11

Desde que Felipe marchara a tierras francesas, la melancolía devoró a la princesa de Asturias con la parsimonia de quien se recrea en dar tormento a su víctima. En vez de sobreponerse a la ausencia de su amado, Juana halló un pernicioso consuelo en la postración y el abandono. Ni siquiera las atenciones de la abnegada Beatriz de Bobadilla lograban que reaccionara y velara por su propia salud.

—Hoy os traigo cordero asado —anunció la marquesa de Moya, mientras depositaba una fuente ricamente dispuesta sobre la mesa de la cámara de Juana—. Mirad qué aspecto tiene, como a vos os gusta, ¡y qué aroma desprende!

—No tengo hambre —respondió desde el lecho la princesa.

—Vos quizá no —repuso Beatriz—, pero pensad en la criatura que lleváis en vuestro vientre. Habéis perdido mucho peso, alteza.

—La comida castellana se me antoja tosca —alegó la joven—. Mi paladar ya está acostumbrado a Flandes.

La marquesa se sentó junto a Juana en el tálamo y retiró con cariño una guedeja de su frente.

—Solo queremos lo mejor para vos y para vuestro hijo.

—¿Lo decís de corazón?

—Por supuesto —ratificó la Bobadilla.

—¿Haríais cualquier cosa por mi bienestar? —indagó Juana, pensativa.

Beatriz asintió. La princesa se incorporó de golpe y tomó las manos de la marquesa con notable apremio.

—Id a Francia —la conminó—, ¡seguid los pasos de Felipe! ¡Y mandadme cartas a diario contándome qué dice y qué hace! —La propuesta asombró a la marquesa. Juana perseveró, con mayor insistencia si cabía—. Si satisfacéis mi anhelo, comeré, abandonaré el lecho como aconsejan los galenos y os regalaré joyas… ¡Poseo alhajas magníficas, como nunca visteis!

Consciente de lo disparatado del requerimiento, incluso sobrecogida por semejante arrebato, Beatriz trató de encontrar las palabras adecuadas para salir del paso sin ofender a su alteza.

—Temo no poder complaceros; ¿cómo podría ir a Francia para convertirme en la sombra de vuestro esposo? Mi deber es cuidar de vos. —La Bobadilla se percató de la decepción repentina de Juana y trató de paliarla al instante—. En cuanto hayáis dado a luz a vuestro hijo, os reuniréis con el príncipe. Tan solo habéis de esperar…

La heredera de Castilla y Aragón, muy seria, fijó la mirada en su interlocutora.

—Si no me obedecéis, abriré mis entrañas con un cuchillo y os acusaré a vos —afirmó con voz serena, sin el menor titubeo—. ¡No tardaréis en colgar de la horca!

Algo turbio percibió la marquesa de Moya en el modo en que Juana la contemplaba, algo que provocó que la creyera capaz de cumplir amenaza tan abominable. Beatriz se levantó, asustada, y abandonó la estancia a paso ligero. En cuanto se quedó sola, la frustración de Juana se convirtió en rabia y descargó su ira golpeándose la cabeza contra el cabecero de la cama.

Las noticias procedentes de Italia no auguraban nada positivo. La campaña militar se había estancado hasta el punto de que nadie se atrevía a predecir su desenlace.

—El Gran Capitán sigue bloqueado en Barletta —refirió Chacón, con gesto grave—. Si la paz llegase pronto casi sabría a victoria.

—Para eso hemos enviado a Felipe a Francia, para que la consiga —adujo Fernando, severo.

—Arriesgada designación para labor tan importante —se atrevió a murmurar Andrés Cabrera.

El rey guardó silencio, impasible. El arzobispo de Toledo refrendó la postura del marqués.

—Si me permitís la sinceridad, mi señor: a todos nos sorprendió vuestra elección —manifestó Cisneros—. ¿Tanto confiáis en él?

—¿Me tomáis por necio? —les espetó el aragonés.

El monarca y don Gonzalo cruzaron una breve mirada de complicidad, lo que acrecentó el desconcierto de Cabrera y de Cisneros.

—Felipe ha viajado a Francia convencido de que cuenta con poderes para firmar un acuerdo de paz —explicó Chacón.

—¿Y no es así? —inquirió el marqués, confundido.

—Solo tiene potestad para negociar, pero lo ignora —precisó Fernando—. Actuará con soberbia, creyéndose rey. Así demostrará a qué intereses presta fidelidad.

—Aunque la maniobra tenga como fin conseguir la paz, ello no la hace menos arriesgada —manifestó don Andrés, preocupado.

—O puede que el borgoñón os sorprenda y regrese con un acuerdo ventajoso para los nuestros —apostilló el franciscano.

—Quizá —admitió el rey—. De lo contrario, lo que firme mi yerno nada valdrá. Tan solo servirá como nueva muestra de su deslealtad. —La treta no agradó al marqués de Moya, cuya inquietud era patente. El Católico quiso tranquilizarlo, aunque su intento produjo el efecto adverso—. Mientras negocian en Francia, nos regalan tiempo para juntar caudales y tropas y organizar la contraofensiva. Ya habrá servido de mucho.

—Entonces ¿Aragón aún no da la guerra por perdida? —quiso confirmar Cisneros.

—Jamás —zanjó Fernando.

Las miradas que intercambiaron sus consejeros evidenciaron que no confiaban tanto como su rey en un desenlace favorable a sus intereses.

Por el contrario, en Blois, el rey Luis de Francia se regodeaba en su convencimiento de que saldría con ventaja de la negociación con El Hermoso.

—No ha habido encuentro con Felipe de Habsburgo que empezara con un buen vino y terminase sin triunfo.

—Se os ve confiado —apuntó La Trémoille, menos entusiasta.

—¿Qué mayor prebenda podría pedir? Para negociar la paz los españoles me envían a mi más fiel aliado —adujo el monarca.

—No es Fernando hombre propenso a tales concesiones —advirtió el chambelán—. Dudo de sus motivos para delegar en Felipe.

—¿Pensáis que es una maniobra para distraernos? —inquirió Luis, incrédulo.

—O quizá suegro y yerno han trabado mutua confianza en este tiempo que han compartido —añadió La Trémoille.

El soberano francés apenas dedicó unos segundos a sopesar esa posibilidad.

—Ante mí, Felipe cederá, como acostumbra.

—Descartáis con excesiva premura que ahora le interese más defender Castilla y Aragón —perseveró el consejero.

—¿Acaso no debería? —le espetó el rey, un tanto harto de los malos augurios del general.

—Un duque de Borgoña jamás ha sido coronado —recordó La Trémoille—, y Felipe tiene el trono más cerca que nunca. La salud de Isabel ya ha dado muestras de agotamiento y a Juana podrá domeñarla a su gusto. Si se ve rey de las Españas, actuará como tal.

Luis de Francia rumió el análisis de su hombre de confianza. Hubo de admitir para sí que podría resultar más acertado de lo que sus propios deseos le permitían reconocer.

—Ya veremos —murmuró, entre dientes.

A escasas leguas de allí, el archiduque y don Juan Manuel paseaban por la vereda de un riachuelo, fatigados por la travesía que ya tocaba a su fin, mientras aguardaban la llegada de Gómez de Fuensalida.

—Qué placer estirar las piernas de tanto en tanto —afirmó Villena—. Por suerte alcanzaremos la corte francesa esta noche.

—Yo agradezco el largo viaje —declaró Felipe—. Mucho tenía que pensar sobre cómo actuar en las negociaciones con el rey Luis.

—¿Y qué habéis decidido?

—Que no pasaré por el trance sin obtener beneficio —proclamó el Habsburgo—. Y con tal fin, he de situarme al margen de ambos contendientes: ni seré vasallo de Francia ni fiel en exceso a Aragón.

—Mas representáis a Fernando —objetó, no sin sorpresa, el señor de Belmonte—. ¿Pensáis desaprovechar la confianza que su majestad ha puesto en vos?

—Al contrario. Pienso sacar partido a mi favor tanto como pueda.

—Alteza, con esta misión tenéis una gran oportunidad para ganaros al rey —le previno el noble—. Conseguid un buen acuerdo y os colmará de dádivas y privilegios.

—Ya me ha nombrado su heredero, nada mejor puedo obtener de él.

—Ofended a Fernando y jamás os lo perdonará —porfió don Juan Manuel.

—Para su desgracia, no podrá impedir que Juana reine pronto en Castilla, ni que yo gobierne —invocó Felipe ante su interlocutor, crecido y sonriente. Convencido de que Villena sabía que no erraba en sus cálculos, el archiduque lo aleccionó con cierta condescendencia—. Si ya tengo la corona a mi alcance, ¿por qué no aprovechar el encuentro con Luis para conseguir mayor grandeza?

A pesar de la seguridad del borgoñón, el señor de Belmonte no las tenía todas consigo. No obstante, guardó silencio al advertir que se aproximaba hacia ellos un jinete escoltado por un reducido séquito. El príncipe también reparó en el grupo.

—Ahí llega Fuensalida —murmuró—. Por desgracia, el canal de La Mancha ha sido benévolo con él. Mantenedlo a raya, que no entorpezca mis pasos.

Beatriz de Bobadilla solicitó a Gonzalo Chacón que estuviera presente cuando refiriera a la reina el incidente acaecido con la princesa de Asturias. La reina asimiló dolida y asombrada el relato de su apesadumbrada amiga.

—Dijo que se rasgaría el vientre si no la obedecía —remató la marquesa, horrorizada—, y que me acusaría a mí de haberlo hecho.

—¿Creéis a Juana capaz de acometer tal cosa? —musitó Isabel, impresionada. La pregunta iba dirigida a ambos nobles. La soberana se percató de que Chacón esquivaba su mirada—. ¿Qué ocultáis? ¡Decid!

—No es el primer contratiempo de este género —reconoció don Gonzalo, pesaroso—. Varias personas a su servicio han sufrido las consecuencias de sus… enfados poco comunes.

La reina miró a Beatriz. Esta corroboró con un gesto el testimonio de Chacón.

—¿Y por qué razón no he sido informada? —replicó Isabel, irritada.

