CORRÍA una brisa fresca y delicada mientras el sol iba cayendo detrás del horizonte, rodeado por pinceladas rojo-anaranjadas y por bandadas de pájaros que se perseguían en el cielo de Barcelona.
Un muchacho de dos metros de altura pasó como una exhalación sobre patines frente a Alex y Jenny, que cruzaban del paseo marítimo hacia el muelle.
—Menos mal que nos han dejado viajar. Será un fin de semana fantástico —dijo Jenny, con los ojos centelleantes y cogida de la mano de Alex.
—Y esta vez no me he inventado excusas, simplemente he pedido permiso. Aún no puedo creérmelo.
La muchacha sonrió y bajó la mirada. Luego levantó los ojos y miró alrededor. El muelle estaba flanqueado por escolleras y sobre la derecha partía una franja de arena que iba desde la zona de la Villa Olímpica. Donde se encontraban ellos, hasta el puerto. Jenny ya había visto aquellos lugares durante la excursión escolar. Los recordaba bien.
—¿Sabes?, a veces me parece haberlo soñado todo —dijo.
—Sí…
—Ya no siento tu voz en la cabeza. Y hago las mismas cosas que hacía antes.
Alex asintió.
—¿En este mes te ha ocurrido lo de… viajar? Saltos en otras dimensiones, vidas alternativas…
—No. ¿Y a ti?
Alex sacudió la cabeza, con la frente arrugada y el aire de quien continúa haciéndose preguntas.
—Si ha sido un sueño, ¿cómo es posible que hayamos tenido el mismo sueño? —quiso saber mientras se detenía a contemplar el último rayo de sol que desaparecía tras el horizonte.
Jenny lo cogió de la mano y se volvió, sin responder. Recorrieron el muelle hacia el paseo marítimo. Cuando llegaron a él, se sentaron en un banco y permanecieron en silencio durante un par de minutos mientras el aire de la ciudad se hacía poco a poco más punzante.
—Mira —continuó él—, en estos días he reflexionado mucho. Si toda la historia del asteroide fuera verdad, ¿cómo explicarías que la realidad en que nos hemos reencontrado sea exactamente idéntica a aquella de la que procedíamos?
—Sí. Yo voy al instituto cada mañana, el sábado tengo el curso de natación con los mismos compañeros, mis padres están bien y el mobiliario de la casa no ha cambiado.
—Lo mismo ocurre en Milán. En este mes no he notado un solo detalle fuera de lugar. Si nos hemos salvado del fin del mundo y hemos terminado en un universo paralelo donde el asteroide no se ha estrellado, ¿cómo es posible que nuestra vida no sea nada distinta?
Jenny permaneció mirando un punto lejano, mientras Alex insistía:
—No tiene sentido… no tiene… ¿Jenny? ¿Me escuchas?
—Sí… Sí, claro. Perdona, he tenido una especie de déjá vu, pero… no. Nada.
—¿Qué pasa?
—Pero no, no es posible.
—¿Qué?
—Allá. Me ha parecido ver a una compañera de clase dando una moneda a aquel artista urbano. ¿Lo ves?
Jenny le señaló el sitio. Alex miró más allá de una fila de niños que seguía a una maestra. Un joven negro estaba modelando una especie de anfiteatro de arena apenas más allá del murete que separaba la playa del paseo.
—Lo veo.
—Bien, quizá me equivoque. O tal vez sea una especie de déjá vu, porque cuando vine aquí de excursión, una amiga mía dio un euro a un muchacho como ese… Anda, olvidémonos del asunto y disfrutemos.
Alex escuchó a Jenny con interés y luego pareció reflexionar sobre un detalle.
—¿Sabes? Esto del déjá vu me ocurrió también a mí cuando me «desperté» en el gimnasio. Entre las cosas, cuando volvía a abrir los ojos estaba en el suelo, frente a la canasta, antes de un tiro libre. Exactamente donde me encontraba cuando tú me dijiste que vivías en Melbourne. Al principio de todo aquel… sueño.
—Oye, Alex.
—Dime.
—Dejemos de hablar de ellos. Que haya sido una pesadilla o una realidad da igual. Estamos aquí, juntos. ¡El mundo no se ha terminado, el cielo es espléndido y si ese cartel no miento hoy en el Casino pueden entrar también los menores!
