10

El reconocimiento de la infanta Juana como heredera de la Corona de Castilla tuvo lugar el 22 de mayo de 1502, en la catedral de Toledo, donde las Cortes se reunieron para tal fin. Durante las semanas precedentes no faltaron los altercados entre los castellanos y los flamencos que acompañaban al archiduque Felipe y a su esposa, hasta el punto de que la menor provocación podía devenir en una violenta refriega callejera de consecuencias deplorables.

Para terminar de enrarecer el ambiente, no pocos leales a la Corona lamentaban el destacado papel que Diego López Pacheco debía desempeñar en la ceremonia. Incluso aquellos que aguardaban su llegada para acompañarlo hasta el templo.

—¿Ha de ser el marqués de Villena quien dé voz a las Cortes en un día tan señalado? —murmuró con desagrado Andrés Cabrera.

—Así se ha decidido —corroboró Gonzalo Chacón, con gesto adusto.

—¿Como premio a su lealtad? —ironizó el otro.

—Como anfitrión de los archiduques en Madrid.

—¡En mala hora! —masculló el marqués de Moya—. Dios los cría…

Decían las malas lenguas que Pacheco había hecho buenas migas con El Hermoso. Dotes de anfitrión no le faltaban al marqués, eso nadie lo discutía. Lo cierto fue que se presentó a la cita toledana con paso firme y henchido de satisfacción.

—Los años van haciendo mella en vos —le espetó Chacón, tras las reverencias de rigor.

—Cuarenta y seis primaveras he conocido ya, don Gonzalo —replicó imperturbable el recién llegado—, pero el tiempo es enemigo honesto.

—Si vos lo decís…

—Lo digo y lo mantengo —recalcó Villena, con media sonrisa—, pues combate de frente. No así otros… Y hemos sobrevivido.

Para evitar que la conversación siguiera por derroteros tan espinosos, Chacón inclinó protocolariamente la testuz.

—Sed bienvenido en nombre de sus majestades.

—Todo un honor —manifestó don Diego, con tanto respeto como orgullo.

—Vuestro rango lo merece —agregó Chacón—, y el interés del archiduque lo ha hecho inevitable.

El marqués de Villena encajó la pulla con una leve sonrisa y ambos se dirigieron hacia la catedral.

Momentos después, el arzobispo de Toledo celebró una misa solemne ante los nobles y cortesanos reunidos. En lugar preeminente se hallaban los sitiales de los Reyes Católicos y, frente a los soberanos, aquellos a los que Castilla había de jurar como herederos. Terminado el oficio religioso, Diego López Pacheco tomó la palabra.

—Ha sido la Providencia la que ha conducido a sus altezas hasta nosotros en este día en que juraremos a doña Juana y a don Felipe como vuestros sucesores en el trono de Castilla.

El marqués de Villena dirigió una mirada cargada de intención hacia la reina, antes de proseguir.

—Bien sabéis cómo plugo a Nuestro Señor llevarse para sí a vuestro amado hijo don Juan, príncipe de Asturias y, tras de él, a la serenísima reina y princesa doña Isabel, vuestra hija y primogénita heredera. También a su hijo legítimo, el ilustrísimo príncipe don Miguel, vuestro nieto y heredero que había de ser de estos vuestros reinos y señoríos…

Pacheco parecía recrearse en la evocación de las desgracias acaecidas. Fernando se percató del esfuerzo que su esposa hacía por controlar sus emociones y cogió su mano con ternura. Felipe, en cambio, sonreía como si ya experimentara en sus sienes la placentera presión de la corona que tanto ambicionaba. Incluso se permitió compartir miradas cómplices con Juana a las que ella replicó con sonrisas. Nada de esto se le escapó a Gonzalo Chacón y fue tanta su vergüenza que no pudo sino bajar la vista, mientras Diego López Pacheco concluía.

—Dios, y con Él nuestros señores, ha querido que sea la serenísima archiduquesa e infanta doña Juana la heredera de estos reinos y, por ello, ruego que sea jurada por nos como princesa de Asturias junto a su esposo y príncipe consorte, don Felipe.

La fórmula empleada devolvió al borgoñón a la realidad y deslució su ostensible dicha. Juana percibió el gesto súbitamente avinagrado de su esposo. A decir verdad, el propio Fernando no pudo reprimir un conato de solidaridad con su yerno, pues no pocos sinsabores le había causado en el pasado verse relegado en Castilla al papel de rey consorte. Los flamencos, educados en la tradición francesa, tampoco acababan de asimilar que la mujer reinara y gobernara por derecho propio, y ello todavía habría de provocar más de un desencuentro.

No obstante, aquel 22 de mayo, con los Reyes Católicos como testigos, los miembros de las Cortes castellanas se arrodillaron uno a uno frente a los nuevos príncipes y, con la mano sobre los Evangelios, juraron serles leales, tras lo cual besaron la mano diestra de Juana y de su marido.

Una vez en el exterior de la catedral, los toledanos aclamaron a los herederos mientras repicaban las campanas y se repetían las muestras de alborozo.

—¡Por Castilla! —exclamó el marqués de Villena—. ¡Dios guarde a nuestra princesa doña Juana y a su esposo el príncipe don Felipe!

—¡Dios la guarde! —replicó la multitud congregada—. ¡Castilla por su princesa!

La joven volvió a percatarse de la decepción que se apoderaba de su amado cada vez que le recordaban su rango en aquellas tierras. De inmediato montó a caballo y observó, como muchos de los presentes, que Pacheco ofrecía sus manos como estribos para ayudar a don Felipe a encaramarse a su cabalgadura. El archiduque agradeció el gesto y se dispuso a avanzar, pero su ramalero retuvo la montura para permitir que Juana se adelantara y ocupara el lugar preferente. Al darse cuenta, la princesa de Asturias embridó a su caballo y se volvió hacia El Hermoso.

—Señor mío, ocupad vuestro lugar a mi lado, pues sois mi esposo y nuestro príncipe.

Felipe sonrió, agradecido, y se puso a su altura. Juntos avanzaron al paso entre los vítores de la concurrencia y el insistente repicar de las campanas.

Un toque de campanas bien distinto había resonado diez días atrás, desde la iglesia de San Juan de los Reyes, durante el funeral por el príncipe de Gales que ordenaron los Católicos al conocer el fallecimiento de su yerno inglés.

En su cámara del castillo de Ludlow, Catalina de Aragón todavía rezaba por el alma de su joven marido.

—Dios, que hasta aquí me trajo, no ha querido que fuese un día reina de Inglaterra —musitó resignada la joven viuda, con el rostro cubierto por un tupido velo.

El príncipe Enrique rindió visita a su cuñada, a la que había acompañado hasta el altar el día de su boda. A pesar de su corta edad, apenas once años, Enrique aparentaba ser mayor que su hermano, no solo por su estatura y complexión sino por sus maneras de perfecto caballero. Catalina sentía un sincero afecto por aquel niño.

—Agradezco de corazón vuestra compañía. —El príncipe respondió con una respetuosa inclinación del mentón—. Aunque breve fue mi convivencia con vuestro hermano Arturo, vos y yo compartimos el dolor por su pérdida.

—¿Abandonaréis el reino ahora que vuestro esposo nos ha dejado?

La infanta quedó sorprendida por la franqueza de aquella pregunta formulada a bocajarro.

—Solo sé que mi destino no lo decidiré yo, pero temo que así sea —declaró, con un suspiro lastimero—. Ya amaba este reino…

—E Inglaterra también os ama a vos —se aprestó a replicar Enrique.

La infanta agradeció el cumplido y él se sonrojó. Poco después se les unió el rey. A sus cuarenta y cinco años, el rostro enjuto de Enrique VII denotaba la aflicción por la pérdida del príncipe. La temprana muerte de su primogénito no solo había condenado al luto al veterano monarca, sino que trastocaba su política de contención frente a las ambiciones francesas.

—En este doloroso momento, teneros aquí resulta un gran consuelo para mí —le manifestó el rey, de corazón—. Sois mi hija y mi deseo es que permanezcáis a nuestro lado como tal.

—Haré lo que vos y mis padres decidáis —matizó la joven, cautelosa.

A Enrique VII no le agradó la apostilla y tampoco se esforzó por ocultarlo.

—Habremos de dejar pasar unos meses antes de encarar vuestro porvenir. —El monarca carraspeó, incómodo, y a continuación remató su argumento—. Quizá esté creciendo en vuestro vientre un hijo del príncipe y nada haya que hablar…

—Alteza, ese sería un consuelo con el que de seguro no podemos contar —razonó Catalina.

—Ni vos misma podéis saberlo hasta que pase un tiempo prudencial —adujo él, con un punto de extrañeza.

—Intacta llegué a vuestro reino, y de ese modo sigo en él —aseguró la viuda.

—¿Queréis decir que vuestro matrimonio no se ha consumado? —quiso confirmar el monarca, desconcertado.

—La debilidad de vuestro hijo no lo hizo posible.

Enrique VII, contrariado, se levantó y paseó por la cámara, meditabundo. Su hijo asistía en un respetuoso silencio a la conversación. El soberano volvió la mirada hacia la joven.

—Siendo así, todo cambia y se torna más sencillo. Esperemos el veredicto de la comadrona.

La infanta recibió esas palabras como una bofetada.

—Mi señor, nunca he mentido y no veo cómo podría beneficiarme haberlo hecho ahora —alegó, con una entereza heredada de su madre.

—No penséis que dudo de vuestra palabra —pretendió excusarse el rey.

—No lo hagáis —le aconsejó Catalina—, pues tan seguro podéis estar de ella como de que nadie va a comprobar sobre mi cuerpo tal verdad.

Desde su posición apartada, el príncipe Enrique percibió la firmeza con que la viuda de Arturo se enfrentaba a su padre y quedó fascinado por la dignidad que exhibía en condiciones tan adversas.

En Toledo, la última riña entre castellanos y borgoñones se había saldado con la muerte de un caballero flamenco. Esta vez el hecho había tenido un testigo de excepción: el propio Andrés Cabrera. Por orden de don Felipe, el arzobispo de Besançon se encargó de elevar una protesta ante los reyes, en presencia de sus cortesanos más allegados.

—Un hombre ha muerto lejos de su familia —refirió Busleyden—. ¿Cuál fue su pecado? ¡Seguir a su señor a tierra amiga!

—Quizá pecara más de lo que decís —intervino el marqués de Moya— y su muerte sea la triste consecuencia de una provocación.

—Estuvisteis presente, según tengo entendido —le espetó el eclesiástico, retador—. Señalad, pues, al culpable.

—Eminencia reverendísima, no sois el único que nos hace llegar sus quejas —terció Fernando, con voz firme—, pues al parecer el séquito del archiduque se comporta como un ejército invasor.