—No queríamos preocuparos —alegó Chacón—. Apenas os habéis sobrepuesto a una enfermedad…

—No volváis a protegerme de la verdad —zanjó su majestad—. Juana es la heredera. ¡Sus miserias son cuestión de Estado y como reina he de conocerlas!

Sin dudar ni un solo instante, la Católica se personó en la cámara de la princesa de Asturias. No le fue preciso insistir para que su hija se mostrara arrepentida.

—Lamento lo que hice —afirmó, consternada—. Los físicos me han recomendado que abandone el lecho y pasee por palacio para calmar mi ánimo. Sabed que he seguido su consejo.

Al ver el gesto afligido de Juana, Isabel se apiadó de ella.

—Prometed que no volveréis a comportaros de tal modo.

La heredera al trono de Castilla asintió. Su madre la tomó de la mano.

—Decidme, hija mía, ¿de dónde nace esa rabia? —quiso averiguar.

Juana, pensativa, desvió la mirada antes de responder.

—De mi soledad —susurró—. Cuanto más lejos se halla Felipe, mayor resulta mi desvelo.

—Bien conozco vuestro temor sobre lo que él pueda hacer en vuestra ausencia —manifestó la reina—, mas quizá no ocurra lo que vos imagináis y tanto os angustia.

—¿Y si sucediese?

—Raro es el esposo que no cae en tal pecado. —Isabel suspiró, disgustada—. Os aconsejo que os hagáis a ello… Como yo con vuestro padre, pues sus tropiezos no han impedido un matrimonio dichoso. —La hija acusó la punzada de dolor que le ocasionó la pragmática exhortación de la madre—. Disfrutad de lo que Felipe os concede y llevad con resignación sus faltas.

—Sus traiciones me desgarran, pero no es eso lo que menoscaba mi juicio —aclaró Juana, con una seguridad desconcertante.

—¿Y qué es, entonces?

—Su ausencia —reveló la princesa—. Cuando no está a mi lado pierdo el color, mis manos tiemblan… Soy nada. Ahora sé que mi vida no era tal hasta que lo conocí. Si lo perdiera, más me consolaría la muerte que soportar su falta.

Isabel no pudo reprimir un arrebato de ternura al oír la declaración de su heredera.

—Entiendo lo que sentís —le aseguró—, mas debéis llevar con mayor serenidad vuestras separaciones. Amáis a vuestro esposo, eso es todo.

Juana encaró a su madre con total serenidad.

—Lo que otros llaman amor es una sombra comparado con lo que yo siento —proclamó—. Nunca he sido muy devota, madre, y ahora entiendo el porqué: mi alma esperaba a Felipe. Él es Dios para mí.

—Blasfemáis… —objetó Isabel, pasmada, al borde del escándalo.

—Él da sentido a mis días, me guía y me llena —adujo la archiduquesa—. A él me entrego y me someto, como vos a Dios. En ello encuentro mi felicidad… Mas solo desdicha cuando se me priva de aquel al que adoro.

La sinceridad con la que Juana formuló su confesión provocó que la inquietud de Isabel aumentase. La sumisión de la princesa de Asturias a su esposo iba mucho más allá de lo imaginable y ello no presagiaba nada positivo ni para el reino, ni para su hija.

La entrada de El Hermoso en el salón del trono de Blois fue precedida por el anuncio de rigor.

—Su alteza don Felipe de Habsburgo, duque de Borgoña…

El recién llegado no dudó en interrumpir al lacayo.

—Príncipe de Asturias y príncipe de Gerona —añadió el archiduque, mientras avanzaba hacia el trono flanqueado por Villena y Fuensalida.

El rey de Francia y Luis de La Trémoille apenas acusaron el matiz, por insolente que les resultara la apostilla.

—Os recibimos calurosamente, alteza —declaró, sonriente, el monarca.

—Majestad, agradezco vuestra cordialidad. Más aún cuando no vengo como vasallo vuestro.

Luis disimuló su malestar ante la insistencia en recalcar aquella obviedad.

—Aunque hoy rivales, nuestros lazos harán más llevadero el debate y más pronta la solución, ¿no creéis?

Un sirviente se aproximó con una bandeja sobre la que reposaban dos copas de vino. Tanto el soberano como el príncipe tomaron la que les correspondía. Otro sirviente ofreció su bandeja a los consejeros y estos hicieron lo propio.

—Todos saben de mi romance con Francia —admitió Felipe—, pero mi matrimonio, alteza, me une ahora a los españoles. Y he de defender sus intereses con celo. —A Fuensalida le sorprendió gratamente la actitud del Habsburgo. El rey Luis y La Trémoille se limitaron a encajarla, impasibles. Todos brindaron y bebieron de sus copas—. Magnífico vino, como siempre. ¿Borgoña?

No hubo respuesta de su cristianísima y cada vez más tensa majestad, tan solo un leve asentimiento. En cuanto terminaron las formalidades, Luis XII se reunió en privado con su chambelán, con vistas a elaborar una estrategia contra el heredero de los Católicos.

—«Príncipe de Asturias y Gerona» —parafraseó el rey, entre dientes—. Teníais razón. Felipe ha venido ataviado de español.

—Busleyden era nuestro mejor valedor —evocó La Trémoille—. Muerto él, Felipe ha perdido su querencia por Francia.

—¡Reptil miserable!

El exceso de confianza del monarca francés había mudado en inquietas cavilaciones. Su consejero trató de apaciguarlo.

—Majestad, estamos ganando la guerra con tanta autoridad que las condiciones de paz nos han de beneficiar, quieran o no.

—Ya no me conformo con un acuerdo ventajoso —masculló Luis, y con ello alertó al cauto chambelán—. Aprovechemos para desligar a Felipe de sus nuevos amos. Él, su padre y los Católicos rodean nuestro reino. Su alianza es una amenaza para Francia.

—¿Y cómo pensáis romper esa unión? Luis de Francia encaró a su consejero durante un momento y, por fin, sonrió de medio lado.

Menos ufana se sentía Isabel en su cámara, arrellanada en un sillón, meditabunda y con la mirada perdida. Su esposo, sin embargo, irrumpió en la estancia con semblante esperanzado.

—He hablado con los físicos —manifestó—. Dicen que el ánimo inquieto y la melancolía son propios de embarazadas. En cuanto dé a luz, Juana volverá en sí.

El dictamen no alivió la inquietud de su esposa.

—Solo piensa en reunirse con Felipe.

—¡Un imposible! —le recordó el aragonés.

—La culpa no es sino nuestra. —Isabel, desolada, suspiró—. Nosotros la casamos con Felipe. Nosotros la condenamos a ese amor enfermizo que la domina.

—No es más que amor…

—¡Un encantamiento! —corrigió la soberana, quebrantada—. Felipe ha poseído su espíritu. ¡En cuanto se han separado, Juana ha perdido el juicio! —La reina se desesperó ante la mirada inquieta de su marido—. Que Dios me perdone pero he llegado a desear que él falte. ¡Que lo lleve consigo y libere por fin a mi hija!

—Confiad en los físicos —perseveró Fernando, en un intento por calmarla—. Su ofuscación pasará pronto.

—¿Y si no es así? ¿Y si la estamos perdiendo como yo perdí a mi madre?

Nada pudo replicar el rey, pues sus palabras hubieran revelado el escaso convencimiento que las respaldaba.

Al día siguiente, la delegación española atravesaba a buen paso los corredores de Blois, camino de la sala donde había de entablarse la negociación con el francés.

—¿No echáis de menos Castilla? —ironizó Felipe, en alusión a Fuensalida.

—Sí, alteza. Mas, como el señor de Belmonte y vos mismo, he de cumplir las órdenes del rey Fernando.

—¿Os ha encomendado vigilarme? —le espetó el borgoñón.

—Acompañaros tan solo —replicó el diplomático, con respetuosa franqueza—. Bien claro figura en su encomienda que solo tiene un representante ante Francia, y sois vos.

La declaración arrancó una sonrisa de satisfacción al príncipe de Asturias. Una vez que se hubieron acomodado en la mesa de negociaciones, el rey Luis tomó la palabra.

—Como parte vencedora, me otorgo el derecho a exponer las condiciones.

—Es pronto para proclamaros vencedor —objetó Felipe—. La guerra aún no ha llegado a su fin.

—De alargarse el conflicto, solo desembocaría en un desastre para los españoles —advirtió La Trémoille.

—La paz os interesa más a vos que a Francia —apostilló el rey, condescendiente.

—Dad a conocer vuestra propuesta y valoraré si es digna —se limitó a sugerir el archiduque.

El monarca galo esbozó una sonrisa y enumeró sus condiciones.

—El reino de Nápoles quedará enteramente bajo dominio francés. Además, exigimos compensaciones económicas por el conflicto, pues los vuestros vulneraron lo acordado en Granada.

—Inaceptable —replicó Felipe, rotundo. La contundencia del borgoñón disgustó a los franceses, no así a Fuensalida—. Cada reino ha de asumir sus pérdidas. Y Aragón retendrá las plazas que aún defiende en el sur de Italia.

—¿Cómo decís? —inquirió Luis, en apariencia incrédulo.

—No aceptaremos menos.

Luis de Francia guardó silencio. Consideró que había llegado el momento de exponer la oferta pergeñada la noche anterior, aunque hizo ademán de meditar durante unos instantes.

—Cierto es que hay otra manera de conseguir la paz —musitó.

—Más generosa, espero —repuso el príncipe.

—El tratado de Granada se ha quebrantado. ¿Por qué respetar las contraprestaciones? —planteó el monarca—. La Corona de Nápoles no ha de ser ni para Fernando ni para mí, sino para nuestros hijos. —Los rostros de los presentes reflejaron su sorpresa—: Retomemos nuestro deseo de casar a vuestro heredero Carlos con mi hija Claudia, y que ellos gocen del reino de Nápoles cuando sean mayores de edad.

El Hermoso no se atrevió a pronunciar palabra por temor a descubrir su juego, pues el francés ponía a su alcance el beneficio personal que tanto anhelaba obtener de esa visita.

—¿Y hasta ese día? —murmuró, por fin.

