27

—NO es posible —la voz de Valeria Loria traslucía incredulidad y preocupación.

—¿Crees que aún está sucediendo? —preguntó Giorgio mientras se dejaba caer en el sillón de piel de la sala.

—El doctor nos había dicho que no se podía excluir esta posibilidad, ¿recuerdas?

—Como si fuera ayer. Tal como recuerdo las paredes de esta casa antes de que las pintaran para borrar aquel maldito nombre escrito una y mil veces: ¡Jenny! Y aquel condenado símbolo que estaba por todas partes.

—Dios mío, Giorgio. ¿Cuántos años han pasado?

—Diez. Diez años.

—Espérame aquí, he de hacer algo. Vuelvo enseguida. —Valeria fue al recibidor y cogió un pequeño llavero de una cajita de madera colgada cerca de la puerta. En la etiqueta ponía SÓTANO.

Mientras bajaba las escaleras el aire gélido penetraba con fuerza en sus pulmones. Los recuerdos afloraban uno tras otro sacando a flote una historia que habían sepultado con mucho esfuerzo.

Valeria recordaba perfectamente aquella época.

Alex estaba en primero de primaria. Los demás niños dibujaban paisajes verdes, casas, árboles y transformaban el sol en una carita sonriente. Alex dibujaba solo, en su habitación, escenarios apocalípticos, ciudades en llamas, edificios que se desmoronaban. Cuando le preguntaban el porqué de aquellos dibujos, respondía sencillamente: «Yo lo he visto».

Valeria giró la llave del candado que cerraba la puerta del sótano comunitario y entró. Su espacio estaba al fondo a la derecha. Cuando llegó, le volvió a la mente el rostro cándido de Alex, con aquella melena rubia de ángel, que seguía repitiendo como en un sonsonete: «Jenny existe, Jenny existe, Jenny existe…».

Cada episodio del período más negro de su vida familiar estaba anotado en el diario de Valeria. Había empezado a escribirlo el día después del parto y lo había cerrado y escondido cuando había terminado aquella historia espantosa. Cuando Giorgio y ella habían actuado, porque había que hacerlo. Porque era preciso enterrar vivo a un monstruo que estaba devorando la infancia de su hijo.

Mientras Valeria sacaba una caja del sótano, Giorgio seguía en la sala. Había cogido una vieja agenda y la había abierto por la letra C. Recorrió los nombres hasta encontrar el que buscaba: «Clínica Privada Enricé Paoli». En la línea de abajo estaba escrito también el número privado del doctor Siniscalco, y entre paréntesis ponía «neurólogo».

Giorgio se sentó en el sofá, cogió el inalámbrico y marcó el número de la consulta del doctor.

Una secretaria respondió al segundo tono. Unos segundos de espera y el doctor atendió desde su interno.

—¿Sí?

—Doctor Siniscalco, buenos días. Soy Giorgio Loria.

Al otro lado de la línea hubo un silencio roto apenas por la respiración del doctor.

—Hace diez años usted trató a mi hijo Alessandro —añadió Giorgio.

—¿Qué clase de tratamiento? —La voz del neurólogo era la de una persona que fumaba desde su primera juventud.

—Usted nos remitió a un psiquiatra, el doctor Moriggia.

—Ah.

Giorgio dedujo del monosílabo que el neurólogo había recordado no una parte, sino todas las dolorosas circunstancias de sus encuentros. Hablar nuevamente con el doctor Siniscalco, rememorar aquel período oscuro de su vida, era como encender una linterna en una habitación olvidada de la memoria.

Los flashes del pasado arrollaron a Giorgio, embistiéndolo con la furia de un ciclón.

Las paredes de su casa embadurnadas con spray. El suelo del cuarto de Alex, donde el niño había grabado: con un cuchillo tres medialunas en espiral de las qué Giorgio y Valeria ignoraban el significado. La carpeta de dibujos, llena de ilustraciones dignas de un catálogo del horror.

—¿Señor Loria…?

—Sí, perdone… Acudimos a su consulta por…

—… la terapia electroconvulsiva —terminó el doctor.

