ALEX echó un vistazo más allá del puente y comprendió que ya no había tiempo. En el cielo, la estela incandescente parecía anunciar el inminente fin de todo. Última ficha, última apuesta, damas y caballeros.
Fue un instante. Los ojos de Alex se cerraron y las palabras del vidente malayo empezaron a remolinear en su cabeza.
«Te veo dar un gran salto… un gran salto en una laguna negra».
Y a continuación un flash que lo devolvió a la tarde anterior, cuando había visto el símbolo en el casco del padre de familia que los había alojado.
«Aquel símbolo… estaba en la carta del vidente. Me lo había mostrado. Era mi futuro».
—¡Sígueme, Jenny! ¡Debemos ir a la excavación!
Alex la cogió de la mano y echaron a correr más allá del puente, a lo largo de la carretera nacional, mientras las extensiones de tierra aledañas eran presa de las llamas: De vez en cuando, se cruzaban con coches incendiados y grupos de personas que huían a la deriva. La tempestad arreciaba levantando más y más polvo. Curiosamente, en aquel temporal no había lluvia, solo detritos. Millones de pequeños fragmentos que saltaban por doquier, como el avance de los peones que preparan la llegada de la reina. Y la reina estaba a punto de hacer su último movimiento, el jaque mate definitivo.
Alex y Jenny corrieron en medio de aquel tornado de astillas enloquecidas, con el brazo sobre la frente para protegerse los ojos. Él conocía la zona de su dimensión originaria: las obras del nuevo centro comercial estaban a pocos centenares de metros, lo recordaba muy bien, había pasado a menudo por allí con su padre. Era uno de aquellos aspectos que tanto su realidad como la de Jenny tenían en común. En ambos mundos, en el mismo lugar estaba a punto de surgir un nuevo centro comercial repleto de tiendas de todo tipo.
Continuaron a toda velocidad, sin detenerse, y pasaron por un pequeño supermercado de la cadena Ben’s Corner con el escaparate roto. Ambos recordaron el relato del su último anfitrión y comprendieron que su última cena en aquella vida había sido fruto de un saqueo en aquella tienda.
Cuando divisaron a lo lejos las primeras excavadoras amarillas con la inscripción WHITEWORKER, cerca de una grúa, Alex corrió aún más rápido. Jenny mantuvo el paso, jadeante, con el corazón en la garganta y el pelo agitándose al viento y llenándose de detritos y polvo.
—Ya estamos —dijo el muchacho, aflojando la marcha en las inmediaciones de unas cabinas azules con la indicación ASEO MÓVIL—. El vidente sabía dónde nos encontraríamos hoy. Es increíble…
—¿Por qué estamos aquí, Alex? —preguntó Jenny después de salvar unas vallas en la gigantesca excavación para el centro comercial: una cavidad de al menos cien metros de ancho, doscientos de largo y unos cincuenta de profundidad. El muro de fuego que avanzaba desde la campiña se estaba acercando rápidamente al cráter.
—Porque está escrito —respondió Alex mirando el vacío.
«Te veo dar un gran salto… un gran salto en una laguna negra», la voz del vidente seguía resonando en su cráneo. También Jenny podía oírla.
—Todo lo que hemos hecho nos ha conducido hasta aquí. Debía conducirnos hasta aquí.
—Tengo miedo, Alex —pensó la muchacha.
En ese momento la mirada de ambos fue atraída hacia el cielo: la franja encendida que el asteroide estaba trazando sobre sus cabezas sufrió una brusca desviación hacia abajo. No hicieron falta más que un par de segundos: la estela amarilla y roja que acababa de desgarrar la atmósfera se ensanchó rápidamente hasta detrás de las montañas de la provincia de Bérgamo, que se recortaban en el horizonte. Si antes se habían oído ruidos capaces de cubrir cualquier otro sonido, este fue mucho más fuerte. El choque fue espantoso y sacudió el suelo igual que si alguien, en el espacio, estuviera agitando el planeta como a una bola de cristal de Navidad para mover la nieve artificial en su interior. Una inmensa nube de humo se levantó por detrás de las montañas y comenzó a cubrir el cielo, mientras los dos muchachos observaban la escena, atónitos, estrechamente abrazados y temblando de miedo.
—¡Ya no tenemos tiempo! —gritó Alex mirando a Jenny a los ojos. La furia del viento parecía el poderoso soplo de un gigante invisible que desde la campiña lanzara llamas hacia ellos.
—Es el fin —susurró la muchacha apretando entre las manos el Triskell y perdiéndose en los ojos de Alex.
—Te amo, Jenny. —Alex tenía los ojos brillantes y temblaba de miedo.
—Y yo a ti. Desde siempre… —Se apretó contra el pecho de él y los labios se unieron en un último beso. Un instante fuera del tiempo, una promesa de unión eterna. Se besaron como la primera vez, como si estuvieran en el muelle de Altona, silencioso y mágico, solos, con las olas del mar como telón de fondo. Pero no había ninguna constelación de Orión que velara sobre ellos.
Volvieron a abrir los ojos de golpe.
—¡Nos quemaremos, Jenny! Debemos saltar —dijo Alex mientras superaban la valla que rodeaba el cráter. Ella apretó con más fuerza su mano, no la habría soltado por nada del mundo.
—Uno…
Una oleada de calor los envolvió repentinamente, como si el asteroide hubiera abierto una herida en la atmósfera terrestre, que ya no conseguiría resistirse a su potencia.
—Dos…
Alex y Jenny observaron el abismo frente a ellos, mientras en el cielo saltaban decenas de bolas de fuego, a semejanza de un abominable espectáculo de fuegos artificiales. Se habían separado del asteroide en el momento del impacto con la atmósfera y ahora caían por doquier a toda velocidad: centenares de bombas atómicas, que arrasarían el continente. La más increíble manifestación que la naturaleza hubiera nunca ofrecido a los ojos del hombre. La última demostración de fuerza del cosmos para reafirmar la aplastante superioridad de las leyes del universo sobre la pequeñez de la raza humana.
Alex gritó:
—¡Tres!
La mano de Jenny se convirtió en una sola con la suya.
Una breve carrerilla y saltaron al vacío, pocos segundos antes de que una descarga de proyectiles de roca incandescente lo devastase todo alrededor de ellos, escribiendo la palabra «fin» en la historia de la civilización.
Mientras se precipitaban, las imágenes y los recuerdos más intensos de su vida se proyectaron en sus cabezas:
Roger Graver, contando a la pequeña Jenny la historia de las constelaciones, personificando con gestos y voces graciosas a los dioses del Olimpo.
Marco, con una ancha sonrisa en el rostro, empuñando mandos de diversos colores, mientras interrogaba a Alex sobre las funciones de cada uno.
Clara, preparando sus deliciosas tisanas cuando Jenny tenía dolor de estómago, acariciándola y haciéndola reír cada vez que le rozaba el ombligo.
Giorgio y Valeria Loria, en primera fila durante el ensayo del teatro escolar, cuando Alex había interpretado el papel de D’Artagnan cosechando el aplauso de todos los padres.
Luego, en un instante, todo se volvió negro.