—Francia administrará la zona norte y vos mismo el sur. —El enviado de Fernando se relamió ante semejante perspectiva y a nadie le pasó desapercibido—. Dada la edad de los contrayentes, vuestra potestad duraría más de una década.

—¿Y de qué modo es beneficioso este acuerdo para los intereses de Aragón? —interrogó Fuensalida al soberano, con voz firme y sin el menor titubeo.

—¿Acaso no es el archiduque príncipe de Gerona? —alegó La Trémoille—. Además, Carlos es nieto de Fernando. Al final, después de tantas tribulaciones, reinará en Nápoles uno de los suyos.

El borgoñón censuró con la mirada a Fuensalida. Antes de que este pudiera replicar, Luis se dirigió al archiduque.

—Decid, ¿os parecen más aceptables estas condiciones?

Tanto Villena como Fuensalida contuvieron el aliento a la espera de la reacción del príncipe. Este ni siquiera trató de reprimir una sonrisa y, una vez a solas con ellos, Felipe dio rienda suelta a su entusiasmo.

—¡Es un acuerdo inmejorable!

—¿Pensáis aceptarlo sin más? —preguntó Fuensalida, indignado—. ¡Solo beneficia a Francia y a vos mismo! ¿Qué queda para Aragón?

—¡La paz, tan necesaria para vuestras tropas! —replicó el Habsburgo—. Los beneficios que yo obtenga son el merecido premio por conseguirla.

—Fernando nunca lo aceptará —le advirtió el otro, tajante—. ¡Es una rendición insultante!

—Conteneos, os lo ruego, y bajad el tono —reclamó don Juan Manuel—. ¡Nadie diría que estamos en el mismo bando!

—¡Callad vos! —le espetó Fuensalida—. ¡Y dejad que haga lo posible por evitar semejante humillación!

—Cierto es que mi suegro puede sentirse ofendido —reconoció El Hermoso, en un alarde de cinismo—. Lleva años intentando hacerse con Nápoles en el campo de batalla… Y yo me he hecho con él en una tarde, sentándome a una mesa.

El estupor por el descaro del príncipe enmudeció a Gómez de Fuensalida.

—Voy a administrar un reino al tiempo que aseguro el trono francés para mi hijo —zanjó Felipe—. Bastará para soportar las filípicas de su majestad.

El 10 de marzo de 1503, en Alcalá de Henares, Juana dio a luz a un varón sano y hermoso que recibiría el nombre de Fernando, como su abuelo. El alumbramiento hubiera debido apaciguar el ánimo de la princesa, según se esperaba, igual que su esposo confiaba en regresar a la corte con la Corona de Nápoles pacificada y a su nombre. Ilusiones que pronto se demostrarían vanas.

Luis de Francia ratificó el tratado en la ciudad de Lyon, el 5 de abril de ese mismo año, deseando que el acuerdo no provocara más disputas de las necesarias entre el archiduque y su suegro.

—Soy su heredero —afirmó Felipe—. Suyo es el pasado. Mías, las decisiones sobre el futuro.

—¿Partís ya hacia Flandes? —le preguntó el monarca—. ¿Cuánto ha que no estáis en vuestro hogar?

—Dos años. Y no podría hallar mejor manera de volver…

—Os recibirán como a un héroe —vaticinó Luis—. ¡Que sea venturoso el porvenir para nos y para nuestros hijos!

La cordialidad dispensada al borgoñón en su presencia se disipó en cuanto él y su séquito abandonaron la corte gala.

—Fernando presume de astucia —ironizó el soberano—. ¡Y es tan memo como para designar a un traidor como heredero!

—Cuesta creer tamaña torpeza —murmuró La Trémoille, siempre cauto.

—Sea como sea, Felipe y él no tardarán en enfrentarse a causa de este acuerdo —apuntó su majestad—. Es justo lo que nos conviene.

—Quizá se plantee apartarlo de la sucesión…

—¿Qué otras opciones tiene? —refutó Luis—. Felipe y Juana son los príncipes herederos, jurados en Cortes, quiera o no el aragonés. Y cuando Felipe gobierne, el rey de las Españas será vasallo nuestro…

El soberano de Francia alzó su copa ante el chambelán.

—Querido amigo, brindemos por el futuro. Hoy hemos ganado Nápoles. Mañana… quién sabe.

Por supuesto, Gutierre Gómez de Fuensalida encaminó sin dilación sus pasos hacia la corte de los Reyes Católicos. El diplomático se presentó ante Fernando, demudado y con el documento firmado en Lyon en sus manos.

—Majestad, siento anunciaros que en Francia he sido testigo de un insulto intolerable. Leed lo acordado por el príncipe.

Fernando puso el legajo ante sus ojos y la lectura le provocó una mezcla de incredulidad y desprecio.

Lyon, a 5 de abril de 1503

El príncipe de Gerona, don Felipe de Habsburgo, y su Cristianísima Majestad, don Luis de Francia, acuerdan los siguientes términos con vistas a la solución del conflicto que enfrenta a Francia con la Corona de Aragón en Nápoles:
La titularidad del reino de Nápoles en su totalidad pasará al matrimonio formado por la hija primogénita de los reyes de Francia, Claudia, con el hijo de Felipe y nieto de Fernando el Católico, Carlos, que tomarán el título de reyes de Nápoles y duques de Apulia y Calabria; durante la minoría de edad de los contrayentes la Corona de Francia administrará la parte norte del reino, quedando la administración de la zona sur en poder de don Felipe, príncipe de Gerona y duque de Borgoña.

YO, EL REY
YO, EL PRÍNCIPE

—Con el debido respeto, majestad —murmuró Fuensalida, cariacontecido—, ¿en qué momento se os ocurrió depositar en Felipe tamaña responsabilidad?

Como respuesta, el aragonés rompió el tratado.

—Antes firmaría mi sentencia de muerte —musitó, impasible.

Gonzalo Chacón intervino para aliviar el estupor del diplomático.

—A la hora de traicionarnos, el príncipe no se anda con sutilezas —ironizó Chacón—, pero descuidad: este documento nada vale sin la aprobación de su majestad.

—¿Era necesaria vuestra firma? —quiso confirmar Fuensalida—. ¡Ni el rey Luis ni el príncipe lo creen así!

—Solo concedí a Felipe poderes para negociar —contestó el interpelado—. Pretendía poner en evidencia su deslealtad.

—De haber sabido que era una treta, incluso habría disfrutado… Por lo visto tampoco el señor de Belmonte estaba al corriente.

Chacón hizo un gesto negativo para corroborarlo. Fernando, sonriente, palmeó el hombro de su enviado.

—Disfrutad al menos de las buenas noticias: acabamos de derrotar al francés en Seminara. Mientras en los despachos se nos insulta, nuestros soldados ganan la guerra. —El rey se dirigió satisfecho a sus consejeros—. Partirán más tropas hacia Nápoles. La ofensiva no cesará y recuperaremos el terreno perdido.

—Decid, ¿y el archiduque? ¿No recibirá castigo alguno por su deslealtad? —indagó Fuensalida.

—Por supuesto, el más doloroso para sus ambiciones —respondió Fernando, al tiempo que saboreaba por anticipado la sentencia—: Es nuestro deseo apartarlo del gobierno de Castilla cuanto podamos… Y eso significa alejarlo de Juana. Mi hija es la princesa de Asturias y aquí se ha de quedar.

En privado, Fernando detalló a su esposa la estratagema urdida contra Felipe y el resultado obtenido. La reina asimiló atónita el relato de su esposo.

—¿Lo enviasteis a Francia para poner a prueba su lealtad?

—Y lo único que ha demostrado ha sido su vileza —completó el rey, con gesto grave—. Ha firmado a favor de Francia y de sí mismo. Solo podemos contar con Juana. —La mirada de Isabel se ensombreció, pues no albergaba los mejores presagios sobre su hija. Fernando continuó su exposición, ajeno a la incertidumbre de su esposa—. Ha de quedarse entre nosotros hasta que se convenza de que ella y solo ella ha sido llamada a reinar en Castilla y Aragón.

—Mas Felipe no tardará en reclamarla —objetó la soberana.

—Que reclame cuanto quiera —masculló Fernando—, no será complacido. Juana permanecerá en Castilla hasta que sea capaz de asumir el gobierno de los reinos.

—En su estado, llevará tiempo…

—Ya ha dado a luz —adujo él—; ahora podrá serenarse y aceptará sus deberes.

Isabel encaró seria a su marido.

—¿También pensáis ponerla a prueba?

—Hemos de saber lo antes posible si nuestra hija es vuestra digna sucesora —manifestó, impasible, el aragonés.

El Católico no tardó en llevarlo a cabo. Con tal fin, requirió que la princesa participara en una reunión del Consejo. Juana obedeció, aunque asistió a los debates abstraída en sus pensamientos.

—¿Cómo es posible que persista la carestía de trigo en Valencia? —interpeló el rey a sus hombres de confianza—. ¿Acaso no ordené el abastecimiento?

—El cereal parece perderse por el camino —masculló Chacón.

—Y el alza de precios es imparable —añadió Cabrera.

El arzobispo de Toledo suspiró con gesto severo.

—Habrá quien se esté haciendo con los cargamentos para enriquecerse.

—Eso se sospecha —corroboró el marqués de Moya—, pero la población pasa hambre y pide más envíos de inmediato.

En ese momento, Fernando apeló a la notable inteligencia de la princesa, que permanecía ajena a todo.

—¿Qué haríais vos? ¿Investigaríais a los mediadores o mandaríais más cereal?

—Ya he tenido a mi hijo. ¿Cuándo podré volver a Flandes? —fue cuanto dijo.

Todos los presentes guardaron silencio y la contemplaron, preocupados. El exabrupto de su hija indignó al soberano.

—¿Es esa vuestra respuesta?

Juana fijó la mirada en su padre y guardó silencio.

—El Consejo queda pospuesto —zanjó Fernando, de mal humor—. ¡Marchad!

Juana no movió un músculo mientras los nobles abandonaban la reunión. Cuando se encontraron a solas, Fernando la encaró.

—¿Acaso en nada os importa vuestro reino? —le espetó, agrio.

