Rosas[3]

En la sala tranquila

cuyo reloj austero derrama

un tiempo ya sin aventuras ni asombro

sobre la decente blancura

que amortaja la pasión roja de la caoba,

alguien, como reproche cariñoso,

pronunció el nombre familiar y temido.

La imagen del tirano

abarrotó el instante,

no clara como un mármol en la tarde,

sino grande y umbría

como la sombra de una montaña remota

y conjeturas y memorias

sucedieron a la mención eventual

como un eco insondable.

Famosamente infame

su nombre fue desolación en las casas,

idolátrico amor en el gauchaje

y horror del tajo en la garganta.

Hoy el olvido borra su censo de muertes,

porque son venales las muertes

si las pensamos como parte del Tiempo,

esa inmortalidad infatigable

que anonada con silenciosa culpa las razas

y en cuya herida siempre abierta

que el último dios habrá de restañar el último día,

cabe toda la sangre derramada.

No sé si Rosas

fue sólo un ávido puñal como los abuelos decían;

creo que fue como tú y yo

un hecho entre los hechos

que vivió en la zozobra cotidiana

y dirigió para exaltaciones y penas

la incertidumbre de otros.

Ahora el mar es una larga separación

entre la ceniza y la patria.

Ya toda vida, por humilde que sea,

puede pisar su nada y su noche.

Ya Dios lo habrá olvidado

y es menos una injuria que una piedad

demorar su infinita disolución

con limosnas de odio.