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ALEX y Jenny salieron del túnel mientras un trueno retumbaba sobre sus cabezas y la lluvia empezaba a bañar la periferia de Milán. A su alrededor, hileras de naves industriales casi idénticas, con grandes verjas de acceso a amplios aparcamientos llenos de camiones.

Dejaron el barrio industrial a sus espaldas mientras un viento gélido se mezclaba con la lluvia. Corrieron hacia la entrada de la carretera nacional que salía de la ciudad. En torno a ellos, solo el rumor de la insistente lluvia que caía sobre el asfalto. No había coches. Ni personas.

A unos centenares de metros, la carretera pasaba por debajo de un paso elevado y proseguía más allá, flanqueada por matorrales y extensiones de campos helados.

—¿Adónde vamos? —gritó Jenny al tiempo que con una mano se echaba atrás el pelo empapado.

—Lejos de la ciudad. Milán está llena de soldados.

Alex aflojó el paso al acercarse al paso elevado. Jenny soltó su mano, hurgó en los vaqueros y sacó una goma violeta para el pelo. Mientras se lo recogía, sus ojos rezumaron lágrimas y lluvia.

—¿Vamos a morir?

Alex tosió con fuerza y se acercó. La ropa empapada se le adhería a la piel y empezaba a sentirse débil y exhausto.

—No… no lo sé, Jenny. No entiendo mucho. Estamos juntos, debería suceder algo.

—¿En qué sentido? —La muchacha lo miró, confusa.

—Memoria, el sitio mágico, tú y yo juntos… Debería cambiar algo, ocurrir algo… No lo sé, ¡maldición!

Alex miró más allá del paso elevado, hacia el cielo encendido del que caía aquella lluvia ácida y maloliente. El asteroide volvía a ser visible, un amasijo de roca incandescente empeñado en su último tramo en órbita en torno a la Tierra antes del choque. Nada había cambiado.

—Quizá no seamos nosotros… quizá Memoria no exista.

—Comencemos por buscar un sitio donde refugiarnos —sugirió Jenny—. Una casa, algo. No podemos permanecer aquí.

Alex asintió, se acercó y la besó en la frente, con delicadeza. Ella cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre su pecho durante un momento, mientras los truenos se sucedían, amenazantes.

Reanudaron la marcha en silencio.

Prosiguieron a paso rápido por la carretera, cruzaron una rotonda y un tren de lavado, sin pensar en nada, hasta que unas casas tomaron forma a lo lejos, al otro lado de una gasolinera. Había un cartel blanco con una inscripción negra. Debía de ser el nombre de un pueblo.

—Vamos, Alex… Allí —dijo Jenny.

En cuanto dieron los primeros pasos por la carretera que entraba en el pueblo advirtieron que el toque de queda había sido impuesto también allí: las calles estaban desiertas, las tiendas, cerradas y las ventanas de las casas, con las persianas bajadas. Un puesto estaba aún abierto, pero no había rastro del propietario.

Desde el fondo de la calle asomó de repente una luz.

—¿Qué es? —Jenny se estrechó en torno al brazo de Alex.

—Parece como si girara, como un faro… como… Joder, ¡es una patrulla! El ejército también está aquí.

No había tiempo que perder. El vehículo estaba bastante lejos y la luz del faro aún no los había alcanzado. Mientras el haz rotaba iluminando una hilera de edificios de dos plantas sobre el lado derecho de la carretera, Alex cogió a Jenny del brazo y la arrastró hacia la izquierda. A pocos metros de ellos, una calleja estrecha se internaba en el pueblo. Se metieron por la callejuela y corrieron sin mirar atrás. Desembocaron en una calle. Tampoco allí había ningún signo de vida, y el silencio espectral solo era roto por los truenos y el temporal.

—¿Qué hacemos?

—Será mejor refugiarnos en alguna parte.

Jenny miró alrededor. Del otro lado de la calle había una hilera de casas adosadas. La lluvia batía incesante sobre los jardines particulares, rebotando en los buzones y repiqueteando en los tejados. Las persianas parecían todas bajadas.