—Es vuestro aún —musitó la princesa—. Mi sitio está en Flandes.

—¡Asumid de una vez los deberes que algún día recaerán solo en vos! ¡Para eso estáis aquí!

La archiduquesa se puso en pie, con intención de seguir los pasos de los consejeros. Su padre la retuvo por el brazo, sin miramiento alguno.

—No dejaréis Castilla hasta que entendáis que sois la única heredera —farfulló, entre dientes—, ¡pues vuestro marido es un traidor y nunca gobernará!

Juana reaccionó escandalizada ante semejante acusación.

—¿Cómo osáis insultarlo?

—¿Queréis pruebas? ¡Las tendréis! Pero no regresaréis a Flandes —reiteró Fernando.

—¡Inventáis infamias solo para retenerme!

—¡Os retengo, sí! —bramó su padre—. ¿Acaso habéis olvidado cuanto os hemos enseñado? ¡Debéis ser fiel a vuestros reinos!

—Solo le debo fidelidad a mi esposo —proclamó la joven con rotundidad.

La ira del rey ya resultaba irrefrenable.

—¿Tan escaso valor dais a vuestros títulos? ¡Comportaos como la princesa que sois, no como una novicia enamorada!

La interpelada, lejos de amilanarse, se plantó ante su padre con una mueca de asco.

—¿Qué sabréis vos del amor? ¡Vos, que habéis yacido con tantas! ¡El traidor sois vos!

En un arranque de cólera, Fernando levantó la mano contra Juana y estuvo a punto de abofetearla. La princesa soportó inalterable la amenaza y su padre, henchido de rabia, se contuvo a duras penas. Juana le dedicó una última mirada desafiante y abandonó la estancia con el ánimo encendido. Desde ese momento, el soberano ya no albergó duda alguna sobre el tremendo atolladero en que había quedado atrapada la sucesión a los tronos de Castilla y Aragón.

Juana, presa aún del enfado, avanzó por un corredor hasta situarse frente a la puerta abierta de una cámara. En su interior, Beatriz de Bobadilla bordaba con toda tranquilidad. La princesa la contempló un instante. Si la marquesa hubiera percibido el odio que teñía la mirada de la joven habría pedido auxilio de inmediato, pero la Bobadilla se hallaba de espaldas a la puerta. Juana se fijó en unas tijeras que reposaban sobre la mesa. En dos zancadas las tuvo al alcance de la mano. Cuando Beatriz se percató de las intenciones de la archiduquesa ya carecía de tiempo para defenderse. Juana la agarró con fuerza y acercó las tijeras a su rostro. La marquesa de Moya apenas pudo sujetar el brazo de su agresora.

—¡Soltadme, os lo suplico! —imploró, muy asustada.

—¡Si no fuese por vos ahora estaría en Flandes! —rugió la princesa, con el semblante desencajado por la furia—. ¡Tuvisteis que ir a contar el favor que os pedí y ahora quieren retenerme!

—¡Dejadme, por lo que más queráis! —rogó la Bobadilla, aterrorizada.

—¡No me permiten marcharme por vuestra culpa! —vociferó Juana, enloquecida.

Por mucho que Beatriz tratara de resistirse, poco podía contra la fuerza de su alteza.

—¡A mí! ¡Auxilio! —aulló desesperada la marquesa, con la punta de las tijeras a dos dedos de sus mejillas.

Alertado por los gritos, Andrés Cabrera irrumpió en la cámara y corrió a desarmar a Juana.

—¡Soltadla! —la conminó, enérgico, mientras la separaba de su esposa con un violento empujón.

La princesa conservó el equilibrio y se encaminó rauda hacia sus aposentos. En la estancia, el marqués de Moya abrazó a la amenazada, liberada de las manos de la joven, pero todavía presa de la angustia y el llanto.

Cabrera y la Bobadilla pusieron en conocimiento de la reina lo acaecido entre Beatriz y su hija. No tardó Isabel en acudir a la cámara de Juana y la encontró ultimando su equipaje, decidida como estaba a partir hacia Flandes. Sin mediar palabra, Isabel abofeteó a su hija.

—¡Miserable! —bramó la soberana, ofendida—. ¡Pretender desgraciar a la pobre Beatriz!

La princesa encajó el bofetón imperturbable, como si otra persona y no ella lo hubiese recibido.

—Nadie más habrá de temerme —anunció—. Parto hacia Flandes.

—¡No lo haréis! —le advirtió su madre—. No permitiré que mi nieto…

—Mi hijo se queda en Castilla —interrumpió, fría, la princesa—. ¡En nada lo estimo, pues tenerlo me ha separado de Felipe!

Atónita y desolada, Isabel observó a la joven como si no la reconociera.

—Con el mismo desdén abandonáis a vuestro hijo y a vuestros reinos. No parecéis sangre de nuestra sangre.

—Me retenéis con la esperanza de que nazca en mí el deseo de gobernar —replicó Juana, con amargura—, pero eso no ocurrirá.

—¿Tanto despreciáis vuestro rango?

—¡Lo desprecio porque nada necesito! —repuso la heredera—. ¡Solo a Felipe!

La reina perdió su temple.

—¡Abrid los ojos! ¡Vuestro amor es enfermizo!

—¿Lecciones de amor me va a dar una cornuda? —le espetó Juana. Isabel palideció al oírla—. ¿Una lerda que ha mirado hacia otro lado mientras su esposo yacía con otras? ¿Una puta que retiene a su hija contra su voluntad? —Paralizada por el horror, la soberana no supo reaccionar y Juana descargó todo su rencor contra ella—. ¡Maldita seáis, madre, y maldita sea la desgracia que me causáis! ¡Ojalá ardáis en el infierno por ello!

Pero de repente, y por un instante, la princesa tomó conciencia de lo dicho al contemplar el efecto de los insultos en quien la había traído al mundo. Juana partió a la carrera, atormentada tanto por la rabia como por el remordimiento. A Isabel, sin embargo, le fallaron las piernas, invadida por una debilidad desconocida. Hubo de sentarse en el lecho, sudorosa, incapaz de mantenerse en pie, como si la congoja por haber escuchado aquellos improperios desquiciados de boca de su hija se hubiera traducido en un abatimiento físico insoportable.

Con la salud de la reina maltrecha por las fiebres padecidas en tiempos todavía recientes, la amargura de aquellos momentos avivó la virulencia de la recaída. Se volcaron en sus cuidados los galenos de la corte, Beatriz de Bobadilla y, por supuesto, su esposo. Pero nada lograba que Isabel recuperara su vigor. Fernando se acercó muy preocupado al lecho de la soberana.

—Por favor, señor, no la hagáis hablar —le rogó la marquesa de Moya—. No debe hacer esfuerzo alguno.

El rey asintió y tomó asiento junto a su señora, que permanecía semiinconsciente.

—Os repondréis —musitó.

Isabel se volvió hacia él.

—No la dejéis partir —le reclamó, con un enorme esfuerzo—, aún no… No la dejéis marchar.

El aragonés la calmó con un gesto: se haría como ella ordenaba. Sin embargo, Fernando quedó consternado por el estado calamitoso de su esposa. Resultaba evidente que la concatenación de sus males laceraba la fortaleza de la soberana y la convertía, al sentir de todos, en un mero recuerdo.

Muy lejos de allí, en el castillo de Blois, Gutierre Gómez de Fuensalida comparecía ante el rey Luis de Francia.

—Agradezco vuestra visita porque requiero explicaciones —manifestó el monarca, con mal talante—. ¿Por qué Aragón ataca en Nápoles habiendo un acuerdo de paz?

—¿Acaso habéis visto la firma de mi rey estampada en el tratado? —replicó sereno el diplomático.

—¡Lo firmó el príncipe heredero, su enviado!

Fuensalida eludió reprimir un esbozo de sonrisa.

—¿Acaso mostró el archiduque un poder firmado por el rey de Aragón que lo facultara para cerrar el trato? —El francés empezó a comprender que había sido burlado y ello le causó el comprensible enojo—. Temo que don Felipe solo tenía capacidad para negociar. Si el acuerdo no era del gusto de mi señor, bien podía ser ignorado.

—¿Queréis decir que pactamos en vano? —pretendió confirmar La Trémoille.

—Conociendo a vuestro vasallo, el duque de Borgoña, mi señor tomó ciertas precauciones…

—¡¿Os mofáis del rey de Francia y tenéis la desfachatez de venir a regocijaros?! —rugió el monarca.

—No, señor, vengo a negociar —replicó Fuensalida, impávido—, y, dados nuestros avances en la contienda, con condiciones bien distintas…

—¡Nos habéis hecho perder el tiempo, mientras Aragón ganaba Seminara! —bramó Luis—. ¡No pienso caer de nuevo en vuestros engaños!

—¿Deseáis por tanto que prosiga la guerra? —inquirió el embajador de las Españas.

—¡Que prosiga! ¡Hasta que caiga el último soldado! —corroboró, iracundo, el soberano galo.

Ante la cólera de su señor, Luis de La Trémoille guardó silencio, mucho más tenso y preocupado de lo que aparentaba su homólogo, cuya serenidad aquella jornada parecía a prueba de toda clase de diatribas.

La inquina del rey tampoco cesó una vez que Fuensalida hubo abandonado la corte.

—¡Primero Seminara, luego Ceriñola! —enumeró, muy irritado—. Los españoles a punto de entrar en Nápoles; ¡nos estamos dejando vencer!

—Mi señor, el rey Fernando ha enviado refuerzos —alegó La Trémoille—. Nuestras tropas, por el contrario, están exhaustas, y más lo estarán cada jornada que pase. —El chambelán tomó aliento, antes de lanzar la advertencia—. Majestad, caerán más plazas… Quizá sea el momento de aceptar lo inaceptable.

El monarca francés contuvo el enojo y se puso a la defensiva pues, en su fuero interno, debía admitir que el pronóstico de su general no resultaba erróneo. La Trémoille prosiguió en su intento de persuadir al soberano, siempre con respeto y demostrando entereza.

—Consigamos una tregua —sugirió—. Nuestros ejércitos se recuperarían y podríamos plantear otra estrategia.

