DETERMINACIÓN DE MATAR
El pueblo tenía una apariencia próspera. Aunque nada en él era excesivamente bonito (ni siquiera la torre de la iglesia, que casi se salva en cualquier villorrio), se notaba que el dinero fluía, del modo en que eso suele traducirse en este país: a fuerza de ladrillos, ya fueran los de las naves industriales y los chalets levantados por particulares, o los de polideportivos y otros equipamientos (según la jerga municipal) erigidos por el consistorio. Nuestro chamizo, en cambio, era uno de esos vetustos y ajados, y al mirar las viviendas uno adivinaba que, salvo que las mujeres de los guardias (o sus parejas sentimentales estables, para ser más precisos) hubieran empleado sus mejores esfuerzos, sus condiciones de habitabilidad no debían de ser como para tirar cohetes.
El brigada Aranda, al mando de nuestro parco pero aguerrido destacamento en el lugar, nos informó de que el sospechoso dormía, después de una madrugada intensa que se había prolongado hasta las seis. Hay quienes consideran que la tortura psicológica consistente en no dejar dormir al interrogado constituye un eficaz auxiliar en la búsqueda de la verdad. Y no niego que en ciertos casos pueda serlo ni que alguna vez yo mismo la haya utilizado. Pero ni en este supuesto me parecía de especial ayuda, ni con carácter general me da otra sensación que la de estar fastidiando más allá de mis atribuciones a un ser humano y la de estar espesándole el entendimiento y devaluando tanto la calidad como la exactitud de su testimonio. Así que decidimos darle un poco más de cuartelillo y, aprovechando el tiempo, desplazarnos al lugar del crimen para verificar una somera inspección ocular.
Uno de los guardias del puesto nos acompañó. Los de policía judicial de Toledo se habían ido a dormir un rato, porque habían acabado tan de madrugada como el sospechoso, y tampoco me pareció elegante ni de buen compañero despertarlos. La casa a la que nos condujeron era uno de aquellos chalets nuevos que configuraban el paisaje del ensanche del pueblo. Era un inmueble aislado, con unos dos mil metros cuadrados de parcela. No era bonito, aunque tampoco del todo feo. Parecía que había sido construido de la forma más pretenciosa posible, y bajo ese criterio, lo mismo tenía unos ventanales blancos bastante finos y aparentes, que un espantoso porche con columnas en la fachada principal. Una vez dentro, mi ojo de habitante de un raquítico apartamento madrileño me permitió calcular a bulto su cabida: unos cinco apartamentos míos, es decir, alrededor de trescientos metros cuadrados.
Los muebles eran buenos, casi suntuosos, y otro tanto los mármoles y los azulejos de los baños, el parquet de las habitaciones, los interruptores y apliques. La decoración, algo kitsch, no excluía figuras de esas de mujeres ligeras de ropa con chocantes rostros de cuento infantil, ni un par de piezas gordas de Lladró. En suma, que Sandra Navarro y su marido, o el uno o la otra, podían ser un poco horteras, pero tenían un buen pasar. Nada del clásico crimen cometido en un entorno cochambroso, por efecto del envilecimiento que usualmente conllevan la estrechez económica, la marginalidad social y las privaciones anexas a ellas. Eso me aportaba un primer dato contradictorio con el esquema apriorístico que, lo quiera uno o no, siempre se tiene y me había hecho también para aquel caso. No era la casa en la que suele vivir, al menos en principio, un tarugo que un buen día agarra el hacha para deforestar a su legítima. Pero lo visto tampoco suponía un impedimento definitivo a aquella hipótesis, desde luego.
Me detuve un instante a examinar las dos puertas de la casa. El marco, la hoja, la cerradura. Luego le pregunté al guardia:
—No había ninguna ventana rota o forzada, ¿no?
—Pues yo… No sé, mi sargento, creo que no.
Verifiqué por si acaso también las ventanas. Todas estaban tan intactas como las puertas. Chamorro me observó, reticente.
—Ya sé que tú vienes convencida de que lo hizo el cabrón del marido y que él tiene llaves y no necesita forzar nada —expliqué—. Pero para ser pulcros, tendremos que ir amarrando detalles. Lo que parece claro es que el que la mató podía entrar sin violencia, ya por poseer llaves o porque podía hacer que la mujer le abriera la puerta de buen grado. Eso nos permite descartar que el crimen lo cometiera un desconocido o uno de esos tarados resentidos y gratuitos de las películas de terror norteamericanas.
