—¿LO has entendido así sin más, en un arrebato? —Alex estaba de pie frente a su amigo.
Marco lo miró intensamente.
—Alguien sabía muy bien que eras una persona especial. Siempre lo ha sabido.
—¿Te refieres a los míos? Ellos pensaban que sufría una depresión aguda.
—Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo puede una madre permitir que le den electrochoques a su hijo de seis años?
Alex miró alrededor sin responder, incómodo.
—Tus padres te han quemado el cerebro a través de una terapia aparentemente correcta y eficaz, justificando esta drástica intervención con una supuesta depresión. ¿Te parece normal?
Alex bajó la mirada, dolido, y reflexionó sobre las palabras de su amigo.
—¿Adónde quieres llegar?
—Al verte marchar, he pensado en nuestro pasado y mi mirada se ha posado sobre esta página del diario de tu madre. Ya la había visto antes, pero ahora he notado un detalle que podría explicarlo todo.
—¿De qué se trata?
—Precisamente aquí habla de un sitio que tú mencionabas a menudo. Un «sitio mágico», así lo llamabas. Esta parte del diario corresponde al período posterior a la intervención. Tu madre escribe que tú, leo textualmente, «ha dejado de tener pesadillas, de nombrar a Jenny, de pronunciar frases apocalípticas y de dibujar símbolos extraños o escenarios apocalípticos». Y no solo esto… Hay una frase en especial que me ha impresionado, me ha lanzado una señal. Es la clave de todo. Velo tú mismo —dijo Marco tendiéndole el diario.
—«Mi niño ha dejado de hablar de ese sitio mágico. Ya no lo verá, ya no irá allí, se quedará aquí, siempre conmigo» —leyó Alex.
Marco sonrió.
—Todos los niños hablan de sitios mágicos, inventan y crean lugares fantásticos. Tú también lo hacías. Tu madre te había oído mencionar a menudo ese sitio. Sin embargo, después de la terapia escribió: «… ya no irá allí, se quedará aquí, siempre conmigo». No tiene sentido. ¿Qué padre podría pensar que si su hijo habla, no sé, de un castillo encantado, puede efectivamente ir a él? Es el fruto de la fantasía de un niño, no puede ser real. A menos que…
—A menos que ese sitio exista de verdad. ¿Memoria era mi sitio mágico? ¿A eso te refieres?
Marco no respondió. Estaba dándole vueltas a un razonamiento que de simple hipótesis podía transformarse en certeza.
—Tus padres han actuado fingiendo hacerte un bien, comportándose como personas corrientes. No sé por qué lo han hecho, pero así ha sido. Acudieron a un especialista que supuestamente curó tu mal. Todo normal. Todo insospechable, pero tus padres saben perfectamente cuál es ese sitio mágico, hablabas de él hace diez años. Ahora debes averiguar qué más decías de ese sitio. Tienes que preguntárselo a ellos, dado que tus recuerdos fueron borrados.
Alex reflexionó un momento. La deducción de Marco podía ser exacta. Debía intentarlo.
—De acuerdo.
—Cualquier cosa que descubras, debes seguir tu intuición e ir donde ella.
—Y ¿tú qué harás?
—Alex, todo esto ya ha sucedido. También yo seguiré mi camino.
Alex le tendió la mano a su amigo. Sus miradas se cruzaron por última vez, enérgicas y decididas, mientras se estrechaban la mano con firmeza. Ya no era un triste adiós, hecho de lágrimas y desesperación. Era un desafío lanzado al mundo.
Cuando Alex llegó a la entrada de su señorial casa, en el número 22 de Viale Lombardia, le impresionó el silencio reinante.
Por la calle, hasta poco antes, imperaba el pánico y los episodios de violencia y protesta. Accidentes, atascos en los cruces, violentas riñas, multitudes que marchaban por la calle sin reparar en que ninguna cámara los enfocaría, ningún periódico se haría eco de su malestar.
Pero en cuanto Alex cruzó el pesado portón de madera, le pareció haber entrado en un refugio atómico. Silencio total. En la planta baja no se oía ni siquiera el habitual estruendo procedente del apartamento de la derecha, habitado por un aficionado al heavy metal, de veinticinco años, que se pasaba el día escuchando a todo volumen Testament, Slayer, Megadeth y grupos similares, dejando a veces el estéreo encendido incluso cuando salía de casa.
