—AL diablo, quiero ver qué está sucediendo en la ciudad —exclamó Marco asomado a la ventana de la cocina antes de dar marcha atrás, conducir la silla de ruedas hacia la entrada y coger el abrigo del perchero junto al interfono.
Se lo puso y salió al rellano.
Accionó la silla hacia una rampa paralela a los peldaños que descendía hasta el portal de entrada. Al salir a la calle, fue abofeteado por una ráfaga de viento gélido que le hizo lagrimear los ojos detrás de las gruesas gafas.
El griterío de la gente en la calle fue la primera señal alarmante que recibió. Aquí y allá, corros de personas discutían a viva voz. Se respiraba ira y tensión por doquier. Algunos maldecían porque no conseguían acceder a internet con el móvil, otros despotricaban frente a un banco que había cerrado antes de hora. Un anciano desdentado blandía su bastón hacia los transeúntes, mientras chillaba: «¡Es la Tercera Guerra Mundial, ya lo decía yo!».
Marco recorrió la acera de Viale Gran Sasso hasta el cruce con la plaza Piola. Tenía los brazos rígidos, como atrofiados. «Me he quedado en casa demasiado tiempo, maldita sea…».
De las voces de la gente que cruzó durante el trayecto se enteró de algunas cosas. Para empezar, los periódicos no habían salido ese día. En efecto, los puestos de prensa estaban cerrados sin siquiera una nota que explicara el motivo. De un cesto verde de basura despuntaba un ejemplar del Corriere della Sera del día anterior. Marco lo cogió y miró la primera plana. El titular de apertura era «Terror a lo desconocido». Después de un rápido vistazo al editorial y otros artículos que proseguían en las páginas interiores, dobló el diario y se lo metió en el abrigo.
Según parecía, internet, como ya le había confirmado Ricky, había sido cortado en toda la ciudad. O mejor, en todas las ciudades. Y esto era el aspecto más siniestro de aquella caótica situación.
Por lo demás, parecía que varias tiendas y entidades importantes para la vida diaria, como bancos y correos, habían cerrado e incluso desactivado los cajeros automáticos. De ahí las protestas y juramentos delante de los cajeros.
El elemento que estaba desencadenando el pánico entre la gente era la ausencia de respuestas.
Mientras conducía la silla hacia la plaza Piola, Marco oyó hablar de guerra, de terrorismo, incluso de una invasión de extraterrestres. Ante la imposibilidad de acceder a la Red para indagar, los ciudadanos se estaban volcando en las calles para manifestar sus peores miedos, en busca de unas explicaciones que nadie les proporcionaba.
En el semáforo del cruce entre Viale Gran Sasso y la plaza, Marco esperó el verde y luego accionó la silla. Algunos coches estaban llegando por su izquierda, del lateral y el carril preferente para taxis y autobuses. En medio del cruce, Marco levantó la mirada y vio que el semáforo estaba apagado. Miró deprisa a derecha e izquierda para comprobar su situación: los coches que venían por Viale Gran Sasso no parecían estar frenando. Algunos empezaron a tocar el claxon con apremio.
—¡Paraos! ¡Joder! —gritó Marco mientras veía una furgoneta de correos que desde la plaza estaba a punto de tomar Viale Gran Sasso sin mirar, dando por descontado que el semáforo funcionaba. Podía atropellarlo de lleno.
Podía seguir adelante, esperando que la furgoneta lo evitase, para llegar al semáforo antes que los coches de Viale Gran Sasso lo alcanzaran. O bien recular, dejando espacio al furgón pero arriesgándose a ser arrollado por otros coches.
—¡Tu puta madre! —aulló mientras en una fracción de segundo optaba por la segunda opción. Lo importante no era hacia dónde ir, sino hacerlo deprisa. Los frenos empezaron a chirriar: el primero se detuvo en seco y los demás iniciaron un choque en cadena. Era un caos.
La furgoneta dobló por Viale Gran Sasso mientras Marco retrocedía, seguro de que le atropellarían.
