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Cuenta el Génesis que Dios descansó el séptimo día tras haber creado el cielo, la tierra y todo lo que nos rodea. No se me acuse de blasfemo por insinuar que, en su lugar, Fernando de Aragón hubiera seguido en la brecha, pues apenas culminada la conquista de Granada ya sentía el apremio de recobrar los anhelados condados catalanes, todavía en manos del rey de Francia.

A finales de 1492, Fernando e Isabel afrontaban en la Alhambra la siguiente etapa de su reinado. Lo hacían desde el éxito, quizá más unidos que nunca. Pero como ocurre con ciertos cánticos populares, aunque letra y música resulten similares, a veces presentan tonalidades y ritmos muy distintos según quién los interprete.

—¿Seguimos sin nuevas del almirante? —preguntó el rey a su esposa mientras recorrían los pasillos del palacio granadino.

Silencio y una leve negativa fue toda la respuesta de Isabel.

—Nada bueno le auguro si el invierno se le echa encima en la mar —apuntó Fernando.

—Tened fe.

Fernando subrayó su escepticismo con un suspiro. Los asuntos relacionados con Cristóbal Colón solían ser motivo de particular discordia entre ellos. Pero aun sabiendo que el rey tenía razón —un invierno en alta mar no presagiaba nada bueno—, Isabel creía en la misericordia divina tanto como se aferraba a la confianza depositada en su almirante.

Ignoraban los reyes que semanas antes, el 12 de octubre, al otro lado del océano, Cristóbal Colón había tomado posesión de unas tierras ignotas en su nombre, y las había bautizado como San Salvador.

—¿Cuánto habéis porfiado por recuperar el Rosellón y la Cerdaña? —inquirió Isabel—. Por fin vais a conseguirlos.

Fernando sonrió ante el aparente intento de cambiar de tema por uno más agradable a su ánimo.

—Si Dios quiere.

—Querrá. Y Colón regresará. Dios recompensa a los perseverantes —aseguró la reina, mirándolo con picardía.

Encajó el aragonés con ironía la apostilla de su esposa.

—Es posible. De momento mis mesnadas aguardan en la frontera, por si el francés se echa atrás.

Isabel se detuvo ante la puerta de una gran sala.

—Tal cosa no sucederá —afirmó—. Son nuevos tiempos para nuestros reinos, mi señor. Disfrutemos de ellos.

Instantes después de abrirse la puerta de la estancia, los reyes de Castilla y Aragón contemplaron el fruto más preciado de sus desvelos, como si un cuadro que retratara a su familia hubiera cobrado vida: la princesa Isabel, siempre vestida de sarga para exhibir su duelo, leía ensimismada un libro piadoso; las infantas Catalina y María jugaban con un cachorro que, sin embargo, parecía más interesado en mordisquear el calzado del príncipe Juan mientras este asimilaba las explicaciones de uno de sus numerosos preceptores. Y en un rincón apartado, Juana encadenaba melodías en un clavecín ricamente decorado.

—Mirad, señor, contemplad cuánta felicidad… Se la debemos a la paz que tanto nos ha costado conseguir —señaló la reina—. Es nuestra primera obligación, por tanto, hacer que la calma perdure.

Desde la puerta, pensativo, Fernando observó a su esposa, y al poco se dirigió a sus hijos mayores, los príncipes Isabel y Juan:

—Pronto partiremos hacia Barcelona —les anunció—. Solo vosotros nos acompañaréis.

El príncipe Juan acató con un gesto. La princesa de Portugal se mostró más reticente.

—Madre, ¿en verdad es necesario que vaya con vos?

El rey avanzó unos pasos y respondió por su esposa:

—En la Ciudad Condal firmaremos un acuerdo con Francia de suma importancia para la Corona de Aragón. No podéis faltar.

La mirada de la reina corroboró el dictamen de Fernando. No hubo lugar para más preguntas. Pero la joven viuda dirigió una mirada suspicaz a sus padres: ¿de qué acuerdo se trataba y por qué era tan necesaria su presencia?

En el castillo de Amboise, residencia del rey de Francia, un mapa de la península Itálica era de nuevo desplegado sobre una mesa. El rey Carlos VIII, en compañía de su gran chambelán, Luis de La Trémoille, era capaz de pasar horas haciéndolo girar ante sus ojos, estudiándolo, como quien admira un apetitoso manjar antes de dar rienda suelta a la gula y devorarlo.

—¡La Corona de Nápoles en manos francesas! —El índice del soberano señaló el reino de Nápoles—. ¡Ese es nuestro objetivo!

Ante la exultante afirmación de Carlos, La Trémoille asintió, menos entusiasta que su señor.

—Con el fin de plantar cara al turco, por supuesto —aclaró el rey, sonriente—. Una misión que Nuestro Señor ha tenido a bien encomendarnos.

La Trémoille aceptó el guiño del monarca, pero el cinismo regio no disipó sus reservas.

—Majestad, ¿seguís convencido de que Fernando aceptará no interponerse en nuestro camino?

—Al aragonés solo le interesan los condados —apuntó Carlos—. Lleva años clamando por ellos.

—Un vicio heredado de su padre…

—Como el de engendrar bastardos —apostilló el rey de Francia—. Amigo mío, os aseguro que firmará lo que sea con tal de recuperar el Rosellón y la Cerdaña.

La Trémoille calló un instante, mientras fijaba la vista en el mapa. Como si precisara unos segundos de reflexión antes de contravenir el ímpetu desbordado del rey Carlos.

—Poco parecen importarle Saboya o el Milanesado, es cierto, pues los deja en vuestras manos. —La Trémoille apoyó su argumento señalando en el mapa los territorios citados—. El norte de Italia queda muy lejos de Sicilia, cuya Corona ostenta… No así Nápoles.

Carlos apartó la mirada de la carta, como si con ello evitara escuchar los inconvenientes. La Trémoille no cejó.

—Tanto él como vos anheláis dominar el Mediterráneo para la cristiandad —insistió—. Pero para disputárselo al turco, primero habréis de doblegar al aragonés.

—¡Y así será! —zanjó el rey.

A espaldas de ambos varones, una voz femenina ironizó:

—Si así lo quiere Dios…

El rey y La Trémoille volvieron el rostro hacia la voz y la irrupción de Ana de Bretaña en la estancia fue acogida con una doble reverencia. La duquesa —aún lo era in pectore, aunque no tuviera derecho a usar su título— besó el anillo de su esposo, mientras este, molesto, le espetaba:

—¿Acaso ponéis en duda la valía del ejército más poderoso de Europa?

—Bien sabéis que no, mi señor, pues fui derrotada por él —aseveró la reina sin inmutarse—. Mas escuchad a vuestro chambelán: no menospreciéis al rey de Aragón.

—No lo hago —aseguró Carlos—. Pero si se alza contra Francia, tanto le servirá a Ferrante de Nápoles su ayuda como os sirvió a vos.

Era cierto. Poco eficaz resultó el auxilio de Fernando a Bretaña durante la que cien años más tarde se llamaría la «guerra loca». La derrota en la contienda contra Francia privó a la dama del gobierno del ducado, pero no de su orgullo ni de su memoria. Y la Corona de Francia aún habría de esperar hasta que Bretaña se integrara en el reino.

—Queda por asegurar la neutralidad de Su Santidad —terció La Trémoille, en previsión de que la tensión entre los esposos fuera a más.

—Id a Roma, entonces —replicó con decisión el rey—. Agitad ante el Papa la amenaza del infiel, pero cuidaos de mencionar Nápoles. Y aligerad la firma del tratado con Fernando.

La Trémoille partió al instante. A solas, Ana de Bretaña trató de persuadir a su esposo con mayor suavidad, un modo más apropiado para un hombre de ánimo tan inestable como Carlos.

—Nápoles no es Bretaña, mi señor. Tampoco Aragón. Tened en cuenta a quién os enfrentáis.

—Descuidad —respondió el rey—. Admito que me complace que evoquéis nuestro pasado.

Carlos tomó la mano de su esposa con galantería.

—Dulce fue la victoria en Bretaña —añadió mientras llevaba el dorso a sus labios—, pues aunque Francia no obtuvo el ducado, su rey tomó a la duquesa.

Y Ana, sabedora de que insistir hubiera resultado inútil en aquel momento, aceptó el halago.

No dejó la joven Isabel de cavilar sobre el anunciado viaje a Barcelona en todo el día. Tampoco mientras su dama, Catalina, la desvestía y la preparaba para el lecho. La dama se fijó en las guedejas de la princesa de Portugal.

—¡Mirad las consecuencias de tanto ayuno! Vuestro cabello empieza a perder brillo —protestó.

Isabel respondió con un suspiro:

—¿A quién puede importarle la cabellera de una viuda?

—Deberíais cuidar más de vos —añadió Catalina, negando con la cabeza—. ¿Acaso no veis cuán hermosa sois aún?

No hubo atención que la corte no dispensara a la princesa desde la muerte de su esposo, el príncipe Alfonso de Portugal, pero el paso del tiempo no la había liberado del dolor de la pérdida. Al contrario, Isabel parecía empecinada en mantenerlo vivo. Como si esa pena inmensa fuera la cara sombría de la pasión que los unió tan brevemente y la joven encontrara goce renovado consagrándose a ella.

—Todo lo entregué a mi esposo y el Señor quiso arrebatármelo —sostuvo Isabel—. ¿Quién soy yo para oponerme a sus designios?

—No habléis así, vos no llevaréis luto toda la vida.

La joven no pudo evitar un respingo ante la seguridad con la que su dama afirmó tal cosa. Volvió el rostro hacia ella, casi con temor.

—¿Qué queréis decir?

—Que nunca faltará un príncipe para una infanta de Castilla —apuntó Catalina—. ¿Cómo no habría de hallarse uno para la princesa de Portugal?

Isabel palideció al asociar el vaticinio de la dama con las sospechas que el viaje a Barcelona habían despertado en su doliente corazón.

—¿Qué sabéis? ¿Mi madre os ha dicho algo?

Catalina la miró sin entender la pregunta. Isabel la apremió:

—¿Por qué insiste en que los acompañe para la firma del tratado con Francia?

—¡Qué puedo saber yo! —adujo Catalina, asombrada—. ¡Solo soy una dama de esta corte!

Catalina prefirió volver a sus tareas, y se dispuso a cepillar los cabellos de la princesa viuda. Isabel se lo impidió con un gesto.

—Dejadme… Ya termino yo.

Catalina obedeció. Pero antes de retirarse, sonrió al decir:

—Aunque desde luego no hay mejor tratado que el que viene del brazo de una buena boda…

—¡Dejadme! ¡Marchaos!

La cólera de la reacción de Isabel sorprendió a la dama. Catalina se retiró en silencio. Ignoraba que, involuntariamente, había cebado las cavilaciones que tanto inquietaban a la princesa. Aunque la joven Isabel se equivocaba.

No era el matrimonio de la princesa de Portugal lo que ocupaba a los reyes en ese momento. Pero sí la consecución de una alianza con Inglaterra que el enlace entre la infanta Catalina y el príncipe de Gales debía garantizar.

Sin embargo, llegado el momento de firmar el documento que ratificaba el acuerdo por parte de Castilla, la mano de la reina Isabel vaciló. Todos los presentes aguardaron, Gonzalo Chacón junto a ella. Él había presentado el escrito y detectó la duda en los ojos de su señora. Aquellos ojos que conocía tan bien. Isabel se dio cuenta.

—Sé cuánto nos favorece este acuerdo con Inglaterra —musitó—. No obstante, entregar así a nuestra hija…

Chacón y el rey intercambiaron una mirada fugaz. El noble comprendió.

—Mi señora, Francia ha firmado un tratado de paz con el rey Enrique —recordó Chacón—. Hemos de evitar que esa alianza se vuelva contra nosotros.

Fernando completó el argumento del castellano:

—Inglaterra ha de estar de nuestro lado, vigilante. El matrimonio de Catalina con el príncipe de Gales es la mejor garantía de que así sea.

—Lo sé —respondió Isabel con entereza y suspiró al evocar las últimas jornadas transcurridas en paz—. Comienzo ya a sentir la nostalgia de estos días felices junto a mis hijos. Y Catalina es aún tan niña…

El marqués de Moya sumó su voz a favor del pacto con nuevas razones.

—Alteza, con este tratado favorecemos el comercio con el inglés —señaló Andrés Cabrera—. Son grandes las ventajas que obtiene Castilla.

Una idea cruzó la mente de Fernando y provocó su sonrisa.

—Quién sabe, quizá parte del dinero que Francia entregará al rey Enrique acabe en nuestras arcas…

Isabel contempló el documento. No era el oro ni el equilibrio entre las potencias lo que tenía en mente en esos instantes. Pero firmó. Tras hacerlo, miró a su esposo.

—Sé cuál es el destino de nuestros hijos. Conceded a vuestra señora el privilegio de sentir como madre y decidir como reina.

Cuando Chacón y Fernando quedaron a solas, este último resopló, más preocupado de lo que se había mostrado ante la reina.

—Es cierto que Catalina y el príncipe de Gales son aún demasiado jóvenes —aseveró el rey—. Habremos de pedir dispensa al Papa por si las circunstancias aconsejaran adelantar sus esponsales.

Chacón comprendió la causa de tantas precauciones.