—Sí. Por tanto, ¿se acuerda de Alex?

—Rubio y de rostro angelical.

—Sí, angelical… pero atormentado.

—Si la memoria no me engaña, la terapia obtuvo los resultados esperados.

Era verdad, Alex había vuelto a dibujar árboles, niños y casas, como todos sus amigos. Después del tratamiento parecía haber recuperado la vida de un niño normal de seis años.

—Sí, también dejó de nombrar a aquella amiga imaginaria.

—¿Finalmente no lo llevaron al doctor Moriggia? Todo volvió a la normalidad, ¿no?

—Exactamente, doctor.

—Deduzco, por su tono de voz, que el problema ha reaparecido. ¿Cómo está Alex?

—Doctor Siniscalco, nuestro hijo desapareció varios días… Fue a buscarla.

—¿Se lo dijo él?

—Él no ha dicho nada, ha vuelto hoy y se ha negado a hablar, pero mi mujer lo ha sorprendido mientras hablaba solo ante el espejo. Y se dirigía a esa muchacha. El problema es que no es consciente de lo que dice. No recuerda nada, no entiende que está solo en su mente.

—Explíquese mejor… —El doctor encendió un cigarrillo y se levantó de su butaca para acercarse a la ventana y observar la ciudad.

En las calles que veía desde el sexto piso del edificio en Via Melchiorre Gioia había una gran confusión. Los semáforos parecían apagados, pero no había ningún guardia dirigiendo el tráfico. Observó una cola de personas impacientes ante un cajero automático. Algunos agitaban los brazos, otros vociferaban y algunos ya llegaban a las manos.

Giorgio le contó todo lo que había sucedido y preguntó:

—¿Cómo es posible que no relacione el nombre de Jenny con su infancia?

—Tiene sentido, señor Loria. En la mayoría de los casos, la terapia electroconvulsiva no produce resultados a largo plazo, al menos según los estudios realizados. También es verdad que la recuperación de las funciones mnemónicas varía de individuo en individuo. Su hijo, como consecuencia de la TEC que recibió de niño, ha perdido los recuerdos relativos a los dos años anteriores a ese período de su vida, en especial los referidos a los aspectos delirantes de la enfermedad. Por tanto, ha olvidado las pesadillas y visiones y ha borrado de su memoria también a esta amiga imaginaria de la que hablaba.

—No solo hablaba… su nombre estaba en toda la casa. Lo grababa sobre los muebles, lo escribía en las paredes… no se imagina usted lo que hemos pasado.

—Le aseguro que trato casos semejantes con bastante frecuencia, dada mi profesión…

—Claro, perdone. Por tanto, según me decía, depende de cada caso.

—Así es. Evidentemente, en esta circunstancia este problema ha reaparecido a partir del regreso de esta amiga imaginaria.

Las arrugas surcaron la frente de Giorgio, que se ensombreció y esperó unos instantes antes de responder con timbre seco y profundo:

—Doctor, no quiero pasar de nuevo por este calvario. ¿Qué debemos hacer?

La respuesta del neurólogo llegó despiadada como una sentencia definitiva, justo cuando Valeria entraba en la casa empujando la caja por el pasillo con el pie.

—Debemos repetir la terapia —dijo el doctor, y los ojos de Giorgio se cerraron como para impedirle el paso a esa posibilidad.

—Ya, otro electroshock —admitió resignado tras unos instantes de tenso silencio, mientras su mujer lo miraba apoyada en la jamba que separaba la sala del pasillo, con los ojos desencajados.

Giorgio colgó y dejó el inalámbrico sobre el mueble del que había sacado la agenda. Se levantó, se acercó a su mujer y trató de reconfortarla.

Mientras la abrazaba, con la mirada abstraída, le pareció que en las paredes reaparecían aquellas inscripciones y dibujos horripilantes.

Giorgio continuó mirando, incapaz de distinguir la realidad del velo transparente de los recuerdos que se había superpuesto a ella. Vio a su pequeño dirigiéndole una mirada despiadada y fría, repitiéndole como en una alucinación: «Jenny existe… Jenny existe… Jenny existe…».