Fue en ese instante cuando, a cámara lenta, el muchacho lo vio todo en una secuencia, antes de saltar de la silla y aterrizar sobre el pavimento: el furgón de correos que se alejaba, la colisión de automóviles a la izquierda, detrás del BMW que había frenado de golpe, y luego el taxi que, para evitar la colisión frontal con otro coche, había efectuado una maniobra temeraria adelantando la fila y dirigiéndose recto hacia el cruce.
Lo último que vio Marco antes del impacto del taxi contra su silla fue la silueta de Alex al otro lado de la calle, con la mochila a la espalda y gritándole algo.
Todo se puso negro en un instante, aquel en que aterrizó de bruces en el pavimento.
Alex atravesó a la carrera el cruce mientras alrededor todo era una pesadilla. Varios conductores se apearon para enzarzarse con aquellos que habían parado a la cabeza de la fila. Otros coches llegaban y frenaban. El taxista salió de su Opel blanco para acercarse, temeroso, al cuerpo de Marco.
—Virgen santa, no sé cómo ha sucedido. Yo… —balbuceó.
Alex se arrodilló junto al cuerpo de su amigo, lanzado a varios metros de distancia de la silla.
—¡Marco! ¡Marco! ¡Responde, te lo ruego! —suplicó mientras intentaba reanimarlo con bofetadas en las mejillas. La sangre le manchaba el rostro y tenía los ojos cerrados.
—¡Por Dios, no! ¡No se te ocurra morirte! ¡Despierta, maldición!
Los dedos de la mano derecha de Marco se movieron. Despacio, también los párpados dieron señales de vida, hasta que el muchacho abrió los ojos y lo vio.
—Estoy aquí, Marco. ¿Estás loco o qué? ¿Qué coño hacías en medio de la calle como un pasmado? ¿Dónde te duele? No sé si conviene que te ayude a levantarte.
—Yo… tampoco lo sé.
Alex pasó los brazos por las axilas de Marco y trató de arrastrarlo hasta la silla.
—Se ha escacharrado —dijo el inválido con esfuerzo—. Mira la rueda.
—Hay que llamar una ambulancia, Marco. Debes ir a un hospital. Pero mi teléfono está averiado.
—Coge el mío, lo tengo aquí, en el bolsillo interior. Alex hurgó y sacó el Nokia de su amigo. —No hay cobertura— dijo sacudiendo la cabeza. —Llévame a casa. Llamaremos desde allí.
Alex lo sentó como pudo en la silla e intentó accionarla, pero el mecanismo eléctrico estaba averiado. Comenzó a empujarla a mano, encontrando la resistencia de la rueda trasera izquierda, doblada por el choque con el taxi.
El taxista se había largado, dejando su vehículo en medio de la calle. Entretanto, las discusiones de los conductores implicados en la colisión múltiple habían acabado a puñetazo limpio. El tráfico se había congestionado en torno a aquel punto y el concierto de cláxones había alcanzado un nivel ensordecedor.
Una vez en casa, Alex dejó la silla en el pasillo y corrió a coger el inalámbrico.
—¡Coño! ¡Mierda! —estalló—. No hay línea.
—Joder, también eso… —comentó Marco, resignado, como si se lo esperara—. El profesor tenía razón.
—¿Qué hacemos? Deben reconocerte en un hospital.
—Alex, ven aquí. No estoy tan mal. Me he golpeado la cabeza, vale. Sangro un poco, pero puedo apañármelas. Podría haber sido peor.
Se hizo llevar hasta el baño e indicó a su amigo el botiquín. Alex sacó agua oxigenada, alcohol, algodón, gasas y tiritas, y empezó a curarlo.
—La silla está averiada, y eso sí es chungo.
—Después enderezaré la rueda, para que al menos pueda rodar.
—Pero ¿cómo has aparecido justo en ese momento?
—Ahora te lo cuento todo. Me han sucedido muchas cosas que debes saber.