—Ya negocié y fui vilmente burlado. ¡Los españoles no merecen sino ser masacrados!

—¿A costa de perder la guerra? —replicó raudo el noble.

Luis de Francia acusó el impacto del reproche, por velada que fuera su formulación.

—No. Ha de haber una manera de cambiar nuestro sino…

El rey, con gesto agrio, retomó el estudio de sus mapas. Si el Católico había logrado burlarlo, él se encargaría de que padeciera por ello. Convenía, por tanto, dirigir el golpe donde mayor dolor ocasionara.

Así lo hizo Luis, para desesperación del aragonés.

—¡El Rosellón! ¡Han invadido el Rosellón! —rugió Fernando.

—Francia ha traído la guerra de Nápoles hasta vuestras fronteras —murmuró Chacón.

—¡Lo han hecho a sabiendas de que el condado para mí es inviolable!

—Y que habréis de responder —apostilló Cabrera.

—Eso buscan —corroboró el soberano—, que desplace tropas para facilitarles la batalla en el sur de Italia.

—¿Lo haréis? —quiso averiguar don Gonzalo, no sin inquietud.

El rey no se contuvo al responder.

—Dejaré Aragón yerma de soldados si hace falta para defenderlo —farfulló, rabioso—, no otra cosa van a conseguir. ¡Yo mismo tomaré el condado al frente de mis ejércitos!

La proclama de su majestad desconcertó a los nobles.

—¿Vos? —inquirió el marqués de Moya—. ¿Lo creéis prudente?

Fernando reaccionó por fin. Meditó un instante en silencio y bajó el tono de su voz.

—Debería —musitó, apesadumbrado—, mas dejar a la reina, justo ahora…

—No os avergüence delegar en otro capitán —intervino Chacón—. Todo el mundo comprenderá vuestra ausencia.

—Todos menos yo mismo —replicó el rey—. No entiendo la honra sin empuñar la espada, bien lo sabéis.

—Tomaos tiempo para decidir —insistió el otro.

—¿Acaso lo tengo? —repuso el aragonés con amargura.

El silencio de sus leales corroboró lo que todos sabían: carecían de tiempo y los recursos, una vez reforzada la presencia militar en Nápoles, escaseaban. Lo más razonable, a pesar de la enfermedad de Isabel, consistía en acudir a la mayor brevedad para defender el Rosellón con una tropa capitaneada por el más respetado de los generales aragoneses: el propio rey.

La buena acogida a Felipe a su regreso a Flandes duró tan poco como sus éxitos diplomáticos. Ello alimentó el lado más sombrío del temperamento del archiduque y el anuncio de la visita de Fuensalida no resultó el bálsamo más adecuado para procurarle alivio.

—Justo lo que necesito —masculló el borgoñón, abatido—. Una visita del embajador de Fernando.

—Mostraos firme ante él —le recomendó Villena—. Aparentad que todo se ajusta a vuestros deseos. Debéis reponeros, alteza.

—¿Cómo hacerlo? —murmuró el interpelado—. En mi reino se esperaban beneficios de la negociación con Francia y ahora se me desprecia por haber vuelto con las manos vacías.

Gómez de Fuensalida se presentó por fin ante el príncipe y este lo recibió con evidente desagrado.

—Demostráis coraje presentándoos ante mí, tras haberme ocultado que mi negociación era un artificio.

—Como podréis entender, me debo a mi señor más que a vos —alegó el recién llegado, sin abundar en explicaciones—. De él os traigo un mensaje.

—¿De disculpa? —ironizó Felipe, con amargura.

—De encendida molestia —replicó el otro—. Considera vuestra actitud altamente desleal. Habéis perdido su confianza, y no solo la suya. —Fuensalida se recreó en el desquite—: Vengo de la corte francesa y os garantizo que el rey Luis está muy decepcionado con vos. Piensa que os habéis burlado de su persona.

—¡He sido yo el engañado! —estalló el archiduque—. ¡Vuestro rey nos ha escarnecido a todos!

—Si el acuerdo hubiese sido positivo para Aragón, mi señor lo habría aceptado —objetó el diplomático—, y no padeceríais el aislamiento en el que ahora os encontráis.

El señor de Belmonte optó por permanecer callado, dado que él había insistido en que Felipe aprovechara la oportunidad de erigirse en embajador de las Españas.

—No me habléis en ese tono —conminó El Hermoso a Fuensalida—. ¡Soy el príncipe de Asturias! Si nada más tenéis que añadir…

Su alteza le señaló la salida con un gesto apenas esbozado. El embajador, sin embargo, no se movió de su sitio.

—Lo cierto es que sí —remató el embajador sin moverse de su sitio—: Debo comunicaros que vuestra esposa ha dado a luz a un hermoso niño y que gozará de su crianza en Castilla por largo tiempo…

Mientras el afligido rey de Aragón velaba el sueño de su esposa enferma, tomó una doble decisión, que anunció de esta guisa a sus consejeros:

—Partiré al Rosellón pues es mi obligación como rey, pero Isabel y Juana han de vivir separadas mientras tanto. —Chacón y Cisneros acataron el dictamen del rey—. Solo quedaré tranquilo de ese modo. Con Juana a su lado, será difícil que mi esposa se recupere.

—Podríamos llevarnos a la princesa lejos de aquí por un tiempo —sugirió el arzobispo—. Para que pueda serenarse y calmar su ánimo. Una especie de… retiro. De este modo, tal vez podamos recuperar a la princesa para la labor que le ha reservado la Providencia.

—El castillo de Medina del Campo podría servir —propuso Chacón.

—De acuerdo, mas una vez allí, vigiladla en todo momento —ordenó el monarca—. Y por mucho que insista, negaos a dejarla partir hasta que yo regrese de la campaña. He de comprobar si está cabal.

—Así se hará —garantizó don Gonzalo—, mas ¿cómo aceptará este retiro? ¿No se sentirá más… gobernada? ¿No crecerá por ello su ira?

Todos compartían la inquietud de Chacón. Fernando meditó su respuesta.

—Temo que solo exista una manera de convencerla…

El rey se personó en la cámara de la princesa, donde permanecía cautiva de la melancolía que en los últimos tiempos no la abandonaba.

—Hija mía… He de marchar hacia el Rosellón.

—Os deseo la mayor ventura, padre —susurró con frialdad—. Que Dios os guarde en la batalla.

—Vos también partiréis —anunció Fernando—. Mañana mismo.

Juana se volvió hacia él, con repentina expectación.

—¿A Flandes?

Fernando tardó un instante en asentir. La ilusión iluminó el rostro de su hija.

—Chacón y Cisneros os acompañarán hasta Laredo —mintió el soberano—. Haréis un primer alto en Medina del Campo.

Juana abrazó a su padre, enternecida. Fernando ocultó su desagrado por tener que embaucar de semejante manera a su heredera.

—¡Perdonad mis ofensas! —rogó ella, conmovida—. Me comporté como la peor de las hijas.

—Os recuerdo que necesitamos que seáis la mejor, Juana —le recordó Fernando, paternal pero con firmeza—. ¿Lo haréis? ¿Estaréis a la altura de lo que de vos pretendemos?

—Sin duda —aseguró ella, decidida.

La princesa volvió a abrazar a su padre, dichosa como no lo había estado desde hacía meses. Al rey, sin embargo, le entristeció no sentirse capaz de confiar en la palabra de la princesa.

El Hermoso se negaba a aceptar que los Reyes Católicos lo separaran de su cónyuge, no tanto por añoranza como por entender que, con ello, le hurtaban el acceso al poder en las Españas.

—¿Con qué derecho retienen a mi esposa y a mi hijo? —declamó Felipe ante don Juan Manuel—. Me humillan en Francia como hombre de Estado, ¡y ahora como marido!

—Desean alejarla de vos, es obvio —ratificó Villena—. Y como futuro rey consorte, no os conviene. Exigid la vuelta de Juana, estáis en vuestro derecho.

—Nada obtendría —farfulló sombrío el borgoñón—. O quizá solo tras mucho batallar. He de aprovechar el único poder que aún conservo, el único infalible… El que tengo sobre Juana.

A pesar de su debilidad, Isabel se resistía a abandonar las tareas de gobierno y convocó al confesor en su cámara. Este acudió presto a la llamada de la reina.

—Chacón me ha hecho saber que vos y él cuidaréis de Juana en Medina.

—Confiamos en que suponga un alivio para vos —replicó el arzobispo, esperanzado—, y que al menos por un tiempo solo os dediquéis a descansar.

—Me temo que no será posible —musitó la soberana de Castilla—. Juana solo representa uno de nuestros problemas. Sabéis que la guerra con Francia no cesa… Cada vez se acerca más. —Isabel hizo una pausa para tomar aliento. A Cisneros le impresionó el notorio estado de postración de su majestad—. Nada me rebela más que la lucha entre reinos cristianos. No dejo de rezar para que acabe pronto.

—Sin duda vuestros rezos contribuyen, mas podría buscarse otra manera de frenarla —sugirió el franciscano—. Solicitemos la intervención de Su Santidad.

—El Papa se ha amistado con Francia en los últimos tiempos —objetó la reina, con voz queda—. No se me antoja la mejor ayuda.

—Sin embargo no se ha pronunciado esta vez, porque ha esperado a saber quién vence para ponerse de su lado.

—Como acostumbra —apostilló la Católica.

—Ahora que Nápoles se halla casi por completo bajo dominio de Aragón nos apoyará —aventuró Cisneros—. Me atrevería a asegurar que pedirá que callen las armas, si así lo exigimos. Dadme vuestro permiso y le escribiré con tal fin.

Isabel rehusó el ofrecimiento.

—Para petición tan importante, será necesario algo más que una misiva —arguyó—. Enviemos a Bernardo de Boyl. Es asunto que concierne a Aragón y goza de la confianza de Fernando. Encargaos vos.

El arzobispo de Toledo inclinó el mentón y aceptó la encomienda. Cuando se disponía a partir, la voz de la reina lo retuvo.