Francisco de Busleyden no se arredró y se encaró al aragonés.

—Majestad, en el reino de Francia, que vos consideráis enemigo, se dio mejor trato al príncipe Felipe y a los suyos que en las Españas sobre las que un día reinará.

—En verdad os desagrada la acogida que os dispensamos —murmuró Isabel, ofendida—, en nada comparable a la que recibieron en Flandes quienes acompañaron a Juana y no volvieron para contarlo.

Un incómodo silencio se apoderó del salón del trono. Cisneros se santiguó.

—Sin embargo —prosiguió la reina—, la familia de ese hombre recibirá el debido amparo de la Corona.

—Me parece justo —admitió Busleyden, impasible—. Mas ¿qué cambiará en sustancia? Soportaremos vuestra hostilidad hasta que la jura de mis señores en Aragón nos permita regresar a Flandes sin tardanza.

La soberana de Castilla acogió con gravedad el aviso del religioso. Este abandonó la estancia, no sin antes cruzar brevemente una mirada con el señor de Belmonte, también presente en la audiencia, al igual que Gómez de Fuensalida.

—Yerra su eminencia reverendísima en sus planes —afirmó Isabel, una vez a solas con los suyos—. Mucho ha costado traer a los príncipes a Castilla y ahora que aquí gozamos de su presencia, aquí han de quedarse. Este ha de ser nuestro principal afán.

Todos acataron el parecer de la reina. Don Juan Manuel, en particular, tomó buena nota de sus intenciones. Fernando optó por guardar silencio, pensativo, hasta que pudo exponer en privado sus objeciones. Su esposa, sin embargo, se mantuvo en sus trece.

—Tenemos un deber hacia Castilla. Hacer de Juana la mejor reina posible.

—¿Y pensáis conseguirlo si la retenemos entre nosotros? —preguntó el monarca, con cierto resquemor—. No dudo de vuestras habilidades, mas de nuestra hija…

—Hubiera puesto la mano en el fuego por ella antes de que partiera hacia Flandes —alegó Isabel—. Estos años no han podido alejarla tanto de lo que fue.

—Por lo que refiere Fuensalida, ese tiempo le ha bastado a su esposo para dominar su voluntad —le recordó el aragonés.

—Sin embargo, solo veo armonía allá donde él nos dijo que reinaba la desavenencia. —Fernando hubo de reconocer que en eso su esposa llevaba razón—. Quizá también erró sobre el carácter de nuestra hija.

El rey cabeceó, escéptico.

—Quizá… Y si no, que Dios nos ampare.

Los Católicos se miraron un instante en silencio, conscientes del acto de fe que se estaban exigiendo a sí mismos. A pesar de tan ardua tarea, Isabel se irguió, decidida.

—Yo hablaré con Juana —resolvió la soberana—. Comprobaré si está llamada a continuar nuestra obra. Y si se ha desviado del camino, sabremos enmendarlo. Vos tratad a Felipe.

—¿Qué deseáis saber sobre él? Puedo anticiparos las respuestas —ironizó el monarca.

—Pensáis que está hechizado por el francés, mas si Francia pudo, Castilla y Aragón habrán de conquistar su lealtad —recalcó Isabel—. Y que Dios nos ampare en nuestros desvelos, pues con lo que contamos habremos de asegurar el porvenir.

Entretanto, los príncipes de Asturias disfrutaban de un período que más se asemejaba a una luna de miel renovada que a la asunción de las responsabilidades políticas recién adquiridas.

—Bien os sientan los aires de Castilla —susurró Juana a su esposo, entre besos y caricias.

—Mejor os sienta a vos ser princesa.

—¿En algo me ha hecho distinta? —inquirió, divertida, la joven, mientras se arrimaba a él en el lecho.

—Cumplís con vuestro destino, aun siendo tanto lo que de vos se espera —proclamó Felipe, seductor, y el halago hizo sonreír a Juana—. ¿Cómo no ha de crecer cada día el amor que siento por mi esposa? ¿Cómo no he de estar orgulloso de ser vuestro príncipe consorte?

El arrobamiento de la princesa le impidió vislumbrar la aversión que se ocultaba tras el comentario del archiduque, pues diríase que los dientes del Habsburgo rechinaban cada vez que oía el vocablo «consorte».

—La corona de Castilla sabe a poco a cambio de la dicha que me procuráis —aseguró ella, enamorada.

—Quedaos con Castilla, mientras sobre el corazón de su reina solo gobierne yo.

El borgoñón culminó su declaración con un beso apasionado y Juana pensó que nunca, nadie, podría sentir mayor felicidad que la que ella experimentaba en aquellos momentos.

Pero entre los lances amorosos y las continuas jornadas de caza, El Hermoso también se deleitaba en sus conciliábulos, lejos de las miradas de los anfitriones. En este caso, don Juan Manuel había requerido al archiduque y al arzobispo de Besançon para mantener una reunión en plena noche.

—La reina desea que permanezcáis en Castilla y a ello va a encaminar todos sus esfuerzos —informó el señor de Belmonte al Habsburgo—. Vuestros deseos al respecto no se considerarán.

—Buena noticia es que a uno lo quiera tanto su suegra —ironizó el aludido, pensativo—. Demuestra que en Castilla todo lo tenemos ganado.

—¿Estáis seguro de ello? —objetó Busleyden.

—Nuestros esfuerzos han de centrarse en Francia —declaró Felipe, convencido—. Es mi deseo retomar el compromiso entre mi hijo Carlos y la hija del rey Luis: su destino es convertirse en el Carlomagno de su siglo. Y el mío, hacer que se cumpla.

La decisión de su señor satisfizo al eclesiástico tanto como la determinación con la que la precisó. Don Juan Manuel, sin embargo, no las tenía todas consigo.

—Para que ello ocurra no debéis confiaros —advirtió—. Permitidme un consejo: apreciad el favor que os muestran los reyes de Castilla, o se volverá contra vos.

—¿Favor decís? —refutó, cínico, el arzobispo.

El señor de Belmonte hizo oídos sordos a los reparos de Busleyden e insistió.

—Los monarcas saben que el futuro del reino pasa por vos y vuestra esposa. Heredaréis todo aquello por lo que tanto han batallado.

—¿Qué sugerís? —le interrogó Felipe, interesado.

—Mostraos proclive a complacerlos y os allanarán el camino —le recomendó Villena—. Mas si os ven como enemigo, os lo aviso: serán implacables.

La advertencia de don Juan Manuel no cayó en saco roto. Tampoco las admoniciones de Isabel a su esposo. Con mayor o menor agrado, Fernando no tardó en convocar al archiduque en su despacho para informarle de asuntos de gobierno que un día, Dios mediante, le atañerían.

—Estas son las fronteras de Nápoles, según lo firmado en Granada —le detalló el aragonés, sobre una carta de la península Itálica—. Aquí fueron vulneradas por las huestes del rey Luis… —y añadió—: Cuando vos y mi hija erais sus huéspedes.

La alusión provocó la sonrisa de Felipe. La aparición de Gonzalo Chacón y de Andrés Cabrera interrumpió la conversación. Sin embargo, los nobles permanecieron en silencio al percatarse de la presencia del príncipe.

—¿Qué os trae? —indagó el Católico.

—Noticias de Nápoles, majestad —respondió Chacón, con gesto adusto.

Por la mirada del noble, Fernando interpretó que el asunto revestía gravedad. De inmediato se volvió hacia su yerno.

—Continuaremos en otra ocasión.

—Entendí que queríais ponerme al tanto de los asuntos del reino —replicó molesto El Hermoso.

—Poco a poco, querido yerno —adujo Fernando, afable—, poco a poco.

—¿Acaso desconfiáis?

El rey miró a los ojos al borgoñón, con el semblante más serio.

—Salid —musitó—. Os lo ruego.

El príncipe consorte sostuvo la mirada de su suegro y, por fin, abandonó el despacho. Liberado de su presencia, Gonzalo Chacón informó al soberano.

—Canosa no ha aguantado el sitio y ha caído. El Gran Capitán ha debido replegarse a Barletta.

Fernando observó el mapa con preocupación.

—Los franceses nos superan en número por millares, majestad —relató el marqués de Moya—. Están mejor pertrechados y no les falta artillería, al contrario.

El monarca mandó callar a sus consejeros con un gesto: ya disponía de suficientes datos negativos.

—Si no mandamos refuerzos, ni siquiera la pericia de Gonzalo podrá evitar que Francia nos eche de Nápoles —concluyó Fernando, desabrido.

—Sin dinero no hay refuerzos —señaló Cabrera—, y en las arcas del reino poco queda.

El soberano golpeó la mesa con el puño.

—¡Pues habremos de sacarlo de donde sea!

—Las Cortes de Aragón se reunirán para la jura de los príncipes. Qué ocasión puede ser más propicia para solicitar lo que necesitáis —sugirió Chacón.

—Convencerlos de que juren a Juana y obtener fondos para la guerra… No es poca tarea —murmuró el rey, con amargura—. ¿Tanto me concederán, cuando mucho menos me fue negado en el pasado?

También la reina se empleó a fondo para reforzar los lazos con la princesa de Asturias y, al mismo tiempo, deshacer los que la mantenían presa. Como Fernando, utilizó con tal fin los asuntos de gobierno, pues abordarlos de igual a igual representaba una gran diferencia con lo que habían compartido hasta el momento. Isabel, aparentemente fatigada, hizo ademán de dar por concluido el repaso a las cuestiones más importantes.

—Tanto añorar teneros a mi lado y solo os hablo de lo que conviene a Castilla.

—¿No es acaso lo que se reclama de una soberana? —afirmó Juana, con toda naturalidad.

Isabel suspiró, como si le preocupara la carga que el destino había depositado sobre los hombros de su hija.

—Si mucho se exige a una reina, aún más a una princesa heredera —la previno.

—¿Cómo puede ser tal cosa, si una gobierna y la otra no?

—Porque como princesa todavía habéis de ganaros la confianza de los que os han de servir —adujo la Católica.

—Mucho habré de porfiar para conseguirlo: vuestro recuerdo ensombrecerá mi reinado —admitió la archiduquesa—. Siempre será así.

La soberana negó de modo ostensible.

—La labor que comencé no se cumple con una vida sola. Continuad mi obra y haced que vuestra era y la mía sean una y la misma cosa.

—Mi esposo y yo así lo haremos —proclamó la princesa de Asturias.

Isabel escondió tras una sonrisa cuán incómoda le resultaba la sola mención del borgoñón.

—Mucho me place veros tan unidos y felices —ratificó—, pues llegaron a mis oídos hechos que me causaron no poca inquietud.