—¿Tan poco os fiáis del rey de Francia?

—Toda cautela es insuficiente —murmuró el aragonés—. ¿Hay noticias de Roma?

—A estas horas vuestro embajador ya debería arrodillarse ante el pontífice.

En efecto, Gutierre Gómez de Fuensalida, enviado del rey Fernando a Roma, comparecía ante Su Santidad Alejandro VI, flanqueado este por el joven César Borja, arzobispo de Valencia.

—Sed claro, Fuensalida —exigió seco el Papa—; ¿acaso vuestro señor y el rey Carlos están repartiéndose Italia a mis espaldas?

—Os aseguro que no, Santidad —afirmó Fuensalida sin torcer el gesto—. El objetivo del tratado con Francia es otro.

La respuesta no satisfizo a Alejandro VI. El sumo pontífice intuía una amenaza sobre sus territorios y no se fiaba ni de Carlos, ni de Fernando.

—Conozco el interés de vuestro soberano por recuperar los condados catalanes, pero ¿a cambio de qué?

Fuensalida sostuvo la penetrante mirada del papa Borja. Con toda naturalidad, aseguró:

—En nombre de la Corona de Aragón os garantizo que el acuerdo no causará perjuicio alguno a los Estados Pontificios.

El arzobispo de Valencia, sobrino de Su Santidad, intervino con cierta malicia:

—¿Habláis también en nombre de Castilla? ¿La reina Isabel se muestra conforme?

—En todo está al lado del rey —sostuvo Fuensalida con firmeza.

—A veces dos cabezas no miran en la misma dirección —insistió el joven Borja.

—Castilla mira al oeste y Aragón al Mediterráneo, no lo niego —admitió el embajador—. Pero cada uno de sus reyes mira en ambas direcciones.

—¡Dejaos de chanzas! —clamó el Papa, acercándose a Fuensalida—. ¡Tanto vuestro rey como el de Francia detentan pretensiones sobre Nápoles!

Fuensalida, diplomático curtido, ni siquiera pestañeó.

—A mi señor Fernando solo le preocupa que la corona pase a manos de sus legítimos herederos.

—Peculiar legitimidad la de una dinastía bastarda —apuntó César Borja, siempre malintencionado.

Fuensalida mantuvo la mirada del joven arzobispo unos instantes. Resultaba tentador señalar la paradoja de oír la palabra «bastardo» de sus labios. No pocos hubieran afirmado que Fuensalida se hallaba en ese momento ante quienes eran padre e hijo. Pero el embajador dejó pasar la provocación, y se dirigió al Papa de nuevo.

—Desde luego, a mi señor le inquietan las relaciones que el francés ha establecido con Génova y Milán. Por ello me envía ante vos. Decid, Santidad: de colisionar los intereses de Aragón con los de Francia, ¿hacia qué lado os decantaríais?

Alejandro VI encajó la pregunta sin apartar la vista de los ojos de Fuensalida.

—Solo existe un lado posible para Roma —contestó impasible—, el de Dios. Pero asegurad a vuestro señor que nuestro corazón está con el reino que nos vio nacer y con su rey, por supuesto.

Alejandro VI remató su declaración con una sonrisa benevolente, una señal callada de que la audiencia había terminado. Sonrisa que se deshizo en cuanto Fuensalida hubo abandonado la estancia.

—Fernando de Aragón —masculló el pontífice—. Ventajista y trapacero como su padre, el rey Juan, que Dios lo tenga donde menos daño cause.

—¿Qué pensáis hacer?

La pregunta de César Borja flotó en el aire durante unos segundos. Alejandro VI, tras un instante de reflexión, sonrió.

—De momento, dictar una carta… para la reina de Castilla.

Cuando la destinataria tuvo la misiva ante sus ojos, su semblante se ensombreció. Viendo a Isabel preocupada, Gonzalo Chacón se acercó hasta ella.

—¿Malas noticias?

Con la carta del Papa en sus manos y sin contestar, Isabel echó a andar con decisión por los pasillos de la Alhambra, seguida por Chacón, hasta irrumpir en una estancia en la que la espada del rey Fernando se entrechocaba con la del príncipe Juan durante un ejercicio. Sin inmutarse ante el cruce de golpes, Isabel se interpuso entre los contendientes y espetó a su marido:

—Decidme, ¿hasta dónde estáis dispuesto a llegar para conseguir los condados?

El tono áspero de la pregunta se correspondía con la tensión visible en el rostro de la reina. Con un leve gesto, Chacón sugirió al príncipe Juan la conveniencia de abandonar la sala, pero la voz de su padre lo detuvo.

—¡Quedaos! Se nace príncipe, pero se aprende a ser rey.

Molesto, Fernando se dirigió a su esposa:

—Sabéis de sobra cuál es el precio: no intervendremos en los asuntos de Francia con otros reinos, siempre que respete nuestras fronteras.

Dicho esto, el rey le dio la espalda para dejar su arma sobre una mesa. Pero Isabel no se conformó con la explicación.

—¿Eso incluye dejar los Estados Pontificios a su merced?

Fernando se volvió hacia ella.

—No —afirmó, muy serio—. Siempre estaremos junto al Papa.

—Su Santidad no lo cree así —repuso Isabel—. Oíd sus palabras.

La reina leyó un fragmento de la carta que llevaba en las manos:

—«No perdéis ocasión para reiterar vuestros deseos de paz, mas temo que el tratado con Francia encierre el germen de una guerra de imprevisibles consecuencias para los dominios de la Iglesia».

—Nunca discutiré sobre cuestiones de doctrina con el Papa —ironizó el rey—, pero en esto se equivoca.

A Chacón le pareció prudente intervenir para aclarar las intenciones de Fernando.

—De hecho, ante cualquier disputa con Francia, solo el Papa podrá mediar y oficiar de juez.

—¿De qué guerra habla, entonces? —indagó airada Isabel, blandiendo la carta—. ¿Por qué acude a mí para que no permita tal cosa?

Fernando emitió un suspiro de indisimulado hastío.

—Quizá porque ve más lejos que vos cuando mira hacia Francia —murmuró.

—¿Admitís, pues, que la guerra es posible?

—¿Con Francia? ¡Siempre! —aseveró Fernando, vehemente—. ¡Por eso urge firmar el tratado en Barcelona!

—¿Por qué hacerlo —replicó retadora la reina—, si es el enfrentamiento lo que estáis buscando?

—Estar preparado para la guerra es la mejor manera de conservar lo que es nuestro —adujo el rey—. Decídselo vos, Chacón.

Ante la mirada censora de Isabel, el aludido prefirió guardar silencio. A su lado, el príncipe Juan no perdía detalle de la discusión.

—El Papa siempre contará con la protección de Castilla —afirmó Isabel.

—Por supuesto, y con la de Aragón —dijo Fernando, cabeceando, harto de la polémica.

La carta de Alejandro VI había despertado en Isabel la sospecha de que sus deseos de prolongar el tiempo de paz no eran del todo compartidos por el rey de Aragón. La soberana de Castilla quiso concluir el debate expresando su postura con la mayor claridad posible.

—Oídme bien: no consentiré una guerra contra otro reino cristiano —remató tajantemente—. ¡Ni por los condados, ni por nada!

El príncipe Juan se estremeció al ver a su madre abandonar la sala con paso ligero y gesto enojado, mientras su padre apretaba las mandíbulas y se esforzaba por callar. Si todo sucedía como había previsto, tampoco él estaba dispuesto a consentir que sus planes se torcieran, dijeran lo que dijesen Roma y la reina, su esposa.

Testigo de la disputa entre los reyes de Castilla y Aragón y víctima de la incomodidad de tener que elegir entre la lealtad y la razón, Gonzalo Chacón trató de convencer a la reina en una conversación privada.

—Mi señora… Esa carta solo demuestra que el Papa espera sacar ventaja confrontando vuestros intereses con los del rey —expuso el noble.

—¿Cómo va a lograr tal cosa?

—Teme que Francia y Aragón se repartan la península Itálica y que él quede, en el mejor de los casos, entre dos fuegos.

La puntualización de don Gonzalo no hizo cambiar de opinión a la reina.

—¿Quiere asegurarse mi respaldo? ¿Acaso ignora que cuenta con él? Castilla nunca intervendrá en una guerra que…

Gonzalo Chacón se permitió interrumpir a su señora:

—Alteza, en el Mediterráneo es el reino de Aragón, no el de Castilla, el principal valedor de la cristiandad. Y así ha de seguir siendo.

No cupo duda en el convencimiento del noble de que Isabel, en este caso, había de ceder ante la política de su esposo. Sin embargo, no logró persuadir a su reina.

—Los antaño traidores se inclinan ante mí, hemos reconquistado Granada. —La mirada de Isabel permanecía fija en su leal consejero mientras evocaba los logros de su reinado—. ¿Acaso no es tiempo ya de vivir en paz?

—Cuanto mayor es vuestro poder, mayores son las amenazas que se ciernen sobre vos —respondió Chacón—. Habéis de manteneros alerta. Que vuestras fronteras sean respetadas depende de cuánto os teman en toda Europa.

Isabel se estremeció. No era eso lo que deseaba escuchar de sus labios, menos aún en esos tiempos plenos de esperanza.

—¿También en los Estados Pontificios?

Chacón asintió. Isabel apartó la mirada.

—Confiad en vuestro esposo. Dadle vuestro apoyo y dejadle hacer —remató el noble—. No os opongáis al tratado con Francia.

—No lo haré. Pero tampoco lo firmaré a cualquier precio —fue la respuesta de la reina de Castilla. Y la pronunció con total determinación.

Obsesionada con la idea de que sus padres hubieran acordado otro matrimonio, la princesa Isabel se disponía a confesarse en sus aposentos de palacio ante el arzobispo de Granada, Hernando de Talavera. Humilde y devota, la joven se arrodilló ante el clérigo, santiguándose.

—Ave María Purísima…

—Sin pecado concebida —respondió Talavera.

—Eminencia reverendísima —musitó Isabel—, me acuso de pecar contra el cuarto mandamiento…

Talavera no pudo evitar una mueca de incredulidad.

—¿Vos? Contadme en qué no habéis honrado a vuestros padres.

—Aún no he pecado —aclaró la princesa.

—¿Entonces?

—Temo que pretendan casarme de nuevo y no aceptaré.

A ojos de Talavera, la actitud humilde y devota de la princesa no alcanzaba a esconder la tozuda obstinación que la movía. Conociendo cuánto en común tenían madre e hija en ese aspecto, el arzobispo prefirió ser cauto.

—Si así lo deciden, será por el bien del reino; ¿qué mal veis en ello?

—Llevándose a mi esposo, Dios me indicó el camino —contestó la princesa—. Pertenezco a Nuestro Señor, eminencia.

Isabel alzó la mirada hacia su confesor.

—Es mi deseo tomar los votos y pasar en un convento el resto de mis días, dedicada a la oración —afirmó con tanta fe como rotundidad.

—¿No tenéis duda? —preguntó asombrado Talavera.

—Ninguna. Cristo me reclama. Cada noche aparece en mis sueños y me pide que le entregue la vida…

—Alteza, no queráis ser santa antes que monja —la reconvino el jerónimo—. En pensamientos como esos no pocas veces se ha escondido la semilla de la herejía.

La mirada de Isabel se empañó.

—Pensaba que vos me comprenderíais.

—Y lo hago —reiteró el arzobispo—. Sé de vuestro dolor y de vuestra fe. Estáis siempre en mis oraciones. Y doy gracias porque la pérdida y el desarraigo no os hayan vuelto contra Dios.

—Nada ni nadie podrían lograr tal cosa —aseguró la princesa de Portugal.

—Mas vuestra devoción, que tanto os ampara ante la desgracia, sin embargo puede haberos confundido —sugirió Talavera—. Pensadlo bien.

El alegato del jerónimo llamó la atención de la joven viuda. Talavera continuó cuestionando con guante de seda la supuesta vocación de Isabel.

—¿Qué hay en vuestro deseo de consagraros al Señor? ¿Búsqueda de consuelo? ¿La intención de apartaros del mundo para no revivir momentos tan dolorosos?

—Mi vocación es firme —apuntó, inconmovible.

—Entonces nada la torcerá —insistió Talavera—. Meditadlo. Decisiones de esta magnitud han de madurar. Daos tiempo, alteza.

Isabel mantuvo la mirada de Talavera en silencio. El arzobispo confiaba en que el tiempo aplacaría el dolor, ese sentimiento que quizá turbara el entendimiento de la joven, haciendo pasar por vocación lo que era deseo de huir de una realidad que la atormentaba. Mas ¿podía arraigar el consejo del arzobispo en un alma tan hecha al martirio?

Mientras la princesa Isabel se debatía entre la vocación religiosa y los deberes que imponía su rango, en la residencia de Juan II de Portugal un chambelán anunciaba una visita al rey. El soberano recibió al caballero en cuestión con una sonrisa irónica.

—Finalmente, habéis acabado en Portugal…

En verdad era paradójico el reencuentro entre el rey Juan y el almirante Cristóbal Colón pues, en su día, este abandonó el reino convencido de que el rechazo a su proyecto escondía la intención de apropiárselo. No obstante, el marino hizo la convenida reverencia ante el monarca.