—Eminencia reverendísima —el eclesiástico se volvió hacia ella—, sed paciente con Juana, os lo ruego. Cuidad de ella con cariño. —A pesar del asentimiento de su confesor, la soberana insistió—. Guiadla, exigid que cumpla con sus deberes… Mas no desesperéis. Con la ayuda de Dios recuperará la serenidad.

—Mal hombre de Iglesia sería si creyese que un alma perdida no puede volver al buen camino —alegó el franciscano.

—Dadme cuenta de todo lo que allí acontezca —remató ella—. No os guardéis nada por temor a disgustarme, os lo ordeno.

Cisneros acató el mandato de su señora.

—Cuidaos, majestad. Castilla os necesita ahora más que nunca.

La princesa de Asturias y su séquito alcanzaron Medina del Campo con los primeros fríos y se instalaron en el castillo de La Mota. Impelido por el semblante sereno de Juana, Cisneros encontró un subterfugio para conversar a solas con ella.

—Hermoso castillo —exclamó el clérigo—, pero nada me apetece más que un paseo por esos campos que acabamos de atravesar. ¿Os unís a mí, alteza?

—Con gusto.

Gonzalo Chacón se quedó en la fortaleza para instruir al sargento de la guardia sobre las peculiares disposiciones que debería observar durante la estancia de la heredera.

—Habréis de dar cuenta de cualquier proceder extraño de la princesa. Haced que los vuestros cumplan la orden.

El sargento asintió, por sorprendente que le resultara la prescripción.

Entretanto, Cisneros y Juana disfrutaban bien abrigados del paseo campestre. El confesor de la reina respiró profundamente antes de hablar.

—Alivia salir de la corte de vez en cuando —afirmó, satisfecho—. Reposa el alma de tanto contratiempo.

La princesa le dio la razón con un gesto afirmativo. Parecía contenta y de buen ánimo.

—De pequeña disfrutaba mucho al aire libre —evocó, sonriente—. Me enfadaba tanto al tener que volver a palacio…

—Vuestro famoso carácter —apuntó afable el franciscano.

Juana suspiró.

—Dios no me quiso reposada, eminencia. Desearía serlo, pues los mansos viven en paz…

—¿Pensáis que la paz de espíritu es una condición natural? —refutó Cisneros—. Doy fe de que no es así.

Una sombra de tristeza nubló la mirada de la joven.

—Quienes soportan mis arrebatos sufren menos que yo misma al padecerlos.

—Os creo —apostilló él, con total sinceridad—. Mas con voluntad podréis hacer de vuestro temperamento un amigo que no os traicione.

Juana volvió a sonreír, relajada.

—En Flandes encontraré el sosiego sin ningún esfuerzo.

—¿Allí nunca sentís rabia? —indagó el arzobispo.

—De vez en cuando.

—El alma encendida no encuentra reposo en lugar alguno —sostuvo Cisneros—. Aprended a serenarla y seréis dichosa, no importa dónde ni cuándo.

El consejo del eclesiástico captó el interés de la princesa.

—¿Tal felicidad es posible… incluso para alguien como yo?

—No tengo duda —afirmó el otro, rotundo.

—Quiero creeros —remató Juana, conmovida.

Ambos intercambiaron una sonrisa y continuaron su paseo, en silencio.

Por la noche, frente a la chimenea encendida, Chacón y Cisneros departieron a solas sobre la primera jornada en Medina.

—Admito que me ha sorprendido la serenidad de la princesa —reconoció el franciscano—. No he visto en ella rastro de ofuscación, sino voluntad de corregirse.

—Ve cercano el regreso a Flandes —puntualizó Chacón, más reservado.

—Puede que ello constituya su único bálsamo… O puede que alejarla de la corte haya apaciguado su espíritu.

—Triste es que no puedan convivir madre e hija —lamentó el otro.

—¿Cuántas veces se da tal desgracia? Tantos amores devienen en odio…

—¿Creéis entonces que aún hay esperanza de que recupere su ser? —preguntó el noble.

—¿Tanto como para reinar en el futuro? —matizó Cisneros, con gravedad, y suspiró—. Rezo por ello.

Ambos se quedaron mirando el fuego, meditabundos, pues a pesar de las señales positivas ninguno confiaba plenamente en que semejante milagro llegara a producirse.

Mientras, en Roma, Alejandro VI presidía un opíparo almuerzo al que asistían César Borja y un variado ramillete de comensales, entre los que se encontraba Bernardo de Boyl. Todos, salvo el fraile mínimo, devoraban con fruición las viandas que una cohorte de sirvientes ponían a su disposición. Boyl, por el contrario, se hallaba inmerso en la exposición de sus argumentos y no probaba bocado.

—Importante asunto hemos de tratar si vuestra reina os envía como correo —subrayó el Papa.

—¿Qué hay más importante que poner fin a una guerra que se eterniza? —adujo el fraile—. Mi señora implora vuestra intervención para zanjar el conflicto con Francia.

Su Santidad, aunque satisfecho por la petición, hizo un gesto de indiferencia.

—En los últimos tiempos he preferido mantenerme al margen —murmuró, y siguió con su almuerzo.

—Elogio vuestra prudencia, pues no conviene equivocarse de bando en cuestión tan espinosa —recalcó Boyl, inalterable, con una intención que no pasó desapercibida a su interlocutor—, mas ahora no cabe duda: Aragón está a las puertas de la victoria.

—¿Para qué me necesitáis entonces, sabiéndoos vencedores? —le espetó el pontífice, en tono agrio.

—Francia se empeña en alargar la contienda inútilmente —arguyó el enviado real—. Si os pronunciaseis a nuestro favor, el rey Luis terminaría por desistir. —Alejandro VI gesticuló hacia un sirviente para pedir más vino, mientras meditaba la respuesta. Boyl no soltó presa—. En nada interesa a Roma una guerra tan próxima… Y Aragón garantiza vuestra seguridad por encima de cualquier otra consideración.

—Está bien —masculló el Santo Padre—. Os daré el apoyo que solicitáis. Esta misma noche os entregaré el documento que lo atestigüe… Adjuntaré ciertas contrapartidas que espero sean satisfechas.

Bernardo de Boyl se disponía a agradecer la decisión del Papa cuando, de repente, uno de los comensales llamó la atención de los presentes, pues emitió unos extraños quejidos que desembocaron en un violento vómito. Los sirvientes acudieron de inmediato en su auxilio, mientras el resto de los invitados evidenciaban su desagrado.

—Gula —masculló el Papa, en dirección a Boyl—. Sin duda, el más repulsivo de los pecados.

En ese instante, el comensal indispuesto, lívido, sufrió una última convulsión y murió sostenido por los criados. Estos lo soltaron al momento y se alejaron de él como si quemara. Todos en la mesa contemplaron pasmados lo sucedido. De pronto, sin tiempo para reaccionar, el Papa dejó caer bruscamente su cubierto y se llevó la mano al estómago, sacudido por un fuerte dolor. El fraile mínimo quiso auxiliarlo y Alejandro se aferró a su hábito, aterrorizado.

—¡Agua! —reclamó con esfuerzo, entre estertores.

Mientras Boyl se afanaba en proporcionársela, César Borja y el resto de los comensales se percataron con horror de lo que estaba sucediendo. Ninguno dudó ya de que tanto el Santo Padre como el otro infortunado habían sido víctimas de un envenenamiento, tal vez accidental en el caso de Alejandro. Cuando el duque de Valentinois llegó hasta Su Santidad, el papa Borja se retorcía en su sillón. El enviado de Isabel acercó la copa a los labios del pontífice.

—¡Bebed!

Apenas hubo ingerido un sorbo, Alejandro VI sufrió una fuerte convulsión y el líquido brotó de su boca, regurgitado. Después de otra violenta sacudida, la cabeza del Papa se desplomó exánime sobre el plato a medio ingerir. Allí quedó, con los ojos abiertos de par en par, como si avistara las puertas del infierno abriéndose a su paso.

Las exequias se prepararon con gran celeridad, pues se temía que Roma padeciera graves disturbios tras la desaparición del Santo Padre. Un reducido grupo de religiosos bisbiseaban oraciones fúnebres junto al cadáver el papa Borja.

—Anima Christi, santifica me. Corpus Christi, salva me. Sanguis Christi, inebria me. Aqua lateris Christi, lava me Passio Christi, conforta me O bone Jesu, exaudi me. Intra tua vulnera, absconde me. Ne permittas me separi a te Ad hoste maligno, defende me In hora mortis, meæ voca me Et jube me venire ad te Ut cum Sanctis tuis laudem te In sæcula sæculorum.

A cierta distancia del féretro se hallaba César Borja, pálido y pensativo. Bernardo de Boyl se acercó a él, después de santiguarse frente al ilustre fallecido.

—Qué desgracia inmensa para la cristiandad —musitó el fraile—. Sufro con vos vuestra pérdida.

—Os lo agradezco —murmuró el otro con frialdad.

—De tan repentina, la muerte del Santo Padre ha dejado a medias sus últimas voluntades —remarcó Boyl—, como la de proclamarse a favor de Aragón en su guerra contra Francia.

—Lamento que la Providencia no haya obrado a vuestro favor —masculló el duque, indiferente.

—Vos podríais reparar lo que el infortunio ha truncado —sugirió el enviado de Isabel.

—¿Me estáis pidiendo que escriba de mi puño y letra ese documento? —le interrogó César, resaltando su contrariedad—. ¿Que lo falsifique y firme en lugar de un hombre que acaba de reunirse con Dios?

—Solo pido que deis curso a lo que en vida fue su voluntad —replicó Boyl, imperturbable—. Cierto es que no constituiría un acto loable, pero si ese texto pone fin al conflicto, el Señor sabrá perdonarnos.

—Ahora es mi voluntad la que cuenta —le espetó César—, y no está en ella pronunciarme contra el rey Luis.

—Conozco vuestros lazos con Francia —admitió el fraile—. A ellos me remito. ¿No os pesará haber permitido que la lucha siga? Las muertes, las carestías…

—Os ruego que os marchéis —le interrumpió el joven Borja—. Permitid que al Santo Padre se le vele en paz.

