
La resistencia del arzobispo, aunque prevista, acabó por irritar a la reina.
—¡No es momento de enfrentar a los nobles castellanos con la Corona! ¡Por una vez, obedeced sin que tenga que rogaros!
—¡Olvidáis que también obedezco a Dios y a mi conciencia, majestad!
—Eminencia, se avecinan tiempos difíciles —le advirtió Isabel—. Si vais a estar a mi lado, como es mi deseo, habréis de hacer cosas que repugnen a vuestra conciencia. Cosas que os impedirán incluso comer y dormir. ¿Estáis dispuesto?
Cisneros se limitó a clavar su dura mirada en la reina. Con un breve gesto autoritario, ella lo apremió para que diera una respuesta.
—Me hacéis cómplice de una tropelía —acusó a su señora, con amargura y rabia contenida.
—No puedo negároslo —admitió la soberana, con idéntica firmeza.
—¿Qué será de la novicia víctima de falsas acusaciones, si ha de convivir con quien quiso quitarla de en medio?
—Ya nos hemos encargado de eso —le comunicó Isabel—: Vuestra protegida ha renunciado. ¿Puedo o no puedo contar con vos?
Francisco Jiménez de Cisneros la contempló espantado. En virtud del interés político, la reina había arrollado los sentimientos de aquella muchacha, su vocación y, probablemente, su futuro. Todo en aras de no disgustar más a caballero tan poderoso. El arzobispo se escandalizó, como si su memoria no conservara registro alguno de los desafueros que él había perpetrado en Granada al amparo de la razón de Estado.
A leguas de allí, en el castillo de Blois, Luis de Francia todavía se resistía a claudicar en el conflicto que lo enfrentaba con las Españas.
—¡Los aragoneses no avanzan! —clamaba ante la reina Ana y su chambelán—. ¡Y en vez de hacerles frente y recuperar el terreno perdido, mis hombres huyen como conejos!
Luis de La Trémoille sintió la necesidad de explicar a su señor por qué el enemigo había renunciado a una ofensiva que significaría, con toda certeza, la aniquilación de las huestes francesas.
—Majestad, Fernando no va a arriesgar un solo hombre por una guerra que ya tiene ganada.
—¡Mientras quede un soldado francés en pie habrá contienda! —bramó el monarca, indignado—. ¡Debe seguir, maldita sea!
Ana de Bretaña negó con la cabeza, harta de la crueldad ciega de su esposo.
—¡¿A qué esperáis?! —le espetó el rey a su chambelán—. ¡Dad la orden: que nadie retroceda un paso más, que ocupen de nuevo mis territorios y aplasten al enemigo!
—¡Basta, por Dios! —intervino la soberana—. ¡Ningún soldado luchará por un rey que lo ha abandonado a su suerte!
El comentario desencadenó la cólera de Luis y fue directo hacia su esposa.
—¡Callad! —le ordenó, fuera de sí—. ¡Callad u os encerraré por traición!
De inmediato, Luis de La Trémoille se interpuso entre ambos.
—Majestad, habéis conducido a nuestros hombres a un desastre —le recordó, enérgico, con el gesto endurecido—. ¡Resignaos, bastante hemos sufrido ya!
El rey de Francia fulminó a su general, y a punto estuvo de pronunciar una sentencia que hubiera lamentado a continuación. En vez de eso, cejó en su empeño y abandonó el salón, furioso, para alivio de sus interlocutores.
En Richmond, el rey Enrique se había entregado a la reflexión, en lugar de dejarse obnubilar por la tentación autoritaria. Por este motivo, requirió la presencia de don Juan Manuel y la audiencia comenzó en un tono más conciliador que en el encuentro precedente.
—No es mi voluntad enemistarme con el archiduque —murmuró el monarca, cariacontecido, sin mirar a su interlocutor—, ni con vos, ni con nadie.
—Puedo garantizaros que tampoco es voluntad de mi señor el príncipe de Asturias.
El soberano se volvió hacia él.
—Callad —le ordenó—. He consultado largo y tendido con mis consejeros: mi hijo no ha de navegar hacia horizontes tan borrascosos como los que describís por culpa de su padre.
—Celebro vuestra decisión —musitó el señor de Belmonte sin pestañear, consciente de que no sus consejeros, sino el propio afectado, había convencido al terco inglés.