Tampoco se filtraba el volumen ensordecedor al que la señora del primer piso solía tener el televisor. No le bastaban los audífonos, tenía que apretar la tecla del audio hasta el 99. Y los habitantes de la señorial casa se veían obligados a tragarse toda la programación televisiva, a cualquier hora del día y la noche.
Un aullido rompió el silencio irreal que envolvía el vestíbulo. Era el gañido desgarrador de un perro al que probablemente habían dejado solo en casa.
Alex subió las escaleras mientras una fastidiosa brisa invernal se le colaba entre los pliegues de su sudadera. Pasaba el aire, pero no pasaban las voces. Como si el mundo exterior de aquella casa se hubiera apagado.
Frente a la puerta blindada de la casa de los Loria, Alex comprobó que ya no tenía las llaves en la mochila. Debía de haberlas olvidado en casa durante la última discusión con sus padres. Así que llamó al timbre.
Ninguna respuesta.
Insistió manteniendo apretado el botón, pero de pronto se percató de que nada sonaba en el interior del piso.
Comenzó a golpear la maciza puerta de madera con los nudillos.
—¡Abrid, maldición! ¡Soy yo!
Nadie respondió. Apoyó el oído contra hoja para tratar de captar algún rumor en el interior. Oyó unos golpes. Uno tras otro, una secuencia, al parecer provenientes del salón.
—¿Papá? ¿Mamá? ¡Abrid!
Retrocedió y bajó la mirada, pensativo. Luego apoyó nuevamente el oído y notó que aquellos golpes que parecían lejanos martillazos habían cesado. Volvió a llamar a la puerta con fuerza, gritando a voz en cuello.
Repentinamente, las llaves giraron en la cerradura y desbloquearon el mecanismo que blindaba la entrada.
—Dios… has vuelto. Ven, rápido —susurró su madre mientras abría una estrecha rendija entre la jamba y la puerta.
Alex se escurrió dentro a duras penas, ceñudo. Valeria cerró a toda prisa y dio tres vueltas de llave en la cerradura central y tres en la de abajo, cosa que Alex solo había visto hacer cuando se iban de vacaciones.
—¿Qué demonios pasa? —preguntó.
—Tu padre lo ha decidido —respondió su madre, tajante, mientras él ya se dirigía a la sala.
Martillo en mano, Giorgio no se dignó decirle nada a su hijo, que lo miró con ojos desorbitados, y siguió martillando. Las ventanas estaban todas atrancadas: su padre estaba fijando la última tabla.
Sus progenitores estaban atrincherando la casa.
—¿Por qué? —preguntó Alex a su madre, que se calentaba las manos echándose aliento para luego apoyarlas, tibias, sobre las mejillas.
—Temo que esté por estallar una guerra o algo peor —respondió. Lanzó un vistazo al mando de la calefacción central del piso—. No funciona desde ayer. Las paredes y los suelos están helados. Nos hemos dado cuenta tarde. He cogido del sótano todas las mantas de la abuela. Y tenemos la despensa llena de víveres. Podremos resistir durante…
—Yo no me quedaré en este búnker. No he vuelto para esconderme. Solo necesito una respuesta.
En ese preciso instante se apagó la luz. El piso, con todas las persianas bajadas y las ventanas tapiadas, fue tragado por la oscuridad. Los tres se encontraron inmersos en un gélido silencio. Contuvieron el aliento, hasta que su madre reaccionó, como si hubiera estado lista para la eventualidad de que, después de la calefacción y la línea telefónica, se fuese también la luz.
—Voy a buscar las velas —dijo.
Alex fue tanteando por el pasillo en busca de la mochila y acabó tropezando con ella. La recogió y se la puso a la espalda mientras Valeria encendía unas cerillas. Volvió al pasillo con un candelabro de ocho velas cuyas llamas se agitaban e iluminaban lo suficiente. Alex vio que tenía los ojos cansados y exhaustos. Se preguntó por qué sus padres habían cometido semejante violencia contra él cuando era solo un niño. ¿Quizás alguien los había obligado?
Giorgio se acercó y un haz de luz dio a Alex en pleno rostro. Su padre había cogido una linterna de algún cajón de la sala. Bajó la luz.