Alex sonrió y se levantó.
—Tienes razón. ¡Vamos a pasárnoslo bien!
Jenny cogió la mano de él y se dejó alzar, luego lo abrazó y sus labios se rozaron delicadamente. Podían saborear cada instante sin el temor de que fuera el último… Tenían todo el tiempo del mundo, ningún asteroide incandescente estaba abalanzándose sobre sus cabezas.
Caminaron de la mano en dirección al Casino, llenos de vida y curiosidad.
—Cuando viniste de excursión, ¿te llevaron? —preguntó Alex mientras cruzaban la calle.
—¿Dónde?
—Al Casino.
Jenny sonrió.
—¡Sí, cómo no! Conociendo a mis compañeros, habrían intentado forzar las tragaperras. No nos lo dejaron ver ni de lejos.
—¿Es aquel? —preguntó Alex mientras se acercaban a otro cruce.
—Creo que sí. Con mis amigos aquel día llegamos solo hasta aquí, pero si no me equivoco está muy cerca, basta girar a la izquierda, allá.
Alex apretó más la mano de Jenny mientras se aproximaban al final de la calle, sobre el lado opuesto al paseo marítimo. Ella reía, soñadora y despreocupada. Él no conseguía dejar de mirarla a los ojos. Luego, ambos doblaron por la bocacalle.
Y se encontraron delante de un vacío.
—¿Qué… qué diablos…? —balbuceó Jenny. Frente a ella solo había un espacio en blanco. Como un gigantesco muro sobre el que la mirada se perdía, sin ninguna perspectiva. Era un puro vacío, pero más espantoso que el vacío. Era como si aquella parte del mundo hubiera sido borrada, engullida por una densa niebla blanca.
Jenny trató de dar un paso, pero las piernas le pesaban como rocas. La respiración se volvió afanosa, mientras delante de sus ojos la realidad se convertía en un telón ciego. Cerró y abrió los ojos varias veces, pero nada cambió.
Junto a ella, Alex notó también la ausencia de sonidos. Dio un paso atrás, hipnotizado por aquella nada. Una sensación nunca experimentada. No sabía por dónde estaba caminando y había perdido cualquier referencia, a excepción de dos básicas e inexplicables certezas: de un lado, el paseo marítimo, con el muelle que se perdía entre las olas, seguía estando allí; del otro, solo había la nada.
—Vámonos de aquí —susurró Jenny, con una mirada implorante e incrédula.
Retrocedieron y volvieron al paseo marítimo a paso lento, sin hablar. Ambos lo estaban reviviendo todo.
Aquellos treinta días.
El camino de casa a la escuela.
El camino de casa a la piscina.
El gimnasio, el entrenador.
Los padres.
El dormitorio.
Todo exactamente como lo recordaban antes de que el asteroide aniquilara la civilización.
Jenny miró a Alex mientras con la mano derecha lo cogía del brazo.
—Lo que he visto antes, Alex… no era un déjá vu. Era la misma escena. Mi amiga dando la moneda al muchacho. Exactamente como durante aquella excursión.
—La misma escena… —repitió él con tono monocorde, y volvió a ver en rápida secuencia la notita dejada por su madre sobre el mueble al regreso del partido de baloncesto, los adornos navideños en las calles de Milán, su mochila, su diario.
—¡Por Dios, no puede ser! —gimió Jenny cogiéndose la cara. Entonces se volvió y corrió hacia la nada, cruzando la calle sin mirar a los lados.
Alex la vio desaparecer detrás de la esquina y la oyó gritar a voz en cuello. Fue hacia allí, casi aterrorizado ante la idea de encontrarse de nuevo ante aquella incomprensible visión.
Jenny reapareció delante de sus ojos, con el rostro pálido y los labios formando una sonrisa histérica.
—Es absurdo —dijo.
—Si nos hemos salvado del fin del mundo y hemos terminado en un universo paralelo donde el asteroide no se ha estrellado, ¿cómo es posible que nuestra vida no sea nada distinta?
La pregunta que Alex había planteado giraba como un torbellino que pasaba de su cabeza a la de Jenny. Poco a poco se añadieron otras frases, como para formar un remolino en el que cada recuerdo se mezclaba y saltaba, enloquecido.
—Nuestra mente es la clave.
Jenny alargó una mano hacia Alex y cerró los ojos.