—Siempre cuesta encontrar el camino que han de compartir dos desconocidos —arguyó Juana, sin asomo de duda, mientras ojeaba los valiosos libros de los anaqueles.

—¿No he de preocuparme, entonces? —quiso corroborar su madre.

—Padre y vos escogisteis a mi esposo —evocó la joven, entregada—. Con ello elegisteis lo mejor para mí y para vuestro reino, pues si yo mucho le amo, más lo harán vuestros vasallos.

—Habéis dado sosiego a mi corazón —aseguró Isabel, falsamente complacida—. Y vuestras palabras me animan a haceros partícipe de mi mayor deseo: traed a vuestros hijos a Castilla.

—Vuestro deseo es el mío —confirmó la princesa, sorprendida—, pero fue mi esposo quien estimó que aún eran muy pequeños para tal viaje.

—Hablad con él ya que en todo os escucha —la persuadió la reina.

La archiduquesa, en silencio, apartó uno de los volúmenes y fingió buscar otro.

—Es hombre propenso a mantener sus decisiones —alegó, de espaldas a su madre.

—Y vos, que vais a gobernar, debéis ser mujer capaz de hacer valer vuestro buen juicio —la conminó Isabel, cómplice—. Ya encontraréis el modo de que él considere vuestros deseos como propios.

La princesa volvió el rostro hacia la soberana. En su semblante se dibujó una frágil sonrisa.

—Hablaré con el príncipe. Ya veremos qué decide.

Acto seguido, Juana se enfrascó de nuevo en los libros, mientras Isabel la contemplaba, intranquila y decepcionada.

Ante la respuesta de la princesa, la reina intentó imponer sus designios por una vía distinta. Si Juana consideraba que su voluntad y la de su esposo eran una misma cosa, quizá conviniera sortear el obstáculo y llegar hasta los príncipes a través de sus colaboradores. Con ese fin, Isabel requirió la presencia de don Juan Manuel.

—Os he llamado porque conocéis bien la corte de Flandes y es manifiesto que habéis sabido ganaros su aprecio.

—Espero que con ello pueda daros buen servicio —replicó Villena, sin que trasluciera la cautela que le inspiraba el comentario de la soberana.

—Estoy convencida —ratificó ella—. Decid, ¿cómo he de atraerme el favor de los flamencos?

—¿Os referís a limar las asperezas que han surgido con los acompañantes de los príncipes?

—Eso y mucho más —contestó Isabel—. Necesitamos ganarnos sus voluntades.

El señor de Belmonte comprendió entonces el motivo de la convocatoria y esbozó una sonrisa.

—¿La del archiduque, en particular? —La reina sostuvo su mirada. Don Juan Manuel no se arredró y habló con naturalidad—. De uno solo habéis de lograr el favor y la pondrá a vuestros pies.

—El arzobispo de Besançon —dedujo Isabel, muy seria, y Villena asintió—. Mucho tendría que dar y no estoy dispuesta a tanto.

—Majestad, no dudéis en pagar ese precio —aconsejó el traidor con vehemencia—. Desde bien joven, su eminencia inspira las decisiones de vuestro yerno.

—¿Tanta es su influencia?

—Francisco de Busleyden dicta el pensamiento de don Felipe, cuando no decide por él —refirió Belmonte—, y suele hacerlo con buen tino…

La reina de Castilla contempló pensativa a quien consideraba un leal servidor.

—Aprecio vuestro consejo, don Juan Manuel —manifestó, sincera—. No me equivoqué acudiendo a vos.

El felón agradeció el halago con una reverencia.

—Algo más he de pediros —remató Isabel—: No os apartéis del príncipe de Asturias. Permaneced a su lado y estad atento a todo cuanto hace y velad por los intereses de Castilla.

Don Juan Manuel de Villena acató la encomienda con gesto grave. Sin embargo, en su fuero interno celebró la coartada que la reina, en su ignorancia, le había proporcionado: amparado en su encomienda, podría medrar y conspirar junto al futuro rey de Castilla sin levantar sospechas.

El señor de Belmonte no se demoró para obtener provecho de la confianza que Isabel había puesto en su persona. En cuanto se le presentó la ocasión, condujo a Francisco de Busleyden a un discreto aparte para darle cuenta de su recomendación.

—¿Tanto confía en vos? —inquirió el arzobispo, gratamente sorprendido.

—Contad con que pronto os llegarán honores de Castilla —le aseguró Villena, ufano.

—¿A pesar de mi desencuentro con los reyes? —quiso confirmar el beneficiado.

—¡Bendito desencuentro! —ironizó el traidor—. El bálsamo que alivie la herida habrá de estar a la altura…

—Si es tal y como decís, a vos no os faltarán dignidades en Flandes —repuso Busleyden, complacido—. Vais camino de ser tan indispensable en Castilla como en Flandes.

Villena inclinó el mentón, con aires de falsa modestia.

—Todo sea en favor de los intereses del archiduque… Y en nuestro propio beneficio.

—Os admiro —declaró cómplice el religioso—. Vuestra franqueza roza la desfachatez.

—Permitidme entonces un consejo —solicitó el castellano—: Vos, a quien tanto escucha el archiduque, haced que preste oídos a lo que os voy a sugerir.

—¿De qué se trata?

—Conviene, de momento, que todos den por certero que nuestro príncipe se pone al servicio de sus majestades —expuso Villena—, y conozco qué propuesta debe salir de sus labios para despejar cualquier duda sobre su lealtad, sin renunciar por ello a sus propios anhelos.

Entretanto, y siempre con el objetivo de ganar el favor de sus herederos, los Reyes Católicos cenaban junto a los príncipes de Asturias. Fernando, no obstante, parecía perdido en sus pensamientos. Su mutismo contagió a los demás y la cena se desarrolló en un incómodo silencio.

—¿Algo os preocupa, padre? —indagó Juana, inquieta.

La pregunta sacó al rey de su sombrío ensimismamiento pero Felipe se adelantó a su respuesta.

—El silencio de su majestad se debe a que, de compartir aquí sus tribulaciones, me haría partícipe de ellas… Y eso es algo que no desea.

La salida de tono del archiduque sorprendió a todos.

—¿Cómo podéis…? —terció Isabel.

El aragonés interrumpió la protesta de su esposa.

—El príncipe de Asturias tiene razón —afirmó, impasible.

La reina guardó silencio, desconcertada por el nulo interés de su marido por contemporizar. Felipe se dirigió a su suegro, retador.

—¿Y no es extraño mantener en la ignorancia a quien acabáis de nombrar vuestro heredero?

—Desde luego —admitió el interpelado, con idéntico aplomo.

La tensión entre su padre y su esposo mantenía a Juana petrificada.

—Aclaradnos qué está pasando aquí —exigió Isabel, sin ocultar su enojo.

Pero Fernando, en vez de responder a su esposa, contestó a su yerno.

—El rey Luis nos derrota en Nápoles y no sabemos cómo hacerle frente —le comunicó, cara a cara—. ¿Qué haríais vos en mi lugar? ¿Hablaríais sin contención con quien manifiestamente es amigo de vuestro enemigo?

—Si yo reinara en Castilla —replicó imperturbable el borgoñón—, y estando las cosas tal y como vos referís, ocuparía mi pensamiento en cómo pactar la paz con el rey de Francia.

Antes de responder, el monarca guardó silencio durante un momento, sin apartar la vista del rostro del Habsburgo.

—Por nuestro bien, Dios ha querido que aún reste mucho para que seáis rey —le espetó, mascando las palabras.

El Hermoso apenas pudo contener la cólera. Se levantó de golpe y abandonó la estancia. Juana miró a sus padres, estupefacta, y salió tras los pasos de su marido.

—Extraño modo tenéis de ganaros al príncipe —murmuró indignada Isabel, una vez a solas con Fernando.

—No confraternizaré con él a costa de poner en peligro a los míos —proclamó el rey.

—Yo le he oído hablar con cordura —le rebatió su esposa, muy tensa—. De hecho, pensamos igual.

—¿Pretendéis que pacte con Francia, que ha iniciado una guerra por no respetar lo acordado? —replicó agrio el soberano—. ¡Pareciera que consideráis llegado el momento de que el archiduque dirija nuestro asuntos!

Isabel se contuvo.

—Juana y él nos sucederán en el trono. Más vale que, como yo, asumáis el hecho y hagáis por atenuar sus consecuencias.

—¡Aún habrá que ver si se cumple lo que decís! —remató el aragonés, de mal talante, y a continuación dejó a Isabel sola en la mesa.

Con el conflicto de Nápoles en su pensamiento, Fernando despachó al día siguiente con don Gonzalo Chacón.

—Pobre Catalina —suspiró—, apenas desposada y ya viuda. Poca misericordia reserva el Señor para nuestra familia.

—Resignación, majestad, en ella encontraréis consuelo —le recomendó el noble.

—Que nuestra hija lo encuentre en su familia. Reclamaremos a la infanta para que regrese cuanto antes. ¿Habrá inconveniente?

—Ninguno, majestad —garantizó don Gonzalo—. Salvo que no respeten el contrato matrimonial, la infanta habrá de ser devuelta.

—¿Y la dote? —indagó el rey—. ¿Qué dice el contrato?

—Si regresa la infanta, tendrá que volver con ella.

—Quizá la desgracia traiga algo bueno —masculló el aragonés, meditabundo—. Recuperar el dinero de la dote nos permitirá enviar a Nápoles los refuerzos que el Gran Capitán necesita.

El razonamiento del soberano llamó la atención del noble. Gonzalo Chacón tuvo el pálpito de que el monarca conocía a la perfección el contrato nupcial con el inglés y había planeado el uso del dinero de la dote mucho antes de que él acudiera al despacho. Al castellano no le agradó que lo convirtiera en cómplice de sus maniobras para emplear una vez más la fortuna del reino en conflictos que atañían, fundamentalmente, a la Corona de Aragón. Pero guardó un prudente silencio.

—Que Dios me perdone —murmuró Fernando, con una sonrisa irónica—, pero mi yerno muerto será el mejor aliado de que dispondremos en esta guerra.

Desconocía Fernando que los intereses del rey Enrique entrarían en colisión con los suyos. El suegro de Catalina se presentó en Ludlow con un séquito de hombres de leyes y una comadrona.

—Según me han informado —razonó ante la joven—, si sois virgen vuestro matrimonio con mi hijo podría declararse nulo. Nada impediría que vuestros padres os reclamasen a vos y… vuestra dote.

La infanta permaneció en silencio, atenta a los argumentos de Enrique VII. El soberano dio un paso hacia ella.

—Pese al dolor que me causaría, pues me considero vuestro padre, podría aceptar que os alejaran de mi lado, pero como rey de Inglaterra nunca devolveré ese dinero que aquí tanto necesitamos.