—Tú no vas a ninguna parte —dijo con tono autoritario, mientras la condensación transformaba su aliento en una nubecilla de vaho que se disolvía en el aire. Fue entonces cuando Alex lo miró a los ojos, y no necesitó ninguna luz artificial para penetrar en ellos.
—¿Qué es el sitio mágico? —preguntó a la vez que sentía un escalofrío en la espina dorsal.
Fue como entrar en un túnel sin salida. Entró en los recuerdos de su padre como atraído por un magnetismo irresistible. Como si una mano saliera de la memoria de Giorgio, lo aferrase y lo arrastrara a su interior. Igual que le había ocurrido en la estación de Cadorna, cuando había visto involuntariamente en el pasado de un desconocido descubriéndolo en tratos con una prostituta. O como había ocurrido con Marco, cuando Alex había sido catapultado en el terrible recuerdo del accidente de montaña.
Valeria asistió a la escena impotente, turbada por la invisible aura de energía que rodeaba a su hijo mientras abría los cajones de los recuerdos de su padre, al cual se le cayó la linterna de la mano. Los tres permanecieron inmóviles a la débil luz del candelabro.
Alex se veía a sí mismo en su cuarto. Era un niño, jugaba con rotuladores y hojas. Mamá lo llamaba para cenar, pero él respondía que estaba pintando el futuro y que no tenía hambre. Su padre aparecía en el pasillo, levantaba al niño por los brazos, le daba un azote en el trasero y lo arrastraba a la cocina.
—¡Basta de tanta historia del futuro, nunca llegarás al futuro si no comes! Cuando mamá dice que la cena está lista, ¡vas a la mesa inmediatamente!
Alex parpadeó involuntariamente varias veces. Ya no sentía ningún músculo del cuerpo, pero aun así permaneció erguido, firme sobre los pies, frente a Giorgio.
Ahora estaba en un jardín, algunos perros se perseguían y unos niños jugaban en un columpio. Él giraba en torno a un tiovivo y parecía feliz. Ni huella de depresión. Era un niño como los demás. Hacía un día espléndido y su madre estaba sentada en un banco, leyendo una revista de modas. De vez en cuando gritaba a Alex que no se alejara demasiado.
—¡Quédate dónde pueda verte, bribón! Y estate atento a no hacerte daño.
El niño volvía cada tanto al banco, asomaba su carita por detrás de la revista y sonreía a su madre. Ahora también Giorgio estaba junto a ella.
—He estado en el sitio mágico y estaba Jenny —anunciaba Alex—. Yo querría jugar aquí con ella, así podríais verla también vosotros, pero ella dice que no puede venir. Solo podemos vernos entre nosotros.
La expresión de Valeria mostraba repentina contrariedad.
—Mamá, ¿por qué no te gusta que hable del sitio mágico?
Valeria no respondía y miraba con ojos llenos de dolor al pequeño mientras él continuaba su relato.
—Jenny dice que el sitio mágico solo existe cuando estamos juntos y que es solo para nosotros, es nuestro mundo.
—Basta, Alex.
—Cuando estamos juntos somos como el sol.
En el presente, Alex cerró los ojos y luego los abrió.
Apartó la mirada para liberarse de aquellos recuerdos e imágenes del pasado.
—He tenido la respuesta que buscaba —dijo, decidido.
Se volvió hacia la puerta blindada mientras sus padres intercambiaban una mirada de estupor vacilante, como si algo detuviera su instinto, algo que no habrían sabido describir.
—Te lo ruego, Alex… —gimió Valeria con la voz rota y lágrimas en los ojos, y alargó un brazo hacia su hijo, casi sin fuerzas.
Giorgio siguió sacudiendo la cabeza, impotente, mirando el vacío.
El hijo volvió la cabeza por última vez, dando la espalda a sus padres mientras giraba la llave en la cerradura.
—Adiós.
A continuación se encontró fuera de la que había sido durante años su prisión de cristal, dispuesto a abandonar para siempre a las personas que más lo habían querido y más lo habían perjudicado, por razones que no entendía. Además, no había tiempo para atribuir culpas ni para reconstruir aquel pasaje de su historia.
El fin estaba cerca. Y ahora Alex sabía qué era Memoria.
—Cualquier lugar en que estemos tú y yo, Jenny. Juntos. Estoy llegando.