CAPÍTULO 2

CARPINTERO, NO LEÑADOR

Con el comandante Pereira de vacaciones, el capitán Rosell hacía de jefe de grupo y repartidor de juego. A él le había llegado la llamada del coronel muy de mañana, y ahora, según la prerrogativa de su rango, le estaba pasando a la tropa, o sea, nosotros, la patata ardiente y pringosa que había que comerse. No es que Rosell fuera, por cierto, el típico señorito. Más de una vez lo había tenido a mi lado en el coche, hincándose una madrugada de mierda frente a la casa de un sospechoso, y por eso me sabía cosas como que le gustaba King Crimson, que de chaval era un as cascando peonzas y que había perdido la virginidad a los quince años con una primita de moral endeble, tres años mayor que él y que respondía al desconcertante nombre de Eduvigis. Pero aquel agosto hacía de jefe de la tienda, y era su derecho y su deber seguir allí mientras nosotros cogíamos carretera y manta. Antes de despacharnos, de todas formas, nos instruyó sobre el caso, hasta donde le era posible con la información de que disponía.

—Bueno, pues parece que hay un poco de mal rollito, pese a lo que habréis pensado leyendo los periódicos —explicó—. Fue el maromo el que dio el aviso. Y cuando se presentaron los del puesto, se lo encontraron arrodillado al lado de la difunta. La había tapado con una manta y miraba el bulto con aire ausente. Parecía haber echado alguna lágrima, pero entonces no estaba llorando. Solo la miraba. Les costó despegarle de allí, y también que empezase a hablar. Y aquí viene el principio del problema. En ningún momento se confesó culpable. Les dijo, y es lo que sostiene después de toda la noche dándole caña, que volvió del trabajo y se la encontró así. Que la tapó y marcó el 062, y que eso es todo lo que sabe. Que no tiene ni idea ni de quién lo hizo, ni cómo.

—Vaya, eso no es muy común en este tipo de crimen —opiné.

—¿Por qué crees que estamos hablando tú y yo de esto, mi perspicaz sargento Bevilacqua? —tomé nota, Rosell no solía usar mi apellido completo—. En lo que va de año, llevamos 69 mujeres asesinadas. Ésta hace la 70, y además le llega a la gente mientras está en la playa, para agriarle la paella y la sangría. Yo creo que eso contribuye a que nadie le preste mayor atención, pero los hombres sabios de arriba piensan de otra manera y no les hace mucha gracia que encima de tener otra mujer muerta, lo que ya nos desacredita y denota que no somos capaces de cuidar a la ciudadanía, tampoco podamos llevarle al juez al tipo bien jodido y casi sentenciado, como procede en estas historias. Porque hay otro detalle antipático. No tenemos el arma homicida. Por el aspecto de los tajos y la potencia es un hacha de mango largo y hoja respetable. Pero no ha aparecido, ni en la casa, ni en contenedores de basura, ni tampoco en la carpintería que regentaba el marido. Y él dice que ni siquiera tiene hacha. Que es carpintero, no leñador.

—Bueno, eso es una respuesta ingeniosa —aprecié—. Por lo menos no se trata del típico mastuerzo apaleamujeres.

—Pues oye, si te divierte —advirtió el capitán—, vas a tener ocasión de disfrutar de su ingenio en vivo y en directo.

—Ya me voy haciendo a la idea.

—En el periódico dice que la mujer había denunciado amenazas y malos tratos en el pasado —apuntó Chamorro.

—Y el periodista tiene buena fuente. Exactamente diecisiete denuncias. Y una hospitalización. Eso lo pone todo más chungo.

—O sea que, ingenioso o no, como mastuerzo y apaleamujeres si que está acreditado —dedujo mi compañera, mirándome.

—Pues sí. Y el brigada del puesto, ya te puedes imaginar el marrón, dice que tramitaron todas las denuncias y que él fue personalmente al juzgado a pedir que le metieran algo de presión al tío, porque por su cuenta, y con los métodos tradicionales, no conseguía nada. Confidencialmente, asegura que una noche, en el puesto, le amenazó con molerlo a hostias si volvía a pasar.

—¿Edad del brigada? —inquirí.

—Cincuenta y cinco.

—Ah, los bellos viejos tiempos. Bendita inocencia, en el fondo. Si se las hubiera pegado, él sí estaría encerrado en un castillo.