—A todos convendría, pues, que me quedase a vuestro lado —replicó la infanta, sin evidenciar su preocupación—. Disponed entonces de acuerdo con mis padres y en todo os obedeceré.

Al monarca no le agradó la coletilla y empezó a impacientarse.

—¿Seguís manteniendo que sois virgen? —le espetó, más seco.

—¿Cómo no hacerlo, si mi virtud no ha variado un ápice?

—¿Permitís que nuestra partera os examine? —insistió el otro.

—Siempre que antes acabéis con mi vida —contestó Catalina, inconmovible.

—Bien, Westminster decidirá —zanjó el rey, muy disgustado—. Mientras tanto, comprended que no podéis cobrar vuestra pensión: no existe viuda si el matrimonio es nulo.

Catalina comprendió que Enrique VII le retiraba su amparo hasta asegurarse de que el dinero de su dote no saldría del reino, cualquiera que fuese la justificación esgrimida, pues poco importaba esta con tal de no renunciar a aquella suma. A partir de ese momento, tal y como refirió a su reducido séquito, la infanta solo dispondría de sus propios recursos… Y estos resultaban muy escasos.

Fernando, por su parte, ordenó a Andrés Cabrera que calculara de cuántos mercenarios alemanes podrían disponer en el momento en que la dote de Catalina retornara a las arcas de la Corona. En mitad de la conversación, el archiduque Felipe entró en el despacho real. Chacón y el marqués de Moya temieron un nuevo enfrentamiento con el borgoñón, pero el rey lo acogió con buenas maneras, como si nada hubiera sucedido entre ellos.

—Acomodaos —le sugirió, afable—, discutíamos sobre Nápoles.

—De eso mismo quería hablaros —respondió El Hermoso, con el mismo afán conciliador—, pues mucho me duele lo que allí acontece. No negaré la amistad que me une con el rey Luis de Francia…

—Lo haríais en vano —apostilló Fernando, sin acritud.

—Pero sobre ella prevalece mi condición de príncipe heredero, no lo dudéis —afirmó, rotundo.

El soberano y su sucesor se midieron con la mirada. Nada distinguió el aragonés en los ojos del joven que desvelara su doble juego. Tampoco en la conciencia del Habsburgo parecía haber quedado rastro de la última misiva enviada a Luis XII, en la que manifestaba su postura a favor de los intereses franceses en Nápoles y reiteraba su intención de desposar a su hijo Carlos con Claudia, la primogénita del monarca galo. Felipe se comportaba, en suma, como el yerno que todo soberano sin descendencia masculina desearía.

—Os debo una disculpa y ahora os la ofrezco —concluyó Fernando, en apariencia sincero.

—No vengo a vos buscando tal cosa, sino a rendiros un servicio —aseguró el otro.

—Decid entonces, ¿qué podéis hacer por estos reinos?

El hijo del emperador Maximiliano alzó el mentón con gallardía.

—Si las circunstancias os mueven finalmente a buscar la paz con Francia, sé quién sería vuestro mejor embajador: yo mismo.

Los consejeros del rey se miraron entre sí, desconcertados. Incluso a Fernando le costó ocultar su asombro. El Hermoso prosiguió sin vacilación alguna.

—Pensadlo —insistió—: Con la lealtad que os debo y mi buena relación con el rey Luis conseguiría condiciones que ningún otro podría lograr.

—Agradezco de corazón vuestra generosa oferta, y haría buen uso de ella si la Corona la necesitase —respondió el aragonés con notoria amabilidad, al tiempo que volteaba un mapa de Nápoles hacia el Habsburgo—, pero las tropas aragonesas pronto desembarcarán en las costas de Salerno. No dudéis de que ello cambiará el curso de esta guerra.

Chacón y Cabrera guardaron silencio, atónitos ante la revelación que acababan de oír de labios de su majestad. Felipe, por su lado, ocultó la contrariedad que le produjo el rechazo a su embajada.

—Me alegro —subrayó—, pues mejor paz trae una victoria que un pacto al que se acude obligado.

Fernando, complacido, lo despidió entre sonrisas. Cuando el flamenco hubo salido, Gonzalo Chacón interpeló al rey.

—Majestad, ¿qué desembarco es ese que habéis confiado al príncipe de Asturias?

El soberano sonrió a sus consejeros, enigmático, antes de explicarles la maniobra que acababa de urdir contra su yerno.

En cuanto llegó a su cámara, el archiduque se enfrascó en la redacción de una misiva destinada al rey de Francia. En ella, como buen vasallo, alertaba a su señor sobre los planes militares que el incauto de su suegro le había confiado. Gracias a él, las tropas francesas podrían rechazar con éxito la invasión aragonesa y Salerno permanecería en sus manos.

Cuando su esposa apareció en la estancia, Felipe camufló la carta entre otros papeles.

—Pensaba que aprovecharíais esta jornada tan agradable para salir a cabalgar —afirmó Juana, al tiempo que rodeaba con los brazos al príncipe consorte.

—Tenéis razón —disimuló el borgoñón—. Ya habrá tiempo de escribir cuando regresemos al norte.

—Eso tendrá que esperar —susurró ella, enamorada—, pues pronto habrá cosas que mi estado no me permitirá hacer.

El Hermoso volvió la vista hacia ella y comprendió.

—¡Otro hijo! —exclamó, muy contento, mientras la abrazaba y la besaba—. ¡Dios bendice a nuestra familia!

—Esposo mío, hagamos que nuestra felicidad sea completa —musitó la princesa de Asturias—: Ordenad que traigan a nuestros hijos, haced que se reúnan con nosotros en Castilla.

Sin dejar de sonreír y con su esposa entre sus brazos, Felipe aguardó un instante antes de preguntar:

—¿Es idea de la reina?

Juana bajó la vista. A su esposo no le fue precisa otra respuesta. Con delicadeza, siempre sonriente, la cogió suavemente del mentón y la obligó a mirarle a los ojos.

—Vuestro deseo es el mío, pero no puedo darle cumplimiento —alegó—. En Castilla solo me rodea el agravio y el desdén.

—No, no —refutó la joven—. Tomáis como malquerencia el carácter recio de los míos.

—Todos me humillan recordándome mi papel secundario, como consorte —evocó el Hermoso, aparentemente dolido—. Y vuestro padre… Vos misma habéis visto cómo me relega de cualquier asunto de gobierno.

—Yo haré que todo eso cambie —replicó Juana, decidida.

—Sé que lo haréis —corroboró Felipe, con infinita dulzura—, cuando podáis… Y no penéis por vuestros hijos, pues apenas seamos jurados en Aragón partiremos hacia Flandes.

Una vez más, la princesa de Asturias acató el dictamen de su marido con una sonrisa melancólica. De cumplirse la voluntad del Habsburgo, los planes de Isabel corrían serio peligro de frustrarse.

Más tarde, resuelto el intercambio de pareceres con su esposa, Felipe entregó a Busleyden la misiva dirigida al soberano de Francia.

—De la manera más rápida y segura ha de llegar este mensaje al rey Luis.

El ademán del archiduque no permitió albergar dudas sobre la importancia de aquel envío.

—El emisario partirá hacia tierras francesas en cuanto despunte el sol —garantizó el clérigo.

En esos días, Isabel se vio aquejada por unas fiebres que la postraron en su lecho. Fernando había previsto viajar a Aragón para allanar el camino con vistas al juramento de Juana como princesa de Gerona. De paso, también pretendía tantear la posibilidad de obtener fondos adicionales destinados a sufragar la ruinosa campaña de Nápoles. Se trataba, pues, de un viaje de la máxima importancia. Sin embargo, al caer enferma la reina, el monarca propuso posponerlo.

—Debéis partir —lo conminó la castellana—. No puede repetirse lo ocurrido en la jura de Isabel. Adelantaos vos.

—¿Y dejaros de este modo?

—Yo acudiré cuando todo esté a punto —le aseguró su esposa—. Así podré recuperar las fuerzas que un viaje me restaría ahora. Hemos de procurar evitar la oposición en las Cortes a nuestros planes.

En ello debían concentrar sus esfuerzos y ambos lo sabían. Mientras Fernando ultimaba los preparativos, Juana visitó a la soberana de Castilla, inquieta por su salud.

—No os preocupéis por lo que no lo merece —la tranquilizó Isabel—. Es solo algo de debilidad… Y los años, que pasan sin que podamos impedirlo.

La reina sacó a relucir otra cuestión que, a juzgar por su insistencia, la preocupaba más que su bienestar.

—¿Habéis hablado con vuestro esposo sobre vuestros hijos? ¿Podremos recibirlos en Castilla?

El semblante de Juana se atirantó, aunque se esforzara por sonreír. En vez de contestar, prefirió dar a conocer la buena nueva.

—Madre, debéis saber que Dios me ha bendecido con otro embarazo.

—Vuestro primer hijo engendrado en Castilla —recalcó Isabel, dichosa.

—Ello nos obliga a regresar a Flandes en cuanto seamos jurados en Aragón. —Al oírlo, la sonrisa de la reina se congeló en su rostro. Juana justificó su partida—. Aunque sería nuestro deseo, si nos demoráramos el embarazo avanzaría y nos impediría emprender el viaje. Habría que esperar al parto y probablemente a la crianza.

—¿Y qué problema veis? —adujo la reina—. Tened a vuestro hijo en Castilla y dejad que cuidemos de todo nosotros.

—El príncipe no puede desatender durante tanto tiempo sus asuntos en Flandes —musitó Juana.

—Quedaos vos, entonces —le espetó Isabel, persuasiva.

La heredera acusó el impacto de la sugerencia. Acto seguido, negó con la cabeza.

—Mi esposo no lo permitiría —alegó, sin poder sostener la mirada de su madre.

Isabel observó a su hija durante un instante.

—Ningún buen esposo lo haría —afirmó, con fingida aprobación. Juana sonrió, aliviada por las palabras de su madre. La reina, por su parte, enmascaró su disgusto—. Vuestra noticia me ha colmado de dicha.

Madre e hija se abrazaron y permanecieron así durante un rato. Sin embargo, la preocupación ensombreció el rostro depauperado de Isabel.

Impelida por las circunstancias, y a pesar de la fatiga y de la fiebre, Isabel abandonó el lecho para recibir en audiencia al arzobispo de Besançon, cuya presencia había requerido sin dilación en el salón del trono.

—Eminencia reverendísima, os he convocado para hablaros de una cuestión que os atañe —le expuso—, y en la que nada puedo hacer sin vuestro consentimiento.

—Mi Católica Majestad, estoy a vuestro servicio —manifestó el flamenco, sabedor de que había llegado el momento que Villena había anticipado—. Cumplir vuestros deseos será un honor para mí.

