COMO UN PRIMO
—Es un truco que se ha puesto bastante de moda en los últimos tiempos —explicó Bermúdez, mientras se secaba el sudor de la frente—. Algún listillo se dio cuenta de que si se coge un ladrillo hueco como ése, se lo envuelve con papel un poco basto y se forra todo con cinta adhesiva, el resultado tiene más o menos el peso y la consistencia exterior de un paquete de droga.
—¿Y? —preguntó Chamorro.
—Y ya solo queda encontrar al capullo que se lo crea.
—Pero el engaño no puede durar mucho —dedujo mi ayudante—. En cuanto se abre el paquete, da la cantada.
Bermúdez sonrió.
—Ahí está el quid. En no dejar que la víctima lo abra. Unas veces, se aprovecha la confianza que se ha creado antes. Otras, el ladrillo solo sirve para hacerle enseñar el dinero al cliente. Y en cuanto el timador tiene la pasta en las manos, el incauto está listo.
—¿Crees que eso es lo que ha pasado aquí? —pregunté.
—Me encaja. El amigo Larrea viene de Almería a hacer una compra. Exige ver la mercancía. Le sacan el ladrillo forrado. Se fía de los proveedores, o no se atreve a abrirlo porque es un pardillo y no está muy acostumbrado a hacer esta clase de transacciones. Trae el dinero y entonces firma su sentencia de muerte. Pum. No será la primera vez que haya pasado algo similar.
Siempre es una gran ayuda, poder echar mano de un tipo con experiencia como Bermúdez. En el trabajo policial, como en la vida, sirve mucho más lo que has visto que lo que eres capaz de ver. Ya que estaba allí, traté de sacarle el máximo partido posible.
—¿Y quiénes crees que lo pudieron hacer?
Bermúdez se rascó la mejilla. Tenía barba atrasada.
—Gente violenta, sin ningún respeto por la vida —dedujo—. Hace falta ser así, para redondear un engaño con un balazo. No engañan para ahorrarse hacer daño, sino para rematar la faena con la máxima ventaja. Y una vez hecho, fuera testigos. Lo más probable es que vengan de un país donde la vida no vale mucho. Ya sabes cuáles son ésos, y que ahora no nos faltan visitantes.
Sabía, y me fastidiaba. Suele ser mejor que el homicidio lo cometa alguien integrado en la sociedad, a quien siempre se puede llegar a través de diversos caminos, desde el contrato de la luz hasta el recibo de la contribución o el impuesto de circulación de su coche. Tener que buscar entre extranjeros sin papeles es siempre una dificultad añadida, aunque haya formas de solventarla.
—Ciérrame un poco el abanico —le pedí a Bermúdez—. ¿De qué país te parece a ti que pueden ser?
—Bueno, por los modos, y pensando en que iban por ahí de mayoristas de cocaína —razonó Bermúdez—, lo más probable es que sean sudacas. Colombianos, venezolanos, bolivianos… pero no puedes descartar que sean turcos, o búlgaros, o vete a saber.
—O españoles —intervino Chamorro.
Bermúdez asintió.
—Claro. Tarados y cabrones nacen en todas partes. Pero los de aquí no suelen matar si pueden ahorrárselo. Saben que estamos nosotros, y que cuando hay un muerto nos lo curramos. En Bogotá o en Caracas los entierran y se olvidan. Suponiendo que no ande metida la propia policía, que también sucede. Esto no lo digo yo —alzó las manos, como disculpándose—. Es lo que me cuentan los angelitos que me dan de comer todos los días.
Nos hicimos cargo del ladrillo y le dimos las gracias a Bermúdez. Prometió estar a nuestra disposición para todo lo que necesitáramos y hacernos saber cualquier cosa que llegara a su conocimiento y pudiera ayudarnos en nuestra investigación.
Por la tarde nos personamos en el anatómico forense. Teníamos dos razones para ello. La primera, el resultado de la autopsia, no se apartó mucho de lo previsto. Marcos Larrea había muerto por una herida de bala con orificio de entrada en la región occipital. El proyectil, que había quedado alojado en el cráneo, era de calibre 38. En su sangre se habían encontrado restos de cocaína.