—No te creas que no lo sabe, y por eso no pasó de la amenaza. La cosa es que los del juzgado nunca se mojaron. Está en otro pueblo y ya sabes, es uno de esos civiles y penales a la vez, que lo mismo resuelve accidentes de tráfico que herencias y divorcios y problemas de lindes o de comunidades de vecinos o de letras impagadas. Además de robos, lesiones, y ahora, homicidios.

—La gloriosa organización del poder judicial, una vez más.

—Y esto para una población de derecho de cuarenta mil, y flotante en verano de otro tanto o más, con los paisanos que viven en Madrid pero que van a pasar el agosto a la casita del pueblo.

—No estaba pensando mal de su señoría, mi capitán —aclaré—. No dudo de que le sobra el trabajo, imagino que no fue por crueldad por lo que se abstuvo de proteger a esta desdichada.

—Por mí ya sabes que como si te cagas en su señoría.

Lo sabía. Rosell había estado destinado en el País Vasco y lo habían procesado varias veces por supuestas torturas. Bueno, eso nos había sucedido a casi todos los que habíamos pasado por allí, pero Rosell se lo había tomado un poco a la tremenda y desde entonces no guardaba una especial sintonía con la judicatura.

—Una preguntita, mi capitán, si te consta. ¿En la autopsia han encontrado algo, aparte de los hachazos?

—Sí, tío, como sabía que iba a encargártelo a ti y que eres un tocapelotas, he hecho los deberes. Restos de comida, espaguetis boloñesa principalmente. Una digna ración de alcohol en sangre, allá por 0,9. Y en la parte de los bajos, perdona Chamorro, eso que queda cuando alguien no se pone impermeable. Y no poco.

—Guay —dijo Chamorro—. Dios, qué asco de historia.

—En otra vida deberías hacerte galerista, o gerente de fundaciones culturales o azafata de festivales de cine —le sugerí—. Tratarás igual con un montón de degenerados, pero más vistosos.

—Vale, mi sargento. Muy ocurrente.

—Venga, dejaos de chorradas y al tajo —nos reprendió Gracia—. Al angelito lo tenemos almacenado en el puesto. Los de Toledo de policía judicial han destacado a tres elementos, que son los que hicieron el trabajo de campo. También puede que esté por allí el teniente jefe accidental, ya sabéis que en estas fechas todos los jefes somos accidentales. Y los del puesto, que andan rastreando el pueblo en busca de un hacha para talar secuoyas. Tenéis prioridad para enfrentaros al sospechoso y para todo lo que necesitéis. Si hay alguna pega, llamáis, se la paso al coronel, él llama a quien deba y al que sea le funden el tricornio. Si la pega os la pone la autoridad judicial, ya sabéis, os jodéis. ¿Alguna cosa más?

—Todo muy clarito, mi capitán —repuse—. Incluso para alguien tan lento como yo. A Virginia supongo que le sobra.

—Pues en marcha. Y no os cojáis el Laguna, que voy a salir a una gestión y tengo que dar imagen.

Ya, pensé para mis adentros. Lo que ocurría era que el climatizador del Laguna zumbaba mucho más que el del Megane, que era lo que teníamos que llevarnos si no nos dejaba el otro.

El Megane tenía diseño, y para ser justos con él, tiraba bastante, pero en confort había un abismo. De todos modos, no hacía mucho que teníamos aquel chollo de los coches en renting, que nos permitía conducir últimos modelos y preocuparnos de esas pijadas. Recordaba aún los años en los que teníamos que ir a lomos de cualquier cosa, desde coches que casi eran de época hasta decomisados. En ese punto, los tiempos habían cambiado sin duda a mejor.

Nos pusimos en marcha, entre unas cosas y otras, a eso de las diez menos cuarto. La hora punta comenzaba a extinguirse en Madrid y salimos relativamente rápido de la ciudad. El pueblo al que nos dirigíamos estaba a unos sesenta kilómetros, no debía de llevarnos mucho más de media hora plantarnos allí.

—Ay, Chamorro —dije—, con lo bonita que podría ser la vida si la gente aprendiera a contar hasta diez algunas veces.

—A lo mejor entonces estábamos en el paro. Ni tú ni yo tuvimos mucha suerte antes de probar a entrar en esto. Acuérdate.

—Cierto. A lo mejor es que estamos predestinados. El buen Dios, que hace lobos asesinos, también ha de hacer perros policías como nosotros. El buen Dios tiende a preferir las cosas simétricas.

—¿Eres teólogo, ahora?

—No, Virginia. Voy a cumplir cuarenta. Y eso me pone místico.