—Aceptad pues el obispado de Coria.

—Me honráis tanto como me sorprendéis, señora mía —agradeció el eclesiástico, al tiempo que su rostro fingía el asombro que no podía sentir.

—Desde Flandes, mi hija pidió un beneficio para vos —le recordó la reina—, solicitud que pensábamos satisfacer desde tiempo atrás.

—Mas en todas las cortes que conozco, cuando se recibe una recompensa siempre se espera un servicio a cambio —indicó Busleyden, con falsa humildad.

—En este caso, es la propia recompensa la que exige el servicio: tanto la reforma de la diócesis como sus rentas precisan que permanezcáis en Castilla durante un tiempo —aclaró Isabel—. Desconozco si vuestros deberes en Flandes os permitirían retrasar vuestro regreso.

—Como bien sabéis, he de estar cerca de su alteza, el príncipe Felipe —alegó el beneficiado.

—¿Acaso no puede resolver sus asuntos sin vos?

Ambos se sostuvieron la mirada en silencio. El veterano consejero dedujo con acierto la intención de la soberana e inclinó el mentón.

—A todos convendría que sus altezas retrasasen su partida —convino Busleyden.

—¿Lo veis posible?

A esas alturas de la conversación, tanto la reina como él negociaban sin pudor el intercambio de favores, aunque guardaran las formas.

—¿El obispado de Coria, decís? —inquirió el clérigo, mientras calculaba las rentas que le proporcionaría la diócesis.

—Así lo he solicitado al Santo Padre.

—Podéis contar con ello —aseguró el flamenco.

Una mirada de entendimiento bastó para cerrar el trato. Isabel, más sosegada, podía regresar a su lecho.

Horas antes de partir hacia tierras aragonesas, Fernando apareció en la cámara de su esposa acompañado por Gonzalo Chacón. A juzgar por el semblante de ambos, la soberana intuyó que algo grave sucedía.

—Hemos recibido noticias de Inglaterra —murmuró el monarca—: El rey Enrique desea desposar a Catalina.

—Triplica su edad y es el padre de su esposo —adujo Isabel, pasmada—. ¿Qué le mueve a tal desatino? ¿Acaso ve peligrar nuestra alianza?

—Teme perder el dinero de la dote —informó entre dientes el aragonés.

—Mi señora, el matrimonio de la infanta no fue consumado —precisó Chacón—. El consejo de Westminster ha de decidir sobre su virginidad.

—Enrique desea desposarla para no tener que devolver a Catalina ni, por tanto, restituir la dote —remató Fernando.

—¡No podemos aceptar tal infamia! —exclamó la reina, airada.

—Majestad, su alteza le ha retirado la pensión de viudedad —matizó el noble.

—¿Permite que la princesa de Gales sufra privaciones? —inquirió Isabel, atónita—. ¿Acaso ha convertido a mi hija en su rehén?

—Enrique quiere forzar nuestra decisión —expuso Fernando—. Catalina ha de quedar en Inglaterra como princesa viuda, o como reina.

El rey constató que los nervios de su esposa habían alcanzado su límite. Tomó asiento a su lado y cogió sus manos con ánimo tranquilizador.

—Enviaremos a Fuensalida. Él negociará con el inglés y cuidará de la infanta. Esperemos su despacho antes de tomar una resolución.

La enferma acató la propuesta, aunque no pudo calmar su angustia.

—No temáis —porfió Fernando—. Si el diablo torciera el porvenir de nuestra hija, os juro que yo mismo iré a Inglaterra y la traeré de vuelta.

En el castillo de Ludlow, entretanto, las privaciones que tanto inquietaban a Isabel habían superado el grado de la incomodidad para convertirse en una seria preocupación. Envuelta en una capa, Catalina se acercó a la chimenea que acababa de encender doña Elvira, la dama que había acompañado a la infanta hasta la corte inglesa.

—Es la última leña que nos queda —advirtió a su señora.

Catalina cerró su capa por puro instinto. La camarera mayor de la princesa, hermana del señor de Belmonte y mujer de carácter, contempló la mísera fogata que ardía frente a ellas.

—Los nuestros no se calientan desde hace días y el hambre comienza a pesar —murmuró—. ¿Cómo puede el rey comportarse de forma tan mezquina?

—No debéis hablar de ese modo —la reconvino la infanta—. Es nuestro soberano.

—No es propio de reyes dejar que una princesa viva privada de lo indispensable —alegó la dama—. Y pensar que si vuestro matrimonio hubiese sido consumado por nada de esto pasaríamos…

—Pero no lo fue —musitó Catalina, con la mirada fija en la hoguera.

—¿Y qué importancia tiene, señora? —perseveró la otra—. No sería impedimento para otros esponsales y al menos viviríais, en vez de perecer de hambre y frío.

—No voy a mentir —zanjó la joven viuda—. Aunque haya de perder la vida, nunca perderé la dignidad. Resignaos, habrá que esperar a que el Consejo de Westminster se pronuncie.

—¿Y hasta entonces? —repuso doña Elvira.

La infanta buscó un pequeño joyero entre sus enseres. Lo abrió y entregó un collar de perlas a su camarera.

—¡Os lo regaló vuestra madre! —exclamó la dama, asombrada, sin atreverse siquiera a tocarlo.

—Vos sabréis convertirlo en leña y alimentos.

—No podéis desprenderos de tan magnífica joya —insistió la otra, con reparos—. Además, apenas daría para unas semanas; ¿qué vamos a arreglar con ello?

Catalina la obligó a cogerlo.

—Lo que no podamos solventar nosotras, ya se encargará Dios de hacerlo.

En otro de sus conciliábulos clandestinos, Felipe dirigió una sonrisa cínica a Francisco de Busleyden, ante la mirada de don Juan Manuel.

—De modo que la reina os otorga un obispado…

—Las cosas empiezan a cambiar para los vuestros en este reino —terció Villena, satisfecho.

El archiduque ignoró al español.

—¿Vos también lo creéis así? —interrogó El Hermoso a su consejero.

—No es poca merced la concedida, habida cuenta de las rentas de la diócesis —hubo de admitir Busleyden—. Y os recuerdo que tampoco escasean las que van unidas a vuestro título.

El archiduque acusó el comentario, pues no le faltaba razón al arzobispo.

—Quizá vuestra disposición hacia la Corona debería cambiar en consonancia —intervino de nuevo el señor de Belmonte.

—Don Juan Manuel está en lo cierto, alteza —corroboró el eclesiástico—. Es el momento de aprovechar la generosidad de los reyes.

Villena agradeció el apoyo del arzobispo de Besançon. Atisbó que el clérigo sabría corresponder a sus favores y ello le complació. Felipe, sin embargo, aún se mostraba receloso.

—Confío en vos —aseguró a Busleyden—, pero me parece que la dicha por vuestro nuevo cargo os ciega, o al menos os hace tuerto.

—El tiempo lo dirá —musitó el interpelado—, pero permitidme un último consejo, ya que mis nuevas obligaciones me impedirán acompañaros a Aragón: no apuréis vuestro regreso a Flandes… Y dejad que vuestro hijo nazca en las Españas.

La petición desconcertó a Felipe, más aún por haberla formulado su mentor. Villena se percató de la ofuscación del príncipe y terció a favor del arzobispo.

—Eso os granjeará el favor de muchos —le garantizó—, incluido el de los reyes.

—Pese a no resultar de mi gusto encuentro sentido en vuestras palabras —admitió el archiduque, tras una breve reflexión—, pero nada os prometo por ahora.

—Estoy seguro de que vuestro buen juicio terminará el trabajo que nosotros hemos comenzado —concluyó Busleyden.

—Al final, la generosidad de la reina va a acabar pesándome —respondió sarcástico el borgoñón—. Por lo pronto me priva de contar con vos en Aragón.

—En estos reinos, todos hemos de hacernos cargo de nuestros deberes. En la corte me hallaréis a vuestro regreso —manifestó el consejero, y acto seguido dirigió la mirada hacia el señor de Belmonte—. Durante vuestro viaje, confiad en don Juan Manuel como si fuese yo mismo.

Villena inclinó el mentón con gratitud. Ya no albergaba duda alguna sobre la recompensa que Busleyden le proporcionaría en pago por el obispado de Coria. Antes de partir, Felipe dedicó un gesto de advertencia al religioso.

—Andad con cuidado. No serán pocos a quienes ofenderá la merced que os han concedido.

—Marchad tranquilo —replicó orondo el flamenco—. ¡Me ampara el favor de la reina!

Algunos días más tarde, con Fernando ya en Aragón, Isabel abandonó el lecho y ocupó un sillón para recibir al arzobispo de Toledo en su cámara, pues, a pesar de que había empeorado de su mal, rehusaba mostrarse doliente ante los suyos. Más todavía cuando lo que deseaba compartir con su confesor no era asunto de fe, sino de Estado.

—Os he llamado para aclararos qué me ha movido a otorgar el obispado de Coria al arzobispo Busleyden.

—No me debéis explicación alguna —murmuró Cisneros.

—Cierto, eminencia reverendísima, pues como reina solo ante Dios debo hacerlo. —El franciscano encajó impasible la alusión—. Mas he de pediros algo y antes preciso que conozcáis mis razones.

—Temo que difieran poco de las que inspiraron a quienes os precedieron en el trono —replicó seco el confesor.

—Con igual dureza que vos los juzgué yo en su día —le advirtió Isabel.

—Habéis decidido algo que concierne a la Iglesia de Castilla a mis espaldas —alegó el franciscano—. No esperéis que lo festeje.

—¿Creéis que me satisface el nombramiento? Ruego para que llegue el día en que la política se ponga al servicio de la religión, mas, al parecer, yo no he de vivir para verlo.

—¿Y acaso en los días que corren todo ha de ponerse al servicio de la política, la Iglesia la primera? —indagó el otro.

—Solo una cosa importa, eminencia reverendísima: que Juana permanezca en el reino —le aclaró la soberana.

—Y pensáis conseguirlo repartiendo prebendas. —Francisco Jiménez de Cisneros hizo patente su escepticismo.

Isabel quiso rebatir los afilados comentarios de su confesor, pero se vio incapaz. El clérigo percibió que su majestad se encontraba al borde del agotamiento y se aproximó a ella con evidente preocupación. Al tenerlo cerca, la reina se aferró a su hábito.

—Oídme bien —lo conminó, febril—. Vienen tiempos difíciles…

—Permitidme, alteza, la injerencia: ¿alguna vez fueron fáciles? Confiad en la Providencia —aconsejó el religioso.

Isabel negó, vehemente, sin soltarlo.

