ALEX se incorporó jadeando, las piernas aún bajo la manta, el pecho desnudo y las manos adormecidas.
Frente a él, el armario. Sobre la izquierda, la silla sobre la que la primera noche había apoyado los vaqueros y el jersey. Todo estaba aún envuelto en la oscuridad, atravesada por débiles rayos de luz provenientes de las rendijas de la persiana.
—¡Jenny! —llamó mientras se volvía.
La muchacha, acostada junto a él en la cama en que habían hecho el amor, tenía los ojos desencajados. Se incorporó lentamente y lo miró fijamente.
—Ya ves que no era un sueño —dijo él, al tiempo que sus pensamientos se encontraban.
—He visto las mismas cosas. ¿Adónde nos dirigimos?
—Es la única respuesta que nos ha dado.
—Era la única que buscábamos.
—Rápido, larguémonos de aquí.
Se vistieron a toda prisa, las ropas ya se habían secado. Abrieron la puerta y bajaron presurosos la escalera. El piso de abajo parecía desierto. La casa estaba silenciosa y en la calle tampoco se oían los gritos y disparos de la noche anterior. Nadie en los dormitorios, nadie en el baño.
«El salón», pensó Alex, y corrió hacia donde habían estado la noche anterior.
Cuando entró, la anciana seguía sentada en la mecedora como si no pasara nada. Lo miró con una sonrisa enigmática. Luego movió la cabeza lentamente de arriba abajo. Parecía serena, tenía la mirada de quien ha entendido que el final ha llegado.
Alex volvió al recibidor, cogió a Jenny por un brazo y abrió la puerta de la calle.
Estaban todos fuera. Todos los habitantes de la calle. Petrificados. Con la mirada vuelta hacia el cielo.
—Esto es real —dijo Alex cuando levantó los ojos.
El mismo cielo que Marco podía ver en su dimensión originaria. El mismo cielo que cualquiera, en cualquier rincón del infinito Multiverso, estaba observando en aquel preciso instante. Un ovillo de nubes arrastradas por el viento, un enredo de vapores que se enfrentaban en el cielo y se mezclaban con los colores vivos de un ocaso imposible, mientras el asteroide estaba allí, en el centro de aquel confuso fresco, con su aspecto majestuoso y potente, y una larga estela encendida que se perdía en el espacio.
Jenny observó la calle mientras empezaba a elevarse una violenta tempestad de polvo. Las familias del barrio estaban allí, todas abrazadas y cogidas de la mano. Ancianos, hombres, mujeres y niños. Nadie huía, nadie era presa del insensato pánico que asolaba el centro de la ciudad. No habría servido para nada.
—¿Qué hacemos? —Alex se volvió hacia Jenny, asustado, mientras un indefinido y lejano rumor se acercaba cada vez más, rompiendo el irreal silencio.
—No lo sé… ¿Qué sucede allá?
Desde el fondo de la calle una muchedumbre se estaba aproximando a la carrera, envuelta por remolinos de polvo y detritos. Los gritos se dispersaban en el aire. Venían del centro, eran muchos y estaban cada vez más cerca.
—¡Jenny, apartémonos o nos arrollarán! —exclamó Alex, dándose la vuelta para emprender la huida de aquella caótica multitud que se abalanzaba presa del pánico.
—¡Por ahí! —señaló la muchacha, y echó a correr.
En cuanto empezaron a correr, un ruido de proporciones extraordinarias inundó la zona, sacudiendo la tierra y haciendo temblar cada casa o construcción en torno a ellos. Era como un trueno que parecía señalar con la gravedad de un tambor de orquesta el inicio del espectáculo. El viento se hizo más fuerte, mientras el polvo danzaba y rodaba como impulsado por un tornado. Las personas se miraron aterrorizadas y echaron a correr en la misma dirección que los muchachos, perseguidos por la masa humana proveniente de la ciudad que se acercaba como una ola, arrollándolo todo.
Ya no había ninguna regla. Ningún toque de queda, ningún plan de evacuación. Solo había el mundo presa del delirio.