—Una tormenta en el Atlántico me ha traído hasta vos —aclaró Colón, ufano.

Astuto y sin abandonar la ironía, el rey Juan le espetó:

—¿No ha sido el deseo de hacerme partícipe de vuestra fortuna?

Aunque fueron las corrientes y los vientos los que empujaron su nave hacia costas portuguesas, Cristóbal Colón no pensaba desaprovechar la oportunidad de restregar ante el rey su éxito. De esa guisa se lo confirmó a Juan exhibiendo una sonrisa triunfal. No precisó más el portugués para comprender la situación.

—De modo que lo habéis logrado… Con la ayuda de Castilla.

—He pensado que os agradaría conocer la buena nueva… Dado que quisisteis arrebatarme la empresa —replicó Colón, pletórico de orgullo.

—Pero no lo hice —recordó Juan II—. Contadme, ¿qué hay donde acaba el océano?

—Tierras ricas en oro, gentes y dones de la naturaleza como nunca imaginasteis. —Cristóbal Colón se recreó describiendo prodigios que no había visto con intención de afligir al rey por la oportunidad perdida—. Os diré que pensé haber arribado al Paraíso.

—Según he oído, solo ha vuelto una de vuestras naves, con unos pocos hombres enflaquecidos y enfermos —ironizó el portugués, adivinando la exageración—. Más bien parece que regreséis del infierno…

El comentario no hizo mella en la arrogancia del navegante.

—Os empecináis en no creer en mí, mas no podréis cerrar los ojos ante lo que he conseguido para Castilla.

—Tenéis razón —afirmó el rey con naturalidad.

Pero Colón no había terminado con sus reproches.

—¡Dios se ha encargado de dármela —bramó don Cristóbal—, cuando tanto vos como otros sosteníais que no era más que un loco!

El rey esbozó un gesto amable con intención de apaciguar al almirante.

—A la vista está que mucho erré al no confiar en vos —afirmó con franqueza—. Disculpad mi ceguera y permitid que compense las ofensas del pasado.

Ante el sincero mea culpa entonado por el rey, Colón quedó tan desarbolado como su carabela durante la tempestad.

—Sed mi huésped, os lo ruego —solicitó el monarca—, y dadnos detalle de vuestro viaje.

Tan inesperada oferta dejó a Colón mudo y perplejo. El rey insistió:

—Os aseguro que, mientras reparan vuestra nave, la Corona de Portugal os tratará como merecéis.

En un terreno neutral previamente convenido, Fuensalida y La Trémoille fijaron un discreto encuentro. Tuvo lugar en la campiña romana, a prudente distancia de la sede pontificia a la que sus respectivas —y similares— encomiendas los habían conducido. Pese al recelo y a la rivalidad existentes entre ambos bandos, los enviados de Fernando de Aragón y Carlos de Francia se saludaron con cordialidad. Fuensalida rompió el hielo con una sonrisa.

—¿Ha sido el viaje de vuestro agrado?

—Roma es una ciudad de la que nunca querría partir —replicó amable el francés—. Más aún si obtengo provecho de mi visita.

Fuensalida acogió la apostilla sin perder la sonrisa.

—¿Habéis conseguido que Su Santidad apoye los intereses de Francia, o sigue únicamente del lado de Dios? —inquirió el representante del aragonés, con evidente complicidad.

—De Dios. —La Trémoille participó del mismo sobreentendido cómplice—. Pero en su corazón…

—Un gran corazón —apuntó irónico Fuensalida.

La Trémoille rió.

—Enorme, si han de caber en él el rey de Francia y el de Aragón…

A los diplomáticos llegaba a divertirles el cinismo del pontífice.

—Así pues, con respecto al Papa hemos quedado en tablas —concluyó el francés—. Espero entonces que el provecho de mi viaje venga de vos.

Fuensalida hizo un gesto leve, dando a entender a su interlocutor que estaba dispuesto a escuchar su propuesta. La Trémoille fue al grano.

—Rematemos el acuerdo: ¿condados a cambio de la no injerencia en… los necesarios movimientos de mi rey para vencer al turco?

Fuensalida tampoco se anduvo por las ramas y formuló la pregunta esencial:

—¿Qué hay de Nápoles?

—Nunca oí a mi señor mostrar interés por ese reino —mintió La Trémoille.

Los dos enviados reales se sostuvieron la mirada un instante.

—Mucho me alegra oírlo —fingió a su vez Fuensalida—, ya que el reino de Nápoles es vasallo de Su Santidad. Por tanto, no tendréis inconveniente en aceptar la cláusula que el rey Fernando insiste en añadir.

—¿Asumible? —El francés ocultó la sorpresa.

—Por supuesto —garantizó Fuensalida—. Ningún príncipe cristiano la rechazaría. Podríamos llamarla «la excepción papal».

La Trémoille no movió un músculo de su rostro, a la espera de la explicación.

—Toda invasión de los Estados Pontificios será repelida por nuestras mesnadas —citó Fuensalida—. Mi señor acudirá presto en ayuda del Santo Padre.

La Trémoille calló unos instantes, sin desviar la mirada de los ojos de Fuensalida. Por fin, esbozó una sonrisa de aparente satisfacción.

—Tenéis razón. Ningún príncipe cristiano podría oponerse a algo tan razonable —convino el francés.

—Me complace saber que en esto también estamos de acuerdo —celebró Fuensalida.

Los diplomáticos siguieron midiéndose con la mirada. Ninguno de ellos dejó entrever la agitación que gobernaba sus mentes. La Trémoille hizo un gesto, como si casualmente recordara un detalle banal.

—Por cierto —dijo—, felicitad en nombre de mi señor a los reyes por el compromiso de la infanta Catalina.

Fuensalida suspiró contrariado.

—Disculpad, ¿acaso el acuerdo con Inglaterra era un secreto? —La Trémoille simuló su incomodidad—. Temo que Su Santidad no lo haya tenido en cuenta…

—No lo es —ratificó Fuensalida—. Pronto se anunciará como merece.

—Y mucho nos alegraremos —apostilló el francés—. Pero esto nos conduce a la cláusula que mi señor quiere incluir en el tratado.

—¿Asumible? —Fuensalida no ocultó su recelo esta vez.

La Trémoille sonrió abiertamente y respondió:

—Sin duda lo será para el rey Fernando.

Se aproximaba el día en que Isabel y Fernando partirían hacia Barcelona. Hernando de Talavera había recibido el encargo de cristianizar la diócesis de lo que había sido el reino nazarí y ello implicaba cambios. Para empezar, Isabel necesitaba un nuevo confesor y la reina pidió al cardenal Mendoza un candidato para tan importante puesto.

—Agradezco vuestra confianza, alteza —declaró el purpurado—. No temáis, hallaremos a la persona adecuada.

Fernando encomendó al marqués de Moya una tarea no menos relevante.

—Vos partiréis de inmediato hacia Barcelona. Organizaréis los preparativos para nuestra llegada. Anhelamos que nos reciba una ciudad dispuesta y segura.

Andrés Cabrera acató la orden. La importancia y la dificultad de la misión constituían un honor y una gran responsabilidad para él.

—Aguardaremos allí a la delegación francesa —previno el rey al marqués—. No he de recordaros que hemos de causar una gran impresión.

—Todo lo encontraréis dispuesto y de vuestro agrado —garantizó Cabrera—, perded cuidado.

Ninguno de los presentes se percató de la entrada de la princesa Isabel en la sala. Fue Talavera el primero en darse cuenta. Al detectar la tensión en el rostro del arzobispo, la reina volvió la mirada hacia la puerta. Allí, vestida con una tosca saya de arpillera y más pálida que nunca, la princesa Isabel se despojaba de su toca, dejando al descubierto su cabello cortado a trasquilones, prácticamente rapado. La reina, espantada, se llevó las manos a la boca.

—Voy a tomar los hábitos —reveló la princesa.

En privado, superada la estupefacción, los reyes trataron de disuadir a su hija. A decir verdad, su padre la conminó a relegar su vocación en un tono más que áspero y enojado.

—¡¿Por qué habéis cometido tamaño desatino?!

La primogénita de la tenaz Isabel de Castilla no pensaba dar su brazo a torcer.

—¡No pienso volver a casarme! ¡Solo me entregaré al Señor! —clamó, decidida.

—¿Tanto os urge demostrarlo que no os importa pasar por enajenada? —También la irritación se había apoderado de la reina.

—¿Acaso no soy la garantía del tratado que vais a firmar? —preguntó desafiante la joven.

Los reyes quedaron perplejos.

—¿Qué fantasías son esas? —quiso saber Fernando.

Isabel comprendió el malentendido antes que su esposo. Contuvo su enojo y suspiró ante lo inevitable.

—No hay boda alguna prevista con Francia, hija mía —aseguró—. Tenéis mi palabra.

Tan tajante fue la afirmación de la reina que la princesa enmudeció, confundida. Fernando confirmó las palabras de la soberana:

—¡Claro que no! Pero si la hubiese, vuestro deber sería acatar nuestra decisión —manifestó, autoritario—. ¡Y ya os adelanto que lo haríais!

Deseoso de despachar el asunto sin alterarse más, Fernando dejó solas a las dos mujeres. La princesa acudió a su madre en busca de comprensión.

—Vos sois buena cristiana. ¿Acaso dudáis de mi vocación?

—Vuestro bien está por encima de vuestros deseos —contestó la reina, más calmada, pero no menos firme—. Y por encima de todo, está el bien de Castilla. Tenedlo presente.

—Pero ¿qué he de hacer para que me creáis? —sollozó la princesa.

La desesperación que percibió en su hija alarmó y conmovió a la reina. La princesa tomó las manos de su madre y preguntó:

—Si mi padre muriese y por el bien del reino debierais casaros de nuevo, ¿lo haríais?

La hipótesis estremeció a Isabel. Mucho tuvo que esforzarse para que su hija no lo percibiera.

—Mi dolor sería tan insoportable que nublaría mi entendimiento, como os ocurre a vos —confesó con voz templada—. Pero pronto recordaría que ser reina consiste en hacer justo lo que se debe. Por mucho que duela.

La reparación de la nave de Colón avanzaba a buen ritmo. Pronto podría poner rumbo hacia Castilla, adonde el navegante había enviado una misiva relatando su peripecia. Deseoso de retrasar su partida, Juan de Portugal lo condujo a una estancia en la que desplegó ante sus ojos unos mapas rudimentarios. Como el monarca había previsto, despertaron la curiosidad de Colón, que quedó fascinado al estudiarlos.

—Mis cartógrafos piensan que hay tierra frente a las costas de Guinea… Tierras inexploradas —explicó el rey.

Con ojos brillantes, Cristóbal Colón observó ansioso los documentos, uno por uno, aunque enfatizó su escepticismo.

—No son sino fantasías, leyendas —murmuró.

Juan de Portugal sonrió. Se limitó a desplegar otras cartas de navegación.

—Hace cinco años, menos incluso, hubiera pensado como vos —dijo—. Pero vuestro viaje lo ha cambiado todo. Ahora hemos de considerar estos documentos con otra luz.

—Que se pueda llegar a Asia por el oeste, como he demostrado, no da veracidad a las fábulas marineras —insistió Colón con orgullo, pero siempre a la defensiva.

—¿Acaso no encontrasteis tierra mucho más cerca de lo que cualquier sabio había calculado? —le recordó el soberano luso—. O erraban ellos, o erráis vos.

La existencia de territorios desconocidos entre las costas africanas y las de China era una posibilidad que perturbaba al almirante, convencido de haber descubierto para Castilla la ruta occidental hacia las Indias.

—No es otro que Asia el sitio adonde he llegado —afirmó.

—Vos habéis regresado desde el otro lado del océano —dijo el rey—. Yo tengo estos documentos. A ambos nos conviene conversar con tranquilidad…

Concentrado en los mapas, Cristóbal Colón ni cedió, ni concedió. Juan de Portugal empezó a desgranar las ventajas de un acuerdo entre ambos.

—Vos sabéis que Portugal cuenta con barcos y conocimientos para afrontar cualquier empresa.

—En ello ningún otro reino os supera —admitió el marino—. Toda la cristiandad admira vuestro poderío en la mar.

El rey entendió el halago como un acercamiento.

—Ninguno posee nuestra experiencia. Ni las riquezas de Guinea para afrontar una empresa de tal envergadura —subrayó el monarca.

Colón encaró a su anfitrión.

—¿Queréis para Portugal las rutas a las Indias por el este y el oeste? ¿Es eso?

—Pensadlo —sugirió el rey Juan—. Un explorador bajo mi bandera podría ser el primer hombre en dar la vuelta al mundo.

El almirante se escudó en el silencio, pero fue inútil. Juan de Portugal sabía de antemano que la idea germinaría en su espíritu.

—Solo vos habéis ido y regresado de más allá del océano. Y solo Portugal es capaz de poner a vuestra disposición los medios que precisáis.

—Castilla me señalaría como traidor —musitó Colón.

—No seríais el primero —ironizó el rey—. Mas ningún otro soberano podrá compensar como yo vuestros servicios… y vuestra traición.

Al tiempo que la tentación se abría paso en el espíritu voluble del navegante, su carta viajaba rumbo a Castilla. Cuando por fin llegó a manos de los reyes, lo hizo a través de Hernando de Talavera.