Con la decepción a cuestas, Bernardo de Boyl abandonó la Santa Sede, mientras pedía perdón a Dios por maldecir a quien sirvió las viandas emponzoñadas a Su Santidad por equivocación.

Habían transcurrido algunas semanas desde que Juana y sus acompañantes ocuparan la fortaleza de Medina. La excusa que se dio a la princesa para permanecer en ella consistió en atribuir al mal estado de la mar el retraso en la continuación del viaje hacia los Países Bajos. La heredera al trono la aceptó de buen grado como un inconveniente inevitable. Sin embargo, la llegada de una misiva alteró de nuevo su ánimo. Juana se presentó ante Cisneros y Chacón enarbolando la carta.

—Salgamos hacia Laredo sin demora —ordenó, ansiosa—. He de continuar camino hacia Flandes.

—¿A qué se debe tanta urgencia? —inquirió don Gonzalo, con prudencia.

—Mi hijo se desvive por mi regreso —respondió la archiduquesa, al tiempo que le mostraba el texto—. ¡Me ha escrito desesperado!

Chacón tomó la misiva de manos de Juana y leyó un fragmento en voz alta, para que Cisneros también pudiera estar al tanto de lo que sucedía.

—«Las infantas doña Leonor y doña Isabel, mis hermanas, a Dios gracias están con salud y besan más de mil veces las muy reales manos de vuestra alteza. No me detengo más, madre, y os suplico cuanto humildemente puedo que vengáis porque el príncipe mi señor se halla muy solo sin vos. Perdone vuestra alteza la descortesía de no escribir de mi mano. Vuestro humilde y obediente hijo y servidor. Carlos».

El noble y el arzobispo intercambiaron una fugaz mirada, antes de que Chacón se dirigiera a Juana con las más suaves de las maneras.

—Mi señora, vuestro hijo Carlos aún no ha cumplido cuatro años. Dudo que él haya escrito tales lamentos.

—¿Qué insinuáis?

—Que es obra de vuestro esposo —adujo don Gonzalo.

—Si es Felipe quien me reclama, ¡con más razón he de partir! —exclamó Juana, desasosegada.

—Os recuerdo que por ahora no es posible —intervino Cisneros—, la mar está innavegable.

—Esperamos noticias desde Laredo —añadió Chacón—. Cuando el tiempo sea propicio para zarpar, lo sabremos.

—Os aseguro que, en este momento, las tormentas en la costa espantan a los marinos más avezados —insistió el arzobispo—. Partir constituiría una enorme temeridad.

—Que estoy dispuesta a asumir —apostilló Juana.

La insistencia de la princesa empezó a preocupar seriamente a los consejeros.

—Pero alteza, rememorad la travesía que os condujo hasta Flandes —evocó don Gonzalo—; ¡casi perecéis! No querréis revivir algo parecido.

—¿Acaso deseáis que vuestras prisas dejen a unos pequeños sin madre, y a vuestro esposo viudo? —inquirió, por su parte, Cisneros.

Juana los observó en silencio, incrédula. Recuperó la misiva de las manos de Chacón y abandonó la estancia sin decir más. Pero ello no alivió la ofuscación de sus interlocutores.

Ya era noche cerrada cuando la archiduquesa, descalza y cubierta tan solo por una camisa de dormir, salió con paso cauteloso al patio del castillo. A pesar del intenso frío, sus pies desnudos hollaron el suelo helado. De repente, echó a correr hacia el portón. Los guardias que lo custodiaban impidieron su salida.

—¡Dejadme partir, os lo ordeno! —Juana se lanzó contra la barrera y la bamboleó con todas sus fuerzas—. ¡Abrid la puerta! ¡Abridla!

A pesar de la impresión que les provocó la actitud de la princesa, los guardias no obedecieron. Su sargento se personó en la barrera, alertado por los gritos.

—¡Sacadme de este encierro! —le exigió la princesa—. ¡Abrid la maldita puerta!

Consciente del delicado estado de la joven, el sargento se dirigió a sus hombres.

—Devolvedla al castillo.

—¡No! ¡He de regresar a Flandes! ¡Obedeced! ¡Soy la princesa de Asturias!

Cuando los guardias se disponían a cumplir la orden recibida, Juana arrebató la daga que pendía del cincho de uno de ellos y la dirigió contra su propio vientre.

—¡Si me movéis de aquí, me mato! —les espetó.

Tanto los guardias como su superior quedaron paralizados, sin saber muy bien qué hacer. Juana, por su parte, se aferró a la barrera, sin soltar la daga.

—¡Solo quiero estar con mi esposo! —sollozó, desesperada.

El sargento de la guardia no tardó en poner lo sucedido en conocimiento de Chacón y de Cisneros.

—Asegura que no dará un paso atrás que la aleje de Flandes —refirió, consternado.

Los nobles, igualmente desconcertados por el arrebato, debatieron sobre la conveniencia de informar a Isabel de lo que ocurría.

—Prometí a la reina que daría cuenta de cualquier incidente —invocó el arzobispo.

—Intentemos solucionarlo antes —sugirió Chacón.

—¿Y si no nos fuese posible?

Chacón reflexionó un momento y, por fin, cedió.

—En verdad evitaríamos un disgusto a la mujer, pero a la reina estamos obligados a referírselo.

Abrigado con unas gruesas pieles y llevando otras en la mano para Juana, Cisneros se personó en la entrada del castillo, donde la joven permanecía asida a la barrera, todavía en camisón y con la daga en sus manos.

—Dios santo —murmuró, al verla en semejante estado—. ¡Cubríos, por lo que más queráis!

El arzobispo arropó a la princesa con las pieles, pero ella las lanzó lejos de sí, rabiosa, como un animal que se libera de la red que amenaza con atraparlo. El franciscano, conmovido, se propuso hacer lo imposible por convencerla para que cesara su empecinamiento.

—Sé que vuestro corazón ansía volver al lado de vuestro marido. Sois una esposa amante y eso es digno del mayor elogio —arguyó—, mas necesitáis reposo, alteza. Que vuestra alma recupere la paz. —Mientras la persuadía, Cisneros trató de arroparla de nuevo—. Sois el bien más preciado de la Corona y todos nos desvivimos por vuestro bienestar.

—¡Bellas palabras! ¡Dignas de un traidor! —exclamó Juana, al tiempo que se zafaba del clérigo—. ¡Lo sois, como todos! ¡El viaje a Flandes no es más que un embuste! ¡Este castillo es mi prisión!

—No, alteza, solo un lugar donde serenaros antes de partir —repuso el otro.

—¡¿Por qué nadie entiende que regresar es lo único que necesito?!

—Sea como fuere, ¿qué solucionáis ateriéndoos de frío? Volved al castillo —aconsejó el confesor, paternal—. Abridme allí vuestra alma y yo…

Cisneros se aproximó a la princesa y ella, sin dejar de mirarlo, apretó la daga contra su vientre con tal arrojo que una gota de sangre empapó su ligero atuendo. El franciscano retrocedió, temeroso de que la joven cometiera algo irreparable.

—Jamás volveré a esa cárcel —proclamó, rotunda—. ¡No daré un paso que me aleje de mi esposo! ¡Ni uno solo!

Cuando despuntaron las primeras luces del alba, Juana aún permanecía en la barrera, alerta y sin dormir. Las pieles que Cisneros le había proporcionado seguían a su alcance, pero yacían en el suelo, sin que la princesa se hubiera servido de ellas, a pesar de que el frío del noviembre castellano la hiciera tiritar. Solo un pensamiento ocupaba la mente de la heredera de los Reyes Católicos y en él parecía guarecerse de todas aquellas penalidades.

Poco a poco, las fiebres que aquejaban a Isabel habían remitido, aunque, aun así, la reina no abandonaba el lecho. Cuando Andrés Cabrera la visitó en su cámara, la soberana de Castilla musitaba una oración.

—Rogaba por el alma del Santo Padre —le explicó al marqués—: Que la paz que no supo dar en vida, la encuentre junto al Señor.

—A todos ha sorprendido su muerte, tan repentina.

—Tan nefasta para nuestros intereses —apostilló la Católica, preocupada—. Sin su intervención quién sabe lo que durará esta guerra.

Cabrera sonrió.

—Poco necesitamos al Santo Padre con vuestro esposo en el campo de batalla. El rey ha doblegado al francés, majestad.

—¿Ha conseguido recuperar el Rosellón? —quiso confirmar Isabel, expectante.

—No se ha contentado con eso. Sin dejar de avanzar, ha ganado plazas en la propia Francia.

La soberana suspiró, aliviada.

—Si os soy sincera, más plegarias he elevado por Fernando que por ese papa al que nunca estimé demasiado.

—El final de esta contienda está cerca y la victoria será nuestra —aventuró el marqués de Moya—. Confío en que este éxito contribuya para que sanéis.

—Sin duda lo hará —musitó ella—. La desgracia es el peor de mis males.

No erraba la soberana, pues la misiva en la que Cisneros la ponía al corriente de lo que acontecía en Medina del Campo desafió tanto su ánimo como su estado físico. Sin embargo, a pesar de la tristeza y de tener todavía la salud quebrada, Isabel decidió viajar hacia el castillo de La Mota. Nadie osó impedírselo, por sensatas que fueran las advertencias.

—Mi señora, con el debido respeto, ¡es un desatino que partáis de esta guisa! —la conminó Beatriz, muy preocupada—. ¡El galeno dice que un viaje con este tiempo puede ser fatal!

—Más segura será mi muerte si me quedo aquí, sabiendo el trance por el que pasa mi hija.

El aspecto de la princesa de Asturias aposentada junto a la barrera impresionaba a todos. No dejaba de temblar, aferrada aún a la daga hurtada, con los labios morados por el frío, un lustre enfermizo y la camisa sucia. En definitiva, un cuadro impropio para una mujer de tan elevado rango.

El sargento de la guardia volvió a ofrecerle agua y alimento, pero la princesa apartó la mirada y el militar depositó el sustento en el suelo. Los temblores de Juana le dieron una idea.

—Señora, estáis muy debilitada —musitó—, podría quitaros esa daga sin esfuerzo. —Al oírlo, la archiduquesa sujetó el arma con la poca fuerza que le quedaba—. Mas no lo haré. Si vuestra voluntad es no dar un paso que os aleje de Flandes, la respetaré.

