26

«¡NO puedo controlar este jodido poder!». Alex repasó mentalmente todo lo que había hecho desde que se había aislado en aquella playa, desde que había atravesado el torbellino para despertarse en el vestuario de la escuela, en la realidad de Jenny.

Volvió a ver las etapas de su increíble viaje. Las imágenes de los cadáveres en el metro de la Milán alternativa estaban aún muy presentes en su mente y contrastaban con el recuerdo del primer beso con Jenny, que a su vez se concatenaba con la experiencia vivida en el Planetario, cuando había recordado que, en su pasado, ya había visto a la muchacha precisamente en aquel sitio, siendo niños, a saber en qué ocasión.

Alex evocó cuando había cogido el taxi para llegar al aeropuerto de Tullamarine, el vuelo a los Emiratos Árabes y el siguiente despegue para Inglaterra.

«Milán es la misma, pero la vida de mis familiares y de Marco es completamente distinta. Tampoco sé dónde habito. ¡En mi casa vive otra familia, los míos están en Suiza y Marco camina normalmente! Debo retroceder… pero ¿cómo?».

Se levantó del suelo. Un reloj colgado de un poste marcaba las diez de la noche. Pocos metros más adelante, algunos extracomunitarios hablaban en voz alta frente a un puesto de kebab.

«Debe de haber sucedido durante el viaje. Probablemente mientras dormía».

Miró alrededor y se percató de un detalle importante: la mochila no estaba. «Es lógico. Mi alter ego en esta dimensión no tiene ninguna mochila, no está volviendo de un viaje. La cogí cuando iba a coger el metro. La mochila… ¿dónde la vi por última vez?».

—¡Claro! —exclamó, llamando la atención de los extracomunitarios—. ¡Sucedió en Heathrow!

Echó a andar con un único pensamiento: regresar de inmediato a Heathrow.

Recorrió el camino hacia la plaza Piola y bajó las escaleras del metro. No tenía dinero para el billete, pero la taquilla estaba desierta. Por allí solo había un uniformado, de espaldas y bastante lejos. Así que saltó el torniquete y se dirigió hacia el andén.

Pocas personas esperaban el convoy. Alguien miraba insistentemente el letrero luminoso con los tiempos de espera, alguien leía un libro, alguien se paseaba impaciente.

Alex recorrió el andén hasta el final, se sentó en un banco y se ensimismó. «Sé dónde debo ir, en qué sitio debo despertarme. Solo debo controlar el viaje».

Trató de recordar algún detalle que pudiera devolverlo con la mente a Heathrow. Se concentró en la mochila, que había visto por última vez junto a los asientos cerca de la puerta de embarque. Intentó recordar algunos rostros, las inscripciones, los letreros luminosos del aeropuerto.

Pasaron un par de trenes, y él aún estaba allí.

Luego, de improviso, la mirada de un hombre emergió de los meandros de su mente. Bigote espeso, ojos minúsculos y mentón pronunciado. Llevaba un uniforme.

«Claro, el guardia del aeropuerto. Me miró mal cuando apoyé los pies sobre la mesita, en la sala de espera».

Su mente enganchó aquel recuerdo y no lo dejó escapar. Un instinto parecía guiarlo. Se concentró en algunos detalles, los zapatos del guardia, la porra colgando del cinturón. Detrás del hombre, el letrero de una zapatería. Y la foto de la familia feliz con la inscripción GO TO EUROPE! NOW!

En un instante, todo el cuerpo de Alex se entumeció y cayó de lado, haciendo que se golpeara la cabeza contra el banco.

Los rostros, colores, olores y voces de un universo se mezclaron con los de otra realidad. El torbellino absorbió su pensamiento arrastrándolo fuera de allí, de aquella Milán tan similar y, al mismo tiempo, extraña. Fue como recorrer a la velocidad de la luz un túnel de recuerdos, sin tiempo para distinguir ninguno. No solo sus recuerdos, sino los de cualquiera.

Cuando volvió a abrir los ojos, estaba reclinado en un sofá.

