CAPÍTULO 1

UN PÉSIMO AUGUR

El verano siempre me provoca sentimientos contradictorios. Pero no me refiero al verano en general, sino a esa parte de él, el mes de agosto, en que se deja sentir un cierto abandono del mundo corriente: cuando las ciudades y las oficinas están vacías, los periódicos son escuetos y apenas informan (incluso aunque alguien tenga el mal gusto de iniciar o sostener una guerra) y la gente parece abdicar, cuando no renegar, de su vida cotidiana. A mí me gusta la vida cotidiana, y me desasosiega la excepcionalidad. Lo que en cierto modo resulta una paradoja, teniendo como oficio fisgar en la vida de los demás cuando les sucede lo más excepcional de todo, que es dejar de vivirla. Pero así es, y por eso prefiero pasar la mayor parte de agosto trabajando, cosa que mi antigüedad me permitiría evitar, y que casi nadie comprende.

Aquella mañana de agosto, mientras iba en el metro invariablemente atestado (cada vez somos más los parias, y menos holgados los medios puestos a nuestro servicio), me encontré con una noticia que indicaba que había gente para la que aquel mes resultaba aún más desagradable. Según decía el periódico, la víspera, una mujer había sido asesinada a hachazos en un pueblo de Toledo. Con la delicadeza habitual en estos casos, el periodista no se privaba de detallar, a todas aquellas personas a las que pudiera dolerles saberlo, que la crueldad ejercida sobre ella había sido tan brutal, y el arma empleada tan poderosa, que uno de sus brazos había quedado separado del tronco, y la cabeza, apenas unida por unas hebras de tendones, músculo y cartílago intervertebral. También contaba que el marido de la fallecida estaba detenido, como principal sospechoso del crimen. Vagamente se hacía alusión a un historial de malos tratos y amenazas; en fin, la historia tantas veces repetida que, como sucede con cuantas tragedias se exponen con cierta reiteración al sobrealimentado homo sapiens telespectator, ya no conservaba la capacidad de impresionar a nadie. Prácticamente no habría habido noticia de no haber sido por lo cruento del procedimiento exterminador, que sin duda por eso quedaba descrito con tanta minuciosidad y truculencia.

Al llegar a la unidad me tropecé con sus dos miembros más madrugadores. El taciturno alférez Gracia, que exploraba con ahínco un listado de llamadas de teléfono móvil, y mi usual compañera de fatigas, la cabo Chamorro, que estaba colocando en un expediente el resultado por ahora fallido de unos perfiles genéticos. Los habíamos pedido en relación con uno de esos muertos que suelen darnos, una muchacha que había aparecido descuartizada tres años atrás en una cuneta de una población turística de Alicante. Algún día, sostenía desafiante Chamorro, a todos los hombres nos obligarían a depositar nuestro perfil genético en un ordenador, para poder cruzarlo al instante con cualquier resto de semen encontrado en cualquier víctima o lugar de un crimen. Pero mientras la sociedad no adoptara tan juiciosa y útil providencia, nos veíamos forzados a buscar a tientas, a localizar a algún tipo que pudiera ser el propietario de la basurilla seminal y a conseguir que se le sacara el material biológico pertinente con mandato de un juez, si no acertábamos a hacerlo con astucia. Luego tocaba pedir al laboratorio que hiciera el cruce con la muestra original, procedimiento lento y costoso que la mayor parte de las veces, como había sucedido con aquellos análisis, resultaba negativo. Pero en fin, ése era nuestro negocio, y nuestra obligación, no desanimarnos aunque no se vislumbrara ninguna perspectiva.

—A tus órdenes, mi alférez —le dije a Gracia, que me respondió con un murmullo inaudible, quizá el mismo bisbiseo con que iba señalando ciertos números en el listado; y mirando a Chamorro, le anuncié, al tiempo que le tendía el periódico—: Página 19, nuevas razones para el exterminio de todos los individuos con cromosoma XY, salvo unos pocos seleccionados genéticamente y recluidos en granjas para usarlos solo como material reproductor.

Chamorro me buscó recelosa los ojos. Su cerebro, aunque ya bien despierto, procesaba aún mi rebuscado comentario. Y lo hizo bien, como de costumbre. Sin alterar el gesto, declaró:

—Nunca he propuesto que se haga eso. Bastaría con amputaros los brazos a todos al nacer. Y a algunos, otra cosa.