—Querréis decir mi renuncia —apostilló Enrique, sin ocultar lo mucho que lo incomodaba dar su brazo a torcer—. A ella me veo obligado, pues la Corona inglesa carece de los recursos que mis rivales atesoran, y que pueden usar contra nos. ¿Sabrán compensar vuestros señores retirada tan prudente?
—No resulta descabellada tal suposición —reconoció Villena, para solaz de su interlocutor, aunque sin comprometerse a nada.
—Regresad pues. Pronto quisiera saber en cuánto valoran mi amistad.
—Partiré mañana mismo.
Enrique de Inglaterra resopló, dando por zanjado el asunto.
—No hay casamiento que merezca la ruina de Inglaterra —proclamó, con una mueca de desprecio—. Y menos cuando la novia es una monja avejentada.
Inmenso fue el júbilo de Juana al ver entrar a Felipe en su cámara por primera vez desde la última trifulca conyugal. La princesa lo achacó a la mediación de Margarita. Sin embargo, el archiduque mantuvo las distancias con su esposa.
—Confío en la palabra de mi hermana, que me asegura que le habéis pedido perdón —admitió con frialdad—, mas no en vuestro arrepentimiento.
Las esperanzas de Juana se desvanecieron y la angustia invadió de nuevo el pecho de la heredera de Castilla.
—Amor mío, yo os juro…
El borgoñón avanzó hacia ella y la interrumpió, amenazador.
—Si no fuerais quien sois, ya os habría encerrado en el castillo más alejado de mis dominios.
—¿Tan poco os importo? —indagó Juana, desolada.
—No os inquietéis, seguiréis junto a mí —le advirtió su marido, cínico—. No estoy dispuesto a ceder la corona de Castilla, pero tampoco he de soportar vuestros desvaríos.
En un reflejo casi animal, la joven trató de abrazar a su esposo. Este se zafó, sin miramiento alguno, y abandonó la cámara. Juana permaneció de pie, inmóvil, paralizada por la desesperación y el estupor que le causaba que su amor fuera rechazado con semejante crueldad.
Mientras tanto, en Medina del Campo, el arzobispo de Toledo llegó a la cámara de la reina con una propuesta que tenía visos de paliar el reciente desencuentro entre ambos. A pesar de su fatiga, Isabel escuchó a su confesor con el mismo interés y respeto de siempre, aunque resultaba obvio que la tirantez entre ambos no se había disipado.
—Como sabéis, en los conventos ingresan a menudo las hijas de la nobleza, más por no encontrar esposo adecuado que por vocación —expuso Cisneros—. También lo hacen muchas jóvenes de familia humilde que apenas pueden aportar la dote exigida, pero que, por el contrario, su devoción es genuina.
—Eminencia, ¿adónde queréis llegar? —musitó la soberana, con voz queda.
—Os propongo separar a las novicias, majestad. Crearemos dos clases de establecimientos: unos, para las hijas de la nobleza; otros, para jóvenes devotas. De esta guisa, preservaremos de la tentación a las almas puras.
—Y evitaremos problemas con los nobles por el comportamiento de sus hijas —remató Isabel, anticipándose a las intenciones del clérigo. Tras una breve reflexión, la reina le sonrió—. Sea. Venderé algunas de mis propiedades y con lo obtenido ayudaremos a las novicias pobres a pagar su dote.
—Como dispongáis, majestad.
El franciscano hizo una reverencia, dispuesto a marchar para facilitar el necesario reposo de la soberana. Isabel, sin embargo, le llamó la atención.
—¿Debo entender, eminencia, que cuento con vos para el futuro?
—Majestad —musitó, muy serio—, ¿acaso no he estado siempre a vuestro servicio?
Dicho lo cual, Cisneros la dejó descansar. Estaba exhausta pero satisfecha.
El señor de Belmonte regresó a Flandes sin demora alguna y con el semblante complacido. Al coincidir con Fuensalida en la corte, a Villena le faltó tiempo para alardear de su éxito diplomático.
—Escribid a sus majestades: os aseguro que a la excelente señora aún le aguardan muchos rezos en el convento.
—Así lo haré. —Gómez de Fuensalida inclinó el mentón, en señal de reconocimiento—. Os felicito, aguardaba impaciente el resultado de vuestro periplo. —Acto seguido, el embajador bajó la voz y condujo a Villena a un aparte—. Venid, os necesito para un asunto de extrema importancia.
—¿De qué se trata, señor? —preguntó el otro, intrigado.
—Del verdadero motivo de mi presencia en Flandes.