—Aquella, Alex.

—¿Qué?

—¡Aquella ventana! Hay luz en el interior. ¿Lo ves?

Alex se apartó un mechón empapado de la frente, entornó los ojos y consiguió vislumbrar el sitio indicado por Jenny.

—Al menos aquí hay electricidad —comentó en voz baja.

—¡Vamos! —Resuelta, Jenny echó a andar con paso rápido.

—¡Hay toque de queda, no nos abrirán! —advirtió Alex mientras la muchacha se alejaba, directa hacia la casa iluminada.

Enseguida la vio llamar enérgicamente a la puerta con los puños. Se acercó.

—¿Quién es? —preguntó una voz recelosa desde el interior tras unos instantes de silencio.

—Señor… —respondió Jenny— somos dos jóvenes. Nos hemos extraviado. Le ruego que nos deje entrar. Está diluviando.

Ninguna respuesta.

—¿Señor?

—¡Volveos por donde habéis venido! ¡Dejadnos en paz! ¡Ya hemos hecho lo que queríais, nos hemos encerrado en casa!

—Señor, por favor —terció Alex—. Somos solo dos muchachos perdidos. El pueblo está lleno de patrullas militares. Se lo imploro, ayúdenos.

Se abrió una estrecha rendija en la puerta y Alex vislumbró el rostro de un viejo. Cuando se aseguró de que se trataba de dos adolescentes, abrió un poco más.

—Pasad —dijo, hosco, apartándose para que entraran.

En cuanto cerró y aseguró la puerta, el viejo se volvió hacia ellos. Alex y Jenny lo vieron en toda su corpulencia. Era muy alto, con bigotes y cejas densas. Llevaba un chaquetón de montaña y sobre el hombro derecho una bandolera que sujetaba una carabina.

—¡Vaciad los bolsillos, deprisa! —ordenó y súbitamente los apuntó con el arma.

Jenny se quedó paralizada de miedo.

—¡Rápido! —apremió el viejo.

Alex miró a la muchacha mientras metía las manos en los bolsillos y sacaba unas monedas, unos billetes de autobús y las llaves de casa.

—Tranquila. Haz lo que dice.

Jenny no consiguió tranquilizarse. Prorrumpió en sollozos y cayó de rodillas, cubriéndose la cara con las manos.

—¿Qué demonios sucede aquí? —preguntó una voz femenina a sus espaldas.

Alex se volvió y vio, detrás del viejo, a una cincuentona con una larga falda verde oscuro, un grueso jersey de cuello alto y un cabello rizado enmarcando un rostro melancólico.

La mujer posó una mano sobre el hombro del anciano.

—Vale ya, papá, solo son chiquillos. Los estás asustando de muerte.

El viejo bajó la carabina, enarcó las cejas y bufó. Retrocedió un paso mientras la hija se inclinaba sobre Jenny.

—No tengas miedo, chica. Estás empapada. Ven conmigo, te llevaré al baño.

Jenny se levantó y lanzó una mirada a Alex, que le sonrió.

—Yo me llamo Agnese. Venid, os buscaré ropa seca. Si no nos ayudamos entre nosotros en estos momentos.

Alex y Jenny la siguieron al piso de arriba. Agnese les procuró pantalones y jerséis holgados, pero, dadas las circunstancias, era lo mejor que podían pedir. Luego descendió con ellos a la planta baja y los condujo a un salón con desnivel de dos peldaños.

Alex entró tímidamente. En las paredes colgaban cuadros de escenas de caza, y dos fusiles cruzados dominaban la estancia desde encima de la chimenea.

En el centro del salón, una mesa de madera maciza con seis sillas. En la cabecera estaba el viejo, acompañado por dos niños de unos ocho años que los miraban asombrados. En un sillón junto a la chimenea estaba sentada una anciana.

—Esta es nuestra familia —dijo Agnese, orgullosa—. Paolo y Stefano, la abuela Ada y el abuelo Giovanni, al que ya habéis conocido. Pero ¿qué hacéis por aquí? ¿Por qué no estáis con vuestras familias?