—Cada día estás más intuitiva, Virginia —observé—. Léelo, porque la cosa va de amputaciones, precisamente.

Chamorro dejó lo que estaba haciendo y, muy ceremoniosamente, cogió el periódico, buscó la página que le había indicado y leyó en silencio la noticia. Conocía su velocidad de lectura, por lo que deduje que se había quedado mirando la fotografía de la víctima un rato después de haber concluido con el texto.

—Sandra Navarro —dijo—. Treinta y cuatro años. Hace solo quince, creería en que viniera un chico bueno, fuerte y guapo a hacerla feliz. ¿En qué punto del camino se encontró con esto y se dio cuenta de que ese personaje no era de su cuento sino de otro?

—Chamorro, no seas melodramática. Ni la vida de Sandra ni la tuya ni la mía son un cuento. La vida es mugre, cosas a medias y gente que no sabe estar a la altura. Lo malo es cuando a alguien se le va la olla y decide rebasar el nivel de mugre habitual.

—Aquí lo dice —siguió Chamorro, como si no me hubiera oído—. Mira, llevaban seis años casados. ¿No se supone que es a los siete cuando se os pelan los cables y os volvéis bobos?

Me quedé un instante meditando. Chamorro conocía mi historia particular. No en detalle, porque de ciertos asuntos no hablo más de lo que me parece que es imprescindible hacerlo, pero sí lo suficiente como para que su pregunta pudiera tener segundas o terceras lecturas.

Sin embargo, hace muchos años que adopté como regla creer en principio en la buena fe de la gente, aun estando siempre preparado para descubrir que cualquier ser humano que me cruzo pueda carecer, eventual o permanentemente, de ese atributo. Y de mi compañera me constaba la bondad por muchos casos y razones que no es el momento de recordar.

—No sé, Virginia, yo siempre he sido bobo y mi matrimonio duró ocho años. Supongo que soy una de esas rebabas de la estadística que sirven para compensar otras rebabas para que al final salga el promedio. Así que sólo puedo hablar de oídas. En todo caso, si éste fuera un asunto que por la razón que fuera nos cayese en suerte, que ya me imagino que no, porque el tipo habrá confesado y para eso no necesitan a dos comemierdas como nosotros, no diría yo que tu actitud es la que se espera de una buena profesional. Estás reduciéndolo todo a una caricatura. Deberías tenerle a esa muerta el respeto de contemplar la posibilidad de que su vida haya acabado prematuramente por razones complejas.

A Chamorro se le endureció un poco el semblante. Pero quizá no era contra mí, sino contra sí misma. Por haberme puesto en disposición de afearle algo que sabía que a mí podía complacerme afearle y que a ella, en cambio, le reventaba que le imputaran. Con todo y estas reyertas dialécticas matinales, Chamorro y yo, al cabo de los años de patear caminos y calles, dormir poco y tratar con homicidas, nos habíamos cogido cariño. Aquello era una especie de gimnasia, como la de esa gente que justo después de despegarse del lecho, incomprensiblemente, se pone a hacer flexiones.

—En todo caso —rompí aquel tenso silencio—, tampoco tiene mucho sentido que le demos vueltas, porque esa nunca va a ser nuestra muerta, ya te digo. Aunque los colegas de Toledo tengan a más de la mitad de la unidad de vacaciones, que la tendrán, esta noche le están poniendo al cafre entre las manos al juez. Orden de prisión incondicional y a esperar al jurado dentro de un añito. Una valerosa abogada de oficio se fajará ante el tribunal, y la chica saldrá en la tele local unos días, para orgullo de su mami, porque sea cual sea la razón, a una madre siempre la enorgullece que su hija salga en la tele, pero no conseguirá nada más que un veredicto unánimemente condenatorio, y a otra cosa mariposa.

—¿Por qué abogada? —preguntó Chamorro, con cierto mosqueo.

—Ahora todo son abogadas. O juezas, o fiscalas. Para trabajar con leyes hay que saber leer textos largos, y la mayoría de los varones de las nuevas generaciones ya sólo sabe leer cosas cortas, como el nombre de Raúl en la parte posterior de la camiseta.

Siempre he sido un pésimo augur. Justo entonces entró el capitán y, sin pararse a darnos los buenos días, dijo:

—Vila, Chamorro. Venid a mi despacho. Os vais a Toledo.