—Altezas, ¡noticias del almirante! ¡Ha regresado! —anunció—. ¡Alabado sea el Señor!

Apenas iniciada una lectura vertiginosa, Isabel proclamó triunfal ante Fernando:

—¡Lo ha conseguido! ¡Desembarcó en Asia!

—¿Adónde ha arribado? —se interesó el rey—. ¿A las costas de Huelva?

Isabel siguió leyendo la carta, en busca de la respuesta, y al hallarla su sonrisa se congeló.

—Está en Lisboa. Solo ha regresado una nave —confirmó, decepcionada.

—¿Cómo? Pero ¿qué hace en Portugal? —protestó Fernando—. ¿Por qué no está ya de camino hacia la corte?

—Una tormenta lo empujó hasta allí —aclaró la reina—. La carabela precisa algunas reparaciones.

Fernando se dirigió abruptamente al arzobispo de Granada:

—¡Escribidle y que regrese de inmediato!

—Castilla financió el viaje —recalcó Isabel, seria—. Dejad que de esto me encargue yo.

—Ni me fío de él, ni del portugués —farfulló Fernando, indignado—. Espero que sepáis lo que hacéis.

El rey abandonó la sala. El arzobispo de Granada y la reina cruzaron una mirada callada, una mirada que significaba: «Algo de razón lleva el rey». Mas ninguno pensaba dársela.

Andrés Cabrera inspeccionaba las estancias y los aposentos en el palacio real mayor de Barcelona guiado por Ramón de Riudecanyes, un noble catalán, hombre maduro y recio que tiempo atrás se había distinguido en la defensa del condado contra los corsarios. El castellano se detuvo a observar el lugar con agrado. No obstante, señaló:

—Más que la comodidad de los numerosos miembros de la corte, me preocupa su seguridad. Y, por supuesto, la de nuestros invitados franceses.

—Estad tranquilo —repuso Riudecanyes—. Todos los miembros de la guardia son de probada confianza. Al mando está nuestro mejor capitán.

El marqués continuó con la inspección.

—¿Habéis reforzado las entradas?

—Por supuesto. Y no solo en las residencias y los alrededores —señaló el catalán—. También en el puerto y en los puestos de vigilancia adelantados. En este momento, no encontrará en todo el reino ciudad más segura que Barcelona.

Cabrera asintió, satisfecho.

—La guardia real protegerá a sus altezas. Por supuesto, no responderán ante vos —advirtió—. Espero que no suponga un problema.

—No lo será —aseguró Riudecanyes—. Amigo mío, desde el Consejo de Ciento haremos lo imposible para que los reyes lo encuentren todo a su gusto.

—Sé que así será —dijo Cabrera, esbozando una sonrisa—. Oíros me reconforta. Esta visita es de gran importancia.

—También para Barcelona. Seremos testigos de la recuperación de los condados usurpados por Francia. —Riudecanyes no ocultó su orgullo—. Para todos es un gran honor.

Cabrera se mostró complacido.

—¿Vos conocéis al rey?

—Luché en sus mesnadas durante la revuelta remensa —recordó el catalán—. Todos debemos mucho a su alteza. Velaremos por su bienestar como él nos protege a nosotros.

En Francia, Luis de La Trémoille se había apresurado a comunicar al rey Carlos el resultado de su viaje a Roma. El monarca no había variado un ápice sus pretensiones sobre el reino de Nápoles y, a decir de La Trémoille, la iniciativa de Alejandro VI les facilitaría las cosas.

—Sé que el Papa no es de vuestro agrado, mas le debéis un servicio.

—Lo dudo —bufó el rey, absorto en una partida de ajedrez consigo mismo.

—Gracias a él, la reina de Castilla duda de las intenciones de su esposo en el Mediterráneo…

—¡Cualquiera que conozca a Fernando habría de dudar! —apuntó Carlos, mientras hacía retroceder a un alfil negro.

—Mi señor, Isabel repite a quien quiera escucharla que jamás iniciará una guerra entre reinos cristianos.

Carlos se volvió hacia su chambelán, súbitamente interesado.

—¿Castilla no se interpondría en mi camino hacia el trono de Nápoles?

La Trémoille negó con la cabeza.

—Así lo parece.

El rey guardó silencio, pensativo, con la mirada perdida aunque fija en el tablero. La Trémoille expuso una hipótesis con la que su señor podría deleitarse.

—Mucho beneficiaría a Francia que fuera ella, y no Fernando, quien rigiese el destino de Aragón… ¿No os parece?

La Trémoille tomó la reina blanca y derribó al rey negro, y acto seguido lo reemplazó por ella. Carlos de Francia levantó la mirada y su chambelán supo que una idea pérfida anidaba ya en la mente de su señor.

El cardenal Mendoza fue al encuentro del rey Fernando con indudable ánimo de mantener una conversación privada con él.

—Alteza, creo tener al mejor candidato para convertirse en el confesor de la reina.

No le agradó al rey el aire ufano del purpurado.

—Espero que esta vez os hayáis esmerado y no se trate de un entrometido.

—No lo es, señor. —Mendoza encajó el exabrupto de buen grado.

—¿Un hombre con los pies en el suelo?

—Es sabio y reputado. Se graduó en Salamanca, protegido por mi sobrino Beltrán de la Cueva, que en gloria esté de Dios…

Ambos se santiguaron. El cardenal siguió relatando los méritos de su elegido:

—Cuenta con una dilatada experiencia de servicio en Roma. Fue vicario general en Sigüenza y es tan leal a la Corona como a sus convicciones. Carrillo lo envió a prisión por no doblegarse a los intereses del arzobispo sobre un beneficio eclesiástico que justamente le correspondía…

El detalle llamó la atención del rey y despertó sus dudas.

—¿Plantó cara al mismísimo Carrillo? Grande ha de ser su ambición…

—No, alteza, no es el poder ni la púrpura lo que le tienta —corrigió sonriente Mendoza—. Podría haber llegado a obispo, méritos no le faltaban. Sin embargo, renunció a todo hace siete años para retirarse a La Salceda y seguir la observancia más estricta de la regla franciscana.

—¿No ha mostrado interés en política?

—El mundo le es ajeno, solo le interesa la vida espiritual.

El cardenal se dio cuenta de que el rey parecía convencerse de la idoneidad del clérigo.

—Podréis conocerlo en Barcelona ya que se desplazará hasta allí para el Capítulo General de los franciscanos.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó el rey.

—Gonzalo, pero ha adoptado el nombre del santo Francisco… Francisco Jiménez de Cisneros.

Apenas se había iniciado el mes de diciembre de 1492 cuando los reyes entraron en Barcelona, donde fueron recibidos con gran boato entre las aclamaciones del gentío.

—¡Viva el rey! ¡Cataluña por el rey Fernando y la reina Isabel! ¡Viva el príncipe Juan!

Fernando se mostró especialmente complacido por la acogida.

—Señora —declaró a su esposa—, la Ciudad Condal está a vuestros pies.

Nadie entre los presentes reparó en un campesino de unos sesenta años que miraba fijamente al rey en la distancia, como si el jolgorio por la visita de los soberanos no solo le fuera ajeno, sino que le reconcomiera.

—Traidor… Maldito seas —masculló el campesino, y subrayó el improperio con un escupitajo.

En torno a él, los vecinos se agolpaban para intentar presenciar lo más cerca posible el homenaje a los reyes. Algunos se encaramaban donde podían, tratando de ver algo. Isabel y Fernando saludaron a la multitud y los vítores a los reyes arreciaron.

—¡Viva el rey Fernando!

El campesino, de nombre Juan de Cañamares, no pudo contenerse más.

—¡Y viva la mentira y la traición!

Algunos a su alrededor, los menos, se volvieron hacia él extrañados. Harto e irritado, Cañamares levantó su dedo acusador y señaló el lugar donde se hallaban las autoridades, mientras bramaba para quien quisiera oírle:

—¡Seguid, seguid tranquilos! Pronto la Inquisición se irá de Cataluña y remensas y nobles aclararán sus cuentas. ¡Entonces me aclamaréis a mí! ¡Vuestro legítimo rey!

Tomándolo por loco, los testigos de tan insólito pregón empezaron a cuchichear, otros a mofarse. Dos de ellos decidieron hacerlo callar. Aunque más fuertes que el campesino, Cañamares los desafió:

—¡No os atreváis a tocarme! ¡El rey soy yo, yo y no ese tirano usurpador!

Ni empujones ni patadas bastaron para achantar a Cañamares, que plantó cara a sus agresores.

—¡Yo soy el hijo del rey Juan! ¡El primogénito! —gritó, y se dispuso a enfrentarse a ellos—. ¡Dejadme, necios, si no queréis probar mi cólera!

Asombrados y dándolo por imposible, los vecinos lo dejaron marchar. Tras ajustarse la ropa con aires de gran señor, Juan de Cañamares se alejó calle abajo, abriéndose paso entre la turba que acudía a la celebración. Los pocos que habían presenciado el incidente pronto lo olvidaron. Aunque no tardarían demasiado en llevarse las manos a la cabeza al recordarlo.

Ya en el interior del palacio, dispuestos para afrontar sus tareas, los reyes expresaron su agradecimiento a los organizadores del acto.

—Atribuidlo al fervor que sienten por sus reyes los barceloneses —apuntó con modestia Andrés Cabrera.

Sumamente satisfecho, Fernando se interesó por el tratado con Francia, el motivo fundamental de su viaje.

—Está listo para la firma, alteza —confirmó Chacón—, a falta de lo que traiga consigo Fuensalida a su regreso. Pero ha surgido otro asunto de la mayor importancia: una de las naves de Colón ha llegado a Galicia y su capitán, un tal Pinzón, solicita audiencia.

—¡Ha vuelto más de una! —exclamó Isabel, asombrada.

—Haced venir a ese marino cuanto antes —ordenó el rey.

—No. —La rotunda negativa de la reina resonó en la sala.

Fernando, Chacón y Cabrera quedaron perplejos.

—Solo recibiremos a Colón —expuso Isabel con idéntica firmeza.

—¿Por qué? —preguntó el rey, visiblemente contrariado—. Mientras sus hombres van llegando a Castilla, ¡él sigue en la corte de Portugal!

La reina no mudó de parecer.

—Se trata de nuestro almirante y solamente él debe rendirnos cuentas.

El empecinamiento de su esposa desconcertó a Fernando.

—¿Acaso no queréis conocer qué ha ocurrido?

—Estoy segura de que pronto lo sabremos —dijo Isabel, impasible.

—Conminadle, pues, a que se presente de una vez ante sus reyes —propuso Fernando, sin salir de su asombro—, si no quiere ser declarado prófugo y despojado de todos sus privilegios.

—Así lo haré —aceptó Isabel con serenidad—. ¿Alguna otra sugerencia?

El rey negó con un movimiento seco de cabeza, sin quitar ojo a su señora. Isabel, como si nada hubiera ocurrido, dio paso a la reunión del consejo.

—Comencemos, pues…

Más tarde, siguiendo las órdenes de Catalina, varias damas de la corte deshacían y organizaban el voluminoso equipaje que había viajado con la reina desde Granada. La princesa Isabel, con la cabeza cubierta por una toca, entró en la cámara y anunció:

—Madre, vuestro nuevo confesor os espera.

—Decid, ¿qué impresión os ha causado? —preguntó la reina, interesada.

—No he podido verlo —se excusó la joven—. Me ha dado el mensaje el aposentador real. ¿Acaso desconfiáis?

—No deja de ser un desconocido al que voy a mostrar mi alma —admitió Isabel—. No dudo de sus virtudes, mas… Me gustaría poder mirar por el ojo de una cerradura y observarlo con tranquilidad, sin ser escrutada a la vez por él.

—En la Alhambra hubierais podido hacerlo tras una celosía —recordó Catalina.

Isabel rechazó la idea.

—No creo que una reina deba utilizar el ardid de una concubina.

Pero la dama, siempre dispuesta a dar curso a los deseos de su señora, tuvo una ocurrencia: para que Isabel pudiera observar al elegido, Catalina ocuparía su lugar, intercambiando los papeles de dama a soberana y viceversa. E Isabel, que superó pronto ciertas reticencias, aceptó la propuesta.

Poco después, Francisco Jiménez de Cisneros, ataviado con su austero hábito franciscano, era recibido por una Catalina oportunamente adornada con los atributos reales. A su lado, la princesa de Portugal y, en torno a sus altezas, el séquito de damas, entre las que se camuflaba Isabel. Catalina inició la conversación, interpretando lo mejor que supo el papel de reina.

—Son muchas las buenas cosas que he oído de vos.

—Solo soy un hombre imperfecto que, cuanto más trata de acercarse a Cristo, más insignificante se ve —declaró el recién llegado.

Mientras Isabel observaba al franciscano, Catalina le fue tomando gusto a la suplantación.

—La reina de Castilla aprecia la sencillez y modestia de vuestra orden.

—No sabía tal cosa —afirmó Cisneros, sin darle importancia—. Observamos ciertas virtudes que, sin duda, todo clérigo debería practicar.

—Os adelanto que, durante la confesión, no será la reina quien esté ante vos, sino una pecadora más —informó Catalina.

