32

UNA vez en la calle, Alex se dio cuenta de que el irreal silencio en el interior de la casa guardaba relación con lo que estaba ocurriendo fuera.

Ya no había peleas frente a los bancos. Ni se oían gritos.

El pánico, en su forma más desaforada e histérica, se había aplacado. Ahora había terror.

Alex se dirigió hacia la plaza Piola y a medida que caminaba se percató de que toda la gente estaba observando el cielo. En sus rostros se dibujaba la primera toma de conciencia de que el fin era inminente. Diseminados por las calles, se los veía pálidos, con los ojos desencajados y las bocas congeladas en un rictus de estupor mientras observaban el cúmulo deforme que se cernía sobre sus cabezas.

Alex levantó la vista al cielo. El asteroide aún estaba lejos, pero se veía amenazante. Parecía una piedra gris surgida en el firmamento, una mancha que hendía la bóveda celeste. Los colores que lo enmarcaban de fondo eran los del ocaso más fascinante, con rayaduras centellantes que arañaban una tela roja y violeta, mientras las nubes en torno se amontonaban en ovillos azules y grises.

Pero ninguna nube osaba interponerse entre el nuevo Señor del destino y los ojos de la gente. Ninguna tuvo el atrevimiento de oscurecer la visión más extraordinaria y horripilante que se hubiera presentado desde el alba de los tiempos. Los cúmulos se desprendían y se reunían, se extendían y se retiraban.

Aquel que llevaba el manto negro dominaba la escena. Habría envuelto a la humanidad en siglos y más siglos de silencio. Era el último juez de los hombres, venido a dictar la última ley. Por primera vez se impartiría verdaderamente una ley por igual para todos. No se salvaría quien tuviera un refugio atómico, tampoco quien se escondiese en un sótano. Y también las ciudades búnker reservadas a los políticos, hombres de religión, científicos y cobayas humanas, los elegidos para reiniciarlo todo después del choque, serían engullidas y aniquiladas. Se avecinaba el más devastador impacto contra el planeta, no habría salvación para nadie.

Alex se alejó de la plaza Piola, desorientado, avanzando entre la multitud que observaba horrorizada el cielo. Sabía que para llegar a Jenny tenía una sola posibilidad: reconstruir mentalmente su dimensión, tal como había hecho para regresar a Heathrow. Pero su mente estaba patas arriba. Imágenes, recuerdos y emociones variopintas se arremolinaban dentro de él. Solo en un lugar reencontraría el puente que lo llevará hasta Jenny: el Planetario en los jardines de Porta Venezia.

No tenía la certeza de que funcionara, de que aquel recinto astronómico pudiera llevarlo donde ella, mas debía intentarlo.

Alex echó a correr entre la multitud.

Recorrió Viale Gran Sasso, directo hacia el cruce con el Corso Buenos Aires. Los coches abandonados a lo largo de la calle, las bicis y los ciclomotores tumbados en el suelo, los semáforos apagados y las personas hipnotizadas por aquella visión apocalíptica conformaban un escenario tétricamente silencioso. El género humano había depuesto las armas.

El griterío de la gente se reanudó lentamente, temeroso y cauto, como si las personas hubieran elegido a aquel asteroide como su Dios y temieran perturbar su advenimiento.

Alex ya estaba en plaza Argentina. Los escaparates de las tiendas eran mudos recordatorios del superfluo materialismo del hombre, y se sucedían uno tras otro sin tener ya nada útil que ofrecer. Ante los ojos de Alex desfilaron niños cariacontecidos, ancianos resignados y adultos aterrorizados. La histeria volvía a incrementarse, como si el momento de inmovilidad que la ciudad acababa de vivir fuera la calma antes de la tempestad.

En las proximidades de la plaza Lima, un muchacho de pelo largo con el torso desnudo y blandiendo un bate de béisbol miraba el cielo y gritaba:

—¡Ven, hijoputa, aquí te espero! ¡No me das miedo!

Unos metros más allá reparó en que algunas personas utilizaban el móvil en modo cámara y grababan el espectáculo. Imágenes memorables, pensó Alex, que ningún telediario emitiría en la edición especial de la noche.

Cuando la gente volvió a hacer uso de la voz, Alex oyó los más diversos comentarios mientras seguía avanzando hacia Porta Venezia. Algunos afirmaban que no había nada que temer, que Estados Unidos había previsto la llegada del asteroide y ya habían lanzado varios misiles que en cuanto lo alcanzaran lo pulverizarían. Otros creían que con el paso de las horas la Tierra habría rotado y el asteroide caería en el océano Atlántico, provocando la inundación de toda la península Ibérica.

—Tened fe —decían—. El tsunami no llegará hasta aquí.

Alex no detuvo su carrera. Cuando llegó a la verja de los jardines públicos, la encontró cerrada. Tendría que saltarla.

