CAPÍTULO 4

UN CAJERO AUTOMÁTICO

Le propuse a mi comandante desplazarnos hasta Almería para buscar a Raúl Castro e interrogarlo en persona. Con el Toyota Celica, y si lo localizábamos sin muchas dificultades, podíamos ir y venir en el día, aunque nos diéramos una paliza mediana. Alguna ventaja tenía que tener el conducir un coche de chulo de putas.

—En condiciones normales, te diría que sí —respondió mi superior—. Pero con la mitad de la unidad de vacaciones, prefiero que lo subcontratéis con nuestra gente de allí. No vaya a pasar algo imprevisto y nos quedemos en cuadro.

En otra vida, me gustaría ser capaz de comprender a los jefes. Un día les sobran efectivos para prestárselos al primero que se los pide y al día siguiente les faltan para lo indispensable.

Llamé a Almería, qué remedio. Hablé con el teniente López, de la unidad orgánica de policía judicial de la comandancia.

—El Ejido no es nuestro, sino de la pasma —me dijo—. Ha crecido mucho en los últimos tiempos. Pero bueno, nos arreglamos.

Y se arreglaron, efectivamente. Apenas dos horas después, me llamaron por teléfono.

—Vila, soy López. Tenemos al sujeto. Acojonadito vivo, dicho sea de paso. ¿Qué es lo que quieres que le hagamos confesar? Si te aprovechas, podemos cargarle cualquier muerto que tengáis podrido por ahí.

Tampoco era cuestión. Le di unas pistas para el interrogatorio.

Una hora más tarde, López volvió a llamar.

—Oye, un tipo majete, este muñeco tuyo —observó, ufano—. Y ya me extraña, porque tiene el historial suficiente para que se le hubiera retorcido el colmillo y nos hubiera enredado más. Eso sí, te tengo que anticipar que no se ha confesado autor de nada. Pero su cuento tiene cierta consistencia y puede interesarte.

El cuento de Raúl, en resumen, era como sigue. Conocía a Marcos Larrea desde hacía dos o tres años. Le había pasado coca alguna que otra vez, naturalmente en plan colega, y el otro se había ido aficionando al asunto. Luego a Larrea le había empezado a ir chungo en el negocio de los coches, y se había ido metiendo poco a poco en el tráfico, para tapar agujeros. Primero a pequeña escala, y después, a medida que le iban creciendo los problemas, en mayores cantidades. Había entrado en contacto con gente de Madrid, para comprar más mercancía. Por lo que Raúl Castro sabía, hacía un par de días había quedado con unos sudacas que vendían ya volúmenes importantes. Importadores, decían; material muy puro y de garantía total. Marcos le había ofrecido a Castro venir con él y ayudarle a colocar el género repartiendo las ganancias. Pero a Castro, según sus propias palabras, le daba yuyu ir a mayores. Pasar un poquito aquí y allá, cuando había necesidad, vale. Pero subir de nivel era también aumentar el peligro. Había conocido en la cárcel a alguna gente del escalón superior, y con ésos no tenía ninguna gana de jugarse los cuartos. Así que había preferido no acompañar a Larrea. Y eso que el otro le había insistido, y hasta le había llegado a dar todos los detalles de la cita. Había quedado con los sudacas en una pizzería de un pueblo de esos que hay alrededor de Madrid.

Recordaba perfectamente la cadena a la que pertenecía la pizzería y el nombre del pueblo, Getafe. Desde el día anterior por la mañana, tenía mal pálpito. Si todo hubiera salido bien, Larrea le habría llamado en seguida. Cuando había visto a los guardias llamando a su puerta, se había temido lo peor. Al contrario que Ángela Ramírez, no le extrañaba que fueran por él.

Sabía que en nuestros archivos constaba que había sido detenido una vez junto a Larrea. Y se maliciaba que si no cantaba todo lo que sabía, podía tener que comerse el marrón. Así que no tenía nada que añadir. Eso era todo lo que podía decirnos y si se le ocurría algo más que pudiera interesarnos nos llamaba inmediatamente y nos lo contaba, faltaría más.

—Y bien, ¿qué quieres que hagamos con él? —dijo López.

—¿Qué opina usted, mi teniente?