Francisco Jiménez de Cisneros miró fijamente a la supuesta señora de Castilla, antes de replicar:

—En la confesión, Cristo es el único rey. Me alegra comprobar que tanto lo aceptáis vos… como su alteza.

Cisneros volvió su penetrante mirada hacia Isabel.

—Mi señora —añadió—, mucho me place ver que el reino goza de tal salud que su soberana puede entregarse a juegos y divertimentos.

En medio de un silencio tan denso como la brea, Isabel salió de entre el grupo de damas y se adelantó hacia el fraile.

—Os ruego que nos disculpéis —dijo sin afectación—. No penséis que esto es norma en nuestra corte.

—El pensamiento es el último refugio del hombre —replicó Cisneros—. Ni un emperador, con todo su poder, podrá ver nunca lo que habita en la cabeza de uno de sus súbditos.

Isabel evitó la polémica. Miró con franqueza al sacerdote.

—Si consideráis este encuentro como una prueba, he de deciros que la habéis satisfecho en demasía.

A pesar de su apariencia humilde, la réplica de Cisneros desveló la orgullosa solidez de su carácter.

—Lo importante no es cómo juzga uno a los demás, sino cómo se juzga a sí mismo. Pensad, de esta prueba, cómo habéis salido parada vos.

Durante unos instantes, la reina sostuvo la mirada del franciscano sin mediar palabra. Todas las presentes, y en particular la princesa Isabel, asistieron boquiabiertas al encontronazo de espíritus tan bravíos. Cuando, finalmente, Cisneros abandonó la cámara, previa reverencia, Catalina hubiera querido que se la tragara la tierra.

Sin embargo, nada había de temer la dama pues, en cuanto le fue posible, Isabel requirió la presencia del cardenal Mendoza. El prelado acudió cariacontecido.

—Alteza, estoy al tanto de lo ocurrido. Cisneros pagará su insolencia. No es hombre para tan alta distinción, debéis perdonarme.

—Nada malo habéis hecho, reverencia —lo tranquilizó la reina—. Habéis cumplido la encomienda a mi entera satisfacción. Solo a Cisneros quiero como confesor.

Pasmado, el cardenal no acertó a decir palabra.

—Id y confirmadle en su cometido —insistió Isabel—. Y no olvidéis reiterar mis disculpas: en modo alguno deseo que se sienta ofendido.

Mendoza obedeció al instante. Fue en busca del franciscano hasta la celda de su convento para comunicarle la decisión de la reina. Decisión, como tantas otras, inapelable. Salvo para Cisneros.

—¡No! —tronó el fraile—. Fui a cumplir un deber y me encontré envuelto en una comedia.

Atónito, el cardenal no dio crédito a la negativa.

—¡Responde a la voluntad de su alteza! ¡Insiste en que seáis su confesor!

—¡Me aparté del mundo hace años, no voy a abandonar mi retiro para regresar a él! —alegó Cisneros.

—La reina no se conformará —advirtió el cardenal.

—Que me envíe a prisión —murmuró sin pestañear el fraile—. Mil veces lo prefiero a estar en la corte. Comunicad mi negativa a su alteza.

Harto de la terquedad de Cisneros —un rasgo de carácter que iba a alcanzar fama legendaria—, el cardenal Mendoza se plantó:

—No, hermano en Cristo, vuestra negativa y vuestras razones las llevaréis vos mismo. Yo no voy a oficiar de instrumento de vuestra soberbia.

—No es soberbia, sino deseo de servir al Señor —replicó el franciscano.

—¡Naderías! Id vos —zanjó Mendoza—. Y os aviso: sois más terco que una mula… pero no tanto como su alteza.

Al alba del viernes 7 de diciembre de 1492, en un modesto cuarto apenas iluminado por los rayos de un tímido sol invernal que se colaban por un ventanuco, Juan de Cañamares terminó de afilar una espada corta y ancha. Frotó la hoja con un trapo y comprobó la agudeza del filo. Luego la enfundó y se la ajustó al cinto con gesto marcial.

El campesino cubrió su cuerpo con una capa de lana raída, tan amplia y larga que disimulaba la presencia del arma. Por último, no menos majestuoso, hizo ademán de tomar una corona inexistente en las manos para ceñírsela en las sienes. A esa hora, Juan de Cañamares se sintió el auténtico rey de Aragón, más legítimo que nunca, presto para afrontar su destino con la solemnidad requerida.

Gómez de Fuensalida había llegado a Barcelona poco después del amanecer. Con toda urgencia había presentado ante Fernando las cláusulas que La Trémoille había introducido en el acuerdo que Francia y Aragón se preparaban para firmar. Su lectura enojó al rey.

—¿Estas son las exigencias del francés?

—Sí, alteza. Se trata de un añadido de última hora —expuso Fuensalida.

—Maldito hijo de mil padres —masculló Fernando.

—Mucho pide por unas tierras que no le pertenecen —comentó inquieto el embajador.

Fernando corroboró la opinión con un gesto seco. Pero a Fuensalida algo más le preocupaba.

—Decid, mi señor… ¿La reina aceptará?

—Dejadlo de mi cuenta —farfulló Fernando—. Lo que es conveniente para Aragón habrá de serlo para Castilla.

Fuensalida no quedó conforme.

—He de advertiros que, de ser rechazada la nueva cláusula…

—Carlos no firmará el tratado —completó Fernando entre dientes—. Yo sabré convencerla.

No sería fácil, a juzgar por la borrascosa respuesta de la reina al conocer el contenido añadido.

—¡¿Es el destino de nuestros hijos el precio a pagar por recuperar los condados?!

—Conteneos, señora… —rogó Fernando.

—¡¿Pedís mesura cuando vuestra osadía va a comprometer el futuro de mis hijos y el del reino?! —Isabel agitó el documento ante los ojos de su esposo—. ¿No dice esta cláusula que Francia deberá aprobar las alianzas matrimoniales que establezcamos con otros reinos?

—Lo dice —confirmó el rey.

—¡Ni mis hijos ni yo somos vasallos del rey Carlos! —gritó la reina, lanzando el escrito a la cara de Fernando—. ¡Vuestro afán por recuperar los condados os ha hecho enloquecer!

El rey, impertérrito, describió la situación:

—Los franceses tratan de evitar que establezcamos alianzas que conduzcan a su aislamiento. Yo, en su lugar, haría lo mismo. De lo contrario, sería un loco…

—¡De loco es ser rey y consentirlo! —contestó la reina.

—Pienso como vos.

La respuesta del rey dejó perpleja a la reina. Fernando la razonó:

—Antes de que nuestros hijos tengan edad para casarse, ese tratado se habrá roto.

—¿Pensáis firmar un acuerdo que no vais a cumplir? —preguntó, atónita, Isabel—. ¡La palabra de un rey es sagrada!

—Será el rey Carlos el que lo rompa —pronosticó Fernando.

Dueño de la situación, el aragonés extendió el mapa de Italia sobre la mesa, ante los ojos de su desorientada señora.

—El rey Carlos quiere apropiarse de Nápoles con nuestro beneplácito —recordó, mientras señalaba el territorio en la carta—. Pero ¿acaso sus tropas pueden llegar a este reino sin pasar por los Estados Pontificios? ¿Y no debemos nosotros acudir al auxilio del Papa si algo así ocurriese? ¿Acaso no habéis leído esa cláusula?

La reina empezó a comprender la estratagema de su esposo.

—¿Me estáis diciendo que el acuerdo es una farsa?

Lejos de aplacarse, Isabel se indignó más aún.

—¡Solo buscáis la guerra! ¡Por recuperar los condados utilizáis a vuestros hijos y al mismo Papa como señuelo! ¡No lo consentiré!

—¡Me anticipo a los movimientos del francés, nada más! —bufó Fernando, conteniéndose a duras penas—. Si él se detiene, nada ocurrirá. Pero, desengañaos, ¡eso no va a suceder!

—Vuestras maniobras son propias del turco, ¡no de quien aspira a defender la cristiandad de su amenaza! —acusó con rabia la castellana.

—¡Habrá guerra, queráis vos o no, señora! Y yo voy a hacer todo lo que esté en mi mano para ganarla —argumentó Fernando, dolido y furioso—. Aunque para ello antes tenga que venceros a vos.

Muy enfadado, Fernando abandonó la estancia a grandes zancadas, dando la espalda a su esposa. Salió de palacio ordenando a voces:

—¡Mi caballo! ¡Traed mi caballo!

Mientras bajaba la escalera, las gentes que estaban en la plaza prorrumpieron en vítores al reconocerlo.

—¡El rey, es el rey! ¡Alteza! ¡Viva el rey! ¡Viva!

Ajeno a todo, el rey redobló a gritos su petición. El marqués de Moya, que se encontraba conversando en las proximidades con Ramón de Riudecanyes, acudió al percatarse del estado de irritación del monarca. La reina también apareció en la entrada de palacio, pues había seguido los pasos de su esposo. De repente, Juan de Cañamares surgió de entre los vecinos congregados, extrajo la espada oculta bajo su capa y, con gran violencia, golpeó con el filo de su arma el cuello del rey.

Todo sucedió muy rápido, dando lugar a una gran confusión envuelta en gritos de tardía advertencia y alaridos de horror. Angustiada, Isabel corrió hacia Fernando. También se le unieron Cabrera y Riudecanyes. Dos guardias reales se abalanzaron sobre el asesino empuñando sus armas.

—¡Coged al traidor! —ordenó el marqués—. ¡Que no huya!

Uno de los guardias alanceó a Cañamares, pero este tuvo la habilidad de zafarse y el golpe solo alcanzó una extremidad. Gravemente herido y ya en brazos de la reina, el rey bramó en dirección al magnicida:

—¡No lo matéis!

Después de recibir un nuevo puntazo, Cañamares cayó inconsciente. Llegado junto a él, Riudecanyes alzó su espada, dispuesto a acabar con el campesino. Pero, en el último momento, alguien detuvo su brazo con firmeza.

—¡El rey ha dicho «no»! —gritó Cabrera.

El marqués de Moya sostuvo la mirada febril del catalán, sin soltar su brazo, hasta que este retiró la espada. La reina, con la sangre de su esposo empapando sus ropas, lloraba sosteniendo el cuerpo del rey de Aragón en sus brazos mientras intentaba infructuosamente taponar la herida.

Pronto, entre guardias, nobles y servidores, el soberano fue conducido hasta su lecho. Al límite de la conciencia, Fernando observó a la reina mientras asía fuertemente su mano, como si temiera que, al soltarla, la muerte tomara la suya. Su mirada desesperada no se separó en momento alguno de los ojos llenos de lágrimas de Isabel. Trató de decir algo, pero el esfuerzo solo consiguió que la sangre manara a borbotones de la herida.

El cirujano irrumpió en la cámara y palideció al comprobar la gravedad del estado del rey. Se armó de valor y de inmediato desplegó su instrumental. Gonzalo Chacón, presuroso, se acercó a él.

—Decid, ¿qué necesitáis?

—Un milagro, señor —fue su inquietante respuesta.

Mientras el galeno afrontaba su difícil tarea con la única presencia de Isabel, los principales consejeros de los reyes pusieron en marcha todas las medidas necesarias para garantizar el orden y proteger a la familia real.

—Nadie debe entrar ni salir de la ciudad —ordenó Cabrera.

—Las puertas están cerradas y toda la guardia en sus puestos —aseguró Riudecanyes.

—¿Y las galeras? —preguntó Chacón, con el semblante ensombrecido.

—Ya he comunicado vuestra orden —replicó el catalán.

Que la reacción de las autoridades hubiera sido tan rápida y eficaz no alivió la tensión de los reunidos. La noticia del atentado se había propagado por la ciudad y ya habían estallado conatos de revuelta. Por las ventanas de palacio llegaba el rumor de los tumultos en las inmediaciones. El cardenal Mendoza se unió a los demás. Acudía con el gesto descompuesto por la angustia.

—¿Vive?

Chacón, muy afectado, asintió.

—Es una herida muy profunda —musitó, desolado, Fuensalida.

El marqués de Moya describió lo sucedido en voz baja:

—Si la espada no hubiese dado contra la gruesa cadena que llevaba el rey al cuello le habría cercenado la cabeza.

Mendoza se santiguó.

—La ciudad es un caos. Hay gentes en armas por todas partes —relató el purpurado—. A duras penas he podido llegar a palacio.

—¿Gente organizada? —inquirió Cabrera.

—No hay más que confusión —suspiró Mendoza—. Unos dicen que está muerto, otros que no. Se enfrentan entre ellos…

Bastó una mirada de Andrés Cabrera para que Ramón de Riudecanyes se retirara por prudencia. Sin él, los consejeros hablaron con mayor franqueza.

—Pero ¡¿quién ha sido?! —clamó Fuensalida.

El cardenal Mendoza señaló hacia el exterior de palacio.

—Dicen que un moro, ¿es cierto?

Cabrera lo negó.

—Es catalán. Y está vivo.

—En cuanto lo curen de sus heridas se le interrogará —informó Chacón.

El embajador le planteó la más peligrosa de las hipótesis:

—¿Teméis que se trate de una intriga?

Chacón lo miró en silencio. Todos entendieron que sí, que ese era su mayor temor. Al cardenal, en particular, le angustió esa posibilidad.

—¡Entonces todos estamos en grave peligro!