Alex ganó tiempo rascándose la nuca y aclarándose la garganta. Luego respondió:

—Salimos a dar un paseo y nos perdimos. No conseguimos regresar a casa y…

—Imagino que tenéis hambre —lo interrumpió la mujer, poco interesada en sus explicaciones.

Jenny se encogió de hombros y asintió.

—Estamos esperando a papá —intervino uno de los niños.

—Ha ido a buscar comida —explicó el otro.

El abuelo miró a Alex y Jenny. Tenía ojeras y aspecto cansado.

—Si lo pillan, ninguno de nosotros comerá nada. Nunca habría dicho que vería otra guerra, pero ya lo veis. ¿Lo sabéis, verdad? Estamos en guerra.

Agnese se alejó mientras la pareja se sentaba en un sofá junto a la chimenea. Cuando la mujer volvió de la cocina, traía dos tazas humeantes.

—De momento puedo ofreceros esto. Es té, con muy poco té, la verdad, pero al menos os calentará.

Jenny sonrió, Alex dio las gracias y ambos cogieron las tazas, ambas desportilladas, envolviéndolas con las dos manos.

—Se nos ha acabado también la leña, por eso la chimenea no está encendida. Por desgracia, los radiadores tampoco funcionan —explicó Agnese mientras los jóvenes bebían la infusión.

Pasaron unos minutos de silencio, nadie decía nada. Jenny y Alex se miraron.

Ya no hay esperanza, ¿verdad? —pensó la muchacha.

—No lo sé, pero me temo que no. No tengo idea de cómo encontrar Memoria. Ni siquiera sabemos si existe de veras.

En ese momento llamaron a la puerta con vehemencia. Golpes apremiantes y abruptos.

El viejo se levantó y empuñó la carabina, que tenía apoyada en una silla a su lado, y se dirigió a la puerta. Fuera alguien gritó:

—¡Abrid, rápido! ¡Soy Carlo!

Entró en la casa un hombre tocado con un casco naranja en la cabeza; tenía el mentón y el cuello manchados de tierra y sangre. Arrastraba una bolsa negra repleta.

Agnese corrió a abrazarlo.

—¿Qué has hecho? —preguntó sollozante.

—Tranquila, solo me he cortado con unos trocitos de vidrio, pero lo he conseguido.

El hombre fue a sentarse a la mesa del salón, mientras Agnese le explicaba brevemente quiénes eran el chico y la chica.

—Esta noche dormiréis aquí —dijo el hombre sin vacilar—. Fuera es un infierno.

—¿Qué pasa ahí fuera? —preguntó Alex.

—Yo trabajo en las excavaciones para el centro comercial, el del kilómetro ochenta de la nacional. ¿Te sitúas?

—Sí, ese nuevo… —respondió Alex, y se fijó en el logo del casco, que el hombre había apoyado en el suelo. Un pequeño rectángulo blanco y negro cortado por un rayo amarillo. Le recordó algo, pero no logró ubicarlo.

—Nos hemos encontrado allí con un par de colegas. Los trabajos están interrumpidos desde hace días, pero nosotros sabemos dónde se guardan las llaves de las excavadoras. Hemos conducido una hacia el viejo supermercado que hay a doscientos metros de allí y…

Agnese lo miraba con ansiedad.

—… hemos derribado la entrada. Era el único modo de traer víveres a casa.

—¡Qué guay! —lo jaleó uno de los niños, sin entender el riesgo que su padre acababa de correr.

—Cuando estaba cargando la bolsa en el coche —continuó el hombre, visiblemente agotado—, apareció una furgoneta del ejército. He conseguido escapar, pero temo que mis amigos no lo hayan logrado. Dios santo.

Agnese se acercó y lo abrazó, estrechando la cabeza de su marido contra su pecho.

—Ve a lavarte esos cortes, cariño. De la comida me ocupo yo. Prepararé un plato digno de esta familia, no importa lo que esté sucediendo ahí fuera.