—Creo que es mejor soltarle y darle carrete, mientras comprobáis la película. Si se la ha inventado, lo veremos por su reacción.

—De acuerdo. Aunque no estará de más tenerlo controlado.

—Descuida.

Eran las doce y media. El día estaba cundiendo, y si nos dábamos prisa podíamos sacarle todavía más partido de allí a la hora de comer. En cuanto colgué el teléfono, le pregunté a Chamorro:

—Chamorro, ¿te gustan las pizzas?

—Pues no especialmente.

Le tiré las llaves del coche.

—Toma, conduces tú. Vamos a probar cómo las hacen en Getafe.

—Me explicarás por qué, me imagino.

—Mientras vamos para allá.

En julio, el tráfico de Madrid resulta más insufrible que en ninguna otra época del año. Desde que la mayoría de los coches tiene aire acondicionado, o desde que la renta de los madrileños se ha situado en cotas europeas, la gente le ha cogido una afición a sacar el coche en verano que llega a alcanzar tintes catastróficos. Si se le unen las obras habituales del ayuntamiento, tunelando aquí y allá, el panorama puede complicarse hasta la pesadilla.

Mientras padecíamos el atasco de salida de Santa María de la Cabeza, la calle que lleva hacia la carretera de Toledo y por tanto a Getafe, cortada por obras, Chamorro y yo hicimos una breve recapitulación de lo que habíamos obtenido hasta allí.

—Una historia bastante patética —opinó Chamorro.

—Las que nos tocan deben serlo, por definición —observé.

—Sí, pero unas más que otras. Si todo es como suponemos, me parece una forma realmente estúpida de morir.

—¿Y cuál es la forma inteligente de hacerlo?

—De viejo, digo yo.

—Sí, amargado por todo lo que ya no tienes, sorprendiendo de reojo el odio de tu nuera y el cansancio de tu hijo.

Chamorro frunció la nariz.

—Bueno, hay quien no tiene hijos.

—Tampoco mejora eso mucho las perspectivas. Menudo sueño: acabar en una residencia, jugando al parchís con viejos a los que ni habrías saludado, de tropezártelos veinte años antes.

Se rió. No hay nada como la risa de una chica, cuando sabe.

—Creo que tú harás un viejo más feliz que todo eso.

—Vaya, no sé si es un halago o es que crees que el Alzheimer me reducirá a una idiotez reconfortante.

—Es un halago. Bueno, más o menos.

Una de las cosas que he aprendido es que no deben pedirse aclaraciones a una mujer, cuando se expresa de manera imprecisa. Y menos si es la mujer con la que trabajas a diario.

Pasamos el atasco, recorrimos algo menos de diez kilómetros por la carretera de Toledo y llegamos a Getafe. Todo estaba en obras. Al parecer, construían una nueva línea de metro y una nueva carretera de circunvalación: el mundo, que seguía progresando, ajeno a la muerte de un pobre diablo llamado Marcos Larrea, con la que Chamorro y yo teníamos que bregar.

Solo había una pizzería de aquella cadena en Getafe. La encargada era una chica de unos treinta años, que levantaba apenas metro y medio del suelo pero parecía dotada de una enorme energía. Dirigía con mano de hierro a la partida de mozalbetes, algunos casi adolescentes, que trabajaban allí.

—Un hombre alto con unos sudamericanos —hizo memoria—. ¿Y dice que vinieron anteanoche?

—Sí.

—¿Cuántos sudamericanos? ¿Cómo eran?

—No podemos decirle.

—Verá, sudamericanos vienen muchos. Aquí hay bastante población inmigrante. Quizá más magrebíes, o polacos. Pero sudamericanos hay los suficientes como para que no llamen la atención. Esto no es un restaurante. Aquí la gente entra y sale rápido, a veces. Y solo vemos al que se acerca a pedir la comida.

La encargada tampoco reconoció la fotografía de Larrea. En fin, era frustrante, pero qué le íbamos a hacer. Como se nos había echado encima la hora de comer, pedimos un par de pizzas.

Mientras las masticábamos (no valían gran cosa, por cierto) vi que Chamorro se quedaba absorta en algo de la calle.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Mira ahí.

Me di la vuelta. Estábamos de suerte. Un cajero automático.