29

GIORGIO Loria subió al piso con paso rápido.

—Sabía que te encontraría aquí.

Su tono sonó peculiar. No era de acusación ni amenazante, sino más compasivo que airado. Alex retrocedió sin pensar, como si temiera que esa extraña manera de actuar de su padre ocultase intenciones nefastas.

—Yo… he ayudado a Marco y…

—Ahora debes venir conmigo. Es importante. Luego llamaremos a alguien que ayude a tu amigo.

—Sí, pero…

—Vamos.

Giorgio cogió por el brazo a su hijo y lo arrastró fuera.

No abrieron la boca durante el breve trayecto a pie que separaba las dos casas. Se limitaron a intercambiar una mirada cargada de preocupación cuando superaron la barahúnda de coches accidentados o atascados entre el Viale Gran Sasso y la plaza Piola.

Cuando entraron en casa encontraron a Valeria sentada en el sofá, con los ojos brillantes, cogiéndose la cara entre las manos, los codos apoyados en los muslos.

—Lo has encontrado… —La mirada de la madre pareció revivir por un instante.

—Así es. Siéntate, Alex. Por favor.

El chico fue hacia el sillón enfrente del sofá y se sentó. Giorgio hizo lo propio al lado de su mujer, frente a una caja que tenía en ambos lados la inscripción MARCOS.

—Sabemos la razón de tu comportamiento insensato. Ahora escúchanos con atención. Probablemente lo que voy a decirte ha sido confinado en lo más profundo de tu conciencia. Quizá resurjan recuerdos que habías borrado.

Alex no tenía idea de a qué se refería su padre, aunque veía en su rostro y en el de su madre una profunda angustia.

—No entiendo…

Giorgio lo miró.

—No recuerdas nada de cuando tenías cinco y seis años, ¿verdad?

Alex sacudió la cabeza e hizo una mueca, dando a entender «muy poco».

—Mira, cuando eras muy pequeño —intervino Valeria—, sufriste una horrible enfermedad. Es muy probable que no conserves ningún recuerdo de aquella época, de lo que te turbaba. Digamos que esos desagradables episodios fueron…

—… eliminados —la ayudó Giorgio.

—¿Qué decís?

—Sí —continuó la madre—, estuviste muy mal. Una depresión aguda, acompañada por episodios de esquizofrenia y psicosis.

—¿Bromeáis? —Alex arrugó la frente.

—En absoluto —respondió el padre. Luego sacó unas tijeras del cajón del mueble contiguo al sofá.

—Creíamos que ciertos episodios nunca se repetirían. Lo creímos hasta hoy.

—¿Por qué? ¿Qué ha sucedido hoy?

—Te he oído cuando estabas en el baño. La has nombrado.

Alex permaneció perplejo y confuso.

—Era tu idea fija —continuó Valeria—. Una especie de amiga imaginaria. Escribías su nombre por todas partes, solo hablabas de ella. Habitualmente los niños viven estas cosas como un juego. Para ti fue una verdadera obsesión.

Alex se quedó desconcertado. Estaban hablando de Jenny.

—Mi amiga imaginaria… —susurró en voz baja.

—Decías que te hablaba. Una vez incluso garabateaste toda la casa con un rotulador rojo, escribiendo el nombre de Jenny en las paredes y dibujando un extraño símbolo.

Alex se estremeció. Su madre estaba hablando del Triskell, el amuleto del que Jenny nunca se separaba.

Giorgio cortó las cintas adhesivas y abrió la caja, de donde sacó carpetas, dibujos, fotos y un diario. El diario que Valeria escribía sobre la enfermedad de su hijo.

—Puedes verlo tú mismo. —Giorgio tendió unos dibujos a su hijo—. Esto era lo que tenías en la cabeza en aquella época.

Alex los cogió y comenzó a revisarlos.

Un muelle.

Una playa.

Una mujer pelirroja mirando por un telescopio. Un túnel subterráneo lleno de cadáveres.

Una serie de escenarios de destrucción y muerte, sangre y dolor.

«No es posible», pensó Alex, petrificado. Un escalofrío le recorrió la espalda, todo el cuerpo se le envaró repentinamente.

No tenía palabras. Algunos de aquellos dibujos representaban las situaciones con que se había tropezado en los últimos días. Estaban la playa de Altona y el muelle en el cual iba a encontrarse con Jenny. Estaba la señora Thompson, la niñera-astróloga, con su fiel telescopio. Y estaba el túnel con los cadáveres que había atravesado en la realidad paralela en que Milán era teatro de una sangrienta revuelta.