Alex le relató todo lo ocurrido en sus viajes, mientras ejercía de enfermero improvisado. Todo, salvo su encuentro con un Marco con las piernas en perfecto estado y feliz con sus padres, para no deprimirlo. Su amigo escuchaba con estupor y entusiasmo crecientes. La historia de Alex parecía una confirmación de todas las hipótesis que habían cobrado forma en la mente de Marco desde el día del accidente.
Aquel relato no daba lugar a malentendidos: el Multiverso era una realidad.
Luego, Alex arregló lo mejor que pudo la rueda de la silla, haciéndola utilizable.
Al final, su amigo le pidió que sacara un viejo televisor de tubo catódico que había guardado en un arcón años antes y que casi no recordaba que tenía. Pensaba que serviría para obtener alguna información más.
Alex buscó la toma de la antena en la pared de la sala, cerca del minibar, y conectó el cable del aparato. Luego cogió el mando a distancia y se lo pasó a Marco.
—Qué va —resopló Alex mientras su amigo hacía zapping por los canales, todos con un fondo azul sobre el que destacaba la frase:
PERDONEN LA INTERRUPCIÓN
REANUDAREMOS LA EMISIÓN LO ANTES POSIBLE
—Lo saben, pero nunca nos dirán qué está sucediendo. —Marco chasqueó la lengua, furioso. Con las manos temblorosas, soltó una carcajada sarcástica, mirando la pared delante de sí. Luego cogió el mando del televisor y lo estrelló contra la pared—. ¡Cabrones!
—¿Becker te lo había dicho?
Marco se volvió hacia su amigo, luego condujo manualmente la silla hacia delante y frenó a pocos centímetros de él.
—Tal cual. El fin está cerca. Debes regresar con Jenny. Quizá vosotros tengáis una posibilidad.
—Pero ¿cómo encuentro esa Memoria? No tengo idea de qué es. ¿Y qué tiene que ver con todo lo que está sucediendo?
—Debemos descubrirlo —respondió Marco antes de señalar con la cabeza la ventana de la sala—. Aunque sea la última cosa que haga antes de morir junto a toda esa gente.
Alex sacudió la cabeza, pero no supo qué contestar. Abrazó a Marco durante un momento. Con los ojos cerrados, pensó cuál podía ser la causa de aquel pánico global, sin encontrar respuesta. «Gracias, amigo», pensó, pero no tuvo fuerzas para decírselo.
El silencio que acompañó aquel momento de tristeza y resignación estaba cargado de significado. No era necesario añadir palabras. Marco se apartó del abrazo e hizo ademán de secarse las lágrimas que le anegaban los ojos, y fue entonces cuando Alex vio dentro de él.
El recuerdo surgió abruptamente, poniéndolo frente a aquella escena sin que pudiera resistirse a la fuerza de las imágenes.
Vio el Jeep del padre de Marco derrapando en la curva antes de derribar el guardarraíl y precipitarse al vacío, mientras la tormenta de nieve arreciaba y cubría la carretera, los árboles y las rocas. Vio todo esto por los ojos de su mejor amigo, atrapado en el asiento posterior mientras sus queridos padres estaban a punto de morir. La inestable sensación de caída al vacío por la ladera hizo vacilar el equilibrio de Alex. Las piernas empezaron a temblarle mientras su cuerpo era sacudido por los escalofríos. Era como estar allí, en aquel asiento posterior. Era como ver el fin.
Un sonido banal y estúpido, pero al mismo tiempo inesperado y siniestro, rompió la visión de Marco que había tomado posesión de la pantalla mental de Alex: el sonido del interfono, a pocos metros de ambos muchachos.
Se miraron atónitos, como si Marco hubiera sufrido la misma desorientación mientras Alex excavaba involuntariamente en su memoria.
Marco se acercó al interfono.
—¿Sí? —dijo con recelo, escuchó un instante y dirigió la mirada hacia Alex—. Es tu padre.