Se levantó, con los músculos doloridos y la vista aún nublada. Algunas luces confusas tomaron forma poco a poco. Venían del display luminoso que tenía enfrente. Las inscripciones estaban en inglés. Alex miró alrededor y sonrió, soltando un suspiro de alivio: estaba en el aeropuerto de Heathrow. Exactamente donde se había dormido aquella tarde, a la espera del vuelo para Milán. Exactamente adonde quería regresar.

«Quizá por fin he entendido cómo funciona…».

Se volvió, preso de la urgencia por comprobar lo que quería. Miró debajo del asiento y la vio: ¡la mochila!

Con la mano hurgó en el macuto y encontró uno de los bocadillos que se había hecho preparar en Melbourne. Estaba allí desde hacía un par de días y debía de ser incomestible, pero el hambre se impuso. Lo desenvolvió y comenzó a comerlo.

El reloj digital de la pared de enfrente marcaba las dos de la madrugada. Una mujer de la limpieza arrastraba un carro amarillo-azul rumbo a los servicios. Los colores recordaban a Alex la camiseta de su equipo de baloncesto.

«Esta vez es mejor que esté alerta», pensó mientras empezaba a vagabundear por el aeropuerto inglés, ya desierto. Tenía el poder de atravesar la frontera entre distintas dimensiones, ya no tenía dudas al respecto, pero era un poder que controlaba solo en parte y que en general se manifestaba con independencia de su voluntad.

Miró la pantalla luminosa que señalaba las partidas de la mañana siguiente. Había un vuelo a Milán a las 6.50. En el bolsillo de la mochila aún tenía la tarjeta de prepago que le había proporcionado Marco. Esta vez, ese dinero lo devolvería a casa.

Después de haber repasado todos los escaparates de las tiendas, volvió a la zona de embarque y se sentó. Su pensamiento fue de inmediato a Jenny.

Probablemente aún se encontraba en el Planetario junto a un Alex idéntico a él pero que no era él. Se preguntó qué habría sucedido cuando había despertado el Alex alternativo, que con toda probabilidad no sabía nada de Jenny ni del Multiverso.

Hacia las seis de la mañana acudió a una taquilla y pagó el billete, rogando que esta vez el viaje no le deparara sorpresas.

—¡Por fin mi Milán! —exclamó al dejar la terminal de Linate, pero de inmediato sintió un renovado temor. No podía estar seguro de hallarse en el Milán correcto. Para confirmarlo debía hablar con sus padres. Y con Marco.

Bastante cansado y aturdido, usó el poco dinero que le quedaba para coger un taxi hasta su casa.

—Ojalá esté en el Milán que quiero… —susurró para sí mientras el taxista cogía la carretera de circunvalación y daba manotazos a la radio, que parecía no querer sintonizarse en ninguna estación, ofreciendo en todas las frecuencias un fastidioso zumbido.

Cuando se encontró frente al portal del número 22 de Viale Lombardia, Alex suspiró con alivio al leer el apellido «Loria» en el interfono. Llamó, a pesar de que tenía las llaves en la mochila.

—¿Sí? —respondió la voz de su madre. No esperaba encontrar a sus padres en casa, puesto que eran casi las diez de la mañana.

—Mamá, soy yo.

—¡Oh, Dios mío! ¡Alex!

Los padres lo recibieron como si acabaran de liberarlo de un secuestro. En cuanto atravesó el umbral de casa, Valeria se abalanzó y lo estrechó en una especie de abrazo de oso. Mientras sollozaba y farfullaba palabras incomprensibles, con una mano apretó la nuca de su hijo aferrándole el pelo, en un gesto que mezclaba el afecto y el alivio por verlo sano y salvo con la ira acumulada en aquellos días de espera.

Giorgio asistió a la escena con los brazos cruzados y un cigarrillo en los labios. Su postura era el resultado de las sensaciones que experimentada: la frente arrugada, la expresión de quien ahora exigiría explicaciones. Cuando Valeria liberó a Alex de su abrazo, el padre expulsó el humo por los labios apretados con una expresión severa.

—Bien, jovencito, ahora te explicarás. ¿Dónde demonios has estado? Y no te inventes historias.

—Sí… está bien —respondió el muchacho, aturdido.