Fuensalida reclamó serenidad con una enérgica seña. Luego expuso lo que debía ocuparles con máxima prioridad:

—Hay que proteger a la familia real.

—He ordenado que entren las galeras a puerto para ponerlos a salvo —señaló Cabrera.

—¿Pensáis que la reina embarcará?

Chacón ladeó la cabeza. Conocía bien a su señora y sabía que Isabel nunca abandonaría a Fernando.

—Es al príncipe a quien debemos proteger sobre todas las cosas —afirmó.

La posibilidad de que la sucesión al trono de Aragón se produjera en estas circunstancias estremeció a todos. Mas Gonzalo Chacón estaba en lo cierto: el heredero era la pieza más importante de la dolorosa partida que se estaba disputando. En ese momento, la puerta de la sala se abrió y apareció el cirujano, secándose las manos con un lienzo y con las ropas manchadas de sangre.

—¡¿Vive el rey?! —exclamó Chacón al instante.

El cirujano, extenuado, asintió. El cardenal Mendoza se santiguó y miró al cielo en señal de agradecimiento.

Dejando a los presentes fundiéndose en abrazos esperanzados, Chacón se dirigió hacia la cámara real. Iba a entrar, pero se detuvo en el quicio de la puerta. Desde allí contempló al rey, pálido y con signos de gran debilidad. A su lado, Isabel permanecía arrodillada, con la mano de su esposo aún sujeta entre las suyas. Fernando abrió levemente los ojos. La reina le sonrió, emocionada.

—Dios os ha devuelto a nosotros.

Fernando también esbozó una sonrisa. Chacón se adentró en la cámara. El rey, al verlo, preguntó al noble con voz queda:

—¿Han estallado revueltas?

La reina y don Gonzalo cruzaron una mirada. Era inútil intentar ocultarlo. Incluso desde la cámara real podía oírse el eco de lo que estaba sucediendo en la ciudad.

—Todo se calmará cuando las gentes sepan que vivís —aseguró Chacón.

Fernando ladeó la cabeza. Tras unos segundos de reflexión, hizo ademán de incorporarse. Isabel, alarmada, intentó detenerlo.

—¡No podéis levantaros!

—Ayudadme —pidió el rey a sus interlocutores, al límite de sus fuerzas—. Solo existe una manera de que nadie se aproveche de la confusión.

Isabel y Chacón se miraron, perplejos e indecisos. Fernando les acució:

—Tienen que verme, saber que vivo y que la autoridad real se mantiene…

—¿Queréis mataros? —sollozó Isabel.

—¡Ayudadme, os digo, o tendré que hacerlo yo solo!

Sin aguardar un instante más, Fernando intentó ponerse en pie. Forzados por la cabezonería del aragonés, Isabel y Chacón se apresuraron a prestarle ayuda para llegar hasta un balcón que se abría sobre la plaza.

Sacando fuerzas de flaqueza, el rey se asomó. En cuanto le vieron los que estaban en las inmediaciones de palacio, empezaron los vítores.

—¡El rey vive! ¡Viva el rey!

Al oír al gentío, todos en palacio se acercaron a las ventanas con intención de comprobar que su soberano se hallaba en pie, a pesar del horrendo suceso que los había conmocionado.

—¡Viva el rey Fernando! ¡Viva!

Sostenido con disimulo por Chacón y por la reina, Fernando siguió asomado al balcón, saludando a los congregados como mejor podía, a pesar del dolor y la debilidad que tanto estaba padeciendo.

Los vecinos jaleaban y aclamaban sin cesar al soberano, mientras los consejeros, en una estancia contigua, hacían votos por que el gesto del monarca propiciara que el orden se restableciera en breve.

Pero apenas se había retirado del balcón, lejos de las miradas de extraños, Fernando cayó al suelo, inerte. Isabel se arrodilló y abrazó a su esposo.

—¡Fernando! Dios mío, no permitas… ¡Fernando!

Gonzalo Chacón fue en busca de ayuda. El convaleciente volvió al lecho y el cirujano llegó para atender de nuevo al rey. Isabel solo se apartó de su esposo para dar una orden tajante a Chacón:

—Juradme que encontraréis a quien está detrás de esto… ¡Jurádmelo!

Y el noble, muy afectado, asintió con firmeza.

—Está en manos de Dios.

No fue otra la información que un desolado Chacón transmitió al resto de los consejeros reales y a Riudecanyes. Trató de sobreponerse, pues grande era la tarea que les aguardaba.

—Nada podemos hacer nosotros por salvar su vida, pero sí mucho por salvar el reino.

—Decidme qué me corresponde en todo ello —se apresuró a solicitar Riudecanyes.

—Si ha sido víctima de una intriga, hay que llegar hasta sus responsables —manifestó Fuensalida.

Cabrera se dirigió al catalán:

—Vos sabréis mejor que nosotros por dónde empezar. Tenéis nuestra confianza.

Riudecanyes contuvo la emoción al recibir el encargo. Hizo una vertiginosa reverencia y abandonó la reunión. Andrés Cabrera prosiguió:

—Si el rey muere aumentarán los disturbios.

—Temo que algunos se opongan a la regencia de Isabel y, por sus intereses, intenten separar los destinos de ambos reinos —apuntó Chacón.

Fuensalida se resistía a aceptar que el caos pudiera apoderarse de Aragón.

—Habrá un testamento… y las Cortes juraron al príncipe.

—No sabemos quién es nuestro enemigo —recordó el marqués de Moya—. Pero intentará aprovechar nuestra debilidad.

—Y aún será peor si ven que no hay una mano que gobierne —murmuró Chacón.

Al hacer su entrada en la estancia, Isabel observó los rostros preocupados de sus mejores hombres. Afligida, pero entera, acudía dispuesta a asumir el control de la situación.

—Nadie ha de vernos flaquear en esta hora. Debemos sujetar con firmeza las riendas de la Corona.

—La vida del rey no ha de estar en entredicho —advirtió Cabrera—. De lo contrario, los tumultos no cesarán.

—No solo eso, cualquier incertidumbre ha de ser despejada —añadió el embajador.

—Así es —confirmó Isabel—. Aragón tiene un rey, un príncipe heredero jurado en Cortes y una regente dispuesta a mantener la autoridad real.

—No debemos suponer que todos aceptarán la legalidad de buen grado —adujo Chacón, inquieto.

Isabel se mantuvo en su postura.

—El reino sufre en esta hora amarga, pero su futuro está a salvo.

Por enorme que fuera su preocupación, a todos les reconfortó comprobar cómo Isabel se crecía una vez más ante la adversidad.

—Que el Consejo sancione la sucesión vigente —ordenó—. Y resguardad al príncipe en lugar seguro y cercano.

Chacón acató el mandato. Isabel se dirigió a Fuensalida en su calidad de embajador real:

—Escribid a las cancillerías. Que todos sepan que estamos preparados para hacer frente a cualquier eventualidad.

—Lo haré de inmediato, alteza —aseguró.

—Vos, Cabrera —prosiguió la reina—, sofocad cualquier conato de rebelión sin que os tiemble el pulso. El orden ha de mantenerse a toda costa. ¡Recordad Segovia!

Precisamente de los sucesos de Segovia Andrés Cabrera jamás podría olvidarse.

—La guardia real se encuentra en estado de alerta desde el primer momento —aseguró el marqués—. Ya se ha ordenado el acercamiento a la ciudad de toda tropa leal y el Consejo de Ciento se ha puesto a nuestra disposición.

Impaciente por volver junto a su esposo, Isabel dio por terminada la reunión. Pero antes de salir, la reina hizo un aparte con Chacón.

—Quiero la verdad —insistió—. Cueste lo que cueste.

Chacón ratificó su compromiso. El primer paso sería interrogar al magnicida.

Sobre el potro de tortura, Juan de Cañamares parecía haber dado rienda suelta a sus delirios, quién sabe si llevado por el dolor o por su propia naturaleza.

—Son los judíos… no se han ido, están maquinando siempre con su dinero… y te roban el juicio…

Cuando el mecanismo del potro violentaba sus articulaciones, Cañamares aullaba de forma tan horrible que causaba espanto incluso en los ánimos más hechos a la visión del tormento. Y cuando la presión aflojaba, el reo lloraba como un niño desvalido e injustamente acusado de actos terribles.

Desde la penumbra, Riudecanyes dirigía el interrogatorio con implacable severidad. Chacón se acercó hasta él.

—Antes ha hablado de moros, y también de unos remensas rebelados —musitó discreto el catalán, que no parecía satisfecho con el resultado de la pesquisa.

Riudecanyes hizo una seña al verdugo y de nuevo resonaron las súplicas desesperadas de Cañamares:

—¡¡Basta!! ¡Él me hizo jurar que no diría nada! ¡Él sabía la verdad! ¡El tirano tenía que morir!

—¿Qué verdad es esa? —preguntó Chacón, acercándose al reo.

—Que el rey de Aragón… Soy yo —aseguró entre sollozos—. Mi padre era el rey Juan, que en gloria esté…

El verdugo hizo amago de girar el mecanismo, pero un gesto de Chacón lo detuvo.

—¿Quién os pidió que callaseis?

El llanto impedía a Cañamares pronunciar palabra. Por fin, declaró entre lágrimas:

—Fue… fue el Espíritu Santo.

A una seña de Riudecanyes, el verdugo giró el mecanismo hasta el límite de lo soportable por un ser humano. Los gritos del campesino arreciaron, más y más, según se estiraban sus articulaciones… Hasta devenir en una espeluznante mezcla de llanto y risa enloquecida. Riudecanyes mandó al verdugo que se detuviera y se volvió aturdido hacia Chacón. Este dio la espalda a la escena y abandonó la sala, muy preocupado.

El recinto del palacio real se preparó para resistir un eventual asedio. Se atrancaron puertas y ventanas, en especial durante la noche, mientras los refuerzos fueron distribuidos en los puntos indicados. Todos en su interior pasaron la noche en vela, pendientes del estado del rey, orando por su salvación.

Temiendo un fatal desenlace, el cardenal Mendoza administró los santos óleos al soberano en presencia de su esposa. Bien entrada la noche, a solas con Fernando, el aplomo de Isabel dio paso a la desesperación. Llorosa, rezó arrodillada junto a su esposo, con una devoción atormentada y suplicante.

—Llevadme a mí en su lugar… Señor, sed magnánimo con mi reino y mis hijos.

Tan exasperada estaba la reina que no se percató de la llegada de fray Francisco Jiménez de Cisneros. Tras la máscara de su semblante adusto, el franciscano se conmovió al verla en tal estado.

—Alteza, toda Barcelona reza con vos —dijo, acercándose pausadamente.

Isabel se volvió hacia él con los ojos anegados de lágrimas.

—Vuestro dolor es inmenso pero debéis apartar esos pensamientos —aconsejó Cisneros.

A la luz de las velas, el recién llegado contempló el rostro desencajado de Isabel.

—Si no hubiese desafiado a mi esposo, nada de esto habría ocurrido.

—¿Creéis que Dios ha querido castigaros? —preguntó el fraile.

Isabel, desesperada, asintió. Cisneros negó, rotundo.

—Mucho castigo para una falta tan modesta. Apenas quedaría nadie en la Tierra si Dios obrase así… Mas si queréis aliviar vuestra alma de carga tan pesada, aquí me tenéis.

Con total franqueza, el franciscano se desdijo de su negativa ante Mendoza y se puso al servicio de la reina. Había comprobado hasta qué punto Isabel era un alma afligida, necesitada de consuelo espiritual. Él podía ofrecérselo. Y pocas cosas enardecían más el ánimo del clérigo que saberse necesitado. Isabel aceptó la invitación y se dispuso a confesar.

—Ave María Purísima —dijo con voz implorante.

—Sin pecado concebida —replicó Cisneros, arrodillándose a su lado.

Lleno de rabia, Chacón dio un furioso puñetazo sobre la mesa.

—¡No! ¡No voy a aceptar que un loco, un iluminado, un solo hombre haya puesto en peligro al reino!

Ramón de Riudecanyes no pestañeó.

—Lleváis razón al dudar, señor.

Chacón lo miró, expectante. Riudecanyes se explicó:

—Aunque se le tome por loco entre los suyos, aquí, en la ciudad, parece que ha obrado siempre con entendimiento. Y hace dos años heredó los bienes de su padre, cosa que un loco nunca hubiese podido hacer.

—¿Quién está detrás? —insistió Chacón—. ¿Qué tratan de conseguir?

Riudecanyes suspiró, reflexivo.

—En mi opinión, son dos los caminos que pueden llevarnos hasta la verdad. Si fuese hijo del rey Juan todo podría reducirse a una cuestión personal… Sería posible asumir que hubiese actuado solo.

—¿Podría ser hijo del rey?

Riudecanyes se encogió de hombros.

—No sería el primer bastardo no reconocido.

No satisfecho con esa hipótesis, Chacón instó al catalán a continuar:

—¿Y cuál es el segundo camino?

—La revuelta remensa. Cañamares es uno de ellos.

—El rey solucionó el conflicto —alegó Chacón—. ¿Por qué atentar contra él?

—Hay nobles que no se sienten compensados con lo que les pagaron sus remensas. Y entre los payeses muchos no pudieron emanciparse.

Chacón recordó los enfrentamientos.

—¿Sufrieron fuerte castigo los sublevados?