—Ah —dijo Chamorro—. No sabía que estuviéramos contemplando posibilidades tan extrañas.
—No lo sé, Virginia. Vivimos en un país cuyos habitantes, al llegar a la mayoría de edad, han visto dos años y medio de televisión. Eso lo hace cada vez más estrafalario e impredecible. Acuérdate del asunto de los rituales satánicos de Albacete.
Chamorro resopló. Se acordaba. Un idiota que se consideraba el vicario de Belcebú en la tierra, y que iba por ahí emporcando los cementerios de la provincia con sangre de animales, pero que por desgracia acabó convenciendo a otros idiotas, y que un día decidió que su amo pedía un sacrificio de mayor envergadura y en el delirio se llevó por delante a un chaval de trece años que tenía el mal hábito de volver solo y demasiado tarde a casa.
—Algo sí me explico ahora —apreció Chamorro—. Cómo fue posible que nadie oyera nada a las cuatro de la tarde. Porque la mujer tuvo que gritar. Pero, en este caso para su desgracia, la casa está bien aislada y tiene aire acondicionado en todas las habitaciones.
—Por lo que yo vi, puede que no le diera tiempo a gritar mucho —apuntó el guardia—. Tenía tres buenos hachazos en el pecho y otros dos en la espalda. Con el primer mandoble que le arreara debió dejarla casi lista. Fue una verdadera salvajada.
Fuimos a la habitación donde se había encontrado el cuerpo. Se trataba, significativamente o no, del dormitorio conyugal. Otro dato que respaldaba la afirmación y el buen criterio del guardia: sólo en aquel cuarto había manchas de sangre; por tanto no había habido persecución por la casa ni nada parecido. La sangre salpicaba las paredes, la colcha de la cama y algunos muebles. El cuerpo, según la marca hecha por nuestros compañeros, había aparecido entre los pies de la cama y la cómoda. Evalué la posición. Había espacio suficiente como para maniobrar con un hacha, por largo que fuera el mango, pero no llevaba más de tres o cuatro zancadas llegar desde la puerta. Probablemente la habían matado allí mismo (tampoco había, por otra parte, manchas de sangre que denotaran un traslado del cuerpo). Ya la hubiera cogido de espaldas o de frente, apenas le había dado tiempo a reaccionar.
—Hay bastantes rastros de sangre —constató Chamorro—. ¿No levantaron ninguna huella de zapato?
—Creo que varias, bueno, algunos trozos, pero eso tendréis que preguntárselo a los compañeros —informó el guardia.
—¿Y huellas dactilares?
—De ella y del marido.
—¿Y cabellos?
—Unos cuantos, pero creo que no han tenido tiempo de analizarlos mucho. También tendréis que preguntarles a ellos.
—Bueno, pues no será por falta de material —concluí—. Si a eso le sumamos los enjundiosos datos de la autopsia que nos avanzó Rosell, no puede decirse que aquí nos falte tela que cortar.
—Es llamativo que no hay nada roto —dijo Chamorro—. No le dio a ninguna lámpara, a ningún mueble, a ninguna de las figuritas de la cómoda. Todos los hachazos al cuerpo.
—¿Impresiones que eso te sugiere? —pregunté.
—El tío sabía usar un hacha. Tenía capacidad de dirigir su golpe y controlar su fuerza. Y total determinación de matar. No fue una idea que se le ocurriera de repente. Ya lo había pensado antes.
—No sé si lo llevas un poco lejos —objeté—, pero creo que puede servirnos. En fin, son las once y media. ¿Cinco horitas de sueño es cortesía suficiente o se nos quejará al Defensor del Pueblo?
—Considerando las circunstancias… —valoró Chamorro.
—Bien, pues vamos allá.
En el camino de regreso al puesto, le pregunté al guardia qué concepto se tenía en el pueblo de la pareja. De él y de ella.
—Pues, hasta que empezó a hostiarla, normal —nos dijo—. Él, un tipo que trabajaba y hacía dinero, y de buen trato. Ella, una chica tirando a alegre, maja también. Nada fuera de lo común.
Así va, siempre. Nadie es fuera de lo común. Hasta que se sale.