—Este reino necesita vuestro tesón… Vuestra honestidad… Vuestra testarudez, incluso. —Cisneros achacó a la fiebre el tono casi desesperado de la exhortación. Sin embargo, no pudo evitar que le impactara—. La Corona no ha de ser menos que la Iglesia a vuestros ojos. Os necesito, eminencia; ¿podré contar con vos?

—Sabéis que siempre os seré leal —ratificó el arzobispo, cada vez más inquieto por ella.

Isabel intentó expresar su agradecimiento pero le resultó imposible. Su mano liberó el hábito del franciscano al desvanecerse. Cisneros, alarmado, la sostuvo en sus brazos para que no se desplomara, mientras pedía ayuda a voces.

De inmediato acudieron los galenos a la cámara de la soberana. El arzobispo permaneció en un rincón apartado, en compañía de Chacón. Los físicos consultaron entre ellos y el más avezado llegó hasta donde aguardaban los consejeros.

—Convendría avisar al rey —les recomendó, muy preocupado.

En cuanto Fernando supo del estado de la reina, nombró lugarteniente a Felipe y abandonó Zaragoza a uña de caballo. Una vez jurados los herederos al trono en la capital de la Corona de Aragón, las sesiones de las Cortes debían continuar con la solemnidad acostumbrada. Juana y Felipe, como los demás, repararon en el sitial vacío que dominaba el salón de plenos. El marqués de Moya tomó la palabra.

—El rey Fernando, nuestro señor, pide vuestra comprensión. Estas Cortes recibirán satisfacción y cumplida explicación por su obligada ausencia. Bajo la tutela del príncipe de Gerona, don Felipe, el rey encomienda que deis curso al resto de los asuntos que nos han reunido aquí.

La noticia provocó murmullos entre los asistentes. En cuanto tuvo ocasión, Felipe se ausentó para reunirse con don Juan Manuel y recabar información sobre la salud de la reina.

—¿No ha llegado ningún mensaje de Busleyden?

—Ninguno, alteza.

—Puesto que el rey ha abandonado de esta manera las Cortes, la gravedad de la soberana es manifiesta —dedujo el borgoñón, ansioso—. Quizá nuestro destino haya de cumplirse antes de lo esperado.

—Puede que así sea, alteza —confirmó Villena—. Debéis estar preparado.

—¿Teméis algo?

—Si la reina muere, su esposo se convertirá en vuestro más fiero enemigo —aventuró el señor de Belmonte—. Llegado el momento, es de suponer que no acepte de buen grado la sucesión.

Felipe esbozó un gesto jactancioso.

—De todo sería capaz con tal de no verme proclamado en Castilla —masculló.

—El rey de Aragón teme que vuestra influencia sobre la princesa ponga el gobierno del reino en vuestras manos.

—No sucederá de otra forma —corroboró impasible El Hermoso.

—Pero pensad que Fernando no aguardará a que se produzca el desenlace para actuar —le previno el castellano. El aviso caló hondo en el ánimo del príncipe—. Partid hacia Castilla cuanto antes, pues es allí donde otros están decidiendo vuestro porvenir.

El Habsburgo no lo dudó un instante y comunicó a Juana su regreso a Castilla.

—Daré las órdenes para que todo esté presto para nuestra marcha —afirmó la princesa.

—No. Vos debéis permanecer en Aragón y hacer que las Cortes cumplan su cometido —la conminó su esposo.

—¿Acaso la salud de mi madre os importa más que a mí? —inquirió ella, sorprendida.

—Recordad que sois la heredera de la Corona y es la salud de esta la que debéis atender por encima de todo —arguyó el borgoñón—. Vuestra madre no lo dudaría.

—Voy con vos —resolvió Juana—. Nada de lo que digáis va a hacerme cambiar de idea.

Felipe la cogió por el brazo sin delicadeza alguna.

—Vivimos un momento crucial —la exhortó—. Cada uno ha de ocupar su lugar y hacer lo que debe.

—¡Me hacéis daño…! —protestó Juana, mientras trataba de zafarse sin éxito.

Su esposo la encaró, mientras la sujetaba con mayor rudeza.

—Os lo advierto: no he de conocer en la reina la debilidad que tanto detesté en la mujer.

Juana, con lágrimas en los ojos, sostuvo la fiera mirada de su esposo. Debía separarse de él, no quedaba otra opción. ¿Sería capaz de soportar su lejanía?

Tan pronto como Fernando puso un pie en la corte castellana se dirigió a la cámara de su esposa. Allí la encontró, postrada en el lecho, febril y muy debilitada. Gonzalo Chacón se acercó a él.

—¿Tan grave está? —le preguntó el monarca, al verlo tan conmovido. El noble asintió, contrito. Fernando vislumbró la angustia en los ojos del consejero y le pareció un reflejo desdibujado de la suya propia—. Dejadme a solas con ella.

Fernando se aproximó al tálamo y posó el dorso de su mano sobre la mejilla de su esposa. Le impresionó el desmesurado alcance de la calentura. En cuanto sintió el contacto de la piel de su esposo, Isabel entreabrió los párpados.

—Hemos de hablar —musitó, con la mirada perdida—. Me muero, Dios ha querido llevarme cuando todo está en peligro…

—Reposad, debéis guardar vuestras fuerzas —la reconvino él, con ternura.

La reina rehusó obedecer. Hizo un enorme esfuerzo por sobreponerse a la fatiga.

—Si el Altísimo es benévolo, aún me dará tiempo para encaminar el porvenir del reino…

—Por Dios, callad —insistió su esposo—. Nada va a pasar.

Isabel apartó la mirada, afligida.

—Hubo un tiempo en que hubiese acudido a la muerte tranquila, bien cumplida con mi reino y mi familia…

—¿Confiáis en mí? —inquirió el rey de Aragón.

La reina volvió los ojos hacia él, con suma lentitud.

—Solo creo en vos y en Dios —musitó.

—Entonces perded cuidado —replicó Fernando, al tiempo que asía su mano—. Os juro que nada desviará el rumbo que habéis trazado para Castilla. Nuestro esfuerzo nos sobrevivirá.

—Amaros ha sido mi vida —susurró la soberana, emocionada.

—Luchad, entonces, como siempre lo habéis hecho. Hacedlo por vos… Y por mí.

Isabel apretó la mano de su esposo.

—Tengo… tanto miedo.

Extenuada, la reina cerró los ojos y su esposo, desamparado, pudo llorar libremente, en silencio.

Mientras la fiebre amenazaba con aniquilar a la reina de Castilla, el hambre y el frío se habían adueñado del castillo de Ludlow. Catalina extrajo del cofre que le servía de joyero unos pendientes de rubíes, pues nada más quedaba en su interior. Como había hecho con el resto de sus alhajas, los entregó a doña Elvira. Ambas se miraron en silencio, con gran inquietud.

El príncipe Enrique apareció en el castillo. Al entrar en la cámara de su cuñada le extrañó la baja temperatura de la estancia.

—¿Por qué no encendéis la chimenea? —inquirió—. ¿No sentís frío?

—Doña Elvira la encenderá para vos, si lo deseáis —sugirió Catalina.

La dama miró atónita a su señora. El joven inglés, sin preocuparse más del asunto, ofreció un libro a la infanta.

—Espero que su lectura os alivie en estos momentos de tristeza.

—Algo de calor dará cuando arda —terció la camarera—, pero mejor nos hubiese venido un buen trozo de carne.

Enrique guardó silencio, asombrado por la salida de tono de la española. Catalina la reprendió con una mirada severa.

—Marchad y haced lo que os he encomendado —ordenó. Acto seguido, dirigió al príncipe una sonrisa llena de afecto—. Os agradezco vuestra atención. Reconozco que es el mejor regalo que podía recibir.

El joven olvidó al instante el exabrupto de la dama, embelesado por el rostro luminoso de su cuñada.

Entretanto, en el castillo de Richmond, Gutierre Gómez de Fuensalida abordaba a Enrique VII al regreso de una partida de caza. El diplomático le comunicó el rechazo de los Reyes Católicos a su enlace con Catalina sin ni siquiera darle tiempo a despojarse de sus guantes.

—¿No debería ofenderme? —ironizó Enrique—. ¿Acaso el rey de Inglaterra no es digno marido para una infanta de Castilla y Aragón?

—Sois el padre de su esposo —adujo el embajador.

—Si la infanta es virgen, su matrimonio será anulado —le recordó el monarca—. Nada va contra la ley de Dios.

Fuensalida comprendió que debería utilizar otros argumentos, más definitivos e hirientes, contra el empecinamiento del inglés.

—Alteza, por los clavos de Cristo, ¡casi triplicáis la edad de la princesa!

—¿Os burláis de mí? —replicó el otro—. ¿Acaso pensáis que podéis convencerme de que eso es un inconveniente para vuestros señores?

El enviado de los Católicos se armó de paciencia e intentó contemporizar.

—Mi señor, algún día vos dejaríais viuda a la princesa y nos encontraríamos en el mismo punto en que ahora estamos.

—Dejaría viuda a una reina, Dios no lo quiera —matizó el soberano—. Algo muy distinto.

—Una reina viuda que ni siquiera habría podido parir al heredero de Inglaterra, ya que vuestro hijo Enrique os sucedería. —El rey asumió el peso del argumento en silencio. Fuensalida aprovechó para rematarlo—. Reconoced que un enlace semejante implicaría orillar el destino de la princesa y, con él, la alianza que se pactó entre ambos reinos.

—Decid, entonces, ¿qué proponen vuestros señores? —farfulló el pretendiente de Catalina.

—Que la infanta, con todos sus derechos, ajuar y dote, regrese a los reinos de sus padres.

—Olvidaos, eso no es posible —zanjó Enrique—. Buscad otra solución.

—¿Cuál? —indagó el embajador, exasperado.

—Habéis rechazado mi propuesta. Ahora os toca presentarme la vuestra —arguyó el inglés—. Pero no os apuréis, hay tiempo. —Fuensalida hubo de soportar la ironía del rey. Este se recreó en ello—. Decidir sobre la virginidad de la princesa no es un proceso fácil, dado el recato de la interesada. No podemos esperar que se resuelva en breve.

—¡Sus majestades esperan a su hija! —exclamó el español, harto de las maniobras de su anfitrión.

—La paciencia es una gran virtud —le espetó Enrique con media sonrisa—. Y nadie hay más virtuoso en la cristiandad que vuestros reyes.

Gonzalo Chacón se reunió con el rey en su despacho. Fernando todavía permaneció en silencio unos segundos, ensimismado en sus cavilaciones.

—Pensad qué nos depararía el fallecimiento de la reina —musitó, por fin.