Todo esto ya estaba en su cerebro años antes de aquel momento. ¿Cómo era posible?

«Ya he estado en esos sitios… Ya lo he visto todo».

—Yo hablaba con Jenny… —dijo Alex mientras su madre hojeaba el diario.

—Cariño, tenemos miedo de que te esté volviendo a ocurrir. —El tono de Valeria era pesaroso—. Y no queremos que suceda.

—¡Yo hablaba con Jenny ya entonces! ¡Joder, yo me comunicaba con ella!

Valeria se volvió hacia su marido.

—Oh, Dios mío, otra vez… Cree que existe de verdad.

—¡Mamá, Jenny existe! ¡Ya lo creo que existe! —gritó Alex, agitando los dibujos que tenía entre las manos.

«La misma frase que decía de niño, con aquella mirada de hielo», pensó el padre.

—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?

—Nunca creeréis en mis palabras. Está sucediendo algo que va más allá de la imaginación, por tanto, sé que lo que os diré sonará absurdo. Pero mirad a vuestro alrededor. ¿No es absurdo que internet esté cortado? ¿No es absurdo que ahora los televisores y los móviles no funcionen?

Valeria se volvió hacia su marido con aire preocupado.

—¿Y eso qué tiene que ver con Jenny? —espetó Giorgio—. El neurólogo me ha dicho que…

Alex enarcó las cejas.

—¿Neurólogo?

—El doctor que se ocupó de tu caso cuando eras pequeño.

—¿Qué coño me hicisteis a los seis años? ¿Cómo habéis sacado a Jenny de mi mente por tanto tiempo? —preguntó Alex, levantándose de un brinco.

—Alex —empezó su madre—, tomaste medicinas durante meses. Pero la situación empeoró. Cada noche te despertabas presa de terribles pesadillas. Nos hablabas de realidades catastróficas. Nos describías ciudades en llamas, decías que veías la tierra reducida a un desierto de cenizas humeantes…

—La terapia farmacológica no funcionó —prosiguió Giorgio—. Tu psiquiatra nos derivó a un colega suyo, neurólogo, el doctor Siniscalco. Él trató tu problema de manera muy eficaz, y te curó.

—¿Cómo?

—Con una terapia electroconvulsiva.

Alex arrugó la frente y advirtió un temblor en las manos.

—¿Qué es…?

El padre lo miró a los ojos. Ya no podía esconder la verdad.

—Un electrochoque.

Alex se quedó en silencio un momento. Posó la mirada sobre los dibujos que asomaban de la caja. Eran muchos. Eran negros. Visiones terribles de escenarios futuros, colmados de sufrimiento y dolor.

—Bromeáis, ¿verdad?

—Solo fueron unas pocas sesiones de electrochoque. Fue necesario. Después de esa terapia fue como si hubieras renacido. Ya no hablaste de Jenny, volviste a ser un niño normal, comenzaste a relacionarte con tus compañeros…

—¡No me lo puedo creer! No estáis hablando en serio… Yo tenía un don, yo…

—¿Don? —lo interrumpió Valeria—. Sufrías una depresión terrible y una esquizofrenia incipiente. Parecía una situación sin salida, pero sin embargo gracias a…

—¡No sabéis lo que me habéis hecho!

Alex se dirigió a la caja y se arrodilló para rebuscar en su interior.

Valeria y Giorgio no supieron cómo responder a la acusación de su hijo. Quizá, pensaban, era la enfermedad la que lo hacía hablar así.

—Debo marcharme —dijo y alzó la caja con ambos brazos.

—¡Alex, quieto ahí!

Giorgio se levantó de un brinco, las manos tendidas y las facciones desencajadas por la desesperación.

—¡Dejadme! ¡Ya no sois mis padres!

—¡Te lo ruego, Alex! —exclamó Valeria desde el sofá, cogiéndose el pelo con las manos, presa de la histeria.

Giorgio alargó un brazo hacia su hijo intentando detenerlo. Intercambiaron una mirada llena de angustia e ira, hasta que el padre desistió.

Y Alex vio.

Vio la camita blanca.

Vio sus muñecas y tobillos sujetos a los lados de la cama. Vio un ancho esparadrapo pegado sobre su boca. Vio las batas blancas y las luces de neón.

Desechó ese recuerdo y miró a sus padres con horror. Ellos permanecieron impotentes frente a esa mirada.

—Adiós —dijo antes de volverse y marcharse con la caja. Solo Marco habría podido ayudarlo a entender algo de todo aquello.