35

«¿POR qué estas personas deben morir?», pensaba Alex mientras se acaba el té.

Agnese revolvió en la bolsa que había traído su marido y sacó un surtido bastante completo: botes de salsa, verduras en lata, pan de molde, patatas fritas, bandejas de embutidos, zumos de fruta…

Luego puso la masa con gran ceremonia, para que los niños no sospecharan la gravedad de la situación y de paso ofrecer a los jóvenes huéspedes una comida decente, aunque preparada con víveres de emergencia.

—No es justo que todo acabe así.

Jenny oía el pensamiento de Alex y compartía sus razonamientos. Comió con esfuerzo, pues tenía un nudo en el estómago. La tensión no le daba tregua. Cogió unas rebanadas de pan y les untó un paté de atún. Cada bocado tragado parecía frenarse en la boca del estómago y negarse a seguir bajando.

Después de la cena, Giovanni y Agnese prepararon café. Como si no pasara nada, a pesar de los agoreros comentarios del viejo sobre una supuesta guerra. Ada, la anciana, permaneció todo el tiempo en el sillón y rehusó comer, con una sonrisa dulce y resignada en el rostro.

Antes de servir el café, Agnese llamó a los niños y los acompañó al piso de arriba. Jenny acababa de salir del baño cuando, por la puerta entornada de la habitación de los hermanos, vio que la madre se inclinaba sobre ellos y los arrebujaba bien con las mantas.

—Buenas noches, mis angelitos —susurró antes de darle un beso a cada uno en la frente.

Jenny iba a volverse para bajar al salón, cuando un dibujo colgado en la puerta del cuarto le llamó la atención. Representaba a todos los miembros de la familia y debajo se leía: «Os queremos», firmado por los dos niños. Las lágrimas acudieron a sus ojos y visualizó el dibujo apocalíptico de Alex, que le recordó el trágico destino que esperaba a la raza humana.

Era la última noche para todos. Era la vigilia del día final.

—Buenas noches, pareja. Agnese os enseñará la habitación de invitados. —Carlo esbozó una sonrisa, que Alex y Jenny correspondieron.

—Mañana seremos invadidos, tan seguro como que saldrá el sol… —pronosticó el cenizo del abuelo, con los codos apoyados en la mesa y mirada ausente.

Agnese los condujo al cuarto, les deseó buenas noches y se marchó. Alex y Jenny cerraron la puerta.

Había una cama de matrimonio con una manta marrón enrollada en vez de almohadas y un edredón blanco que cubría el colchón. En una pared había un gran armario que casi rozaba el techo. De las otras paredes colgaban pequeños cuadros de época.

Jenny se sentó en el borde de la cama dando la espalda a Alex y guardó silencio mientras él se quitaba el jersey y lo dejaba en una silla cerca de la puerta. Frente a la muchacha, la ventana tenía la persiana bajada.

En la calle se oían gritos. Quizás alguien había violado el toque de queda. Quizás alguien estaba saqueando las tiendas para procurarse comida.

—Hace frío —musitó Jenny.

Alex puso las manos sobre los radiadores apagados.

—¿Lo habías pensado alguna vez?

—¿El qué? —preguntó Jenny sin volverse.

—En todo esto. Una casa, una familia, unos hijos. Una vida normal…

Jenny sonrió, suspirando.

—No lo sé… Sí, quizá… Apaga la luz.

Alex pulsó el interruptor junto a la puerta y pasó al otro lado de la cama para escrutar la calle por las rendijas de la persiana.

Jenny se levantó y se quitó el jersey de lana que le había dado Agnese, luego los pantalones.

Cuando él se volvió, la muchacha estaba en camiseta y bragas. La silueta de su cuerpo se confundía con la oscuridad.

—Al final todo saldrá bien —la animó Alex, traicionando cierta inseguridad, y apoyó las manos en la cintura de Jenny, que se estremeció—. Encontraremos esa Memoria.

—¿Y si en cambio esta es nuestra última noche?

Jenny apoyó las manos sobre las de Alex y las guio a su espalda. Se acercaron tímidamente, en la oscuridad.

Cuando sus cuerpos casi se tocaban, Alex inclinó la cabeza y sus labios se encontraron. La besó delicadamente, mientras sus manos subían por la espalda para perderse en el cabello de ella.

—¿Tú crees que es nuestra última noche juntos? —preguntó Alex apartándose ligeramente.

Ella no respondió. Se sentó en el duro colchón y se recostó en la manta enrollada.

Alex apoyó las rodillas sobre el borde de la cama y se deslizó hacia delante, posando los antebrazos junto a los hombros de Jenny. Le rozó la frente, la nariz y las mejillas con los labios y luego la besó.

Más gritos se sucedieron en la calle, luego algunos disparos. A lo lejos se oía un graznante altavoz. El caos distante ya se había convertido en la banda sonora de aquel momento.

Rodaron sobre la cama un par de veces mientras los senos de Jenny, aún ceñidos por la camiseta, presionaban el pecho de Alex y el Triskell, gélido, colgaba del cuello de ella.

Jenny se puso encima de él y se quitó la camiseta. Alex cogió la manta enrollada detrás de su cabeza y la lanzó por detrás de la muchacha creando una pequeña cabaña. Y así, escondidos debajo de aquel cobertor siguieron besándose, aislados del resto del mundo. Se desnudaron y permanecieron un instante inmóviles, acompasando las respiraciones, fundiendo los pensamientos en uno solo.

Un instante después estaban sentados en el Planetario, cogidos de la mano, con la bóveda celeste sobre sus cabezas.

Tenían más o menos cuatro años. La madre de Jenny había vuelto a Italia para visitar a sus padres, en Roma. El padre había organizado un día en Milán, donde habían admirado el Castello Sforzesco, los Navigli y el Duomo. Habían ido también al Planetario, pues habían encontrado casi por casualidad su estructura en cúpula en los jardines públicos de Porta Venezia. En la fila para entrar, delante de ellos estaban Giorgio y Valeria Loria, con el pequeño Alex. Una vez dentro, los niños se habían encontrado sentados el uno junto al otro. Sus manitas y bracitos se habían rozado por primera vez y con inocencia infantil se habían entrelazado. Habían permanecido cogidos de la mano durante toda la presentación.

El recuerdo de aquella lejana tarde los transportó al pasado, sin que ya consiguieran distinguir el sueño de la realidad.

Cuando volvieron a abrir los ojos estaban estrechados en un abrazo, arrebujados en la manta cálida y suave.

Hicieron el amor como siempre habían soñado. Por primera y quizás última vez. Si alguien hubiera podido observar el pueblo desde lo alto, habría visto un intenso resplandor propagándose desde aquella casa. Pero en el cielo, encima de ellos, solo había un enorme asteroide listo para estrellarse contra la superficie terrestre.

Se durmieron abrazados bajo la manta y permanecieron así toda la noche, mientras fuera de la casa se multiplicaban los gritos y disparos.

Era la última noche antes del fin del mundo.