En un rincón discreto del palacio del Coudenberg, ignorante de que se hallaba ante un traidor, Fuensalida lo puso al corriente de la misión que los Reyes Católicos le habían encomendado.
—El disparate del inglés nos ha brindado la ocasión para involucrar al archiduque en los asuntos de Castilla —expuso el diplomático.
—Sin duda ha comprendido cuán frágil es su posición —confirmó Villena, con cautela.
—Ese era nuestro primer objetivo. Ahora ha de entregarnos al infante Carlos. —Don Juan Manuel acogió la revelación con no poca expectación. Fuensalida detalló el plan—: Sus majestades dudan de que la princesa Juana llegue a reinar, pero no cuentan con su esposo, que bien ha demostrado su deslealtad.
El señor de Belmonte corroboró con un gesto la opinión del embajador y lo dejó hablar con total libertad.
—Ya que habéis servido con tan buen tino al archiduque en Inglaterra, quiero que me ayudéis a convencerlo para que envíe a Carlos a la corte —le rogó Fuensalida.
—¿Con qué fin?
—Hacer de él el príncipe que Castilla necesita —remató el diplomático—. Un gobernante a imagen y semejanza de sus majestades.
—Entiendo… Pero si Juana no reina, ¿quién lo hará hasta que el príncipe sea mayor de edad? ¿Fernando?
Gómez de Fuensalida eludió darle una respuesta concreta.
—No os precipitéis, la reina aún vive. Cuando llegue el momento se verá. Pero sus majestades seguirán los cauces legales. La línea sucesoria se respetará según los usos de Castilla.
Don Juan Manuel caviló en silencio, como si asimilara el aluvión de informaciones que el incauto de Fuensalida le estaba proporcionando.
—No resultará tarea fácil convencer al príncipe de Asturias —murmuró Villena, con aparente inquietud.
—Es vital que lo consigamos —porfió el otro—. El archiduque confía en vos, más ahora, que habéis cumplido con éxito vuestra misión. —Don Juan Manuel amagó un gesto de modestia, como si la encomienda estuviera por encima de sus posibilidades. En realidad, se dejaba querer para que Fuensalida insistiera, como así ocurrió—. Amigo mío, si apoyáis la petición de los reyes, Felipe no se negará. ¡Pensad en el servicio que rendiréis a la Corona!
El señor de Belmonte, tras efectuar una pausa muy estudiada, terminó por asentir.
—Podéis contar conmigo, señor.
Don Juan Manuel rubricó su compromiso con una reverencia pero, en cuanto los paso del otro se hubieron encaminado por el corredor, Villena acudió al encuentro del archiduque sin pérdida de tiempo.
—Alteza, hay algo que debéis saber de inmediato.
—¿Tan malas noticias traéis de Inglaterra? —inquirió Felipe, alarmado.
—Se trata de vuestro hijo Carlos, señor.
Entretanto, Margarita conducía al pequeño duque de Luxemburgo ante la princesa. Al entrar en la cámara, Carlos se detuvo, tímido, y observó a Juana desde la distancia.
—Acercaos a saludar a vuestra madre —le susurró su tía, la duquesa.
Pero el niño, que apenas contaba cuatro años de edad, no se movió del sitio, sin apartar la vista de ella. Juana extendió los brazos hacia su vástago.
—¡Mi querido hijo! Venid y dadme un abrazo —solicitó la archiduquesa con una sonrisa—. Vamos, no tengáis miedo.
Gutierre Gómez de Fuensalida apareció en el umbral de la estancia. Para no interrumpir el reencuentro familiar, esbozó una reverencia pero se mantuvo ligeramente apartado. Dado que Carlos ni siquiera hizo ademán de complacer el ruego de Juana, Margarita le dio un leve empujoncito en la espalda. Carlos se acercó poco a poco hacia su madre, hasta llegar junto a ella. La princesa de Asturias, enternecida, le cogió la carita con las manos.
—Sois un niño muy, muy guapo… Tanto como vuestro padre.
Carlos se dejó toquetear, pero permaneció serio. Para todos los presentes se hizo evidente que su madre no le inspiraba confianza.
—Para él sois lo más importante del mundo —musitó Juana, al tiempo que lo abrazaba—. Más incluso que su propia esposa, ¿lo sabíais? —La archiduquesa deshizo el abrazo para mirar a su hijo a los ojos, pero no se desasió mientras repetía su pregunta, con un deje de amargura—. Decid… ¿Lo sabíais?
La insistencia de su cuñada inquietó a Margarita. Algo en su actitud, quizá en la mirada, la puso inconscientemente en guardia.