Mientras dejaba la mochila en el suelo, Alex entrevió un ejemplar del Corriere della Sera sobre la mesa de la cocina. Era del día anterior y un titular destacaba en mayúsculas: TERROR A LO DESCONOCIDO. Una foto de una riña en el Parlamento descollaba a toda página. La precedían dos líneas en cursiva: «Después del colapso de internet, sube la tensión. “El gobierno debe responder a los ciudadanos”, pide el pueblo. Tensiones y enfrentamientos en todo el mundo».

Alex se sentó en la mesa de la cocina, mientras Giorgio cogía el periódico y lo agitaba con vehemencia:

—¿Has visto lo que está sucediendo? ¿Cómo piensas que nos hemos sentido?

—Os pido perdón.

—Eso no basta —replicó el hombre—. ¡Dinos dónde has estado de una maldita vez!

Alex eludió la mirada acusadora de su padre, de pronto consciente de que no había preparado una historia mínimamente convincente.

—He tenido que… —Alex miró sus manos, juntas sobre las rodillas, los dedos entrelazados nerviosamente—. He tenido que hacer un viaje… Era algo necesario.

Valeria se sentó frente a su hijo, mientras Giorgio permanecía de pie, con las manos aferrando el respaldo de la silla de la cabecera.

—¿Un viaje? ¿Adónde? ¿Acaso te has vuelto loco?

Alex se aclaró la garganta para ganar unos segundos.

—No sé qué deciros. No, no creo que haya enloquecido.

—¡Habla de una vez! —Giorgio pegó un puñetazo sobre la mesa y sus mejillas se tiñeron de rojo. Se aflojó la corbata y añadió—: ¿O debemos interrogar a tu amigo Marco? Porque sabemos que te ha encubierto. Estábamos a punto de llamar a la policía. ¡Sabemos perfectamente que detrás de todo esto estaba ese chiflado!

—¡Basta! —soltó Alex y levantó la mirada para desafiar la de su padre—. Marco no es un chiflado sino un genio. Vosotros no podéis entender, no sabéis nada.

—Un momento. Trata de entender también tú. —Valeria se puso de pie.

—He terminado de hablar con vosotros. Ya no tengo nada que deciros.

—¡Debes darnos una explicación! —bufó Giorgio—. Si no lo haces, como que hay Dios, te encierro en tu cuarto hasta el fin del curso escolar.

Alex permaneció con la mirada fija en el vacío, como ignorando el ataque por parte de sus padres.

Quieres hacerte el duro, ¿eh? —prosiguió Giorgio—. Sal inmediatamente de mi vista si no quieres que te dé una tunda ahora mismo.

Alex se irguió lentamente, sin responder. Cogió la mochila y abandonó la cocina. Se dirigió al baño, mientras intentaba decidir cuál sería su siguiente movimiento.

Frente al espejo, apoyó las manos en el borde del lavamanos y bajó la cabeza. Con los ojos cerrados, advirtió el peso de una situación que se le estaba yendo de las manos. Pero no era momento para deprimirse, ni para temblar o llorar. Era el momento de largarse de allí.

Alzó la cabeza y encontró su mirada en el espejo.

«Volveré contigo, Jenny», pensó mientras hacía correr el agua en el lavamanos para mojarse la cara. «Volveré…», continuó repitiéndose mentalmente, como una cantinela.

—Espérame, Jenny… —musitó a su reflejo.

En aquel momento, detrás de la puerta entornada del baño, los ojos de Valeria Loria brillaron en el pasillo.

Había oído aquel nombre. Giorgio y ella sabían perfectamente quién era, pero Alex no podía recordarlo.

Sin embargo, desde los recovecos más profundos de la memoria, por aquella puerta inaccesible al rincón más oscuro de los recuerdos de Alex, Jenny había vuelto.

Cuando Alex salió del baño, no había nadie en el pasillo. Con la mochila a la espalda, se dirigió hacia la puerta de la calle mientras oía las voces atenuadas de sus padres, que estaban en la cocina discutiendo.

Cogió el pomo de la puerta y la abrió con un gesto decidido. Salió al rellano y soltó un largo suspiro. Luego bajó presuroso las escaleras y se encaminó hacia la casa de Marco.