—No pocos murieron en la batalla.

—Averiguad si Cañamares se levantó contra el rey —ordenó el consejero.

—Lo haré presto —acató Riudecanyes—. Aunque tanto si se sublevó como si no…

—Decid —urgió Chacón.

—Alguien pudo guiar la mano de Cañamares. Nadie ha olvidado quién ejecutó a Pere Joan Sala.

Chacón calló, pensativo. La hipótesis de una venganza le pareció acertada.

—Ahí puede esconderse la verdad… Traedme a quien esté detrás de este loco —ordenó con autoridad.

Riudecanyes acató el mandato.

—Tarde o temprano daré con él. Os lo juro.

Días después, la noticia de lo acaecido en Barcelona llegó a la corte francesa. El propio Luis de La Trémoille informó a Carlos VIII, que en ese momento posaba para un retratista.

—Entonces… ¿aún no se sabe si Fernando vivirá? —preguntó el rey con vivo interés.

—Es fuerte —señaló La Trémoille—. Pese a ello, cabe esperar lo peor.

Carlos de Francia y su chambelán cruzaron una mirada cómplice.

—¿Y si tal desgracia ocurriese? —aventuró el monarca.

—La reina asumiría la regencia, como está previsto.

Carlos no pudo reprimir una observación insidiosa.

—Es buena cristiana. No pondría reparos a nuestros planes… contra el turco.

—No lo hará —aseguró, cómplice, La Trémoille—. Pensad que, si el rey fallece, existen muchas posibilidades de que en Aragón surjan revueltas…

—Así habrá de ser, sin duda —confirmó Carlos—. Conviene mantener a Isabel ocupada aplacándolas.

El pintor de la corte, ajeno a las maquinaciones de su soberano, continuaba trabajando.

—En particular en los condados catalanes. Incluso podríamos acudir a socorrerla con nuestras tropas —sugirió La Trémoille.

A Carlos la idea le pareció excelente. En su cabeza se perfiló un escenario muy conveniente para sus propósitos.

—De modo que, si Fernando comparece ante el Señor, tendríamos el camino libre en Italia… Sin perder el Rosellón y la Cerdaña.

El monarca francés mantuvo una larga mirada de entendimiento con su consejero mientras reflexionaba.

—Tenedlo todo dispuesto —decidió, por fin—. Yo rogaré por el alma del aragonés.

También en Roma se supo del estado crítico del rey de Aragón. A diferencia del soberano francés, el papa Alejandro no la acogió con agrado.

—A todas horas rezo por la recuperación del rey Fernando —confesó, sinceramente compungido, a César Borja.

Al arzobispo de Valencia le extrañó la postura del pontífice.

—¿Pensáis que os habéis equivocado no poniéndoos de su lado?

—Sé que me estaba utilizando en su pugna con Francia por Nápoles —murmuró Alejandro—. Sin embargo…

—En ausencia de un rival poderoso, teméis más al rey Carlos —apostilló su sobrino.

El Papa asintió, taciturno.

—Si Fernando muere, ¿quién podrá hacer frente al francés?

Alejandro VI suspiró.

—Espero que Dios atienda mis ruegos. Pero si se rompe el equilibrio de fuerzas, tendré que entregar Nápoles al rey de Francia.

—¿Haréis de Carlos el dueño del Mediterráneo cristiano? —cuestionó el joven Borja.

—Si sabemos jugar nuestras cartas, recibiremos la justa protección contra el infiel —alegó el Papa.

El arzobispo se resistía a ceder tan fácilmente ante cualquiera de las potencias que los amenazaban. Recordó la astuta misiva dirigida a la corte castellana.

—¿No confiáis en el respaldo de la reina Isabel?

—Pienso que dará prioridad al luto por su esposo —auguró Alejandro—. Y a los asuntos de Castilla sobre los de Aragón.

—Igual que vos veláis por los intereses de la Santa Sede —completó César—, pero ¿acaso Castilla y Aragón son los únicos aliados posibles para hacer frente a Francia?

Alejandro VI miró a César, pensativo, y asintió.

—Quizá la insistencia de Fernando nos haya llevado a descuidar las relaciones con otros reinos…

—Pues no encontraréis mejor momento que este para enmendar el error —afirmó el arzobispo de Valencia.

Los cuidados prodigados y la fortaleza natural del rey Fernando evitaron la tragedia de su fallecimiento. Isabel, en particular, dio gracias a la misericordia divina por no haberla desposeído de su esposo.

—Nunca más me enfrentaré a vos —le aseguró, sintiéndose aún culpable del enojo que le había hecho bajar la guardia.

—¿Puede el agua del mar no ser salada? —fue la respuesta de Fernando, quien acariciaba el rostro de su esposa—. Os quiero por cómo sois. No tratéis de convertiros en otra. No me privéis de la sal…

Isabel no pudo contener las lágrimas. Fernando prodigó sus besos con el afán de consolarla.

—Os amo. Pensé que nunca volvería a decíroslo…

El llanto y la felicidad impedían hablar a Isabel. Fernando la estrechó entre sus brazos.

—Os aseguro que, más que la muerte, temía que dudaseis de todo el amor que siento por vos.

Mas la investigación sobre el atentado no daba los frutos requeridos.

—No dudéis del celo de nuestra actuación, alteza —rogó Riudecanyes ante Isabel, rodilla en tierra—. Pero Cañamares no parece relacionado con conspiración alguna.

—Decid, ¿cómo llegáis a tal conclusión? —demandó la reina desde el trono.

—Nunca ha sido violento, ni habla de cuestiones de gobierno —afirmó el catalán—. En realidad apenas habla con nadie.

—Pero era remensa —apuntó Chacón.

Ramón de Riudecanyes lo corroboró:

—Sí, y su familia pudo aprovechar el arbitrio del rey. No participó en la revuelta ni estableció contacto con los que lo hicieron.

Chacón miró a la reina, contrariado. Isabel permanecía pensativa. Riudecanyes continuó su exposición:

—Hay más motivos que pueden haber impulsado tan vil acción. Además de los remensas y los nobles de la revuelta, están los contrarios a la unión de reinos, los que piensan que el rey se dedica más a Castilla que Aragón, los que no olvidan la implantación de la Inquisición, conversos descontentos…

La reina y Chacón escuchaban en silencio la extensa enumeración de los enemigos de Fernando.

—Moros resentidos, navarros que quieren situar el reino en la órbita francesa, castellanos opuestos a participar en las disensiones de Aragón, nobles agraviados por el fortalecimiento de la Corona…

—¡Basta! —zanjó Isabel.

Riudecanyes remató su argumentación con todo respeto:

—Cualquiera ha podido ser, alteza… O quizá no haya detrás nada más que lo que vemos.

—¿Un demente? —quiso saber Isabel, disgustada—. ¿Hemos de contentarnos con eso?

—Nada nuevo ha dicho y no le ha faltado tormento —adujo el catalán—. ¿Alguien que no estuviese enajenado podría haber aguantado algo así?

Pero Gonzalo Chacón había dado su palabra a la reina y no tenía más remedio que conocer la verdad. Visitó a Juan de Cañamares en la celda que ocupaba. Del campesino apenas quedaba ya un despojo sujeto con cadenas a los muros de la prisión.

—El rey se ha salvado —informó Chacón al reo—. Pronto se dictará vuestra sentencia. Debéis prepararos para una muerte cruel.

El noble vio en la mirada del campesino que el miedo a terminar de tal modo lo atenazaba. Chacón le ofreció un sorbo de agua en un cazo.

—Vuestros amigos os han abandonado. Estáis solo… Contadme qué os movió y ayudadme a hacer justicia.

Cañamares apuró el agua del cazo. Chacón le sirvió más.

—No podré salvaros —confesó el noble—, pero os aseguro que vuestra muerte no será tan terrible y dolorosa… Y que vuestra alma podrá abandonar este mundo en paz.

—¿Acaso hay alguien que no desee abandonar este valle de lágrimas? —murmuró, por fin, Cañamares, con voz temblorosa.

El campesino hizo lo posible por recobrar su dignidad.

—Vos, con todos vuestros privilegios, ¿no estáis solo? ¿Dejado de la mano de Dios? Solo un demente lo negaría…

—Vos no lo sois —afirmó tenso el noble.

Cañamares, orgulloso, sonrió y negó con la cabeza. Chacón le interpeló:

—¿Vais a decirme entonces quién os ordenó atentar contra el rey?

El reo asintió. Chacón se aproximó, expectante.

—Fue… el Espíritu Santo —sostuvo nuevamente Cañamares—. Él me lo mandó. Porque soy el rey.

Convencido de su declaración, Cañamares clavó una mirada franca y arrebatada en el noble, que acto seguido abandonó la celda con gran frustración. Si alguien había guiado el brazo homicida de aquel hombre, nunca lo averiguaría de sus labios.

Recostado en su lecho, Fernando escuchó junto a su esposa el relato que le hizo Chacón. El rey parecía conforme con las conclusiones de la pesquisa efectuada.

—¿De qué sirve creer que ha habido una conspiración si no podemos cazar al conspirador? No debemos mantener viva tal sospecha si no podemos satisfacer su resolución. Quedémonos con el loco…

—¿Darán todos por buena semejante explicación? —preguntó Isabel, con cierto escepticismo.

Chacón respondió:

—Estoy convencido, alteza. La sangre que se derrama por una causa no hace más que alimentarla.

—Mejor, por tanto, un loco que un mártir —señaló Fernando.

Isabel y Chacón intercambiaron una mirada. El rey tenía razón.

—Pues que así sea —suspiró resignada la reina.

—Nuestro primer afán ahora debe ser olvidarlo —resolvió Fernando— y, junto a nosotros, que lo haga el reino entero.

Pero Isabel aún no estaba segura del todo.

—Vos lo visteis, Chacón… ¿Realmente le faltaba cordura?

Chacón tomó aliento y retrasó su respuesta unos instantes.

—Sin duda, alteza.

—Entonces id y pedid en mi nombre al Consejo clemencia para ese pobre hombre —ordenó Fernando—. ¿Estáis de acuerdo, señora?

El rostro de Gonzalo Chacón reflejó su sorpresa. También Isabel se mostró extrañada.

—Trató de mataros; ¿no dará pie a que otros lo intenten?

—Si es loco debemos mostrarnos magnánimos —insistió el rey—. Las gentes lo aprobarán.

Chacón acató la opinión del soberano, justo antes de que Fernando apostillara, no sin cinismo:

—Dejemos que otros carguen con su condena.

Fue el propio Gonzalo Chacón el portavoz de la decisión real ante el Consejo de Ciento.

—El rey es magnánimo y os solicita clemencia para ese hombre. Atended y cumplid con lo que os pide.

La sorpresa también cundió entre los miembros del Consejo. Aunque proclives a obedecer a su señor, Ramón de Riudecanyes tomó la palabra en su representación.

—Si la clemencia es virtud en un rey, el rigor en la aplicación de la ley no debería serlo menos para el Consejo.

—¿Negáis la clemencia que el rey otorga? —preguntó Chacón, con aparente desconcierto.

—El castigo ha de estar a la altura del crimen —insistió Riudecanyes—. En ello va el honor de Cataluña y nuestra adhesión a la Corona… Y el aviso para locos y cuerdos.

Caló la opinión de Riudecanyes entre sus pares y Chacón mostró su asombro ante ellos, más por cómo había previsto la maniobra Fernando que por la rebeldía de los catalanes. Pero eso ellos nunca lo sabrían.

La misiva que Isabel de Castilla había enviado a Colón en la que le conminaba a regresar de inmediato a Castilla llegó por fin a manos del almirante. Mas no fue el enojo de la reina por hallarse aún en la corte portuguesa lo que más inquietó a don Cristóbal.

—Pinzón ha llegado a Castilla —informó con gran desasosiego al rey Juan—. ¡He de volver!

Juan de Portugal miró al navegante sin comprender la causa de tanta desazón.

—Comandaba una de mis naves —explicó Colón—. Es un traidor y solo desea mi mal. Si la reina lo recibe…

—¿Tanto os puede perjudicar?

Colón asintió mientras en su cabeza bullían toda clase de pensamientos oscuros.

—Tengo que ir a Barcelona —farfulló—. No puedo dejar que sus mentiras pasen por verdades.

—Si lo que os preocupa es Pinzón, os aseguro que puedo arreglarlo —propuso el rey, sin inmutarse.

Colón negó con vehemencia.

—He de obedecer a la reina —afirmó, mostrando la carta—. Solo yo puedo dejar constancia de mi viaje.

El rey, pensativo, aceptó la voluntad del almirante.

—De acuerdo, partid. Pero ¿regresaréis?

La pregunta directa del rey cogió desprevenido al marino.

—Os lo garantizo —dijo con desmedida firmeza.

Pero Colón había vacilado un instante antes de responder y ello no había pasado desapercibido a los ojos del taimado Juan II. Tanto lo era que hasta pudo ocultarlo.

—Creo en vuestra palabra —aseguró—. Aquí os esperaremos.

En cuanto Cristóbal Colón desapareció de su presencia, el rey de Portugal convocó a un emisario.

—Preparaos, habéis de llevar una carta. Debe llegar a Roma lo antes posible.