Mientras esto sucedía en la cámara de la princesa, el señor de Belmonte detallaba al borgoñón los planes que le acababa de referir un confiado Fuensalida.
—¡Así que quieren a Carlos! —ironizó Felipe con amargura—. Ahora entiendo las buenas maneras, la preocupación…
—Se han servido del asunto de Inglaterra para haceros notar que no tenéis la corona tan asegurada como pensáis, y que debéis poneros de su lado si pretendéis reinar en Castilla.
—¿Me han burlado de nuevo? —inquirió El Hermoso, con franca irritación—. ¿Eso me estáis diciendo?
—Al menos lo han intentado, señor.
—Pues sus majestades han errado —masculló el archiduque—. ¡No saben cuánto!
En ese instante, unos gritos resonaron al otro lado de la puerta. Villena y Felipe salieron al pasillo, alarmados, para averiguar qué ocurría. Enseguida vieron correr hacia ellos a una de las damas de Juana con la expresión desencajada por la angustia. Aunque el terror la mantuvo enmudecida, nada más precisaron para comprender que algo espantoso sucedía en los aposentos de la princesa y hacia ellos se dirigieron a toda prisa.
Cuando el príncipe y el señor de Belmonte hubieron alcanzado el umbral de la cámara se toparon con una escena terrible: Fuensalida trataba de sujetar a Juana mientras esta se revolvía violentamente contra él, al tiempo que Margarita protegía a Carlos, su sobrino. El niño se abrazaba a ella mientras lloraba desconsolado, con el rostro hundido en sus ropajes.
—¡¡Soltadme, maldito seáis, haré que os ejecuten!! —increpaba la archiduquesa al diplomático, que a duras penas conseguía mantenerla inmovilizada.
Al percatarse de la presencia de su esposo, Juana se dirigió a gritos a su cuñada, que aún tenía a Carlos aferrado a su vestido.
—¡¡Matadlo, matadlo vos!!
La escalofriante petición de la princesa heló el ánimo de los presentes. Al momento, Felipe no tuvo duda de lo que allí acababa de ocurrir y acudió angustiado junto a su heredero. Margarita, a pesar del susto y de los nervios, trató de calmar a su hermano.
—¡Está bien, vuestro hijo está bien!
—¡¡Lleváoslo!! —le ordenó El Hermoso.
—¡Sí! ¡Cuidad de él! ¡Protegedlo de su madre! —aulló Juana, sarcástica, mientras su cuñada y el señor de Belmonte sacaban a Carlos de la estancia—. ¡Cuán preciado es para vos! ¡Pues enteraos bien: igual que os lo di, puedo arrebatároslo!
Incluso el más aguerrido de los cortesanos de Flandes hubiera quedado conmocionado al ver a la archiduquesa en semejante estado. Horrorizado por las palabras y los actos de la heredera, Fuensalida la asió con mayor vigor, al tiempo que la conminaba a calmarse.
—¡Sosegaos, alteza, os lo ruego!
Felipe se encaró con su esposa pero Juana le escupió a la cara antes de que pudiera proferir una amenaza contra ella.
—¡Cerdo! ¡¡Cerdo!!
El príncipe, colérico, propinó un tremendo bofetón a su esposa, todavía sujeta por el diplomático. La castellana, enloquecida, rompió a reír a carcajadas. Fuensalida la liberó, estremecido por todo lo que había presenciado. Felipe, por su parte, abandonó la estancia y salió al pasillo, iracundo y asqueado, mientras el eco de la risa trastornada de su esposa lo acompañaba hasta el salón del trono, donde se encerró.
Poco después, todavía afectado por los acontecimientos de la jornada, Felipe reflexionaba junto a don Juan Manuel sobre cómo abortar las pretensiones de los Reyes Católicos sobre el duque de Luxemburgo.
—Hay que reconocer el buen juicio de mis suegros: nadie en sus cabales permitiría a Juana reinar en Castilla —murmuró—. La cuestión es: ¿para qué quieren a Carlos?
—Alteza, vuestra esposa no es capaz siquiera de gobernarse a sí misma —invocó Villena—; Carlos garantiza la continuidad de la Corona.
—Mi hijo convertido en pieza clave para el futuro de Castilla —farfulló el Habsburgo.
—También lo es para vos y vuestras aspiraciones —le recordó el español.
—Ese hideputa de Fernando pretende apartar a Juana y sentarse en el trono hasta que Carlos tenga edad para reinar. ¿Puede hacerlo?