—Esta es Memoria —dijo una voz detrás de ellos.
Cuando se volvieron, el banquito del vidente malayo estaba allí, en el paseo marítimo de Barcelona. El pelo gris desgreñado y alborotado por el viento, la ropa sucia, las piernas debajo de la mesita y las cartas en las manos.
Los muchachos se quedaron perplejos, sin poder abrir la boca, mientras la sonrisa del cartomántico se convertía en una mueca socarrona.
—Solo veis lo que recordáis. Este es el después.
Jenny trató de liberarse de la confusión y el pánico para reflexionar sobre esas palabras. «Yo he estado aquí de excursión, pero no había visto la calle del Casino. Pero recordaba exactamente el aeropuerto, el camino hasta aquí, el paseo marítimo y el muelle…».
—Pensadlo. En estos últimos treinta días habéis vivido en la única realidad que conocéis. Las mismas calles, la casa, la piscina, el instituto, el gimnasio. Esta es Memoria.
—¡Joder! ¿Quién es usted? —espetó Alex—. ¿Dónde demonios estamos? ¿Qué ha sucedido?
El vidente le clavó una mirada decidida y penetrante.
—Yo solo soy un mensaje. Cuando eras pequeño te mostré cómo sería el futuro. Y tú lo dibujabas todo. Pero no puedes acordarte de mí. También Thomas Becker es solo un mensaje. El mundo, como vosotros lo conocíais, ha sido destruido. Lo que veis no es más que el eco del apocalipsis, el único fragmento restante después de la destrucción. El único sitio en que podéis vivir.
—Pero yo nunca he estado aquí, no conocía esta ciudad —objetó Alex.
—No era necesario. Tus recuerdos y los de la chica están entrelazados desde siempre. Son los únicos mapas con que podéis moveros.
Alex cerró los ojos. Volvió a ver como en cámara lenta el salto al vacío durante el estallido del asteroide. Había caído de verdad, pues. En todos los rincones del Multiverso.
No se trataba de una pesadilla.
Era mucho peor.
—Perfecto. ¿Y ahora? —intervino Jenny, sarcástica, mientras un repentino viento levantaba del suelo las octavillas rojas y azules que revoloteaban por doquier—. ¿Estaremos prisioneros aquí para el resto de la eternidad?
El vidente dejó caer las cartas sobre la mesita, luego giró la mano derecha mostrando la palma y extendió el brazo con la elegancia de un actor teatral, como para señalar la realidad circundante.
En la playa estaban los compañeros de clase de Jenny jugando a la pelota.
Al fondo del paseo, Valeria y Giorgio Loria, de la mano, charlaban sentados en un banco.
Del otro lado de la calle, Roger y Clara Graver paseaban en dirección al puerto.
De golpe, cada persona presente en su campo visual se transformó en un fragmento de vida pasada. El recepcionista negro del St. James. El niño en el tren a Cadorna. El viejo que comía, solitario, y recordaba dónde vivían los Graver. Mary Thompson. El taxista de Altona. El policía que en Milán había ordenado a Jenny que volviera a casa durante el toque de queda. Giovanni, con su fusil, y la familia que había alojado a los muchachos la noche antes del fin del mundo.
Estaban todos allí. Eran la única realidad posible. Eran Memoria.
El vidente desapareció, dejando a los dos muchachos perdidos en un laberinto de preguntas.
La vieron aparecer por un extremo de la calle.
Se acercaba lentamente, tomando forma poco a poco entre los colores violáceos del ocaso barcelonés, mientras todo a su alrededor era una danza de octavillas al viento y de personajes del pasado que se cruzaban en el paseo marítimo.
Alex abrió desorbitadamente los ojos cuando la enfocó y sacudió ligeramente la cabeza, como si no diera crédito a sus ojos. Jenny le cogió la mano y respiró hondo.
Cuando la silla de ruedas se detuvo frente a ellos, vieron la mirada limpia y radiante de Marco, que sonreía enigmáticamente. Las pocas palabras que dijo tuvieron sobre Alex y Jenny el mismo efecto que una chispa a punto de hacer explotar todo el mecanismo. De un pasaje secreto hacia una inexplicable vía de escape. De una consigna con la que abrir de nuevo las cancelas del Multiverso.
—Ánimo, chicos. Salgamos de esta jaula.