Con la salud del rey en vías de recuperación, Isabel pudo ocuparse de otros asuntos en Barcelona. Uno de ellos, por íntimo y delicado, requería su atención sin tardanza. Pero quiso la reina que su confesor se responsabilizara de resolverlo.

—Vuestro nuevo cargo os convierte en mi mejor apoyo —afirmó Isabel—. Por ello os he llamado, para solicitar vuestra ayuda.

Cisneros se mostró dispuesto a prestársela. La reina continuó:

—Mi hija, la princesa de Portugal, asegura que Cristo se le aparece en sus sueños. Contra nuestro deseo, pretende tomar los votos y profesar en un convento.

Cisneros asintió, comprendiendo de antemano la naturaleza del problema.

—Ella os admira por vuestra virtud y yo confío en vuestro criterio —manifestó Isabel—. Si la llamada de Nuestro Señor es tan clara en su vocación como ella asegura, aceptaré que profese.

—Pero si pudierais evitarlo… —apuntó Cisneros.

La reina alegó sin tardanza:

—Mi hija está llamada a otras servidumbres. Además, no sería buena monja.

—El rango no impide la fe —corrigió Cisneros, sorprendido por la convicción de la soberana—, ni afrontar los sacrificios que exige la vocación, ni la humildad.

—Por supuesto —convino Isabel—. No hablo de las comodidades a que debería renunciar, sino de su carácter.

—¿Tan segura estáis?

—Sí. Lo conozco bien. Es… el mío.

Ante tal afirmación, poco podía rebatir el clérigo.

—Todos debemos cumplir el deber que nos ha impuesto Nuestro Señor —confirmó—. Entiendo que el de la princesa se circunscribe a vivir en la corte, ajena al mundo de dolor que nos rodea.

—De querer verla Dios en un convento, ¿la hubiese hecho nacer de reyes? —preguntó Isabel.

—¿No son inextricables los caminos del Señor? —replicó, sibilino, el fraile.

La reina no quiso polemizar y dio por hecho el encargo.

—El deber de Isabel es obedecer a su padre. Casarse y servir a su reino —afirmó—. Solo ese servicio placerá a Dios. Espero vuestro dictamen.

Jiménez de Cisneros no se hizo de rogar. Como era previsible, la entrevista que mantuvo con la princesa de Portugal decepcionó a la joven, pues el fraile defendió ante ella la opinión de la reina.

—Pensé que en vos encontraría por fin comprensión —murmuró Isabel.

—Es posible servir al Señor de muchas maneras —expuso Cisneros—. Vos encontraréis la vuestra sin traicionar vuestro deber.

—¿En tan pobre concepto tenéis mi devoción? —protestó la princesa.

Cisneros negó tal posibilidad.

—Al contrario, alteza. Por ello os mostraré el camino más difícil, pues sé que disponéis de fuerzas para recorrerlo.

El halago alivió a Isabel, aunque no la alejó de su desconcierto. Cisneros se explicó:

—Podéis servir al reino y a Dios a un tiempo. Hay muchas maneras; ¿habéis oído hablar de las beguinas?

—¿No fueron herejes? —preguntó, impresionada, la princesa.

—Fueron muchas y solo alguna sobrepasó los límites de su condición. Sus comunidades sirvieron a Dios, pero también a las gentes.

Cisneros continuó su exposición ante la joven, que asimilaba los ejemplos piadosos que escuchaba de boca del clérigo. Quizá tuviera razón y pudiera servir al Señor, como era su deseo, sin necesidad de contravenir las responsabilidades que exigía su alcurnia.

Esa misma noche, el fraile acompañó a la princesa de Portugal hasta la cámara de Isabel.

—Alteza, la princesa desea comunicaros algo —anunció el confesor.

La joven viuda dio un paso al frente.

—Madre… no tomaré los votos. Sé que así os hago feliz.

—Es vuestra felicidad la que procura la mía —contestó, satisfecha, la reina.

Viendo que la ocasión era propicia, la princesa se apresuró a apostillar:

—Entonces, para que así sea, debéis hacer algo por mí.

Cisneros y la reina hubieron de disimular la tensión ante tan inesperada coletilla.

—No volveré a casarme —afirmó la joven—. Amé una vez y voy a ser fiel al recuerdo de mi esposo. Dadme vuestra palabra de que respetaréis mi decisión.

Cisneros no apartó la mirada de la reina. Esta, con los ojos puestos en su hija, avanzó en silencio hasta ella y la besó.

—Se hará como vos queráis.

Quedó estupefacto el confesor por el aplomo de la soberana, convencido como estaba de que la reina no cumpliría su palabra.

Cristóbal Colón llegó a Barcelona lo más rápido que pudo. Sin embargo, no fue recibido de inmediato por los reyes, como era su deseo. Supo por boca del cardenal Mendoza que celebraban su regreso y que le darían audiencia lo antes posible, pero ello no calmó su ansiedad.

—¿Se debe el retraso en recibirme a la llegada de Pinzón? ¿Acaso ha sido escuchado ya por sus altezas? —preguntó muy preocupado al purpurado.

—No hubo lugar para tal cosa —contestó Mendoza—. Pinzón murió, ¿no lo sabíais?

Colón enmudeció, aliviado. También asombrado por su buena fortuna.

—Han sido tiempos de gran confusión —recordó Mendoza—. Todo se ha retrasado y los reyes quieren acogeros como merecéis.

El almirante disimuló su desahogo y se inclinó para besar el anillo del cardenal.

—Haced llegar mi gratitud a sus altezas, os lo ruego.

A ello se comprometió Mendoza, dejando solo al marino, que abandonó el palacio como si el cielo se hubiera abierto tras varias semanas de tempestades.

Llegó la hora de ajusticiar a Juan de Cañamares. Pero antes de que el verdugo acudiera en su busca, recibió la visita de Ramón de Riudecanyes. Este se colocó a la altura del condenado, rodilla en tierra, y se descubrió ante él para declarar:

—Alteza, vuestro sacrificio ha terminado.

—¿Venís a liberarme? —dijo Cañamares, tratando de recomponerse.

—Serán vuestros vasallos quienes os liberen —musitó el noble.

—¿Están conmigo? —inquirió, anhelante, el campesino.

Riudecanyes asintió, con satisfacción fingida.

—Os aguardan. Son miles y están listos para la rebelión.

La mirada de Cañamares se tiñó de orgullo y esperanza. Riudecanyes siguió alimentando la fantasía del magnicida.

—No desfallezcáis. Vos sois nuestro legítimo rey. El fin del usurpador está cerca.

Juan de Cañamares asintió, dispuesto de nuevo a encarar su destino con la dignidad exigida.

El redoble de los tambores llamó la atención de Fernando. El rey se levantó con esfuerzo para asomarse por la ventana de su cámara.

—Tened cuidado, ¡por Dios os lo pido! —rogó Isabel, al tiempo que se apresuraba en sostener a su esposo.

Desde la ventana, Fernando observó el cortejo que conducía a Juan de Cañamares hacia su hora final. Con una sonrisa irónica, el rey subrayó la paradoja del momento.

—Él me quiso matar y yo viví. Y yo, que le quise salvar, he de ser testigo de cómo va hacia la muerte y se lleva la verdad con él.

Cuando Cañamares abandonó la oscuridad de su celda apenas pudo mantener los ojos abiertos. Lo subieron a un carro sin haberse habituado aún a la luz del exterior. Deslumbrado como estaba, en su cabeza sonaron los vítores y tambores de guerra que presagiaban la rebelión, como le había anunciado Riudecanyes. La gloria, pues, parecía inminente. Mas aquel redoble insistente no auguraba su ascenso al trono, ni los gritos reclamaban la corona para sus sienes. A medida que fue recobrando la vista, el clamor se convirtió en burla, los vítores en insultos y los pétalos de rosa en piedras que amenazaban con poner fin a la poca vida que quedaba en aquel ser antes de que el verdugo pudiera dar curso a la sentencia.

—«Cada parte de su cuerpo que haya participado en el crimen sufrirá su castigo: se le cortará la mano derecha con la que lo hizo, y los pies que lo llevaron hasta allí, y se le sacarán los ojos que lo vieron y el corazón con que lo pensó, y la multitud podrá vengarse después con piedras y fuego…».

Ante la evidencia de la traición, las lágrimas corrieron por el rostro del remensa. En aquella atroz jornada, el verdugo se ganó el pan y el vulgo, los despojos.

Como se había previsto, la delegación francesa llegó a Barcelona para firmar el tratado en representación del rey Carlos VIII. Todo estaba dispuesto para que el acto discurriera con la máxima solemnidad y esplendor. A su llegada, Luis de La Trémoille se inclinó ante los reyes con gran ceremonia.

—Doy gracias a Dios, en mi nombre y en el de mi señor, por veros tan restablecido —dijo, dirigiéndose al rey de Aragón.

—Y yo os lo agradezco —declaró Fernando—, convencido de que siempre he estado en vuestras oraciones. Mas no demoremos más la firma de nuestro acuerdo, pues mis mesnadas aguardan ansiosas en la frontera la orden de entrar en los condados.

—En breve estarán en su derecho —confirmó el francés.

Rubricado el acuerdo ante los testigos, Fernando tomó de nuevo la palabra:

—Sirva este tratado para hacer justicia y permitir, así, sellar una paz duradera entre nuestros reinos.

Los asistentes celebraron la firma con aplausos y aclamaciones. También Gonzalo Chacón, aunque quien hubiera percibido el fugaz cruce de miradas que mantuvo con la reina Isabel habría comprendido que una sombra se cernía sobre aquella paz tan festejada.

Aunque con menor boato, la corte hizo al almirante Cristóbal Colón el recibimiento prometido en fechas posteriores. Grande era la expectación con la que todos aguardaban su aparición y pocos quedaron defraudados.

Cuando el almirante irrumpió en el salón del trono, hechas las pertinentes reverencias, topó de bruces con la ironía maliciosa del rey de Aragón.

—Os hacíamos en Portugal, señor Colón. ¡A punto estábamos de declararos prófugo!

—Grave error hubierais cometido, impropio de vuestro ilustre raciocinio —replicó el navegante.

Isabel hizo frente común con su esposo.

—¿Qué nos traéis, entonces, para recompensar nuestra paciencia?

—La ruta a las Indias por el oeste, como prometí —contestó, siempre orgulloso, don Cristóbal—, y riquezas de aquellas tierras que os asombrarán.

A una señal del almirante, la puerta del salón se abrió de par en par. Una fanfarria acompañó la entrada en procesión de siete indígenas semidesnudos. Tras ellos, un cortejo de sirvientes portaban jaulas con aves exóticas, monos, hutías, también bandejas con especias, boniatos, máscaras de oro… Toda la corte quedó maravillada. Su asombro fue en aumento, según avanzaba el cortejo para depositar los presentes a los pies de los reyes.

—Alteza, grandes cosas aguardan a vuestro reino por haber creído en mí —predijo Colón, refiriéndose a la soberana de Castilla.

Isabel, sumamente satisfecha por el resultado aparente de la empresa, contestó:

—Juntos os prometo que las llevaremos a cabo.

Sin embargo, en audiencia privada, la reina no eludió mostrar su disgusto por la demora del almirante en tierras portuguesas.

—Habéis tardado tanto en venir desde Lisboa como en ir a las Indias y volver.

—Siempre he navegado peor en las cortes que en la mar —se excusó Colón.

Isabel no ocultó que albergaba dudas sobre su lealtad a Castilla… Y a ella misma.

—Decid, ¿sois el mismo servidor fiel que se marchó?

—A la vista está, alteza —respondió el marino, disfrazando su sentimiento de culpa.

—He de saberlo —insistió la reina.

—Os explicaré todo lo ocurrido en Portugal —afirmó Colón, sin poder evitar sonrojarse—. Nada tenéis que temer.

—Podéis ahorraros las explicaciones —zanjó la reina—. El pasado no me preocupa. Pero quiero estar segura de con quién voy a enfrentarme al futuro.

Cristóbal Colón quedó nuevamente admirado por el temple de aquella mujer.

—Ese futuro que vuestra hazaña ha teñido del color del oro —apostilló Isabel.

Colón hincó la rodilla en tierra y bajó la testuz.

—Confiad en mí, alteza, como habéis hecho hasta el presente —rogó.

—Entonces guardad mejor las apariencias —aconsejó la reina—. Procurad que vuestras torpezas no pongan en entredicho vuestra lealtad.

—No volverá a suceder, os lo juro.

Isabel le hizo seña para que se incorporase y dio por concluida la audiencia. Si la reina no quería saber cuán cerca había estado el marino de traicionarla en Portugal, no sería él quien se lo dijera. Pues una vez más había comprobado el beneficio de tenerla como aliada, y el riesgo de enfrentarse a ella como enemiga.

Pero la estancia de Colón en Portugal no había sido inocua, ya que había acrecentado las pretensiones del rey Juan II sobre las tierras situadas más allá del océano. Cuando la misiva enviada por el monarca luso llegó a Roma, el Papa intuyó que sus intereses y los de Juan podían coincidir. ¿No era acaso Portugal el poderoso aliado que precisaba frente a las amenazas de Francia y Aragón? El emisario real recibió la respuesta del pontífice sin demora.

—Decid al rey Juan que el tratado de Alcazovas será respetado. El Atlántico pertenece a Portugal.