—No sin el beneplácito de las Cortes —recalcó el de Belmonte.
—¿Con qué apoyos cuenta?
—Lo ignoro, alteza, pero debéis tomar una decisión.
Por supuesto, Felipe no compartió con Juana nada de lo que el traidor le había revelado, pero tampoco lo hizo con su hermana Margarita. La duquesa de Saboya se disculpó en privado por considerar que un error suyo había propiciado el atroz delirio que habían presenciado.
—Pensé que Juana se tranquilizaría junto a Carlos —alegó la joven—. Os ruego perdonéis mi torpeza.
El Hermoso acentuó su abatimiento, pues una idea había germinado en su mente y necesitaba la compasión de su hermana para ponerla en práctica.
—Creedme, nada hay peor que ver a la propia esposa intentando matar a mi hijo. ¿Esto es lo que me espera el resto de mi vida?
—No debéis pensar tal cosa —solicitó Margarita, compungida—. Ha sido un arrebato, un acceso de furia contra vos. Como sabe cuán grande es vuestro afecto por Carlos…
El archiduque hizo un gesto negativo, abrumado por el presunto destino de su matrimonio.
—¿Ni siquiera he de poder dejar a mis hijos junto a su madre?
—Vuestra esposa es mujer de corazón limpio —insistió la duquesa—. Solo reclama vuestras atenciones, vuestro amor. Debéis encontrar el modo de calmarla.
—Algo terrible habré hecho cuando Dios me castiga con una mujer así. El infierno en la Tierra, esa es mi condena —se lamentó el borgoñón, devastado—. ¿Tanto vale la corona de Castilla?
Margarita había agotado sus argumentos y tomó la mano de su hermano. Este creyó el momento oportuno para comunicarle una decisión que lo desgarraba por dentro. O, al menos, eso aparentó para la duquesa, pues la enajenación de Juana le había proporcionado la excusa perfecta.
—Debo encomendaros una misión —murmuró con gesto afligido—, y la cumpliréis sin demora.
La paz entre Luis de Francia y Fernando de Aragón se acordó en Lyon, como el tratado pergeñado por Felipe, pero en este caso no cupo objeción alguna sobre su validez. Tampoco las condiciones fueron tan desfavorables para el Católico, más bien al contrario, dado que Fernando podía considerarse el vencedor del conflicto. Zanjado tan espinoso asunto, los reyes pudieron concentrarse en otro no menos laborioso: la sucesión a las Coronas de Castilla y Aragón. Todos aguardaban con impaciencia noticias de Flandes, pues el futuro de los reinos dependía de que Fuensalida regresara de los Países Bajos con Carlos, y nadie se atrevía a asegurar que ello resultara posible.
—Felipe es capaz de perjudicar sus propios intereses con tal de no favorecer los nuestros —vaticinó Fernando.
—Lo hemos burlado demasiadas veces —recordó Isabel, sumamente fatigada—; resulta natural que desconfíe. Pero Fuensalida conseguirá convencerlo.
—Majestades, de cara a la sucesión, más ha de preocuparnos la influencia que tiene el archiduque sobre vuestra hija —invocó Chacón.
—Juana fue reconocida como princesa y señora. A Felipe se le otorgó la dignidad que como esposo le corresponde, nada más —le recordó Fernando—. Solo las Cortes de Castilla podrían apartar a la princesa del trono.
—¿Sería capaz el borgoñón de convencer a vuestra hija para que hiciera una cesión voluntaria de poderes? —La pregunta de don Gonzalo causó malestar e inquietud en todos los presentes—. ¿Quién podría contravenir su decisión, mientras no hubiera duda de que la tomaba desde su sano juicio y libre voluntad?
—Pensáis que la amenaza se oculta en la entrega de Juana hacia su esposo —dedujo la reina. El gesto de Chacón se lo confirmó, pero ella rechazó tal eventualidad con firmeza—. Puede que Juana esté loca pero no es tonta. Jamás firmará un documento en que renuncie a reinar en favor de Felipe.
—Si Fuensalida fracasa, contamos con otra posibilidad —advirtió Fernando—. Pero las Cortes habrían de declarar incapaz a Juana para nombrar heredero al pequeño Fernando. Ya lo tenemos en Castilla y con la misma maniobra nos libraríamos de Felipe.
Isabel negó con vehemencia semejante solución.