Juana miró al sargento, desconfiada, pero sin poder evitar que aquellas palabras llamaran su atención.

—La garita de los guardias se encuentra a igual distancia de vuestro esposo que esta barrera —señaló el sargento—. Cobijaos allí. No habréis cedido en vuestro empeño y recuperaréis la salud para vuestra partida.

La princesa observó la mencionada garita y calculó su posición. El sargento parecía estar en lo cierto. Aún sopesaba el ofrecimiento cuando él tendió la mano para ayudarla a levantarse. Tras dudar un instante, Juana la aceptó.

En cuanto la hubo instalado en aquella modesta dependencia, el sargento informó de ello a los consejeros.

—Por indigno que sea, ahora mismo se me antoja un mal menor —resolvió Cisneros—. Unas horas más al raso y habría sucumbido.

—Os agradezco la buena obra —manifestó Chacón al militar—, pero prometed que no daréis cuenta a nadie de lo sucedido.

El sargento hizo un mohín y resopló.

—En nuestro silencio podéis confiar… Pero el cuento ha llegado a las aldeas cercanas —les comunicó, pesaroso—. Los gritos alertaron a algunos vecinos y no son pocos los que se han acercado.

—¡Los habréis espantado! —exclamó el arzobispo, escandalizado.

—Al momento.

—Pero la vieron —murmuró Chacón, apesadumbrado.

—E hicieron burla de ella —remató el sargento, con la mirada baja.

—¿Qué dijeron? —quiso saber Cisneros.

—Siento que ofendo al decir cómo la llaman…

—¿Cómo? —lo apremió el franciscano.

—La loca —musitó el sargento, avergonzado.

A pesar del frío, de los padecimientos y de su salud precaria, Isabel se presentó en Medina en el menor tiempo posible. En cuanto supo dónde se hallaba su hija, fue en su busca. Juana se quedó atónita al ver a su madre en la garita, y más cuando se percató de las huellas deplorables que la enfermedad había dejado en ella.

—Volveréis a Flandes —le espetó la reina—. No es engaño ni promesa lejana. Partiréis lo antes posible.

—Gracias, madre —susurró la princesa, conmovida.

—Callad. —La voz de Isabel sonó seca y autoritaria—. Solo os pongo una condición: habréis de esperar a vuestro padre, que pronto regresará. Es su deseo despedirse de vos.

La soberana sufrió un fuerte acceso de tos y Juana se compadeció. Por cruel que resultara su enajenación, no impidió que tomara conciencia del sacrificio que su madre hacía por ella, ni del daño que le había infligido.

—Esperaré —garantizó la archiduquesa, sumisa.

Recuperada de su tos, Isabel continuó desgranando sus condiciones.

—Hasta entonces, volveréis al castillo. Beberéis, comeréis y viviréis con la paz que os ha faltado hasta ahora. —La reina encaró a su hija con toda la firmeza que le permitía su decaimiento—. Un arrebato más y no tomaréis ese navío.

Un nuevo ataque de tos volvió a dejar sin aliento a la reina. Al ver a su madre doblada sobre sí misma, Juana tomó su mano e Isabel la asió con fuerza. Sentir sus manos unidas provocó que la soberana rompiera a llorar.

—Hija mía —sollozó, devastada—, en mi ánimo siempre ha estado buscar lo mejor para vos. Aunque solo vuestro odio haya recibido a cambio, juro que volvería hacerlo. —La Católica acarició el rostro de su hija con infinita ternura—. He intentado cumplir mi deber como reina. Y por intentarlo nos ha rondado la muerte a ambas… Pero no voy a prolongar más vuestra desdicha. —Las lágrimas anegaron los ojos de Juana. Su madre remató, con un hilo de voz—: Este es vuestro reino, mas no vuestro sitio, ahora lo sé. Marchad.

El éxito de la campaña militar de Fernando en el Rosellón forzó al rey de Francia a firmar una tregua, temeroso de que haber hostigado al aragonés en tierras catalanas acarreara mayores pérdidas dentro de los propios dominios. Con cara de circunstancias, Luis XII se avino a que Fuensalida y La Trémoille firmaran el documento que ratificaba el cese de hostilidades.

El presente documento ratifica que, según las condiciones acordadas, los ejércitos de Francia y Aragón observarán una tregua de cinco meses que será efectiva desde el 15 de noviembre del año en curso con posibilidad de prórroga.
Cada uno de los ejércitos se replegará tras sus fronteras y las plazas tomadas durante la guerra serán restituidas.
Esta tregua solo será válida para los enfrentamientos en el Rosellón y no afecta al conflicto mantenido en Nápoles entre las partes ni a los posibles encuentros de las respectivas armadas en la mar.

EN REPRESENTACIÓN DE SU CATÓLICA MAJESTAD
DON FERNANDO, REY DE ARAGÓN

EN REPRESENTACIÓN DE SU CRISTIANÍSIMA MAJESTAD
DON LUIS, REY DE FRANCIA

—El Rosellón queda en paz —proclamó Fuensalida, satisfecho—. Habéis obrado con sabiduría proponiendo esta tregua.

—No alabéis una decisión a la que me he visto obligado —masculló Luis.

—Estáis en lo cierto: vuestras tropas están mermadas y sin brío alguno… Como en Nápoles —subrayó el enviado de Fernando—. ¿Por qué no acordar un alto el fuego allí también?

—¡En Nápoles aún resistimos! —bramó, indignado, el francés.

—Acorralados en cuatro plazas —apostilló el otro.

La Trémoille intervino para evitar un exabrupto del soberano.

—Vos dabais la guerra por perdida hace bien poco —le recordó a Fuensalida—. ¿Qué impedirá a Francia remontarla de igual modo?

—El cansancio, las bajas, el mal ánimo de vuestras tropas y la superioridad de los nuestros —enumeró el español con total serenidad.

—Confiaos. Eso hará vuestra derrota más humillante —le espetó el rey, orgulloso, a sabiendas de que su análisis resultaba consistente.

—Y vos empeñaos en alargar la agonía —replicó Fuensalida—. Eso no hará menos amarga la vuestra, majestad.

Una vez acordada la tregua, Fernando viajó directamente hasta Medina del Campo. Allí, reprochó a sus consejeros que hubieran permitido a Isabel abandonar la corte, dado su precario estado de salud. Cisneros y Chacón hubieron de admitir que nada pudieron hacer para evitarlo, pues la reina impuso su voluntad, como en tantas otras ocasiones. Mayor contrariedad supuso para el rey, si cabía, conocer el motivo de la presencia de su esposa en el castillo de La Mota.

—¿Este retiro no ha serenado a mi hija? —Fernando encajó con frustración la negativa de sus leales, dolido por la situación—. Vengo de arriesgar la vida por mi reino. Nápoles parece al fin a punto de ser nuestra. Y este esfuerzo, esta gloria de la que ahora gozamos, quedará un día en manos de un traidor y de una mujer que ha perdido el juicio. ¡Amarga se torna mi victoria, sabiendo a quién se la entrego!

De esta guisa, la tristeza mancilló el reencuentro entre los esposos, a pesar de los logros del rey soldado. En cuanto a las promesas hechas a su hija, Isabel no dudó en retractarse ante su marido.

—No podemos dejar que Juana parta. Se lo he prometido, pero me arrepiento. Sé que si marcha la perderemos para siempre.

—¿Acaso no veis el mal que os ha causado? —replicó Fernando.

—En cuanto llegue a Flandes, Felipe la dominará por completo. Juana será un juguete en sus manos.

—¿Y creéis que retenerla por más tiempo cambiaría algo? —objetó el rey, conmovido—. Juana se ha perdido, Isabel.

—¿Ya no albergáis esperanza alguna? —inquirió ella, desolada.

—¿Acaso vos creéis posible que cambie? —repuso consternado el soberano. Su esposa solo pudo guardar un funesto silencio—. Que Dios me perdone, pero nada deseo más que verla marchar. ¡Que ese esposo que ciega su entendimiento soporte sus delirios!

—Me aflige tanto verla así.

Fernando no se contuvo más y dio rienda suelta a toda la rabia acumulada contra el francés, el borgoñón e incluso su propia hija.

—¡A mí me llena de ira! ¡Ha obrado como un veneno para vos! ¡Por salvar a la heredera, a punto hemos estado de perder a la reina!

El llanto de Isabel le hizo recuperar el sosiego. El aragonés se arrodilló junto a su amada, casi implorante, para convencerla.

—Isabel, os necesitamos más a vos que a ella.

La reina, con los ojos anegados en lágrimas, acató en silencio la decisión de Fernando: Juana habría de partir hacia Flandes a la mayor brevedad.

La princesa se despidió de sus padres en el mismo castillo que había sido testigo de su peor arrebato hasta la fecha. Dispuesta para el viaje, se mostraba de nuevo sosegada.

—Cuidaos, madre, os lo suplico —reclamó, al tiempo que la abrazaba—. Sabéis que no me dirijo al Altísimo con la frecuencia que os complacería, pero rezaré por vos con todo fervor.

—Tened buen viaje, hija mía.

A continuación, Juana se despidió de su padre.

—Os deseo una travesía tranquila —afirmó sincero el aragonés.

—Me alegra haberos esperado —reconoció la princesa—. No podía marchar sin despedirme de vos.

El rey acogió el abrazo de su hija con mayor frialdad que su esposa.

—Cuidaremos del pequeño Fernando como si fuese nuestro propio hijo —le aseguró—. En el futuro no ha de ser causa de desvelos para vos ni para vuestro esposo… Como no lo ha sido hasta ahora.

Juana ignoró la pulla, indiferente a todo lo que no fuera su destino. Una vez a lomos de su montura, la archiduquesa volvió el rostro hacia ellos y les dedicó una amplísima sonrisa de felicidad. Estaba resplandeciente, como si hubiera renacido. Al emprender la marcha la comitiva, ya no miró hacia atrás. Los reyes, junto a Chacón y Cisneros, vieron partir a la heredera de Castilla y Aragón con el alma en vilo.