La segunda razón apareció a eso de las ocho. Venía cansada, tras el viaje de seiscientos kilómetros, aunque el Audi A6 que tripulaba dispusiera de argumentos para atenuar la fatiga conductora. La mujer de Marcos Larrea encajaba con él. Muy bronceada, con escote generoso y pantalones ceñidos. Debía de haber sido atractiva, en una región imprecisa entre los dieciocho y los treinta y tantos años. Ahora empezaba a estar un poco pasada.
—¿Señora Ramírez? —la abordé.
—Sí —repuso, desconcertada.
—Soy el sargento Bevilacqua, de la Guardia Civil. O el sargento Vila, si se le hace más fácil. Me ocupo del caso.
—Ah, mucho gusto.
Me tendió la mano. La tenía algo sudorosa.
—Tendrá que identificar el cadáver. ¿Se encuentra con ánimo?
—Qué remedio.
Ángela Ramírez se comportó en la identificación como se habría comportado cualquier otra persona con un dominio normal de sus emociones. Se esforzó por permanecer entera, se llevó la mano a la boca cuando vio el rostro sin vida de su marido y, al cabo de unos segundos, se derrumbó. Chamorro la sostuvo y la sacamos al pasillo. Dejamos que se calmara antes de interrogarla.
Lo que nos contó entonces sirvió para ampliar y precisar lo que le había dicho a Chamorro durante la conversación telefónica. Su marido tenía aquel negocio de compraventa de coches desde hacía siete años. Les había dado mucho dinero, pero en los últimos tiempos empezaba a flojear. Había aumentado la competencia, y en El Ejido la gente andaba lo bastante sobrada como para preferir coches nuevos, que dejaban menos margen. Usó esa concreta expresión, menos margen, lo que demostraba que no era ajena a las interioridades del negocio de su marido. Tampoco parecía una persona demasiado instruida. Supuse que era una de esas que desarrollan una astucia natural cuando se trata de dinero.
De los problemas de su marido con la justicia sabía, claro. Había tenido que contratar al abogado e ir a sacarle las dos veces. Pero Marcos no era un camello, afirmó, solo se había habituado a consumir en la época de bonanza, para relajar la tensión, y al complicarse las cosas había empezado a tomar más para ahuyentar las preocupaciones. Ya debíamos de saber cómo iba eso.
Lo sabíamos, naturalmente. En este punto, me pareció demasiado preparada. Intenté apartarla un poco del guión:
—Y usted, ¿consume también?
Me miró un par de segundos, dudando.
—Alguna vez —titubeó—, bueno, una raya que otra, sí, pero… No, no estoy enganchada, como estaba él.
—Tenemos razones para pensar que su marido no solo estaba enganchado —dije entonces—. Traficaba. Y había venido a Madrid a comprar género. Una buena cantidad.
Ángela Larrea se quedó sin habla.
—Yo —repuso, a duras penas—, yo no quise saber… Las cosas no iban bien, había un par de trampas, y Marcos… En fin, qué quiere que le diga, no puedo discutirle eso. Puede que sí, que…
—¿Y no sabe usted a quién le compraba, habitualmente? —preguntó Chamorro—. ¿A quién vino a comprarle esta vez?
—No, yo de eso no sé nada, se lo juro. No quería saber.
—Y a un tal Raúl Castro, ¿le conoce?
Ángela Ramírez abrió unos ojos como platos. ¿Cómo habíamos avanzado tanto en tan poco tiempo? Su mente se aceleró.
—Sí, a ese Raúl lo conozco, sí —decidió sincerarse—. Ha venido por casa alguna vez. Siempre le dije a Marcos que se mantuviera alejado de gente así. ¿Tiene algo que ver con esto?
—Es pronto para saberlo —dije—. ¿Tiene idea de por dónde anda?
—Pues por El Ejido, supongo. Hace poco salió de la cárcel.
Parecía claro por dónde seguía nuestro camino. No había que exprimir mucho más a la viuda, de momento. Le pedimos que estuviera a tiro de teléfono y le ofrecimos nuestras condolencias.
Antes de separarnos, Ángela Ramírez nos preguntó:
—¿Cómo lo mataron? ¿Por qué?
Le expusimos lo que por el momento era nuestra hipótesis, sin entrar en demasiado detalle ni hurtarle lo esencial.
—Ya veo —dijo, meneando la cabeza—. Siempre quiso creerse más listo que los demás. Y al final, ha muerto como un primo.