—Si no respetamos la ley no podemos exigir a los demás que la acaten. —La voz de la soberana fue apagándose al tiempo que hablaba—. Siempre dudas sobre la legitimidad de nuestro reinado, no daremos pábulo a viejos reproches…
Al terminar la frase, la reina sufrió un desmayo. Fernando y Chacón acudieron prestos en su auxilio.
—¡¡Isabel…!! —El rey trató de reanimarla, con enorme preocupación, pero sin éxito. Con ella en brazos, se volvió hacia el noble—. ¡¡Avisad a los cirujanos, apresuraos!!
Chacón obedeció de inmediato y Fernando, muy angustiado, acomodó a su esposa en el tálamo.
—Aguantad, mi señora, os lo ruego… ¡Aguantad!
El empeoramiento de la soberana pronto llegó a los oídos de los más fieles. Cisneros se presentó a toda prisa en la puerta de la cámara, donde Chacón y el marqués de Moya aguardaban noticias.
—¿Cómo está?
—Poco se puede hacer ya por ella, más allá de aliviar su dolor —se lamentó Cabrera.
—Necesita a su confesor más que a los propios galenos —farfulló don Gonzalo, contrito—. Está en manos de Dios.
Sin pensárselo dos veces, el arzobispo entró en la cámara. Una vez administrados los sacramentos, Cisneros cedió su lugar a Fernando. Este tomó asiento junto al lecho de Isabel y cogió su mano. Ambos se miraron un instante en silencio, con infinita ternura.
—Querido esposo —musitó la reina—, pronto tendré que rendir cuentas ante el Altísimo.
—Aún no, señora —replicó encendido el aragonés—. Traeremos a otros cirujanos, ¡los mejores! Dicen que en Nápoles…
—No neguéis lo que está a la vista de todos, no es propio de vos —lo interrumpió Isabel, resignada—. Dios sabe cuánto se ha torcido el futuro que soñábamos, pero la Providencia nos indicará el camino.
Fernando hubo de esforzarse por ocultar su abatimiento. La soberana apretó la mano de su marido con intención de reconfortarlo.
—Quiero que advirtáis a nuestras hijas de mi estado —susurró—. Nada me placería más que abrazarlas por última vez.
—Así lo haré, mi señora…
—Sobre todo a Juana, el futuro de Castilla pronto estará en sus manos.
Los reyes se miraron a los ojos pues ambos sabían lo incierto de aquel porvenir que cada vez se encontraba más próximo.
—Ordenad que alivien mi dolor en lo posible —rogó la reina, extenuada—. Queda mucho por hacer… Y son pocas mis fuerzas.
Fernando abandonó la cámara para dar curso a la voluntad de la soberana. Se reunió con Chacón en el despacho y allí le dictó las disposiciones acordadas.
—Fuensalida deberá informar a los archiduques, con la reserva más absoluta, del repentino empeoramiento de la enfermedad de la reina.
El noble acató la encomienda: él se encargaría de elaborar la misiva. Fernando hubo de contener la emoción para seguir con las instrucciones.
—Tan pronto como reciban la noticia del fallecimiento, deberán viajar a Castilla —murmuró, conmovido pero firme—. Esta vez no admitiremos excusas ni retrasos.
—Dejadlo en mis manos, majestad —manifestó Chacón, tan afligido como el rey, pues ambos acababan de asumir, por primera vez, la inevitable desaparición de Isabel.
El servicio que Felipe había requerido de su hermana Margarita consistía en hacerse cargo de la educación de Carlos, Leonor e Isabel lejos de la corte y, por lo tanto, fuera del alcance de su madre y de los reyes de Castilla. Así lo había dispuesto previamente, convencido de que la duquesa aceptaría, más todavía tras los graves incidentes protagonizados días antes por su esposa.
La partida se organizó de modo casi clandestino, para que ni Juana ni el resto de los cortesanos españoles —Fuensalida en particular— tuvieran conocimiento de la decisión adoptada. Llegado el momento de la despedida, Felipe se inclinó hacia el pequeño duque de Luxemburgo, en quien tantos habían depositado sus esperanzas sin advertir que estas podrían colisionar unas con otras.
—Portaos bien y obedeced en todo a vuestra tía. ¿Me lo prometéis?
Carlos asintió. El archiduque, satisfecho, acarició el cabello de su hijo y lo entregó a una dama que subió con él al carruaje dispuesto para la travesía. Acto seguido, Felipe se despidió de su hermana.
—No os preocupéis, estaréis bien. He pedido a la señora de Ravenstein que disponga lo necesario para que no echéis de menos las comodidades de la corte.