—De nuevo dos coronas dándose la espalda… y la de Castilla en las sienes de un traidor. —La sentencia del noble, inusualmente rotunda, llamó la atención del rey. Chacón se explicó de inmediato—: Los franceses han reforzado las costas de Salerno. Aguardan el desembarco que anunciasteis al archiduque… Y que nunca se producirá.

—Lo sabía —masculló el aragonés—. ¡Perro ruin! Le faltó tiempo para contárselo a su amo.

El éxito de la treta para desenmascarar a Felipe no mermó la preocupación de ambos.

—Si Dios se lleva a la reina, el traidor se hará con Castilla y la volverá contra mí —pronosticó Fernando, airado—. ¡No voy a permitirlo! Aunque tenga que acabar con él con mis propias manos.

—No es mérito de vuestro yerno encontrarse en situación tan ventajosa —señaló Chacón—. Sin el consejo del arzobispo de Besançon, el archiduque no sabría ni dónde tiene su mano derecha. —Fernando asintió, en eso estaban de acuerdo—. Y Busleyden es hombre que se puede comprar, bien lo ha demostrado la reina.

—No, amigo mío —murmuró el rey, tras un momento de reflexión—. Urge acorralar al traidor y ya no es tiempo de jugar la partida a medias.

Fernando clavó la mirada en el mentor de Isabel. Este dedujo a qué se refería el monarca y asintió con gravedad.

Cuando Fuensalida se personó en el castillo de Ludlow, doña Elvira le previno de que su señora se hallaba en compañía del príncipe de Gales. Desde el corredor, el diplomático pudo divisar a los dos jóvenes: estos parecían intercambiar opiniones acerca de un libro profusamente ilustrado que hojeaban con notable interés. El recién llegado observó que el tráfico de sonrisas no era menor entre ambos.

—¿Suelen compartir lectura sus altezas?

—No es la primera vez que el príncipe trae un libro a mi señora —refirió la camarera—, pero hoy lo ha acompañado con unas ristras de salchichas. —La mención dejó boquiabierto al embajador. Doña Elvira, sin embargo, se mostró exultante—. ¡Con vos aquí nuestras privaciones han terminado!

Fuensalida, pensativo, dirigió de nuevo la mirada hacia la infanta y el príncipe.

Mientras la corte castellana rezaba por la recuperación de Isabel, en Zaragoza se sucedían las sesiones de las Cortes aragonesas, presididas por Juana. La princesa, desde el trono, parecía alterada, angustiada incluso. En pie frente a ella, el marqués de Moya dio lectura en voz alta a un documento que precisaba su beneplácito.

—«Alcañiz, ciudad de la Concordia, tiene a bien aprobar nuevas sisas para el mantenimiento del ejército del rey, bajo garantía de vuestra palabra de levantar dicho impuesto cuando el fin al que se destina haya sido satisfecho». —Andrés Cabrera dejó de leer y se dirigió a Juana—: ¿Ve vuestra alteza verdad en ello y permite que el documento se prepare para esperar la sanción del rey, nuestro señor?

El silencio de la princesa evidenció que sus pensamientos se hallaban muy lejos de aquel lugar. Comenzaron los cuchicheos entre los presentes.

—¿Alteza…? —insistió Cabrera, desconcertado.

El murmullo fue en aumento. Juana miró al marqués con expresión ausente. Se percató de que todos la observaban, mientras se hablaban al oído unos a otros. De repente, la princesa abandonó el sitial y echó a andar hacia la salida entre las filas de cortesanos. Cabrera, demudado, le dio alcance.

—Alteza… No podéis abandonar así las Cortes…

—¡¿Soy vuestra princesa o vuestra prisionera?! —le espetó, fuera de sí. El estallido de la joven hizo callar a todos—. ¡¿Cuánto tiempo he de perder en asuntos que no merecen mi atención?! ¡Rápido, que ensillen mi montura! —El marqués de Moya no reaccionó. Se limitó a contemplarla tan atónito como los demás—. ¡Haced que ensillen mi caballo u os juro que, aunque sea a pie, llegaré a Castilla!

Nadie movió un músculo, todos paralizados por el estupor, la conmiseración o la consternación que les provocaba aquella joven enajenada a la que habían jurado lealtad. Juana percibió sus miradas y, sin poder soportarlas un instante más, abandonó el salón de plenos ante el asombro general.

Cuando Felipe apareció en la corte de Castilla, la reina Isabel ya estaba fuera de peligro. La fiebre que la mantenía postrada se fue disipando poco a poco, gracias a los rezos de todos cuantos la rodeaban, a los cuidados de los galenos, a su férrea naturaleza o, quizá, a la voluntad de no abandonar este mundo sin concluir la tarea iniciada.

Fernando había dejado a su yerno como lugarteniente en Aragón y, como no podía ser de otro modo, le censuró que se hubiera ausentado de las Cortes.

—Lo importante es que Dios ha escuchado mi ruego —adujo el archiduque, en alusión al restablecimiento de la soberana.

—Pues ya que Nuestro Señor os escucha, dirigíos a Él con redoblado ahínco —le sugirió Fernando, con velada ironía—: Me han informado de que el obispo de Coria está gravemente enfermo.

Felipe quedó impactado por la noticia. No tardó en personarse en el domicilio toledano del eclesiástico, en compañía de don Juan Manuel. El rey no había mentido: el borgoñón pudo comprobar con sus propios ojos que Francisco de Busleyden agonizaba en el lecho.

—Dios ha venido a buscarme estando en Castilla —musitó su eminencia—. Veo en ello una señal.

—Debéis vivir —lo apremió Felipe—. ¿Qué voy a hacer sin vos?

La angustia del Habsburgo contrastaba con la pacífica resignación de su hombre de confianza.

—Os eduqué para ser un buen gobernante. Escuchadme pues. —El príncipe de Asturias obedeció, consciente de que aquel sería el último consejo de su mentor. Busleyden asió su mano—: Solo mandaréis sobre estas tierras si permanecéis algún tiempo en ellas. Amad este reino, pues Dios ha querido que sea vuestro.

Dicho esto, el arzobispo de Besançon entornó los ojos y exhaló su último suspiro. El Hermoso, perplejo y asustado, continuó hablándole, aferrado todavía a la mano del difunto.

—No podéis… ¡No podéis morir!

El señor de Belmonte se santiguó y Felipe le dirigió una mirada ausente, sin dejar de negar con la cabeza. Don Juan Manuel, preocupado, se acercó a él.

—Mi señor… Alteza… Temo por vos, ¡reaccionad!

—Su consejo siempre me ha guiado —murmuró el archiduque, desconcertado—. ¿Qué va a ser de mí sin él?

—Reclamad a vuestra esposa, eso es lo primero que debéis hacer —recalcó Villena, con apremio—. En el reino no contáis con otra protección que la que os puede proporcionar la princesa.

El borgoñón comprendió al instante la advertencia de don Juan Manuel: su vida corría peligro. Sobresaltado, soltó de golpe la mano del difunto. Acto seguido, cogió la jarra de vino que descansaba sobre la mesa de la cámara y se sirvió una copa, muy alterado. Pero al llevarla a sus labios dudó y se detuvo. Miró a Villena y, tras una breve vacilación, se la tendió. El castellano quedó petrificado. Felipe insistió con un ademán.

—¿En verdad puedo confiar en vos? —le espetó.

Villena cogió la copa, venció su temor y bebió observado por Felipe. El señor de Belmonte apuró hasta la última gota. Nada malo sucedió, para su alivio.

Juana regresó a la corte a tiempo para asistir a las honras fúnebres del arzobispo Busleyden. Su esposo la recibió en público, con constantes muestras de cariño que apaciguaron el ánimo de la princesa. No así el del rey de Aragón, que presenció el reencuentro preocupado, entre otras cosas, por el perjuicio que la intempestiva marcha de los herederos habría causado en sus dominios. De esta guisa se lo refirió a Isabel, todavía convaleciente.

—Poco le ha importado a Juana dejar las Cortes para venir tras los pasos del borgoñón —murmuró—. Cuando se lo he indicado ha argüido que se ha limitado a seguir mi ejemplo.

—Dios le concedió entendimiento, pero no sentido común —ironizó la soberana, con amargura.

—Aragón nunca perdonará su desplante —afirmó el rey, sombrío.

Isabel compartía su opinión, tanto como su inquietud. Suspiró y tendió a su marido una carta recién abierta.

—Al menos Fuensalida ha encontrado el modo de resolver la situación de Catalina.

—¿Algo que no os place? —inquirió Fernando, dada la melancolía con la que se expresaba.

—Pensaba ver pronto a mi hija, pero puede que nuestro embajador haya encontrado la mejor salida para todos —reconoció la reina—: Sugiere que propongamos desposar a nuestra hija con el príncipe Enrique.

—¿El hermano de su esposo? —quiso confirmar el aragonés, contrariado.

—Manuel de Portugal casó con dos hijas nuestras —le recordó Isabel.

—Pero Enrique es un niño; ¿qué años tiene?

—Once, seis menos que la infanta —aclaró ella—. Fuensalida asegura que en todo parece ya más hombre que niño.

—Aun así, ¡habrán de pasar años hasta que veamos el fruto de esa unión!

—En verdad es la mejor solución —corroboró Isabel—, pues en todo Catalina recuperará su rango e influencia. Será princesa de Gales y más adelante reina de Inglaterra.

El rey de Aragón guardó silencio, meditabundo y claramente disgustado. Isabel, ajena al verdadero motivo de su enojo, quiso zanjar el asunto.

—No van a devolvernos a nuestra hija. ¿Vais a ir a Inglaterra a arrebatársela por la fuerza?

Fernando se irritó al dar por perdido el capital que iba a destinar a la campaña napolitana, pero se guardó de compartir con su esposa el auténtico motivo de su frustración.

—Maldito mezquino usurero, ¡y osa llamarse rey! ¡Solo le importa el dinero de la dote!

—Y a nosotros ahora solo nos debe guiar el bien de Catalina —remató, tajante, la castellana.

Fernando se excusó y fue en busca de Gonzalo Chacón, a quien debía informar cuanto antes de aquel brusco cambio de planes.

—No enviaremos refuerzos a Nápoles —le espetó—. El dinero de Inglaterra con que contábamos no va a llegar.

—Señor, sin refuerzos Gonzalo no tendrá ninguna posibilidad ante los franceses —razonó el noble, apesadumbrado.

—Lo sé. Y dad por seguro que mil veces preferiría estar allí junto a mis hombres que en Castilla.

Gonzalo Chacón evitó insistir, consciente del desasosiego del rey.

—Confiemos en Gonzalo y en que Dios esté de su lado. Voy a enviarle un despacho.

—No —lo detuvo el aragonés—. Soy yo quien debe escribirle y darle justa explicación. No es poco lo que voy a pedirle.