Se izó con todas las fuerzas que le quedaban. Las ramas secas de un árbol al otro lado de la valla se enredaron en el pelo. Se dio impulso con los brazos y aterrizó sobre la grava.

La estructura rematada en cúpula del Planetario se erguía ante sus ojos.

La entrada estaba abierta. El muchacho pasó entre los carteles que anunciaban una conferencia para estudiantes que nunca se celebraría, luego superó la segunda puerta, dejando a sus espaldas un pequeño cortinaje, y estuvo dentro.

La sala estaba oscura, pero no parecía desierta. Al otro lado del palco, tres o cuatro sin techo dormitaban apoltronados en unas sillas.

—Debo conseguirlo —susurró mientras ocupaba su sitio, en un rincón donde los vagabundos no podrían verlo.

Cuando cerró finalmente los ojos para concentrarse y anular cualquier estímulo exterior, la imagen fría y potente del asteroide pareció adueñarse de su mente. Trató de expulsarla pero permanecía allí, como una diapositiva atascada que impedía que corriera el engranaje.

Luego apoyó la nuca en el respaldo y entreabrió los párpados, observando el techo. La reconstrucción artificial del firmamento estaba desactivada, pero era el mismo techo donde había visto el cinturón de Orión por primera vez, de pequeño. El mismo que había admirado con Jenny poco antes, en la dimensión a la que ahora intentaba desesperadamente volver.

En un instante volvió a ver todo en una secuencia. Los ojos de Jenny, su primer beso, el Triskell, la Vía Láctea, los dedos de ella entrelazados con los suyos.

El torbellino lo arrastró con una fuerza extraordinaria, arrojándolo a un túnel de voces y colores sin contornos, mientras miles de rostros sin nombre le caían encima y pasaban a través de él.

Despertó con una aguda punzada en la frente.

Estaba sentado en una cama.

Cuando enfocó la realidad circundante comprendió que se encontraba en su cuarto «alternativo». Su mirada fue de inmediato a la repisa junto al escritorio. El trofeo de Atleta del Año no estaba. En compensación, colgada en el muro, había una medalla de oro. Se levantó para leer la inscripción. Rezaba: «Torneo Regional de Baloncesto — Campeones».

Alex sonrió. En su dimensión, aquella final la habían perdido por un punto, con un triple suyo que sobre la campana había rebotado en el aro y acabado fuera: cuestión de centímetros. En la realidad de Jenny aquellos centímetros se habían desplazado ligeramente a su favor.

La voz de la muchacha le llegó sin preaviso.

—¡Alex, te siento! ¡Has vuelto! Te lo ruego, dime que es así.

—Sí, estoy aquí. Acabo de despertarme en mi cuarto. ¿Por qué no estamos juntos?

—He tenido que huir. De pronto no me reconocías, casi me has agredido en el Planetario.

—No era yo, Jenny. Había perdido el control. ¿Dónde estás?

—Estoy escondida. En la ciudad hay una especie de toque de queda.

—¿Qué quieres decir…?

—Están todos encerrados en casa, no sé por qué, pero el cielo se ha vuelto extraño, parece inminente un huracán o algo peor.

—Sucederá también aquí, joder. ¿Dónde puedo encontrarte?

—¿Qué sucederá también aquí?

—Después te lo explico. ¿Dónde estás?

—No lo sé. Caminé mucho, hasta una estación de trenes. En un cartel azul ponía LAMBRATE. Luego proseguí derecho.

—¿Has visto el nombre de la calle?

—Sí, Via Rombon. Parece que ha estallado una guerra, el ejército está por doquier…

—¿El ejército?

—Sí, y los altavoces emiten la orden de permanecer en casa. Es una decisión del gobierno, según parece. Por seguridad nacional.

—Qué locura…

—Ven, te lo ruego. Me encontrarás debajo de un puente, cerca de una salida a la autopista.

—Vale. Estás junto a la entrada de la carretera de circunvalación.

—Deprisa, Alex. Tengo miedo. Hay unas matas a los lados de la calle. Si pasan vehículos militares me esconderé allí.

—Llegaré tan rápido como pueda.

Alex se precipitó a la calle y corrió hasta quedarse sin aliento. Primero hasta la plaza Piola y luego enfiló Via Pacini, directo a Lambrate. El silencio caído sobre la ciudad le transmitía un gélido sentimiento de muerte. En el cielo, unos nubarrones negros que se estaban amontonando impedían vislumbrar el asteroide. Una sirena rompió el silencio de improviso, seguida por un aviso emitido por un megáfono. La voz provenía de sus espaldas, bastante lejana.

Alex ya entreveía la fachada de la estación de trenes. Cuando cortó en diagonal la plaza, vio que las persianas de todas las viviendas estaban cerradas. Pensó en sus padres, atrincherados en casa en su dimensión original.