Margarita se lo agradeció con una sonrisa teñida de amargura. El Hermoso pasó por alto el matiz.
—Buen viaje y cuidad de mi hijo.
—Cuidad vos también de vuestra esposa.
El príncipe consorte de Asturias asintió sin demasiado convencimiento y el reducido cortejo abandonó Coudenberg.
«En buena hora marcharon mis hijos», pudo pensar Felipe esa misma noche, cuando los gritos de Juana resonaron en el palacio como los lamentos de un espectro que hubiera quedado rezagado en semejante valle de lágrimas.
Encerrada en su cámara, la princesa de Asturias golpeaba el suelo de la estancia pues justo debajo de ella se hallaba el dormitorio de su marido.
—¡Mi señor, ¿estáis ahí?! ¡Respondedme, señor, sé que me oís! ¡¿Por qué me habéis encerrado?! —Juana aguardó ansiosa una respuesta que no se produjo y golpeó de nuevo antes de proseguir con sus ruegos—. ¡Mi señor, volved a nuestro lecho! ¡Os lo suplico! Juro que seré una buena esposa, ¡confiad en mí! ¡Felipe! ¡Tened piedad!
La heredera al trono de Castilla pegó la oreja al suelo, a la espera de contestación. Felipe, en su cámara, caminaba de arriba abajo por la estancia, agitado e incapaz de conciliar el sueño debido a las insistentes proclamas de su esposa.
—Señor… Mi señor… ¡Sé que me oís!
Juana permaneció un momento a la escucha. Durante aquel silencio, también el borgoñón se detuvo. Inmóvil, suspiró por que la exasperación de la española hubiera cesado, bien por resignación o por agotamiento, pues ello poco le importaba. Pero la voz de Juana atronó de nuevo, y esta vez con peor talante.
—¡¡Maldito hijo de puta!! ¡¡Debería haber matado a vuestro hijo!! ¡¡Y luego a vos!! —rugió la princesa, completamente fuera de sí—. ¡Os pudriréis en el infierno por lo que me estáis haciendo! ¡A mí, vuestra propia esposa!
No solo Felipe oyó las terribles imprecaciones de Juana. También llegó su eco a las estancias de Fuensalida y del señor de Belmonte. El palacio entero fue testigo de la alienación de su desventurada archiduquesa.
—¡¡Yo os maldigo, Felipe, yo os maldigo!! ¡¿Me oís?! ¡Maldito seáis! ¡Maldito vos y toda vuestra estirpe! ¡No habréis de conocer la paz mientras yo viva!
Ni el sueño ni la fatiga pudieron domeñar la ira de la princesa de Asturias. Toda la noche continuaron los alaridos y los insultos.
—¡Lacayo! ¡Mi padre tenía razón! ¡Sois el perro del rey Luis! ¡Bien lo probasteis en Francia! ¡No merecéis la corona! ¡Más vale el menor de nuestros hijos que vos mismo! ¡¿Me oís?! ¡¡Maldito seáis por siempre!!
Al día siguiente, Gómez de Fuensalida y el señor de Belmonte fueron recibidos en audiencia por Felipe a petición de los españoles. En primer lugar, el embajador reclamó al nieto de los Reyes Católicos en su nombre, argumentando la petición con solidez y al amparo de los recientes acontecimientos.
—Así que sus majestades desean que enviemos a nuestro hijo Carlos a Castilla. —Felipe fingió sorpresa.
—Visto lo ocurrido con vuestra esposa, creo que la solicitud de los reyes cobra mayor sentido —adujo el diplomático.
—Es cierto, la vida de mi heredero no ha de correr peligro —admitió El Hermoso.
—En Castilla recibirá los mejores cuidados, y tan pronto como mejore la salud de vuestra esposa podréis reuniros con él.
Felipe, meditabundo, amagó un asentimiento. Fuensalida intercambió una fugaz mirada con don Juan Manuel, convencido de que el asunto iba bien encaminado. El borgoñón, cariacontecido, suspiró profundamente antes de responder.
—Tanto comparto vuestra preocupación que he tomado medidas para alejar a Carlos de su madre. —La afirmación del príncipe consorte desconcertó al representante de las Españas—. Carlos se dirige a Malinas en compañía de mi hermana Margarita. Unos parientes de total confianza nos han ofrecido su hospitalidad.
—Pero señor, sus majestades…
—Los reyes no deben preocuparse por su nieto —interrumpió Felipe—. Está a salvo y en buenas manos, os lo aseguro.