Apenas hubo recibido el visto bueno de los Reyes Católicos, Gutierre Gómez de Fuensalida esperaba una ocasión idónea para exponer su propuesta. Por fortuna esta no se demoró: el embajador supo que el rey Enrique se disponía a visitar a Catalina en el castillo de Ludlow.

—Habéis adelgazado, señora —ironizó el monarca, mientras contemplaba a la infanta—. Debéis cuidar mejor de vuestra salud.

Doña Elvira se sulfuró al oír semejante pulla. Catalina, por el contrario, permaneció impasible.

—Es normal que el dolor por la pérdida de vuestro hijo me haya retirado el apetito —alegó—. Pero no os preocupéis, últimamente vuelvo a comer mejor.

Fuensalida apareció por fin en la estancia y, tras las reverencias acostumbradas, se dirigió al soberano inglés.

—Alteza, os traigo un mensaje de mis señores.

—¿Más quejas? —repuso a la defensiva el interpelado.

—He de haceros una propuesta en su nombre para dar salida a esta infausta situación.

—¿Y cuál de las partes sufrirá el quebranto? —quiso averiguar el rey, precavido.

—Ninguna, alteza, os lo aseguro.

No opinó lo mismo Catalina al escuchar los argumentos del diplomático. A solas con él, la infanta dio rienda suelta a sus tribulaciones.

—¡Es solo un niño! —protestó, desasosegada—. ¡Y el hermano de mi esposo!

La réplica de Fuensalida quedó postergada por la irrupción de doña Elvira.

—¡El príncipe Enrique ha llegado a palacio! —comunicó la camarera, sofocada—. ¡Viene hacia vuestros aposentos, alteza!

El desconcierto de Catalina aumentó. Volvió los ojos hacia Fuensalida.

—¿Lo sabe él?

—Visteis que el rey lo aprobó con entusiasmo —replicó el embajador—. Yo diría que parecía ansioso de compartirlo con su hijo. —E insistió, dada la ofuscación de la joven—: Alteza, os aseguro que se trata de lo mejor para todos. Vos cumpliréis con vuestro deber. Vuestro destino era ser reina de Inglaterra y de esta guisa lo seréis.

—Es cosa de mi padre —dedujo la infanta, aturdida—. La reina compartirá el recelo que de seguro mostrará el Papa ante este dislate.

Fuensalida negó con la cabeza.

—De su puño y letra me pidió su majestad que hablase con el rey Enrique —le aclaró el enviado de los Católicos.

No hubo lugar para más diatribas. La puerta de la cámara se abrió y el príncipe de Gales irrumpió, sonriente y dichoso. Catalina, sin embargo, lo recibió sumida en la confusión.

—En unos años seréis mi esposa —celebró Enrique, exultante—. Y yo, ¡el hombre más afortunado de Inglaterra!

La infanta guardó silencio durante unos segundos que a Fuensalida le parecieron tan largos como a su joven pretendiente. Finalmente, tras cruzar una mirada furtiva con el diplomático, Catalina acató la voluntad de sus padres e hizo una cuidadosa reverencia a su futuro esposo.

A pesar de seguir convaleciente, en cuanto se sintió capaz, Isabel insistió para compartir el almuerzo con los príncipes de Asturias. Felipe y Juana aceptaron la invitación, pero al término del ágape la ración servida al archiduque aún permanecía intacta en el plato. Fernando reparó en ello.

—¿Teméis que aderecemos vuestras viandas con ponzoña? —ironizó, sarcástico.

—Antes de emprender un viaje siempre pierdo el apetito —alegó seco el aludido.

—¿Partís? ¿Adónde? —quiso saber Isabel.

—Retornamos a Flandes —comunicó el borgoñón—, ya que cumplimos con todos los asuntos que a estos reinos nos trajeron.

El anuncio provocó el pasmo de los reyes. Juana bajó la mirada.

—¿Queréis que vuestra esposa viaje en el estado en que se halla? —inquirió la soberana, atónita.

—¡Quizá pretendéis que mi nieto nazca en Francia! —exclamó Fernando.

—Majestades, vinimos a vuestros reinos para que nos jurarais herederos —les recordó El Hermoso, rotundo—. Habréis de hacernos prisioneros para quedarnos en ellos.

—¿No me creéis capaz? —replicó agrio el aragonés.

De nuevo las dos mujeres presenciaron el mutuo aborrecimiento que sentían sus respectivos esposos. La partida quedó en tablas, pero Isabel no cejó en su empeño de convencer a su hija para que permaneciera en la corte. Por este motivo se presentó en su cámara, con el fin de hablar con ella en privado.

—No me pidáis lo imposible —arguyó Juana—. Sabéis que mi lugar está al lado de mi esposo.

—Y el de ambos en los dominios que vais a heredar —remachó la reina, con su acostumbrado aplomo—. Hacédselo ver al príncipe.

La joven se revolvió furiosa contra su madre.

—¿Cómo? ¡Mi propio padre lo trata como a un enemigo! —bramó la princesa—. ¿Acaso es razonable mantener a un príncipe heredero ajeno a cualquier asunto del reino que habrá de gobernar? Deberíais dar gracias a Dios, ¡pues solo la cordura de Felipe y el amor que siente por mí consiguen que aún os tenga respeto!

—¡¿Así ha de escuchar una madre hablar a su hija?! —se escandalizó Isabel.

—¡Mostradme que es falso cuanto digo! —la exhortó Juana, sin amilanarse—. ¡Os juro que nada me haría más feliz que estar errada en todo ello!

La discusión con su hija, tan violenta como inútil, dejó exhausta a la reina de Castilla. Fernando acudió junto a ella. Cubrió las piernas de su esposa con un manto y se sentó a su lado, frente a la chimenea. Isabel le refirió lo sucedido, pero resultó no ser el único revés de la jornada.

—¿Es cierto que los franceses nos han derrotado? —musitó la soberana.

—En Seminara. La noticia ha llegado esta misma noche —masculló el aragonés, abatido—. Siento como si yo mismo hubiera empuñado cada una de las armas que han matado a mis hombres.

—Ha llegado el momento de negociar la paz —afirmó Isabel—. Aragón, y también vuestro espíritu, lo necesitan. —Fernando, apesadumbrado, solo pudo asentir—. Como él mismo os propuso, debéis enviar al príncipe de Asturias a negociar con el rey Luis.

A decir verdad, la recomendación desconcertó al monarca. Isabel completó su argumento sin darle tiempo a rebatirlo.

—Si hemos de saberlo en Francia, mejor que acuda en nuestro nombre —arguyó—. Mil veces nos convendrá que así sea.

—Desengañaos, nunca podremos confiar en él —objetó Fernando.

—Lo sé. Pero de este modo Juana quedará en Castilla…

—¿Pretendéis separarlos? —indagó el monarca, nuevamente sorprendido—. ¿Creéis que Felipe consentirá?

—No se opondrá —aseguró la reina—. Si se lo pedimos, querrá satisfacernos por delegar en él y seguir su consejo.

Fernando empezó a comprender el sentido de la propuesta de su esposa.

—Separados, su influencia en Juana se irá debilitando día a día, mientras la nuestra podrá ganar su voluntad.

—Quizá consigamos hacer de ella la soberana que todos deseamos —invocó Isabel—. Merece la pena intentarlo.

—Dios tenga a bien que vuestras palabras resulten certeras, pues no es poco lo que nos jugamos.

Cuando el rey de Aragón comunicó a Gonzalo Chacón la decisión que había tomado con su esposa, el noble lo miró, incrédulo.

—El príncipe Felipe ¿embajador en Francia? —Fernando corroboró con un gesto afirmativo. Chacón no salió de su asombro—. Nada he de deciros de él que vos no conozcáis.

—Perded cuidado —lo tranquilizó el monarca, con media sonrisa—. Puede que de esta empresa todos salgamos contentos. Todos, menos el propio don Felipe.

—¿Qué os proponéis? —inquirió escéptico el consejero.

—Que Felipe prometa lo que no puede dar y pierda la amistad del francés. Hagamos que ambos piensen que nos tienen comiendo de su mano. Mientras, nos prepararemos para ganar esta guerra.

Chacón no pudo evitar sonreír ante el viejo zorro en que se había convertido su señor.

—Escribid a Gonzalo y dejadle una cosa bien clara: solo ha de cumplir las órdenes que procedan de mi persona —remató Fernando.

La Corona preparó sin dilación todo lo necesario para la embajada del archiduque. Pronto llegó el momento de la despedida.

—Haced entrega al príncipe de Asturias de las cartas de representación —ordenó el rey a Chacón.

—Negociaré como si fuese vos —afirmó Felipe, henchido de orgullo, mientras se hacía con ellas.

—Sois príncipe de Gerona, heredero de Aragón —le refrescó Isabel—. Vuestro interés y el nuestro son el mismo.

Gonzalo Chacón y Fernando cruzaron sus miradas con disimulo. En ese instante, todos guardaron silencio al ver entrar a la princesa de Asturias, enlutada de los pies a la cabeza. Felipe rompió el mutismo que se había apoderado de la estancia.

—¿Despedís a vuestro esposo vistiendo ropas tan funestas?

—Aliviad entonces el luto que llena mi corazón —rogó Juana, lastimera—. Llevadme con vos.

—Debéis quedar en Castilla y alumbrar aquí a nuestro hijo —repuso El Hermoso, sin poder ocultar su contrariedad.

Juana contuvo el llanto pero, ante el pasmo de los presentes, se arrodilló a los pies de su marido.

—¡Os lo suplico! ¡Si me amáis no partáis sin mí!

—Levantaos —solicitó el borgoñón, azorado—. No lo hagáis más difícil.

—¡Os lo estoy suplicando! ¡¿No veis que muero sin vos?! —aulló la princesa, mientras se aferraba a las piernas del archiduque.

Los presentes contemplaron sobrecogidos el ruego desesperado de Juana.

—He de partir —murmuró el Habsburgo—. Sé que os dejo con quien mejor puede cuidar de vos y de mi hijo.

Felipe se zafó de los brazos de su esposa y salió, tras efectuar una brevísima reverencia. Juana no se movió del suelo, hecha un mar de lágrimas, la imagen viva de la desolación. La reina se aproximó a ella, maternal, e hizo amago de ayudarla a incorporarse pero, en cuanto la princesa sintió el contacto de su mano, se retiró bruscamente, como si hubiera sentido una quemadura.

—¡Dejadme! ¡Que nadie se me acerque!

De un brinco, Juana se levantó y corrió hacia la puerta, mientras vociferaba:

—¡Sola! ¡Quiero estar sola! ¡¡Quiero estar muerta!!