La ciudad desierta le devolvía el sonido de sus pasos y su respiración afanosa. De vez en cuando reaparecía la sirena, seguida por el aviso. Alex no aflojó en los cruces, ni se detuvo ante ningún semáforo: no era necesario. Por las calles no circulaban vehículos de ninguna clase. Cuando saltó bajo el puente en Via Rombon oyó gritos. Aflojó la carrera y miró a lo lejos, de donde parecía provenir el griterío. A su izquierda vislumbró la calle que llevaba a plaza Udine. La voz provenía de allí. Al final logró verlo: un hombre desnudo empuñando un fusil. Estaba en medio de la calzada, a por lo menos doscientos metros de él. Alex se aseguró de que no lo observaba y se preguntó qué se propondría.

—¡Y vendrá el tiempo del Juicio final! —gritaba presa de la histeria—. ¡Y vendrán los carros del Señor a llevarse a las almas condenadas! ¡Y vendrá el Ángel a traer la redención! ¡Acógeme, oh, Jesucristo, acógeme entre tus brazos, y conmigo a mis hermanos, y con mis gentes podrás…!

Alex no oyó el fin de aquella súplica porque una furgoneta del ejército apareció súbitamente y dos militares abrieron fuego sobre el hombre, que se desplomó en el acto.

—Maldición —masculló Alex, antes de volverse y reanudar la carrera.

Siguió corriendo con todas sus fuerzas, dejando atrás una estación de servicio, un mercado municipal y una serie de tiendas. Al final llegó al puente donde estaba Jenny. Se volvió. La furgoneta estaba al cabo de la calle. Y venía directa hacia él. Lo habían visto.

—¡Jenny! ¡Jenny! ¡Estoy aquí, Jenny! —gritó.

La muchacha se asomó tras una mata, pero Alex enfocó más allá de su figura una segunda furgoneta militar proveniente de la dirección opuesta.

Ambos corrieron a encontrarse.

Alex estrechó a Jenny mientras veía cómo el vehículo avanzaba hacia ellos. La muchacha se abandonó a su abrazo y a espaldas de Alex vio la furgoneta de los militares que habían abatido al hombre desnudo, a un centenar de metros más atrás.

Estaban rodeados.

Ya no tenían escapatoria.

En el escenario desierto de aquella zona de la ciudad, dos jóvenes abrazados se encontraban entre dos vehículos del ejército listos para disparar.

Un uniformado saltó fuera de la primera furgoneta, seguido por otros que se dispusieron en semicírculo en torno a la pareja.

—¡Disparad! —ordenó el oficial.

Alex miró a Jenny a los ojos. Querían matarlos. Pero ¿por qué? No eran unos locos fanáticos que provocaran desórdenes por la calle, y tampoco iban armados. Solo eran dos muchachos que buscaban refugio. No tenía sentido. Como tampoco lo tenía que un niño de seis años fuera sometido a un electrochoque por sus propios padres. Ambos pensamientos cuajaron entre sí mientras en la mente de Alex aparecía una pregunta incongruente: ¿qué tenían en común sus padres con una patrulla militar? Nada. Y quizá precisamente esa era la respuesta. No existía un enemigo, era el fin mismo que los estaba persiguiendo como un agujero negro lo engulle todo.

Jenny abrió desmesuradamente los ojos, las rodillas le temblaban y sus manos ceñían el cuerpo del muchacho.

Mira dentro de mí… —ordenó Alex mentalmente.

Se clavaron la mirada mientras los militares apuntaban sus armas, los dedos en los gatillos, listos para la ejecución.

Entonces una súbita luz brotó de su abrazo y se propagó alrededor, una secuencia de haces luminosos que estallaron en todas direcciones creando una enorme cúpula blanca que iluminaba las calles, las casas y el cielo.

—Pero ¿qué demonios…? —balbuceó un soldado.

—No lo sé —respondió el oficial.

El sol ya había caído en aquella fría tarde de principios de diciembre, pero la luz emanada de la unión entre Alex y Jenny iluminaba toda la zona.

Los militares se quedaron paralizados, con las miradas absortas. En un instante, todas las órdenes recibidas, el adiestramiento, los juramentos y los códigos se convirtieron en blandos recuerdos sepultados en el tiempo. Por encima de todo prevalecía aquella energía increíble que paralizaba las articulaciones y los miembros. Ningún soldado hizo fuego y tras unos instantes dejaron caer al suelo las armas. Con los brazos pegados a los costados y la mirada extraviada en el aura luminosa, permanecieron de pie el uno al lado del otro sin dar un paso. Tenían los músculos entumecidos. La energía que los petrificaba no podía ser combatida con ningún entrenamiento militar.

Estaban en el sitio mágico.

El sitio mágico somos Jenny y yo, juntos.