El Habsburgo disfrutó al contemplar la contrariedad en la que había quedado sumido el diplomático castellano.
—¿Deseáis algo más?
—Me temo que sí —murmuró Fuensalida al tiempo que se rehacía de su fracaso—. Alteza, Castilla pasa por un momento sumamente grave. Se trata de la reina Isabel.
Felipe y el señor de Belmonte escucharon con gran expectación las nuevas procedentes de Castilla, así como la orden dictada para que los príncipes de Asturias regresaran de inmediato a la Península en previsión de un posible desenlace inminente. Al término de la audiencia, el archiduque se dirigió a los aposentos de su esposa. Cuando entró en la cámara, la encontró en camisa, acuclillada en un rincón, hosca y enajenada.
—Veo que os negáis a comer —constató El Hermoso, cínico, mientras señalaba una bandeja de comida intacta—. ¿Tenéis intención de dejaros morir?
—¡Me arrancaría el corazón con mis propias manos si con eso os procurara algún pesar!
—Tenéis mi bendición —replicó Felipe, incrédulo—. Quizá podamos enterraros junto a vuestra madre.
Las palabras de su esposo alertaron a Juana. El archiduque, satisfecho, no dudó en saborear el momento.
—Han llegado nuevas de Castilla. Dicen que pronto morirá.
—¡Mentís!
—Dicen también que nada atormenta más a la reina que no poder abrazar por última vez a su queridísima hija Juana. Lástima que me obliguéis a manteneros encerrada.
Acto seguido, Felipe le dio la espalda y se dirigió hacia la puerta, como si ya hubiera cumplido su misión allí. La princesa de Asturias reaccionó y se plantó ante él, angustiada, impidiéndole el paso.
—¡¡No!! ¡Tengo que ver a mi madre! ¡No podéis hacerme esto!
El Hermoso la cogió del cabello y la devolvió hacia el interior de la cámara de un violento empujón.
—Si os portáis bien puede que algún día os permita visitar su tumba —le espetó, antes de salir.
Juana se lanzó contra la puerta pero su esposo ya la había cerrado. La princesa la emprendió a puñetazos contra el panel, mientras reclamaba a Felipe a gritos que la dejara partir, sin que sus ruegos obtuvieran el menor resultado.
Fernando veló cada noche el sueño de su amada. Cuando Isabel despertaba, la presencia de su esposo la enternecía.
—¿Aún veláis mi sueño?
—Siempre.
—¿Han respondido nuestras hijas a mi demanda? —musitó la reina, esperanzada.
—Aún no, apenas habrán recibido la noticia.
La soberana asintió, fatigada, y su expresión se tornó más sombría.
—¿Creéis en las premoniciones?
—Solo en las buenas.
El comentario de su esposo dibujó una triste sonrisa en aquel rostro demacrado.
—He tenido un sueño. Felipe reinaba en Castilla y Juana… —El recuerdo abatió el ánimo de la reina—. Nuestra querida Juana ni siquiera aparecía en él.
Fernando se acercó más a su esposa y besó su frente.
—Escuchadme: mientras me quede aliento no permitiré que un traidor se haga con el gobierno de Castilla —proclamó, muy serio—. Os lo prometo.
Isabel sonrió con gratitud y guardó silencio, extenuada.
El mismo que turbaba el sueño de la doliente soberana de Castilla no estaba dispuesto a tolerar que obstaculizaran su ascenso al trono a la muerte de Isabel. Así lo había jurado. Por ello, el príncipe consorte de Asturias decidió tomar la iniciativa para contrarrestar las eventuales maniobras de su suegro contra él.
—Partiréis hacia Castilla de inmediato —ordenó al señor de Belmonte.
—¿Y vos, señor?
—Tiempo habrá —afirmó, contraviniendo de esta guisa el mandato real—. Hasta entonces seréis mis oídos y mis ojos en la corte. Quiero saber si los planes de Fernando son los que barruntamos.
Don Juan Manuel acató la encomienda con evidente orgullo.
—Me informaréis de cada rumor, de cada bulo, de cada habladuría: debemos saber quiénes le apoyan, con quién se reúne, de qué hablan, hasta qué comen. Luego, obraremos en consecuencia.
—Así lo haré, alteza.
—Y buscad alianzas con los enemigos de Fernando —remató Felipe—, ¡con el mismo diablo si es necesario! ¡Nada ha de impedirme reinar en Castilla!