Alex y Jenny corrían al límite de sus fuerzas. Cada tanto se volvían para echar un vistazo a la muchedumbre detrás de ellos. Alguien caía y era pisoteado por la multitud, algún que otro anciano era atropellado o se rezagaba. Todos gritaban, pero los alaridos se perdían en el fragor reinante, un ruido sordo y terrorífico como el de la tierra resquebrajándose.
En pocos minutos Alex y Jenny se encontraron en campo abierto.
—¡Mira… mira Milán! —gritó Alex mirando más allá de un paso elevado de la carretera. Un manto de humo negro se cernía sobre la ciudad, engulléndola.
—¡Dios mío, está cada vez más cerca! ¿Qué hacemos? —preguntó Jenny observando la estela del asteroide en el cielo.
Alex se detuvo un momento, jadeante. En su interior veía los ojos astutos y ávidos de conocimiento de su mejor amigo atrapado bajo aquel humo, aprisionado en una casa que poco después saltaría por los aires junto con el resto de la manzana.
«Marco, amigo mío», pensó Alex y cerró los ojos por un instante, tratando de no pensar en el horroroso fin que tendría la única persona que había creído de veras en él.
Otra sacudida de la tierra bajo sus pies fue acompañada por un ruido más pavoroso que el anterior.
—¡Allá! —gritó Jenny señalando con un brazo hacia una estación de servicio en un lado de la carretera. Su voz no llegó hasta Alex, ahogada por el fragor sordo que colapsaba sus oídos. Alex solo consiguió ver el movimiento de los labios de Jenny y seguir la dirección de su dedo. Acto seguido echó a correr tras ella.
En pocos segundos estuvieron detrás del funcional edificio. Lo rodearon hasta la puerta del autoservicio, mientras el cielo comenzaba a descargar un granizo enloquecido que hendía el manto de humo y polvo encima de sus cabezas. La lluvia de granizo era acompañada por fogonazos luminosos, como si alguien desde el espacio estuviera inmortalizando con un enorme flash aquel cataclismo irreversible.
En cuanto Alex cerró la puerta a sus espaldas, se encontraron con que allí dentro había media docena de personas inmóviles delante de las ventanas, mirando hacia el cielo como hipnotizadas. Otros, sobre todo mujeres y ancianos, permanecían tumbados en el suelo, acurrucados detrás de la barra o cerca de los estantes, tapándose las orejas con las manos para defenderse de aquella colosal y ensordecedora explosión de decibelios.
Por el hilo musical que emitían cuatro altavoces colgados en las paredes sonaba Moon River, pero la voz de Frank Sinatra apenas si conseguía emerger, ahogada por el rugido de la tempestad de granizo que arreciaba más allá de las ventanas.
—Que Dios nos acoja en su gloria… —suplicó una mujer aferrando el borde del jersey de Alex y mirándolo con expresión desencajada. Sus palabras fueron casi inaudibles porque las ventanas del autoservicio temblaban, a punto de estallar en mil pedazos.
Alex se volvió hacia Jenny con ansiedad y ella lo atrajo hacia sí por un brazo. Lo miró intensamente.
—No quiero morir aquí dentro. ¡Encontraremos ese maldito sitio!
Alex respiró hondo, asintió y a continuación salieron nuevamente fuera.
Corrieron por la carretera de circunvalación, alejándose de Milán y, sobre todo, del furioso viento. Las piernas les pesaban e iban a contracorriente de la fuerza de la tempestad, que les empujaba el pecho.
Se detuvieron bajo un puente, en una zona aparentemente desierta.
—No puedo más… —jadeó Alex apoyando las manos en las rodillas, encorvado. Su rostro estaba cubierto de polvo, un polvo de detritos que ya había sustituido al aire, dificultando incluso la respiración.
Jenny se acercó a él.
—Becker ha dicho que la única esperanza de salvación es Memoria —dijo—. Pero ¿cómo llegamos a ella?
—Si solo nos hubiera dicho qué demonios es… ¡Dentro de poco arderemos todos!
Alex miró más allá del puente. Parecían estar exactamente en el centro de un tornado. Resplandores y truenos se sucedían sin pausa, reverberando bajo la estructura en que se habían refugiado.
—Marco está allá. En medio de ese humo. No se salvará.
—Tampoco nosotros si no encontramos enseguida ese sitio.